Cerré el álbum de fotografías y lo dejé en su sitio («un sitio para cada cosa, y cada cosa en su sitio», me decía siempre mamá). Me senté después un rato en el porche, contemplando sesgadamente el jardín, en dirección de la orilla del río. Había llovido por la noche, y ahora el sol, cuya luz se reflejaba en las gotas de agua, llenaba de diamantes cada hoja y cada brizna de hierba. Una de esas deslumbrantes mañanas de primavera que se dan en el sur, cuando la neblina se junta con el sol para crear un ambiente lleno de magia y misterio.
Cuando era pequeña, mi libro favorito era El jardín secreto, y el jardín trasero de Belladonna siempre me había recordado el jardín tapiado donde ocurren milagros y los niños huérfanos de madre encuentran curación y esperanza. Mi psicoterapeuta haría una montaña de este grano de arena, por supuesto, ya que encontraría toda clase de significados ocultos al hecho de que me identifique con huérfanos discapacitados y dominados por la angustia. Y puede que tuviera razón. Puede que en mi subconsciente más profundo me sintiera abandonada y sola en el mundo. Desde luego, jamás encajé en el mundo que mi madre había creado.
La pregunta que no me dejaba tranquila era: «¿Por qué me importaba tanto?». Tenía cuarenta y cinco años. Era una mujer adulta, una persona totalmente desarrollada y diferenciada. Y, aun así, en cuanto ponía un pie en esta casa, una clase extraña de hechizo materno me convertía de nuevo en una niña, en aquella niña, la que llevaba alas y aureola de angelito con unas botas robadas, la cerdita gordinflona que lucía un tutú que le quedaba fatal. La niña que siempre se esforzaba muchísimo y siempre decepcionaba.
Una vez hice exactamente esta pregunta a Robert. Fue al principio, cuando todavía intentábamos hablarnos, cuando él todavía intentaba interesarse por lo que yo sentía y, por lo menos, actuaba como si le importara que algo me lastimara o me disgustara.
A pesar mío, habíamos ido a Chulahatchie a pasar una de las muy elaboradas Navidades de mamá en Belladonna.
—Es Navidad —dijo Robert—. ¿Qué puede tener de malo reunirte con tu familia en Navidad?
Lo averiguó. La semana fue tensa y tirante, llena de falsa alegría, y la última noche, acostada entre los brazos de Robert en mi habitación de la infancia, lloré y lloré, y le pregunté por qué.
—Porque es tu madre —me respondió.
Le retorcí los pelos que le cubrían el pecho. Detestaba que lo hiciera, pero no parecía poder contenerme; era algo que me consolaba, como chuparse el dedo. Lo soportó un rato y, finalmente, me sujetó la mano.
—Las madres siempre hieren a sus hijas —prosiguió—. Creo que es una especie de vestigio del instinto evolutivo. Hay peces que se comen las crías, ¿sabes?
No dije nada. Presentí que estaba empezando a ponerse profundo, que estaba adoptando su pose de filósofo. Casi pude notar cómo la adrenalina le recorría el cuerpo bajo la mano que tenía apoyada en su pecho, y sabía que una vez arrancaba, era capaz de pasarse media noche divagando sobre casi cualquier tema. Lo poco que pudiera preocuparse por mis sentimientos se disiparía pronto en medio de la energía de sus procesos mentales.
¡Dios mío, había que ver cómo le gustaba a ese hombre oírse hablar a sí mismo!
—Tal vez el ombligo en sí sea la principal herida que nos infligen nuestras madres —comentó a continuación.
Cuando Robert empezaba a hablar así, adoptaba siempre una entonación que equivalía a una fanfarria de trompeta, a un redoble de tambor, a un sonido de platillos. Al «tachán» definitivo que reclamaba que todo el mundo prestara atención a su inteligencia.
—El cordón umbilical se corta, pero jamás llega a estar cortado del todo. Llegamos al mundo sangrando y llorando, y nos queda para siempre una cicatriz que va hacia nuestro interior hasta llegar al núcleo mismo de nuestro ser.
Con los años había llegado a aborrecer la manera de pensar filosófica de Robert y el tono de superioridad con que hablaba para expresarla, pero tenía que admitir que lo que decía tenía sentido. Y mucho. Todas las mujeres tenían problemas con sus madres. Todos los psicólogos que he visitado parecían opinar que las relaciones maternas eran el tema lógico por el que empezar la psicoterapia. Hasta mi actual psiquiatra, el viejo idiota, admitía que había una partícula de verdad a partir de la cual se había formado la perla de este estereotipo.
Por eso me envió a casa, a Chulahatchie.
Enojada conmigo misma, me levanté y traté de cambiar el chip para no sucumbir al desánimo. Hacía un día precioso. Debería salir y absorber algo de vitamina D; dejar de andar como alma en pena. Y debería hacerlo antes de que mamá regresara o me quedaría clavada en casa todo el día.
Corrí escaleras arriba, recogí las llaves de mi coche y huí hacia la libertad.
Estaba merodeando por el pasillo de frutas y verduras del supermercado Piggly Wiggly, comprando un melón para contrarrestar la pizza suprema de base gruesa y el helado de Bunny Tracks que ya tenía en el carrito, cuando oí una voz que me llegaba desde detrás.
—Yo no me quedaría ése.
—¿Perdón? —Me volví.
Un hombre me dirigía una sonrisa mayúscula, acentuada por un hoyuelo a modo de tilde en la comisura de los labios.
—El melón —aclaró—. No está maduro.
Se me acercó lo suficiente como para que notara el calor que emanaba su cuerpo y me llegara el olor de su colonia afrutada. Retrocedí, cohibida de repente, y contenta de que, para apaciguar a mamá, esa mañana había hecho el esfuerzo de maquillarme.
—Dame, ya verás. —Cuando tomó el melón, me rozó los dedos con los suyos. Tuve la impresión de que había sido aposta, pero podía ser cosa de mi imaginación o puras ilusiones—. Tienes que presionar aquí, en el ombligo, y si está blando, es que está maduro.
—¿Desde cuándo tienen ombligo los melones? —dije.
Soltó una carcajada agradable, grave y afable, y se encogió de hombros antes de responder:
—Es por donde estaba unido a la planta, como con un cordón umbilical. ¿No equivaldría eso a un ombligo? —Dejó el melón en el montón, eligió otro y me lo entregó—. Prueba con éste.
—De acuerdo, gracias.
Tomó una naranja del expositor adyacente y la hizo rodar entre sus manos como si fuera una pelota de béisbol.
—¿Te apetecería ir a tomar café conmigo algún día?
—¿Café? ¿Algún día? —repetí como un loro tonto. Tomó dos naranjas más y empezó a hacer malabarismos con ellas, allí mismo, en la sección de frutas y verduras del supermercado.
—Sí —dijo—. Café o té, almuerzo o cena, lo que sea. —Tenía la mirada puesta en las naranjas que volaban arriba, a un lado, a otro, cada vez más y más deprisa—. Di que sí para que pueda parar.
No pude evitar reírme.
—Muy bien, sí.
—Gracias a Dios. —Atrapó las naranjas, las dejó de nuevo en el expositor y se giró hacia mí para decirme—: Me llamo Charles.
—Yo soy Peach. —Nos miramos mutuamente. No sé qué vería él, pero a mi me gustó lo que tenía delante. Era alto, con una cara redonda, juvenil, con algo de entradas y unos ojos agradables. No era ningún monumento, ni ninguna estrella de cine. Simplemente era un hombre de mediana edad corriente, simpático y moderadamente atractivo que me miraba a los ojos y parecía estar interesado en conocerme.
Desvié la mirada hacia su mano izquierda. No llevaba alianza, pero…
Me pilló y alzó la mano para enseñármela bien. Me fijé en la señal en el dedo anular: la sombra de un aro.
—Divorciado —aclaró—. O, mejor dicho, en trámites para serlo.
Mientras él me esperaba, regresé a la sección de congelados para devolver a su sitio el Bunny Tracks y la pizza suprema de base gruesa con doble de queso. Para qué dejar que el embutido italiano se estropeara o que el chocolate y el caramelo se derritieran en el asiento trasero de mi coche si sabía con certeza que no iba a volver a casa en un buen rato.
Salí sola al estacionamiento del supermercado, me subí al coche y seguí su monovolumen hasta un restaurante de carretera. Podía tener los ojos bonitos y un hoyuelo muy gracioso, y saber hacer malabares con la fruta, pero yo no era tan tonta como para subirme al coche de un hombre al que acababa de conocer. Aunque no creyera que era un asesino en serie, había visto muchos capítulos de CSI en su momento, y no iba a correr ningún riesgo.
Mis amigas solteras me habían contado qué había que hacer en estos casos. Primero café, en un lugar público.
Como faltaba poco para mediodía, acabó siendo un almuerzo. Un sándwich caliente de pan de centeno con patatas fritas y una cola light. Comimos y charlamos sobre cosas sin importancia, y a la hora del café pasamos a la fase de «conocernos mejor».
—Háblame de ti —pidió con una tranquilidad forzada.
—No hay mucho que contar.
—No seas modesta —sonrió—. Conozco Chulahatchie. Eres lo más interesante que ha pasado por aquí desde hace años.
Era una frase estudiada, y yo lo sabía, pero me di cuenta de que me había ruborizado como una adolescente el primer año de secundaria. La ciudad era como un pequeño estanque, y tiempo atrás yo había sido un pez bastante grande. ¿Era posible que Charles no supiera quién era?
Caí entonces en la cuenta de lo absurda que era la pregunta. Salvo alguna que otra visita obligada y el funeral de mi padre, había estado fuera de allí más de veinte años. Me había marchado siendo una reina de belleza y había regresado siendo una divorciada arruinada de mediana edad. No tenía, ni remotamente, el aspecto de ser Miss Universidad de Misisipí ni la tercera clasificada en el concurso de Miss Misisipí.
Además, yo tampoco lo reconocía a él. Aunque hubiera vivido en Chulahatchie durante mis días de gloria, era unos diez años o más mayor que yo. Cuando eres adolescente, no prestas atención a la gente que tiene treinta o cuarenta. Pueden ser vecinos tuyos, pero si no están en la órbita de tu realidad, no existen.
Puede que no supiera quién era yo o quién había sido. Puede que sí. No me importaba demasiado. Lo que me importaba era que me trataba como si fuera el ser más fascinante y atractivo que hubiera visto jamás, y que me observaba como si fuera increíblemente hermosa.
Si fingía, lo hacía muy bien. Lo bastante bien para engañarme. Lo bastante bien para que no me importara si me estaba engañando.
Por lo menos de momento.
Debo decir, en mi defensa, que mi relación inicial con Charles Chase fue una mera cuestión de herencia. Y con eso me refiero a mis genes.
—Eres una Bell —me ha dicho mi madre en infinidad de ocasiones a lo largo de mi infancia y de mi adolescencia, y hasta bien entrada la edad adulta, la verdad sea dicha—. Recuerda tu legado; todo se lleva en la sangre.
Al escribir las palabras «todo se lleva en la sangre», un escalofrío involuntario me recorrió todo el cuerpo.
La primera vez que oí esta frase era una niña, y me evocó unas imágenes que distaban años luz de lo que había pretendido mi madre. Como ya he dicho, era una ávida lectora, y ya a muy temprana edad sabía, gracias a los libros, que siempre podías localizar al asesino a partir de las muestras de sangre obtenidas en la escena de un crimen.
Eso no era, por supuesto, lo que mamá había querido decir.
Lo que ella había querido decir era que la línea de sangre de una chica era su fuerza y su poder ocultos, su carta ganadora en el juego de la aceptación social. La «gente» de uno, la estirpe de la que uno procedía, determinaba la posición que uno ocupaba socialmente. Una dama sureña no sólo tenía la responsabilidad de conocer y reverenciar a sus antepasados, sino también de invocar el sagrado apellido para conservar o mejorar su posición.
Como mi abuela GiGi, por ejemplo.
GiGi vivía en un entorno bastante modesto, gracias a que el abuelo Chick se había bebido y jugado la fortuna de la familia Barclay. Pero nunca importó que GiGi viviera en una casita blanca llena de muebles y objetos pasados de moda. Ella era una dama. Era una Bell. Era el centro de gravitación de su propio universo. Y jamás dejó que nadie lo olvidara.
Especialmente yo.
Todos los veranos pasábamos un par de semanas en casa de la abuela GiGi. Recuerdo, en concreto, una de aquellas largas tardes sureñas en las que hace tanto calor y tanta humedad. Yo tendría unos cinco años, o puede que estuviera a punto de cumplir seis. Fue antes de que empezara a ir a la escuela, en cualquier caso. GiGi vino cuando me estaba echando una siesta, me despertó, me hizo sentar en el salón y, mientras el viento del ventilador eléctrico agitaba las páginas de la historia, me mostró exhaustivamente el álbum familiar de los Bell. Cinco generaciones de mujeres Bell, seis incluida yo misma. Ciento setenta años de Bell.
Alberta Bell, mi trastarabuela, era la matriarca de la Plantación Bell. Cuando la miré, fue como si me observara desde las imágenes oscurecidas en sepia de las fotografías familiares para ver si era digna del apellido.
—Alberta se consiguió a alguien de nivel cuando pescó a Adolphus Bell. —Mi abuela repetía este pareado como si fuera un mantra, como un conjuro mágico que fuera a capacitarme para hacer lo mismo. Dolph, como todo el mundo lo llamaba, era el chico más rico de cinco condados, el único hijo de Langford Bell, del área de la bahía de Chesapeake, en Virginia. Alberta era… bueno, jamás averigüé quién era Alberta en realidad ni de dónde procedía. Su historia, por lo que a GiGi concernía, parecía empezar cuando se casó con Dolph. Sospecho que pudo haber sido una chica pobre de los barrios bajos.
Pobre, pero lista. Cuando el joven Dolph se estaba preparando para ir al oeste a utilizar el dinero de su padre para ganar todavía más cultivando algodón en Tennessee, Alberta lo convenció de que debería casarse con ella informándole de que estaba esperando un hijo suyo.
Según me contó mi abuela, sin el menor asomo de desaprobación, unas cuantas preciosidades más de los alrededores de la bahía de Chesapeake podrían haber reclamado lo mismo, pero Alberta fue la que lo hizo de un modo más convincente. No estaba embarazada, claro. Ni de Dolph ni de ningún otro hombre, de hecho. Pero la estratagema funcionó, y para cuando el desventurado Dolph descubrió la verdad, ya estaba fuera del agua con el anzuelo quitado, disecado y colocado encima de la chimenea de Alberta.
Lo que me sorprendió de la historia no fue que implicara que Alberta había tenido relaciones sexuales, sino que mi propia abuela me la contara con un orgullo tan evidente, como si Alberta hubiese ganado el Premio Nobel a la Manipulación al coaccionar a Adolphus Bell para que se casara con ella mediante un engaño.
GiGi dejó claro, por supuesto, que no recomendaba esta táctica concreta, pero que en el caso de Alberta había funcionado y, al parecer, el fin justifica los medios si el resultado es un éxito. Y ahí estaba Alberta, erguida y orgullosa en el centro de la familia feliz junto con Dolph y sus siete hijos, tres niños y cuatro niñas. GiGi me contó que los chicos compraron tierras colindantes a las de su padre y ampliaron enormemente los dominios de la Plantación Bell. Las chicas se casaron con los cotizados hijos de los colegas de su padre, y la familia extensa creó una especie de territorio feudal, un feudo gobernado por el poder de la familia Bell.
Quise preguntar a mi abuela por qué el apellido Bell se había convertido en la seña distintiva del legado de nuestra familia en lugar del apellido de soltera de Alberta, y si había otros descendientes o no de los Bell por la región de Tennessee, quizá con el pelo y la piel más oscuros que el clan de los Bell original, rubio y con ojos azules. Dado el éxito evidente de Adolphus Bell con las mujeres, sospeché que podría haber otra rama del árbol genealógico de los Bell de la que nadie hablaba.
Pero no lo saqué a colación. Al fin y al cabo, ésa no era la cuestión. La cuestión era que las mujeres Bell, empezando por Alberta, se casaban con buenos partidos, por más sinuoso que fuera el camino que los conducía hasta el altar. Alberta se merecía a Dolph. Consiguió lo que quería, y después educó a sus hijas para que eligieran con inteligencia, como ella había hecho. El clan de los Bell prosperó, por lo menos hasta que los yanquis llegaron al sur de saqueo en saqueo. Pero incluso después de que la casa de la plantación se hubiera quedado sólo con las paredes desnudas, como un cráneo hueco en medio de los campos de algodón devastados, los Bell seguían conservando la dignidad, su lugar en la sociedad y el apellido.
Si todo se lleva en la sangre, parece que tengo una cantidad desproporcionada del ADN de la trastarabuela Alberta.
Pero no contaré ese secretito a mamá. Dejaré que piense que tardé mucho, pero que mucho rato, eligiendo un melón en el supermercado Piggly Wiggly.