8. El ladrillo y el globo: arquitectura, idealismo y especulación con la tierra
Quiero pensar en voz alta un problema teórico fundamental —la relación entre urbanismo y arquitectura— que, junto con su interés y urgencia intrínsecos, plantea una serie de cuestiones teóricas de significación para mí, aunque no necesariamente para todos ustedes. De modo que tengo que pedir que se interesen provisoriamente en ellas y en mi propio trabajo al respecto, para poder llegar a formular algunos problemas urbanos y arquitectónicos más generales. Por ejemplo, una investigación sobre la dinámica de la abstracción en la producción cultural posmoderna, y en particular sobre la diferencia radical entre ese papel estructural de aquélla en el posmodernismo y los tipos de abstracciones en funcionamiento en lo que hoy podemos llamar modernismo o, si lo prefieren, los diversos modernismos, me condujo a reexaminar la forma del dinero —la fuente fundamental de toda abstracción— y preguntarme si su estructura misma y su modo de circulación no se modificaron sustancialmente en años recientes o, en otras palabras, durante el breve período al que algunos todavía nos referimos como posmodernidad. Eso significa, desde luego, volver a plantear la cuestión del capital financiero y su importancia en nuestro tiempo y formular cuestiones formales sobre las relaciones entre sus abstracciones peculiares y especializadas y las que se encuentran en los textos culturales. Creo que todo el mundo estará de acuerdo en que el capital financiero, junto con la globalización, es uno de los rasgos distintivos del capitalismo tardío o, en otras palabras, del estado distintivo de las cosas hoy en día.
Pero es precisamente esta línea de investigación la que, reorientada en la dirección de la arquitectura, sugiere el ulterior desarrollo al que quiero dedicarme aquí. Puesto que en el ámbito de lo espacial parece existir efectivamente algo así como un equivalente del capital financiero, e incluso un fenómeno íntimamente relacionado con él, y que es la especulación con la tierra: algo que en otros tiempos tal vez haya encontrado su campo de acción en el campo —en la conquista de las tierras de los nativos norteamericanos, en la adquisición de inmensas extensiones por parte de los ferrocarriles, en el desarrollo de áreas suburbanas, junto con la privatización de recursos naturales—, pero que en nuestros días es un fenómeno preponderantemente urbano (en gran medida porque todo se vuelve urbano) y ha vuelto a las grandes ciudades, o a lo que queda de ellas, en busca de fortuna. ¿Cuál es entonces la relación, si la hay, entre la forma distintiva que asume hoy la especulación con la tierra y las formas igualmente distintivas que encontramos en la arquitectura posmoderna (ahora con un uso del término en un sentido general y cronológico, espero que bastante neutral)?
A menudo se señaló que la significación emblemática de la arquitectura de hoy, y también su originalidad formal, residen en su inmediatez con lo social, en la “costura que comparte con lo económico”: y se trata de una inmediatez bastante diferente de la que experimentan incluso otras formas artísticas costosas, como el cine y el teatro, que sin duda también dependen de las inversiones. Pero esta misma inmediatez presenta peligros teóricos, que en realidad son bastante bien conocidos. No parece descabellado afirmar, por ejemplo, que la especulación con la tierra y la nueva demanda de más construcciones abren un espacio en el cual puede surgir un nuevo estilo arquitectónico: pero, para usar un epíteto venerable, también parece “reduccionista” explicar el nuevo estilo en términos de las nuevas clases de inversiones. Se dice que este tipo de reduccionismo no respeta la especificidad, la autonomía o semiautonomía del nivel estético y su dinámica intrínseca. De hecho, se objeta, las afirmaciones directas de este tipo parecen descender al detalle de los estilos que con ello estigmatizan; pueden soslayar el análisis formal, ya que, por así decirlo, desacreditaron de antemano su principio mismo.
Podría intentarse entonces enriquecer y complejizar esta interpretación (de los “orígenes del posmodernismo”) introduciendo el tópico de las nuevas tecnologías y mostrando cómo dictaron un nuevo estilo al mismo tiempo que respondían más adecuadamente a los objetivos de las inversiones. Esto es por ende insertar una “mediación” entre el nivel económico y el estético; y puede empezar a dar una idea de por qué, en favor de la inmediatez de una afirmación sobre la determinación económica, haríamos mejor en elaborar una serie de mediaciones entre lo económico y lo estético; en otras palabras, por qué necesitamos una concepción revitalizada de la mediación como tal. El concepto de ésta se postula en la existencia de lo que mencioné como un “nivel” o, en otras palabras (las de Niklas Luhmann), una función social diferenciada, un ámbito o zona dentro de lo social que se ha desarrollado al extremo de estar gobernada internamente por sus propias leyes y dinámicas intrínsecas. Quiero calificar de “semiautónomo” dicho ámbito, porque está claro que en cierto modo todavía forma parte de la totalidad social, como lo sugiere el término “función”; mi propia expresión es deliberadamente ambigua o ambivalente, para sugerir una calle de dos manos, en que se puede hacer hincapié en la relativa independencia, la relativa autonomía del área en cuestión, o bien, al revés, insistir en su funcionalidad y su lugar definitivo en el todo: al menos por medio de sus consecuencias para éste, si no su “función”, entendida como una especie de interés material y una motivación servil o subordinada. Así, para usar algunos de los ejemplos más obvios de Luhmann, lo político es un nivel “distinto” porque, desde Maquiavelo y el surgimiento del estado moderno con Richelieu, la política es un ámbito semiautónomo en las sociedades modernas, con sus propios mecanismos y procedimientos, su propio personal, su propia historia y tradiciones o “precedentes”, etcétera. Pero esto no implica que el nivel político no tenga consecuencias múltiples para lo que está fuera de él. Lo mismo puede decirse para el ámbito del derecho, el nivel legal o jurídico, que en muchos aspectos podría considerarse, precisamente, el modelo y el ejemplo de un dominio especializado y semiautónomo. Quienes se dediquen al trabajo cultural también querrán, sin duda, insistir en cierta semiautonomía de lo estético o lo cultural (aun cuando la relación entre esas dos formulaciones alternas vuelva a ser hoy, por cierto, un tópico muy discutido): las leyes de la narración, incluso para las series de televisión, no son, con seguridad, inmediatamente reductibles a las instituciones de la democracia parlamentaria, para no mencionar las operaciones de la bolsa de valores.
¿Y qué pasa con esta última? No hay duda de que el surgimiento del mercado y su teoría, desde el siglo XVIII en adelante, si no antes, erigió a la economía en un nivel semiautónomo. En cuanto al dinero y la tierra, bueno, ésos son precisamente los fenómenos que nos interesarán aquí y nos permitirán someter a prueba la utilidad del concepto de mediación y su idea conexa, la instancia o nivel semiautónomo: se entiende por anticipado que ni el dinero ni la tierra pueden constituir dicho nivel por derecho propio, dado que ambos son elementos claramente funcionales dentro de ese sistema o subsistema más fundamental que forman el mercado y la economía.
Cualquier discusión sobre el dinero como mediación debe aludir necesariamente a la obra de Georg Simmel, cuya maciza Filosofía del dinero (1900) fue pionera en lo que hoy llamaríamos un análisis fenomenológico de esta realidad peculiar. La influencia subterránea de Simmel sobre diversas corrientes de pensamiento del siglo XX es incalculable, en parte porque él se resistió a acuñar su complejo pensamiento en un sistema identificable; entretanto, las complicadas articulaciones de lo que en esencia es una dialéctica no hegeliana o descentrada quedan a menudo encubiertas por su pesada prosa. Una nueva descripción de la obra de su vida sería una etapa preliminar indispensable en la discusión que quiero llevar a cabo aquí:[1] sin lugar a dudas, Simmel puso entre paréntesis las estructuras económicas mismas, pero es muy sugerente en cuanto a la forma en que podrían describirse y explorarse los efectos fenomenológicos y culturales del capital financiero. Es evidente que no es éste el momento de hacer un estudio tan completo, de modo que me limitaré a plantear algunas observaciones sobre su ensayo seminal, “La metrópoli y la vida mental”, en que el dinero también desempeña un papel central.[2]
Se trata en lo fundamental de una descripción de la creciente abstracción de la vida moderna y muy en particular de la vida urbana (en el Berlín de fines del siglo XIX): la abstracción, a no dudarlo, es precisamente mi tópico, un tema que todavía nos acompaña persistentemente, a veces con diferentes nombres (el término clave de Anthony Giddens, desencaje [disembedding], por ejemplo, dice casi lo mismo a la vez que nos señala otros rasgos del proceso). Y en el artículo de Simmel la abstracción asume una notable multiplicidad de formas, desde la experiencia del tiempo hasta una nueva distancia en las relaciones personales; desde lo que llama “intelectualismo” hasta nuevos tipos de libertad; desde la indiferencia y lo “blasé” hasta nuevas angustias, crisis de valores y esas muchedumbres de la gran ciudad tan caras a Baudelaire y Walter Benjamin. Sería una simplificación excesiva concluir que para Simmel el dinero es la causa de todos estos nuevos fenómenos: la gran ciudad no sólo triangula esta cuestión, sino que en nuestro contexto actual el concepto de mediación es con seguridad más satisfactorio. Sea como fuere, su artículo nos coloca en el umbral de una teoría de las formas estéticas modernas y su abstracción con respecto a lógicas anteriores de la percepción y la producción; pero también en el umbral del surgimiento de la abstracción dentro del mismo dinero, a saber, lo que hoy llamamos capital financiero.[3] Y dentro del collage benjaminiano de fenómenos que constituyen la textura del ensayo también encontramos la siguiente frase irrevocable: al discutir la nueva dinámica interna de la abstracción, la forma en que, como el capital mismo, ésta comienza a expandirse por su propio impulso, Simmel nos dice: “Esto puede ilustrarse en el hecho de que dentro de la ciudad la ‘valoración’ de una propiedad por la renta del suelo, debida a un mero aumento del tránsito, representa para su propietario ganancias que se autogeneran”.[4] Es suficiente: éstas son las conexiones que estábamos buscando; desandemos ahora nuestro camino y comencemos una vez más con los posibles parentescos entre la forma arquitectónica moderna o posmoderna y las explotaciones automultiplicadoras del espacio de las grandes ciudades industriales.
En este aspecto, me interesó particularmente un libro mal organizado y reiterativo que, como un buen relato policial, tiene una historia emocionante que contar y todo el estremecimiento del descubrimiento y la revelación: me refiero a The Assassination ofNew York, de Robert Fitch, que brindará la oportunidad no sólo de confrontar lo urbano con lo arquitectónico, sino también de evaluar la función de la especulación con la tierra y comparar el valor explicativo de varias teorías (y el lugar de las mediaciones en ellas). Malamente expresado, como él mismo lo hace con bastante frecuencia, Fitch concibe el “asesinato” de Nueva York como el proceso por el cual la producción es —deliberadamente— alejada de la ciudad a fin de dejar espacio a las oficinas de las empresas (financieras, de seguros, inmobiliarias): se supone que esta política revitaliza la ciudad y promueve un nuevo crecimiento, pero su fracaso está documentado por el asombroso porcentaje de superficies vacías y no alquiladas (los así llamados edificios transparentes). Aquí, la autoridad teórica de Fitch parece ser Jane Jacobs, cuya doctrina sobre la relación de las pequeñas empresas con los barrios prósperos perfecciona al postular la relación igualmente necesaria entre los pequeños negocios (tiendas y cosas por el estilo) y la pequeña industria (del tipo del distrito de la ropa). El suyo es un análisis más radical que marxista, que apunta a promover el activismo y la actitud partidista; por lo tanto, ataca con violencia una diversidad de blancos teóricos, entre los que se cuentan ciertos marxismos y ciertos posmodernismos, junto con las ideologías oficiales de los propios planificadores urbanos; y es esta polémica (o, mejor, estas denuncias) la que nos interesará principalmente aquí. En su indulgencia para con un antiintelectualismo y una postura antiacadémica típicamente norteamericanos, parece bastante evidente que el blanco teórico primario de Fitch es la doctrina de la inevitabilidad histórica, cualquiera sea la forma en que se la encuentre: sin duda, con el argumento de que desmoraliza y despolitiza a quienes empiezan a creer en ella, y hace mucho más difíciles, si no completamente imposibles, la movilización y la resistencia. Ésta es una posición plausible y pertinente, pero en definitiva todas las concepciones de las tendencias de largo plazo y de una lógica significativa del capitalismo terminan por identificarse con esta ideología “inevitabilista”, lo que a su vez repercute en las formas mismas de la praxis que, como veremos, Fitch desea propiciar.
Pero empecemos otra vez desde el principio. Lo primero que hay que mostrar es no sólo que Nueva York sufrió una masiva reestructuración en que desaparecieron setecientos cincuenta mil puestos en la industria manufacturera y la proporción entre la ocupación en ésta y el trabajo de oficina (su sigla en inglés es FIRE: Finance, Insurance, Real Estate [finanzas, seguros, actividad inmobiliaria]) pasó de 2:1 antes de la guerra a 1:2 en la actualidad,[5] sino también que este cambio (¡que no era inevitable ni estaba en la “lógica del capital”!) fue el resultado de una política deliberada por parte de la estructura de poder de la ciudad. En otras palabras, fue el resultado de lo que hoy se denomina amplia y difusamente “conspiración”, algo cuyas pruebas son efectivamente muy sugerentes. Éstas radican en la congruencia absoluta entre el no concretado plan de zonificación de 1928 para el área metropolitana y el estado actual de las cosas: la supresión de las manufacturas postulada allí se realizó aquí, la instalación de edificios de oficinas prevista allí ocurrió aquí; y Fitch complementa todo esto con profusas citas de los planificadores de ayer y los del pasado reciente. Por ejemplo ésta, de una influyente figura empresarial y política de los años veinte:
Algunas de las personas más pobres viven en barrios bajos convenientemente situados en tierras de elevado precio. En la patricia Quinta Avenida, Tiffany y Woolworth, cara a cara, ofrecen joyas y baratijas de sitios sustancialmente idénticos. Los restaurantes de Childs prosperan y se multiplican donde Delmonico’s se marchitó y murió. A tiro de piedra de la bolsa de valores, el aire se puebla con el aroma del café tostado; a pocos metros de Times Square, con el hedor de los mataderos. En el corazón mismo de esta ciudad “comercial”, en la isla de Manhattan al sur de la calle 59, los inspectores encontraron en 1922 casi cuatrocientos veinte mil obreros empleados en las fábricas. Tal situación es una afrenta a nuestro sentido del orden. Todo parece fuera de lugar. Uno sueña con reordenar las cosas para ponerlas donde corresponde.[6]
Declaraciones semejantes fortalecen evidentemente la conjetura de que la meta de liberarse del distrito de la ropa y del puerto de Nueva York fue conscientemente elaborada en una serie de estrategias en el medio siglo transcurrido entre fines de la década del veinte y los años ochenta, cuando finalmente tuvieron éxito, ocasionando en el proceso el deterioro de la ciudad en su forma presente. No hace falta argumentar particularmente sobre la evaluación del resultado, pero ahora es necesario introducir la motivación que sostuvo la “conspiración”. No es una sorpresa que tenga que ver con la especulación con la tierra y el asombroso aumento de los valores de ésta como consecuencia de la “liberación” de propiedades de sus ocupantes, diversos tipos de pequeños comercios e industrias. “Hay una distancia de casi el mil por ciento entre la renta obtenida con un espacio fabril y la recibida por un espacio de oficinas de primera categoría. Con el mero cambio del uso de la tierra, el capital de un individuo puede incrementar muchas veces su valor. En la actualidad, el rendimiento de un bono estadounidense a largo plazo está en el orden del seis por ciento.”[7]
Detrás de esta explicación “conspirativa” más general está, como veremos, una conspiración más específica y local cuyos investigadores se mencionarán a su debido tiempo. Pero esta explicación particular, en este nivel de generalidad, en realidad tiende a confirmar una idea más verdaderamente marxista sobre la “lógica del capital” y en especial sobre la relación causal de estos desarrollos inmobiliarios con una noción (relativamente cíclica) del momento del capital financiero, que me interesa en el presente contexto. Salvo una excepción, que se identificará en la segunda teoría de la conspiración y a la que nos referiremos más adelante, Fitch no está interesado en el nivel cultural de estos desarrollos o en el tipo de arquitectura o estilo arquitectónico que podría acompañar un despliegue del capital financiero. Éstos son presuntamente epifenómenos superestructurales que es habitual desechar cuando se desacreditan análisis de esta clase, o que éstos tienden a ver como una especie de pantalla de humo cultural e ideológica de los verdaderos procesos (en otras palabras, una apología implícita de ellos). Volveremos más adelante a este problema central de la relación entre el arte o la cultura y la economía.
Por el momento, lo que hay que señalar es que los conceptos de “tendencias” o la inevitabilidad de la lógica del capital no dan una imagen completa —y ni siquiera adecuada— de la visión marxista de estos procesos: lo que falta es la idea crucial de la contradicción. Puesto que la noción misma de tendencias en la inversión, la fuga de capitales, el alejamiento del capital financiero de las manufacturas y su vuelco hacia la especulación con la tierra, es inseparable, de las contradicciones que producen estas desiguales posibilidades de inversión en todo este campo, pero también, y sobre todo, de la imposibilidad de resolverlas. En realidad, eso es exactamente lo que Fitch muestra con sus impresionantes estadísticas sobre los índices de espacios desocupados en la nueva construcción especulativa de edificios de oficinas: el reencauzamiento de las inversiones en esa dirección tampoco resuelve nada, ya que antes que nada destruyó el tejido urbano que podría haber producido nuevas ganancias (y un crecimiento del empleo) en esos espacios. Naturalmente, también podría haber una satisfacción narrativa en este resultado (“los frutos del pecado”); pero desde el punto de vista de Fitch, está suficientemente claro que la perspectiva de contradicciones inevitables —que podrían fortalecer una concepción bastante diferente de las posibilidades de la acción política— es igualmente incompatible con el tipo de activismo que él tiene en mente.
En esta etapa, ya tenemos varios niveles de abstracción: en el extremo más enrarecido, una concepción de la preponderancia del capital financiero en la actualidad, que Giovanni Arrighi nos redefinió útilmente como un momento del desarrollo histórico del capital como tal.[8] Arrighi postula, en efecto, tres etapas —primero, la implantación del capital en busca de inversiones en una nueva región; luego, el desarrollo productivo de esa región en términos de industria y manufactura, y por último, una desterritorialización del capital invertido en la industria pesada a fin de procurar su reproducción y multiplicación en la especulación financiera, tras lo cual ese mismo capital emprende la fuga hacia una nueva región y el ciclo vuelve a empezar—. Arrighi toma como punto de partida una frase de Fernand Braudel —“la etapa de expansión financiera es siempre un signo otoñal”— y con ello inscribe su análisis del capital financiero en una espiral, y no de una manera estática y estructural, como un rasgo permanente y relativamente estable del “capitalismo” en todas partes. Pensar de otra forma es relegar los desarrollos económicos más sorprendentes de la era Reagan-Thatcher (desarrollos que también son culturales, quiero agregar por mi parte) al reino de la pura ilusión y los epifenómenos; o considerarlos, como Fitch parece hacerlo aquí, como los más simples y nocivos subproductos de una conspiración cuyas condiciones de posibilidad siguen sin explicarse. El cambio desde las inversiones en la producción hacia la especulación en la bolsa de valores, la globalización de las finanzas y —cosa que nos concierne especialmente aquí— el nuevo nivel alcanzado por un frenético compromiso con los valores inmobiliarios: éstas son realidades con consecuencias fundamentales para la vida social de hoy (como lo demuestra con tanto dramatismo el resto del libro de Fitch para el caso reconocidamente muy especial de Nueva York); y el esfuerzo por teorizar esos nuevos rumbos dista mucho de ser un asunto académico.
Pero si tenemos esto presente, podemos volvemos al otro blanco polémico fundamental de Fitch, que éste tiende a asociar con la vieja idea de Daniel Bell de una sociedad “postindustrial”, un orden social en el que la dinámica clásica del capitalismo ha sido desplazada y tal vez hasta reemplazada por la primacía de la ciencia y la tecnología, que ofrece ahora un tipo diferente de explicación del presunto paso de una economía de producción a una economía de servicios. La crítica se concentra aquí, entonces, en dos hipótesis no necesariamente relacionadas. Una postula una mutación poco menos que estructural de la economía, que se aleja de la industria pesada en dirección a un sector de servicios inexplicablemente masivo; con ello ofrece sostén ideológico a la elite de planificadores de Nueva York que desean desindustrializar la ciudad y, por lo tanto, pueden encontrar ayuda y consuelo en la noción de la inevitabilidad histórica del “fin” de la producción en su sentido anterior. Pero la mercantilización de los servicios también puede explicarse en un marco marxista (y ya en 1974 así lo hizo, proféticamente, el libro de Harry Braverman, Trabajo y capital monopolista)', no voy a llevar aquí ese punto más adelante, particularmente porque la tendencia que Fitch tiene sobre todo en mente concierne a los trabajadores de oficina de los rascacielos empresariales, más específicamente que a las industrias de servicios.
La segunda idea que él asocia con la de la presunta “sociedad postindustrial” de Bell tiene que ver con la globalización y la revolución cibernética, y en el proceso golpea de refilón algunas descripciones contemporáneas muy eminentes de la nueva ciudad global o informacional (en particular las de Manuel Castells y Saskia Sassen).[9] Pero con seguridad no hace falta que el énfasis en las nuevas tecnologías de la comunicación implique un compromiso con la conocida hipótesis de Bell sobre un cambio en el modo mismo de producción. El reemplazo de la energía hidráulica por el gas y más adelante por la electricidad entrañó mutaciones trascendentales en la dinámica espacial del capitalismo, así como en la naturaleza de la vida diaria, la estructura del proceso laboral y la constitución misma del tejido social: pero el sistema siguió siendo capitalista. Es cierto que en años recientes ha surgido toda una abigarrada ideología de lo comunicacional y lo cibernético, merecedora de una confrontación teórica, un análisis ideológico y crítico, y a veces hasta de una franca deconstrucción. Por otro lado, la descripción del capital elaborada por Marx y tantos otros desde los días de éste puede dar perfecta cabida a los cambios en cuestión; y en efecto la principal función de la dialéctica misma es coordinar dos aspectos o caras de la historia que de lo contrario estamos mal preparados para pensar: a saber, identidad y diferencia a la vez, la forma en que una cosa puede cambiar y a la vez seguir siendo la misma, sobrellevar las más pasmosas mutaciones y expansiones y constituir no obstante el funcionamiento de alguna estructura básica y persistente. En efecto, se puede sostener, como lo han hecho algunos, que el período contemporáneo, que incluye todas estas innovaciones espaciales y tecnológicas, puede aproximarse al modelo abstracto de Marx más satisfactoriamente que las sociedades aún semiindustriales y semiagrícolas de sus propios días.[10] Con más modestia, sin embargo, yo quiero sugerir simplemente que cualquiera sea la verdad histórica de la hipótesis sobre la revolución cibernética, es suficiente constatar una difundida creencia en ella y sus efectos, no meramente por parte de las elites sino también de las poblaciones de los estados del Primer Mundo, porque dicha creencia constituye un hecho social de la mayor importancia, que no puede desecharse como un puro error. En ese caso, también hay que ver dialécticamente la obra de Fitch, como un esfuerzo por restaurar la otra parte de la famosa frase y recordamos que es la gente quien todavía hace esta historia, aunque la haga “en circunstancias que no son de su elección”.
En consecuencia, debemos examinar un poco más detalladamente la cuestión de las personas que hicieron la historia espacial de Nueva York, lo que nos lleva a la conspiración interna o más concreta que Fitch desea revelarnos dramáticamente, con los nombres de los involucrados y una descripción de sus actividades. Ya hemos señalado un nivel del operativo, el de los planificadores de la ciudad, que también forman parte del círculo de su elite financiera y empresaria; y en este punto Fitch, ciertamente, menciona nombres y da una breve descripción de algunas de las carreras de los actores; pero en un nivel todavía relativamente colectivo, en que estas personalidades biográficas concretas representan aún una dinámica general de clase. No parece injusto invocar una vez más lo dialéctico al señalar que, en la medida en que Fitch desea apelar al activismo de la gente en su programa político por la regeneración de Nueva York, también se ve obligado a identificar a determinadas personas del otro lado y convalidar su afirmación de que los individuos todavía pueden realizar cosas en la historia demostrando de manera similar que ya lo han hecho y nos trajeron hasta este lamentable trance por medio de su agenciamiento como personas privadas (y no como clases desencarnadas).
Irónicamente —y es una ironía que él mismo señala—, hay un precedente para dicha versión de una conspiración específicamente individual contra la ciudad, que radica en la identificación de Robert Moses como el agente y villano fundamental en sus transformaciones, en una descripción que debemos a la extraordinaria biografía de Robert Caro, The Powerbroker. Dentro de un momento veremos por qué Fitch necesita resistirse a ella, cuando sugiere que su función es hacer de Moses el chivo expiatorio de estas tendencias: “En retrospectiva, resultará que la mayor realización civil de Moses no fueron el Coliseum o Iones Beach sino hacerse cargo de los fracasos de dos generaciones de planificadores de Nueva York”.[11] Bastante justo: todo nivel causal invita a cavar más profundamente en busca de otro y nos hace retroceder un paso, para construir un “nivel causal” más fundamental por detrás de él: ¿fue Moses realmente un actor histórico mundial, actuaba realmente por cuenta propia, etcétera? Y es cierto que detrás de las abigarradas descripciones de Caro asoma en definitiva una dimensión puramente psicológica: porque Moses era así, porque ambicionaba poder y actividad, porque tenía el genio para prever todas las posibilidades, etcétera. La crítica implícita de Fitch, sin embargo, es más reveladora (y también habla en contra de su propia versión última del relato): el individuo privado Moses no es suficientemente representativo para cargar con todo el peso de la historia, que exige un agente que sea a la vez individual y representativo de la colectividad.
Que entre en escena Nelson Rockefeller: porque es él o, mejor, la misma familia Rockefeller como grupo de individuos, quien ofrecerá ahora la clave de la historia de misterio y servirá como centro de la nueva versión que da Fitch del relato. Resumiré rápidamente esta nueva e interesante historia: comienza con un desastroso error por parte de la familia Rockefeller (y más particularmente de John D. Rockefeller Jr.), que iba a tomar en arriendo por veintiún años un predio de la Universidad de Columbia en medio de la ciudad, donde hoy se levanta el Rockefeller Center: estamos en 1928, y desde esa fecha, nos dice Fitch, “hasta 1988, cuando les pasaron el Rockefeller Center a los japoneses, entender lo que quieren los Rockefeller es un prerrequisito para comprender en qué se convierte la ciudad”.[12] Es necesario que fundemos ese entendimiento en dos cosas: primero, en los comienzos el Rockefeller Center es un fracaso, reflejado, en el hecho de que durante la década del treinta sus índices de ocupación oscilan sólo entre “el treinta y el sesenta por ciento”[13] debido a su posición excéntrica en medio de la ciudad; muchos de los inquilinos eran pares con quienes los Rockefeller habían hecho arreglos especiales para atraerlos (u obligarlos, según fuera el caso). “Fue Nelson quien tuvo que digerir los resultados del estudio de tránsito encargado por la familia para averiguar por qué el Rockefeller Center estaba vacío. El principal motivo, explicaron los consultores, era que carecía de acceso al tránsito masivo. Estaba demasiado lejos de Times Square. Demasiado lejos de Grand Central. El tránsito masivo era la clave para un proyecto de oficinas saludable, y el automóvil lo estaba matando.”[14] Como ya lo indicamos, la motivación detrás de un proyecto de este tipo reside en el fabuloso incremento del valor de la propiedad proyectada: pero ante las circunstancias combinadas del muy escaso índice de ocupación y las obligaciones del arriendo con Columbia, los Rockefeller son incapaces de concretar estas perspectivas futuras.
El segundo hecho crucial, de acuerdo con Fitch, debe documentarse en el testimonio de Richardson Dillworth en la audiencia de confirmación vicepresidencial de Nelson Rockefeller en 1974,[15] que no sólo reveló “que la mayor parte de la riqueza de la familia, valuada en 1.300 millones de dólares, provenía de la zona media de la ciudad, es decir, las acciones en el Rockefeller Center”, sino también hasta qué punto en esos momentos la fortuna familiar había “menguado de manera espectacular”, reducción que a mediados de la década del setenta “llegaba a los dos tercios”. De tal modo, esta inversión inmobiliaria en particular señala una crisis desesperada en la fortuna de los Rockefeller, una crisis que sólo hay cuatro maneras de superar: la modificación en su favor del arriendo con Columbia (cosa que la universidad, bastante comprensiblemente, no estaba dispuesta a aceptar), o bien su rescisión total, con pérdidas desastrosas. Una tercera posibilidad era que la misma familia desarrollara adecuadamente el área inmediatamente circundante al Centro: una solución que en sustancia significaba agregar una gran cantidad de dinero al ya malamente invertido. O bien, por último, dado que “los otros obstáculos parecían insuperables sin cambiar la estructura de la ciudad […], fue precisamente esto lo que la familia se dispuso a hacer. En última instancia, los funcionarios municipales demostraron ser mucho más fáciles de manipular que los síndicos de la Universidad de Columbia o las terceras partes del mercado inmobiliario”.[16] Es una propuesta imponente y prometeica: cambiar el mundo entero para dar cabida al yo; hasta Fitch se siente un poco amedrentado ante su propio atrevimiento. “¿Cómo podía una familia [cuyas realizaciones cívicas y culturales ya se habían enumerado] estar totalmente obsesionada con un esfuerzo tan mezquino como alejar a los vendedores de salchichas más allá de la calle 42?” “Debe admitirse que una explicación que se base en la conducta de una sola familia parece muy poco sólida. […] Los deterministas históricos doctrinarios insistirán naturalmente en que Nueva York sería ‘exactamente la misma’ sin los Rockefeller.” “Concentrarse en la familia puede molestar a los marxistas académicos, para quienes el capitalista es meramente la personificación de un capital abstracto y que creen, austeramente, que cualquier discusión sobre los individuos en el análisis económico representa una fatal concesión al populismo y el empirismo.” Y así sucesivamente.[17]
Al contrario, Fitch nos da aquí una demostración de libro de texto de la “lógica del capital” y en especial de la hegeliana “astucia de la Razón” o “astucia de la Historia” por la que un proceso colectivo utiliza a los individuos para sus propios fines. La idea proviene del temprano estudio de Hegel sobre Adam Smith y es de hecho una transposición de la bien conocida identificación de la “mano invisible” del mercado por parte de este último. Los análisis de la versión de Hegel suponen en su mayoría que la distinción crucial es aquí la existente entre acción consciente y significado inconsciente; a mí me parece mejor postular una disyunción radical entre el individuo (y los significados y motivos de la acción individual) y la lógica de lo colectivo o de la historia, de lo sistémico. Desde su punto de vista —y según la interpretación del propio Fitch—, los Rockefeller eran muy conscientes de su proyecto, que era completamente racional. En cuando a las consecuencias sistémicas, tenemos la libertad de suponer, desde luego, que no podían preverlas e incluso que ni siquiera les importaban. Pero según la lectura dialéctica, esas consecuencias son parte integrante de una lógica sistémica que es radicalmente diferente de la lógica de la acción individual, con la que sólo contadas veces, y con gran esfuerzo, puede coincidir dentro de los límites problemáticos de un único pensamiento.
En este punto es necesario que haga una breve digresión sobre las posiciones filosóficas que están en juego aquí. Hegel era muy consciente de la posibilidad o, como lo llamaríamos hoy, la contingencia;[18] y siempre prevé una contingencia necesaria en sus relatos sistémicos más amplios, que, sin embargo, no siempre insisten explícitamente en ella, de modo que puede excusarse al lector ocasional por pasar por alto el compromiso de Hegel al respecto. No obstante, en el nivel de la posibilidad y la contingencia los procesos sistémicos distan mucho de ser inevitables; se los puede interrumpir, cortar en flor, desviar, desacelerar, etcétera. Recuérdese que la perspectiva de Hegel es una retrospección, que sólo procura redescubrir la necesidad y el significado de lo que ya sucedió: el famoso búho de Minerva que vuela al anochecer. Tal vez, y dado que los historiadores contemporáneos redescubrieron con tanto deleite el papel constitutivo de la guerra en la historia, pueda ser apropiada una analogía militar: las “condiciones que no son de nuestra creación” pueden identificarse entonces como la situación militar, el terreno, la disposición de las fuerzas y cosas por el estilo; en la síntesis perceptiva, el individuo organiza luego todos los datos en un campo unificado en el que se toman visibles las opciones y las oportunidades. Este último es el ámbito de la creatividad individual con respecto a la historia y, como veremos más adelante, es tan válido para la creación artística y cultural como para los capitalistas individuales.[19] Un movimiento colectivo de resistencia se ubica en un nivel un tanto diferente, aun cuando hay momentos célebres en que determinados líderes también tienen justamente tales percepciones estratégicas y tácticas de la posibilidad. Pero la astucia de la historia va en ambas direcciones; y si los capitalistas individuales pueden ser a veces instrumentales en el trabajo de su propia destrucción (el deterioro de Nueva York no es un mal ejemplo), en ocasiones también los movimientos de izquierda promueven inadvertidamente la “causa” de sus adversarios (al impulsarlos a la búsqueda de innovaciones tecnológicas, por ejemplo). Una concepción satisfactoria de la política es aquella en que tanto lo sistémico como lo individual están en cierto modo coordinados (o, si lo prefieren, y para usar un es logan popular que Fitch a menudo parodia aquí, en que de una u otra manera lo global y lo local están reconectados).
Pero ahora es necesario que nos movamos más rápidamente en dos direcciones a la vez (quizás éstas sean efectivamente cierta versión de lo sistémico y lo local): un camino nos conduce hacia los edificios mismos individualmente considerados; el otro, a un examen más profundo del capital financiero y la especulación con la tierra, del que cabe suponer que a la larga nos llevará a ese intrincado problema teórico que la tradición marxista designa pintorescamente como “renta del suelo”. El edificio o, más bien, el complejo de edificios asoma primero, y lo mejor es respetar su inevitabilidad. Se trata, desde luego, del Rockefeller Center: la apuesta en todas estas maniobras y el objeto de buena cantidad de interesantes análisis arquitectónicos. Fitch parece relativamente absorto en tales discusiones: “El equivalente arquitectónico moderno de una catedral medieval”, cita a Carol Krinsky, y corrige esta evaluación aparentemente positiva con la percepción que Douglas Heskell tiene del Centro como “un gigantesco túmulo mortuorio”, antes de lavarse las manos con respecto al asunto: “No hay forma de confirmar o invalidar los valores simbólicos percibidos”.[20] Creo que en esto se equivoca: sin duda hay modos de analizar esos “valores simbólicos percibidos” como hechos sociales e históricos (no se qué pueden querer decir aquí “confirmar” o “invalidar”). Lo que sí resulta más claro es que a Fitch no le interesa hacerlo, y que en términos de su propio análisis el glaseado cultural tiene bastante poco que ver con los ingredientes utilizados para hacer la torta (junto con la disponibilidad de hornos, etcétera). Curiosamente, esta disyunción de valor simbólico y actividad económica también es señalada por la obra de uno de los más sutiles y complejos teóricos contemporáneos de la arquitectura, Manfredo Tafuri, quien dedicó toda una monografía al contexto en que debe evaluarse el Centro.
El método interpretativo de Tafuri puede describirse de la siguiente manera: la premisa es que, al menos en esta sociedad (bajo el capitalismo), un edificio individual siempre estará en contradicción con su contexto urbano y también con su función social. Los edificios interesantes son los que tratan de resolver esas contradicciones mediante innovaciones formales y estilísticas más o menos ingeniosas. Las resoluciones terminan necesariamente en un fracaso, porque se mantienen en un ámbito estético que está desvinculado del marco social del que emanan dichas contradicciones; y también porque el cambio social o sistémico tendría que ser total y no gradual. De modo que los análisis de Tafuri tienden a ser una letanía de fracasos y las “resoluciones imaginarias” se describen con frecuencia en un elevado nivel de abstracción, lo que da la imagen de una interacción de “ismos” o estilos desencarnados, cuya restauración a la percepción concreta se deja en manos del lector.
En el caso del Rockefeller Center, sin embargo, es muy posible que enfrentemos un redoblamiento de esta situación: puesto que Tafuri y sus colegas, a cuyo volumen colectivo The American City aludo aquí, también parecen pensar que la situación de la ciudad norteamericana (y los edificios a construirse en ella) es en cierto modo doblemente contradictoria. La ausencia de un pasado, las oleadas inmigratorias, la construcción a partir de una página en blanco: éstos son rasgos en que ciertamente cabe esperar la insistencia del observador italiano. Pero éste contradice a los norteamericanos dos veces más, los condena doblemente, por así decirlo, porque, además, sus muy formales materias primas son estilos tomados de Europa, que sólo pueden coordinar y amalgamar de diversas maneras, sin ser capaces, al parecer, de inventar ninguna nueva. En otras palabras, la invención de lo Nuevo ya es imposible y contradictoria en el contexto general del capitalismo; pero el eclecticismo de un juego de esos estilos ya imposibles en los Estados Unidos reitera entonces esa imposibilidad y esas contradicciones a la distancia.
El análisis que hace Tafuri del Rockefeller Center se inserta en una discusión más amplia sobre el valor simbólico del rascacielos norteamericano, que al principio constituye “un organismo que, por su misma naturaleza, desafía todas las reglas de la proporción” y desea con ello elevarse por encima de la ciudad y contra ella como un “acontecimiento único”.[21] No obstante, a medida que progresan la ciudad industrial y su organización corporativa, “el rascacielos como un ‘acontecimiento’, como un ‘individuo anárquico’ que, al proyectar su imagen en el centro comercial de la ciudad, crea un equilibrio inestable entre la independencia de una única corporación y la organización del capital colectivo, ya no parece ser una estructura completamente adecuada”.[22] Cuando sigo la compleja y detallada historia que Tafuri describe entonces (que va desde el concurso por el edificio del Chicago Tribune en 1922 hasta la construcción del mismo Rockefeller Center a principios de la década del treinta), me parece estar leyendo una narración dialéctica en que el rascacielos evoluciona apartándose de su estatus de “acontecimiento único” para acercarse a una nueva concepción del enclave, dentro de la ciudad pero al margen de ella, reproduciendo algo de su complejidad en una escala más pequeña: en el fracaso de su intento de comprometer el tejido urbano de una manera novedosa e innovadora, la “montaña encantada” está condenada a convertirse en una ciudad en miniatura dentro de la ciudad y a abandonar así la contradicción fundamental que se la convocaba a resolver. El Rockefeller Center actuará ahora como el clímax de esta tendencia.
En el Rockefeller Center (1931-1940), finalmente se llevaron a una síntesis las ideas anticipatorias de Saarinen, los programas del Plan Regional de Nueva York, las imágenes de Ferriss y las diversas búsquedas de Hood. Esta afirmación es cierta a pesar del hecho de que el edificio estaba completamente divorciado de cualquier concepción regionalista e ignoraba exhaustivamente toda consideración urbana más allá de los tres lotes de la parte media de la ciudad en que iba a levantarse el complejo. Se trataba, de hecho, de una síntesis selectiva, cuya significación radica precisamente en sus elecciones y rechazos. De la costanera del lago en Chicago, de Saarinen, el Rockefeller Center sacó su escala ampliada y la unidad coordinada de un complejo de rascacielos relacionado con un espacio abierto con servicios para el público. Del gusto recientemente desarrollado por el estilo internacional aceptó la pureza de volúmenes, sin renunciar, no obstante, a los enriquecimientos Art Déco. De las imágenes del nuevo Manhattan de Adams, extrajo el concepto de una concentración contenida y racional, un oasis de orden. Por otra parte, todos los conceptos aceptados se despojaron de cualquier carácter utópico; el Rockefeller Center no impugnó en modo alguno las instituciones establecidas o la dinámica vigente de la ciudad. En efecto, ocupó su lugar en Manhattan como una isla de “especulación equilibrada” y destacó de todas las formas posibles su carácter de intervención cerrada y circunscripta, que pretendía, no obstante, servir como modelo.[23]
Ahora, la interpretación alegórica resulta más clara: el Centro fue “un intento de celebrar la reconciliación de los trusts y la colectividad en una escala urbana”.[24] Ésta, y no el relumbrón cultural, es la significación simbólica del edificio; y su juego ecléctico de estilos —para Tafuri una decoración tan superficial como para Fitch— tiene la función de significar la “cultura colectiva” a su público general y documentar la pretensión del Centro de abordar intereses públicos, así como de afirmar objetivos empresariales y financieros.
Antes de referimos a otro análisis conexo y aún más contemporáneo del Rockefeller Center, sin embargo, tal vez valga la pena recordar el valor emblemático del Centro para la misma tradición modernista. En efecto, el complejo figura de manera preponderante en el que con seguridad fue durante muchos años el texto y la exposición ideológica fundamentales del modernismo arquitectónico, a saber, Space, Time and Architecture de Siegfried Giedion, que, al promover una nueva estética del tiempo y del espacio en la estela de Le Corbusier a fin de inventar una alternativa contemporánea viable a la tradición barroca de la planificación urbana, vio los catorce edificios asociados del Centro como un intento único de implantar una nueva concepción del diseño urbano dentro de la opresión (para él intolerable) de la grilla de Manhattan. Los catorce edificios originales ocupaban “una superficie de casi tres manzanas (alrededor de cinco hectáreas) […] recortadas de la cuadrícula de Manhattan”. Estos edificios, de diversas alturas, de los cuales al menos uno, el de RCA, es un rascacielos de unos setenta pisos en forma de placa, “están libremente dispuestos en el espacio y encierran una superficie abierta, la Rockefeller Plaza, que en invierno se usa como pista de patinaje sobre hielo”.[25]
A la luz de lo que se ha dicho, no sería inapropiado caracterizar el concepto de espacio-tiempo de Giedion, al menos en el contexto estadounidense, como una estética a lo Robert Moses, en la medida en que sus principales ejemplos son los primeros paseos arbolados (flamantes en este período), cuya experiencia cinética celebra: “Subir y bajar las extensas y vastas pendientes producía una vivificante sensación dual, la de estar conectado con el suelo y, no obstante, planear justo por encima de él, una sensación que se parecía más que ninguna otra cosa a la de deslizarse velozmente cuesta abajo con esquíes sobre la nieve intacta de las laderas de las altas montañas”.[26]
La desolación de las lecturas de Tafuri siempre se derivó de la ausencia principista en su obra de toda posible estética futura, cualquier solución fantaseada a los dilemas de la ciudad capitalista, todo sendero vanguardista gracias al cual el arte pudiera tener la esperanza de contribuir a una transformación mundial que para él sólo podía ser económica y política. Naturalmente, el movimiento moderno se refería precisamente a todas estas cosas, y el concepto de espacio-tiempo de Giedion, hoy tan distante de nosotros y evocativo de una época pasada, fue un intento influyente de sintetizar sus diversas tendencias.
Implicaba una trascendencia de la experiencia individual que presumiblemente también prometía su expansión en el mundo del automóvil y el avión. Así, Giedion afirma lo siguiente sobre el Rockefeller Center:
nada nuevo o significativo puede observarse al examinar un plano del lugar. La planta horizontal no revela nada […]. El ordenamiento y la disposición reales de los edificios sólo pueden verse y comprenderse desde el aire. Una imagen aérea revela que los diversos edificios altos están diseminados en un ordenamiento abierto […] como las aspas de un molino, y los diferentes volúmenes se sitúan de manera tal que sus sombras respectivas tocan lo menos posible a los demás. […] Al desplazarnos por la Rockefeller Plaza en medio de los edificios, tomamos conciencia de nuevas e inhabituales interrelaciones entre ellos. No hay una posición única desde la que se los puede captar o abarcar en una sola visión. […] [Esto produce] un extraordinario y novedoso efecto, en cierto modo como el de una esfera giratoria con facetas espejadas en un salón de baile, donde esas facetas reflejan remolineantes manchas de luz en todas las direcciones y de todas las dimensiones.[27]
No es éste el lugar para evaluar más generalizadamente la estética modernista, sino más bien el momento de señalar que —cualquiera sea el valor del entusiasmo estético de Giedion— parece haber sido barrida por la proliferación de edificios y espacios semejantes a través de todo Manhattan: o acaso haya que decirlo negativamente y sugerir que la euforia modernista dependió de la escasez relativa de esos nuevos proyectos, espacios y construcciones: el Rockefeller Center es para la década del treinta, y para Giedion en ese momento, un novum, algo que ya no es para nosotros.
Cuando este espacio está completa y excesivamente construido, como hoy en día, surge la necesidad de un tipo bastante diferente de estética que, como hemos visto, Tafuri se niega a proporcionar. Pero lo que éste deplora y Giedion todavía no prevé —un caos de edificios y congestión—, toca a la originalidad de Rem Koolhaas celebrar y abarcar. Así, Delirious New York da una bienvenida entusiasta a las contradicciones que Tafuri denuncia y hace de esta resuelta adopción de lo irresoluble una nueva estética, muy diferente de la de Giedion: una estética para la cual, sin embargo, el Rockefeller Center vuelve a erigirse en una lección singularmente central.
La lectura que Koolhaas hace del Centro se inserta, desde luego, en su proposición más general sobre la estructura facilitadora de la cuadrícula de Manhattan; pero lo que quiero subrayar aquí es la especificidad con que puede dotar a la formulación todavía muy abstracta de Tafuri sobre la contradicción fundamental (hasta donde puedo verlo, las dos discusiones son completamente independientes entre sí y carecen de referencias cruzadas). Puesto que ahora ésta se convierte en la “esquizofrenia” interna de Raymond Hood tal como se expresa, por ejemplo, en su impertinente combinación de un inmenso garaje con la solemnidad de una enorme casa de oración en Columbus, Ohio, que hace de él el instrumento hegeliano más adecuado para la “astucia de la Razón” de Manhattan, ya que le permite “simultáneamente deducir energía e inspiración de Manhattan como fantasía irracional y establecer sus teoremas sin precedentes en una serie de pasos estrictamente racionales”;[28] o, para tomar una formulación levemente diferente, lograr un artefacto (en este caso el edificio McGraw-Hill) que “parece un incendio enfurecido en el interior de un iceberg: el incendio del manhattanismo dentro del iceberg del modernismo”.[29]
Pero la descripción más definitiva de la oposición postulará el término “congestión”, junto con su novedosa solución en la “ciudad dentro de la ciudad” de Hood, a saber, “resolver la congestión creando más congestión” e interiorizarla dentro del mismo complejo edilicio.[30] El concepto de congestión condensa ahora varios significados diferentes: uso y consumo, lo urbano, pero también la explotación empresarial de las parcelas, el tránsito junto con la renta del suelo, pero también la puesta en primer plano de lo colectivo o popular, la apelación populista. Puede verse que es en sí mismo la mediación entre todos estos rasgos hasta aquí distintos del fenómeno y el problema: así como la especificación más general de Koolhaas sirve como mediación entre las abstracciones de Tafuri y una consideración del complejo edilicio concreto en términos arquitectónicos o comerciales. El otro término de la antítesis se formula menos definitivamente, tal vez debido a que corre el peligro de adherir al gusto o la estética del Centro: en la descripción de Koolhaas, a veces es simplemente la “belleza” (“la paradoja de una máxima congestión combinada con una máxima belleza”),[31] así como en Tafuri con frecuencia es sencillamente la “espiritualidad”. Pero resulta bastante claro que este mismo gesto dirigido hacia el reino cultural y su función como “signo” o connotación barthesianos puede prolongarse y especificarse de manera acumulativa. La operación crucial es el establecimiento de una mediación capaz de traducción en una u otra dirección: tan apta para funcionar como caracterización de los determinantes económicos de esta construcción dentro de la ciudad como para ofrecer orientaciones al análisis estético y la interpretación cultural.
Dicho de otra manera, estos análisis parecen exigir y eludir a la vez el tradicional interrogante académico sobre lo estético, a saber, el del valor. En cuanto obra de arte, ¿cómo debe juzgarse el Rockefeller Center? En efecto, ¿tiene esta pregunta siquiera alguna relevancia en el contexto actual? Tanto Tafuri como Koolhaas centran sus discusiones en el acto del arquitecto mismo: en lo que enfrenta en la situación, para no mencionar las materias primas y las formas; en las contradicciones más profundas que en cierto modo debe resolver para construir algo, y en especial en la tensión entre el tejido o la totalidad urbana y el edificio o monumento individuales (en este caso, el papel y la estructura singulares del rascacielos). Se trata de un análisis que puede ser de dos filos, como la hoy venerable fórmula de los sapos imaginarios en los jardines reales; o, como le gustaba expresarlo a Kenneth Burke, la interesante peculiaridad del eslogan “acto simbólico” es que uno puede y debe elegir su énfasis de una manera necesariamente binaria. Así, la obra puede resultar ser un acto simbólico, una forma real de praxis en el reino simbólico; pero también podría demostrar ser un acto meramente simbólico, un intento de actuar en un ámbito en que la acción es imposible y no existe como tal. Tengo entonces la impresión de que para Tafuri, el Rockefeller Center es esto último, un acto meramente simbólico que fracasa necesariamente en la resolución de sus contradicciones; en tanto que para Koolhaas, la fuente de la emoción estética es la acción creativa y productiva dentro de lo simbólico. Pero en ambas versiones, el problema tal vez sea simplemente que estamos frente a un conjunto de edificios malos o a lo sumo mediocres: de modo que la cuestión del valor está entonces fuera de lugar y excluida desde el inicio. No obstante, en este contexto, en el cual el edificio individual procura de algún modo garantizar su lugar dentro de lo urbano y de una ciudad real ya existente, ¿es posible que todos los edificios sean malos, o al menos fracasos en este sentido? ¿O la estética del edificio individual debe desvincularse radicalmente del problema de lo urbano, de forma tal que los problemas planteados por cada uno correspondan a compartimentos separados (¿o me atrevo a decir departamentos separados?) y permanezcan en ellos?
Pero ahora quiero pasar brevemente a la otra cuestión básica, la de la “renta del suelo”, antes de hacer algunas hipótesis sobre la relación entre arquitectura y capital financiero en la actualidad. En el mejor de los casos, el problema del valor de la tierra planteaba dificultades casi insuperables a la economía política clásica, en gran parte porque en ese período (los siglos XVIII y XIX) el proceso por el cual se convertían en mercancías y privatizaban propiedades tradicionales y a menudo colectivas, a medida que se desarrollaba el capitalismo occidental, estaba sustancialmente incompleto: y esto incluía la tendencia histórica y estructural básica hacia la mercantilización del trabajo agrícola o, en otras palabras, la transformación de los campesinos en trabajadores agrícolas, un proceso mucho más completo hoy que en la época de Marx, para no mencionar la de Ricardo. Pero la eliminación del campesinado como clase o casta feudal no es igual a la eliminación del problema de los valores de la tierra y la renta del suelo. Debo rendir homenaje aquí a The Limits of Capital, de David Harvey, que no sólo es uno de los más lúcidos y satisfactorios intentos recientes de describir el pensamiento económico de Marx, sino también el único, quizás, que aborda el espinoso problema de la renta del suelo en él, cuyo análisis fue interrumpido por la muerte, por lo que Engels redactó a toda prisa su versión póstuma a fin de publicarla. No quiero meterme en la teoría sino informar únicamente que, de acuerdo con la magistral revisión y reteorización de Harvey (que nos ofrece una descripción plausible del esquema más complicado que tal vez habría elaborado Marx de haber vivido), tanto la renta del suelo como el valor de la tierra son esenciales para la dinámica del capitalismo y también representan para él una fuente de contradicciones: si una inversión demasiado grande se inmoviliza en la tierra, hay inconvenientes; si se supone que esa inversión está fuera de la cuestión, hay inconvenientes igualmente graves en otra dirección. De modo que el momento de la renta del suelo, y el del capital financiero que se organiza en torno de él, son elementos estructurales permanentes del sistema, que a veces asumen un papel secundario y caen en la insignificancia y a veces, como en el período actual, pasan al primer plano como si fueran el principal sitio de la acumulación capitalista.
Pero mi recurso a Harvey se debe sobre todo a su descripción de la naturaleza del valor en la tierra; ustedes recordarán, o pueden deducir fácilmente, que si la tierra tiene un valor, éste no puede explicarse mediante ninguna teoría del trabajo. El trabajo puede agregar valor en la forma de mejoras; pero no es posible imaginarlo como la fuente del valor de la tierra como lo es del que tiene la producción industrial. Pero la tierra, no obstante, tiene un valor: ¿cómo explicar esta paradoja? Harvey sugiere que para Marx el valor de la tierra es algo así como una ficción estructuralmente necesaria. Y en efecto lo llama precisamente así, en la expresión clave de “capital ficticio”, “un flujo de capital monetario no respaldado por ninguna transacción de mercancías”.[32] Esto sólo es posible porque el capital ficticio se orienta hacia la expectativa del valor futuro: y así, de una sola pincelada se revela que el valor de la tierra está íntimamente relacionado con el sistema crediticio, la bolsa y el capital financiero en general: “En tales condiciones, la tierra es tratada como un puro activo financiero que se compra y se vende de acuerdo con la renta que produce. Como todas esas formas de capital ficticio, lo que se comercia es un derecho a ingresos futuros, lo que equivale a futuras ganancias obtenidas por el uso de la tierra o, más directamente, un derecho al trabajo futuro”.[33]
Ahora, nuestra serie de mediaciones está completa, o al menos más completa que antes: el tiempo y una nueva relación con el futuro como un espacio de necesaria expectativa de acumulación de ingresos y capital —o, si lo prefieren, la reorganización estructural del tiempo mismo en una especie de mercado de futuros— son ahora el último eslabón en la cadena que conduce desde el capital financiero, a través de la especulación con la tierra, a la estética y la producción cultural o, en otras palabras, en nuestro contexto, a la arquitectura. Todos los historiadores de las ideas nos cuentan incansablemente de qué manera, en la modernidad, el surgimiento de la modalidad de varios tiempos verbales futuros no sólo desplaza el sentido anterior del pasado y la tradición, sino que también estructura esa nueva forma de historicidad que es la nuestra. Los efectos son palpables en la historia de las ideas y también, cabría pensar, más directamente en la estructura de la misma narrativa. ¿Puede teorizarse todo esto en sus efectos sobre el campo arquitectónico y espacial? Por lo que sé, sólo Manfredo Tafuri y su colaborador filosófico Massimo Cacciari mencionaron una “planificación del futuro”, que su discusión, sin embargo, limita al keynesianismo o, en otras palabras, al capital liberal y la social-democracia. Nosotros, empero, hemos postulado esta nueva colonización del futuro como una tendencia fundamental del propio capitalismo, y la fuente perenne del perpetuo recrudecimiento del capital financiero y la especulación con la tierra.
Es indudable que se puede empezar una exploración verdaderamente estética de estos temas con una pregunta sobre la forma en que “futuros” específicos —ahora tanto en el sentido financiero como en el temporal— llegan a ser rasgos estructurales de la arquitectura más reciente: algo así como una obsolescencia planificada, si ustedes quieren, en la certeza de que el edificio ya no tendrá nunca un aura de permanencia, sino que llevará en sus propias materias primas la ominosa certidumbre de su futura demolición.
Pero es necesario que haga al menos un gesto en favor de la realización de mi programa inicial: introducir la cadena de mediaciones que podrían conducir desde la infraestructura (especulación con la tierra, capital financiero) hasta la superestructura (forma estética); tomaré el atajo de canibalizar las maravillosas descripciones de Charles Jencks en su semiótica de lo que llama “modernidad tardía” (una distinción que no nos incumbirá particularmente en el presente contexto). En un principio, Jencks nos permite ver cómo no hacerlo: valerse de la autorreferencia temática, como cuando el proyecto de Anthony Lumsden para el Branch Bank en Bumi Daya “alude al patrón plata y un área de inversiones donde posiblemente se encamine el dinero del banco”.[34]
Pero luego también señala al menos dos rasgos (y muy fundamentales, además) a los que bien podría recurrirse para ilustrar algo de las alusiones formales aptas para un capitalismo tardío financiero, El hecho de que éstos sean, como lo sostiene, desarrollos extremos de los rasgos de lo moderno, enérgicas distorsiones que terminan volviendo esta obra en contra del espíritu mismo de lo moderno, no hace más que reforzar el argumento general: el modernismo a la segunda potencia ya no parece en absoluto modernismo, sino un espacio completamente distinto.
Los dos rasgos que tengo en mente son el “espacio isométrico extremo”[35] y, sin duda aún más previsiblemente, no sólo la fachada de cristal sino sus “volúmenes encerrados de cristal”.[36] El espacio isométrico, por muy derivado que sea del “plan libre” modernista, se convierte en el elemento mismo de una delirante equivalencia, en la que no permanece ni siquiera el medio monetario, y no sólo los contenidos sino también los marcos quedan ahora librados a metamorfosis incesantes: “El espacio interminable y universal de Mies se convertía en una realidad, donde funciones efímeras podían ir y venir sin desarreglar la arquitectura absoluta por arriba y por debajo”.[37] Los “volúmenes encerrados de cristal” ilustran entonces otro aspecto de la abstracción del capitalismo tardío, la forma en que desmaterializa sin significar de ninguna manera tradicional la espiritualidad: “Descomponiendo la masa, la densidad, el peso aparentes de un edificio de cincuenta pisos”, como lo expresa Jencks.[38] La evolución de los paneles “disminuye la masa y el peso a la vez que realza el volumen y el contorno: la diferencia entre un ladrillo y un globo”.[39] Lo que sería importante desarrollar es que ambos principios —rasgos de lo moderno que luego se proyectan en mundos espaciales totalmente novedosos y originales por derecho propio— ya no actúan de acuerdo con las anteriores oposiciones binarias modernas. El peso o la corporización junto con su atenuación progresiva ya no plantean el no cuerpo o el espíritu como un opuesto; del mismo modo, donde el plan libre postulaba la cancelación de un anterior espacio burgués, el nuevo tipo isométrico infinito no cancela nada, sino que se desarrolla simplemente bajo su propio impulso como una nueva dimensión. Sin pretender elaborar este aspecto, me sorprende que la dimensión abstracta o la sublimación materialista del capital financiero gocen en parte de la misma semiautonomía del ciberespacio.
“A la segunda potencia”: ésta es más o menos la fórmula en términos de la cual hemos imaginado cierta nueva lógica cultural más allá de la moderna; y la fórmula, por cierto, puede especificarse de muchos modos diferentes: la connotación barthesiana, por ejemplo, o la reflexión sobre la reflexión, con la única condición de que no se interprete que incrementa la magnitud de la “primera potencia” como en las progresiones matemáticas. Probablemente la comparación de Simmel con el voyeurismo no resuelva del todo el problema,[40] en particular porque él sólo está frente a un “primer” capitalismo financiero o capitalismo financiero “normal”, y no ante las formas más prominentes de abstracción producidas por nuestra variedad actual, de las que parecen haber desaparecido hasta los objetos susceptibles de placer voyeurista. De allí, sin duda, el resurgimiento de antiguas teorías del simulacro, considerado como una abstracción procedente de un más allá de la imagen ya abstracta. La obra de Jean Baudrillard es con seguridad la exploración más inventiva de las paradojas e imágenes residuales de esta nueva dimensión de las cosas, que él todavía no identifica, según creo, con el capital financiero; y ya mencioné el ciberespacio, una versión representacional más bien diferente de lo que no puede representarse y, no obstante, es más concreto —al menos en la ciencia ficción ciberpunk, como la de William Gibson— que las viejas abstracciones modernistas del cubismo o la propia ciencia ficción clásica.
Con todo, como sin duda estamos obsesionados por este espectro en particular, tal vez sea en el relato de fantasmas —y especialmente en sus variedades posmodernas— donde pueda buscarse alguna analogía muy provisional como conclusión. El relato de fantasmas, en efecto, es virtualmente el género arquitectónico por excelencia, ya que está unido a habitaciones y edificios irremisiblemente manchados con el recuerdo de sucesos horrendos, estructuras materiales en que el pasado literalmente “pesa como una pesadilla en el cerebro de los vivos”. No obstante, así como el sentido del pasado y de la historia siguió a la familia extensa en el camino del olvido, al faltar los mayores cuyas narraciones pudieran por sí solas inscribirlo como un puro suceso en las mentes atentas de las siguientes generaciones, también la renovación urbana parece en todas partes embarcada en el saneamiento de los antiguos corredores y alcobas a los que sólo un fantasma podría aferrarse. (El carácter encantado de los sitios al aire libre, como las colinas de los ahorcados o los camposantos, parecería presentar una situación anterior, premoderna).
Empero, el tiempo todavía está “fuera de sus goznes”: y Derrida devolvió al relato de fantasmas y al tema de cómo los fantasmas habitan un lugar (“haunting") una nueva y verdadera dignidad filosófica que tal vez nunca tuvo, al proponer, como sustituto de la ontología de Heidegger (quien cita esas mismas palabras de Hamlet para sus propios objetivos), un nuevo tipo de “fantasmología” [“hauntology”][n], las agitaciones apenas perceptibles en el aire de un pasado abolido social y colectivamente, pero que todavía intenta renacer. (Significativamente, Derrida incluye el futuro entre las especialidades.)[41]
¿Cómo hay que imaginado? Uno difícilmente asocie fantasmas con rascacielos, aun cuando he escuchado historias sobre estructuras habitacionales de muchos pisos en Hong Kong de las que se decía que estaban encantadas;[42] no obstante, la narrativa más fundamental de una historia de fantasmas “a la segunda potencia”, de un relato de fantasmas verdaderamente posmoderno, ordenado por las espectralidades del capital financiero más que por el viejo y más tangible tipo, tal vez exija ante todo una narración sobre la búsqueda de un edificio para encantar. Rouge sin duda preserva el contenido histórico del relato de fantasmas clásico:[43] la confrontación del presente con el pasado, en este caso la del modo contemporáneo de producción —las oficinas y empresas del Hong Kong de hoy (o más bien de ayer, antes de 1997)— con lo que todavía es un Ancien Régime (si no un franco feudalismo) de holgazanes adinerados y sofisticados establecimientos de hetairas, repletos de juegos y suntuosas fiestas, así como de pericia erótica. En esta aguda yuxtaposición, los modernos —burócratas y secretarias— son bien conscientes de su inferioridad burguesa; el suicidio por amor tampoco se encuentra en ninguna tensión narrativa fundamental con la decadencia como en la romántica década del treinta. Salvo, quizás, por accidente, porque el playboy no logra morir y en definitiva no está dispuesto a seguir a su glamurosa pareja a una eterna vida después de la vida. Por así decirlo, no desea ser encantado; por lo pronto, en efecto, como un viejo en ruinas en el presente, apenas es posible ubicarlo. El relato de fantasmas tradicional no exigía, con seguridad, consentimiento mutuo para una visitación; aquí parece requerirlo; y el éxito o el fracaso del encantamiento nunca dependió tanto, como en este Hong Kong de hoy, de la mediación de los observadores actuales. Desear ser encantado; anhelar las grandes pasiones que hoy sólo existen en el pasado; sobrevivir, en rigor, en un presente burgués exclusivamente como cosméticos y costumbres exóticas, como puros adornos “nostálgicos” posmodernos, contenido opcional dentro de una forma estereotípica pero vacía: cierta primera nostalgia “clásica” como abstracción del objeto concreto, junto a una segunda o más “posmoderna”, como nostalgia por la nostalgia misma, el anhelo de una situación en la cual el proceso de abstracción pueda ser posible una vez más; ésta es la fuente de nuestra sensación de que el momento más reciente es un retorno al realismo —tramas, edificios agradables, decoración, melodías, etcétera— cuando de hecho no es más que una repetición de los vacíos estereotipos de todas esas cosas, y un vago recuerdo de su plenitud en la punta de la lengua.