1981

Hace mucho tiempo ella tuvo un sueño.

Fue una noche de mediados de la ya tan lejana década de 1970. Es un sueño extraño, porque ella lo recuerda y constantemente recurre a él con la esperanza de ver algo que antes le había pasado inadvertido.

En general, Eivor tiene una relación extremadamente fría con los sueños, que, en raras ocasiones, recuerda al despertar. Por lo general es sólo un caos amorfo, como si acontecimientos y personas hubieran sido arrojados a una caja y agitados después en su cerebro. No encuentra ninguna lógica entre los recortes de realidad enmarañados unos con otros, ni siquiera símbolos especialmente emocionantes. No, lo poco que recuerda a veces cuando va en bicicleta al trabajo lo desecha de la memoria, todavía con los últimos restos resecos de sueño en los ojos y en el cuerpo.

Pero este sueño es distinto. Ella se encuentra en una habitación que es una mezcla del taller de costura de Jenny Andersson en Örebro, donde aprendió a coser hace veinte años, y algo que sólo reconoce parcialmente. No sabe qué hace allí (ése es también el lenguaje del sueño; ella sueña que se pregunta…). Pero de repente también está allí Elna, su madre; sus dos hijas Linda y Elin; Linnea, la madre de Jacob. Así que sólo hay mujeres, y están riéndose. De repente, Eivor nota algo singular. Ha desaparecido la diferencia de edad que existe entre ellas en la realidad, todas son jóvenes y tienen aproximadamente quince, dieciséis años. (En el sueño están en la década de 1950, según se deduce por la ropa y el peinado que llevan, pero al fondo se oye cantar a Barbra Streisand.) De repente cesan las risas y empiezan a hablar todas a la vez. Eivor no recuerda las palabras que intercambia con las personas que la visitan en el sueño. Sin embargo, sabe siempre de antemano lo que van a decir, y ese conocimiento transforma en un instante el ambiente idílico de risas en una pesadilla de la que ella inmediatamente intenta huir.

Al despertar se ha destapado y tiene el camisón empapado en sudor. Tarda un buen rato en lograr orientarse en la habitación a oscuras (es invierno y alguien ha roto la farola de la calle, que normalmente lanza una luz tenue por debajo del estor) y se da cuenta de que ha pasado algo en su interior, un sueño que la ha despertado. Sin embargo, no tarda mucho en volver a dormirse, y después de unos días empezará a pensar en las mujeres que estaban reunidas en esa habitación que ella ha creado en su mente.

Pero ese sueño permanece en su interior desde aquel día y aún lo recuerda, a pesar de que ya han pasado casi seis años, como si fuera un enigma que le exigiera una respuesta.

También en ese momento, cuando al anochecer de un día de noviembre de 1981 sale al terminar su turno en la fábrica siderúrgica Domnarvet en Borlänge y va hacia la puerta oeste a por su vieja bicicleta, que está encadenada en un soporte para bicicletas. Hace frío y ella se ajusta el anorak tiritando. Y entonces le viene a la mente de nuevo el viejo sueño… Pero ella se lo quita de la cabeza diciendo una palabrota. En ese momento no le hace falta para nada. Se apaña ella sola. Hoy le ha venido el periodo y, a pesar de que tiene treinta y ocho años y de que ya han pasado sus años más fértiles, se niega a admitirlo. Pero no es tan fácil, por supuesto. Está casi igual de cansada de luchar contra su conciencia porque en el fondo no quiere tener otro hijo. Así que va directo hacia su bicicleta, con la sensación de que la vida es sólo un prolongado tormento. Todos los días luchando con sus decisiones imposibles, todos los días subiendo a la cabina de la grúa y mirando a sus compañeros de trabajo allí abajo mientras piensa que no es nada seguro que ella pueda conservar su puesto en esa época de recesión. Cada día es un nuevo día, ha vuelto la antigua indecisión de la que se liberó hace tiempo cuando se mudó de Gotemburgo a Borlänge. ¿Qué es esa amarga ansiedad que siente en su interior mientras se dirige con apatía a buscar su bicicleta, sino el Regreso del Maldito Desconcierto? ¡Claro que es eso! Y ella es tan tonta que pretende cerrar los ojos y no verlo.

Se inclina sobre la cadena que bloquea una de las ruedas de la bicicleta. Detrás de ella desaparece un Saab derrapando, y a juzgar por el ruido es su compañero de trabajo Åke Nylander, conocido como Lázaro, que tiene prisa por llegar a casa para ver sus vídeos, la mayor parte de ellos pornográficos. (Le llaman Lázaro por la simple razón de que suele dormirse durante las pausas para el café y luego se levanta sobresaltado como un resucitado.) El candado no se abre y ella maldice dando tirones… ¿Por qué tiene que ser todo tan condenadamente…? ¡Vaya mierda…!

Y luego, de repente, ya no puede más, se levanta y se pone a darle patadas a la bicicleta hasta que se vuelca en su soporte. Ella no sabe si darle golpes a la bicicleta hasta hacerla añicos o sentarse en el asfalto mojado y echarse a llorar. Pero no hace ninguna de las dos cosas, sólo se queda ahí, de pie, y en ese momento se da cuenta de que ya no puede seguir así. Tiene que ocurrir algo, tienen que pasar muchas cosas, y si no intenta hacerlo ahora, va a ser demasiado tarde —¡si no lo es ya!

Se queda mirando su bicicleta. Después recobra la compostura. Pone en pie la bicicleta pero la deja allí encadenada y empieza a andar a lo largo de la calle Siljansvägen. Necesita tiempo para pensar, y el frío incluso le va bien.

Va caminando con las manos en los bolsillos del anorak intentando encontrar una salida a su indecisión. Es como si todo su interior fuera una vía muerta de ferrocarril en la que hubieran descarrilado varios vagones de mercancía y ahora ella tuviera que intentar limpiar el desorden.

Uno de sus compañeros pasa por su lado y la saluda, pero ella no se da cuenta y al día siguiente, en el trabajo, cuando él se lo dice, ella no entiende nada.

Pero hasta el día siguiente aún hay tiempo, cosa que no pasa, por desgracia, para llegar a su casa en la calle Hejargatan (¡detesta ese nombre!), y tiene que aprovechar los minutos. Cuando llegue a casa, su querido vigilante nocturno Peo tendrá que comer, igual que Elin, de ocho años, y tal vez Linda también esté en casa y necesite a alguien con quien hablar… No, el poco tiempo del que dispone depende de los pequeños rodeos que pueda permitirse, y hay muchas cosas en las que debe volver a pensar. Empezar de nuevo, rebuscar en los escombros, encontrar una salida viable en esta década de 1980 que, en realidad, parece estar esperándola.

Va atravesando el centro de Borlänge. Ya han comenzado las compras de Navidad y la gente pulula a su alrededor en ese caos sin sentido que constituye el corazón de la ciudad. Un núcleo urbano tan confuso que, a pesar de su reducido tamaño, a un extraño puede parecerle un laberinto. De vez en cuando echa un vistazo a los grandes escaparates, preguntándose distraídamente qué va a regalarle a Elin para Navidad. ¿Qué quiere una niña de ocho años? Una niña de ocho años en el comienzo de esta nueva década… A la puerta del hotel Brage hay una persona ebria dando traspiés hasta que cae al suelo. Se estremece al ver que es un muchacho joven.

Ella se da cuenta de que está perdiendo el hilo de sus pensamientos y vuelve a empezar. Intenta entrar por otro lado, pensando en el pasado, en aquella vez, hace siete años, que decidió mudarse desde Västra Frölunda en Gotemburgo hasta Dalarna, aquí arriba. ¿Lo habría hecho de haber sabido cómo le iría? Sí, seguramente. No se arrepiente de ello. Recuerda que sólo llevaba unos meses en Borlänge después de la mudanza y ya le sorprendía el hecho de que hubiera podido vivir en Gotemburgo. Y si luego piensa en todas las cosas bonitas que, a pesar de todo, cree haber vivido durante esos siete años… Por no hablar de lo que podría haberle ocurrido a Staffan si se hubiera quedado allí… Él ya tiene veinte años y acaba de irse de casa…

Los pensamientos fluyen, ella pierde el hilo y luego vuelve a retomarlo. Y esta vez funciona, puede empezar a desenredarlos.

La Larga Marcha de Eivor Maria Skoglund. (Por fin se ha quitado el apellido Halvarsson y Elin, la hija menor, se apellida Skoglund.)

Una tarde de noviembre que presagia la llegada del largo invierno. Ella está pálida, lleva un anorak azul oscuro…

Cuando el camión que va a encargarse de la mudanza de Borlänge está listo y cargado, un día de junio, justo después de que Staffan y Linda acaben el curso, Eivor piensa que más que el comienzo de algo nuevo es el final de algo a lo que tenía que enfrentarse. La caja del camión, llena de muebles y bultos, despierta en ella vagas sensaciones de nostalgia. Cuando el conductor, un amigo de Jacob al que nunca conoció y mucho menos había oído hablar de él, tira una lona sucia por encima de la caja, a Eivor le parece estar viendo una carga de residuos que va hacia un maloliente vertedero de basuras en vez de a un apartamento de tres habitaciones en el centro de Borlänge. Pero claro, eso es sólo porque está cansada, la última semana apenas ha echado una cabezada, y el apartamento ha sido un caos descomunal que ella ha soportado a duras penas. Como de costumbre, cuando se enfrenta cara a cara con el comienzo de una nueva etapa de su vida de la que realmente no sabe nada, le parece que lo que ve es algo irreal. El camión que espera abajo en la calle bien podría ir de camino a México o a una ciudad junto al río Dal. Pero va a Borlänge, y el camionero, que está preparado para extender la lona, la mira con impaciencia. (Cuando finalmente Jacob se ha dado cuenta de que Eivor habla en serio diciendo que va a marcharse de Västra Frölunda, le ha ayudado más que durante todo su matrimonio. Es él quien a través de oscuros laberintos ha conseguido el camión a un buen precio. ¡Ojalá no tenga que firmar ningún recibo engorroso! El conductor es, pues, amigo de él, y Eivor sólo sabe que se llama Janne y contesta «un poco de todo» cuando le pregunta qué hace. Jacob es el que ha organizado la mudanza y ella ha aceptado con gratitud, feliz de poder delegar con lo ocupada que estaba.) Recorre el apartamento vacío por última vez, pensando, con una mezcla de malestar y alivio, que nunca va a volver, luego cierra la puerta y deja las llaves en el buzón. Como movida por un impulso repentino, retira la cubierta de plástico que hay sobre la placa de identificación, quita las letras que forman el nombre E. HALVARSSON, y va tirándolas como granos de arroz en la escalera mientras se dirige rápidamente hacia él conductor del camión que la espera impaciente. Los niños han pasado la última noche en casa de Jacob en Borås y la intención es que vayan a Borlänge al día siguiente, cuando Eivor, en el mejor de los casos, haya acabado de desembalar y haya puesto los muebles más o menos en su sitio. Liisa le ha prometido que estará esperándola con algunos compañeros dispuestos a ayudarles.

A las diez del sábado por la mañana sube al camión y se sienta al lado de Janne, el conductor, que se muerde los labios y escucha música francesa (¡música para hacer el amor!) en el radiocasete.

—¿Preparada? —dice él mirándola.

Ella asiente.

Cuando el camión ha dejado atrás los altos y cerrados edificios de Gotemburgo y ha empezado en serio el largo viaje hacia Dalarna, Eivor se acurruca en su asiento y cierra los ojos. Se queda adormilada y los pensamientos forman extraños monstruos en su cabeza…

No habían transcurrido muchas semanas desde que Eivor se reunió con Liisa en Hallsberg —la Gran Unificación, como la llamaron después—, cuando empezó a llegar una avalancha de cartas, tarjetas postales con diseños extravagantes, una llamada telefónica. Obtener una vivienda en Borlänge resultaría bastante fácil. Durante la primera parte de la década de 1970 las cosas ya empezaron a cambiar, entre otras razones porque cada vez era más difícil llenar de inquilinos las urbanizaciones de nueva construcción. Borlänge no era una excepción y empezaron a llegar folletos más o menos atractivos de las distintas constructoras con las que Liisa había estado en contacto. Por aquella época también, aproximadamente a mediados de septiembre de 1974, Eivor empezó a hablar poco a poco con Staffan y Linda de mudarse. Staffan, que parecía estar asustado y haber tocado fondo en su caída, al menos temporalmente, el día en que llegó a casa con un policía a cada lado, como si fuera un guiñapo, se enfrentó a sus palabras con indiferencia o desinterés. Pero en ese momento, Eivor empezó a aprender a leer en su mirada en vez de escuchar las pocas palabras con las que él solía responder, y vio un destello de curiosidad en esos ojos que generalmente sólo revelaban que dormía poco. La reacción de Linda había sido negarse de forma inmediata y categórica. Por supuesto no quería cambiar de escuela ni apartarse de sus amigas, de sus incipientes amores de adolescencia, de su gimnasia. Pero aun así, Eivor podía enfrentarse a su reacción con más facilidad, podía razonar y discutir con ella, aunque a menudo todo terminara en lágrimas y en portazos. La reacción de Linda estaba relacionada en cierto modo con sus propios sentimientos. Eivor reflexiona. ¿Qué tiene que hacer ella realmente en Borlänge? ¿Qué le garantiza que no se escondan otros problemas, tal vez incluso peores que los de Frölunda, tras su posible idilio con Dalarna? ¿No será que intenta escapar de nuevo de un problema en lugar de enfrentarse a él?

Se lo dijo también a Liisa por carta y obtuvo como respuesta unas notas furiosas, meras declaraciones de guerra en las que arrasaba con las vacilantes alegaciones de Eivor en contra del proyecto. Pero mientras Liisa no pudiera informarle de que había un trabajo esperándola en Borlänge, Eivor tenía en sus manos la baza más importante de todas: no debía apresurarse. Se tomaría el tiempo que le hiciera falta, y como, al parecer, Staffan había retomado los estudios y evitaba los círculos con los que había tropezado antes, no había ninguna razón para lanzarse a un viaje desorganizado. En Borås estaban Jacob y los abuelos valorando sus planes en ciernes con una mezcla de preocupación y paciencia. A comienzos de 1975, cuando Staffan había vuelto a dejar sus libros escolares en el rincón más oscuro, de repente todos los proyectos empezaron a materializarse después de que una noche Liisa le gritara a Eivor por teléfono que había trabajo. Y cuando Linda ya no opuso más resistencia, principalmente a causa de una desafortunada historia con un músico de pop demasiado viejo y calculador, Eivor tomó un férreo control de la situación. Durante unos pocos días, en los que apenas tuvo tiempo para dedicarse a Elin, que estaba atravesando la época inquieta de las exigencias, tomó una serie de decisiones que pusieron en marcha todo el proceso. Era como si hubiera llegado a la cima de una montaña y comenzara a rodar cada vez más deprisa cuesta abajo. El trabajo que Liisa podía prometerle (Eivor piensa a menudo que Liisa ciertamente se esforzó) constaba en realidad de dos fases. Un trabajo temporal y una promesa de empleo en el mismo sitio que Liisa, en la fábrica siderúrgica Domnarvet, como operaria de grúa puente. Algo que nunca llegó a aclarar fue cómo se las arregló Liisa realmente para obtener todas esas promesas. Para Liisa parecía obvio que sólo se trataba de tenderle una mano. De todos modos, Eivor podía conseguir trabajo en una residencia de ancianos (en el centro de la ciudad, según le indica Liisa con precisión) y podía empezar a trabajar en cualquier momento. Y Liisa también sabía, por medio de sus invisibles contactos, que, después de no demasiado tiempo, podría acceder a la orgullosa categoría de operaria de grúa. Luego tuvo que esperar tres años, durante los cuales Eivor solía pensar que Liisa le había enviado una zanahoria falsa a Gotemburgo, y también se preguntaba si se habría mudado sin esa expectativa. Pero no estuvo resentida con Liisa por esa promesa que podía ser inventada. ¿Por qué iba a hacerlo? Además, no habría habido ninguna diferencia, pues la mudanza ya estaba hecha, y había comenzado a construir su nueva vida en la calle Hejargatan. Se puede decir a modo de conclusión que cuando Eivor finalmente pudo sentarse en el sobrecargado camión, lo hizo con la sensación de emprender un viaje cuyas causas no había sido capaz de descifrar del todo. Al atravesar Gotemburgo ese sábado por la mañana, ella cerró los ojos, intentando en vano evitar ver lo que ocurría…

Los primeros días en Borlänge fueron un caos total. Liisa y sus musculosos compañeros estaban esperándola (Liisa había preparado incluso un ramo de flores estivales que le ofreció cuando se bajó del camión, y ese detalle, naturalmente, conmovió a Eivor). Descargaron el camión enseguida y Janne pudo volver de nuevo al suroeste. ¿Y el apartamento? Eivor no había tenido tiempo de verlo, sólo había recibido dibujos y por lo demás confiaba en que Liisa lo habría inspeccionado. Se encontró con una desoladora torre de apartamentos (tardó en poder contar el número de pisos) y una vivienda que, a pesar de estar recién pintada, evidenciaba un gran deterioro. Y cuando subió por las escaleras al segundo piso la primera vez, con una maceta en las manos a modo de protección, conoció a su futuro vecino, que estaba en la puerta de su casa. Más tarde supo que se llamaba Arvid Andersson, pero lo que vio entonces fue sólo una figura tambaleándose y dando traspiés, con los pantalones manchados colgándole por debajo de su prominente vientre, con una camisa sucia que sobresalía por la bragueta sin abrochar. En resumen, un hombre que estaba tan borracho que apenas se tenía en pie pero que quería darle la bienvenida, y además con un sonoro beso en la mejilla. Ella, que estuvo a punto de quedarse noqueada por el hedor de su boca, se defendió con la maceta y se encaminó rápidamente a su apartamento. Sin embargo, al bueno del vecino le molestó su poca amabilidad y salió tras ella, y de no haber llegado Liisa en ese mismo momento corriendo por las escaleras para preguntarle si le gustaba el apartamento, Eivor bien podría haber terminado encerrándose en el cuarto de baño. Liisa se quedó lívida, agarró a Arvid Andersson por el cuello de la camisa y lo echó del apartamento, lo metió a empujones en su vivienda y luego cerró la puerta. Eivor se quedó de pie con la maceta en las manos sintiendo que el corazón le latía con fuerza.

—De éstos hay por todas partes —dijo Liisa intentando dar al incidente unas proporciones razonables. (También tenía derecho a ello. No es nada extraño que un hombre borracho quiera dar la bienvenida a una recién llegada con un abrazo en la escalera de un edificio sueco de muchos pisos. Las cosas como son…)

—¿Vive ahí? —preguntó Eivor.

—La gente de este bloque por lo general es buena. Pero el hecho de que unos beban no es más raro que el que otros no lo hagan. Si has trabajado en un establecimiento de bebidas debes de saberlo, ¿no?

Los dos musculosos compañeros de Liisa son finlandeses y llevan y traen las cosas a sus órdenes. Eivor había hecho un plano para ubicar los muebles según los dibujos, y cuando todo empezó a quedar en su sitio notó algo de alivio en la presión que sentía en el estómago. Y cuando otra vecina, la señora Solstad, que vivía a la izquierda de Eivor, entró a saludarla y afirmó pensar lo mismo que Liisa del señor Andersson, ya no se sintió tan sola como antes. Los dos musculosos finlandeses desaparecieron con sonrisas de espanto y refunfuñando unas frases en su idioma, y Eivor hizo café para ella y para Liisa.

—¿Realmente no hay que pagarles nada? —pregunta Eivor mientras intenta orientarse en la cocina.

—Solemos ayudarnos —contesta Liisa—. La próxima vez nos toca a nosotras.

—¿Cómo voy a poder llevar cosas tan pesadas como ellos?

—Siempre hay macetas. Y la ayuda no se cuenta por kilos. Al menos entre amigos.

La puerta del balcón está abierta. En Borlänge hace un día cálido y hermoso.

—Bienvenida —dice Liisa levantando su taza de café.

—Gracias.

—¿Qué se siente?

—No lo sé aún. Es demasiado pronto. No se siente nada…

Eivor intenta poner orden durante toda la noche, para que los niños encuentren un hogar lo más acogedor posible cuando lleguen al día siguiente. Y tampoco quiere que Jacob tenga una razón innecesaria para soltar alguno de sus estúpidos comentarios. La noche estival es luminosa y se pregunta cuántas veces se ha mudado de casa ¡ella sola!

Pero, naturalmente, cuando Jacob llega con los niños sobre las once del mediodía del domingo, nada es como ella se había imaginado. Elin se ha mareado durante el viaje y ha vomitado casi todo el tiempo. Staffan está de pésimo humor, y Linda está arrepentida y dice que no quiere vivir en Borlänge. Se niega a salir del coche al llegar y se queda ahí sentada mientras que Elin y Staffan la miran burlonamente. Nada les parece bien, Jacob ha descubierto enseguida que uno de los listones del suelo está suelto y sacude la cabeza, Staffan está enfadado porque ha desaparecido una cinta de casete (precisamente ésa…) y Linda sigue sentada en el coche, como ya se ha dicho. En realidad, la única que se pone de parte de Eivor esa tarde terrible de domingo es Elin. Eivor aprieta los dientes y se dispone a preparar la comida, en silencio y enfadada. Pero ha decidido resistir, tiene que hacerlo, como de costumbre, ¡como siempre! Mientras los señoritos y señoritas pueden permitirse el lujo de mostrar su desacuerdo, ella debe permanecer inmutable, porque ¿qué pasaría si hiciera como ellos? ¿Se quedaría en el coche con la cara larga? ¿Se quejaría de que el suelo está mal? Santo cielo… ¡Ése no es el papel de la mujer en esta vida! Ella no cambia de actitud ni siquiera cuando ha puesto la comida en la mesa y baja a buscar a Linda, que está sentada en el asiento trasero del coche, inmersa en una revista y aislada del mundo con su pequeño casete. Pero cuando Eivor abre la puerta del coche con toda tranquilidad y le dice con la misma tranquilidad que la comida está lista, su hija simplemente deja a un lado la revista y va tras ella.

Jacob regresa a Borås por la tarde y el apartamento de la calle Hejargatan va quedándose en calma poco a poco. Cuando sus hijos se han acostado, después de poner muchas pegas, Eivor está tan cansada que no puede ni quitarse la ropa y se echa en la cama. Pero no es capaz de conciliar el sueño, por supuesto. Se queda tumbada pensando en el lío que ha organizado. Siempre tanta responsabilidad para ella sola, siempre esa mala conciencia, siempre quejas al final… Piensa que es verano y que lo teme, que éste es sólo el principio de una nueva época de problemas, con la única diferencia de que se han mudado unos kilómetros más hacia el norte.

Pero ese verano al que ella teme viene en su ayuda. Tanto Linda como Staffan son captados enseguida por los jóvenes del edificio y el hecho de ser de Gotemburgo les beneficia. En vez de tratar de que no se note su acento, exageran la pronunciación al máximo. Sólo unas semanas después de llegar a Borlänge, Staffan se ha enamorado de una chica que vive en el bloque contiguo y a Linda no le faltan pretendientes…

También hacen excursiones juntos y empiezan a conocer la ciudad y a su gente. Una noche, después de acostarse, Eivor se da cuenta de que por primera vez en mucho tiempo puede concentrarse sólo en pensar lo mucho que quiere a sus hijos…

La mañana del día de San Juan va por primera vez a su trabajo en la residencia de ancianos. Hace fresco y el aire está perfumado a lo largo de todo el camino. Piensa que, después de todo… Sí, ha podido hacerlo. Ahora vive aquí con su familia, va a echar raíces aquí.

El largo trayecto hasta llegar al decisivo año 1977 no lo recordará como una época inerte. Por supuesto, nada fue como ella había planeado, pero difícilmente fue peor de lo que había imaginado. Dedica el tiempo a su trabajo y a los niños. Intenta dirigir lo mejor que puede a Staffan y a Linda durante la complicada adolescencia. Elin es una criatura menuda que cada vez está más cerca de convertirse en una persona independiente, y no tiene tiempo para nada más que eso. Liisa siempre está ahí, naturalmente, pero como no trabajan juntas se ven sólo de vez en cuando aunque les gustaría hacerlo más a menudo, pero ahora no basta con querer hacer las cosas…

Durante uno de esos inviernos, Eivor tiene su sueño y, sin poder evitarlo, le busca un sentido. El sueño la persigue y ella continúa cavilando…

Pasan casi tres años y, finalmente, llega ese día señalado de septiembre de 1977 en que Liisa le informa de que, por fin, ha llegado el momento. Ahora va a poder conocer a todos los hombres que pululan por la oficina de personal de la fábrica metalúrgica, y ver su propio nombre escrito en las listas. Un viernes por la tarde llega Liisa con la noticia. Eivor está sola en casa. Elin se encuentra con un compañero de juegos en el primer piso y no tiene ni idea de por dónde andan Staffan y Linda. Eivor estaba durmiendo en el sofá de la sala cuando llega Liisa, y le cuesta entender de qué le está hablando. Pero una vez que lo entiende no sabe si le interesa o no, porque hace mucho tiempo que no piensa en ello. Además, se encuentra a gusto en la residencia de ancianos a pesar de que, al carecer de formación, tiene que llevar a cabo los trabajos más pesados. Son justo los ancianos quienes, con su gratitud, hacen que se sienta bien. Como es habitual en una residencia de ancianos, la mayoría son mujeres, y casi todas tienen atrás las sombras de maridos o padres que han trabajado en Domnarvet. Con esas personas le ha resultado fácil establecer contacto, y la idea de dejarlos ahora… No, no es algo que pueda improvisar sin pensárselo dos veces.

—Tienes hasta el lunes para decidirte —dice Liisa—. Pero ellos esperan de ti que hagas acto de presencia. ¡Y no olvides que los tiempos han cambiado!

—¿A qué te refieres?

—Es su mercado. Hay muchos que quieren estar ahí defendiendo su puesto. Pero en realidad siempre ha sido así. Sólo que a veces nos han hecho creer otra cosa.

—No sé si quiero.

—Tendrás que saberlo el lunes. ¡El lunes por la mañana!

Y como para subrayar la importancia de sus palabras, se niega incluso a quedarse a tomar una taza de café. «Tienes que pensar, así que necesitas que te dejen sola.» Luego junta las bolsas de plástico que parecen rodearla siempre y sale disparada del apartamento, dejando una nube de polvo como si fuera cabalgando en una puesta de sol…

Como hace habitualmente cuando se encuentra ante una situación en la que debe decidirse por una cosa u otra, Eivor prefiere no verse como el personaje principal en torno al cual giran una serie de satélites que debe tener más o menos en cuenta. Para ella es al contrario, los satélites son lo más importante, y ella sólo un personaje secundario. Así que piensa en Staffan, en Linda y en Elin en el momento de decidir si quiere dejar la residencia de ancianos y atreverse a traspasar las puertas de Domnarvet («el sitio que nos corresponde, en el meollo de la industria sueca», resuena la voz de Liisa). ¿Qué es lo mejor para ellos? ¿Qué diferencia puede haber en que gane el dinero en un sitio u otro? ¿En que le guste más su lugar de trabajo y por lo tanto esté menos irritable al llegar a casa? ¿En qué puesto de trabajo prefieren ver encasillada a su madre, como ayudante no cualificada pero popular en una residencia de ancianos, o como Eivor Skoglund, la operaria de grúas puente de la calle Hejargatan? (Y, sobre todo, ¿qué hace una operaria de grúa?) Antes de que pueda tener una idea de qué es lo que ella misma desea, debe dar respuesta a esas preguntas. No se atreve a tomar otro camino para llegar a una decisión. (Aun sabiendo que si Liisa sospechara lo que piensa, sería capaz de amenazarla con poner fin a su amistad.)

Staffan acabará los estudios en primavera. Desde que llegó a Borlänge le ha ido bien en general. Cuando ha hecho novillos, ha sido por pura y auténtica pereza, no por incursiones en el mundo de los disolventes o cosas aún peores. Se ha adaptado sin dificultad, y Eivor se ha atrevido a enterrar el miedo que tenía el año pasado en Gotemburgo. Pero, para decepción de Eivor, Staffan se ha negado categóricamente a seguir estudiando, a pesar de resultarle fácil. Ha prometido terminar la enseñanza primaria lo mejor que pueda, pero se niega a seguir haciendo lo que ella quiera, ¡como si fuera por su propio bien por lo que ella quiere que continúe estudiando! Eivor no tiene la más remota idea de sus planes para después. La respuesta que siempre obtiene es «ganar dinero», y él amenaza con iniciar una guerra abierta si continúa preguntándole.

Unas horas después de la visita de Liisa, cuando Staffan llega a casa para engullir su comida, ducharse, cambiarse de ropa y luego desaparecer con la misma rapidez, Eivor le comunica la noticia. El único comentario que hace, mientras saca ropa de su armario, es, naturalmente, si van a pagarle más. Cuando ella le responde que va a ganar bastante más, él le dice que empiece cuanto antes. Y luego desaparece. Eivor recoge la ropa que él ha esparcido generosamente a su alrededor (piensa a menudo que una casa en la que hay adolescentes se parece cada vez más a una casa de huéspedes donde se come, se duerme y se ocupan de tu ropa…) y decide no conformarse con la respuesta que ha recibido. ¿Qué opinará él realmente? Eso es lo que quiere saber, aunque tenga que sacárselo con unas tenazas.

El domingo por la tarde, Eivor va en bicicleta con Elin hasta Romme, a la pista para trotones. Linda ha conseguido, tras superar una competencia feroz, un puesto como ayudante en uno de los quioscos de salchichas durante los domingos que hay carreras de trotones. Eivor no conoce el hipódromo, pero ya que hace una hermosa tarde de domingo y está inquieta pensando en la mañana del lunes, decide ir por fin para ver a su hija repartiendo salchichas. Mientras avanza por la calle Tunavägen con Elin en el sillín de atrás, piensa que es la primera vez que va a ver a uno de sus hijos trabajando. De repente se queda atrás la época en que limpiaban su habitación por unas pocas monedas…

Los caballos trotan de tal modo que van soltando espumarajos. Por el aire revolotean nombres extraños (Barón Håkansson, Lady Akkärr), igual que miles de boletos de apuestas perdidas. A Elin le fascinan los caballos de inmediato y se queda de pie con el rostro pegado a la valla. Eivor la vigila mientras se acerca al quiosco de salchichas donde, según la descripción que le ha dado Linda, trabaja su hija. No le gustaría ser descubierta en la cola que rápidamente se forma entre carrera y carrera frente a los puestos de salchichas. No sabe cómo puede reaccionar Linda si descubre a su madre de repente… Le lleva un rato reconocer a su hija, a quien vislumbra detrás de un mostrador. Pero ahí está. Eivor se queda mirándola y siente una alegría repentina en su interior. Al contrario de muchas mujeres, que parecen temerlo, Eivor sólo espera pacientemente que sus hijos logren una independencia que le devuelva a ella la suya. Estar con hijos adultos sintiéndose una inútil es algo en lo que ella no cree. Por el contrario, cuando finalmente llegue el día… Pero no termina la frase porque se percata de que Elin ha desaparecido y entonces vuelve rápidamente a la cerca donde la dejó. Por suerte, Elin sólo está en cuclillas, recogiendo boletos de apuestas de distintos colores. Eivor se queda mirándola, la hija de Lasse Nyman, y piensa con un repentino malestar que se acerca el día en que ya no se conforme con la explicación de que ella tiene un padre desconocido llamado Leon que vive en Madeira. Pero ¿está Eivor realmente dispuesta a revelar quién es su padre? Hasta ahora siempre se ha escondido detrás de la excusa hueca de que ella tampoco sabe quién es su propio padre…

Eivor mira a los caballos que se encaminan hacia la salida y se pregunta cómo reaccionaría si su padre apareciera de repente de entre las sombras y se presentara. Un hombre que debe de tener actualmente alrededor de cincuenta y cinco años, que se llama Nils y que una vez vigiló la frontera con Suecia, no muy lejos de Borlänge. (Por cierto, ¿no fue aquí donde Elna, su madre, se reunió con Vivi cuando hicieron su viaje en bicicleta? Claro que sí, su madre se lo dijo en una ocasión. Fue aquí en Borlänge donde las Daisy Sisters se encontraron por primera vez. Así que cuando su madre volvió a Sandviken, ella era sólo una semilla que iba dentro de su vientre. Verdaderamente, los caminos se cruzan entre sí…) Pero ¿le gustaría? ¿Quiere conocer a su padre realmente? Eivor mira a Elin y su creciente montón de boletos de ilusiones rotas, y piensa que no quiere. ¡Dios sabe qué problemas podría acarrear! Tiene más que suficiente con los de ahora…

Los caballos pasan corriendo y Eivor se pone al lado de la cerca y los sigue con la mirada. Los jockeys se gritan unos a otros y un carro se ha quedado ya irremediablemente atrás. De pronto oye a alguien maldecir a su lado con un inconfundible acento de Dalarna. Al girar la cabeza, ve el perfil de un hombre de pelo rubio que mira con disgusto hacia un trotón que va galopando al final de la pista. Enfadado, da una patada en la grava y parece que ya no quiere ver más carreras, porque se da la vuelta y descubre a Eivor, que no ha tenido tiempo de apartar la mirada.

—¿Has visto al muy maldito? —dice él—. ¡Vaya forma de correr! ¡En la cuarta calle! ¡Como si sólo quedaran cien metros!, ¿eh?

—No sé, no entiendo de caballos.

—¡Ni ese jockey tampoco!

Él menciona un nombre y se queda mirando en silencio a los caballos que llegan a la meta precipitadamente.

—¡Uf! —dice él mirándola de nuevo. Luego se inclina y le ofrece a Elin su boleto de apuestas de color verde—. Toma.

Elin mira a Eivor, que asiente, y lo coloca encima de su grueso montón.

—Primero fue el carrusel —dice el hombre—. Luego el columpio y ahora sólo queda la tómbola.

—¿Cómo? —pregunta Eivor.

—Sí, ¿no es lo que suele decirse? Lo que se pierde en el carrusel hay que intentar recuperarlo en el columpio. Pero ¿qué se puede hacer si perdemos en ambas cosas? Entonces hay que intentarlo en la tómbola, en la montaña rusa o en lo que tengamos a mano…

Él echa una mirada a su programa de carreras de trotones.

—Si no apuesto por ése, seguramente ganará —dice él señalando con la punta del dedo en el programa, como si pretendiera transmitirle una información al caballo.

—¿Qué número tiene ése? —pregunta Eivor.

—¡Es una yegua! ¡El número nueve! Tiene una buena rodada, pero seguramente se las arreglará para perder.

—Yo le daré ánimos.

—¡Hazlo! Tal vez ayude, pero lo dudo.

—¿No tiene nombre?

Flor de Tréboles.

—¡Es bonito!

—Sospechosamente bonito…

Y luego lo ve desaparecer en dirección al salón de apuestas y no piensa más en ello. Sin embargo, a pesar de todo, sigue con la mirada a la yegua que lleva un peto amarillo con el número nueve y ve que es derrotada justo en la línea de meta. Durante la siguiente carrera, cuando el puesto de salchichas está vacío, Eivor y Elin van hacia allí. Linda se sorprende al verlas, pero, para gran alivio de Eivor, al parecer está de tan buen humor que no le importa encontrarse con su madre y su hermana menor en un sitio público.

—¿Qué diablos hacéis aquí? —pregunta ella.

—Estamos mirando los caballos.

—¿Por qué no me habéis dicho que ibais a venir?

—Lo decidí después de que te marcharas esta mañana. Además queríamos comer una salchicha.

—¡Bah!

—Sí, lo digo en serio. ¡Estamos hambrientas! ¿Elin, no es cierto que quieres una salchicha? ¡Ya lo ves! Sólo con mostaza. Y la pago yo. ¡Eh, espera un poco!

En ese momento, Linda está sola en el quiosco y, después de echar un vistazo rápido, le devuelve el billete de diez coronas que Eivor ha dejado en el mostrador grasiento.

—No puedes hacer eso —dice Eivor temerosa de que alguien vea a su hija incumpliendo el más básico de los principios comerciales.

—Recoge el dinero —dice Linda en voz baja, y Eivor se mete rápidamente el billete en el bolsillo.

—Enseguida volveremos a casa —dice ella—. ¿Vendrás a cenar?

—No lo sé.

—Quisiera hablar contigo de algo.

—¿De qué?

—¡Es demasiado largo para hablarlo aquí!

—¡Dime de qué se trata!

—¡Ven a casa a cenar y lo sabrás! ¡Adiós! ¡Gracias por las salchichas!

Los caballos trotan, detrás de ella oye sonar una campana y el murmullo va en aumento para dividirse luego en dos, un susurro de decepción y aplausos dispersos y agitados. Eivor se encamina hacia la salida con Elin de la mano. Piensa que Linda tiene ahora casi la misma edad que tenía ella cuando vio por primera vez al padre de Elin, Lasse Nyman, delante del edificio amarillo en Hallsberg. Entonces mira a Elin y por un momento no da crédito a sus ojos. Pero Elin está ahí, con su montón de boletos desechados en las manos. Viva y cada vez más parecida a su padre, el mismo rostro delgado y los mismos ojos celestes. (Ella se ha preguntado alguna vez cómo serían los padres de Lasse Nyman, pero rechaza la idea en cuanto recuerda la oreja cortada. Ellos también pueden seguir siendo unos desconocidos, Elin también tendrá que aprender a vivir sin sus abuelos paternos…)

Pero Linda, la pequeña Linda que ayer era una niña y ahora es ya adulta… ¿Cuántas veces se ha dicho que su hija no entrará en el mundo de los adultos con la falta de preparación y protección que tenía ella? Pero ¿qué ha logrado? El mundo ha cambiado tanto en veinte años que Eivor cree que su experiencia se ha vuelto obsoleta y simplemente no tiene nada que ver con la vida de Linda. Las conversaciones que han mantenido sobre los temas más delicados y peligrosos, han acabado siempre en un silencio sospechoso. Linda se ha sentado mirando a su madre como si estuviera loca, y Eivor se ha sentido ridícula y ha pensado que es posible que la experiencia deba ir por otro lado. Que es probable que Linda sepa más. Pero al mismo tiempo le molesta la idea, la rechaza y piensa que son sólo excusas. Linda está haciéndose adulta, no tiene experiencia (¡a menos que haya vivido una vida anterior!). Y la maldita obligación de Eivor es enseñarle a reconocer las señales de alarma que avisan del sitio en el que están los arrecifes… Pero nunca atraviesa el invisible telón que su hija pone entre las dos. Eivor sólo puede compartir momentos de gran intimidad con Linda cuando ésta no es feliz, a menudo por cuestiones amorosas. Pero en cuanto recupera el equilibrio roto vuelve a alejarse y todo sigue como antes.

¿Se habrá acostado ya con alguien? Ni siquiera eso sabe y no se atreve a preguntar. Pero ¿por qué no se atreve? ¿Va a hacerlo cuando sea ya demasiado tarde? Gracias a Dios puede abortar si ocurriera lo peor, esa época tenebrosa parece haber pasado, aunque aún queden fuerzas oscuras al acecho…

«Tengo que hablar con ella», piensa Eivor. «Esta noche.»

Está segura de que Liisa aparecerá a la hora de cenar. La curiosidad brillaba en sus ojos. Por supuesto, está convencida de que va a contarle algo de ella.

Abre el candado de la bicicleta pensando que tiene que comprar una cadena nueva enseguida, cuando percibe que alguien le grita. Se da la vuelta y ve llegar corriendo al hombre de las carreras, agitando en la mano un boleto de apuestas.

—Quería darle éste también —dice sonriéndole a Elin.

¿Flor de Tréboles?

—Exactamente. ¡Aquí tienes!

Él se pone en cuclillas y le ofrece el boleto a Elin. A Eivor le extraña un poco que la niña no demuestre más timidez ante el desconocido. Por lo general se pone a cubierto entre las piernas de ella cuando se le acerca algún extraño. Debe de ser por el modo natural y obvio de comportarse del hombre de pelo rubio. Sin ninguna afectación, sin vacilaciones. «Debe de tener hijos», piensa Eivor.

—Eso es todo —dice él cuando se ha levantado—. Hay que dejar el maldito juego. Ni siquiera es emocionante.

—¿No lo es?

—No. ¿Qué emoción tiene estar seguro de que vas a perder?

—Yo creía que… Bueno… ¿No se tienen esperanzas?

—¿Las tienes tú?

—¿Yo? No, yo no juego. Nunca había estado aquí.

—Pero ¿tienes esperanzas?

—¿De qué?

—No…, de nada, no puedo callarme. Olvídalo. ¿Tiene que ir ella aquí atrás?

Eivor asiente y Elin deja que el hombre la suba a la bicicleta sin protestar.

—¿Ha terminado ya? —pregunta Eivor.

—Para mí sí. Pero… creo que quedan un par de carreras.

—¿Vienes a menudo?

—Demasiado a menudo.

Ella empieza a empujar la bicicleta y él se hace a un lado. El sol de septiembre le da a Eivor en los ojos.

—Con un día como éste tendría que haber ido al bosque —dice él irritado.

—Sí…

De pronto, él muestra interés por ella.

—Pero tú no juegas, ¿verdad? ¿Por qué vienes? ¿Tienes algún caballo?

—¿Un caballo?

—Sí.

—Mi hija mayor trabaja en uno de los quioscos de salchichas.

—¡Ah! Ya. Sólo tenía curiosidad.

De repente el hombre se detiene como si volviera a sentir un antiguo dolor. La mira asombrado.

—Me quedo aquí —dice—. Me gustaría seguir adelante pero tengo el coche ahí atrás, junto al hipódromo. Y voy andando como si no existiera, o como si me importara un bledo que el maldito coche exista o no.

Él hace un gesto, como si la penetrante luz del sol de septiembre le produjera un dolor repentino. Como si el haz de luz de un reflector le iluminara de lleno, y Eivor piensa que tal vez ahora lo ve exactamente como es. En realidad él es como está en ese momento en medio del camino: con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta de cuero.

Pelo claro (mal cortado aunque recién lavado), que le cae de modo irregular sobre la frente y por los lados de las orejas. Ojos azules, tez pálida, rostro delgado. Chaqueta de cuero, vaqueros, zapatos negros sin cordones. En una de las mangas de la chaqueta hay una marca que Eivor no reconoce. Parece una gran mosca peluda, pero naturalmente no lo es…

—Me llamo Peo —dice desvalido, como si se entregara desde el principio a una guerra perdida—. Tengo que ir a buscar el coche.

—De lo contrario, alguien podría llevárselo —contesta Eivor.

Entonces él sonríe.

—A veces desearía que alguien lo hiciera —dice él.

Él va a añadir algo más, pero cambia de opinión, sólo inclina la cabeza y se dirige de nuevo hacia la pista para trotones. Eivor se queda mirando fijamente el punto exacto donde estaba él y luego se monta en la bicicleta y se dirige a casa. Sin que ella la vea, Elin va soltando uno a uno los boletos de las apuestas, que revolotean en el aire como alas rotas de mariposa.

Eivor piensa que ese hombre que parecía tan desorientado, con su extraña marca en la manga, le recuerda a la soledad de ella. Una mujer sola que cree que va de excursión a una pista de trotones cuando en realidad está entrando en la mediana edad.

Linda está en la puerta, se quita los zuecos y le pregunta qué pasa. Eivor le dice que hay una oficina de personal que espera su visita al día siguiente, pero Linda está impaciente y le interrumpe preguntándole de qué quiere hablar realmente.

—Sólo eso —dice Eivor—. No quiero emprender algo así sin hablarlo con vosotros.

—No soy yo la que va a empezar a trabajar en Domnarvet —dice Linda sorprendida, y a Eivor se le ocurre la idea irreverente de que la mayor estupidez de la adolescencia es la incapacidad de escuchar lo que te dicen…

—¿Así que no te importa lo que haga? —pregunta Eivor sin saber bien por qué.

Cuando Linda se da cuenta de que no es ella la protagonista, la curiosidad se convierte en un evidente desinterés.

—No —masculla simplemente.

—¿En qué piensas? —pregunta Eivor irritada.

Linda parece no oír, así que ella repite la pregunta en tono tan alto que Elin se asoma a la puerta de la cocina con cara de preocupación.

—En nada —dice Linda—. ¿Vamos a cenar pronto?

—Cuando venga Staffan.

—¿Y cuándo vendrá?

—No lo sé. Pero podemos decir que el servicio de comedor abrirá dentro de una hora.

—¿Qué servicio de comedor?

—La pensión Skoglund.

—¿Estás loca?

—¡Seguro que no!

—¿Acaso es esto una pensión?

—A veces me lo pregunto.

Linda se levanta como si hubiera sido objeto de una ofensa personal.

—¿Qué dirías tú si me volviera punk? —pregunta ella.

—¿Si te tiñeras el pelo de color verde? ¿Si llevaras ropa con agujeros?

—Sí.

—Nada.

—¿Nada?

—¿Qué iba a decir?

—¿No te importo?

—¡Claro que sí! Pero… Me voy a hacer la cena.

—¡Que sea rápido! Tengo prisa.

—Siempre va rápido.

—¿Qué hay?

—Chuletas.

—¡Pero sin grasa!

—Sin nada de grasa…

Eivor está preparando la comida en la cocina, moviendo la cabeza por lo absurdo de la conversación. Pero a la vez no puede dejar de sonreír pensando que tal vez deba mantener sus conversaciones con Linda de ese modo. Quizá la lógica de la nueva era sea una palabrería sin sentido aparente que, de repente, rodee lo esencial. ¿Por qué no podría ser así? Basta con pensar en lo que ha cambiado todo desde que ella tenía la edad de Linda. Dios mío… ¿Cómo iba a imaginárselo, incluso en sus fantasías más descabelladas?… Es como si periódicamente, una o dos veces por generación, el mundo debiera ponerse cabeza abajo para luego volver a ponerse en pie…

En un ataque de amabilidad inesperada, Linda quita la mesa y se compromete a fregar los platos. Por supuesto, Eivor sabe que no puede preguntar adónde ha ido a parar la prisa que tenía. Probablemente recibiría por respuesta un bufido furioso. En vez de preguntar hace algo poco común. Se queda simplemente sentada junto a la mesa, sin hacer nada en absoluto. Se sienta y mira a Linda, que frota despacio los platos hasta dejarlos limpios…

—¿Qué dirías si volviera a casarme? —pregunta de repente.

Linda deja caer el cepillo de fregar y se queda mirándola.

—Repítemelo —dice—. ¿Qué has dicho?

—Te he preguntado qué dirías si volviera a casarme.

Linda no contesta, sino que empieza a reírse a carcajadas, volviendo al fregadero.

—¿Y bien?

Linda lanza con rabia un tenedor sucio al fregadero.

—¡Mamá! ¡Me iré en cuanto termine de fregar! No tienes que entretenerme, si es eso lo que crees.

—Lo digo en serio.

—¿Que vas a volver a casarte?

—No, no he dicho eso. Sólo te he preguntado qué opinarías si lo hiciera. No es lo mismo.

—¡Hazlo y será la última vez que me veas!

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que estoy diciendo. ¿Crees que quiero a un maldito viejo en casa?

—¡No hables así!

—¡Eres tú quien me ha enseñado!

—¿No creerás que eres la única que vive aquí?

—Dijiste que contestara, ¿no?

—Sí, pero…

—¡Ya he contestado!

La conversación va decayendo y muere por sí sola. Pero cuando acaba de fregar y está en la puerta a punto de salir, Linda formula una única pregunta más.

—No lo decías en serio, ¿verdad?

—No —contesta Eivor rindiéndose—. Claro que no.

—¿Por qué lo has dicho?

—No lo sé…

—Bueno… Me marcho.

—Sí. Adiós.

—Adiós.

Después de esa conversación, en parte absurda, Eivor se da cuenta de que Linda la observa de vez en cuando, como si considerara conveniente vigilar a su madre. Su mirada es inquisitiva, recelosa, pero nunca dice nada. Eivor tampoco sabe si le ha comentado a Staffan que en el interior de su madre se mueven fuerzas siniestras…

Pero, por supuesto, esa actitud expectante en el hogar de los Halvarsson y Skoglund es consecuencia de la conmoción que produce el hecho de que la reunión de Eivor en la oficina de personal de Domnarvet significa su renuncia en el hogar de ancianos y tener que estar ante la puerta oeste de la fábrica siderúrgica un día de octubre. Una mañana temprano, ella se presenta allí pasando frío, nerviosa y pensando que está equivocándose por completo. Debería haberse quedado con las viudas de los empleados en vez de llamar a la puerta de esas enormes instalaciones de acero y ladrillo, con la llama azul ardiendo constantemente en una de las chimeneas. (A veces piensa que lo que la ha llevado hasta las puertas de la fundición ha sido el deseo de ver el origen de esa llama azul, de ver lo que ocurre detrás de esos muros.) Además de una breve introducción al nuevo lugar de trabajo que ha leído en un brillante folleto —que le ha recordado al catálogo de una agencia de viajes—, Liisa la ha preparado para lo que le espera. Sobre una cantidad infinita de tazas de té —a Liisa se la ha ocurrido de repente que no tolera el café— ha asistido a una lección en la que Liisa le ha dicho la verdad. Una verdad que en la descripción de su amiga resulta tan confusa y contradictoria que Eivor se ve obligada a creérsela. Todo lo que ella sabe de la vida es que el camino más corto entre dos puntos nunca es una línea recta. ¡La cuestión es si al menos existe! Por lo tanto, parece que la introducción desigual pero entusiasta a su nuevo lugar de trabajo es coherente con experiencias pasadas. Las advertencias de Liisa le rondan por la cabeza cuando está ante la puerta de entrada ese lunes por la mañana. No está preparada aún para dar los últimos pasos y traspasar el límite (ve sólo a los hombres, y se queda en pie hasta que pasa por su lado la primera mujer…). «Los muchachos van a meterse contigo. ¡Tienes que devolvérselas desde el principio!» Ésas son las palabras que han quedado grabadas en su memoria, las explicaciones de Liisa acerca de lo que significa sentarse en una cabina de la grúa. En cuanto a esto último, a Eivor le ha parecido que ella se contradice mucho. Por una parte, Liisa ha explicado que es un trabajo arriesgado en el que no se pueden cometer errores. Pero a la vez lo ha descrito como si fuera la cosa más sencilla y obvia del mundo. Eivor sospecha que puede tratarse de dos caras diferentes para una misma cosa: el orgullo profesional de hacer algo difícil con facilidad, ¡quien pueda hacerlo! Pero no está totalmente segura, ni de eso ni de ninguna otra cosa.

Dos mujeres pasan deprisa por su lado y desaparecen por la puerta de entrada. Ahora no puede esperar más. Tiene que entrar o irse de allí. Con dolor de estómago, supera la frontera invisible y se dirige a la garita que hay junto a la entrada. Recuerda vagamente otra puerta, la de Konstsilke en Borås, y se sorprende al darse cuenta de que fue hace casi veinte años…

Aunque Eivor nunca lo admitió, no se lo confió nunca a nadie, la época que vivió a continuación estuvo a un paso del infierno. No es de extrañar, lógicamente, porque no sólo tuvo que enfrentarse a continuos conflictos en el nuevo lugar de trabajo, sino que también soportó acontecimientos terribles a nivel privado. Nadie sabe, ni siquiera ella misma, la de veces que pensó en renunciar y esconderse (¡y cuántas se encerró de verdad en distintos cuartos de baño!). Pero lo que sí es cierto es que fueron los años más difíciles de su vida. Después, cuando todos sabían que ya había pasado todo y que había llegado ilesa, la gente a su alrededor le decía que había cambiado tanto que en algunos aspectos no la reconocían. Pero ella no podía determinar si era cierto o no. Para ella fue como quedar libre después de haber estado todo un año oprimida bajo una prensa.

Sin embargo, lo que en un principio —según creía ella— era sólo una ligera llovizna, pronto se convirtió en un diluvio de pequeños y afilados aerolitos. Si en un primer momento no le causó grandes problemas, se debió, por supuesto, a las palabras de Liisa, que sonaban en su cabeza constantemente: «Tienes que devolvérselas desde el principio». El equipo al que iba a incorporarse estaba compuesto sólo por hombres, de todas las edades, pero sólo hombres. Ella iba a ser la única mujer, aparte de Ann-Sofi Lundmark, su predecesora, que le enseñó a operar la grúa la primera semana, y que ahora dejaba de trabajar por estar embarazada de su tercer hijo. Ann-Sofi Lundmark no era muy comunicativa sobre otros asuntos que no estuvieran directamente relacionados con el funcionamiento de la grúa. Durante la pausa del almuerzo, Eivor trataba de observar cómo se comportaba con respecto a sus compañeros masculinos, pero nunca llegó a presenciar un combate cuerpo a cuerpo. Al parecer, mientras hubo dos mujeres, se fueron aplazando las posibles peleas, sin que nadie sometiera a Eivor a más prueba que seguir muy de cerca y con ojos extremadamente críticos sus esfuerzos por dominar la grúa. Cuando lo hacía mal o interpretaba mal una orden que le indicaban desde abajo, ese suelo que parecía estar tan lejos, veía que todos sacudían la cabeza, y a través de la alarma de la gran nave le parecía oír cómo se quejaban y suspiraban entre sí. El último día que Ann-Sofi Lundmark estuvo allí, Eivor le preguntó directamente cómo pensaba que le iría. Estaban sentadas en el vestuario, el turno anterior había terminado su trabajo y ahora esperaban a que viniera el relevo. Ann-Sofi Lundmark asintió y sonrió un poco evasiva. Bueno, a ella le parece que bien… Seguramente irá bien… Seguro que sí. Pero Eivor, que ya estaba aterrada porque al lunes siguiente tendría que subir sola a la cabina, se mostró terca: ¿lo dice en serio o sólo por decir, ahora que ya no tiene ninguna responsabilidad y podrá concentrarse por completo en su embarazo? (Era de lo único que hablaba, de cochecitos, de pañales, y Eivor llegó a enfadarse en alguna ocasión. «Dios mío», pensaba entonces, «¿no podría hablar de otra cosa? Ya tiene dos niños, ¡así que no es ninguna novedad!» Por supuesto, enseguida le asaltó la mala conciencia diciéndole que no debía hablar así entre mujeres. Pero había algo rancio en Ann-Sofi Lundmark, aunque sólo tenía veintiséis años, y eso era lo que le molestaba, ¡le aterraba ser algún día como ella!)

Ann-Sofi Lundmark tenía tanta prisa por alejarse del trabajo que ni se molestó en cambiarse de ropa y se marchó corriendo. Fuera del vestuario de mujeres, tras quitarse el mono de trabajo, Eivor se tropezó con Albin Henriksson, el miembro más antiguo del equipo, un hombre de sesenta y dos años que ha sido fiel a Domnarvet desde su juventud. Es menudo y rechoncho, con mechones grises de pelo alrededor de las orejas, y siempre chasquea la dentadura postiza al hablar. Fue él quien presentó a Eivor a sus futuros compañeros de trabajo y, sin que nadie le llevara la contraria, se refería a todos —excepto a sí mismo, naturalmente—, como «ese loco de ahí» y «ese loco de allá». Fue la mañana, hace una semana, en que Eivor estaba en la puerta de la fábrica angustiada ante la idea de dejarse arrastrar por la corriente de trabajadores que pasaban deprisa por delante de la garita. Pero en cuanto dijo su nombre al vigilante y fue a buscar los vestuarios, no le dio tiempo ni a saludar que ya tenía a Albin Henriksson encima de ella.

—Ésta es la nueva operaria de la grúa —dijo a gritos levantándose del rincón en el que estaba sentado y rascándose la frente como si estuviera intentando resolver un complejo problema—. Me llamo Albin Henriksson —dijo a continuación mientras la tomaba de la mano—. Tienes que pasar de lo que digan los demás y escucharme a mí. A aquel loco de allí le llamamos Lázaro, y ya entenderás por qué cuando veas por primera vez su manera de despertar después del café. Y aquí tenemos a Holmsund… ¿Cómo diablos te llamabas de nombre?

—Corta el rollo —dice Holmsund, que tiene en la cara las inconfundibles huellas de haber pasado una noche larga y húmeda. Es el más joven del equipo, veintidós años.

—Janne, sí —dice Albin indiferente. Naturalmente, lo ha sabido todo el tiempo, pero Eivor no puede diferenciar aún cuándo habla en serio y cuándo habla en broma. Entonces recuerda también las palabras de Liisa. «Intentan engañarte en cuanto pueden.»—. Ese loco se equivocó una vez —continúa—. Creía que tenía un equipo en la liga de fútbol sueca, y esas cosas se pagan. Esas locuras deben ser penalizadas, ¿no te parece?

—Yo qué sé —contesta Eivor intentando ser decidida.

—No. ¿Cómo ibas a saberlo? —dice Albin y la arrastra hacia los otros dos hombres que están sentados cada uno en una esquina, como dos héroes eliminados de la batalla antes de empezar. Ambos tienen alrededor de treinta años y uno de ellos, por raro que parezca, no tiene apodo. Se llama simplemente Göran Svedberg y viene y va de Borlänge a Dala-Järna, donde tiene a su familia. Es reservado y no deja que nadie se le acerque. Sin embargo, al hombre que está sentado en la otra esquina lo llaman Makadam, y nadie sabe el origen de ese apodo—. Quizá se deba a su mala costumbre de rechinar los dientes —dice Albin reflexionando—. Pero en esta vida no hay nada seguro…

—Bueno, yo me llamo Eivor Skoglund —dice ella inclinando la cabeza a modo de saludo hacia los hombres que están sentados con sus monos de trabajo y la miran.

—¿Estás casada con Nacka? —pregunta Holmsund controlando sus temblorosas manos. ¡Ella sabe de qué va, lo ha escuchado antes! El jugador de fútbol del Söder, hermano de barrio de Lasse Nyman, que tiene el mismo apellido que ella.

—Ya no —dice ella para tantear, y Holmsund, interesado, levanta una ceja. Eivor tiene la sensación de que la respuesta ha sido buena, ha hecho lo que Liisa le ha indicado, devolvérsela.

—Ahora tienes que irte a tu vestuario —dice Albin, que mantiene todo el tiempo su mano delgada alrededor del brazo de ella—. Makadam va a quitarse su mono de trabajo y no le gusta que nadie vea sus calzoncillos.

—Cierra la boca —amenaza Makadam—, si no quieres que te quite la dentadura.

Eivor se vuelve hacia la puerta de salida y ve justo enfrente de ella la foto de una mujer abierta de piernas pegada en la pared. Siente los ojos de ellos en la espalda, baja el picaporte y sale. Cuando vuelve a cerrarse la puerta, se pregunta dónde se ha metido. Le parece oír a alguien gritar «coño» en la habitación que acaba de dejar y se dirige al vestuario de mujeres, donde ve por primera vez a Ann-Sofi Lundmark, que está sentada mirándose el vientre…

Pero ya ha pasado una semana y Albin Henriksson, aunque tiene prisa por llegar a casa para llevar a cabo los muchos quehaceres de la tarde del viernes: cortar el césped, arreglar el coche —Eivor ya se ha enterado de todo en las pausas del café—, se toma tiempo para pararse a preguntarle cómo le van las cosas. Cuando ella está a solas con él, sin los demás del equipo alrededor y sin sentir la necesidad de dominar al grupo, se da cuenta de algo que ha percibido a menudo en los hombres: el cambio que experimentan cuando se hallan fuera del cerrado territorio masculino. Aunque Albin tenga prisa y chasquee impaciente los dientes, su actitud ruidosa y entrometida ha dado paso a una variante más discreta que Eivor considera que le pega más. (Ella ha pensado muchas veces cómo serán las mujeres de esos hombres, pero no cree que sean significativamente diferentes a ella misma. «Como la mayoría de la gente», piensa. «Gordas y delgadas, amargadas y alegres, una mezcla de todo, como yo misma…»)

—¿Qué te parece a ti? —dice ella respondiendo con una pregunta.

—Un poco lento —contesta él—. Un poco torpe. Pero no está mal. Te acostumbrarás. Luego te sentirás bien allí arriba, cuando no hay tanto que hacer. La mayoría de las… mujeres suele hacer punto. Por cierto, necesito un par de guantes para el invierno. Sólo para que lo sepas.

—¿Y aparte de eso?

—¿Aparte de qué? Ya se arreglará, como dijo el que estaba sentado en la cámara de gas. Ya no tengo más tiempo para ti. ¡Vete a casa con tu marido!

—¡Estoy separada!

—¡Entonces vete al Brage a bailar!

—No, gracias.

—Bueno, pues no sé. Pero yo me voy. Se ha vuelto a estropear el condenado tubo de escape. Pero esta vez le pondré cemento dental. Tal como están las cosas en estos días, nadie puede permitirse cambiar el tubo de escape…

Y luego se marcha y Eivor puede salir, llenar con el frío aire de octubre sus pulmones y dejar atrás el estruendoso rugido de la acerería. De regreso a casa se detiene en la ferretería y compra un candado para la bicicleta. En realidad pensaba comprar también comida para el fin de semana, pero decide dejarlo para el día siguiente, está demasiado cansada.

Va a casa en bicicleta y se pregunta qué hace realmente. Está claro que se encarga de la grúa puente que se desliza a lo largo del techo: ella mueve las planchas metálicas, las cambia de sitio y las coloca correctamente. Pero ¿adónde van a parar esas grandes planchas que se van cortando a intervalos regulares? ¿Para qué sirven? ¿Serán laterales de los barcos? ¿O tendrán que seguir otro proceso industrial más? Ella piensa que realmente tiene la misma sensación que hace mucho tiempo, cuando en medio de un gran estruendo cargaba desesperadamente máquinas de retorcer hilo. Que participa en una pequeña y aislada parte de un gran proceso que ella no entiende. Un caballo que va corriendo por la vida con anteojeras…

En la residencia de ancianos tenía la sensación de que su esfuerzo era visible. Lavaba a alguien que se había manchado y veía aparecer una sonrisa en su cara surcada por la edad…

Eivor ha tenido suerte. La vecina de la izquierda, la señora Solstad, se ha ofrecido voluntariamente a cuidar de Elin por una suma casi simbólica mientras ella va a trabajar. Eivor ha estado mucho tiempo en lista de espera para una guardería, pero va para largo y no tiene esperanzas inmediatas. Está a punto de pulsar el timbre de la casa de la señora Solstad cuando decide tomarse cinco minutos para sí. Ya ha asomado antes la cabeza por su casa y estaba totalmente en silencio. Como es natural, se siente culpable, permitirse el privilegio de la soledad es algo indefendible, aunque sólo sean cinco minutos. Una madre decente simplemente no lo hace. Pues entonces ella no es decente, piensa, y entra en su apartamento y abre la puerta del baño para lavarse las manos…

En el interior está Staffan, que se ha olvidado de cerrar la puerta. Eivor se sobresalta y, como recordará después, ve todo a la vez. No como suele ocurrir, cuando una imagen se descompone después, revelando los detalles intrínsecos. Lo ve todo en un instante: Staffan sentado en el borde de la bañera y masturbándose con los pantalones vaqueros caídos y los ojos fijos en una revista porno. Pero, para su sorpresa, ve que él lleva en los pies su único par de zapatos de vestir de tacón alto. Él la mira fijamente, paralizado, y ella piensa que no quiere eso, por el bien de él. Ella nota que se ruboriza, y se apresura a cerrar la puerta.

«Vaya», es todo lo que logra decir, y luego se dirige rauda a su habitación. En la confusión posterior sólo puede pensar en una cosa: ¡esto debe de ser terrible para él! ¡Ha sido pillado, literalmente, con los pantalones bajados! Ella trata de forma desesperada de encontrar palabras para decirle que no tiene importancia. Pero no se trata de eso, ¡sino de que ella lo ha visto! Quisiera volver corriendo al cuarto de baño y decirle que no ha visto nada. O que ya se le ha olvidado. O que… Sí, ¿qué? Se sienta en la cama. Pasan casi diez minutos antes de que le oiga salir del baño. Casi le duele pensar en cómo se sentirá él, pero no puede ir a donde él está, y cuando a los pocos minutos le oye salir de casa piensa que tal vez sea lo mejor. Fingir que no ha pasado nada, aunque ambos lo sepan, compartir un secreto y hacer como que no existe… Sólo para que no se sienta humillado y haga algo… Ella corre a la cocina y mira por la ventana, pero él ha desaparecido ya en la oscura noche de octubre.

La tarde es angustiante. Cuando Eivor se obliga por fin a ir a la casa de la señora Solstad a buscar a Elin, no puede mostrarse tan contenta de ver a su hija como ésta se merece. Elin se aferra a su ropa mientras está de pie preparando la cena, y de su boca sale un flujo ininterrumpido de todo lo que ha vivido durante el día, sobre todo que una de las aves se ha salido de su jaula y ha estado varias horas sentada encima de un armario. Eivor sólo murmura entre dientes, suelta una maldición cuando una patata cocida cae al suelo y se hace pedazos y lanza los platos sobre la mesa. Y luego, cuando Elin ya está en la cama es demasiado brusca con ella, y los grandes ojos la miran con asombro cuando se niega categóricamente a leerle más de un cuento. Después Eivor se sienta en la penumbra del salón y enciende el televisor. Quita el sonido, y se queda mirando la pantalla muda, enfadada…

Por supuesto, sabía que él se masturbaba. Durante los dos últimos años ha visto manchas en las sábanas de vez en cuando. Pero lo ha aceptado como algo natural sin gran dificultad. La angustia que siente, lo que le inquieta es la sensación de que de alguna manera ella le ha fallado. ¿Ha pensado alguna vez que no sólo debe cuidar de sus hijas, y llevarlas de la mano por la compleja realidad? ¿Quién ha dicho que Staffan sería menos complicado? Nadie, y ya que supone que Jacob no ha hablado con su hijo, ella es la responsable. Para esto como para todo lo demás. Nunca va a entender que ella sola debe encargarse de los niños. Jacob es una silueta que está ahí fuera para ayudar algunas veces al mes con dinero, mudanzas y otros favores. Pero la responsabilidad de las personas es de ella, y siempre cae en las redes de su propia insuficiencia…

Los zapatos de tacón alto, estilosos. Los compró hace unos años, un viernes que había cobrado y, de repente, sintió un ardor impaciente cuando volvía a casa del trabajo. Enfadada por no ser capaz de dejar a un lado el deseo de un hombre, entró en una zapatería y se compró el par más refinado que pudo encontrar en los estantes. ¿Cuántas veces los ha usado? Casi ninguna, piensa con una mezcla de desaliento y rabia. Pero ahora su hijo se los pone para… Intenta pensar tranquila y objetivamente. Es muy probable que sea algo natural, que esté buscando su camino, el impulso de realizar nuevos descubrimientos para satisfacerlos. La vida sexual (¿por qué no puede aprender a decir de una vez «follar», como se dice comúnmente?) es dolor y sufrimiento, nadie dice que la mujer tiene que estar abajo y el hombre encima, por lo tanto tampoco es antinatural que su hijo quiera saber lo que se siente al llevar los zapatos de tacón de su madre… Ella piensa que eso, precisamente, es algo de lo que debería hablar con sus compañeros de trabajo. Las pausas para el café se podrían llenar con experiencias mutuas en vez de charlas sin sentido, como ahora. (A pesar de que sólo ha transcurrido una semana, ha imaginado las líneas generales de las conversaciones que llenan las pausas de la comida y del café. Es una monótona retahíla de alusiones a la vagina: si se trata de trotones, en lo que todos parecen estar interesados, al menos uno de los jockeys de las últimas carreras era un coñazo. El Liverpool juega como un puñado de putas, al maldito coche habría que darle una patada en…, si no les suben pronto el sueldo no van a poder follar ni con una pobre finlandesa. Y las fotos pegadas en las paredes, siempre variantes de lo mismo. Los comentarios carecen de alegría, pero al parecer son necesarios: ésa tiene el coño como para un toro, o ésa tiene unos pechos con los que la muy condenada podría darle un par de vueltas a la polla. Ésa tiene una boca como para… Vamos a dibujarle una polla a ésa. Tráeme el rotulador que está ahí… No, ahí no. ¡Allí! Mueve el culo… ¡Ahí, sí! Déjame a mí…) Eivor mira la pantalla del televisor y de repente se pregunta cómo ha sido capaz de aguantar todas esas expresiones denigrantes. Y, además, ¿no tiene la sensación de que ellos hablan así precisamente porque hay una mujer presente? Las mujeres que con mucho esfuerzo han abierto una brecha en las zonas sagradas de los hombres pueden llegar a resignarse a que, después de todo, han entrado en un mundo masculino. Esos comentarios forman parte de su modo de abordarlas, educarlas, paralizarlas. ¡Ann-Sofi Lundmark! Estaba allí sentada embarazada, y no parecía reaccionar. ¿Cómo es posible? ¿O es que la habían domado hasta que se había rendido? Tal vez dejó de luchar hace mucho tiempo.

Eivor se da cuenta de que se ha enfadado. Sin duda, Liisa la ha preparado para que no crea que va a entrar a un convento, pero que sea tan… Se acerca al televisor y cambia de canal: hay un hombre cantando frente a un telón de fondo que representa un barco. Sube el volumen. ¡Ópera! Que le den por… Vuelve al silencio y decide que no va a tolerar más conversaciones soeces. ¡Por nada del mundo!

Pero Staffan… Piensa en todo de nuevo, siente que la ira desaparece y es reemplazada por una sensación casi melancólica. Le gustaría tanto abrazarle, escuchar las miles de emociones que lleva dentro de sí… Pero ¿por dónde empezar? Ésa es otra de las puertas selladas de la existencia, y aquí está ella, sin mapa ni llave, y en el televisor alguien canta sin cesar…

La despierta el parpadeo de la pantalla del televisor: el programa ha terminado, es tarde. Ella lo apaga y va a echar un vistazo a Elin. Ni Linda ni Staffan están en casa, y recuerda que Linda dormirá ese fin de semana en casa de una amiga. «¿Y si no es así?», piensa. «¿Por qué no puede ser un amigo? ¿Qué sé yo? ¡Nada!» Se sienta a la mesa de la cocina y empieza a juguetear con su libro de cuentas que, con pocas esperanzas, lleva desde hace unos meses. Pero ¿de qué sirve si el dinero nunca es suficiente? Intenta imaginarse cómo sería no tener que pensar nunca en el dinero, ser dueña de una fábrica siderúrgica, no tener que andar corriendo en medio del polvo como una liebre herida y recibir un salario, que nunca alcanza para nada extraordinario, por las molestias… «La revolución», piensa. «¡Ésa soy yo! La camarada Skoglund, que ni siquiera está segura de cómo se forma y cómo funciona el Parlamento sueco. Que vota a los socialdemócratas porque lo hace la mayoría de sus compañeros, y porque la derecha siempre le ha parecido una de esas historias desagradables que escuchaba cuando era niña…»

Deja a un lado el libro de cuentas y piensa que tiene treinta y cinco años y no sabe casi nada. A través de los periódicos y de la televisión, está expuesta a una constante barrera de fuego de información acerca de un mundo que parece estar en una situación terrible. Pero es lo mismo que le ha pasado hace un rato: ve, pero no oye. ¡Claro! Ella es consciente de que hay personas que se mueren de hambre y mete sus coronas en las distintas huchas que le ofrecen. Sabe que hay refugios nucleares en casi todos los sótanos. Percibe lo que se avecina, los alimentos son cada vez más caros y hay que defender los salarios. El mundo es grande, pero sólo hay uno. ¿Cuándo piensa en ello, cuándo es importante para ella hacer algo? ¡Nunca o casi nunca! ¿Y Staffan y Linda? No, ni una palabra. ¿Y Elna, su madre? Tampoco. ¿Erik? Tiene que retroceder al abuelo Rune. Para él era necesario. Pero ¿y Jacob? ¿O Lasse Nyman? ¿Es ella la que ha abandonado al mundo o ha sido al revés? ¿Quién le ha preguntado a ella, le ha exigido, la ha preparado? Jenny Andersson estaba sentada en su taller sobre los tejados de Örebro y le dijo (en serio, con énfasis) que sus clientes eran gente elegante ¡y pobre de ella si no se comportaba correctamente! En Konstsilke en Borås pretendían obtener pingües beneficios, en Torslanda el Dios Padre estaba sentado limpiándose las uñas en una oficina que apestaba a orín. La única que queda es Liisa. Ella empezó a gritar en Borås hace muchos años y aún no ha perdido la voz. Ella vive en el mundo de una manera diferente a Eivor, como un perro curioso que olfatea constantemente lo que está sucediendo y después examina con mucho cuidado lo que hay ante sus patas delanteras… Pero Liisa es Liisa y Eivor es Eivor, vientos que nunca se encuentran pero se rozan entre sí…

«¿Debe ser así?», piensa ella. La respuesta es obvia: por supuesto que no. ¡Pero ella no tiene tiempo! Sus hijos, después de todo, no son tres excusas, tres coartadas que se alternan. Los pocos momentos que le quedan para sí misma está tan cansada que siente la obligación de dormir. Si tan sólo tuviera tiempo, recobraría las fuerzas, pero sin fuerzas tampoco hay curiosidad. La necesidad de conocer, de involucrarse, está hundida bajo un sinfín de toneladas de esfuerzos que hay que hacer diariamente. ¿Quién puede sentarse y leer el periódico con detenimiento cuando la ropa sucia está tirada por el suelo del baño? «Mi tiempo no ha llegado aún», piensa ella, y escucha el ruido lejano del grupo de borrachos que habitualmente pasan los fines de semana en casa del amable vecino de la derecha. «Tengo treinta y cinco años, tengo tres hijos, y los quiero. Pero me quedan muchos años de vida y, por lo que sé, no es demasiado tarde para casi nada…»

Aunque ya es muy avanzada la noche, llena la bañera de agua y se sumerge. Mira su cuerpo y piensa que no quisiera cambiarlo por ninguno de los que ha visto en las fotos que hay colgadas en el reducido espacio de la fábrica donde come y bebe café…

Cuando Eivor, posteriormente, echaba la vista atrás y reflexionaba sobre ese periodo de su vida, cuando empezó a trabajar en la fábrica siderúrgica y en ésta reinaba un estado casi permanente de guerra total, siempre pensaba que todas las molestias habían valido la pena. El premio, la experiencia, la sensación de haber superado ese límite que siempre había cercenado su capacidad (¡debes conocer tus límites!) sin que en realidad se hubiera preguntado nunca si era verdad; todo eso era un signo de victoria que compensaba de sobra el increíble y duro infierno por el que había tenido que pasar. Aunque al mismo tiempo —ella lo admitía gustosamente—, se estremecía al recordar lo cerca que había estado muchas veces de darse por vencida, de arrojar la toalla y admitir su derrota con la cabeza gacha. Nunca pudo saber del todo qué fue lo que realmente la había empujado a seguir cuando estaba en su peor momento. Es posible, pero sólo posible, que simplemente no pudiera retirarse. Prefería una derrota completa a rendirse cuando aún le quedaban fuerzas para arrastrarse y encerrarse en el cuarto de baño. Pero cree que nunca podrá llegar a explicar por completo cómo se atrevió…

Lo que sucedió fue realmente muy simple y comenzó, tal como ella había sospechado, el primer lunes que llegó al trabajo sin que Ann-Sofi estuviera a su lado como La Guardaespaldas Embarazada. Había dormido mal y salió temprano de casa. Las fábricas siderúrgicas no se diferencian mucho de las demás: hay que llegar lo más tarde posible, sobre todo el lunes por la mañana. Pero no es la primera en llegar, a pesar de que falta más de media hora para que termine el turno anterior. Albin Henriksson lleva ya veinte minutos allí, se ha cambiado de ropa y está preparado. Es un hombre que durante la semana laboral sólo habla del viernes, pero la noche del sábado comienza a preocuparle que la fábrica no siga en su sitio el lunes por la mañana. En su cerebro tiene lugar una constante conspiración: fuerzas siniestras desmantelan la acerería, o deliberan a puerta cerrada si permitir o no a Albin Henriksson que permanezca en su turno de trabajo. Pero todos los lunes por la mañana la fábrica sigue allí, e incluso antes de entrar por la puerta mira con enojo al que está sentado afeitándose en la garita y empieza a detestar los cinco días que tiene por delante. No hay nadie que hable tan a menudo de faltar al trabajo, de ponerse enfermo, pero tampoco hay nadie que haya estado menos días de baja por enfermedad. Ahora que viene Eivor, trota por el pasillo fuera de los vestuarios, como un acusado que está esperando entrar para escuchar su veredicto. Se queda mirándola como si hubiera visto un fantasma. Eivor inclina la cabeza y le da los buenos días con una sonrisa, pero Albin Henriksson no le contesta. La agarra del brazo con sus afilados dedos y le dice que la peste ha llegado también a Borlänge, que el contagio ha avanzado hasta el río Dal, y que lo ha oído esa mañana en las noticias de la radio. Parece inevitable que ha pasado la época en que bastaba con susurrar el nombre Domnarvet en el mundo como un encanto irresistible, una marca reconocida por la calidad adicional de sus productos. Se prevén malos tiempos, augurios de crisis: en la industria siderúrgica se pueden esperar drásticas reducciones de personal si no ocurre nada. Y son precisamente esas últimas palabras, las más vagas en apariencia, las que le dicen a él que esta vez va en serio. Cuando desde la dirección de la empresa se ha gritado que La Larga Noche ha caído sobre la acerería, no se lo ha tomado tan en serio. Siempre se ha utilizado para hacer ruido en las negociaciones y también, a intervalos regulares, para inculcar una buena dosis de preocupación en la población activa. Es lo que le ha enseñado la vida y por lo que esas vagas palabras le producen ansiedad, y quiere decírselo también a Eivor. Ella, que es nueva y sufre ya bastantes quebraderos de cabeza teniendo que hacer frente a lo que esperan de ella, obviamente no puede percibir de forma inmediata la nueva gran amenaza de la que le habla Albin Henriksson. Y, por supuesto, le resulta imposible pensar que corre el riesgo de ser despedida una semana después de empezar. Tal vez en otros países, en otros puestos de trabajo, ¡pero, definitivamente, aquí no! Albin Henriksson parece entender que ella se queda indiferente, y se lanza a por Holmsund, que viene vacilante por el pasillo, con resaca y mareado, despeinado y sin lavar. Él tampoco ha oído nada (¿quién demonios tiene tiempo para escuchar la radio?). Y tampoco quiere oír nada. Él quiere que lo dejen en paz y va a arrancarle las entrañas al reloj que avanza inexorablemente hacia el inicio del turno. Le gruñe a Albin y tropieza en el umbral del vestuario, deseando tener la envidiable capacidad del hermano Lázaro de dormirse profundamente en cuanto dispone de unos segundos libres. Pero él sólo puede dirigirse al baño y tratar de vomitar la escoria que le queda después de la gran fiesta que, por supuesto, hubo que hacer cuando Brage logró ganarle al mismísimo Malmö FF. No fue fácil, pero dime qué torpeza no acaba en gol…

Eivor va a cumplir con sus tareas y Albin Henriksson se enfurece como un agitador que se da cuenta de repente de que nadie entiende lo que está ocurriendo. Por fin tiene a alguien con quien hablar cuando aparece el silencioso Göran Svedberg después de su viaje matutino desde Dala-Järna. En realidad, Göran Svedberg no es de los que dicen una sola palabra innecesaria, pero esa mañana ha oído las noticias mientras estaba sentado con su esposa y su hijo recién nacido en la cocina. Durante el trayecto ha tenido tiempo para pensar que, aunque lleva cinco años trabajando en la fábrica, es muy probable que esté entre los primeros que pueden recibir la fatídica orden: ¡el último empleado es el primero en abandonar el barco! Ahí está el mar, vamos… Por supuesto, no hay que exagerar, piensa. Las noticias son siempre muy alarmantes, especialmente por las mañanas, como si hubiera que asustar al pueblo sueco. No hay nada decidido, sólo avisos, y en este sector tiene que haber gente suficiente para devolver el golpe. Se lo dice también a Albin Henriksson y no sabe si intenta calmarse a sí mismo o a su compañero. Macadam y Lázaro llegan en el último minuto, mientras el turno saliente tiene prisa por cambiarse de ropa, así que se forma un lío tremendo. Los únicos que se oyen por encima del murmullo y las palabrotas son Holmsund y Macadam, que están peleándose porque Holmsund afirma haber visto a Macadam borracho y perdido en algún sitio el pasado fin de semana…

Cuando Eivor se sentó luego en la grúa, sudorosa y con el corazón latiéndole con fuerza, intentando hacerlo todo bien, obviamente no se dio cuenta de que los hombres que estaban en el suelo vociferaban entre sí. Ella tenía suficiente con manejar sus palancas, elegir la correcta en el último momento y luego maniobrar con suavidad, y, sobre todo, lo más despacio posible, a fin de evitar que la grúa puente se le escapara. Le sorprendía que los leves movimientos que hacía con sus palancas pudieran tener tanto efecto. Las colosales planchas de acero recién moldeadas y humeantes comenzaban a moverse colgadas de sus cadenas cuando tiraba de una de las palancas hacia ella. Tenía la sensación de que su jaula era como la cabina de mandos de un avión, ¿y qué piloto tiene tiempo para pensar en algo más que no sean los mandos? Cuando después vino el descanso y ella bajó y se unió a los demás, que estaban sentados en el reducido espacio que tenían para sus comidas y pausas para el café, no oyó una sola palabra al respecto, porque todos eran ya conscientes de la amenaza y nadie se atrevía a hablar de ello. Era demasiado pronto, además era lunes, pero, sobre todo, daba demasiado miedo. Es mejor decir estupideces y fingir que no ha sucedido nada. Ya llegará el momento de las previsibles disputas…

Por lo tanto, transcurren unos días antes de que Eivor comience a sospechar que la preocupación ya se ha extendido por toda la fábrica, pero ella ya tiene suficiente con no dar a sus compañeros motivos para el sarcasmo. Si comete el más mínimo error, es porque no presta la suficiente atención, le dicen en cuanto hay una pausa, y el mensaje es bastante claro: las mujeres son torpes… A la Lundmark tuvimos que domesticarla, pero como agradecimiento se quedó preñada.

Durante la primera pausa para el café de ese primer lunes, ella se convierte también de forma inesperada, sin quererlo ni saberlo, en el blanco de todas las críticas. En vez de pensar en los muchos accidentes que obviamente puede reservarles el futuro, la emprenden con la nueva y empiezan a ver cómo lo hace. Macadam pregunta por qué tardó tanto en darle la vuelta a una plancha que iba torcida. Janne Holmsund está sentado riéndose en una esquina pensando que una resaca se pasa, pero la torpeza no. Eivor contesta lo que piensa, que no ha sido lenta en absoluto, pero Macadam dice con un envolvente gesto que ha sido demasiado lenta y que no pueden permitirse tener gente perezosa. Eivor va a contestar, pero Albin Henriksson la interrumpe y señala a Lázaro, que se ha dormido con la barbilla apoyada en la mano. A continuación, entran en una discusión acerca de si el durmiente es una especie de pionero. Él ya ha comprado el nuevo milagro llamado vídeo, y puede sentarse en su habitación y ver películas porno en el televisor. Ese monstruo de la técnica es evidentemente algo que contiene un sinfín de posibilidades. Sólo la idea de que sea posible grabar la emisión de programas normales es fantástica. Que puedas sentarte frente al televisor toda la noche e incluso por la mañana temprano si hace falta, y ver una y otra vez todos los goles que se han metido en un partido de hockey sobre hielo, sin tener que estar nervioso por lo que vaya a suceder… Pero es todavía tan nuevo que no acaban de entender cómo Lázaro, que en general es endiabladamente tacaño, se ha atrevido a invertir tantos billetes de mil (¿de dónde saldrán?) en semejante aparato. No pueden pedirle que conteste, ¡está durmiendo!

Durante el descanso largo del lunes, más o menos a mitad del turno, Eivor se arma de valor y pregunta si realmente es necesario que haya un montón de fotos eróticas en las paredes. (Incluso Liisa comenta a menudo que atreverse a decirlo el primer día es una de las cosas más impresionantes que ha hecho.) Se encuentra con un pacto de silencio, sus palabras llegan de modo tan inesperado que hasta Lázaro se despierta de golpe. Eivor señala a una negra con abultadas formas y abierta de piernas, que está colgada enfrente de ella, y dice que no le parece especialmente divertido tener que sentarse y mirar eso cuando toma café. No recibe ninguna respuesta, sólo un coro de gemidos, gruñidos, chasquidos, y una hostilidad pesada, muda. Entonces comete el error de creer que sus palabras, a pesar de todo, han tenido éxito y que el silencio es básicamente una expresión de vergüenza, que tal vez incluso ha sido premeditado. Pero al día siguiente, cuando ella regresa al comedor por la mañana, se da cuenta de lo equivocada que estaba. Las paredes están llenas de fotos de arriba abajo. Alguien ha pegado incluso una foto de un gran pene en el asiento de la silla que le han asignado a ella. No solamente hay más fotos, sino que además son más groseras, y la peor de todas (un hombre gordo en una cama, atendido por dos chicas muy jóvenes de piel oscura) está en la pared donde ella tiene que fijar la vista si no quiere quedarse mirando al techo. Al parecer, alguien ha tenido también la suerte de encontrar una foto de: «Eivor, 19 años, de Strömsnäsbruk. Intereses: chicos y ropa», sacada de las páginas centrales de un periódico. Ella se asusta al cruzar el umbral y nota que está sonrojándose. Cuando ve la imagen en el asiento, se da cuenta de que ellos tienen las de ganar. No va a poder con eso. Ella sola no. Pero, a pesar de que lo que desearía es salir corriendo de la habitación, hay algo que la retiene. Hay algo que le dice que si no se queda, habrá perdido la batalla antes de tiempo. Entonces nunca será capaz de resistir, y hay muchas probabilidades de que termine como Ann-Sofi Lundmark, muda, domesticada y castigada a la sumisión. Se sienta como si no pasara nada, lo que por supuesto también es una forma de derrota. Pero ¿qué va a decir? Al levantar la vista ve varias sonrisas burlonas, de satisfacción. Con la posible excepción de Göran Svedberg, y quizá también Albin Henriksson, cuya sonrisa parece poco natural y forzada. Pero los demás… Al final del descanso llega la confrontación. Macadam le pregunta si está cómoda en el asiento, y ella se da la vuelta tan furiosa que se ruboriza al decirle que la deje en paz, que pueden irse al infierno con sus fotos.

—Hay que tener algo bonito donde recrear la vista —contesta Makadam en clara alusión a que Eivor no puede sustituir las fotos.

—Cerdos asquerosos —grita Eivor saliendo precipitadamente.

Durante el resto del día no hay más comentarios. Pero Eivor se siente torpe e insegura en la grúa, ve cómo sus compañeros sacuden la cabeza todo el rato y escucha un coro de ángeles negros gimiéndole al oído. Se le saltan las lágrimas varias veces y maldice y refunfuña en soledad dentro de la cabina. Las pausas para comer son una agonía prolongada, tiene que obligarse a entrar, a sentarse y a sacar su fiambrera. Cuando termina la jornada y por fin puede dejar el trabajo, lo hace con la idea de no volver. Al menos mientras tenga que rodearse de esos… Y mientras haya personas en las residencias de ancianos que le sonrían e intenten agarrar sus manos sólo para sentir que están vivos…

Por la tarde va a la esquina de las calles Smidesgatan y Mästargatan, donde vive Liisa. Pero en la casa sólo encuentra a su hijo, Arvo, que no sabe dónde está su madre. Está fuera, pero no sabe dónde. Cuando Eivor vuelve a salir a la calle, decide dar un paseo. Va andando por la calle Tunavägen, hacia Åselsby, y piensa que aunque ahora trabajan en el mismo sitio, no ha cambiado nada, pues no coinciden nunca, ni siquiera en el cambio de turno. Es más, Liisa trabaja en el departamento contiguo, y cuando Eivor —el primer día— le describió por teléfono a sus compañeros de trabajo, Liisa le respondió que sabía quiénes eran, pero que no los conocía. Pero ahora tendría que hablar con Liisa, preguntarle qué debe hacer. (¿Qué ha sucedido en otros departamentos? ¿Es posible que sólo haya fotos pornográficas en la sala donde ella come? Liisa probablemente las quitaría sin más, pero ya que son dos personas distintas, necesita su consejo.) Piensa que sólo ha saludado apresuradamente a las otras mujeres que trabajan en la misma grúa que ella. Pero ¿qué dicen ellas de las fotos pornográficas? ¿Podrían hacer algo poniéndose de acuerdo las tres? El frío arrecia, pero ella sigue caminando. Sin embargo, aún está tan impresionada por lo de ese día (además de enfadada por haber cometido demasiados errores en la grúa) que sabe que no va a dormir, a menos que se canse de andar.

Llega a una zona industrial y está a punto de dar la vuelta cuando de repente frena un coche a su lado. Ella se pone en guardia de inmediato, mirando al conductor con expresión de rechazo. Pero entonces ve que es un coche de una empresa de seguridad, y cuando el conductor baja el cristal de la ventanilla, reconoce al hombre que estaba unas semanas antes en el circuito de carreras de trotones de Romme.

Inician una conversación a tientas, sin saber muy bien por qué. No se conocen. Eivor ni siquiera sabe su nombre, y no ha pensado en él desde que se vieron en el hipódromo. De pronto, ella tiene la sensación de retroceder quince años en el tiempo, a la plaza Sur, en Borås, y al interminable coqueteo. A los paseos arriba y abajo junto al río Viskan, a los coches que frenan, y se ve a sí misma inclinándose a mirar mientras se pregunta: ¿me atrevo o no me atrevo a entrar en este coche? Pero ahora se encuentra en Borlänge, en el año 1977, y el hombre con el que habla lleva uniforme, es un vigilante nocturno, un soldado de los ejércitos de la nueva noche urbana, y él le dice que su lugar de trabajo son las oficinas, tanto municipales como industriales. Oscuros pasillos desiertos… Si encuentra a una persona en esos espacios silenciosos, es como si se enfrentara a un enemigo… Él le pregunta a Eivor qué hace, y ella le confiesa la verdad, que está tratando de andar hasta cansarse, que estaba a punto de dar la vuelta y regresar a casa. Él pregunta dónde vive y si puede llevarla a su casa. Ella asiente con la cabeza (¡hace frío!) y se sienta junto a él. Él le dice que en realidad no está permitido, pero… ¡qué diablos! En el coche el ambiente es cálido, la música es suave y ella hubiera deseado que la llevara fuera de Borlänge, por caminos sin fin, rodeados de bosques igualmente interminables. Pero la calle Hejargatan está cerca y él detiene el coche frente a la puerta del bloque de apartamentos. Algo avergonzada, Eivor le dice que no recuerda su nombre, y él se ríe al contestarle. Peo, Peo de Per-Olof. Ella se baja del coche, le da las buenas noches y deja que se cierre la puerta. Luego va hacia su casa y oye que el coche sigue su camino.

Al día siguiente, cuando Eivor, después de trabajar, estaba cenando junto a sus tres hijos, cosa que no era habitual, sonó el teléfono y Linda, que fue corriendo a responder, volvió diciendo: «Es para ti, mamá», y Eivor vuelve a ver ese brillo de sospecha en sus ojos. Era el vigilante nocturno que quería preguntarle si le gustaría salir con él alguna tarde, «pero sólo si le apetece». Su primer impulso es decir que no, con amabilidad pero con firmeza: no, no tiene tiempo (le resulta extraño decir que no quiere. Ninguna mujer con dignidad lo dice, a menos que él estuviera rasgándole la ropa. No querer sólo está relacionado con eso. Es lo que ha aprendido). Pero ella dice que sí, un sí convincente, y acuerdan que él volverá a llamar el sábado por la mañana, y ya verán… Linda y Staffan la someten a un interrogatorio y a ella le molesta tanto el bullicio que se ha formado en la mesa que les cuenta cómo están las cosas: es un vigilante nocturno llamado Peo con el que va a salir, puede que con regularidad. Su repentina declaración es tan inesperada que Linda y Staffan se quedan realmente en silencio. Elin parece tan asustada que Eivor se ve obligada a dedicarle una gran sonrisa y alborotarle el pelo. Después de la cena, Staffan recoge deprisa los platos y los cubiertos y se prepara para salir enseguida. Mira con timidez y Eivor no sabe si se debe a que tiene mala conciencia, tal vez incluso sentimientos de vergüenza. En un intento inútil de mostrarle afecto, le acaricia una mano sutilmente. Si pudiera expresarle a él en un lenguaje secreto que los zapatos de tacón y su sesión en el cuarto de baño no es algo que le importe, que su afecto por él no ha disminuido

Pero él y su mano ya se han ido. Sólo queda una camiseta con un gran agujero en una de las mangas…

Sin querer, siente una agradable emoción cuando piensa que va a ver de nuevo a Peo, el vigilante nocturno. En pura defensa propia hace una mueca preguntándose si está realmente tan necesitada como para aceptar la primera invitación que le hacen, pero no puede engañarse pensando que ése es el caso. Él parece agradable, tímido de un modo casi cómico, y levantó a Elin de una manera especial. No tiene ninguna expectativa, no quiere ni pensar en ello. Soñar con un hombre le queda tan sumamente lejos que duda que pueda hacerlo. Además todavía está aterrada por las fotos porno. El segundo día había algunas menos, Eivor lo vio, pero decidió no hacer más tonterías hasta que estuviera segura de que no iba a empezar a temblar en la grúa si se enfadaba. ¡Cada cosa a su tiempo! Primero la cabina que se desliza por debajo del techo, luego las fotos del comedor, luego… Sí, luego lo que tenga que venir. Pero el jueves (las fotos siguen aún ahí) Katarina Björk, una chica delgada de Aspeboda que se encarga de la grúa en el turno anterior al de Eivor, se queda rezagada en el vestuario y Eivor percibe que tiene ganas de hablar. Le pregunta a Eivor cómo le van las cosas y ella se lo cuenta: se siente un poco insegura, pero no van tan mal como para quedarse sentada sin subir o para que la hayan obligado a bajarse. Katarina Björk la escucha con atención, y Eivor se pregunta cómo una mujer de aspecto tan frágil puede dominar a los hombres de su turno. Pero no llegan tan lejos, la confianza no puede establecerse de inmediato. Cuando Katarina Björk se acerca a la puerta y se despide de ella, Eivor está segura de que la próxima vez podrá sincerarse con ella. Y así ocurre, y después de unos días logra ponerse en contacto con Mari Velander, quien toma el relevo cuando Eivor se marcha a casa. Tiene cuarenta y dos años, es de complexión gruesa, y a Eivor le recuerda a una actriz que ha visto en las viejas películas suecas que ponen en la televisión. Se acuerda incluso del nombre, Bullan Weijden o algo parecido, y enseguida se siente bien en compañía de ella. Aparte de su aspecto físico, le recuerda a Liisa. La misma forma directa de acercarse. ¡Sin ningún rodeo! Mari Velander le comenta que piensa quitar las fotos porno, si no lo hace Eivor. Pero antes de que a ésta le dé tiempo de responder, se lo piensa mejor y rectifica: No, lo hará ella, ya que los hombres no la soportan. Sabe que a Eivor le ha tocado el peor turno, y aunque varios hombres de su grupo se burlan de las fotos, ninguno de ellos se atreve a nadar contracorriente… No le ha importado mientras había una o dos fotos… ¡Los hombres son tan pueriles! Pero ahora se han pasado. ¿No crees? Eivor asiente entusiasmada sintiendo un gran agradecimiento en su interior: no es la única a la que le molestan las imágenes que cuelgan ante sus ojos. ¡Quizá sea posible eliminarlas! ¡Incluso sin implicar a Liisa! Son mundos extraños… Sale a toda velocidad y tropieza con Lázaro en la puerta de la entrada principal. Ella no hace el más mínimo esfuerzo para evitar chocar con él…

Durante la guerra abierta que estalla a continuación a favor y en contra de las fotos porno, Eivor vuelve a recordar que los cambios se producen de modo gradual e imperceptible. La batalla es dura, hasta que un día se les ocurre algo que se convierte en el punto de inflexión, y la Banda de las Operarias de Grúa se abre camino, introduciéndose en las líneas enemigas con sólo algunos fallos en la lucha cuerpo a cuerpo. Mari Velander quitó las fotos un día. Pero al día siguiente las paredes volvieron a estar llenas, y entonces Eivor también empezó a quitarlas (más tarde se unió incluso Katarina Björk, para completar la Banda), y la cosa fue tan lejos que Holmsund, un día de resaca, le dio una bofetada, y ella le gritó dos veces seguidas que era un cerdo. Por supuesto, se produjo un gran revuelo, incluso Göran Svedberg se molestó y les dijo que se calmaran. Pero Macadam y Lázaro (no muy convencidos) tomaron partido por Holmsund y dijeron que a Eivor debería importarle un comino lo que ellos pusieran en las paredes. Albin Henriksson chasqueó la lengua repitiendo, en un monólogo interminable, que «nunca había visto nada igual… Era como en Texas… Pero ¿no le parecía a Eivor, después de todo, que algunas de las chicas tenían un cuerpo bonito?». Por supuesto, no ocurría durante todas las pausas, al fin y al cabo había un trabajo que hacer y los descansos eran necesarios para su propósito: comida y descanso. Las fotos en las paredes, según le parecía a Eivor (Mari Velander se lo confirmó), eran sólo una pequeña parte de los derechos que querían mantener los hombres. Más dolorosos aún eran los comentarios y las bromas sobre sus errores en la grúa, su ropa, las insinuaciones y alusiones al sexo, al deseo sexual constante de las mujeres. Los continuos enfrentamientos, la falta de afinidad con los que comparten tu turno. Mari Velander (e incluso Liisa, que se une a la Banda en cuanto oye hablar de la pelea) entendió bien a qué se refería, pero también dijo que era cuestión de tiempo. La industria siderúrgica había sido un mundo de hombres durante miles de años, ahora ellos estaban asustados y frustrados, y la falta de madurez, como es sabido, se quita poco a poco.

Fueron momentos de indecisión para Eivor. A veces no podía más y lloraba sentada en la grúa. En una ocasión estuvo a punto de presentar su renuncia en la oficina de personal. Pero estaba la Banda y siempre decidía resistir un día más… También fue en esas breves reuniones que hacían en los cambios de turno donde Eivor se dio cuenta de que llegaban tiempos sombríos e inviernos peliagudos a la fábrica. Ella escuchó y preguntó, consiguiendo por sí misma una explicación a la Crisis, y un día sintió que también le concernía a ella. Su primera reacción fue, sin duda, una misteriosa gratitud por ser partícipe, aunque fuera en un sector seriamente afectado por la crisis económica, por no quedarse al margen. Poco a poco empezó a entender por qué sucedían las cosas así (y, sobre todo, por qué eran siempre las mujeres las más afectadas: tienen hombres que pueden mantenerlas en vez de ir ellas y asumir el trabajo de un hombre. Pueden volver a casa y encargarse de los hijos y, eventualmente, tener más niños. Ellas siempre tienen algo que hacer. Sin embargo, un hombre desempleado que va de un lado a otro durante la noche…). Cuando ella asiste a su primera reunión sindical para informarse más a fondo acerca de los problemas del trabajo, le asombra comprobar que entiende realmente lo que allí dicen. Cuando poco a poco empezaron a ver que la fábrica se había librado del horror en esa ocasión (la gran lluvia de granadas llegaría después), Eivor sintió que, por primera vez en su vida, formaba parte de una realidad que ella entendía. Pero esa época también estaba dominada por la indecisión a causa del vigilante nocturno Peo, quien llamó, tal como había dicho, el sábado por la mañana. Eivor aún estaba durmiendo (Linda esperaba también una llamada telefónica y cogió el teléfono) y cuando levantó el auricular después de haber sido despertada por Linda, tenía tanto sueño que le pidió que la llamara una hora más tarde. (¿Y él?, pensó mientras estaba en el cuarto de baño, ¿cuándo dormía él, puesto que trabajaba de noche…?)

Fueron a Falun en su coche y él la invitó a cenar en una pizzería que estaba junto a una plaza donde había una estatua de Engelbrekt. Después dieron un paseo por la ciudad —subieron hasta los montones de escoria que había junto a la mina—, buscaron la casa donde Peo había oído que Ernst Rolf vivió una vez, y finalmente volvieron a Borlänge. En general, a Eivor todo eso le resultó poco emocionante (de hecho le llevó tiempo sentir un mínimo de atracción hacia él como hombre), pero siguieron saliendo juntos, tenían cosas en común y empezaron a disfrutar de la mutua compañía. Peo, que había nacido en Dalarna, tenía treinta y dos años, como Eivor había adivinado en la pista de trotones. (También les llevó mucho tiempo que ella aprendiera los intrincados misterios del deporte de las carreras de trotones.) Él vivía en un pequeño apartamento en la calle Ambergsvägen, justo donde el río Dal forma un recodo. Estaba soltero y era vigilante nocturno desde que terminó el servicio militar en Skövde. Cuando Eivor —un mes después de conocerse— trató de resumir lo que sabía acerca de los intereses de él, llegó a un resultado bastante sorprendente: ¡los trotones y buscar setas! Pero por entonces se había establecido una leve corriente emocional entre ellos, y cuando al final ambos se dieron cuenta de que estaban enamorados (corría diciembre y en Borlänge nevaba sin cesar), Eivor había entendido también que, bajo el anorak azul oscuro que por las noches se transformaba en el uniforme verde oscuro de vigilante nocturno, se escondían muchos sueños, sentimientos y pensamientos. En esa época, Eivor le permitía también que fuera a visitarla a su casa, y los niños, que estaban sobre aviso, le habían dado su aprobación y no tuvo que soportar protestas ni enfados. Pero se preguntaba cómo habrían reaccionado si él hubiera salido del dormitorio y se hubiera sentado a la mesa del desayuno. Eivor se cuestionaba con frecuencia cómo había podido aguantar tanto —¡años!— sin acostarse con un hombre. Tuvo muchas relaciones frustradas durante los años en Gotemburgo (con la excepción de Bogdan, que desapareció precipitadamente), y fue tal su decepción que había bajado el telón tratando de convencerse de que el espectáculo había terminado. Pero cuando sintió atracción por su tímido vigilante nocturno y el deseo volvió a encenderse, por primera vez en su vida tuvo ganas de tomar la iniciativa si él no se decidía a hacerlo.

Una tarde, cuando faltaban unos catorce días para Navidad, a Eivor se le ocurrió una idea descabellada. Había dejado la bicicleta e iba abriéndose camino en la tormenta de nieve para llegar a casa después del trabajo. Iba pensando que estaba cansadísima de las constantes alusiones sexuales y soeces cuando, de repente, se preguntó cómo reaccionarían si ella un día pusiera fotos de hombres desnudos en las paredes del comedor. ¿Cómo serían recibidas? «Tener algo bonito donde recrear la vista…» Primero rechazó la idea, pero no pudo quitársela de la cabeza y, antes de dormirse por la noche, había decidido por un lado seguir su impulso, y, por el otro, hacerlo sola. Al final le asaltaron dudas. Se dio cuenta de que todavía sentía la necesidad de demostrar que podía valerse por sí misma. Pero ¿no era aún más importante que reuniera a toda la Banda de las operarias de grúa? Tal vez era completamente desquiciado lo que estaba pensando. ¿Podía realmente prever las consecuencias?

Cuando le contó a Mari Velander todo lo que se le había ocurrido, jamás podrá olvidar la risa de aprobación que salió de su garganta. Hazlo, respondió. ¡Hazlo!

Presa de ese ánimo, fue a una tienda de tabaco que no se hallaba demasiado lejos del trabajo y compró una revista (le parece recordar que se llamaba Stopp), que mostraba a una rubia vestida de cuero sentada a horcajadas sobre una moto. Por la noche se puso a buscar anuncios para homosexuales masculinos («¿o por qué no para mujeres?», pensó) y al día siguiente envió su solicitud por correo. El paquete llegó con la prometida discreción antes de que hubiera transcurrido una semana, y Eivor se encerró en su dormitorio por la tarde. Después de pasar las hojas de las revistas con cierto desagrado, empezó a cortar una foto tras otra. Cuando terminó, la colcha estaba cubierta de imágenes extrañas, y trató de imaginar cómo reaccionaría por ejemplo Linda si apareciera por la puerta.

Al día siguiente puso el despertador media hora antes de lo habitual y, como además sólo tomó un café para desayunar, llegó al trabajo más de media hora antes que de costumbre. El guardia que estaba en la puerta la miró con recelo como si ella no perteneciera allí, pero ella pasó rauda por su lado, con la esperanza de que Albin Henriksson no hubiera llegado aún. Pero el comedor estaba vacío, y después de quitar de la pared las fotos de mujeres desnudas, empezó a pegar las suyas. Ella lo había preparado bien y sabía exactamente qué foto quedaría frente a los ojos de Holmsund, cuál sería la más apropiada para Macadam… Todo el tiempo estaba pendiente de la puerta, por si Albin Henriksson aparecía por algún motivo. Pero no llegó nadie, ella lo dejó todo preparado y sólo echó un vistazo para contemplar su obra antes de dirigirse rápidamente al vestuario.

Por supuesto, se formó un gran alboroto cuando llegó el primer descanso y el turno fue corriendo al comedor. Eivor había decidido sacar el máximo partido a la reacción y, cuando vio que se aproximaba la hora, se bajó de la grúa pocos minutos antes de lo habitual. La consternación que luego tuvo el placer de ver fue mayor, si cabe, de lo que había esperado. Estaban ahí de pie, con las barbillas caídas, y por primera vez en su vida Eivor se dio cuenta de que es posible no creer lo que ven tus ojos. Se sentó en su silla y los miró divertida (¡también estaba nerviosa, por supuesto!) mientras desenroscaba la tapa de su termo. Fue Lázaro quien rompió el silencio. Empezó a mirarla a ella, a las fotos, a ella de nuevo, como si fuera testigo de un homicidio o de un maltrato.

—Qué demonios —dijo él—. Qué demonios… ¿Quién demonios ha puesto eso ahí?

Sólo había una respuesta, y Eivor estaba preparada.

—Hay que tener algo bonito donde recrear la vista —contestó ella—. No hay mucho más donde elegir…

—Sí, pero —ahora era el turno de Holmsund—. ¡Eso es asqueroso! Quita esa mierda…

—¿No es guapo ese de ahí? —dijo Eivor señalando una de las fotos.

—¿Guapo? Joder…

Y luego Holmsund, Makadam y Lázaro quitaron las fotos. Sólo Albin Henriksson se quedó inmóvil, chasqueando la lengua y mascullando que nunca había visto

Arrancaron las imágenes con tanta furia que Eivor pensó por un momento que alguno de ellos iba a emprenderla con ella también. Decir que habían sido humillados no era suficiente, el golpe que Eivor les había dado fue un insulto dirigido a cada uno de ellos, tanto individual como colectivamente. Pero cuando las fotos quedaron en el suelo, rotas y amontonadas, nadie dijo nada. Todos parecían absortos en su taza de café, como si ocultara el secreto más sorprendente. Al día siguiente, Eivor lo repitió todo de nuevo, la única diferencia fue que puso menos fotos. El material no era ilimitado, y nadie sabía cuánto tiempo duraría la batalla. Por entonces ya se había extendido el rumor por todos los departamentos. Era una batalla que no dejaba a nadie indiferente, pero sólo las mujeres hablaban de ello. Para los trabajadores implicados se trataba de una intrusión tan grave en sus derechos y libertades que simplemente no había respuesta. Lo único que ocurrió fue que las chicas (Eivor había repartido los recortes) seguían poniendo sus fotos con determinación y firmeza y los hombres las seguían quitando. Continuaron así casi dos semanas. Faltaban pocos días para Navidad cuando se calmó la batalla y se puso la última foto para quitarla después. La callada Katarina Björk había sugerido que un día podrían intentar colocar algunos carteles de la vida de los animales en el bosque, que ella tenía en casa. ¿Se quedarían allí? ¿Volvería el desnudo femenino? (Eivor había escuchado su propuesta y había sentido una gran calidez interior al ser consciente del valor que había necesitado Katarina Björk para atreverse a balbucear su propuesta. Era algo que ella conocía de antes…) Pero nadie quitó esos carteles, ni tampoco pusieron nuevas fotos pornográficas.

Una mañana, después de unos días de prudente silencio, Albin Henriksson empezó a comentar una foto de un zorro y contó una historia de caza inverosímil en la que afirmó haber estado involucrado. En ese momento, Eivor empezó a creer que, después de todo, tal vez lo había logrado. Que nunca hablaran de ello era una cosa, pero ¡ahora empezaban a hablar de algo distinto! ¡Era fundamental! A pesar de que ella y las otras operarias de la grúa tuvieran que seguir soportando sarcasmos y alusiones, parecía que algo se había suavizado, no eran tan evidentes ni tan groseros. A veces, cuando se reunían en el vestuario de mujeres, hablaban de ello, y Mari Velander argumentó que «los muchachos se habían asustado un poco». Al mismo tiempo les advirtió que no esperaran que las fotos antiguas habían desaparecido para siempre. Podía ser que las pusieran de nuevo, y entonces era cuestión de volver a la carga. Pero era diferente, y Eivor comenzó a sentirse bien en el nuevo ambiente de trabajo. Había notado que cada vez la molestaban menos por sus fallos al frente de la grúa, y empezó a crecer en la dura Comunidad de su turno. Detrás de todas las actitudes tensas y desdeñosas había algo que le gustaba de Holmsund y de los otros.

Cuando se habló del problema en Domnarvet, sobre todo de las negras expectativas que se le venían encima, nadie la interrumpió cuando preguntó, ni tampoco se dieron la vuelta quejándose ostentosamente cuando hizo algún comentario o expresó una opinión. La idea de volver a la residencia de ancianos fue quedándose atrás. Después de todo, la vida estaba ahí, al menos mientras fuera joven. Claro que podía echar en falta las manos de los ancianos, la inmovilidad, pero no era eso lo que necesitaba en ese momento. En la fábrica, cada día era un desafío nuevo para ella, y ahora, unos días antes de Navidad, pensaba que nunca en su vida se había sentido tan bien en un lugar de trabajo. ¡Ahí estaba y ahí quería quedarse! Era como si pudiera realizar con facilidad todo lo que antes no se atrevía a hacer, y también le pareció notar que a los niños les favoreció su buen humor. Fueron muchas las cosas que ocurrieron durante esa época y ella se despertaba cada mañana con unas ganas enormes de vivirlas.

Pero, en medio de esa época acelerada, el teléfono de Eivor sonó de repente un sábado por la tarde, y durante la conversación que siguió volvió a recordar que ninguna situación se domina del todo. La vida es una ciénaga en la que no hay nada seguro, nada es inmutable. Ella había pensado a veces que era imposible permanecer inmóvil en un mundo cambiante. Pero ¿no era ése el error que cometía mucha gente? ¿Aferrarse a la primera pareja que encontraba o al primer trabajo que le parecía seguro momentáneamente, y olvidarse luego de que el fondo de barro está siempre en movimiento? ¿No pensaba ella misma así, mientras estuvo casada con Jacob y por la noche dormía convencida de que siempre sería feliz? Cuando contestó al teléfono ese sábado por la tarde (estaba convencida de que era Peo, porque esperaba que la llamara), se sorprendió al oír la voz de Elna, su madre, desde Lomma. Habían transcurrido varios meses desde la última vez que habían hablado. Normalmente, Eivor se habría preocupado y la habría llamado, pero durante esos meses tan intensos que había pasado no había tenido tiempo para hacerlo.

Ahora escuchaba la voz algo áspera de Elna. Pero no era sólo la voz. Eivor se dio cuenta de inmediato de que algo había sucedido. Contuvo la respiración mientras Elna, lentamente, iba acercándose y preguntaba cómo estaban, si había mucha nieve…

Eivor la interrumpió y le preguntó directamente si había ocurrido algo. Al principio, Elna no contestó, luego le dijo que la fábrica Eternit iba a cerrar. Tanto ella como Erik habían sido despedidos, todo iba a desaparecer. Habían dejado en la calle a trescientos cincuenta empleados. Cuando Eivor reflexionó, le preguntó que por qué, y Elna le contestó la verdad, que nadie lo sabía. La dirección sólo había comunicado que los beneficios eran tan bajos que la empresa no podía soportar la nueva reducción de los niveles de amianto que había previsto la Dirección Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo. (Eivor sabía que se sospechaba que el amianto era peligroso, pero desconocía por completo las reducciones de las que Elna hablaba.) Lo único que se le ocurrió preguntar fue cuándo iba a ocurrir. Elna dijo que no lo sabía, ¡no lo sabía nadie! Ni tampoco qué harían si cerraba Eternit. En Lomma no había trabajo para trescientos cincuenta trabajadores. Y qué iban a hacer ellos con la casa…

Hablaron durante casi una hora (¡mientras Peo esperaba congelándose en una cabina telefónica!, según comentó después), y, en un momento dado, Elna se puso a llorar. Sin saber por qué, Eivor estaba segura de que su madre se sentía sola en casa, y se la imaginaba sentada en el taburete junto al estante del teléfono. No supo qué decirle, pensaba que lo mejor que podía hacer en ese momento era escuchar.

El lamento de abandono que le llegó no parecía tener ningún lado bueno. Cuando le preguntó cómo se lo había tomado Erik, qué pensaba él, Elna dijo algo que ella no logró entender, pero no se molestó en volver a preguntárselo. Lo único que dijo —y ella percibió lo poco convincente que sonaba— fue que estar cerca de Malmö implicaba, después de todo, tener algunas oportunidades. Pero ella lo sabía, había entendido muchas cosas durante los intensos meses que llevaba en la fábrica: que el conjunto de la industria sueca se tambaleaba. Ni siquiera los viejos buques insignia se libraban y, aparentemente, sólo los políticos podían hacer vagas promesas al respecto cada cierto tiempo. Cuando acabó la llamada y Eivor colgó, no tenía nada claro. Sólo vio un gran vacío ante sí en el cual su madre estaba sentada en una silla y mirando directamente a la atmósfera. No logró llegar más allá porque Peo consiguió comunicarse por fin y decidieron que él iría a su casa unas horas después.

Iniciaron su relación por Año Nuevo. La primera vez que se acostaron juntos fue la noche de Fin de Año, después de haber estado en una fiesta con unos amigos de Peo. Ella estaba algo borracha cuando fue al apartamento de él en la calle Ambergsvägen, pero no hasta el punto de no saber lo que hacía. Elin estaba en casa de la señora Solstad, Linda iba a dormir en casa de una amiga y Staffan se había ido con sus amigos a una casa de campo en Idrefjällen y no volvería hasta el 3 de enero. Cuando se acostó en la cama de él, realmente sólo quería estar a su lado y sentir su calor corporal. Sabía que acostarse con él cuando ella había bebido tanto vino sería un fracaso, y tenía miedo de que eso le afectara más adelante. Pero cuando él se acercó, no dijo nada, y aunque no hubo un gran intercambio, tampoco le resultó desagradable. Ella durmió con él encima de ella y dentro de ella, pensando que era muy raro que no se preocupara por Staffan y Linda…

Al día siguiente él le dijo que la amaba (mirando al suelo en silencio) y le preguntó si podían casarse. Para Eivor fue tan rápido que se rió de él como si estuviera bromeando. Pero al ver su reacción se dio cuenta de que hablaba en serio, y entonces comenzó inmediatamente a defenderse. Claro que le gustaba, ¿no se había dado cuenta?, ¿no habían dormido en la misma cama la noche anterior? Pero vivir juntos y, más aún, casarse… No, eso era… Era demasiado grande y demasiado pronto. Especialmente por la mañana tan temprano. Ella regresó a casa tan rápido como pudo, fue a por Elin a casa de la señora Solstad, quien le informó de que la policía había estado poniendo orden en la casa de Arvid Andersson durante la noche, y que se había desencadenado una pelea. Eivor podía ver en las escaleras las astillas de madera de la puerta del vecino esparcidas por el suelo de piedra…

¿Casarse? ¿Irse a vivir juntos? Cielo santo, si casi no se conocían… Pero él lo decía en serio… Ella decidió con severidad que los hombres eran seres misteriosos. Nunca los entendería. Ella le había contado a él cómo se sentía en el trabajo. Que el trabajo era lo más importante para ella ahora que sus hijos empezaban a arreglárselas solos. Él tenía que entender que un nuevo matrimonio era algo inimaginable para Eivor. A ella le gustaría estar con él, más de lo que habían estado hasta ahora si fuera posible. Pero ¿casarse? ¿Vivir juntos? No, nunca…

Y en ese momento desechó la idea. La próxima vez que lo viera se lo diría también a él, y si no estuviera de acuerdo, ella no se rendiría. Prefería sentir la pérdida (¡estaba segura de que lo echaría de menos!) y sabía lo que era la soledad que vivió en el pasado. Pero ahora nada iba a detenerla de nuevo. ¡Nada! Si no se hubiera sentido tan cansada y tan mal por la resaca el día de Año Nuevo, probablemente se hubiera dado cuenta entonces de que nada era tan sencillo como ella se empeñaba en creer. La idea de que pudiera alejarse de ella si no quería irse a vivir con él le haría reflexionar, le preocuparía sin duda. Pasaron unos días, y el miércoles siguiente fueron al cine y luego a cenar a un restaurante chino. Cuando él repitió lo que le había dicho, ella se dio cuenta de que estaba asustada. De repente comprendió que él, de modo casi imperceptible, se había convertido en un elemento importante para que ella pudiera trabajar. Para hacer frente a la vida. Para tener a alguien con quien hablar cuando era necesario, que era casi siempre. Mientras estaba sentada en el restaurante y se daba cuenta de que él tal vez siguiera su camino, sintió miedo y, a partir de ahí, empezó a dudar si realmente no podía imaginarse ir a vivir con él. ¿Por qué le asustaba tanto? ¿Quién había dicho que no podía ser una buena idea? ¿Y por qué no iba a poder seguir trabajando ella…?

Cuando él le preguntó en qué pensaba (¡estás tan meditabunda!), ella simplemente sonrió y contestó evasiva. Pero cuando, esa misma noche, estaba en su cama a punto de dormirse, pensó que tal vez… En algún momento…

Ese invierno nevó copiosamente, y cuando Eivor cumplió treinta y seis años en marzo de 1978, la ciudad estaba cubierta de una gran capa de nieve…

Casi cuatro años después, en diciembre de 1981, Eivor viaja en tren a Lomma para ver a su padrastro Erik por última vez. Él ha inhalado polvo de fibra de amianto serrando y cortando planchas mientras trabajaba en la fábrica Eternit. Ahora está ingresado en el Área de Neumología del Hospital de Lund y va a morir. El trabajador de Eternit que antes se dedicaba a arreglar vagones en el apartadero de Hallsberg sabe lo que le espera: las fibras de amianto han echado raíces en sus pulmones y poco a poco irá asfixiándose hasta que se muera. Dos semanas antes de que Eivor tomara el tren hacia Borlänge, su madre la llamó y le dijo que esa mañana una ambulancia se había llevado a Erik al hospital, y Eivor entendió que el final se acercaba. Una de las operarias de grúa, que suele incorporarse cuando alguien está enfermo, ha prometido reemplazarla los días que Eivor esté de viaje.

Llegó a Lomma a última hora de la tarde y al día siguiente por la mañana fue con su madre en autobús al Hospital de Lund. Ahí yacía él, en su cama, tan flaco que se le veían los huesos y con la piel tirante como una tienda de campaña muy tensada. Padecía fuertes dolores y le ponían oxígeno para que no se ahogara. Sus ojos gritaban el miedo que tenía a morir. Estaba tan aturdido por el terror que ni siquiera, con aquella voz silbante, pudo contarle a Eivor su amargura. Elna lo hizo por él.

Eivor no lo vio morir. Después de tres días tuvo que volver a Borlänge, y cuando llegó a casa, Peo estaba en la puerta y le dijo que Elna había llamado y que Erik había muerto unas horas antes, mientras ella iba sentada en el tren… Cuando Eivor fue a Lomma, lo hizo con la sensación de haber perdido. Se sentó en el tren y pensó que su vida tomaba de nuevo caminos que ella no deseaba, pero a los que no podía enfrentarse. La sensación de que había perdido era más una idea de resignación que un hecho, pero cuando iba sentada en el tren se desesperaba pensando que desearía tener otra oportunidad en su vida para empezar de nuevo. Ni siquiera estaba segura de que fuera eso lo que quería. Estaba tan cansada y tan rendida que ya no le importaba casi nada, ¡con una excepción!

Unas noches antes, Linda había entrado de repente en su habitación para decirle que estaba embarazada. Linda, que había cumplido dieciocho años y vivía todavía en casa porque estaba en paro, se sentó en el borde de su cama y, después de decírselo, se quedó en completo silencio. Cuando Eivor se dio cuenta de que eso también había ocurrido, siguió a su lado igualmente en silencio, pero sin rezar ninguna oración. Sin embargo, por su mente rondaban silenciosas e impotentes maldiciones. Se quedaron sentadas en el borde de la cama como si hubieran estado en un ataúd, y Eivor no sabía qué decir. Cuando por fin se rompió el silencio, fue Linda la que habló, diciendo escuetamente que quería tener el niño. Eivor le preguntó entonces quién era el padre, y cuando Linda mencionó el nombre, fue sólo una confirmación de algo que ya sabía, ¡se lo temía! Durante el último año, Linda, que se sentía cada vez más atrapada y amargada por no poder conseguir trabajo, había estado saliendo con un chico de su edad que se encontraba en su misma situación. Se llamaba Tomas (su padre, naturalmente, trabajaba en Domnarvet) y parecía, si cabe, aún más perdido que Linda. Cuando a veces se quedaba a cenar y Eivor hablaba con él, ella descubría con horror que ni siquiera esperaba nada. El único futuro que podía imaginarse era poder tener alguna vez entre las manos el Gran Premio de los Cupones. Caballos, fútbol y lotería eran sus dioses, y gastaba toda su energía tratando de averiguar cómo podría controlarlos. Así que Linda espera un hijo de él…, y la impotencia la deja sin palabras. ¿Cómo va a ser capaz de persuadir a Linda para que se dé cuenta de que va a cometer un error si da a luz a un niño en la situación en que ella —o ambos— está? ¿Cómo va a ser capaz de hacerle entender que un niño no es una salida, un modo de encontrarle sentido a la vida a cualquier precio? Es demasiado pronto, ella es demasiado joven, ¡Eivor lo sabe bien!

Eso es lo que piensa cuando va sentada en el tren hacia Lomma. La nieve en polvo da vueltas al otro lado de la ventanilla, Säter, Hedemora… Linda sólo lleva un mes de camino. Ella decide que no es demasiado tarde para nada, y en cuanto regrese de Lomma, dedicará todo su tiempo a tratar de hacerle entender que la única posibilidad es un aborto. Simplemente no puede imaginarse a Linda con un niño sin hacer nada, en un apartamento abandonado, sin haber cumplido aún veinte años, y que de repente se mire un día en el espejo y se pregunte qué ha ocurrido con su vida. Cada uno tiene derecho a gobernar su vida, pero ella no puede quedarse mirando cómo se hunde la de su hija…

Eivor mira el grisáceo paisaje invernal que va dejando atrás. Un mundo congelado, igual que ella, y en la estación final espera la muerte. Un carrito de café pasa tintineando, pero ella dice que no con la cabeza y se acurruca en su asiento. Por la ventanilla entra aire, no puede evitarse el frío en ninguna parte… Ella piensa en Staffan, que con veinte años lleva más de un año viviendo solo. Él se las arregla bien, ha encontrado recursos en ese nuevo aparato de vídeo que todos compran o piensan comprar. Algunos de sus amigos han abierto una tienda donde alquilan películas y Staffan les ayuda. Cuando Eivor le pregunta a veces qué hace realmente, las respuestas son vagas: va a por películas a Estocolmo, vende en la tienda, reclama las películas que no han devuelto. Eivor le ha mirado, le ha oído decir que está bien, sin embargo, la alegría de él le parece demasiado forzada, demasiado artificial… Y sabe que, más o menos abiertamente, ellos venden o alquilan películas con unos contenidos que harían que las fotos que adornaban las paredes de la sala de comer de Domnarvet parecieran tan inocentes como los dibujos de unos niños en una revista cristiana. Una vez se lo ha comentado, y él sólo la ha mirado con indiferencia, diciéndole que naturalmente tienen que vender lo que la gente quiera. ¿Cómo les iría si no lo hicieran?

El carrito del café vuelve a pasar, Eivor va sentada en el último vagón, cambia de opinión y pide una taza de café, que le sirven en un vaso de papel de color rojo…

«Pero él se las arregla bien», piensa, y, realmente, ¿qué puede exigirle hoy en día, tal como están las cosas? El paisaje de invierno tiene su belleza congelada, pero detrás de esa imagen la sociedad se está desintegrando, una sociedad que no ve opciones reales. Cuando habría que esforzarse todo lo posible y enfrentarse unidos a las fuerzas que últimamente se burlan del país, la desunión es mayor que nunca. Ella lo ha notado en su propio turno, ahora que la amenaza de 1977 ya no es sólo una sombra, sino que han comenzado los recortes. Todo el mundo se arrastra hasta su rincón tratando de hacerse invisible para el enemigo: mientras yo pueda salir adelante… A veces ella ha pensado que debe de ser como estar sentada en un corredor de la muerte lleno de gente, donde la puerta se abre de vez en cuando y unos soldados echan mano al azar de los que están más cerca para llevárselos y ejecutarlos. Sentarse ahí e intentar hacerse invisible y, cuando te quedas sola, cerrar los ojos y creer que te vuelves invulnerable…

El tren atraviesa rápidamente un país que está asfixiándose por su propia ansiedad y por sus sueños frustrados, creyendo que al final nunca irá tan mal. Sin embargo, Eivor sabe que es de sentido común temer al futuro, y también está segura de que las mujeres lo ven todo más claro. Puede hablar con las otras operarias de la grúa. Para ellas es imposible no mirar directamente a la cara de la realidad. Ahí es donde está la voluntad de resistir…

Ella va a cumplir cuarenta años dentro de unos meses. Hace veinte que salió a la vida, la primera etapa fue de Hallsberg a Borås… Bebe café y deja correr los pensamientos en libertad… Para el verano hará cuatro años que Peo y ella se fueron a vivir juntos. Al principio había sentido rechazo, por temor a que una nueva relación implicara que no pudiera seguir trabajando en la fábrica, pero él había logrado convencerla de que, evidentemente, no quería que dejara el trabajo. ¿Por qué iba a hacerlo? Si iban a vivir juntos, tendría que ser en las mismas condiciones. Cada uno tenía las suyas y acordaron compartirlas. Él derrumbó los argumentos cada vez más frágiles de ella, diciéndole que veía fantasmas en cada esquina, y, al final, Eivor se dio cuenta de que él tenía razón. Su miedo no tenía sentido, se basaba en condiciones que estaban muertas y enterradas desde hacía tiempo. Peo no era como Jacob, el tiempo establecía nuevas condiciones, y con el vigilante nocturno ella no tendría que estar en constante situación de desventaja. Así que él se mudó a la calle Hejargatan un día a finales de mayo de 1978, había logrado un buen entendimiento con los niños, y al principio Eivor había sentido que todo resultaba más fácil con él en la casa. Él cargaba con las bolsas de la compra, cocinaba cada tarde, una de cada dos coronas era suya… Lo que resultaba difícil, lógicamente, era que él trabajaba de noche, y tuvo un par de enfrentamientos con Staffan, ya que éste ponía su música tan fuerte que Peo no podía dormir. Pero habían sobrevivido con tapones para los oídos y llegando a acuerdos… Fue una época muy agradable en la que las noches no estaban llenas de temor por el futuro. ¡Una vida que merecía la pena vivirla!

¿Cuándo había empezado a notar el cambio? Ella mira el paisaje de invierno, intentando en vano, como siempre, recordar el momento exacto en el cual el eje había empezado a inclinarse hacia un lado. Pero ese punto no existe, por supuesto, todo está en constante movimiento, los cambios raras veces tienen un origen que pueda señalarse, aparte de una excepción importante, la muerte. Cuando acaba la vida, de forma inesperada o después de un largo periodo de incubación, es posible determinar el momento exacto. Pero por lo demás… Ella considera que Peo empezó a poner condiciones hacia el final del segundo año de vivir juntos (ella en realidad no sabe por qué. Cuando hablan de ello, cada vez más a menudo acaban peleándose irremediablemente, él niega que haya puesto ninguna condición). «Se puede cambiar de opinión», contesta él cuando Eivor le recuerda lo que acordaron antes de irse a vivir juntos. Siempre esa insistencia en que se puede cambiar de opinión. Y, puesto que Eivor sólo puede darle la razón en eso, suele quedarse de pie mirándole fijamente a la cara. «¿Por qué estás de tan mal humor? ¿No estarás convirtiéndote en una vieja gruñona?»

Después de esas peleas, por lo general sigue una buena relación entre ellos durante unos días, pero ella se ha dado cuenta de que vuelve a ser ella la que lleva las bolsas de comida, la que limpia, la que hace todo. Ha sido recientemente, después de que el verano pasado él dijera que, obviamente, se haría cargo de los tres hijos de ella, pero que en realidad no podía ser lo mismo que tener uno propio, cuando se ha producido un silencio evasivo entre ambos. Y ella no sabe cómo debe comportarse…

El tren arranca después de una parada en una estación… ¿Dónde están? ¡En Sala! ¿Ya están ahí…? Ella recuerda aquella tarde, hace un mes, cuando dejó la bicicleta junto a la puerta oeste de la fábrica. Entonces decidió poner fin a su vacilación, tomar la decisión necesaria y luego asumir las consecuencias, aunque se vinieran abajo todos sus puentes. En ese momento no sabía aún que Linda estaba embarazada (¿o sí? ¿No ha estado siempre esperándolo, ya que lo ha temido siempre?), se trataba de su creciente indecisión acerca de tener o no otro hijo, y con ello darse a sí misma una coartada para dejar la grúa voluntariamente, evitando los consiguientes comentarios de que estaba allí quitándole la comida a algún hombre que tenía que trabajar para mantener a su familia y lo necesitaba más. ¿No sabía que iba a estallar una tormenta? ¿Que cada vez más personas se quedaban sin empleo? ¿Iba a librarse ella dentro de su cabina? ¿Es que no tenía un vigilante nocturno que podía mantenerla…? ¿Cuánto ganan ellos? Más que nosotros… «Arraigarme», pensaba ella siempre. «¡Tengo que hacerlo! Es mi trabajo, tan bueno como cualquier otro. No es mi culpa que los demás estén en paro. Nada mejorará si lo abandono.» Y en su casa, Peo daba vueltas de aquí para allá con mirada acusadora: el hijo, el hijo propio…

Cuando llegó a Lomma después del largo viaje ya era tarde, y había decidido no regresar a Borlänge hasta que supiera qué iba a hacer. Era una amenaza dirigida a sí misma y a las emociones encontradas que, si pudiera, arrancaría de su cuerpo. Era un ultimátum dirigido a ella misma por puro cansancio, y lo iba a mantener aunque le costara la vida…

Los días en Lomma transcurrieron con los vientos helados del Estrecho, los viajes en autobús a Lund, las tardes en la casa silenciosa, y Jonas, que a veces se presentaba después de terminar en el teatro de Landskrona, donde trabajaba como carpintero… Eivor miró las placas de nieve esparcidas por el paisaje y pensó que la visión de un paisaje completamente cubierto de nieve daba una sensación de calidez, mientras que los campos con la nieve dispersa parecían más un mendigo helado de frío con la ropa hecha jirones. Ir a ver a su madre, Elna, era como mirarse a sí misma de mayor. Elna no tenía más de cincuenta y siete años, pero a los ojos de Eivor podría estar perfectamente cerca de los setenta. El pelo se le había vuelto gris, y la ropa que llevaba, de colores apagados, parecía que colgaba de un modo raro sobre su cuerpo. Pero lo que la asustó fue su modo de sentarse y retorcerse las manos. Le recordaba a las viejas viudas de la residencia de ancianos, los dedos delgados que nunca podían acostumbrarse a la inactividad. Y ahora su madre se sentaba del mismo modo, con la mirada asustada, gris y perdida…

Se enteró de lo sucedido. De golpe, como si le produjera un gran dolor (cosa que era cierta, además), Elna le dio a su hija todos los detalles que sabía de la fábrica Eternit y del destino cruel de los trabajadores. Eivor podía ver en todo lo que dijo el oscuro trasfondo de la ira contra el mayor de los engaños: un engaño que le ha costado la vida. Porque, ¿qué era sino eso lo que había sucedido? ¿Durante cuántos años supieron tanto los directivos como los médicos que las fibras de amianto, que resplandecían cuando lucía el sol en la fábrica, esos granos de polvo brillantes, eran portadores de una muerte prolongada y dolorosa? Esas fibras microscópicas que acompañan al aire que respiras y luego se enganchan con avidez en el tejido pulmonar, se entierran y forman colonias de leales secuaces de la muerte… Mientras la fábrica fue un buen negocio se negaron todos los peligros. Se convocaban reuniones informativas para tranquilizar a los que estaban preocupados, enviaban comunicados a todos los empleados llamándoles a la calma: «Por lo tanto, podemos decir que en nuestro entorno actual no hay ningún motivo de preocupación respecto a la relación del amianto con el cáncer… Lomma 10 de septiembre de 1975». (Elna ha ido a buscar el papel y Eivor lee el texto pensando en Erik, que está asfixiándose en el Hospital de Lund.) Luego, cuando vino el cierre y Euroc, actual propietario de la fábrica, no ganaba nada guardando silencio, ya era demasiado tarde. Los que se habían esforzado trabajando en medio del polvo en la salida de los colectores y en las sierras mecánicas, siempre tendrían el amianto en sus cuerpos. Las fibras quitarían vidas muchos años después, tal vez hasta el próximo siglo, después del 2000…

Eivor recordó aquella vez en que su madre le comunicó que ella y Erik se iban a vivir a Lomma. Fue a principios de los años sesenta y estaban tan llenos de expectativas que a Eivor le dieron envidia. Erik estaba ahora en el hospital, condenado a no poder respirar por el resto de su vida, y Elna se encontraba enfrente de ella con una indignación tan grande que jamás lograría aplacarla. Eivor se dio cuenta, por supuesto, de que no había nada que pudiera hacer. Cuando se pierde la vida, todo está perdido. Erik iba a morir, nada podría salvarlo y el largo duelo tenía que sobrellevarlo Elna, como todos los demás en los momentos decisivos. Ella podía consolarla, apoyarla, pero el dolor no puede compartirse. Mucho más tarde tal vez podría ayudarla, pero intentar hablar con ella sobre el futuro en ese momento, mientras Erik estaba vivo, era casi una blasfemia.

Una noche, cuando Jonas (¡su increíble hermano!) y Eivor estuvieron hablando un rato en la sala de estar, él le dijo también que nadie podía hacer nada hasta que Erik muriera. Eivor lo vio como un joven sabio. Su enfado por lo que había sucedido y todavía estaba sucediendo era de tal índole que podía dominarlo. Para él, lo importante era hablar acerca de por qué ocurrió todo aquello y evitar así que se repitiera. «No te confíes. Contrólalo tú mismo», eran sus palabras; y le contó que en el teatro donde trabajaba tenían previsto hacer un espectáculo sobre el destino de los trabajadores de Eternit. Ella lo mira, ese rostro sereno, voluntarioso, y en un momento de desaliento se acuerda de Staffan, que vende películas violentas y pornográficas bajo el mostrador… ¡Pero era un punto de vista injusto! ¡Si iba a atacar a alguien, tendría que ser a sí misma! Y si no era demasiado tarde para ella, menos lo era aún para Staffan…

Al segundo día, cuando habían vuelto de visitar a Erik (ese día Elna había llorado y Eivor se sintió mal y tuvo que abandonar la habitación del enfermo, apartar la vista de esa muerte desesperante…), Vivi fue a visitarlas. Su madre no le había dicho nada, pero ella comprendió que estaba previsto. Vivi, que se había casado con el jefe de prensa de la fábrica Eternit, se había divorciado en un arrebato de cólera al darse cuenta de lo que estaba sucediendo en la fábrica. Había descubierto que compartía cama con el hombre que redactaba las notificaciones que pretendían transmitir la falsa seguridad de que no había nada peligroso, y lo había dejado en ese mismo momento. Se lo dijo a Eivor sin tratar de controlar su ira. Al mencionar el nombre de él, dio un bufido como un gato cuando saca las uñas. Ahora, a la edad de cincuenta y siete años, ha reanudado sus estudios en la universidad. Por fin ha logrado estudiar arqueología, su sueño de juventud, pero la mayor parte de su tiempo la dedica a trabajar activamente para diversos fines políticos. A diferencia de Elna, ella parece haber mantenido su vigor; aunque no tiene a su marido yaciendo moribundo en un hospital. Afirma que la vida, al menos, ha sido considerada con ella. Eivor se preguntó qué era peor: convertirse en una débil sombra gris, o ver tus sueños dando vueltas como tigres enjaulados…

—¿Quién diría que hace ya cuarenta años? —dice Vivi lentamente mientras toma café por la tarde.

Jonas ha ido a su teatro en Landskrona. Sólo están las tres mujeres sentadas en el cuarto de estar. En un estante, Eivor ve fotos de ella cuando era joven: el rostro vuelto hacia el fotógrafo, la sonrisa de curiosidad. Y al lado, Erik, Elna y Jonas recién nacido. Una familia feliz que acaba de mudarse a Lomma.

—¿Quién diría que íbamos a estar aquí sentadas? —continúa Vivi—. En Lomma. Y tú con una hija ya adulta. Nosotras que éramos… ¿Cómo nos hacíamos llamar? ¡Vaya, lo he olvidado!

—Daisy Sisters —contesta Elna. Las palabras salen despacio, como si en realidad no se atreviera a pronunciarlas. Vivi lo nota y se acerca a ella a la vez que empieza a tararear una canción.

—¿La recuerdas? —pregunta—. La cantábamos a grito pelado y, cuando pasábamos, los pájaros salían despavoridos de los árboles. Yo, unos metros delante, tú un poco más atrás. Dios mío…

—Cuando fuimos a verte en Malmö aquella vez, yo intenté hablar de ello —contesta Elna con un poco de amargura en la voz—. Pero entonces tú dijiste que no había que arrastrar consigo los recuerdos continuamente.

—¡Sabes que hablo demasiado! Tiene sus ventajas, pero no siempre. Y he cambiado un poco…

—¿Por qué os hacíais llamar Daisy Sisters? —pregunta Eivor—. Nunca he logrado saberlo.

Vivi mira a Elna con gesto interrogante. ¿Se acordará ella? No, ninguna de ellas lo sabe. Se les ocurrió Daisy, un nombre americano de chica, y les pareció que sonaba bien…

Recuerdo que a mí me parecía que Serrano Sisters sonaba mejor —dice Elna esbozando una sonrisa.

—Sí, ya lo recuerdo —dice Vivi después—. Rosita Serrano era por entonces una cantante famosa —le explica a Eivor.

—Pero ¿por qué debíais tener un nombre?

—Entonces había que tenerlo, supongo que ahora también, sólo eso.

Eivor se queda escuchando la conversación entre Vivi y Elna. Dos mujeres que una vez hicieron un viaje juntas en bicicleta, en busca de la invisible y excitante frontera antes de la guerra. Las oye que se ríen de sus recuerdos (parece que incluso Elna logra liberarse por un momento del recuerdo del moribundo Erik). Lo quieran o no han llegado a una edad en la que es necesario resumir. Sin olvidarse de mirar hacia delante, sólo resumir, ver el conjunto. Mientras las escucha, ella piensa en sus problemas. En Linda, que quiere tener su hijo, y en sí misma, que no sabe lo que quiere pero que, sin embargo, ¡se enfada cuando ve que no está embarazada!

Y en el trabajo.

¿Está preparada para ser una vez más la que cede, sacrificando su identidad laboral y su alegría para irse a casa porque es mujer, porque tiene que hacerlo, porque acechan los lobos por todas partes? ¿Qué valor tiene su voluntad? ¿Acaso es algo que en una situación determinada pierde su valor?

Tarde de invierno en Escania. Vivi se despide después de prometer que va a visitar a Erik los próximos días. Elna y Eivor están de pie en la entrada y la miran mientras se pone su abrigo negro. Ha dejado el coche en la calle, un Volkswagen con el que irá a Lund a su pequeño apartamento (su divorcio ha sido como un hachazo, no sólo había dejado a su marido, sino también la casa donde vivían y todo lo que tenían en común. Únicamente se había llevado sus cosas personales y se había marchado). No tiene hijos, piensa Eivor. Puede irse sin más. Tiene esa libertad. Pero ¿quisiera ella no haber tenido a sus hijos para tener libertad? No, está segura de ello, aunque sea la única cosa en el mundo de la que no duda. Sin sus hijos habría desperdiciado su vida por completo. Y en un mundo que al parecer está cada vez más marcado por… ¿Por qué? Se interrumpe a sí misma, el pensamiento no la lleva a ningún sitio. Sus hijos son la huella que ella deja en la vida, y está agradecida por ello. ¿Por qué preocuparse entonces con pensamientos que no conducen a nada…?

Vivi se ha marchado y ellas están sentadas en casa.

—¿Te van bien las cosas? —pregunta Elna.

Eivor asiente.

—Sí, sí…, claro. Todo bien.

—Y… ¿Per-Olof?

—¿Peo? Sí, está bien.

—¿Sigue trabajando por las noches?

—Claro, es vigilante nocturno.

«Que no tenga que hablar más», piensa Eivor. «Dios santo o quien sea, ¡díselo! ¡Yo no me atrevo! ¡No puedo! Nunca hemos podido…»

Sin embargo, en esa ocasión Eivor le cuenta todo. Le habla de Linda y de Peo, de tener o no tener un hijo con él, de su constante esfuerzo en la fábrica.

—No sé qué decirte —dice su madre cuando Eivor se calla.

—No tienes que decir nada. Es suficiente con que hayas escuchado…

—Me gustaría ayudarte.

—Ya lo sé.

Esa noche Eivor no puede dormir y oye a su madre que está levantada dando vueltas. De repente, sin saber exactamente qué ha ocurrido, tiene claro qué va a hacer. Es como si la imagen de Erik, desde donde está con sus tubos de oxígeno, luchando en vano para no asfixiarse, lo hubiera simplificado todo. Él está al final de una vida en la que ha sido engañado. ¿Qué diferencia hay en realidad? Toda esa presión a la que ella se expone para terminar su trabajo —¡como si fuera su maldita obligación!—, ¿quién dice que tenga que hacerlo? ¿A quién mencionan los hombres que están ahí abajo? ¿Creen que sus opiniones son las que valen? ¿Va a ser ella capaz de vivir esta vida, de convencer a Linda de que no debe tener niños en este momento, de tener otro hijo si se queda embarazada y si puede conservar su trabajo? Para poder hacerlo tiene que aprender a escucharse a sí misma; a su madre, porque incluso el silencio habla, su silencio es otro modo de expresar el mismo engaño al que se ha expuesto Erik; a Vivi, a las otras operarias de la grúa. A los que dicen de modo sencillo las cosas importantes de la vida. ¡Si ahora, a sus cuarenta años, se ha dado cuenta por fin de que la vida no es más que un esfuerzo prolongado que nunca se acaba, no va a complicarlo aún más innecesariamente!

Se levanta de la cama y va hacia la ventana. El resplandor de las luces de Malmö se ve a lo lejos. Piensa en su sueño: las mujeres en el exclusivo taller de costura de Jenny Andersson. ¿Lo entiende ahora? ¿Lo entiende, más allá de la lógica habitual? Como una sucesión de sueños y experiencias…

Algo se mueve en la noche. Se vislumbra un gato pasando junto a una mancha blanca de nieve. Tal vez la vida sea justamente así. Se ven las cosas en la oscuridad y luego desaparecen… Mirar las estrellas y su pequeñez —o grandeza—… Pero comprender justo ese momento en el que somos visibles y mantenerlo mientras podamos. Morir después de un esfuerzo que haya tenido sentido. No como Erik, con las garras de la fábrica Eternit alrededor de su cuello.

No morir con garras alrededor del cuello.

Se trata precisamente de eso, piensa ella. De luchar con toda la fuerza que podamos contra esas garras que quieren hundimos, ahogarnos. El niño de Linda también es como una garra, una garra de acero. La fábrica, las miradas incriminatorias…

Vuelve a la cama y se acuesta. Hay un cuadro en la pared que ella recuerda de su infancia en Hallsberg. Allí estaba encima del sofá del cuarto de estar, la imagen de unos barcos de pesca sobre una playa…

Pero ¿podré hacerlo? Piensa ella. Cuando es tan fácil someterse, cuando los ejércitos grises de lo cotidiano marchan alrededor y ella está ahí, acorralada, desamparada ante miles de ojos.

¿Qué elección tiene en realidad?

Ninguna.

Ninguna en absoluto.

Ella se cuestiona cosas. Se preocupa. Sin embargo…, Erik en su cama…

Decir lo que opina, defender lo que exige. Nada más, pero siempre eso…

Ahora lo sabe. Pero ¿qué sabrá mañana?

Su madre sigue en el cuarto de estar sin poder dormir, inmóvil como una estatua olvidada y abandonada.

Eivor se queda profundamente dormida y en los sueños se ve a sí misma con su bicicleta en la puerta de la fábrica. Ausente, aunque no lo está…

Una imagen, un sueño que no recuerda al despertar.

Fin