El principal objetivo de mi madre en la vida era «educarme como es debido». Para ello, se dedicó con afán a la tarea de modelar mi joven arcilla para darle la forma de una dama sureña.
Mi primer recuerdo del proceso de mi educación se produjo cuando tenía, quizá, dieciocho meses.
Los psicólogos, incluido el viejo idiota canoso que me envió de vuelta a casa, me han dicho más de una vez que un bebé tan pequeño es incapaz de formular recuerdos coherentes. Pero, aun así, tengo la imagen grabada en la cabeza. Los psicoterapeutas no lo saben todo, y además, yo era una niña muy inteligente.
Me detuve, eché un vistazo al diario, releí lo que había escrito y sonreí. Toma ya. El viejo idiota quería que explorara mi pasado, pues muy bien. Él se lo había buscado; se merecía el resultado, fuera cual fuera.
¿Y qué si sonaba un poco egocéntrico? Era una niña muy inteligente. Y tengo esos recuerdos, digan lo que digan los demás.
Mi madre, una mujer menuda, perfectamente vestida, sin el menor instinto maternal, intentaba darme de comer una papilla de espinacas de un tarro de potitos. La cuchara plateada vaciló sólo un instante antes de que yo la lanzara por el aire con el puñito. La mayoría fue a parar al pelo de mi madre y el resto salpicó ruidosamente la pared que tenía tras la cabeza. La señalé con un rechoncho dedito infantil e hice lo impensable: me reí.
—Priscilla —me riñó mamá, intentando conservar la dignidad a pesar de tener el pelo recubierto de papilla de espinacas—, una damita como es debido no tira la comida. Se come lo que le ponen delante, tanto si le gusta como si no.
Mi reacción, o por lo menos eso es lo que me dijo mi padre, fue escupir la papilla que todavía tenía en la boca y usarla para pintar con el dedo la bandeja de la trona. Ya a tan temprana edad, tenía tendencias artísticas.
De acuerdo, tal vez no lo recuerdo, por lo menos el diálogo exacto. En mi propia defensa diré que tengo un vívido recuerdo de una mancha verde en la pared, situada a la izquierda de mi trona, más o menos a la altura de la cabeza de mi madre. Además, la historia me gusta, y por eso la cuento como cierta.
Dios mío, eso suena a algo que habría dicho papá: «Nunca dejes que la verdad estropee una buena historia».
Sólo que, a mi entender, es más exacto decir: «Nunca dejes que la realidad estropee una buena historia». Nada relata la verdad con tanta exactitud como una buena historia de ficción. Es la realidad lo que obstaculiza el proceso.
Tal vez éste sea uno de los principios en los que se basa la redacción de mi diario: no quedarme atrapada en la maraña de los detalles, en cómo sucedió algo o en las palabras exactas que se dijeron. Lo que importa es la nueva visión que se supone que voy a tener de las cosas al volver a la escena del crimen y recuperar todos esos viejos recuerdos, sentimientos y experiencias. Así que lo hilaré tal como me venga a la cabeza y ya veremos qué queda atrapado en la tela.
Aprendí las técnicas narrativas de mi padre; un cuentista de renombre entre nuestros familiares y amigos. Papá decía que eso era ser ameno. Mamá le daba otro nombre. Llegué a temer la cara que ponía cada vez que papá iniciaba uno de sus elaborados relatos. Evidentemente, no le divertían. En lo más mínimo.
Para cuando tuve cuatro o cinco años, papá ya había sido liberado de cualquier participación en mi educación. Para mi madre, «educarme como es debido» significaba inculcarme los buenos modales, los valores y las prioridades que iban unidas al apellido Bell.
Dada mi personalidad, yo no estaba nada por la labor. A los cuatro años aprendí a leer yo sola, usando el abecedario de mi hermano mayor y mi colección de cuentos y poemas infantiles. A los cuatro y medio, decidí que quería ser escritora. Me fascinaba la magia y el misterio de las palabras, cómo unos cuantos garabatos negros en una hoja blanca podían evocar mundos de ensueño y hacer volar la imaginación sin límites.
Pero cuando tuve cinco años, mis libros fueron a parar a la caja de los juguetes, y mi madre me apuntó a actividades más convenientes: lecciones de piano, de canto, clases de ballet, formación personal de porte y feminidad. A los seis años, participé en mi primer concurso de belleza.
Daba igual que fuera baja y rechoncha, careciera totalmente de equilibrio y no tuviera oído musical. También tenía predilección por ponerme ropa usada de mi hermano y jugar a béisbol con los chicos en el solar vacío, y madre estaba resuelta a cortar estos hábitos de raíz. Me embutía en vestidos rosas que picaban mucho con diversas enaguas, zapatos de charol y unos calcetines bajos con lacitos rosas en las vueltas. Asistí obedientemente a las clases de canto, piano y danza, y hasta traté de aprender a andar con un libro sobre la cabeza. De Shakespeare, creo que era. O de George Eliot.
Cuando estuve preparada para empezar a ir a la escuela, sabía que no había que sugerir siquiera llevar zapatos blancos después del Día del Trabajo o antes de Semana Santa. Sabía usar mis limitadas artimañas femeninas para encandilar a los jurados y lograr que olvidaran que era incapaz de cantar tres notas seguidas. Sabía hacer reverencias y sonreír cuando tenía ganas de escupir. Sabía, incluso, sacudir la cabeza para echar el pelo hacia atrás con coquetería.
Daba toda la impresión de que el régimen que mi madre había instaurado para que su hija se ajustara a lo que se esperaba de una dama sureña estaba logrando su objetivo.
Hasta que fui a la escuela.
En cuanto me incorporé a las filas de las grandes multitudes no instruidas, la cantaleta de la dama sureña de mi madre cambió de tono. Ahora tenía entre manos una batalla distinta. No sólo tenía que «educarme como es debido», sino que también tenía que eliminar todas las malas costumbres que estaba adquiriendo de mis compañeros vulgares fuera del nido.
Una de las peores manías que me entró el primer año que fui a la escuela fue la inexplicable predilección por entablar amistad con quien no debía. Personas como Dorrie Meacham, una niña dulce, sensible y tímida, que llevaba un aparato ortopédico en las piernas como consecuencia de haber tenido la polio…
¡Dios mío! De eso hacía casi cuarenta años. Hasta este momento me había olvidado completamente de Dorrie Meacham. ¿Qué más iba a encontrar sepultado en mi cerebro, cubierto por cuatro décadas de polvo y telarañas?
Como Dorrie, una lectora precoz como yo, quería ver mi colección de libros, un día vino a casa conmigo en el autobús. Mamá nos recibió en la puerta con aquella sonrisa petrificada y fría que siempre presagiaba problemas, y no le quitó los ojos de encima a Dorrie mientras ésta recorría con gran esfuerzo y estrépito el vestíbulo delantero y el pasillo hasta mi habitación. Nos concedió exactamente dieciocho minutos de maravillosa privacidad antes de venir y quedarse en la puerta.
—¿No se te ha olvidado algo, Priscilla?
Por más que lo intenté, no caí en qué se me podía haber olvidado, pero me apresuré a levantarme y a ponerme en posición de firmes, rogando con todas mis fuerzas que alguna señal divina me revelara cuál había sido mi falta antes de que mamá tuviera ocasión de decírmela.
—¿Eh? —solté.
—Las damas no dicen «eh», Priscilla. —Carraspeó.
—Sí, mamá.
—A ver, ¿no te gustaría presentarme a tu amiguita?
Rebusqué mentalmente las palabras adecuadas para hacerlo:
—Mamá, me gustaría presentarte a mi amiga Dorrie Meacham. Dorrie, mi madre.
—Encantada de conocerla, señora Rondell —dijo educadamente Dorrie, que se levantó con gran dificultad y alargó una mano pálida y delgada a mi madre.
—Parece que te han educado muy bien, jovencita.
Me henchí de felicidad. Dorrie había superado la prueba. Había sido cortés, y muy prudente. Mamá había afirmado que la habían educado bien.
O eso creía yo.
—¿Por qué no vais a la cocina a tomar limonada y galletas? Creo que después será hora de que Dorrie se vaya a casa.
Nos sentamos a la mesa con la espalda muy erguida, incómodas, con el encanto de nuestra incipiente amistad roto por la presencia palpable de mi madre, y el silencio interrumpido sólo por el tictac del reloj de la cocina y el clic, clic del aparato ortopédico de Dorrie al chocar con las patas de la silla. Cuando los vasos estuvieron vacíos, mi madre, con la misma sonrisa gélida en la cara, acompañó a Dorrie a la puerta y le dio las gracias por su visita. Me quedé observando por la ventana cómo mi amiga, mi única amiga, para ser sincera, cojeaba acera abajo hasta el final de la manzana y desaparecía detrás de la casa de los vecinos.
Cuando regresé a la cocina, mamá estaba arrodillada junto a la silla donde Dorrie se había sentado, aplicando reparador de muebles a las patas de madera. Una vez hubo terminado la tarea, dejó el trapo y señaló la silla.
—Siéntate, Priscilla —ordenó.
La obedecí, asustada por el tono de su voz y por lo que me esperaba.
—¿Qué sabes de Dorrie Meacham, Priscilla?
—No mucho, supongo —respondí, retorciéndome en el asiento—. Va a mi clase en la escuela, y le gusta leer, y es muy lista y divertida…
—Estate quieta, Priscilla. Una dama debe estarse quieta.
—Sí, mamá. —Inspiré hondo y junté las manos sobre la mesa para adoptar lo que esperaba que fuera una imagen de serenidad.
—¿Y dónde vive?
—Tres manzanas más allá, en la calle Duncan. Su padre es…
—Howard Meacham, el farmacéutico. Ya lo sé. Y su madre es Elsie, la que lleva la caja registradora en el supermercado.
—Sí, mamá.
Mamá sacudió la cabeza y entrecerró los ojos.
—Priscilla, estoy segura de que Dorrie te da pena e intentabas ayudarla. Pero tienes que buscarte amigas que sean más… bueno, gente como nosotros.
No tenía demasiado claro a qué se refería con eso, pero no me atreví a preguntárselo, y estaba bastante segura de que tampoco quería saberlo. En mi cabecita infantil, Dorrie era como yo. Le encantaban los libros, leía casi mejor que yo y me hacía reír. Era mi primera amiga. Mi mejor amiga.
—No hay duda de que los Meacham son una familia muy agradable, a su manera —decía mi madre—. Pero una dama sureña tiene que vigilar mucho con quién se relaciona. Tu padre y yo hemos invitado al doctor Thornton y a su esposa a cenar este viernes. El doctor Thornton es un cliente importante del bufete de tu padre. Su hija Sarah tiene más o menos tu edad, y es una niña encantadora. Procura llevarte bien con ella, ¿de acuerdo, Priscilla? Hazlo por mí, si no quieres hacerlo por ti.
—Sí, mamá.
Había dado la respuesta esperada, pero había sido de boquilla. Conocía a Sarah Thornton, y podía decirse que era la niña más prepotente y más mala de la escuela. Se pavoneaba agitando los rizos rubios y mirando a todo el mundo por encima del hombro, incluyéndome a mí. El mismo día antes, en el patio, se había puesto a jugar con malas artes al balón prisionero y después de golpear a Dorrie tan fuerte que la había tirado al suelo, se rió de ella por no haber sido lo bastante rápida como para esquivarla. Quise arrancarle los rizos de la cabeza a Sarah Thornton, retorcerle el pescuezo y enseñarle a no meterse con mi amiga. Pero no lo hice. Me limité a ayudar a Dorrie a levantarse, y me marché con la voz aguda de Sarah profiriendo palabras de escarnio resonándome en los oídos.
—Recuerda, Priscilla —dijo mi madre mientras se levantaba de la mesa—, una amistad no puede basarse en la lástima.
Esa noche, mientras yacía en la cama temiendo la noche del viernes, cuando tendría que soportar la compañía de Sarah Thornton y sus padres, quienes, según decía mamá, eran «gente como nosotros», oí una conversación entre mis padres sobre Dorrie Meacham.
—Los Meacham son gente obrera, sin apellido ni influencias —comentó mamá, levantando la voz—. No creo que sea la clase de relaciones que debamos favorecer. A la larga, a Priscilla le irá mucho mejor si aprende pronto en la vida a elegir compañías más adecuadas.
A través de la pared me llegó la débil protesta de papá:
—Es sólo una niña, Donna. ¿Qué importancia puede tener?
—Tiene muchísima importancia —respondió mamá—. Esa tal Dorrie es una infeliz. Es evidente que Priscilla necesita una amiga, pero…
Mamá bajó la voz, y ya no pude oír nada más. Pero sospeché que no era sólo el apellido y el origen de Dorrie Meacham lo que era fundamental.
También estaba el hecho de que Dorrie estaba lisiada.
Dorrie jamás regresó a mi casa, e incluso en la escuela fuimos dejando poco a poco de hablar hasta que cada una siguió su camino. Esa noche me dormí llorando porque la primera amiga que yo misma había elegido no era lo bastante buena.
Aquello me hizo sentir muy mal, frustrada, ansiosa, confundida. Me planteé si jamás lograría ser lo que mamá quería que fuera: una auténtica dama sureña con los valores adecuados. Después de todo, había elegido a Dorrie como amiga. Mi madre había seleccionado a Sarah Thornton para ese papel.
Pero yo era una Bell, de los Bell de Clarksville, y cargaba sobre las espaldas la responsabilidad de hacer que mi madre estuviera orgullosa de mí. Mi madre, y todas las generaciones de mujeres Bell cuyos nombres se mencionaban en nuestros bautizos y puestas de largo. Una dama sureña jamás podía abandonar toda precaución y hacer lo que le dictara el corazón. Hacía lo que se esperaba, como mínimo si la habían educado como es debido.
Fue la primera vez que fui remotamente consciente de cómo ser «educada como es debido» podría afectarme.