Capítulo 4

La mañana después de haber regresado a regañadientes a Chulahatchie, mamá fue a tomar un brunch con «las chicas» al club de campo. No me invitó a acompañarla.

Así que me tomé un Prozac, me instalé en la veranda con mi diario y releí lo que había escrito la noche anterior. Normalmente no oigo voces en mi cabeza, por lo menos no con regularidad. Pero no podía acallar la exhortación de mi psicoterapeuta, que me retumbaba dentro del cráneo dándome la lata para que siguiera explorando los matices de mi relación con mi madre.

Estupendo.

Pasé página y escribí las primeras palabras que me vinieron a la cabeza en la hoja en blanco:

Esto es una mierda. Una buena mierda.

Aparte del tema de usar una palabra malsonante, mamá diría que «buena mierda» es una mala metáfora, un oxímoron. Una analogía deplorablemente imprecisa, como «frío infernal».

Con el debido respeto, se equivoca. He visto muchas buenas mierdas en mi vida. Y un montón de mierdas superlativas también. La gente educada como es debido te las deja caer en el camino todos los días sin excepción, como elefantes despreocupados que avanzan pesadamente durante el desfile de un circo. Y los demás nos pasamos la vida siguiéndolos con la pala en la mano.

Me pregunté qué diría el viejo idiota de esta imagen mental.

Dios sabe que mi madre lo hizo lo mejor que pudo.

Y yo me esforcé, con verdadero ahínco, en ser lo que ella quería que fuera. Pero por más empeño que pusiera en ello, parecía estar destinada a ser un motivo constante de decepción para la mujer que me había dado la vida y que se había dedicado en cuerpo y alma a educarme como a una dama sureña.

Me quedé mirando las palabras de la página y me planteé si eran ciertas. ¿Me había esforzado lo suficiente? ¿Podría haber sido lo que ella quería que fuera si hubiera puesto más empeño en ello? Y si hubiera resultado ser esa niña perfecta, esa dama sureña, ¿habría sido realmente yo, o Peach Rondell habría simplemente desaparecido como un terrícola indefenso abducido por un alienígena con poderes ilimitados?

Durante el desayuno, mamá y yo habíamos pasado una hora tensa e incómoda mirando uno de los muchos álbumes familiares que ella había creado con tanto esmero. Había elegido el que yo más aborrecía, aquel con el que podía proferir más exclamaciones de admiración al ver la linda muñequita que había sido yo de niña.

Mi reacción habitual ante este ritual era quedarme sentada en un silencio sepulcral, mientras en mi interior, mi corazón golpeaba los barrotes de mi jaula como un pajarillo atrapado. Toda mi vida he considerado los álbumes de mamá como una forma de tortura encubierta. He detestado las fotografías, la inmersión sentimental en el mundo de los recuerdos, la desaprobación de cómo soy ahora implícita en la forma efusiva y entusiasta con que habla sobre el pasado.

Esta mañana, sin embargo, he reaccionado de otra forma. Ha sido una inesperada revelación.

Hoy he tomado el álbum de la estantería de la sala y lo he depositado en la mesa de mimbre del porche. He dejado el álbum a mi izquierda, he puesto el diario a mi derecha, he abierto ambas cosas y he esperado.

Había visto estas fotos mil veces. Pero de repente tenían otro aspecto, como un código oculto que finalmente comprendía. Algo secreto, escondido a plena vista. Puedes pasarte años sin verlo y, una vez lo has visto, lo ves. Y una vez lo ves, no puedes entender cómo has estado tanto tiempo sin verlo.

Cuatro años. La fiesta de cumpleaños. En una foto descolorida, pardusca, una niña ocupa la presidencia de una mesa llena de niños de aspecto remilgado con sus madres, de aspecto igualmente remilgado, situadas detrás de ellos. Las velas de la tarta están encendidas. Todo el mundo sonríe; todo el mundo excepto la cumpleañera.

Me sorprende que mamá guardara esta foto. Seguramente fue mi padre quien insistió en incluirla en el álbum. A él le habría parecido graciosa. A mi madre, sin duda, la avergonzaría.

En esta foto, tengo un lado de la cara lleno de cardenales púrpura que lo distorsionan. El ojo está tan hinchado que no puedo abrirlo, y justo en el momento en que se abrió el obturador, me había levantado el vestido hasta el mentón para rascarme un punto de la tripa que me picaba. Como tengo la cinturilla de las bragas floreadas por debajo de la panza regordeta me queda el ombligo al descubierto.

No recuerdo gran cosa de ese día, y no me acordaría del picor si la cámara no hubiese captado mi gesto espontáneo. Lo que sí recuerdo es lo que sucedió tres días antes.

Mamá, que estaba atareada preparando la cena, nos envió a mi hermano, Harry, y a mí a jugar fuera, en el porche. Era antes de que nos hubiéramos trasladado a Belladonna, y nuestro «porche» era un recinto que abarcaba la parte posterior de la casa y que hacía las veces de despensa y de cuarto de juegos.

Las instrucciones de mamá eran claras: Harry tenía que guardar sus soldaditos de juguete en el baúl y yo tenía que entretenerme con mi cocinita, una colección de objetos en miniatura que mi abuelo Chick había tallado en contrachapado. Tenía un horno de color rosa con una puerta que realmente se abría, unos muebles rosas con un fregadero de cuyo grifo salía agua de verdad, y un refrigerador de juguete, también rosa, que medía metro veinte de altura y era lo bastante robusto como para subirse encima. Era la cocinita soñada de cualquier niña; de cualquier niña que tenga sueños color de rosa, por lo menos.

Era evidente que mi madre estaba detrás de este arranque de creatividad de mi abuelo. La cocinita había sido mi regalo navideño de aquel año. Recuerdo haberme esforzado mucho por parecer contenta y no echarme a llorar cuando mi hermano desenvolvió el suyo, que también había construido mi abuelo: una camioneta roja, totalmente de madera, con un asiento de cuero, pedales y un volante de verdad.

Yo no quería mi cocinita rosa. Quería la camioneta roja de Harry. Pero estaba claro que mi madre anhelaba verme jugar a las casitas, así que fingía. Preparaba tés que me tomaba con las muñecas que despreciaba, y cuando mamá no me veía, birlaba los soldaditos a Harry y los ahogaba en el fregadero. Una vez hasta metí una manzana silvestre en la boca de mi mejor muñeca y la asé en el horno en pelota picada, Mama jamás entendió por qué Harry la llamaba «Barbiecoa».

Aquella tarde, mientras mamá cocinaba la cena, procuré una vez más pasármelo bien jugando con mi cocinita. Cuando estaba a punto de llorar del aburrimiento, mi hermano tuvo una idea brillante.

—Venga, Peach, juguemos a Jack y las habichuelas mágicas —sugirió mientras señalaba mi refrigerador rosa—. Yo seré Jack, tú serás el gigante, y usaremos tu nevera como planta de las habichuelas.

Me pareció una idea estupenda, y mucho más interesante que tomar el té con las muñecas o cocinar una comida imaginaria para un marido imaginario que llegaría del trabajo, se comería su cena imaginaria y se iría al salón sin fingir siquiera estarme agradecido.

Me encaramé, no sin cierta dificultad, al horno, desde donde me subí al refrigerador de juguete con mi vestidito con volantes.

—¡Grrrr! ¡Huele a carne de niño! —grité, haciendo mi mejor imitación de la voz de un gigante. Me sabía la historia, así que tendría que haber estado preparada para lo que ocurrió a continuación.

Harry, que interpretaba a Jack, empezó a cortar la planta de las habichuelas. Lo hizo empujando con todas sus fuerzas el refrigerador de contrachapado hasta que éste empezó a balancearse precariamente sobre las baldosas del suelo del porche. Mis merceditas de charol, con las suelas resbaladizas y sin la menor adherencia, se deslizaron bajo mi peso. Tanto el refrigerador como yo caímos al suelo con un gran estrépito. Yo aterricé de cabeza, y todo se llenó de sangre. Mi hermano se me quedó mirando, gritando: «¡He ganado! ¡He ganado!».

No recuerdo demasiado después de aquello; sólo tengo imágenes vagas de cuando me recogieron y me llevaron corriendo al hospital. El médico dijo que tenía una conmoción cerebral, que no era grave, pero que me saldrían unos moretones considerables. Mi padre me estuvo aplicando una bolsa con hielo en la sien mientras me murmuraba palabras tranquilizadoras sobre lo mucho que me quería, lo contento que estaba de que fuera a ponerme bien y lo valiente que había sido porque no había llorado. Hasta mi hermana, Melanie, que tenía diecisiete años y estaba muy por encima de todos nosotros, se dignó a ser amable conmigo.

—Una dama no se sube a los electrodomésticos de la cocina —dijo mi madre—. Eso no se hace.

No lo había planeado así, no aposta, pero el resultado fue mejor de lo que podría haber esperado. Al día siguiente, mi padre llevó mi cocinita al garaje y la desmontó. El perro del vecino, un pastor alemán llamado Bullet, se pasó años sufriendo avergonzado, en silencio, en una caseta de contrachapado rosa.

El pobre Bullet me daba mucha pena. Pero librarme de aquella cocinita rosa fue el mejor regalo de cumpleaños que recibí en toda mi vida.

Cinco años. La función de Navidad. En esta fotografía, estoy de pie, delante de la chimenea, vestida con una túnica blanca, unas alas tornasoladas ribeteadas en oro y una aureola brillante. Llevo el pelo, que tengo lacio como la cola de un caballo, horrorosamente rizado alrededor de las orejas como consecuencia de una permanente recién hecha. Parezco el adorno de Navidad que habría hecho un niño loco en catequesis, usando un estropajo de aluminio a modo de cabeza.

En este retrato mi expresión es debidamente angelical. Estoy sonriendo graciosamente con la mirada puesta a lo lejos, como si alguna visión celestial me abrumara. La verdad era que tenía un secreto.

Si uno se fija bien, se da cuenta de que debajo del dobladillo de la túnica del ángel, que llega hasta el suelo, asoma un par de botas negras. Unas botas de vaquero. Las botas de Harry. Como yo no podía tener unas, porque, por supuesto, no eran adecuadas para una damita, se las robé.

Recuerdo vívidamente aquella función de Navidad. Fue la vez que me lo pasé mejor en una función de la iglesia. Guardé celosamente mi secreto, y mi madre nunca supo lo que había hecho. Ni mi hermano encontró jamás sus botas.

Pero han pasado los años y mi madre sigue teniendo una copia enmarcada de esta fotografía sobre el gran piano de cola del salón delantero. Supongo que le recuerda lo orgullosa que estuvo en su día de su ángel, de su damita.

Tal vez algún día se lo cuente. Mientras tanto, cada vez que la veo, me hace sonreír.

Seis años. El recital de ballet. Esta fotografía es un modelo de contrastes: las tres gracias. O, mejor dicho, dos gracias y un volquete. Las dos niñas esbeltas y ágiles que posan encantadas ante la cámara son mis primas, Belinda y Cynthia. Están haciendo un plié perfecto. Yo doy la impresión de estar agachada para hacer pipí.

Había visto las fotografías de ballet de mi hermana Melanie. Coño, mis padres hasta tenían un tembloroso vídeo casero en blanco y negro de su recital. De modo que sabía el aspecto que tendría que tener: alta, esbelta, grácil, sonriente bajo los focos. Perfecta.

Melanie siempre fue perfecta.

Estaba claro que yo no era Melanie, pero mi madre era una mujer con una gran esperanza y con un objetivo. ¿Qué mejor forma tenía una jovencita sureña como es debido de aprender elegancia y delicadeza que ir a clases de ballet?

Tenía que admitir que mi madre había intentado, por lo menos, que esta tortura fuera más soportable. Me imagino que con la idea de que el sufrimiento compartido es más llevadero, apuntó a mis dos primas conmigo. Dos veces a la semana, al salir de clase, nos poníamos los leotardos y las zapatillas, y ocupábamos nuestro sitio en la barra. La profesora de danza, una mujer esquelética con unos huesos prominentes en las caderas y unas venas en el cuello del tamaño de cables de sesenta amperios, nos gritaba por encima de la música clásica a todo volumen.

La profesora me aterraba. Llevaba el largo cabello negro recogido en un moño tan tirante que las cejas le llegaban al nacimiento del pelo. No recuerdo su nombre, pero una vez, en una galería de arte, vi su retrato: una obra expresionista titulada El grito. Todavía ahora la sigo considerando la personificación de un lifting mal hecho, y me pregunto si Edvard Munch tuvo la desgracia de conocerla.

Si en mis primeros años formativos sospechaba que podía ser incapaz de llegar a engrosar las filas de las auténticas damas sureñas, las clases de ballet me lo confirmaron más allá de cualquier duda. Belinda y Cynthia hacían sus arabescos y sus chassés a la perfección. Mi arabesco recordaba la postura inicial de una demostración de karate, y mi chassé, tal como lo veo ahora, me daba el aspecto de un hipopótamo con hemorroides.

Mientras ellas dos recibían elogios de la marquesa de Sade y se convertían rápidamente en las primeras de la clase, yo me esforzaba valientemente en evitar que los leotardos se me metieran en la raja del culo.

—¡No, no, no! —me chillaba, con las venas hinchadas y las cejas arqueadas aunque pareciera imposible que pudiera elevarlas más—. ¿Tiene nombre este movimiento, este sujetar de nalgas? ¿No? Pues entonces no se hace en ballet. Mirada al frente; una mano en la barra, la otra alargada… ¡Así!

El día que papá tomó la foto de las tres gracias fue el peor de todos, el día de nuestro recital de ballet, cuando los padres y amigos de todas aquellas lindas jovencitas acudían para vernos bailar embelesados. Belinda y Cynthia, por supuesto, tenían papeles destacados. Belinda era el cisne protagonista; Cynthia, más alta y todavía más grácil, con la larga cabellera rubia, había sido elegida para interpretar a la princesa.

Tendrían que haberlo llamado El lago de los cerdos. Cuando me llegó el turno (yo era el último cisne, el que estaba más alejado del centro del escenario y quedaba casi oculto por el telón de fondo), avancé como un pato para tener mis tres segundos de gloria bajo los focos. Era como un cerdo haciendo una pirueta, mientras mis piernas atocinadas se esforzaban frenéticamente por sostenerme.

Conseguí dar un salto bien, aunque apenas me elevé unos centímetros del suelo, pero en el segundo movimiento, un glissade que acababa en un jeté, perdí el equilibrio y caí sentada sobre el tutú. El público rió y aplaudió gentilmente, como si creyera que había tenido la intención de hacerlo así desde el principio.

La semana siguiente mi madre me borró de la clase de ballet. Cynthia y Belinda fueron a la Universidad de Misisipí con becas en artes interpretativas. Los planes de mi madre daban resultado, después de todo, siempre y cuando se le diera la clase adecuada de material con el que trabajar.

De mi debut en la danza sólo se conserva una única fotografía: este bodegón que muestra dos gráciles cisnes y un patito achaparrado. Me gusta pensar que mamá la conservó para recordarse a sí misma que aunque la cerdita se vista con un tutú de seda, cerdita se queda, por más que te esfuerces en educarla como es debido.

La historia, naturalmente, me asegura que no tuvo semejante revelación.