Capítulo 2

La casa de mamá, la casa que papá había comprado y restaurado para ella, era una mansión de estilo neogriego de quinientos sesenta metros cuadrados, construida con ladrillos rojos hechos por los esclavos, con una amplia veranda delantera y seis enormes columnas cuadradas. La plantación original, llamada en su día Mabry, se extendía cuatrocientas hectáreas a cada lado del río.

Hacía mucho tiempo que se había vendido la mayoría del terreno y las dependencias de los esclavos estaban derruidas. Ahora la ciudad de Chulahatchie invadía la finca como el kudzu, y lo único que quedaba de la antigua plantación era la mansión, la pequeña cocina de ladrillo y la cochera. El edificio, situado a la orilla del río, estaba rodeado de una hectárea y media de vegetación exuberante y de un amplio camino de entrada flanqueado por un puñado de viejos robles de los que colgaban largas hebras de barba de palo.

Con gran ingenio, papá había hecho un juego de palabras con el apellido de mamá y había llamado a la finca Belladonna.

Mamá creía que había elegido este nombre en homenaje a ella, su «hermosa esposa». Yo sospecho que lo que realmente tenía en mente era la mortífera belladona. El veneno que tanto se utilizaba en la antigüedad.

Papá.

Al pensar en él se me hizo un nudo enorme en la garganta. La última vez que había estado en casa había sido para asistir a su funeral hacía un año, en enero, y antes de eso, sólo la había visitado un puñado de veces en los veintitantos años en que Robert y yo estuvimos casados.

Mi hermano y mi hermana también acudieron al funeral, obligados por el deber filial pero claramente a regañadientes. Harry, como siempre, se mantuvo frío y distante. Melanie se encerró en sí misma ante el dolor de haber perdido a papá. Yo me pasé aturdida toda la visita, incluida la ceremonia, vagamente consciente de las idas y venidas de los vecinos de Chulahatchie, pero sin lograr verles la cara ni oír las palabras de consuelo que decían. Lo único que recuerdo es a papá, metido en el ataúd abierto, con la cara pálida y amarillenta, y dos manchas de colorete que la maquilladora de la funeraria le había puesto en las mejillas para que pareciera estar «vivo».

Cuando estuve junto a él, observándolo, sentí el peso de mil sinsabores, de mil preguntas, de mil pesares. Jamás se me había ocurrido pensar cómo había sido la vida de mi padre con mi madre. Si la amaba de verdad, y por qué. Si, cuando estaban a solas, alguna vez reían juntos, o lloraban, o se tocaban. Si sabía por qué los hijos que tanto adoraba se habían ido de casa y rara vez regresaban, ni tan solo para hacer una brevísima visita.

Ahora ya no estaba, y la amplia entrada de Belladonna me pareció de repente marchita, vacía y abandonada.

En toda mi vida jamás había pillado desprevenida a mi madre. Cuando llegaba a casa de dondequiera que hubiese estado, una tarde de compras, mi baile de promoción o las vacaciones de Semana Santa en mi primer año de estudios universitarios, parecía saber instintivamente el momento exacto de mi llegada. Cómo lo hacía será siempre un enigma, pero incluso ahora, después de tantos años, en cuanto enfilé el camino de entrada la vi ya en el porche, agitando un pañuelo en mi dirección. Me detuve un momento entre los dos primeros robles y al mirarla desde esa distancia, me vino a la cabeza la casa de muñecas que ocupaba una cuarta parte de mi habitación cuando era pequeña. Belladonna en miniatura, incluida una muñequita que representaba a mamá con un vestido camisero azul y unos zapatos de salón planos a juego.

Se veía diminuta. Pero era yo la que se estaba empequeñeciendo. Hasta podía sentir la regresión: de cuarenta y cinco a treinta y cinco… veinte… quince… diez… cinco. A medida que iba dejando atrás los robles recubiertos de vegetación iba perdiendo años. Cuando detuve el coche en la curva que conducía a la cochera, volvía a ser una niña, y mi madre, con su metro cincuenta y cinco de altura, descollaba sobre mí.

—Hola, cielo —me dijo desde el peldaño superior—. ¡Gracias a Dios que estás aquí!

Aguardé a que me lanzara alguna frase acusadora, y no me decepcionó:

—Hace tanto tiempo que no venías… —Me miró arriba y abajo, y observó con sus gélidos ojos azules los vaqueros, la camiseta de algodón y las zapatillas deportivas que llevaba puestos—. Bueno, seguro que has traído más ropa, ¿verdad? Adelante, pasa. Te esperaba hace una hora y ya estaba fuera de mí.

«¡Qué horror! —pensé—. Ahora son dos».

—Instálate —dijo mamá—. Cuando termines, me encontrarás en la veranda trasera.

La veranda trasera. Un eufemismo como una casa.

Belladonna es una de esas casas de plantación sureñas que no tiene parte trasera, sino más bien dos delanteras: una que da a la calle y otra que da al río. Es una metáfora de cómo ve mamá la vida. ¡Qué Dios nos libre de no mostrar una imagen presentable, ni siquiera a nuestros propios traseros!

Detrás de la casa, más allá de la cocina de ladrillos donde tiempo atrás las esclavas cocinaban verduras, guisantes forrajeros, colinabos y pan de maíz para los residentes blancos de la Casa Grande, el césped descendía entre unos cuidadísimos parterres de azaleas hasta la orilla escarpada del río. La casa se alzaba majestuosa, muy por encima del nivel de inundación, y gozaba de una buena vista de las aguas amarronadas y mansas del Tombigbee.

Mamá sirvió limonada y galletas en la veranda trasera, y charlamos educadamente sobre tonterías. Comentamos que las azaleas estaban brotando y habrían florecido totalmente en una semana más o menos, y que los árboles de Judas ya lo estaban haciendo. Un cerezo llorón alargaba las ramas sobre el jardín y dejaba caer sus pétalos como si fueran copos de nieve rosados. A lo largo del camino crecía, con una simetría perfecta, una hilera de forsitias que asentían con sus rastas amarillas al sol de la mañana.

Ella no dijo una sola palabra sobre papá. Yo no dije una sola palabra sobre Robert. Finalmente dejó el vaso y fijó la mirada en un punto situado a la izquierda de mi hombro.

—¿Y cuánto tiempo, exactamente, voy a tener el placer de disfrutar de la compañía de mi hija? —dijo.

Me pregunté vagamente cómo lograba, en una breve pregunta, culparme por mi ausencia y mostrarme su disgusto por mi presencia sin pararse siquiera a respirar. Pero no dediqué demasiado rato a dilucidar el dilema.

—No lo sé —respondí—. ¿Tenías otros planes?

—Claro que no —dijo tras dirigirme una sonrisa gélida—. Sólo lo pregunto para saberlo, nada más. Ya sabes que siempre que necesites un lugar donde hospedarte serás bienvenida. Al fin y al cabo, ésta es tu casa.

Belladonna no había sido mi casa desde hacía más de dos décadas, ¿pero de qué serviría hacérselo notar?

Nos quedamos en silencio. Una familia de ruidosas ardillas bajó por el tronco de un nogal pacanero persiguiéndose entre sí, y en el río, dos hombres negros que acababan de pescar un pez molestaron a mi madre al reírse demasiado fuerte.

Estaban anclados justo delante de nuestra orilla, con la proa de la barca verde orientada aguas abajo. Mamá no dijo nada. El río era público, y no podía controlar quién lo navegaba, aunque jamás necesitó decir una sola palabra para expresar su desagrado. Le bastaba con «la mirada».

Había aprendido a distinguir «la mirada» de muy niña, y me había esforzado por evitarla a toda costa. En vano, debería añadir. Daba igual lo que hiciera, daba igual lo mucho que me esmerara, jamás lograba del todo hacer las cosas como era debido. Ser como era debido. Hacía años que me había llevado las manos a la cabeza, desesperada, y lo había mandado todo a hacer puñetas, pero por más que me lo propusiera, no había nada en el mundo capaz de contener la asfixiante marea de desaprobación materna.

Ahora volvía a sentir aquella sensación de retroceder en el tiempo, de sufrir una regresión. Me remonté tambaleando cuarenta años y vi «la mirada» en los ojos de mi madre.

Alargó la mano para tirarme de la pernera de los vaqueros azules y soltó un suspiro. Sólo un suspiro. Nada más. Pero aquel suspiro, y el silencio que lo siguió, contenían la reprimenda de toda una vida: «Por el amor de Dios, Priscilla, aprende a ser una dama. Yo no te eduqué así de mal».

En el río, los hombres negros rieron de nuevo.