1972

No siempre es necesariamente así, que el descubrimiento de que uno mismo se está convirtiendo en una persona que antes despreciaba, inmediatamente conlleva que se sienta disgusto o desprecio de uno mismo. Todo lo contrario. ¡Mira a Eivor! Es un viernes por la tarde de principios de noviembre de 1972. Está sentada a una mesita al lado de la pista de baile de la filial que tiene en Gotemburgo la cadena de restaurantes Baldakinen, cuando de repente, con una especie de extraña fascinación, se da cuenta de que se ha convertido en una de las amas de casa separadas que acuden a la pista de baile para, en el mejor de los casos, dejarla en compañía de un hombre. Es temprano, no pueden ser más de las diez, y la gran cacería de brujas buscando acompañante para la noche aún no ha superado la primera etapa de aparente apatía. Eivor de momento está sola, su amiga (ella llama así a Kajsa Granberg, a pesar de que lo único que tienen en común es que ambas trabajan en el aeropuerto de Torslanda…) probablemente ha ido al aseo.

Eivor tiene encima de la mesa un vaso lleno de hielo picado, ginebra, Peter Heering, licor y soda, un Singapur Sling, pero aún no lo ha tocado. Antes de que ella y Kajsa se sentaran en el tranvía para ir a la ciudad, ya habían compartido una botella de vino y un chorrito de licor de cacao. Eivor se siente agradablemente ebria, lo suficiente. La orquesta de Kurt-Roland suena bien, aunque uno de los grandes altavoces se encuentra precisamente detrás de su cabeza (bueno, de ese modo se libra de tener conversaciones más extensas con Kajsa Granberg, de lo que se alegra. Tener que oír su increíble admiración por Lasse Berghagen… No, gracias, prefiere el ruido ensordecedor de los tambores. Además, ¿quién sabe si Kajsa también está contenta de no tener que hablar con ella? ¿Qué le aporta ella en realidad que valga más que una desmesurada adoración por Lasse Berghagen? Sus tiempos pasados en Borås… Dios mío…).

Pero ahí está sentada, mirando el creciente gentío de la pista de baile (es Mamie Blue, irresistible en su monótona uniformidad), y preguntándose qué ha ocurrido. ¿Ella aquí en el Baldakinen como todo el mundo? «Exactamente», piensa ella, y se responde a sí misma sin protestar de manera significativa. Aquí vienen las que son como ella, las buenas personas de la nación con juventud y matrimonio a sus espaldas, mujeres en la treintena que buscan comenzar de nuevo. ¿Por qué no iba a estar ella ahí? Tiene treinta años, pronto cumplirá treinta y uno, el matrimonio con Jacob estalló en cuanto él ascendió a encargado de tienda y pudo permitirse una infidelidad más organizada. Y ella lo sabía desde hacía tiempo: cada día recibía un grito de aviso de que estaba obligada a romper ya si es que iba a hacerlo. Claro que podía esperar a que llegara un día en que le dijera que había encontrado a una mujer más joven y quería separarse. No dudaba de que ese día iba a llegar antes o después. El silencio entre ella y Jacob venía de tres o cuatro años atrás. No, si era ella la que tenía que romper debía ser ya, sin demora, y así lo hizo. En enero de 1973 se cumplió un año desde que ella se marchó, se mudó a Gotemburgo para vivir sola con los niños. Sin duda se sintió culpable al tener que arrancar a Staffan y a Linda a mitad de curso, pero una vez que tomó la decisión le resultó imposible vivir con Jacob más tiempo del necesario. Y enseguida habrá pasado un año de ello. Es al menos la décima vez que viene a Baldakinen… Pero ¿qué ha sido realmente de este año? ¿Qué vida lleva en Gotemburgo? ¿Y qué hay de sus muchos propósitos? Una vivienda barata en la calle Altfiolgatan en Frölunda, que le cuesta una interminable caminata a través de la ciudad para ir a Torslanda mañana y tarde, una prueba de que puede salir adelante con los niños y darles un techo bajo el que vivir, ropa que ponerse y pan que comer. Sí, eso nadie puede reprochárselo. Ella se responsabiliza de los hijos que ha tenido.

Pero ¿y todo lo demás…? ¿Ella misma? Eivor Maria Skoglund, de apellido de casada Halvarsson, con unas ganas crecientes de recuperar su apellido de soltera si no hubiera tal desbarajuste con los niños, que se apellidan Halvarsson. Sus propósitos la observan con ojos brillantes cada mañana cuando se despierta y les da el desayuno a los niños y los lleva a la escuela. Ojos malhumorados que la miran diciendo: «¡Parece que hoy tampoco va a ser! ¿Entonces cuándo, querida Eivor? El tiempo pasa, Eivor. El tiempo tiene una prisa enorme. No puedes fingir detenerlo y ponerlo luego otra vez en marcha cuando te vaya bien… Eso es imposible, querida Eivor…». Pero ¿qué puede hacer? Tiene dos niños, uno de once y otro de diez años y trabajo todo el día tanto fuera como dentro de casa. Las fuerzas tienen un límite… Una noche sí y otra también está tan agotada que le dan ganas de vomitar cuando por fin puede dejar a los niños durmiendo y todo el trabajo hasta la mañana siguiente. Si al menos los niños fueran algo mayores, adolescentes en ciernes, resultaría más fácil. Entonces será más fácil, y no falta tanto tiempo…

En ese momento la invitan a bailar. La música es todavía lenta, envolvente: Let it be… Sí, ¿por qué no? Vamos, anímate… Baldakinen es un oasis, bailar, no pensar. Los niños están en Borås con su padre hasta el domingo por la tarde, y entonces ella irá a recogerlos a la estación. Están bien, la nueva mujer de Jacob es buena con ellos. Dos días libres, dos días para sí misma. Mañana se dedicará a pensar, irá a deambular por el centro si el tiempo no es demasiado desapacible. Pensar, planear… Nunca es demasiado tarde para nada. Ser joven fue terrible, tener treinta años no es más fácil. Nunca se está en paz en la vida, pero eso forma parte de los problemas de mañana. Ahora no… Ella baila con uno que dice ser el jefe de iluminación del teatro Stora, pero seguramente miente. ¿Por qué se peinarán el pelo de una oreja a la otra para ocultar la calvicie? Estos hombres…

Entonces se acuerda de Bogdan. El que recogía los platos en Torslanda, ese muchacho alegre que hablaba un sueco incomprensible. Que cantaba a Taube… Está a punto de echarse a reír, y el supuesto jefe de iluminación cree que se debe a su maestría en el baile y la aprieta más fuerte aún… Bogdan, el que estaba una vez en la escalera de la calle Altfiolgatan con una bolsa de comida, un libro de cocina y vino tinto. Que jugó con Staffan y Linda como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Que venía de vez en cuando y al final se quedó a pasar la noche, y al despertar el sábado por la mañana temprano vio que Staffan y Linda estaban mirándole con ojos de asombro. Que se rió y se lo tomó como la cosa más natural del mundo. «Ya sé que tienes dos hijos», solía decirle… ¿Solía? Después de seis semanas le tiró a la cara el trapo de fregar a Enoksson, el jefe de la cafetería que, exceptuando a los pilotos, trata a todos como si fueran tontos. Bogdan lo mandó al infierno y tuvo que marcharse, una postal desde alguna parte de Småland, una fábrica de marcos para puertas, y luego ese gran silencio que se produce cuando una persona desaparece al cambiar de vida… ¿Estuvo enamorada de él? Nunca ha podido saberlo. Pero después de tantos años con Jacob… Resulta difícil cambiar una costumbre, y ella es prudente. Teme volver a comprometerse… ¡No, no es verdad! Lo que teme en el fondo es que sabe que quiere volver a comprometerse y echar por la borda de una vez todos sus propósitos para que dejen de molestarla…

Michelle, y luego el hombre sin cabellera la lleva otra vez a la mesa. Ella sonríe levemente inclinando la cabeza. Es lo más sencillo para dejar claro que no hay mayor interés…

La orquesta de Kurt Roland, con sus brillantes camisas plateadas, hace una pausa y Kajsa, que ha vuelto a sentarse, la mira con ojos preocupadamente erráticos. Después de esa pausa es cuando la tarde empieza en serio. No hay ni una mesa libre, los hombres pasean explorando, preparándose. Ha llegado el momento…

—¿Está bueno eso? —pregunta Kajsa.

Eivor lo prueba y asiente.

—Leí algo sobre ello en Femina —añade Kajsa—. Creo que tenía que ver con Indonesia.

De pronto, Eivor ya no aguanta más, se levanta y se dirige a los aseos de señoras, que son muy pequeños y están sucios. Se encierra en una de las cabinas. Es una costumbre que ha tenido siempre, encerrarse en el aseo para poder estar en paz. Recuerda perfectamente que también lo hizo cuando se casó con Jacob, hace más de diez años…

¡Otra vez el paso del tiempo! ¿Va a orinar o a llorar con amargura por su vida desaprovechada? Ninguna de las dos cosas. ¡No tiene ganas de orinar y la vida aún no ha acabado! Tiene dos hijos magníficos, goza de salud, y en cuanto los niños puedan arreglárselas un poco más por sí solos, el mundo verá que aún le queda energía. La pregunta es en qué va a utilizarla. No puede imaginarse de nuevo como costurera, agazapada sobre su máquina de coser. Tiene que haber algo más, aunque ella no tenga más que el certificado de escolaridad. Pero en la mesita de noche de su casa en Frölunda guarda folletos de formación para adultos. Hay posibilidades, sólo debe serenarse y no tirar la toalla antes de que empiece la pelea. Si se ha tenido la suerte de nacer en este país bien alimentado, sólo hay que agarrar las oportunidades que cuelgan del árbol como racimos de uva…

No, lo más difícil de entender es eso de ser mujer. Ser mujer y aspirar a algo más que dar de comer a los niños eternamente en la mesa de la cocina. Mejor dicho: renunciar a atreverse a hacer otra cosa. Algo más. Ése es el meollo de la cuestión, sin duda es algo en lo que hay que pensar cuando estás encerrada en un retrete del restaurante Baldakinen de Gotemburgo, en noviembre de 1972. Oír las risas, las conversaciones forzadas, el ruido de grifos y puertas, y retroceder al tiempo en que eras una niña. El olor de la acequia y de la gravilla húmeda de Hallsberg. El budín de sangre, las manos agrietadas de Elna y el olor a aceite de los dedos de Erik. Un mundo infantil en una estación de enlace, que de pronto se transformó en adolescencia con unos sueños caprichosos y sin esperanza que se apoderaron de ella a través de revistas como Fickjournal y Bildjournal, las emisoras de radio juveniles y compañeros de clase. Una época en la que ella tuvo que arreglárselas sola. Porque ¿qué ayuda recibió en realidad para prepararse para una vida de adulta? El refunfuñar de la madre, su inseguridad, que en el fondo era lo único que lograba transmitir a su hija. Mandatos y rígidas reprimendas: sé laboriosa, ve a la escuela todo el tiempo que puedas (pero ¿por qué?, ¿por qué debe ir a la escuela? Explícamelo e iré hasta que muera…), cuidarse, mantenerse. Y luego una vuelta por el mundo, como si la arrojaran al mar, para ver si la joven señorita Skoglund sabía coser o no…

«Mi herencia es la incertidumbre y la falta de continuidad», piensa ella sentada en el retrete, «¡Si alguien hubiera podido motivarme para ello! Ahora tengo que hacerlo sola; y ¿cómo va a despertarse la afición por la lectura en una casa en la que sólo hay una guía telefónica y el Reader’s Digest? Hice exactamente lo que se me animó a hacer, aprendí a coser y salí a trabajar hasta que encontré a un hombre con el que me casé. Así estaba decidido y así lo hice…

»Ahora estoy tratando de salir de todo eso», piensa mientras lee una inscripción en la pared, grabada con las uñas o con unas tijeras: «Hanna la puta te invita a follar y a tomar café, llama al 23 68 51…».

El primer paso fue decir gracias y adiós a Jacob. Jefe de tienda, vocal del consejo de administración en Ymer, pero, desgraciadamente, con la constante necesidad de salir con otras mujeres. La humillación de que no le fuera fiel ni siquiera cuando estaba embarazada, ni siquiera cuando ella estaba ingresada en la Maternidad. Alzar la bandera defendiendo sus derechos humanos y no ser ama de casa y madre al precio que sea, atreverse a dar el salto y cambiar a la inseguridad con dos niños, a tener que conseguir el pan de cada día ella misma… Sí, ya ha recorrido una buena parte del camino. Sí, ha llegado hasta ahí. Pero no es suficiente, y si no es capaz de seguir adelante, de dejar la cafetería de Torslanda, volverá a lo de antes, cayendo en un nuevo matrimonio…

Poder ir al Baldakinen sin que tenga consecuencias. Poder conocer a un hombre sin que llegue arrastrando sus maletas y empiece a meter calcetines y ropa interior sucia en los cajones de su armario. O que intente seducirla a ella y a los niños para que se vayan a una casa adosada en Mölndal o en Lerum…

Alguien tira de la manija de la puerta, la música vuelve a oírse a lo lejos (se nota que ahora le dan con fuerza…) y ella se levanta del retrete, sale, hace una rápida comprobación en el espejo del aseo de señoras (es la misma de siempre: pelo oscuro, ojos grandes. Sólo ha cambiado el peinado, ahora la laca y el cardado están condenados eternamente al castigo, o hasta la próxima vez que vuelvan a estar de moda…) y vuelve al restaurante. Apenas tiene tiempo de llegar a su mesa cuando alguien pone una mano sobre su hombro. Después de una rápida mirada (¿borracho?, ¿demasiado viejo?, ¿cómo va vestido?), accede y en el hormigueo de la pista de baile vislumbra al hombre sin pelo con una mujer en los brazos…

Su nueva pareja de baile aparece justo después de que la orquesta de Kart-Roland haya regresado tras la pausa de las once, cuando ella acaba de beberse su Singapur Sling y ha decidido no volver a probarlo nunca más. Es moreno, tiene el pelo rizado, lleva traje beige, camisa blanca y la obligatoria corbata. Ella lo inspecciona durante unos segundos y luego se levanta.

Siguen bailando juntos durante varias canciones. Como Kajsa ha desaparecido, él se sienta a la mesa e intenta mantener una conversación a gritos. Pero es imposible, así que bailan de nuevo. Dice llamarse Kalle y que conduce camiones de ASG, un servicio de transporte más o menos regular entre Kalmar y Växjö, a veces tiene que ir a la Baja Norrland, Sundsvall, Härnösand. Él le cuenta todo eso de un modo tan animado y natural que Eivor no encuentra motivo para desconfiar de él (ella conoce muy bien la diferencia entre un gato y una liebre), y cuando él dice que tiene treinta y cuatro años, que acaba de separarse y que tiene tres hijos, ella también le cree. Seguramente lleva fotos de sus hijos en la cartera, tiene toda la pinta, de hecho le recuerda a Jacob. Además está sobrio. Tiene coche y vive en Alafors, que está demasiado lejos para ir en taxi. Cuando la orquesta de Kurt ha interpretado su última canción (esta vez no ha sido Twilight Time, afortunadamente…), se aprietan juntos en la entrada para que les den los abrigos, y él no se ha puesto pesado para que le conteste si puede llevarla a casa con el coche. Se queda simplemente de pie a su lado, esperando mientras ella retira su ropa.

Irse en coche con un extraño es algo que naturalmente no se debe hacer. Aquí volvemos a lo del gato y la liebre. ¿Cuántas veces ha terminado todo con un cuchillo en la garganta y una violación más que consumada? Ser mujer y consciente de ello implica saber que cada hombre que no conoces constituye un peligro potencial. Y ni siquiera es seguro que haya menos peligro cuando el hombre en cuestión es conocido… «Pero así no se puede vivir», piensa Eivor. «Teniendo miedo a todo y a todos.» Su sentido común le dice que se puede fiar del camionero que se llama Kalle… ¿Para qué sirve si no el sentido común?

No, siempre que evite que él bloquee la puerta de su lado en el coche y ella mantenga los ojos bien abiertos, no hay duda de que irá bien…

¡Dios mío! ¡El hombre es agradable! Tiene sentido del humor, un oriundo de Gotemburgo auténtico, su mirada es sincera, casi angelical…

Ella se pregunta si podría imaginárselo en el apartamento… Sí, ¿por qué no? Lleva las uñas limpias y no tiene barriga de cerveza chapoteando dentro de la camisa. Pero sobre todo el bendito humor. ¿Cómo describió el infierno? Como un sitio en el que los ingleses hacen la comida, los franceses son políticos y los suecos se encargan de los programas de entretenimiento de la televisión…

—Sí, encantada —dice ella cuando salen juntos.

El coche está al otro lado de la calle, un Volvo familiar. Eivor piensa rápidamente en el PV de su infancia, que era la niña de los ojos de Erik, en las vacaciones con el viejo Anders… Hace tanto tiempo.

—Vamos a ver si me acuerdo —dice él cuando Eivor le ha dado su dirección.

—¿Qué?

—Fui taxista durante un tiempo —responde él—. Tenemos que ir primero a Västerleden. Y luego a la calle Tonhöjdsgatan…

La encuentra, tranquilo y sin dudar, y Eivor, somnolienta, experimenta la misma seguridad que cuando, en contadas ocasiones, va sentada en un taxi. Un taxi no choca, es inmune a todos los accidentes. Él enciende la radio y conduce a través de la noche de Gotemburgo. Una sutil llovizna de invierno, apenas perceptible, viento del oeste, unas pocas personas que agitan las manos pidiendo taxis libres… Ella lo mira de reojo y ve que mueve los labios, como si cantara con la música que sale de la radio del coche.

—¿Qué número? —pregunta él cuando han entrado en la calle Tonhöjdsgatan.

—Suenas como un taxista —dice Eivor—. Dieciocho, dieciocho B.

Se acerca a la acera y para el motor.

—Te puedo ofrecer una taza de café —dice ella—. Pero no esperes nada más.

—No —dice él—. Gracias. Con mucho gusto.

Él se sienta en el sofá mientras Eivor va a la cocina.

«Es agradable», piensa ella mientras espera a que se haga el café.

«Un camionero que no se hace el interesante.»

Pero por supuesto es una locura. En este asqueroso mundo, lo único seguro es que no puedes fiarte de nada, hasta el sol tiene manchas oscuras. Tal vez lo peor sea que el peligro siempre llega tan rápido que nunca tiene tiempo de presagiar que se acerca, nunca le da tiempo de conectar el interruptor de su instinto de defensa.

Es tan tremendo que casi parece ridículo. Él ha tomado café en una taza azul y luego Eivor le ha servido otra más. Ella ha puesto la radio, que llena la noche de música, han hablado de sus niños, del invierno que está a punto de llegar. Se hace una breve pausa, él está sentado en mangas de camisa y toma un sorbo de café mientras ella piensa que él debe de cuidar mucho su ropa al ver que la chaqueta está cuidadosamente doblada. Es la una y media y Eivor siente una gran paz interior…

Él deja a un lado la taza de café y la mira.

—¿Y bien? —dice él.

Ella lo mira.

—¿Has dicho algo? —pregunta.

—¿Vamos a follar?

Fue como recibir una bofetada de su mejor amigo. O como estar en la ducha y que se cayera la pared y miles de personas se quedaran mirándote boquiabiertas. ¿Cómo puede decirlo con esa tranquilidad, sin hacer aspavientos, como si hubiera pedido cerillas? Ella lo mira, pero, como es natural, sabe que no ha oído mal. Siente al fondo a Nancy Sinatra en la emisión nocturna de radio. To know him is to love him. De 1962. Solía escucharla cuando estaba embarazada de Linda…

—¿Y bien? —repite él.

Pero ahora ella es consciente de la situación. Algo en su interior está alerta, y cuando contesta lo hace con dureza, llena de decepción y de rabia.

—Dije que no esperaras nada más. Vete…

—¿Qué diablos te pasa?

—Vete ya.

—¿Acaso no tienes ganas como las demás?

—Es posible, pero no de ti.

—¡Vamos, por todos los demonios!

Él se levanta del sofá y ella salta de su silla. Está asustada, pero sobre todo humillada.

—Si me tocas gritaré. ¡Y tengo vecinos que pueden oímos!

Él se detiene, duda, gracias a Dios no parece un tipo violento. Pero Eivor se imagina qué pasaría si estuviera borracho, si hiciera oídos sordos a sus negativas…

Está de pie mirándola, sin dejar de sonreír todo el rato, y para Eivor es incomprensible que la misma expresión pueda ocultar a dos personas opuestas.

—¿Tengo algún defecto? —dice él.

Entonces lo entiende. Es tan simple. Ella le ha invitado a entrar y a partir de ahí tiene vía libre. Que le haya dicho que no espere nada forma parte del ritual, no significa nada. Entrada libre significa presa gratis. Para él es obvio que vayan a la cama. Ella se da cuenta de que él parece asombrado, desconcertado. «Qué asco de mundo para ser mujer», piensa ella.

—¿Lo dices en serio? —pregunta él.

—Vete ya —dice ella y él percibe que está muy cansada—. ¡Lárgate antes de que te eche!

Él coge la chaqueta, parece cada vez más asombrado, y desaparece sin decir palabra. Sólo una última mirada. Un hombre atónito, poco comprensivo. Sin barriga de cerveza, con una sonrisa amable, al que se le ha negado el derecho incuestionable a…

Emisión nocturna de radio y humillación. I never promised you a rose garden… No, nadie se lo ha prometido, ella tampoco se ha exhibido en las calles y plazas difundiendo promesas falsas sobre ella y sus aptitudes… Se acurruca en el sofá, temblando de indignación. Por todos los demonios… ¿Dónde están ahora todas esas ciudadanas, hermanas, colegas, o como parece que se les llama en estos días? ¿Dónde están las que se empeñan en mostrarse con faldas holgadas y pañuelos indios sobre la frente, como si las granjeras de antaño hubieran vivido en el mejor de los mundos? ¿Dónde están? Las que ella no ha podido evitar ver por las calles y en las ventanillas empañadas de los coches por las noches. Gafas redondas en caras pálidas, mujeres que profetizan igualdad de sexos, liberación femenina en términos más o menos sorprendentes. Tendrían que haber estado en su casa ahora y haber visto la flor de hielo de la humillación… Pero esas mujeres viven en otro mundo, no en un bloque de edificios allá en Frölunda. ¿Cuántas de ellas tienen que levantarse al amanecer, llevar corriendo a sus hijos a la escuela y luego lanzarse al infierno matinal de las urbes para ir a una cafetería o a un trabajo mal pagado en el otro extremo de la ciudad?

Eivor está sentada y una gran duda la corroe por dentro. No sabe por qué se mete con los fogosos y recientes movimientos de liberación. Probablemente sea envidia, que su falta de preparación esté engañándola de nuevo… Elna, su madre, se ha mudado a Lomma con Erik, su padrastro. Ella que nunca ha dicho ni una palabra de lo que implica realmente ser mujer. Ahora Eivor está ahí, pronto va a cumplir treinta y un años, y es un ejemplo magnífico de ese enorme desamparo…

No, ¡no es cierto! ¡El conductor de camión salió echando chispas por la puerta a toda velocidad! Ahora él tendrá que consolarse con una revista porno. Aquí no ocurrió nada y tal vez encontró a alguien por el camino, pero seguro que se alivió de algún modo…

Esa noche Eivor vuelve a ver lo que hay escrito en la pared. La sombra de la lucha es implacable: si va a vivir una vida independiente sin ser arrastrada a un nuevo matrimonio, tiene que hacerlo ya. Aunque le parezca imposible y no tenga ni ganas ni tiempo, debe hacerlo ahora. De no ser así, ya puede ir respondiendo a anuncios de contacto y ofrecerse a sí misma en ese mercado que parece ser insaciable, un tiovivo con colas interminables. El próximo lunes irá a la oficina de empleo y pondrá sobre la mesa toda la energía que ha reprimido, para decir: ¡Aquí estoy! He leído los folletos y ahora estoy dispuesta. ¡Asesoradme! Aceptaré en cuanto me digáis las palabras adecuadas. Ella se ha hecho la vaga idea, como un sueño en la neblina, de deslizarse en el poderoso entorno del hospital como un miembro digno de vestir de blanco en el equipo. Pero no para limpiar mierda, ni fregar platos ni lavar ropa, sino para estar cerca de los enfermos… Pero no rechazaría otras propuestas, naturalmente, siempre que lo que tenga que hacer signifique algo. Servir café y vender bocadillos húmedos y mustios a aterrados turistas de vuelos chárter es todo lo contrario, eso sólo es algo que sucede, que nadie percibe.

De pronto ya no lo ve tan difícil. Una decisión es una decisión, luego sólo hay que llevarla a cabo o morir. ¿Y cuántas personas han hecho cosas que antes parecían imposibles? Generación tras generación de mujeres extenuadas con unos destinos que casi resulta imposible imaginar… Hay ejemplos de ellas aquí en el edificio, en el bloque C. Una de ellas es de Nora… Frida. Casada tres veces, y cada vez con un hombre que bebía más que el anterior. Su vida no ha sido más que una demencial escalada por una corriente interminable de botellas vacías, puñetazos en la cara cuando no llevaba cerveza a casa porque no había dinero o no tenía ganas de ir a la cama cuando a él le parecía. Hijos aterrorizados que ha intentado esconder bajo su falda para hacer de ellos personas decentes, por los que sacrificó su vida, y que ahora son lo bastante adultos como para empezar a convencerla también para que les dé el dinero que ella reúne fregando escaleras, y comprar drogas para metérselas en los pulmones o, preferiblemente aún, inyectarse directo en las venas. No, ella está aquí, de forma milagrosa, y ha conseguido echar a la calle a su último marido hace unas semanas, se ha deshecho de las botellas vacías y, de algún modo incomprensible, ha comenzado los estudios secundarios…

Hay mujeres que cada día emprenden una lucha con lo imposible, muy cerca de nosotros, no en algún lejano planeta paradisiaco, sino aquí, en el centro de Gotemburgo, con el frío de noviembre aullando por doquier…

Cuando se despierta el sábado por la mañana (temprano como de costumbre, aunque los niños hayan ido a pasar el fin de semana a Borås siempre están con ella en los sueños), sigue dándole vueltas a todo lo que ha estado pensando por la noche. Se levanta a preparar el desayuno y ya ha tomado una decisión.

Casi le está agradecida al camionero que decidiera quitarse la barba postiza, que despertase en ella tanta furia y tanto miedo. El tiempo de las evasivas ha pasado, ahora tiene que…

¡Pero qué asustada está! Acercarse a lo imposible, sin más armas que una renqueante educación en Hallsberg, un matrimonio roto en Borås y medio año de trabajo en la ruidosa sección de hilado en una fábrica textil. Indudablemente, el armamento podría haber sido mejor, se da cuenta de ello mientras tuesta el pan y mira caer la lluvia en la calle, salpicando contra el asfalto como con rabia, en una especie de suicidio, de desprecio a la muerte. Pero hay que agarrarse a lo que hay, con voluntad y energía, apretar los dientes hasta que crujan en la boca, esperar a que los niños sean lo suficientemente adultos como para entender que su madre no ha perdido la cabeza sino todo lo contrario, que se ha embarcado en un proyecto que merece todo el estímulo y apoyo.

¿Y el miedo? Siempre se tiene miedo. A quedarse embarazada, a ser una mala madre, a la vida en el pequeño y frágil caparazón del caracol. Sólo es cuestión de clavar una cruz de madera en el corazón de la angustia y esperar que no se comporte de manera diferente a los vampiros.

En vez de ir al centro se queda limpiando el apartamento, revisa la ropa de los niños, arregla la que puede arreglarse y tira sin piedad los trapos que no van a sobrevivir un invierno más.

Sentarse y saborear un sueño que ha alcanzado la categoría de decisión vital no es ninguna mala compañía. Cuando Kajsa Granberg la llama por teléfono y le pregunta si puede ir un momento, Eivor le contesta que no, se excusa diciéndole que tiene otra cosa que hacer. Y Kajsa comprende, lo comprende perfectamente… Un hombre es un hombre y hay que tratarlo con ternura y cuidado para que no se vaya… «Dios mío, al menos no me he vuelto como Kajsa», piensa ella después. «Vivir para la bendita semana en Rodas, el baile de los viernes y, a partir de ahí, nada…»

Se siente tan fuerte que su compañera, Kajsa Granberg, le da pena. Tal vez intente hablar con ella, sacarla con cuidado de las estrechas pistas que no llevan a ninguna parte. Ella también debe tener guardado en algún sitio el deseo de una vida distinta… ¿Hay alguien que no lo tenga?

¿Alguien?

El domingo a las siete de la tarde se encuentra en la estación para recoger a Staffan y a Linda. Siente que, curiosamente, está eufórica. Esa extraña experiencia, casi incomprensible, de esperar con interés el sórdido lunes…

El tren de Borås llega chirriando con diez minutos de retraso y ella ve a sus hijos, cogidos de la mano. Setenta kilómetros entre mamá y papá, pero ahora están de nuevo en casa. Y la tarde es de ellos, naturalmente. Ella va a escuchar con todo interés lo que ellos le cuenten y les dará seguridad mostrando alegría cuando hablen de su padre…

El lunes por la mañana, el jefe Enoksson llega resoplando furioso. Las carreras de trotones del domingo en Åby han sido un rotundo fracaso. Los caballos corrían como locos, los jockeys han manejado sus carros como si llevaran coches de choque en Liseberg. No ha ganado absolutamente nada, ni un maldito bong. Vaya mierda de domingo, y además ahora tendrá que lidiar con todo ese personal incompetente al que debe mantener a raya en la cafetería que alquila…

¡Por ejemplo a la mujer esa, Halvarsson! Lo que más le irrita de ella es que nunca hace nada en lo que puedas pillarla. Ni un error en la caja, el delantal siempre limpio. Pero lo peor de todo es que siempre va con la cabeza alta, no se inclina ante él cuando entra de golpe exigiendo que le informen de si quedan suficientes servilletas o hay que pedir más. O si la cafetera sigue dando la lata. No, ella apenas baja la cabeza, y encima lo mira como si fuera un cualquiera, y a pesar de que lleva allí poco más de seis meses, él se queda cortado cuando ella, con descaro, le saluda con un «hola» de lo más natural y luego, alegremente, sigue poniendo terrones de azúcar en la taza marrón destinada a ello… ¡Que la jodan! La gente puede creer que es ella la encargada de llevar el negocio…

Con la huella de las carreras en Åby marcada a fuego en la frente, Enoksson se mete deprisa en su pequeña oficina que está al lado del servicio de caballeros, y por ello siempre le llega el olor del orín filtrándose por las paredes. Pero al menos ahí no le ven y puede lanzarse sobre facturas y cuentas gruñendo.

Pero este lunes por la mañana parece que va a seguir los mismos y desgraciados derroteros del domingo, porque apenas le da tiempo a meter la nariz en una escandalosa factura de la panadería de Skåne cuando ella está de pie en la puerta y, maldita sea, ni siquiera ha llamado antes de entrar para darle a él la posibilidad de prepararse.

—He hablado con Berit —anuncia Eivor—. Ella se quedará una hora más para que yo pueda irme a las dos. Tengo que hacer un recado.

¿Cómo no va a quedarse sin palabras? ¡Por lo visto también han empezado a ponerse sus propios horarios de trabajo! No obstante, David Enoksson es el que tiene toda la responsabilidad de esta cafetería, último puerto de esos pobres pasajeros antes de ser lanzados a las capas superiores de la atmósfera, a los que les ofrece un buen servicio como resultado de la autoridad y la disciplina que él imparte al personal. ¿O tal vez haya perdido también ese derecho como perdió ayer en las carreras de Åby? Por supuesto, prefiere limitarse a asentir con la cabeza y mascullar cualquier cosa… «¿Ah, sí? Desde luego.» No la soporta y maldice este mundo, que pronto va a ser tomado por hordas de cajeras. De hecho entiende el creciente éxodo del país. Los pesados sacos de dinero que arrastra la inflación, la presión de los impuestos y la democracia empresarial tendrán que medirse en miles de kilogramos de fuerza por lo menos. Los puentes se derrumbarán bajo esa carga… El imperio de las cajeras, el imperio de las mujeres, tiempos de impotencia… Y el panadero de Skåne ha vuelto a subir el precio del pan…

Torslanda es un aeropuerto en los márgenes del mundo. En Hisingen, donde se encuentra, soplan ráfagas de viento y rachas procedentes del mar del Norte que chocan contra las pistas de aterrizaje. En realidad sólo es importante como punto clave en los vuelos nacionales de Suecia. Las visitas de países del entorno son escasas. A grandes rasgos, lo único que rompe el persistente golpeteo del aterrizaje de vuelos nacionales es el DC-9 de KLM, que hace escala diariamente, procedente de Ámsterdam y con destino a Oslo. Alguna vez aterriza de repente un aparato perdido de Sabena. Hace unos meses, a un aparato de Spantax se le encendió el indicador de fuego en el segundo motor, solicitó aterrizaje de emergencia y, como es de suponer, se produjo de inmediato un gran caos.

Pero los días transcurren generalmente de forma rutinaria, aviones privados que van a Anderstorp y a Karlstad, y entremedias los pesados aviones de Estocolmo. La verdadera novedad son los vuelos chárter, que llevan sus cargas a otras galaxias. Estar aquí en Hisingen, azotado por el viento, sabiendo que el sol griego también transmite calor a las células de los cuerpos suecos, compartir esa expectativa, ayudarles con el café en el momento de viajar, con los motores de reacción silbando al otro lado de los cristales, es lo que hace soportable su trabajo. Los que ahora hacen cola delante de su caja registradora, dentro de unas pocas horas estarán cenando en un restaurante en el casco antiguo de Rodas, rodeados de olores extraños, gatos callejeros y la tibia y negra noche mediterránea. Ella entiende a los que viajan. Le gustaría mucho poder acompañarlos. Pero con treinta y un años lo más lejos que ha ido es al puerto de Copenhague en ferry, donde pasó unas pocas horas bajo una lluvia torrencial. ¿Cuánto tiempo hace ya? ¿Quince años? No, debe de hacer más, cerca de veinte… Pero ¿quién ha dicho que sea tarde? Cada día puede ser el último y el mundo se empeña en resistir, a pesar de todo…

Ese lunes siente que puede esperar. Cada cosa tiene su momento. Alguna vez será ella la que esté ahí tomándose un café rápidamente antes de subir a Scanairs Adventure, con destino a: Otro Mundo…

Oficina de empleo. Una cabina. Una mujer de su misma edad, una placa con un nombre: Katarina Fransman (seguro que no es su apellido, ya nadie quiere llamarse Svensson. Como si eso cambiara las cosas…). Sin embargo, parece amable. Sencilla, y no dice enseguida que tiene mucho que hacer. Colillas de cigarrillo en un cenicero, uñas mordidas.

Eivor le cuenta su circunstancia, con palabras simples, lenta y reflexivamente. No necesita dar muestras de su energía. Ahora se siente segura. Claro que lo está…

—Va a ser un largo camino —dice Katarina Fransman mirándola.

—Lo sé.

—Parece que lo has pensado mucho.

—Toda la vida.

—¿Y ahora crees que es el momento de hacerlo?

—Sí, exacto.

—Es una pena que sólo tengas el certificado de escolaridad.

—Hay muchas cosas que son una pena, la mayoría…

Katarina Fransman la mira y sonríe, pero no dice nada.

—¿En qué piensas? —pregunta Eivor apoyándose en la mesa.

—No… Nada. ¿Por qué?

—Me lo preguntaba, simplemente.

—Vas a tardar muchos años en ser enfermera.

—¡Me sentiría satisfecha con trabajar sólo un año antes de jubilarme!

—No lo creo.

—Pero ¿entiendes lo que intento decirte? Se puede esperar por algo que vale la pena. Pero no con las manos metidas en los bolsillos.

—Sí, claro que lo entiendo.

—¿Lo dudas acaso?

—No, ¡en absoluto! No lo dudo. Te escucho. Para eso es para lo que estoy aquí sentada. Para dar consejo. Para decirte qué posibilidades tienes.

—¡No te andes con rodeos!

—¿A qué te refieres?

—A si crees que tengo que quedarme en Torslanda vendiendo café y olvidarme de esto.

—No creo eso en absoluto. ¿Te lo ha parecido? Pero… ser enfermera. Tú misma entenderás que debes empezar por el principio. Ponerte a estudiar de nuevo. Tal vez durante mucho tiempo.

—¿Puedo ser algo sin tener que hacerlo?

—Veo aquí que eres costurera.

—No, gracias.

—¡Espera! Estaba pensando…

Sí, Katarina Fransman es una persona que piensa. Eivor confía en ella. Cuando suena el teléfono, Katarina contesta al instante y dice que está ocupada. No cinco minutos, ni diez. Está simplemente ocupada. Se ve que es una persona que quiere terminar y no estar tirando de cinco cañas de pescar a la vez.

Pero ¿adónde conduce eso? Formularios y folletos, calificaciones de estudios, límites de edad, escuelas nocturnas… Ayudante de laboratorio, residencias de ancianos, atención a enfermos crónicos… Eivor se queda esperando a que le digan: ¡Éste es el camino que te lleva a lo que buscas! ¡Sigue la flecha blanca! ¡Al salir serás enfermera! Pero Katarina Fransman se hace a un lado. Es evidente que no cree en los insistentes sueños de Eivor.

—Tal vez tengamos que pensar las dos —dice—. Si tú piensas en lo que yo te he dicho, y yo pienso cómo podemos arreglar esto… Sea lo que sea. Y luego vuelves.

Eivor mira la pila de papel que tiene ante sí. ¿Cuántos metros cúbicos de madera han hecho falta para producir ese montón? Ese papel que describe la sociedad que Asesora, la sociedad que da Crédito, la sociedad de las Grandes Posibilidades, la sociedad Actual.

—¿Nos vemos dentro de dos semanas más o menos? —pregunta Katarina Fransman mirando su agenda.

—¡Esto me lo leo yo esta misma tarde!

—Digamos el próximo lunes. A las diez y media. ¿Podrás venir?

—Vendré cuando sea necesario.

Luego recoge los folletos, las entradas a una vida distinta, y se marcha. Una vez fuera del edificio de la oficina de empleo, piensa en la sorprendente cantidad de personas que se agolpaban delante de los anuncios de trabajo disponible y de los teléfonos que se utilizan para ponerse en contacto directamente con las empresas que ofrecen trabajo. ¿Cuál es el motivo? ¿Habrá realmente algo detrás de las primeras páginas de los periódicos y de las oscuras noticias de la noche? ¿Tiempos de crisis? ¿Ahora? ¿En 1972?

Claro que no.

Se dirige apresuradamente al tranvía. Gotemburgo, una ciudad del mundo que es un mundo en sí misma. Desde los restos de los antiguos edificios comerciales se lanza hacia el futuro la sociedad industrial de la alta tecnología. ¡Y ahí va a estar ella! Ella también va a participar. Ya no va a quedarse fuera mirándola con envidia.

Cuando va en el tranvía, apretujada entre los demás pasajeros, se da cuenta de repente de que dispone de una libertad infinita. Ya ha cumplido los treinta años pero tiene la mitad de la vida por delante y puede pensar lo que va a ser. ¡Por segunda vez en la vida! Y ahora sabe mucho más que cuando tomó el tren para ir a Örebro, al taller de costura de Jenny Andersson, o cuando estaba tartamudeando en el despacho del jefe de personal de Konstsilke en Borås. Dios mío…

Nunca es demasiado tarde. La vida siempre sigue adelante. La época de ama de casa y los años de educación de los niños ya han pasado, pronto va a poder vivir por sí misma, sin tener que pensar en sus obligaciones para con los demás. Va a prepararse para poder conseguirlo. Si no puede ser enfermera hay muchas otras cosas. ¿Qué mencionó Katarina Fransman? Ayudante de laboratorio…

Queda un asiento libre y ella se mete entre dos corpulentas señoras mayores que llevan grandes bolsas de comida.

«En realidad debería haberle preguntado muchas cosas más», piensa. «¿Qué se necesita para ser guía? ¿Y para ser guía turística o recepcionista en algún hotel? Tengo que prepararme mejor para el próximo lunes. Sin perder el tiempo, pero sin dar traspiés. No voy a apagar un incendio esta vez, voy a elegir qué camino tomar en la encrucijada sin que haya nadie detrás metiéndome prisa…»

Esa tarde, cuando los niños ya estén en la cama, va a leer todos los papeles, a reflexionar, a analizar los pro y los contra, a anotar las preguntas que formulará a Katarina Fransman la próxima vez.

¿Qué le importa que caiga aguanieve y que huela a invierno en Gotemburgo?

¡Nada en absoluto!

Baja del tranvía, compra comida en la tienda de Konsum y, al llegar a casa, sus dos encantadores hijos salen a su encuentro.

¡Cómo los quiere! Con locura, con avaricia, por encima de todo. Se siente satisfecha de su alegría, de ser su madre, de sus enormes ganas de vivir. Esa felicidad no tiene límites. Ella no echa de menos la época en que eran pequeños, pero ahora que ya tienen diez y once años… Verlos dar vueltas por el apartamento es como ser dueña del universo en la reducida vivienda de tres habitaciones. Vivirá por ellos hasta la muerte… Y no seguirá sirviendo café, sino… ¡No, es la hora de cenar! Luego, cuando se hayan ido a dormir… Pero no ahora…

Son las diez. El televisor está encendido, pero ella ha quitado el sonido. Ha extendido todos los folletos y manuales sobre la mesa y los lee uno por uno.

Hay tantas cosas. Algunas son fáciles de entender, otras requieren la explicación de Katarina Fransman. Pero lo que ve claro es que apenas hay límites que la excluyan a ella si tiene ganas y no se rinde. Por lo visto también puede conseguir un préstamo, ¿y no ha permitido Enoksson en otras ocasiones repartir una jornada completa en dos medias jornadas? O tal vez pueda conseguir un trabajo aquí en Frölunda. A pesar de todo, ahora va a la oficina de empleo, y sería un sueño dejar los largos viajes hacia Torslanda…

Enciende un cigarrillo, va hacia la ventana y se pone a mirar la noche de noviembre. Hace viento y la lluvia parece convertirse lentamente en aguanieve. Hay un hombre abajo en la calle, en la acera de enfrente. Está de pie bajo el cono de luz de una de las farolas que se mecen suavemente a causa de las ráfagas de viento.

Está mirando hacia arriba, a la casa donde vive Eivor.

Al descubrirlo da un paso atrás, para que no la vea. Ella fuma y mira desde lejos la figura que va vestida de oscuro. Alguien que ha quedado excluido, que ha sido despreciado…

¿Qué le importa a ella? Vuelve a la mesa, echa una ojeada a las mudas imágenes del televisor y regresa a sus papeles.

Cuando termina y piensa ir a acostarse son las once y media. Bosteza y apaga la lámpara de encima del sofá. Para airear el olor a humo de cigarrillo abre la ventana y la deja entreabierta.

Entonces ve que el hombre vestido de oscuro está todavía en la calle. En el mismo sitio, inmóvil en la penumbra. Una cara pálida en contraste con el negro, que está al acecho mirando hacia arriba, hacia la ventana de ella.

Ella frunce el ceño y se pregunta por qué estará él ahí fuera, hora tras hora. ¿Qué busca? Se queda totalmente inmóvil mirándole durante un momento. Luego tiene el convencimiento de que está mirando hacia su ventana. Nota que le tiembla la mano cuando va a apagar la pequeña lámpara que hay en el alféizar de la ventana.

Tal como ella suponía, sólo unos segundos después de que apague la luz, el hombre vestido de oscuro desaparece a lo largo de la calle.

Ella sale al pasillo para asegurarse de que la puerta está cerrada con llave. Luego pone la cadena de seguridad y se queda de pie como petrificada. Tiene miedo. Pero ¿a qué? ¿A que haya alguien en la calle? No, es sólo porque está segura de que él estaba mirando hacia la ventana de ella, de que buscaba de algún modo contacto con ella.

Y otra cosa más. Se da cuenta justo cuando está poniendo la cadena de seguridad.

Había algo en él que le resultaba conocido, en su modo de moverse, de subir los hombros cuando se alejaba.

Se sienta en el sofá y enciende un cigarrillo. Las brasas brillan en la oscuridad.

¿Quién?

No lo recuerda y prefiere creer que todo han sido figuraciones suyas. Ella no tiene enemigos, no conoce a nadie que esté espiándola. En todo caso sería Kalle el camionero, que no ha podido asimilar que le haya echado a la calle y vuelve con sus exigencias. Pero no era él, está segura.

Pero, entonces, ¿quién era?

No se le ocurre quién puede ser. Deben de haber sido imaginaciones suyas. Tal vez sea algún conocido de los Aronsson, que viven en el apartamento de al lado. O de Backman, el del piso de abajo. No puede tener la certeza de que él estaba mirando exactamente hacia su ventana…

Pero ¿no se marchó cuando ella apagó la lámpara de la ventana? ¿Y por qué iba a ser una casualidad que él se marchara exactamente en ese momento? ¿Después de estar ahí de pie durante muchas horas?

¿Quién?

Va a acostarse y se siente desanimada. Las sombras nocturnas siempre son malos augurios…

¡Pero tienen que ser imaginaciones suyas! ¡Maldita sea!

Se sienta en la cama, enfadada. No tiene enemigos, no hay ningún hombre desdeñado en su vida.

Sin embargo, se levanta, va de puntillas hacia el cuarto de estar y mira por la ventana.

La calle a oscuras está vacía, la fría lluvia cae con fuerza contra el asfalto.

Vuelve a meterse en la cama. Los formularios se mezclan con la pregunta de quién sería…

Imaginaciones suyas, naturalmente, nada más…

Al día siguiente por la mañana ya lo ha olvidado. Está tan cansada que se tambalea cuando se levanta para preparar el desayuno a los niños. Además ha desaparecido una de las zapatillas de deporte de Linda, es una mañana de gritos y peleas. Cuando los niños atraviesan la puerta para salir, ella va tan retrasada que ni siquiera le da tiempo a tomarse una taza de café antes de salir ella también.

Es una mañana de mucha lluvia y viento y se pregunta preocupada si no habrá dejado que Staffan y Linda vayan a la escuela con una ropa demasiado delgada. En el tranvía casi se queda dormida y al llegar a Torslanda le dice a Berit que la despierte dentro de un cuarto de hora. Ella se encierra en los servicios del personal, se sienta en el retrete, apoya la cabeza en la pared y se queda dormida…

Berit aporrea la puerta. Es martes y hay vuelos chárter a Lanzarote y Mallorca, la cafetera automática no funciona, parece que todo el mundo dispone solamente de billetes de cien coronas para pagar y en general es un desastre. A través de los altavoces se informa a los viajeros de que hay retrasos y Eivor y Berit se quejan. Pero todos los días tienen un final. Son las dos y Anna y Birgit van a tomar el relevo. Enoksson no se ha dejado ver durante todo el día, estará en la ciudad discutiendo con el panadero de Skåne, según ha oído Berit…

Fuera cae aguanieve. Eivor va a casa. Hoy habrá para comer salchichas con puré de patatas, no tiene ganas de preparar nada más. Y luego va a dormir. Los niños suelen respetarlo, juegan en silencio, incluso la ayudan con algunas tareas de la casa. Pero estar tan cansada como para no poder darles nada más que salchichas para comer… Le avergüenza. Siempre ha considerado una obligación darle a sus hijos comida de verdad, y lo único que les pregunta cuando han estado en casa de su padre en Borås es qué han comido. Generalmente comen al mediodía en casa de los abuelos paternos, Artur y Linnea, y ella no pone precisamente platos de salchichas sobre la mesa… No, por una vez no pasa nada. Pero en lo sucesivo los folletos no van a estropear las comidas.

Tal vez debería poner a sus hijos al corriente de lo que piensa, que su madre tiene intención de ir a algún sitio, hacia algo nuevo de lo que lo único que sabe es que va a servir para mejorar. No, todavía no, antes debe tener algo más firme que ofrecerles. Una meta, un espacio de tiempo. Hasta el próximo invierno o dentro de dos veranos. No tiene sentido difundir vaguedades, sólo les produce preocupación…

—Han llegado flores para ti —dice Linda cuando Eivor acaba de entrar en el recibidor.

—¿De verdad? —dice ella—. ¿Dónde está Staffan?

—Está jugando al ping-pong.

Evidentemente está muy cansada. Es martes, el día en que él juega al ping-pong, y además después suele almorzar en casa de Niklas, su mejor amigo. Así que sólo Linda tendrá que soportar las salchichas con puré… ¿Qué le ha dicho? ¿Flores?

Se quita el abrigo empapado y lo cuelga, y después las botas, mientras piensa que debería comprarse unas nuevas, a ser posible con el tacón un poco más alto, y luego entra en el salón. Encima de la mesa hay unas flores que alguien ha enviado. Ella abre el envoltorio con curiosidad.

Un ramo de color amarillo y rojo. Pero sin tarjeta.

—¿De quién es? —pregunta Linda.

—No lo sé —dice Eivor—. ¿Quién ha venido a traerlo?

—Estaba colgando en la puerta cuando llegué. ¿Por qué recibes flores de alguien que no conoces?

Buena pregunta, la niña es lista. ¿Quién puede haberle enviado flores? ¿Y por qué?

Eivor mira a Linda y sacude la cabeza.

—Tendré algún admirador secreto —dice—. Pero son bonitas.

—¿Puedo ponerlas en un jarrón?

—Claro que sí. Y puedes llevártelas a vuestra habitación. Yo voy a preparar la comida.

—¿Qué hay para comer? —grita Linda desde la cocina, donde se ha subido a una silla para alcanzar el jarrón que le parece más adecuado.

—Salchichas y puré.

—¡Qué rico! Staffan se va a enfadar mucho.

Eivor suspira y recoge el papel de las flores.

¿Quién le ha enviado flores?

Llega la noche. Los niños están en la cama y Staffan puede descansar al fin, después de haber logrado ese día, por primera vez, derrotar al primero de su clase en dos juegos consecutivos. Es un triunfo difícil para un muchacho de once años, un triunfo que ahuyenta el habitual cansancio de la noche. Es justamente entonces cuando Eivor sospecha quién puede haber enviado las flores. Una revelación que le produce incomodidad.

Porque esa noche el hombre vestido de negro vuelve a estar abajo en la calle.

¿Puede haber enviado esa sombra las flores sin tarjeta?

Quién, quién, quién…

Piensa que debería bajar a la calle y averiguar quién está ahí. O tal vez llamar a los Aronsson y pedirles que la acompañen abajo. Él trabaja en el astillero de Eriksberg y parece no tenerle miedo a nada. Pero… No, se siente incapaz…

Los folletos y las instrucciones se quedan sobre la mesa. Intenta ver la televisión, pero le resulta imposible mientras esa sombra esté abajo en la calle.

¿Debería llamar a la policía? Pero ¿qué les diría? Se reirían de ella…

Ella está de pie en el oscuro salón, mirándolo. «¿Cómo puede permanecer tan inmóvil una persona?», piensa. «¿No tendrá frío?»

Sigue mirándolo, intentando acceder a la vaga idea que lleva en su interior. Hay algo conocido en esa figura. Es alguien que ella ha visto antes. Pero ¿dónde? ¿Y cuándo…?

No puede acordarse, pero, cada vez más asustada, cae en la cuenta de que sabe quién es. Con toda certeza…

De pronto él ha desaparecido. Eivor se ha obligado a concentrarse en las noticias de la televisión durante unos minutos, y cuando vuelve a la ventana, él se ha ido. Ella va corriendo al recibidor a revisar la cerradura y la cadena de seguridad. Esta vez no le ha visto marchar, puede haber cruzado la calle, llegar hasta la entrada y… Acerca su oído a la puerta y escucha. Por un momento tiene la agobiante sensación de que está al otro lado de la puerta, igual que ella, con el oído pegado a la puerta, a sólo unos centímetros de su mejilla.

¡Cielo santo! ¿Por qué se preocupa? ¿Quién va a querer hacerle daño? ¡Nadie! Se obliga a sentarse ante el televisor después de haber mirado una vez más por la ventana y haber comprobado de nuevo que la calle está vacía.

Esa noche se tumba en la cama y duerme de forma intermitente.

En una ocasión se despierta bruscamente, segura de que hay alguien en la habitación de los niños. El corazón le late con fuerza cuando va hacia allí y por el camino coge un cuchillo, pero todo está tranquilo. Extiende la manta sobre Linda, acaricia el enmarañado pelo castaño de Staffan, y se siente hundida por no ser capaz de calmarse. Si él vuelve a la noche siguiente, ella bajará, con o sin Aronsson, y no necesita ir hacia él, sino que puede pasar simplemente por delante, como si fuera camino de las tiendas de fruta que tienen abierto hasta tarde.

Tiene treinta años y no necesita quedarse en vela por una amenaza imaginaria. ¡Es una mujer adulta al fin y al cabo! ¿Qué le aconsejaría Katarina Fransman si la viera ahora? Le buscaría un médico en vez de un trabajo…

Miércoles 7 de noviembre. Cielo claro y frío sobre Gotemburgo. El tiempo ha cambiado notablemente, pero uno de los meteorólogos del aeropuerto, que suele tomar café en la cafetería, informa de que se trata de una poderosa tormenta al oeste de Inglaterra que va a entrar en Suecia durante la noche.

—¿Cuándo llega el invierno? —pregunta Eivor.

—Depende de cómo se mire —dice el meteorólogo.

—El invierno sólo puede ser una cosa —dice Eivor.

—Todo tiene al menos dos aspectos. También el tiempo.

—¡Dios santo! ¿No me puedes contestar?

El meteorólogo la mira ofendido. Tiene unos cincuenta años, un adivino al que no le gusta que le lleven la contraria.

—Pronto —dice él brevemente—. Tal vez este año se adelante el invierno.

—¿Tal vez?

—Yo no vaticino. Leo mapas, evalúo imágenes de satélites, resumo la información meteorológica. Por eso digo que tal vez se adelante. Gracias por el café.

Se marcha hacia su torre y en ese momento el jefe, David Enoksson, sale apresuradamente de su oficina. Parece que le persiga un enjambre de abejas, pero es bastante peor que eso. Alguien se ha tomado la increíble libertad de llamar a su teléfono de la oficina y ha solicitado hablar con alguien del personal. Es algo tan extraordinario… Como es natural, no encuentra palabras para su indignación…

—Te llaman por teléfono —le dice a Eivor.

Ella le sigue hasta la oficina sintiéndose cada vez más asustada. Tiene que haberle ocurrido algo a los niños, a alguno de ellos. ¿Quién iba a llamar aquí si no?

Coge el auricular que está sobre la mesa, mientras David Enoksson espera cerca de la puerta como un guardia de la prisión.

—¿Diga? —pregunta ella conteniendo la respiración.

Oye un leve susurro en el auricular, como una respiración.

Una vez más: «¿Diga?».

Cuelgan al otro lado. La conversación queda interrumpida.

Ella se queda de pie con el auricular en la mano mirando a Enoksson, como si él pudiera darle una explicación.

—No era nadie —dice ella.

—¿Crees que tengo tiempo para bromas? —le reprende Enoksson rabioso—. ¿Crees que una empresa de restauración como ésta se cuida por sí sola? Aquí estamos completamente asfixiados de facturas y pedidos que andan extraviados…

—¿Quién era? —interrumpe Eivor.

—¿Cómo voy a saberlo? No dijo su nombre. Ahora casi nadie lo dice.

—Pero…

—Era un hombre. Es todo lo que puedo decir.

—¿Y quería hablar conmigo?

—Todo lo que dijo fue: «¿Puedo hablar con Eivor?». Ni más ni menos.

Eivor cuelga el auricular del teléfono. ¿Quién era?

Vuelve a entrar en la bulliciosa cafetería, pero se queda de pie sin hacer nada al otro lado de la puerta que Enoksson ha cerrado quedándose solo con sus facturas. Empieza a parecerle el colmo. Un hombre vigilando vestido de oscuro enfrente de su casa, flores sin remitente, alguien al teléfono que no contesta. ¿Quién está merodeando a su alrededor?

Eivor llama a la puerta y entra de nuevo en el despacho. Enoksson está sentado sobre su escritorio limpiándose las uñas.

—¿De verdad no dijo nada más? —pregunta ella.

—Por desgracia no. Pero tal vez puedas pedirle que, en lo sucesivo, se ponga en contacto contigo después del trabajo.

¡Imbécil! ¡Ella no sabe de quién se trata! ¡Maldito Enoksson! ¡Ella no va a quedarse aquí ni un minuto más de lo necesario! Si no tuviera a los niños, habría terminado inmediatamente tirándole un trapo a la cara, como hizo Bogdan el yugoslavo…

—¿Quieres algo más? —pregunta a él.

Ella no contesta, sólo se va y cierra la puerta de un portazo. Berit está sentada a la caja y la mira divertida.

—¿El tío David no se porta bien? —dice.

—Es un montón de mierda —contesta Eivor.

—No hay que decir esas cosas de tu jefe…

Berit se ríe y se dirige a un cliente que avanza con su bandeja, mientras que Eivor empuja el carro entre las mesas y empieza a recoger. Ella y Berit suelen turnarse, un día en la caja, otro entre las mesas. Eivor apila los platos y limpia las mesas. Detrás de ella resuenan los altavoces y anuncian un avión que llega con retraso de Malmö.

Sólo tiene un pensamiento en la cabeza: ¿quién?

¿Quién?

Pero por la noche, cuando los niños duermen y ella se atreve a acercarse a la ventana, el hombre no está ahí. No hay ninguna sombra bajo el cono de luz de la farola. Está vacío, el fantasma desconocido ha desaparecido. Se queda un buen rato de pie mirando, como si estuviera esperándole…

Reacciona demasiado tarde al olor. Está tan absorta mirando hacia la calle que no percibe el olor a tabaco en la habitación. Sólo cuando ve de repente una delgada nube de humo que se escapa por la ventana, se da cuenta de que hay alguien detrás de ella, en la sombra del salón. Justo al lado de ella, a sólo unos pasos. Alguien que ha entrado por la puerta de la calle.

«Los niños», piensa desesperada, dándose la vuelta, preparada para enfrentarse a la muerte…

Él está apoyado en la puerta, la luz del recibidor sólo alumbra la mitad de su rostro. (Mucho tiempo después ella pensará que ese hombre, evidentemente, siempre elige como refugio la oscuridad y la sombra, un modo de estar alerta.)

—No quería asustarte —dice él en voz baja, y entonces ella ve quién es. Entonces se hace evidente el presentimiento que tenía, y le parece increíble no haberlo entendido antes. ¿O es que ha hecho caso omiso a sus presentimientos?

Lasse Nyman, dieciséis años después.

—No quería asustarte —dice de nuevo—. Pero hago las cosas así. No sé hacerlas de otro modo.

Él se dirige hacia la mesa y sus pasos son totalmente inaudibles, como los de un gato en terreno desconocido. Se inclina y apaga el cigarrillo en el cenicero y ella ve que tiene un tatuaje en el brazo, justo debajo de la correa del reloj.

Él la mira y sonríe. Ella también reconoce eso, el dolor que hay en su rostro, la pálida máscara, la sonrisa de amargura.

—Estarás preguntándote cómo he entrado y cómo te he encontrado aquí, ¿verdad? —dice él en voz baja—. Te contestaré. No debes tener miedo. No soy peligroso. ¿Puedo sentarme?

Ella asiente y lo mira. El pelo es el mismo, sólo que más corto, sin grasa, un flequillo corto. Vaqueros azul oscuro, botas verdes, un grueso jersey con cuello polo y un abrigo negro de popelín. Ha engordado un poco, pero el rostro sigue igual de delgado que hace dieciséis años. Los pómulos prominentes, los labios finos, los ojos que miran fijamente y sin interrupción hacia un punto indeterminado por encima de la cabeza de ella. Claro que es él. Lasse Nyman, que ha regresado del pasado, de un tiempo y sucesos que quedan tan lejos ya que parece que no hubieran existido. Vivir en Gotemburgo en 1972 es real, el Hallsberg en 1956 ya no existe, nunca lo ha hecho…

—Hace mucho tiempo que no nos vemos —dice él—. ¿No puedes sentarte? No soy peligroso. No pretendía asustarte.

—Las flores —dice ella, y él asiente.

—¿La llamada telefónica?

—Eso también. Pero tuve miedo de que no quisieras verme y colgué.

—¿Por qué has estado esperando en la calle?

Él piensa antes de contestar.

—Si hubieras estado casada no habría venido —dice él—. Tenía que saberlo antes de subir a buscarte. Tal vez necesitaba reunir un poco de coraje, un poco de fuerza moral quedándome abajo pasando frío. Me dio tiempo de pensar. Y de recordar…

Ella enciende una lámpara y se sienta en una silla intentando decidir si él es real o no. Ladrón de coches, homicida…, de repente le parece ver un cementerio y una lápida mortuoria. Una iglesia de provincias azotada por el viento y allí, a metros del suelo, los restos de un anciano que una vez estaba sentado en su cocina comiendo con su hermano…

—No sé qué decir. Estoy sorprendida. No sabía…

—¿Que estaba fuera?

—Sí… No… No lo sé.

Él saca del bolsillo exterior de su abrigo una botella de whisky a medio beber.

—¿Tienes un par de vasos? —pregunta él.

—Yo no quiero.

—¿Un vaso entonces?

Sí, claro que tiene. Ella se levanta y va hacia la cocina, y cuando vuelve, ve que ha quitado el tapón de la botella y ya ha echado un trago. Ella pone el vaso sobre la mesa delante de él y piensa que durante los dieciséis años que han transcurrido ha pensado a menudo en él, pero siempre como alguien a quien ella no iba a volver a ver. Le ha odiado por lo que le hizo aquella vez y ese odio ha sido tan fuerte justo porque él estaba lejos, porque no iba a regresar nunca más. Pero ahora está sentado aquí y ella no está preparada en absoluto, sólo es capaz de sentir una gran sorpresa…

—Hace dieciséis años —dice él.

—¿Cómo me has localizado aquí?

Él enciende un cigarrillo y ella ve que tiene los dedos de las manos sucios, igual que aquella vez…

Ignora la pregunta que ella le ha formulado, quiere ir por su lado, quiere contar las cosas a su modo.

—Me echaron doce años —dice él—. Si me hubiera quedado todo el tiempo habría salido en 1969. Pero salí al cabo de ocho años. Tal vez podrían haber sido seis de haber tenido cuidado, pero me fugué en un par de ocasiones… Me soltaron en 1964, el 10 de abril. El último año lo pasé en un centro de Västervik. Antes pasé por un montón de instituciones. Norrköping, Härnösand, Falun, otra vez Härnösand. Cambian de sitio a los que se escapan, pero se olvidan de que las cárceles son todas iguales. Pero en 1964 se acabó. Entonces ya pude pasear tranquilamente por la calle. Desde Västervik bajé hasta Kalmar…

Se queda en silencio de repente, sumido en sus pensamientos…

1964. Staffan tenía tres años. Linda no más de dos. Cuando ella pensaba en él por entonces siempre lo imaginaba en una celda gris. Barrotes, una litera, el cuello de la chaqueta de cuero tapándole la nuca…

—Es raro —dice él—. En este momento ya no sé por qué he venido a buscarte. Pero antes sabía que…

—¿Qué sabías?

—Sí… Que te vería de nuevo. Durante todos esos años significó mucho…

—Creo que no te entiendo.

—No, seguramente no puedes…

De pronto se pone en pie, como si quisiera irse.

—Estuve en la cárcel ocho años —dice él—. Esa vez. Luego ha habido más. Pero entonces fueron ocho años. ¿Crees que podrás escucharme un cuarto de hora? Sólo eso. Sin interrumpir. Para que puedas oír…

Pero el cuarto de hora se convierte en una hora, y se hace tarde. Con su voz nasal, un poco ronco, establece un puente desde ese momento hace dieciséis años, en el que pusieron una alfombra de clavos delante del coche y a él se lo llevaron arrastrando por el asfalto, hasta esa noche de noviembre, en que Eivor está sentada a unos metros de él. (Durante todos esos años, él se ha preguntado a menudo cómo vivió ella el final. ¿Qué sintió cuando se lo llevaron? Un cuerpo miserable, oprimido entre los tres o cuatro policías…)

—Me cayeron doce años —dice él—. Pero entre doce o cincuenta, no había diferencia alguna. Apenas oí lo que dijo el juez. Estaba completamente seguro de que iba a escaparme en cuanto pudiera para que me llevaran a una cárcel en condiciones. Cuando estaba en la prisión preventiva quería estar en una cárcel de verdad, con presos de verdad con los que medirse las fuerzas y la razón. ¿Comprendes? Yo no entendía nada, para un adolescente, doce años son sólo números vacíos. Me llevaron a Norrköping, no sé por qué motivo, tal vez no había otro sitio, y yo lo único que pensaba era en escaparme. Un día tras otro. Los demás presos y los vigilantes intentaban calmarme, por supuesto, hacerme entender que doce años no son más largos que lo que falta para el próximo desayuno. Pero los mandé al infierno, y la verdad es que tardé un año hasta darme cuenta de dónde estaba. Encerrado. Durante doce años. Entonces intenté fugarme, pero lo hice mal, tratando de lanzarme contra la pared. Lo único que conseguí fue perder dos dientes al golpearme con un vigilante cuando llegaron corriendo y me bajaron de la valla en la que estaba agarrado… Entonces fue cuando recibí el gran mazazo. En una noche me eché diez años encima. Me metieron en una celda de aislamiento y ahí fue donde comprendí que estaba encerrado y que tendría cerca de treinta años cuando saliera, si no lograba una reducción de condena. Puedes imaginarte cómo era. Si no hubieran estado vigilándome todo el tiempo me habría quitado la vida en esa ocasión… También lo intenté, pero llegaron a tiempo. Además, no era la primera vez que me abalanzaba de cabeza contra la pared. También lo hice cuando estaba en prisión preventiva… Pero era, más que nada, porque me ponía nerviosísimo estar ahí sentado mientras el mundo seguía su curso ahí fuera… Creo que pasaron seis meses sin que dijera nada. Si alguien trataba de ser amable y me daba los buenos días, lo único que respondía es que se fuera al infierno… Pero allí había un muchacho, algo mayor, ya ha muerto, un estafador principiante que había matado a golpes a un pariente que no quiso ayudarle con un préstamo… Él lo entendió y hablaba conmigo, pero me dejaba ir a mi aire. Aprendí de él que el tiempo puede medirse, que es una suma, doce años es lo mismo que cuatro mil trescientos ochenta días y noches, y que puede restarse, día tras día. Los chinos ponen nombre a sus años. Para mí todos los años eran el año del Caballo y el año del Infierno… Intenté escaparme, pero nunca logré traspasar ni una maldita pared. Realmente, no sé cómo transcurrieron esos años. Dormía y trataba de huir, cosía sacos de correos y dormía. Esos años no existen… No sé bien cómo, pero al final salí, una mierda de veinticuatro años temblando en Västervik, con una maleta y unos billetes de mil. Bajé al puerto, lo recuerdo, fui a Slottsholmen y me quedé mirando al agua. Apenas me atrevía a mirar a la cara a la gente. Pero tenía un colega en Kalmar, Nisse Galon, al que había conocido en el trullo. Me dijo que podía ir a buscarlo cuando saliera. Él sabía lo que era enfrentarse al mundo después de pasar un montón de años tras las rejas, a él lo habían encerrado una vez por homicidio… Estuve viviendo en la casa de él y su mujer un tiempo, me enseñó a moverme por las calles, a tratar de comprender lo que había ocurrido durante todos aquellos años. Pero yo estaba tan lleno de… Sí… Tenía que recuperar esos ocho años de algún modo. Era como si tuviera que hacerlo antes de vivir de acuerdo con mi propia edad, no sé si entiendes lo que quiero decir… Pero, de todos modos, Nisse Galon tenía sus expectativas, me buscó trabajo en Kalmar Mekaniska y una guarida en una vieja casucha. Estuve allí durante cuatro meses, pero luego me marché. A pesar de que había estado encerrado ocho años no me asustaba volver a empezar. Siempre pensamos que vamos a salir adelante. Y después de ocho años no podía haber nada peor. En Kalmar encontré a un muchacho con el que había estado en la cárcel de Falu y él sabía de una caja fuerte en Emmaboda… No, eso fue otra vez. Fue en Orrefors. Yo había aprendido a soldar en Kalmar Mekaniska, y resultó de utilidad, esa vez había mucho dinero, cuatro mil para cada uno. Y recuerdo que sentí como si uno de aquellos ocho años quedara saldado. Otros siete golpes más con éxito y me habría recuperado. Mi compañero era un buen tipo. Él era razonable, mientras que a mí me costaba pensar. Hicimos una gira prolija durante unos meses. Nisse Galon estaba cabreado, como es natural, pero a mí me traía sin cuidado. Bueno…, qué ocurrió luego… La chica de mi colega pensaba que ya había robado bastante por el momento, yo empecé a sentirme incómodo en Kalmar y tenía suficiente dinero para comprar un coche y viajar a Estocolmo. Recuerdo que me detuve en Norrköping, aparqué fuera de la cárcel y oriné en la pared. Fue un buen viaje. A la salida de Nyköping había una chica haciendo autoestop, la cárcel de mujeres de Hinseberg no le resultaba desconocida, así que nos pasamos toda una tarde en Södertälje… Era la primera chica en… Bueno, después… Diablos, tú ya me entiendes. Luego hablaremos de eso… Pero ella tenía un chico en Estocolmo y no se atrevía a no volver a casa… La he visto algunas veces después, hacía la calle en Estocolmo… Parece que era amiga de aquella que degollaron en una caravana en la calle Valhallavägen, drogada y jodida. Pero cuando la vi allí, a la salida de Nyköping, haciendo autoestop estaba de buen ver… Yo aparqué el coche, bebí hasta emborracharme y fui a la casa de mis padres. Mi madre se asustó y empezó a llorar. Mi padre, que estaba borracho como de costumbre, se quedó de pie tirándose de la oreja que le quedaba y me preguntó si había ido para cortársela también. Lo único que podía hacer era irme de allí lo más rápidamente posible. Fue la última vez que estuve en casa. Mi madre murió luego, lo supe mucho tiempo después del entierro. Pero mi padre vive aún, como la mala hierba, nunca muere. Nunca… Me quedé en Estocolmo. Viví un poco aquí y allí. Fue por entonces, más o menos en 1965, cuando se puso en marcha todo lo de la droga. No sé por qué, pero siempre le he tenido un poco de miedo a eso. Tal vez porque había sido testigo de uno de los primeros golpes realmente grandes. Dos que se metieron alguna mierda, creo que era detergente, y murieron ante mis ojos en una casa que iban a derribar en Klara, al lado del edificio de Aftonbladet, si no me equivoco. Nunca se me olvidó aquello, así que me limité al alcohol y un poco de hachís de vez en cuando. Durante aquellos años me convertí en un ladrón bastante bueno. Trabajábamos varios juntos y siempre íbamos directamente a por el dinero. Nunca otra cosa. Entonces todavía había cajas fuertes en circulación. Pero eso se acabó cuando quedó demostrado que atracar bancos era un negocio digno de tal nombre. Empecé con una oficina de correos en Bandhagen. Me llevé diecinueve mil, no había ningún problema, y entonces lógicamente empiezas a pensar qué sentido tiene estar de rodillas haciendo un trabajo duro.

»Una vez, cuando estaba dando una vuelta alrededor de una caja de ahorros en Jakosberg, me pareció que había otro muchacho que me miraba de forma sospechosa, a mí y al banco. Era Göte Engström… Actualmente se le considera el delincuente más peligroso de Suecia, tal vez hayas oído hablar de él… Bueno, el caso es que él iba detrás del mismo asunto, en el mismo banco. Y como él estaba primero, tenía que hacerlo él, cosa que llevó a cabo resueltamente. No sé cuánto consiguió llevarse, pero seguro que tuvo de sobra para una cerveza y un bocadillo…

»1965, 1966 y una parte de 1967 fueron años buenos. Yo tenía un apartamento en la calle Skånegatan… Siempre en la zona sur, y vivía gastando todo el dinero que había reunido. Tenía que recuperar muchos años… Pero, naturalmente, la racha se cortó. Fue en un banco mediano en Enköping. Necesitaba a alguien que condujera, luego me arrepentiría de ello. Cuando vas por tu cuenta las cosas salen bien; si mezclas a otros, nunca se sabe. Pero yo acordé con un muchacho que me estaría esperando fuera en un coche. Todo fue bien hasta que me di cuenta de que estaba tan drogado que veía la carretera doble y chocamos contra un pilar en un viaducto. Él logró escapar, pero yo desperté en un hospital con hundimiento del tórax y luego me llevaron directamente a Hall. Me cayó un año y varios meses. Por aquella época todo se había vuelto muy radical en Suecia. Recuerdo a uno, al que le llamaban Brobyggaren, que había logrado que un montón de gente invirtiera en un proyecto turbio en España. Después de desplumar un banco, se metió directamente con el coche en una manifestación en contra de lo de Vietnam. Allí quedó atrapado y, como es natural, volvieron a meterlo en el trullo. Si intentabas hablar con él de política carcelaria, te arriesgabas a que te clavara un tenedor en la barriga. Pero, de algún modo, el asunto empezó a moverse en las cárceles. Por supuesto, la mayoría no mostraba ningún interés, y los ladrones más viejos querían que todo siguiera igual. Pero había un grupo intermedio, o como se le quiera llamar, que empezó a hablar de la dignidad humana y de un trato digno a pesar de que fuéramos presos. Yo no estaba especialmente interesado y me lo tomé con la actitud más negativa posible. Nadie iba a enseñarme nada. Pero algo hizo mella en mí, y lo que más me desconcertó fue eso de que no somos necesariamente ladrones de nacimiento. Que no se es ladrón y criminal desde la cuna. Al contrario de lo que siempre se había oído antes, que podías reconocer a una manzana podrida por su modo de arrastrarse a los seis meses. Naturalmente, fue una revolución enorme tener la sospecha de que te conviertes en lo que eres, que no siempre lo has sido. En aquella época empezaron a dar vueltas por las cárceles un montón de asistentes, y al final me atreví a pedirle a uno de ellos que escuchara mi historia. Era bueno, porque mantenía que yo, sin duda, me había convertido en un criminal debido a las relaciones que había en casa y un montón de mierda más, pero también dijo que la persona siempre tiene parte de responsabilidad. Aunque hayas crecido en medio de palizas, eso no te da derecho a emprenderla contra los demás. Más o menos eso… Naturalmente, entonces yo no tenía las ideas muy claras, ahora es cuando empiezan a encajar las piezas un poco mejor. Pero fue el principio de algo… Aunque es sólo la mitad de la verdad, porque yo ya era ladrón y no ambicionaba ser otra cosa. Y si lo hubiera hecho, se me habrían ido las ganas en cuanto hubiera salido del trullo. Cuando has pasado un año dentro, te sientes tan inseguro al salir que sólo la idea de poder vivir una vida normal algún día es como si te dieran una patada en el culo… Pero esa vez se fue todo al infierno directamente. Me metí en la primera oficina de correos, en Enskede. Dio la casualidad de que había un coche de policía en la esquina, y cuando vieron mi pistola de juguete, me dispararon en la pierna. Un año más en el trullo, otra vez en Hall, y fue entonces cuando empecé a plantearme elegir. O me dejaba llevar también por el meandro de las drogas, olvidándome de que vivía, o intentaba salir de toda esa mierda para siempre. Conocí a otra asistente, y ella…, pues era una mujer, me hizo un montón de preguntas. Yo había accedido a ello con la condición de saber los resultados. Cuando terminó, me dijo que yo era una persona insegura emocionalmente, muy influenciable, pero a la vez terco como una mula… Y la verdad es que no era ninguna novedad. Como yo tenía conocimientos técnicos, ella pensó que podía formarme para ser una especie de mecánico; me buscó libros y permisos de estudios y yo me puse en marcha. Era…, debía de ser 1969, justamente después de Año Nuevo. También tiene que ver que yo salía con una chica desde hacía un año, una buena chica, no estaba fuera de la ley, sino que trabajaba en una librería. Ella estaba dispuesta a invertir dinero y su futuro en mí. Pero sólo si yo dejaba lo de los bancos y oficinas postales. Nos lo pasábamos bien y yo ya estaba cansado de entrar y salir de las cárceles… No quería meterme en las drogas. No sé por qué… Simplemente no quería… Por entonces estudiaba mucho, me iba muy bien, y cuando luego me rebajaron tres meses por buen comportamiento, me sentí tocado por la felicidad. Pero sólo tuve tiempo de ir a casa de Britta, que es como se llamaba, y abrir la puerta, entonces me enteré de que ella ya no quería seguir, había llegado otro y todo eso. Me fui de allí, como es natural, y no he vuelto a mirar un libro de texto desde entonces. De eso hace un par de años… Y… Sí, demonios… También he pensado todo el tiempo en volver a verte, para… Sí, podemos decir que para pedirte disculpas por lo de aquel 1955…

—1956.

—Sí, sería entonces, 1956.

—Hace tanto tiempo. Ahora no hay nada de que hablar.

—No… Pero podrás permitirme que te pida perdón de todos modos. O…

—Él está muerto.

—No pensaba en eso. Sino en que te arrastré conmigo… Fanfarroneando con mis malditos negocios de coches… ¡Maldita sea! Ahí llega un chulo de Estocolmo y se lleva a una chica de Hallsberg al mismísimo infierno… Tengo remordimientos por ello. Los he tenido siempre.

Ella lo mira y piensa que, si hay algo por lo que él debiera pedirle perdón, hincado de rodillas, es por lo que le hizo a ella en el asiento de atrás de uno de los coches en los que iban dando vueltas. Pero parece que eso no lo tiene presente. No es nada de lo que valga la pena acordarse… Todo lo que él destruyó en aquella ocasión, metiendo un pincho a través de sus ideas más profundas sobre el amor y la ternura…

Pero de eso hace dieciséis años y lo recuerda de otro modo. De la misma manera que cambiamos nosotros, también lo hacen nuestros recuerdos. Ese día soleado puede parecer en la memoria del otro como un día desapacible, lluvioso y sombrío de verano. Y cuando oye lo que Lasse Nyman tiene que contarle, nota que envejece dieciséis años, y un mundo completamente desconocido se descubre ante ella. ¿Qué sabe ella de la vida carcelaria? ¿De la vida de los que están fuera de la ley, aparte de los negativos o simplemente espantosos titulares de los periódicos? Pero que él haya sido capaz de sobrevivir a esa pesadilla… Él, que parecía tan asustado aquella vez, tan indefenso bajo esa apariencia de duro que parecía de escayola…

—¿Cómo me has encontrado? —pregunta ella.

—No me ha resultado difícil —contesta él—. Al fin y al cabo, cuando llevas una vida así, haces un montón de contactos. Estuve preguntando en Hallsberg. Allí alguien me dijo que te habías ido a vivir a Borås y que parecía que te llamabas Halvarsson. Luego fui a Borås y después de un par de días estuve con alguien que creía que eras tú la que se había casado con Jacob el de la tienda de deportes, y luego llamé por teléfono y dije que llamaba de Hacienda y necesitaba tu dirección actual. Así de sencillo. ¿Por qué he abierto tu puerta con una ganzúa para entrar? Tal vez por temor a que no me abrieras. ¿Lo habrías hecho?

—¿Abrirte?

—Sí.

—Lo habría hecho…

—¿No estás segura?

—Sí, habría abierto. ¿Estás satisfecho?

—Sí, sí, ¡no te enfades! ¿No podrías contarme cómo te ha ido a ti? Dos hijos. Y Gotemburgo…

—Parece que ya lo sabes todo.

—No sé nada. Pero no tienes que contármelo si no quieres…

No, ella no tiene ganas de hablar. Por lo menos en ese momento. Le resulta demasiado increíble que Lasse Nyman haya surgido de las sombras para que ella pueda hablar de su vida. Tal vez en otra ocasión, pero no ahora, en mitad de la noche.

—¿Qué haces ahora? —pregunta ella.

Él se encoge de hombros.

—No tengo a nadie siguiéndome los pasos —dice como evasiva—. No van a aparecer de repente un montón de polis aquí, si es lo que temes.

—Pero ¿vives aquí, en Gotemburgo?

Lasse Nyman sacude la cabeza y bebe las últimas gotas de la botella de whisky.

—El sur es el sur —dice él—. Allí tengo un pequeño cuarto. Al menos lo tenía la semana pasada. No, he venido sólo para… Sí… Se podría decir que para saludarte.

A Eivor le parece de pronto que él está decepcionado. Pero ¿qué se esperaba? ¿Una alegría inmensa por el reencuentro? Entonces debe de ser un niño aún, como cuando se sentaba y presumía de sus grandes coches americanos, de Estocolmo, de todo lo que la vida le ofrecía…

—Mañana tengo que madrugar —dice ella.

—Me voy —contesta él mientras se mete la botella en el bolsillo del abrigo.

«No dejar nunca huellas», piensa ella. «Siempre huyendo, alerta…»

—¿Adónde? —pregunta ella.

—Ya me las arreglaré.

No, no puede terminar aquí. Él se ha dejado ver después de dieciséis años y, cuando ella haya superado la sensación de irrealidad que ese encuentro le ha producido, deberían hablar. Mañana, a la luz del día, no ahora, en medio de la noche.

—Si no tienes a donde ir, puedes dormir en el sofá —dice ella.

—Pero ¿y los niños?

—Soy yo la que los despierta. Puedo explicárselo.

—¿Qué vas a decirles?

—Que eres… Un viejo amigo, o algo por el estilo.

—Bueno… Sí, entonces me quedaré con mucho gusto.

—Así podremos hablar un poco mañana cuando vuelva al mediodía. Pero ahora tengo que dormir.

—Desde luego.

—¿Cuánto tiempo has pensado quedarte aquí en Gotemburgo?

—No tengo ningún plan. Me iré… Bueno, luego…

Ella le da una manta y una almohada con una funda.

—Espero que puedas dormir aquí.

—Estoy acostumbrado a condiciones mucho más primitivas —dice Lasse Nyman.

—Buenas noches, entonces.

—Adiós… Y gracias…

Ella cierra la puerta al salir y se sienta en el borde de su cama. Faltan pocos minutos para las dos. Pone el despertador, se tumba encima de la cama y se tapa con una manta. Dentro del salón no se oye ni un ruido.

«Veamos si tengo o no problemas para dormir», piensa ella. «No me extrañaría que me quedara despierta hasta el amanecer. Pero me gustaría poder dormir, y mañana ya veremos. Aquella vez, hace dieciséis años, era un sueño que yo tenía, al que se le cayó la máscara. ¿Quién dice que hoy podamos tener algo en común cuando no lo tuvimos entonces?»

Tal vez ahora ocurra lo contrario. Tal vez sea él quien se ha formado durante todos estos años una imagen de ella que no se corresponde con la realidad. ¿Es posible que ella, a pesar de todo, significara algo para él?

Pero eso ya lo verá mañana, ahora tiene que dormir…

Cuando se despierta al sonar el despertador en el gris amanecer, él se ha marchado. La manta está doblada sobre el sofá, no parece que haya usado la almohada. Bajo el vaso vacío hay una nota escrita en un trozo del paquete de cigarrillos que él ha destrozado. Eivor se frota los ojos y lee:

«Eivor.

»Desaparezco con el máximo silencio posible. Creo que es mejor así. Tal vez nos veamos algún día. Gracias por recibirme. Cuídate.

»Lasse N.»

«Tal vez sea mejor así», piensa ella. «Ya tengo suficiente. Trataré de no pensar que él ha estado aquí, aunque lo haya hecho. No es necesario rebuscar en lo que pasó hace tanto tiempo. Yo vivo mi vida, él la suya. Una vez nos encontramos por una casualidad que hoy ya no significa nada».

»Tal vez sea mejor que haya desaparecido.»

Ella retira la almohada y la manta del sofá y va a despertar a los niños. Esquiva la idea de que un día serán tan grandes que ya no podrá empezar el día apretando sus cálidos cuerpos, experimentando por un corto e intenso instante la felicidad absoluta. Saber que la tienen a ella. A ella y a nadie más…

Katarina Fransman parece una joven asombrosamente efectiva, que sorprende a Eivor con una propuesta que ha estudiado a fondo, y que tampoco deja a un lado los sueños de Eivor. ¡Como el de ser enfermera! ¡Por supuesto! ¡Claro que puede serlo! En realidad no hay nada que no seamos capaces de hacer si estamos simplemente dispuestos a aguantar con la fuerza del roble y una voluntad de acero. Pero puede tardar seis o siete años en terminar. Y al tener a los dos niños a su cargo… No, ella le pide a Eivor que se lo piense una vez más. Sobre todo porque Katarina tiene otras propuestas que hacerle. Otros estudios más cortos y realistas.

—A pesar de todo —dice ella—, tendrás que intentar vivir un poco mientras adquieres formación. Va a afectarte bastante. Tendrás que renunciar a cosas, sacrificarte, apretar los dientes. Muchas veces. Tú misma has dicho que, cuando ibas a la escuela primaria, estabas cansada de estudiar. Ahora tienes otra motivación completamente distinta para hacerlo. Pero no creas que sólo es cuestión de retomar los libros y continuar donde los dejaste una vez. Es mejor que sepas de antemano lo pesado que es, así no te sentirás decepcionada más tarde. Puede que yo parezca la abogada del diablo, pero lo hago por tu bien. Créeme. Yo también soy mujer.

Al final deciden que Eivor se esperará un poco antes de tomar una determinación sobre su profesión. Prescindiendo de lo que elija, tiene que empezar por ampliar sus conocimientos básicos. Luego, cuando vea cómo va, cuánto es capaz de hacer, podrán seguir tomando decisiones. Y Eivor sólo puede estar de acuerdo. La mujer al otro lado de la mesa sabe de lo que está hablando, intenta frenar las ideas equivocadas de Eivor.

—Se tienen sueños —dice Eivor.

—No hay nada malo en ello —contesta Katarina Fransman—. Hay que aferrarse a ellos. Con una correa si es necesario. De lo contrario pueden descarrilarse por completo y acabar en decepción.

La desganada predicción del meteorólogo se hace realidad: este año el invierno se adelanta en Gotemburgo. Incluso antes de Navidad ya ha caído una fina capa de nieve sobre la ciudad. Ese día precisamente, el 15 de diciembre, están a varios grados bajo cero cuando Eivor va a la plaza de Frölunda por la tarde, a la primera reunión de preparación a los estudios, una introducción para los que van a empezar a estudiar a principios de año. Ella va deprisa a lo largo de la calle Lergöksgatan, como siempre con retraso. No resulta nada fácil ser puntual teniendo dos niños. Si no es una cosa es otra… Y ella está agobiada por esta reunión, a pesar de que Katarina Fransman ha intentado calmarla diciéndole que va a conocer a personas que están en la misma situación que ella. Sí, tal vez incluso peor. Además le ha preguntado sonriéndole si no hay algo que Eivor eche de menos. Sí, naturalmente que lo hay. Pero ahora está tan angustiada que lo que más le gustaría es volver a casa. Y va a llegar con unos minutos de retraso… ¿Por qué ha tenido que romperse el guante de hockey sobre hielo de Staffan precisamente hoy? Siempre hay algo…

Ahí está la iglesia de Ekebäck y sólo faltan cuatro minutos para las siete. Aunque corriera llegaría tarde. ¿Y quién se atreve a correr en una calle llena de escarcha? ¿Por qué no echan arena…?

Han ocurrido tantas cosas durante el último mes, son tantos los destellos que pasan por su cabeza cuando hace memoria… Apenas ha tenido tiempo de pensar en la visita nocturna de Lasse Nyman, y eso es bueno. Sólo le traería recuerdos perturbadores del pasado, y ahora lo que importa es el futuro.

Ya no necesita desplazarse a Torslanda, ni al maldito Enoksson. Katarina Fransman encontró de repente un trabajo para ella en Frölunda, cerca de su casa. Todo fue muy deprisa. Un día estaba en la cafetería con los viajeros de vuelos chárter que pedían sus cervezas a gritos, y al día siguiente se hallaba detrás del mostrador de la filial en Frölunda del establecimiento de bebidas. Pero probablemente era mejor que fuera todo tan rápido para que no le diera tiempo a dudar ni a ponerse nerviosa. Y ahora ella ya lleva trabajando dos semanas en el establecimiento de bebidas y se encuentra a gusto. Los compañeros de trabajo son agradables y no tiene que desplazarse lejos. Y si luego resulta demasiado arduo compaginar los estudios con el trabajo, puede conseguir media jornada laboral. Trabajar medio día o tres días a la semana… Alguna diosa ha puesto a Katarina Fransman en su camino. No puede ser sólo cuestión de suerte…

Está en la plaza de Frölunda. Se dirige al otro lado, a la casa que está en medio.

Trata de alejar el nerviosismo pensando en el disgusto que causó al dejar la cafetería. Pero era todo culpa de Enoksson. Cuando Eivor empezó a hablar, él hizo la mueca más desagradable que pudo y le dijo que debía respetar el plazo de aviso de rescisión. Y cuando ella, de pie en su oficina con olor a orín, le dijo que terminaba el viernes siguiente, él se lo tomó como una ofensa personal y empezó a agitar las manos y a hablar de desagradecimiento y a decir que ponía todo el servicio en peligro…

«En el mundo hay demasiadas personas como Enoksson», piensa ella mientras se apresura a cruzar la plaza. «Miserables con aires de grandeza que creen que el mundo se caería a pedazos si su asqueroso café y sus secas pastas no estuvieran en el mostrador…»

Ella reúne coraje recordando el momento en que se despidió. Bien preparada, con el apoyo de Berit y los demás.

—Tal como haces las cosas, tendrías que estar contento de que alguien quiera trabajar aquí —sentenció ella.

—Si necesito a alguien sólo tengo que ir la calle a buscarlo —contestó él con furia.

(Ella recuerda que se le puso toda la cara roja y que se atrevió a pensar que, con un poco de suerte, tendría un derrame cerebral y caería muerto sobre las facturas del panadero de Skåne, su mayor enemigo en esta vida…)

—Entonces hazlo —dijo ella cortante—. Sal a la calle. Pero volverás a entrar solo. Si crees que estar aquí vendiendo tu maldito café es la mayor felicidad del mundo, estás equivocado. Tal vez lo entiendas alguna vez. Pero lo dudo…

Él se quedó helado. Con la boca abierta como un pez, y fue ella la que dijo la última palabra…

¡Ya ha llegado! Eivor se quita la gorra de lana y se arregla el pelo, esta sin resuello. Se ha retrasado siete minutos. No hay nada que hacer… Avanza por el centro de estudios buscando la puerta correcta. Tiene que ser aquí, y ahora está en la puerta como cuando iba a la escuela. La clase ha comenzado y es como entrar en la arena de un circo iluminado, a merced de todas las miradas…

Se quita el abrigo y se queda de pie con la mano en el picaporte.

«Mierda», piensa mientras abre.

No es en absoluto como ella se había imaginado. No hay pupitres alineados, ni tarima. En la habitación hay una gran mesa redonda y encima hay tazas de café y ceniceros.

Un hombre joven de unos veinticinco años se levanta y se dirige a ella.

—¿Eivor Maria Halvarsson? —pregunta.

—Sí —dice ella—. Me he retrasado un poco…

—No importa —dice él, y ella cree que lo dice en serio.

Ve una silla libre junto a la mesa y se sienta.

Hay nueve personas en torno a la mesa con su profesor, o tutor, como él mismo se denomina después de presentarse como Carl-Erik Norberg. Siete hombres, dos mujeres.

Cuando Eivor los mira, lo primero que piensa es que ella no es la mayor. Al menos cuatro de los hombres que están allí rondan los cuarenta. ¿Por qué es importante? Sí, eso es importante para ella. No tiene que ser la más joven, pero no le gustaría ser la más vieja. Del mismo modo que no necesita ser la mejor, siempre que no sea la peor…

Además de Eivor hay otra mujer. Está sentada enfrente de ella y sonríe cuando Eivor la mira. Hay una relación de nombres delante de ella. Va mirando la lista y ve su propio nombre, y debajo un nombre de mujer, Margareta Alén, nacida en 1945. Así que es más joven pero no mucho, son de la misma generación…

Todo resulta ameno, lo más lejos de un ambiente de escuela que Eivor pueda imaginarse. Tiene que reprimir la risa cuando piensa en cómo creía que iba a ser. Personas adultas, vestidas con ropa de niños. Pantalones bermudas y faldas floreadas. Cintas en el pelo y narices sin limpiar… Pero aquí está rodeada de personas adultas que escuchan a Carl-Erik Norberg hablar de planes de estudio y paciencia.

—Vosotros mismos vais a evaluar vuestros resultados —dice él—. Aquí nadie va a ser el mejor de la clase. Sólo podéis tener éxito o no en relación con vosotros mismos. Nunca lo olvidéis.

«Creo en esto», piensa Eivor enseguida. «Voy a superarlo… Me siento bien aquí. Sí, esto va a funcionar…»

Se sobresalta. Se ha sumido en sus propios pensamientos y no ha prestado atención. Pero parece que nadie lo ha notado y Carl-Erik Norberg sigue hablando. Del material del curso y de orientaciones de los estudios…

Después de una hora todo ha terminado. El curso comenzará el 10 de enero. Eivor recuerda que hace muchos años empezó a trabajar en la fábrica textil de Konstsilke en esa misma fecha… Pero eso fue antes de que ella tuviera siquiera una agenda… Todos se marchan deprisa en distintas direcciones, con el tiempo empezarán a conocerse.

Eivor va a su casa.

Para el 10 de enero falta un mes escaso. Sin embargo, siente como si fuera demasiado tiempo. Hubiera sido capaz de empezar al día siguiente.

¡Aprender algo! Idiomas, ciencias sociales, geografía, historia. Descubrir al menos otros secretos de la vida. Tal vez, incluso, poder contestar poco a poco algunas de las preguntas de los niños.

Porque no va a permitir que Staffan y Linda dejen la escuela, lo tiene decidido. Les va a decir con toda sinceridad lo mucho que se ha arrepentido ella durante esos años…

«No es verdad», piensa. «Nunca me he arrepentido. Entonces era la que era.»

Es agradable volver a casa una tarde de diciembre sintiéndose fuerte y llena de expectativas. Y poder dormir media hora más después de que los niños hayan salido para la escuela. Llegar a casa más temprano por la tarde. Dejar de ir apretujada en autobuses y tranvías…»

¿Se puede estar mejor?

Se detiene y aspira profundamente el frío aire de diciembre. ¿Es posible que sea feliz? ¿Aquí, en la calle, de camino a casa? Recuerda aquella tarde de sábado en el Baldakinen hace casi dos meses, lo que pensaba entonces, encerrada en un retrete. ¿Habría imaginado entonces que todo podría cambiar tan deprisa…? ¿Que nada es imposible mientras no nos quedemos sentados de brazos cruzados? ¿Que siempre hay un mundo por conquistar, aunque tengas treinta años y apenas hayas terminado los estudios primarios…?

Sigue caminando. Quedan muchas cosas por hacer. Faltan menos de diez días para Nochebuena y apenas ha tenido tiempo de pensar en ello, pero ahora debe concentrarse en procurar que los niños tengan unas buenas navidades. Es posible que en primavera no pueda prestarles tanta atención…

Sube las escaleras rápidamente. Como si no tuviera un minuto que perder.

Sí, las navidades. Le ha preguntado a Jacob por teléfono qué van a hacer, y ha escuchado los deseos y expectativas que tienen Staffan y Linda. Según ha entendido, la Nochebuena sin que estén presentes ni ella ni Jacob supone una carga demasiado pesada para ellos. El divorcio y la mudanza a Gotemburgo lo llevaron asombrosamente bien, tal vez debido sobre todo a que Jacob no vive demasiado lejos y los tiene en su casa durante los fines de semana. Eivor se pregunta a menudo si se habrán dado cuenta de que tanto Jacob como ella se han sentido mejor después de lo ocurrido.

Van a celebrar la Nochebuena en Borås, como de costumbre, en casa de los abuelos paternos Linnea y Artur. Cualquier otra cosa les decepcionaría. Ellos nunca han hecho ningún comentario acerca del divorcio. Han intentado que todo siga igual que siempre, y como por lo general pueden ver a sus dos nietos una vez a la semana, no han notado gran diferencia.

Jacob y Eivor han acordado que él se llevará después a los niños a su casa y que se quedarán allí desde Nochebuena hasta Año Nuevo. A Eivor le parece también que es bueno que se acostumbren a estar con él periodos de tiempo más largos que los fines de semana. Además, siente una creciente necesidad de ser dueña de sí misma durante una semana completa e ininterrumpida, casi diez días. Y especialmente ahora, cuando va a intentar prepararse para los estudios del próximo año.

Por el momento marcha todo bien. Tiembla ante la idea de que Jacob fuera otra persona. Ha oído demasiadas historias de hombres que apenas se ocupan o que hacen caso omiso de sus hijos.

Seguramente Jacob fue una buena elección en aquel momento. Que luego no resultara bien es algo que puede ocurrir en las mejores familias…

Da la vuelta en la calle Altfiolgatan y piensa que esta tarde debe escribir una lista de lo que tiene que hacer antes de las navidades. Y aunque no le dé tiempo a terminarla por estar rendida de cansancio, va a empezar también una carta para Elna y Erik.

Pero antes de echar su carta al buzón, recibe una de Lomma. Es Elna, que le cuenta que, como de costumbre, va a ir a Sandviken por Navidad, acompañada de Erik y de Jonas. Y que de camino van a pasar por Gotemburgo. Tal vez podrían verse allí unas horas entre un tren y otro, para intercambiar regalos y saludos navideños…

La mañana de Nochebuena, Eivor va a la Estación Central con los niños, las maletas y los paquetes. El día anterior, cuando vio crecer el montón de equipaje, le entró tal pánico que fue corriendo a llamar por teléfono para reservar un taxi, y aunque no creía que fuera posible, lo consiguió. En la estación reina un caos tremendo, ella tiene que abrirse camino entre la gente durante veinte minutos antes de poder dejar sus maletas en consigna. Se angustia pensando en el tiempo que va a necesitar para retirar el equipaje y llevarlo al tren de Borås. Agarra a cada niño con una mano y busca sitio libre en la cafetería de la estación. Cuando ve a las chicas estresadas detrás de la caja y los carritos de bandejas, se pregunta cómo estarán las cosas en Torslanda, si se habrá sentado Enoksson junto a la caja a contar los grasientos billetes de las navidades…

El tren procedente de Malmö lleva más de media hora de retraso, así que cuando Eivor ve finalmente a su madre, a su padrastro Erik y a su hermano Jonas, que es de la misma edad que Linda, sólo pueden pasar una hora juntos antes de que ella tenga que coger su tren.

Pero han venido, y después de muchos impedimentos han podido tomar café y unos refrescos…

Siempre que ve a Elna con Jonas se sorprende. A pesar de que el chico ya tiene diez años, a ella todavía le resulta difícil entender que es su hermano. Además se parece a Erik y no tiene el pelo oscuro como ellas dos, que lo han heredado del abuelo Rune…

Ahora por Navidad hará tres años que murió. Llevaba mucho tiempo sin poder moverse de la cama cuando le vino el derrame cerebral y todo terminó. Después de su muerte, Elna y su familia viajan hasta allí para pasar las navidades con la abuela Dagmar. Eivor ha pensado a menudo que le gustaría acompañarles, pero para Linnea y Artur sería una decepción. Haga lo que haga, siempre hay alguien que no está satisfecho, y ella tendrá que conformarse con escribirles una postal de Navidad y enviarles dinero para flores a través de Elna. Pero aún le duele acordarse de que no estaba con el abuelo Rune cuando murió. Tenía una especie de complicidad con él desde aquella vez que ella y Elna fueron a Sandviken, cuando estaban embarazadas las dos… Pronto hará diez años de eso… De repente parece que todo ha ocurrido hace diez años. Cuando está aquí sentada en la estación de trenes y el caos es total, la realidad y toda la vida pueden parecer una verdadera locura. ¿Por qué corren todas esas personas? ¿Adónde van? Parece que estuvieran corriendo por aquí sin cesar, Navidad tras Navidad, desde tiempos inmemoriales, con paquetes colgando alrededor de brazos y piernas…

El tiempo es escaso y la conversación salta de un tema a otro. A Eivor le hubiera gustado decirles que va a empezar a estudiar, pero ahora de pronto le resulta imposible y sólo les cuenta que ha cambiado de trabajo.

Elna la mira asombrada, casi divertida.

—¿En el establecimiento de bebidas? ¿Por qué tienes que trabajar ahí precisamente?

—Está mejor pagado y además está en Frölunda —contesta Eivor, maldiciendo en su interior no tener tiempo para explicarles los verdaderos motivos.

Recuerda cómo estaba hace diez años (otra vez diez… ¡Siempre diez años!), cuando Elna dijo que iban a irse a vivir a Lomma. Recuerda la envidia que sintió y se da cuenta de que ahora ella también quisiera decirles que está a punto de cambiar su vida. Pero es imposible. Erik anda por ahí controlando los horarios de los trenes, como viejo ferroviario que es, y Linda no se atreve a ir al servicio sola porque hay mucha gente… El tiempo se acaba y llega el momento de intercambiar paquetes y deseos de felicidad para las fiestas navideñas. A Jonas le encanta tener una hermana con dos hijos que son de su edad. Es una ecuación que no consigue resolver. Se sienta y mira a Eivor con ojos de asombro y a ella le dan ganas de decirle que ella está igual de sorprendida…

—¿Qué tal por Lomma? —pregunta Eivor.

—Bien —contesta Elna.

—Noto a Erik algo cansado.

—¿Te parece?

—¿Y cómo van las cosas en la fábrica Eternit? He leído mucho acerca de… ¿Cómo se llama?

—El amianto.

El que contesta es Jonas. La mira muy serio y pronuncia la palabra correctamente.

—Se dicen tantas cosas —comenta Elna.

—¿Y cómo te van las cosas a ti, Elna?

—Estoy pensando en empezar a trabajar el año que viene. Para la primavera. Por fin.

—¿En qué vas a trabajar?

—Tendré que empezar limpiando. No sé.

—¿No puede ayudarte Vivi a encontrar algo mejor?

—Su marido tal vez. Pero… No creo que les vaya tan bien ahora…

Eivor no logra saber lo que no va bien entre Vivi y su marido, el jefe de prensa, porque en ese momento vuelve Erik y tienen que darse prisa en intercambiar las últimas felicitaciones navideñas antes de que sea la hora y Eivor deba llevar a los niños al tren de Borås. Erik la ayuda a retirar las maletas. A ella le llama la atención el hecho de que él empiece a toser y se le salten las lágrimas simplemente por llevarle las maletas un momento hasta el andén. Es evidente que está enfermo. Elna no puede ocultar su preocupación, Eivor la percibe a través de su aparente indiferencia. Pero no tienen tiempo de hablar de ello, el tren se pone en marcha y ellos se dicen adiós y se desean felices navidades una vez más, como una declaración final…

Eivor nota que le cuesta dejar de pensar en Erik. Su rostro ceniciento, el ataque repentino de tos que casi le ahogaba. ¿Cuánto tiempo hace que se fueron de Skåne? Diez… No, hace once años. A la fábrica Eternit. Eivor ha leído alguna que otra vez en los periódicos que la gente dejaba en la cafetería que se sospecha que la fábrica es perjudicial para la salud. Evidentemente guarda relación con una investigación que se ha hecho con trabajadores de la construcción en Borås. Algo acerca del material aislante cuyo nombre conocía su hermano pequeño. Pero ni Erik ni Elna han hablado nunca de ello, ni siquiera han tocado el tema. La mayor parte de lo que pone en los periódicos suele exagerarse hacia un lado u otro, y los que viven en Lomma sabrán lo que es mejor para ellos. Nadie sacrifica su salud voluntariamente… Pero él estaba pálido y la tos sonaba muy mal. Y ha adelgazado mucho los últimos años. No tiene el aspecto que tenía cuando limpiaba su coche en Hallsberg, o cuando volvía a casa de su trabajo en el apartadero del ferrocarril… Ha envejecido tan deprisa… De modo anormal. Y sólo tiene cuarenta y cinco años…

Eivor se ha preguntado a menudo por qué se marcharon realmente de Hallsberg. Porque iban a pagarle más a él, porque Elna iba a estar cerca de su antigua amiga Vivi y podían ayudarles a construir su casa… Sí, claro. Pero hay algo que no cuadra. ¿Estaba Erik dispuesto realmente a cambiar sin más su trabajo en el apartadero, al aire libre, por una fábrica polvorienta y sucia? Y, sin duda, Elna podría haber conseguido también trabajo como limpiadora en Hallsberg… No, hay algo que no cuadra, algo que Eivor no entiende.

«Pero ¿somos capaces de entender por qué las personas actúan de un modo determinado?», piensa ella mientras el tren hace una breve parada en la estación de Rävlanda. «¿Cuando ni uno mismo es capaz de entenderse…?»

Eivor piensa que su madre pronto cumplirá cincuenta años. Ha transcurrido más de la mitad de su vida, está más cerca de la vejez que de la juventud. ¿De qué ha valido su vida realmente? Dos hijos. Uno que llegó demasiado pronto y le cerró la primera puerta de salida a la vida, el otro hijo demasiado tarde. Y cuando al final va a salir de las paredes de su casa no puede hacer otra cosa que continuar limpiando. Claro que no hay nada desdeñable en ello, al contrario. Sin embargo…, ¿cómo lo vive ella? ¿Es consciente de que, a pesar de todo, es demasiado tarde para volver a empezar desde el principio?

«Si Elna pudiera hablar de ello en algún momento», piensa Eivor. «Solamente una vez. Hablar con sinceridad. Es curioso que las mujeres como nosotras nunca hablamos de nuestras vidas, como si nuestros pensamientos y sentimientos más profundos fueran algo feo o desagradable que no pueden mostrarse a la luz del día. O como si fuera un síntoma de debilidad reconocer que a veces no podemos dormir por las noches y quisiéramos salir corriendo a la calle dando gritos. Pero no lo hacemos. No si desciendes de una familia de Sandviken de clase trabajadora, honesta y fácil de contentar…» Eivor gesticula y sacude la cabeza mientras piensa. «Cielo santo, qué camino más largo…»

Salta de un pensamiento a otro, los niños se pasean por los vagones, pero se comportan, saben que tienen permiso para hacerlo, en vísperas de Navidad ninguno corre el riesgo de hacer algo que no está permitido.

Ya se ve el mar. Enseguida habrán llegado. Pero aún le da tiempo de reflexionar antes de ser absorbida por las fiestas navideñas. El abuelo Rune. Su vida. Toda una vida en la fábrica siderúrgica de Sandviken, un esfuerzo continuo. Y luego cayó enfermo y murió como si nunca hubiera existido. ¿Qué dice su lápida pequeña y sencilla de su constante esfuerzo para construir este país? Nada en absoluto. Él forma parte de la multitud sin voz, sin la cual nada existiría. Ni vías, ni el tren en el que viaja, ni la estación… Nada, ni siquiera le han dado las gracias… Bueno, sí, le dieron aquella medalla que nunca quiso ver, la que la abuela tuvo que esconder en la cómoda para que él no la tirara. ¿Qué decía? Ella recuerda literalmente el texto del diploma. Y por encima de todo brilla una estrella. Elna le ha contado la reacción de él. Fue una sorpresa para todos. Él, que siempre había predicado la obligación y el paulatino cambio social como sus puntos de referencia en la vida, de repente había cambiado por completo al recibir esa condecoración. Lo que debería haber sido una confirmación del motivo por el que había vivido se convirtió de repente en todo lo contrario, como si le hubieran dado una patada en vez de un apretón de manos o unas palmaditas en el hombro. Fue como si ese día su temperamento siempre activo comenzara a desvanecerse de repente, y a partir de ahí quedó atrapado y sólo soltaba amargos comentarios, como que de pronto había descubierto una enorme injusticia o un engaño… Y luego se quedó callado para siempre, fichó por última vez en su vida. «Dado de baja en el libro parroquial», motivo: fallecido…

—Hemos llegado —dice Linda.

—¿En qué piensas? —pregunta Staffan.

Ella los mira y sonríe, mientras siente un nudo en la garganta.

—En Papá Noel —contesta ella—. ¿En qué iba a pensar?

Los están esperando en el andén. Jacob no ha venido solo, lo acompaña Artur a recibirlos. Pero Linnea se ha quedado en casa preparando la cena de Nochebuena. Al bajar del tren, Eivor recuerda la imagen del abuelo Rune. Lo recuerda en la cama, agarrado a la sábana, en absoluto silencio, como si realmente no luchara contra la muerte sino contra una inmensa desesperación relacionada con la vida… Pero debe apartar de su mente esa imagen. Va desvaneciéndose. Es Nochebuena y ahí están Jacob y el abuelo Artur y parecen muy contentos…

La Nochebuena resulta todo lo bien que pueda imaginarse. Cuando Eivor se acuesta en el sofá que le ha preparado Linnea y mira el árbol con las luces encendidas, siente una gran satisfacción extendiéndose por su cuerpo. Los adultos han pasado la prueba del año, los niños se han metido en sus camas y lo han pasado bien. Y ahora ella va a tener su regalo tan esperado. Diez días para ella sola. Dentro de unas pocas horas va a levantarse y tomará el primer tren que salga para Gotemburgo el día de Navidad, y le ha dicho a Jacob que no se preocupe de llevarla a la estación con el coche, quiere ir andando para dar una vuelta y para pasar por delante de Konstsilke, su antiguo lugar de trabajo. ¿Estará el edificio todavía? ¿Quedará al menos algún rastro del mismo?

El viejo perro se mueve en silencio, del dormitorio le llegan los ronquidos de Artur y Linnea, y Eivor se acurruca y se tapa con la manta. Ya es más de medianoche cuando se queda dormida y sueña que se encuentra en su cama en Gotemburgo…

A la mañana siguiente, la ciudad está vacía mientras ella pasea. Un solitario taxi desaparece por la calle Skaraborgsvägen y ella llega a la puerta de su antigua fábrica. Todo parece estar llamativamente tranquilo, casi misterioso. Las chimeneas parecen muertas, igual que los respiraderos por los que antes salía el vapor, el agua espesa y marrón se mueve tan despacio que es casi imperceptible. Pero en su interior oye el estruendo de la sección de trenzado y ahí está Moses, cambiando calcetines a destajo, en espera de la eternidad, con el mismo ritmo frenético de siempre…

¿Y Liisa? ¿Qué hace? ¿Adónde ha ido? El último año que pasó Eivor en Borås se encontraron casualmente en la calle e intercambiaron direcciones en medio del viento otoñal, y Liisa le contó que trabajaba en una empresa de venta por correo y que vivía en Druvefors porque su antigua casa fue demolida. Pero nunca llegó ninguna carta de ella y Eivor tampoco le escribió.

Y esa mañana gris de Navidad, Eivor siente una gran necesidad de recuperar el contacto con Liisa. Ahora que la fábrica está en ruinas, con las ventanas rotas y las verjas oxidadas, ella puede recuperar vínculos perdidos en el tiempo a través de las personas que aún viven. Va andando a lo largo del Viskan hacia la estación, dobla en Krokhallstorget y busca el número de teléfono de Liisa en una guía telefónica que hay en el desolado edificio de la estación. Sí, ahí está, Sirkka Liisa Taipiainen, calle Trandögatan 9, teléfono… No lleva bolígrafo en el bolso, pero escribe el número en la parte trasera de un recibo con el lápiz de labios… La dirección es la misma que le dio hace un año, la recuerda, pero el número de teléfono no lo reconoce.

«Voy a llamarla», piensa. «Tal vez esté en Finlandia pasando las navidades. La llamaré después. No tengo más amigos con los que me gustaría mantener el contacto…»

El tren va casi vacío. Un somnoliento revisor le pica el billete en silencio. Al otro lado de la ventanilla, el campo está blanco…

Cuando vuelve a casa, da una vuelta por el apartamento para asegurarse de que realmente está sola, que no hay nadie escondido ni amenazando su soledad. Se sienta en el sofá y no hace nada. Toquetea un paquete de cigarrillos, pero no saca ninguno para no molestarse ni siquiera en eso.

Sabe que no debe tener remordimientos por sentirse tan sumamente bien estando sola, sin niños, sin obligaciones. ¿Lo había hecho antes? ¿Ha estado alguna vez lejos de los niños sin que la conciencia le royera continuamente por dentro? La madre negligente, la persona absorta en sus cosas que tiene la osadía de pensar en sí misma, aunque sólo sea unos pocos segundos de esa vida que bulle a una velocidad incomprensible… No, es la primera vez, y si pudiera empezaría a cantar. ¿Qué nombre se pusieron Elna y Vivi mientras daban vueltas por Dalarna en bicicleta aquel verano durante la guerra? ¿Daisy Sisters? Dos muchachas que eran casi descaradamente felices por el hecho de ser libres e independientes. Y luego todo se truncó.

«Siempre es así», piensa ella. «Si eres mujer, tienes que aprovechar los pocos momentos que te conceden para cantar. Formar un dúo mientras vas en bicicleta, aprovechar la ocasión, porque antes de que te des cuenta ya será demasiado tarde. Todos se dan cuenta de que mi madre y yo somos distintas. Pero ¿cuántos perciben que en ciertos aspectos nos parecemos? Y, sobre todo, ¿cuántos se dan cuenta de lo parecidas que podríamos haber sido…?»

La tarde está nublada. Enciende el televisor y va a la cocina a poner agua para el té. Tendría que preparar la comida, pero no lo hace. Una de las consignas de la libertad es ser capaz de descuidar la comida y tomar sólo un sándwich de paso.

Mientras está esperando a que hierva el agua llaman a la puerta. No puede ser. ¿Quién llama a su puerta la tarde de Navidad? ¿Un vendedor de abetos que no ha podido venderlos aún…?

Vuelven a llamar y ella duda si abrir o no. Puede ser Kajsa Granberg en un ataque de soledad, y, a pesar de que es Navidad y hay que tener consideración con el prójimo, Eivor siente que justamente hoy no le apetece aguantarla. Pero ¿no iba a ir a ver a unos parientes en Arvika…? Llaman de nuevo y Eivor intuye que es alguien que no va a rendirse, alguien que sabe que está en casa… Apaga el fuego y abre, y en la escalera está, Lasse Nyman vestido con un traje bien planchado y con una corbata azul que se vislumbra tras una bufanda granate. No parece el mismo que la visitó hace un mes por la noche, y menos aún el de aquella vez hace dieciséis años.

Sólo un cuarto de hora —dice él—. Luego puedes echarme.

—Es lo mismo que dijiste la última vez —contesta ella.

—¡Pero fuiste tú la que me ofreció que me quedara a dormir en el sofá! Entonces no me negué a marcharme.

—¿Qué quieres? —dice ella, consciente del tono de rechazo en su voz. Desea estar en paz, y lo último que quiere es que la visiten sombras del pasado.

—Quince minutos —dice él—. Sólo eso.

Ella le deja entrar. Él se quita el abrigo y lo cuelga en una percha. Ella se queda de pie mirándole, preguntándose desde cuándo usa él las perchas…

—Siéntate —dice él.

—¿Qué quieres? —pregunta ella.

—Vas a oírlo. Sólo siéntate.

Ella hace lo que él le dice y parece que esta vez es verdad que sólo va a quedarse un cuarto de hora. Él habla rápido y con decisión, como si tuviera prisa. Saca algo de uno de los bolsillos de su chaqueta.

—¿Ves lo que es esto? —pregunta él.

—¿Una pelota?

—Una pelota de golf. Comprada a tu ex marido en Borås… No, ¡no me interrumpas! Te lo explicaré. Dispongo de un cuarto de hora, ¿no?

Y de esta manera describe la visita que hizo a la tienda de deportes de Borås, en la que Jacob ha sido ascendido a jefe pero, con las prisas de las fiestas navideñas, ha tenido que ayudar con las ventas. Él daba vueltas por la tienda esperando que Jacob buscara un cliente y luego le ha comprado esa pelota de golf. Pero lo más importante es que ha hablado con él de la Navidad, de lo que puede ser adecuado comprar a un chico de once años y a una chica de diez, y el jefe de tienda se ha reído y ha comentado que él tiene dos niños de esa misma edad. Entonces, Lasse Nyman le ha dicho suspirando que es lamentable estar separado y apenas ver a los hijos, y el jefe de tienda le ha dicho que él está bien porque va a tener a sus hijos diez días esas navidades. Y Lasse Nyman se ha ido con toda esa información por el módico precio de una pelota de golf.

—Así soy yo —dice él—. Nadie podrá cambiarme. Me busco información del modo que puedo. Pero antes de que me eches, tal vez quieras oír por qué lo hice.

Eivor está dispuesta a escuchar. Aun a regañadientes, no puede evitar quedarse fascinada de las extrañas andanzas de él por los lindes de su vida.

—Te invito a un viaje al sur —dice él—. Una semana de calor. Yo me hago cargo de los gastos. Tendrás todo lo que quieras. El mejor hotel… Y naturalmente habitación propia. No es cuestión de… Partimos mañana por la mañana temprano y regresamos dentro de una semana. ¿Supongo que tendrás pasaporte?

Ella asiente, con las ideas algo confusas. Claro que sí, tiene pasaporte, lo solicitó y lo recogió hace unos años, con la vana esperanza de que ello significara que tal vez ella también saldría de viaje desde el aeropuerto de Torslanda algún día. Pero ¿de qué le está hablando realmente…?

Él saca un sobre de una agencia de viajes del bolsillo interior de su chaqueta y esparce por la mesa distintos documentos de viaje. Etiquetas para las maletas, pólizas de seguro…

—Puedes decir que estoy loco, lo que quieras. Pero prefiero que pienses que soy una persona que actúa deprisa cuando ha tomado una decisión. El avión sale mañana a las siete de la mañana de Torslanda. A la isla de Madeira. Nunca he estado allí, pero me pareció más divertido que las islas Canarias… Mañana a las siete y volvemos el uno de enero a las once de la noche. Y si hubiera algún problema, compraré un pasaje normal de regreso a casa para ti…

—Estás loco —dice ella—. ¿Pretendes que viaje a Madeira mañana por la mañana? ¿Que vayamos allí, tú y yo?

Él asiente.

—Exactamente eso —dice él—. Viajamos juntos pero viviremos cada uno por su lado. Y si no quieres verme, te prometo mantenerme alejado.

Ella mira incrédula los pasajes que están sobre la mesa. En uno de ellos, efectivamente, ve escrito su nombre.

¡Así que está hablando en serio!

Levanta los ojos y se queda mirándole.

—Debes de estar loco —dice.

—Es un regalo de Navidad —dice él comprensivo—. Hablo en serio…

De pronto, ella se enfada. Ha sido todo tan precipitado que está confundida. No suele perder la compostura, pero ahora está airada, realmente furiosa. ¿Qué diablos se imagina él en realidad? Hace dieciséis años se la llevó a un viaje surrealista que terminó con un asesinato y una violación en el asiento trasero de un coche robado. Y ahora está ahí, metiéndose en la soledad que ella tanto ha ansiado, y parece que cree que lo único que ha hecho ella desde el otoño de 1956 ha sido esperar hasta poder viajar con él a la isla de Madeira. ¿Qué derechos creen tener los hombres realmente? Tal vez sus intenciones sean buenas, pero es una humillación, naturalmente, no puede ser otra cosa.

Y se lo dice sin morderse la lengua. ¿Qué se ha creído? Puede coger sus billetes y largarse con él a Madeira si le apetece. Ella no quiere volver a verlo. Esta vez ha tenido más que suficiente… Tanto que le alcanza para el resto de la vida…

Pero él se queda impasible ante lo que ella le dice, no parece importarle lo más mínimo que esté indignada. Casi parece divertido mientras está ahí sentado tamborileando con los dedos sobre la mesa.

—De eso hace mucho tiempo —dice él—. Ya he estado en la cárcel por ese motivo. Lo he pagado…

—¡Pero no lo que me hiciste a mí!

—Hace tanto tiempo. Ya no lo recuerdo.

—¡Pero yo sí!

—Ya he oído que estás enfadada. Pero no entiendo el porqué. Sólo he venido a invitarte a viajar a Madeira. Si quieres viajar a otro sitio, seguramente podrá cambiarse. Tengo dinero…

Se golpea el bolsillo de la chaqueta para demostrar que dice la verdad.

—¿De dónde has sacado ese dinero? —pregunta ella.

—Vale, soy un ladrón —contesta él—. Pero este viaje no tiene nada que ver con eso…

—¿Cómo puedo estar segura?

—¿Crees realmente que iba a atracar un banco para poder invitarte a Madeira?

—¿Y qué quieres que crea? ¡No te conozco!

Por un momento, él parece realmente ofendido. «Cielo santo», piensa Eivor. «Esto es una locura consumada. Lo dice de verdad… ¿De qué materia estará hecho?»

—Vendré en un taxi a buscarte a las seis menos cuarto mañana por la mañana —dice él, y la indignación ha desaparecido, ahora todo lo que dice vuelve a sonar obvio.

—Basta ya —dice ella—. Puedo ofrecerte una taza de café. Pero luego tendrás que irte. Y quita esos billetes de avión de ahí.

Pero se limita a sacudir la cabeza y los pasajes siguen donde estaban.

—Me marcho —dice él—. Tienes tiempo de sobra para hacer la maleta. Y para llamar a Borås. Vendré mañana temprano. No olvides el pasaporte. Pero no te preocupes por el dinero. Yo tengo.

Él saca su cartera y deja tres billetes de mil junto a los pasajes.

—Toma esto por el momento —dice él—. Y llévate un suéter abrigado.

—¿Un suéter?

—Eso pone en el folleto que leí. Puede hacer frío por las noches. Pero por lo demás la temperatura es cálida. Parece que hay muchas flores en aquella isla.

—Toma tu dinero y vete —dice ella.

Él deja el dinero sobre la mesa y se levanta.

—A las seis menos cuarto —dice él—. Tenemos que estar en Torslanda como mínimo una hora antes de la salida. Así son las reglas.

Y luego se marcha, dejando los pasajes encima de la mesa, las tres mil coronas, las etiquetas para el equipaje y los documentos del seguro…

Eivor siempre recordará lo que ocurrió después como La Gran Noche de Hacer Maletas. Por las veces que sacó su vieja maleta del armario, la llenó de ropa y al momento vació el contenido sobre la cama y volvió a meter la maleta en el armario. Y todo el tiempo va de un lado al otro por el apartamento, unas veces enfurecida para tirar a la basura los pasajes y los billetes de mil; otras para sentarse y ver la centelleante pantalla del televisor, preguntándose si se habrá vuelto loca. No es que dude en ningún momento. Tiene claro que no va a viajar a Madeira con Lasse Nyman. Pero a la vez no puede evitar sacar la maleta, imaginarse una isla de la que lo único que sabe es que está en el Atlántico y que pertenece a España o a Portugal. Playas de arena, ¿o tal vez acantilados? Una terraza con vistas al mar y al cielo, un sol abrasador por la mañana y una poderosa bola de fuego que desciende en el horizonte al atardecer, cuando una brisa fresca hace necesario el uso de un cálido suéter si nos hemos acordado de echarlo en la maleta… Ensueños, recortes de imágenes románticas que ha visto en los folletos de viaje y en telefilmes. Tonterías que debería desterrar. En Suecia están en invierno, con nieve sucia y vientos glaciares del norte, procedentes de Kvarken y de Laponia. Tiene que pensar en eso…

Pero por mucho que intente quitárselo de la cabeza los pasajes están ahí. Tan cierto como que él hablaba en serio. A las seis menos cuarto va a llamar a su puerta y va a decir que el taxi está esperando. ¿Y no habrá olvidado el pasaporte? Es mejor que lo revise una vez más…

«El precipicio», piensa ella. «Exactamente eso. Estar de pie, mirar hacia bajo y sentir la atracción. Un momento en la vida de una persona en el que ya no puede confiar en su propio criterio, sino que está a merced de alguna fuerza oscura que la obliga a saltar.» Es evidente que Lasse Nyman tiene esa fuerza, de otro modo ella no le habría permitido que se marchara sin los pasajes y los billetes de mil coronas. Ni siquiera le habría dejado que terminara de hablar… Tal vez él lo sepa. Tal vez sea consciente de su poder de atracción. Tal vez confíe en que lo que la impulsó hace dieciséis años, cuando ella, sin dudarlo, atravesó Hallsberg por la noche para reunirse con él y seguirlo a donde él quería, siga intacto.

Pero ¿es así?

«Es absurdo», piensa ella. «Seguramente no lo hace con mala intención. Al contrario, tal vez sea ése su modo de pagar la deuda que tiene conmigo, su modo de pedir disculpas.» Seguramente no va con segundas intenciones (en el comprobante del viaje que él ha dejado sobre la mesa ha podido leer que hay dos habitaciones reservadas en algún hotel que se llama Constellation…), la dejará en paz si se lo pide. Seguramente lo único que quiere es ser amable y tener compañía. «No sé nada de él, aparte de lo que me contó hace un mes, esa noche que se sentó en el sofá, pero ahora parece llevar una vida más que sencilla. Solitario, abandonado. En cualquier caso, esto es demencial, desde luego…»

En Värmland se ha quemado un aserradero hasta los cimientos.

Las bombas salpican Vietnam atravesando la paz navideña.

El Papa bendice…

Ella mira las noticias en el televisor. Una breve interrupción entre los elfos y las viejas películas. Trata de concentrarse, pero la luz azulada cae sobre los pasajes que están sobre la mesa…

Nunca podrá designar el instante en que todo empezó a darse la vuelta hacia el otro lado. Pero fue ahí, en algún momento, con el locutor dando las noticias y la luz azul.

¿Y si hiciera caso de la locura? ¿Y si se lanzara al vacío por una vez, corriendo el riesgo de golpearse al caer? Antes ni podía pensar en viajar a un país extranjero, pero ahora tiene un pasaje a su alcance sobre la mesa (hasta el número de su documento de identidad es correcto, aunque no sabe cómo ha podido averiguarlo…). Si ella se atreviera a dar un salto y correr el riesgo… ¿No es justamente eso lo que ha estado pensando durante el otoño? Que la vida es corta, que tiene un margen cada vez menor, como si techos y paredes y suelos presionaran todo el tiempo contra ella. Que simplemente tiene que empezar a hacer lo que le gusta.

Si diera las gracias y lo aceptara, sin remordimientos, sin que por ello prescriba lo que le hizo hace dieciséis años… ¿No es posible igualmente intentar que le pida disculpas (si es eso lo que ella busca, que lo duda) en una playa donde no nieve?

Sin saber en realidad por qué, tal vez para probarse a sí misma, saca su maleta del armario (vuelve a acordarse de Borås… Ese día en que llegó de Hallsberg y anduvo por las calles nerviosa porque la maleta iba a causarle problemas en el autobús hacia Sjöbo…) Casi se ruboriza cuando piensa cuántas veces se ha angustiado en la vida. (Se ha angustiado, ha tenido remordimientos de conciencia, se ha ruborizado… La eterna suerte de la mujer…) Deja la maleta sobre la cama, la abre y piensa que no pasa nada si la llena de ropa y luego llama a Jacob y le dice que ha decidido viajar al extranjero hasta Año Nuevo… Sí, está claro que ha tardado poco en decidirse. Pero ¿acaso está prohibido? ¿No se quejan todos de eso, de que no son suficientemente espontáneos? Hay que vivir un poco más el momento, como la gente que va en sandalias por la calle exaltando la pasividad como filosofía de vida… No, no está diciendo que se haya convertido en una hippy.

Se puede imaginar la conversación telefónica con Jacob, y ahí sale de nuevo la conciencia. La madre de dos niños no viaja a Madeira así como así y, lo peor de todo, sin haberlo planeado con al menos un año de antelación. Y además sola (naturalmente, Lasse Nyman no se puede nombrar. Podría enterarse Elna y… Bueno, Dios mío…), y sabiendo sólo un poco del inglés básico que enseñan por televisión. Un hombre sí podría hacerlo. Pero es distinto. La madre de dos niños no puede revolotear como le apetezca. Debería ser lo bastante adulta para saberlo…

Y justo ese último pensamiento hace que se sienta tan terriblemente molesta que saca la ropa interior y los vestidos de los cajones y armarios. Y mete a empujones los dos bañadores en el fondo de la maleta. Y en un extraño estado de excitación mete también el resto de la ropa, y cuando se pone de pie para ver el resultado, se da cuenta de que empieza a vacilar de nuevo.

Y así ya son las nueve y ella ha vaciado por segunda vez la ropa sobre la cama y ha metido la maleta en el armario. Se ha sentado junto a la mesa, ha puesto una cerilla encendida bajo el pasaje que está a su nombre y ha visto cómo quedaba una mancha oscura en el mismo.

Es consciente de que quiere viajar. No con Lasse Nyman, pero, en cualquier caso, su compañía es lo que debe pagar para poder irse. Lo que la pone tan furiosa es que no es capaz de escoger una opción en el maremágnum de ideas que luchan entre sí como en una violenta pelea. ¿Por qué se siente siempre tan confusa? ¿Por qué le cuesta tanto decidirse? Siempre ha sido así, ya puede escuchar a Elna o a Erik, o a Jenny Andersson o a cualquier otra persona, que luego llega Jacob y da por sentado que él debe decidir qué es lo mejor. Sólo opuso resistencia una vez, ¡y fue acerca de qué película iban a ver! Y luego ella se sintió tan culpable que habría hecho cualquier cosa que le pidiera…

Se acerca el teléfono y llama a Jacob. Cuando él contesta, ella no tiene ni idea de lo que va a decir.

—¿Duermen los niños? —pregunta.

Como era de esperar, él suena asombrado cuando contesta.

—Claro que duermen —dice él—. ¿Qué esperabas? Son ya las… ¡más de las diez!

—Sólo quería saberlo.

—¿No te encuentras bien?

—Por supuesto que estoy bien. ¿Por qué lo preguntas?

—¿Entonces por qué llamas?

Su tono de voz es severo, como si reprendiera a una niña inquieta para que parara de moverse y comiera. Y ella lo entiende perfectamente. Sólo una madre confusa, incapaz de estar sin sus hijos ni una tarde, llama a esas horas de la noche sin tener nada que decir.

¡Pero no es así!

—Mañana salgo de viaje —dice ella.

—¿Qué?

—A Madeira.

—Repítelo.

—Has oído bien lo que he dicho. Madeira.

—Escucha, Eivor…

—¿Sí?

—Los niños duermen. De hecho yo también estaba acostado. Mañana temprano vamos a ir a patinar. ¿Quieres algo especial?

—Salgo mañana a las siete. Voy a estar en un hotel llamado Constellation. Viajamos… Viajo con Tjäreborg. Por si ocurriera algo. Dejo una nota sobre la mesa. Besos a los niños.

—Estás loca. Tú…

—Por una vez me doy cuenta de que sí lo estoy —interrumpe ella—. Si quieres, puedes llamar mañana a las seis. Ya no estaré aquí…

Y luego cuelga.

De repente se siente como si hubiera superado una difícil prueba. Ha pasado una prueba. Naturalmente, el remordimiento hace todo lo posible por recuperar el control, pero ella se obliga a resistir, y hace la maleta por tercera vez esa noche.

A las cinco está sentada en la cocina con una taza de café delante, mirando la maleta cerrada que está en el suelo de la cocina.

Hay una etiqueta con su nombre brillando alrededor del asa.

«Estoy loca», piensa ella. «Loquísima.»

A las seis menos diecisiete minutos llaman a la puerta.

—¿No habrás olvidado el pasaporte? —pregunta él.

—No —contesta ella.

Él coge la maleta y la mira mientras cierra la puerta con llave.

En el taxi van ambos sentados en el asiento trasero sin decir nada. De pronto ella se acuerda de otro asiento trasero en otra época, pero aparta esa imagen de su mente inmediatamente…

«Dios mío», piensa ella. «¿Soy realmente yo?»

Se sienta en la cafetería cerrada mientras Lasse Nyman se encarga de la facturación. Las vitrinas de los bocadillos están vacías, la puerta de la oficina de Enoksson está cerrada, y seguramente con dos vueltas de llave.

«Ojalá salgamos ya», piensa ella. «Estemos arriba en el cielo para que ya no pueda irme corriendo de aquí…»

Y a las siete en punto despega el DC-9 de Con-Airs lleno de pasajeros con destino al Algarve y a Funchal. «El tiempo de vuelo hasta Lisboa se estima en…» Ella va sentada junto a una ventanilla, es la primera vez que vuela, y cuando el avión atraviesa las nubes y un sol destellante brilla como en un paisaje invernal nevado, todo es tan irreal que empieza a creérselo.

«No me importa no entender nada», piensa ella. «Las cosas ocurren y nadie puede hacer nada por evitarlo. No creo que todo esto sea vivir. Pero en este momento le dejo a Dios o a algún otro asumir la responsabilidad…»

Es muy agradable llegar a un sitio donde nadie te reconoce —dice Lasse Nyman.

—¿Querrás decir donde nadie te conoce?

—¿No he dicho eso?

—No. ¡Has dicho reconoce!

—Será una vieja costumbre. Ladrón una vez, ladrón para siempre.

—¿Cómo puedes permitirte invitarme a todo esto?

—Un caballo corrió como tenía que hacerlo. Deprisa. Y pocos lo sabíamos… O sea, carrera de trotones.

—¡Ah!

El reactor lleva a Eivor y a Lasse Nyman hacia la pequeña isla del Atlántico a toda velocidad. Ellos no hablan mucho durante el viaje. Eivor va sentada casi todo el rato con la cabeza apoyada en la ventanilla mirando hacia las nubes que a veces se rompen y dejan ver campos y ciudades. Sólo intercambian algunas palabras de cortesía. Parece como si él comprendiera que ella quiere que la deje en paz, y a ella le parece que él está preocupado. Vuelve a vislumbrar algo de lo que recuerda de aquella vez hace dieciséis años. Bajo la chaqueta de color azul oscuro intuye una chaqueta negra de cuero…

«Luego intentaré entender», piensa ella. «Ahora es suficiente con que me concentre en lo que está ocurriendo. Estoy volando y nunca lo había hecho. No tengo miedo, volvería a hacerlo a pesar de que todavía me encuentro a diez kilómetros del suelo. Más cerca de la luna y de Dios de lo que he estado nunca. No voy a caerme porque hay dos niños que me necesitan. Nada va a ocurrirme mientras ellos estén ahí abajo…»

Hacen transbordo en Lisboa y luego continúan, por encima del océano azul, hacia la estrecha y rocosa comisa que es Santa Catarina, el aeropuerto de Madeira. Eivor ve aparecer bajo sus pies los altos acantilados, una cuña recortada que emerge del mar, intercalado de verde. El avión desciende, una franja de asfalto negro corre a su encuentro y las grandes ruedas de goma golpean el suelo de un mundo desconocido. Los alerones de freno se abren y la máquina rueda cada vez más despacio, hasta que finalmente se detiene con el morro apuntando hacia el edificio grisáceo del aeropuerto.

Cuando Eivor baja la escalerilla del avión, le espera una leve llovizna. Detrás del edificio del aeropuerto se amontonan las escarpadas colinas volcánicas cubiertas de bosque que desaparecen entre las nubes.

En ese momento sabe que todo lo que ocurre es real. Atrás quedan Gotemburgo, la Navidad, el viento amargo del Kattegat, como un sueño irreal.

—Saca el pasaporte —dice Lasse Nyman cuando van hacia el aeropuerto.

—Lo llevo aquí —dice ella señalando al bolso.

Y cuando el amable policía, con su pelo negro y rizado y su cara bronceada, pasa las hojas de su pasaporte y compara la fotografía con el rostro de ella, se siente como si fuera uno de los momentos más importantes de su vida.

Compara la foto y la deja pasar. Nadie le pregunta por su marido ni por sus hijos, ni quién se encarga ahora de comprar la comida y de tirar la basura, de lavar y de fregar. Aquí se trata de ella y nada más, le sellan el pasaporte: «Entrada, Aeroporto Funchal, Guarda fiscal serv. Fronteiras…».

26 de diciembre de 1972.

«No hay nada imposible», piensa ella mientras espera a que salgan las maletas por la cinta mecánica. «Seguramente esto es una verdad indiscutible para la mayoría de las personas, algo natural. Enseñar tu pasaporte y exigir que te traten como un ciudadano libre e independiente. Seguramente muchos se reirían si supieran lo que estoy pensando. Pero ¿qué dijo Carl-Erik Norberg en la reunión de estudios de hace unas semanas? Qué teníamos que compararnos sólo con nosotros mismos, sin mirar de reojo a ninguna otra persona. Exactamente.» Aún no ha ido más allá, pero lo único que importa es que ha salido del atolladero de ayer. El gran paso que ha dado puede que a otros les parezca pequeño. No es de eso de lo que se trata…

Van sentados en el autobús hacia Funchal por la serpenteante carretera. Es como si estuvieran balanceándose en una estrecha plataforma tallada sobre esa isla que parece estar compuesta de montañas escarpadas y afiladas. Se abre la capa de nubes y el sol golpea con fuerza contra el autobús. En pocos minutos hace tanto calor como en pleno verano.

Lasse Nyman va sentado a su lado en silencio. Ella lo agradece, ya tendrán tiempo más que suficiente para hablar. Pero por ahora casi puede imaginarse que está viajando por su cuenta, sólo responsable de sí misma.

Sola en el mundo, libre e independiente…

Llegan a Funchal. El ruido ensordecedor de los cláxones de los coches en la Rua Joâo de Deus, el puente estrecho sobre Ribeira de Santa Luzia y luego rumbo al oeste, hacia la gran zona hotelera poco después de salir de la ciudad… Múltiples impresiones confusas. Colores, personas, olores… Al lado del conductor va sentado alguien que dice llamarse Dorte y habla por el raspante micrófono en un dinámico danés adaptado a los oídos suecos. Pero Eivor sólo oye algunas frases y palabras… Escudos… Quejas, que parece que se dice reclamaçâo… «Luego te escucharé, Dorte», piensa ella. «Ahora sólo quiero ver. Y todos estos olores…»

Emisiones de gas y magnolia. Hortalizas y fogatas.

En mitad de la vida, en medio del mundo…

Lo creas o no, ¡ahí está!

Y llega la noche y la mañana con la luz y el calor, y los días rebosan de deseos de vivir…

Al tercer día, Eivor se despierta al amanecer. Yace completamente inmóvil sobre la cama de su habitación, sintiendo la suave brisa que entra por la puerta de la terraza.

Al tercer día, ella trata de recordar qué ocurrió entonces según la Biblia. El primer día se movió el espíritu del mar y poco a poco fue haciéndose la luz, eso lo recuerda bien. Pero ¿qué venía después? ¿La noche y el día, las estaciones del año, el cielo y las estrellas? No, antes venía la tierra firme bajo los pies, la hierba y los árboles… O… No, no se acuerda, así que decide que lo mejor es que fuera la mañana del tercer día cuando el hombre hizo su entrada fatal…

Se levanta, se envuelve en la manta y sale a la terraza. No deja de asombrarle que el amanecer llegue tan de repente, del mismo modo que el día se convierte en noche sin ningún tipo de transición crepuscular. Se estremece al notar el cemento frío bajo sus pies… Tiene el mar muy por debajo de ella. El hotel, como todo en esta isla, está en equilibrio sobre una empinada ladera. A unos cientos de metros de la tierra se levantan peculiares acantilados. Por la carretera que conduce a la ciudad llega una caravana de desvencijadas camionetas y carros tirados por asnos con sus cargas de verdura. El breve amanecer ya ha pasado. Otro día más, el tercero…

Regresa a la habitación y vuelve a meterse en la cama. Está preocupada y se da cuenta de que tiene que pensar.

Los problemas empezaron la noche anterior. Por primera vez desde que partieron, la mala conciencia hizo acto de presencia para incrementar su constante ansiedad, recordándole quién era ella realmente, la Eivor Maria de cada día.

Pero todo había ido bien durante casi dos días, mejor de lo que ella hubiera esperado nunca.

El primer día, que en realidad sólo fue una tarde antes de que se hiciera de noche, lo dedicó a tomar posesión de la habitación, deshacer la maleta, cambiarse de ropa y cenar. Les dieron habitación en el mismo pasillo pero no pared con pared y Eivor percibe como un alivio el hecho de no tener a Lasse Nyman pegado a ella. Suben en el ascensor y van cada uno hacia su lado del pasillo. De pronto, a ella le parece que él está dudoso. Hay cierta inquietud en sus ojos, como si lamentara haberla invitado a que fuera con él. Ella piensa que, evidentemente, se trata de sentimientos encontrados que también él debe de albergar detrás del aspecto tranquilo y desenfadado que ha tenido hasta ahora. Él le pregunta si van a cenar juntos por la noche. Claro que van a cenar… Él dice que ha visto que hay un bar un piso por debajo de la recepción. Tal vez puedan verse allí dentro de unas horas… ¿A las seis y media? Después, él coge su maleta y se dirige hacia su habitación…

¿Quién ha dicho que no vayan a verse? Él la ha invitado a este viaje y le ha dicho que no quiere nada a cambio, apenas algo de compañía. Ella viaja con salvoconducto y por el momento no hay nada que sugiera que él no lo diga en serio. Pero ¿por qué pregunta casi avergonzado si van a cenar? Si no lo hicieran, no sería normal. ¿A quién conocía ella en esta isla…?

Cuando baja al bar y lo ve sentado en un rincón junto a la barra, le da la sensación de que lleva un buen rato allí sentado. Ni siquiera se ha cambiado de ropa. Pero cuando se sienta a su lado, ve que no está borracho. Él sólo se estremece, como si alguien le hubiera asustado…

Cenan en un pequeño restaurante junto al hotel, asesorados por el barman. Es un sótano con techos abovedados. Por encima de las grandes y robustas mesas de madera cuelgan estructuras de hierro destinadas a poner en ellas las brochetas, que es lo que comen ellos también, y que él acompaña con cerveza y ella con vino tinto. Hablan del viaje, del hotel, del restaurante, de la comida. Una conversación para mantener las distancias. Cuando vuelven al hotel, él baja otra vez al bar, pero Eivor percibe que quiere estar solo, y cuando ella dice que está cansada, él simplemente asiente.

—Se desayuna aquí abajo —dice él.

—Sí —dice ella—. Gracias por la cena.

Naturalmente, paga él. Ella lleva en su bolso los tres billetes de mil coronas que él dejó sobre su mesa en Gotemburgo. Ella no sabe qué hacer con el dinero. Sólo tiene cuatrocientas coronas propias, pero siente que debe moverse con eso por allí. Verlo pagar siempre a él va a resultarle insoportable antes o después, ella lo sabe. Dar las gracias constantemente, y que su deuda aumente sin cesar…

El primer día deambulan por Funchal. De vez en cuando caen chaparrones que los obligan a buscar refugio en el café más próximo. Ambos se sienten perdidos en ese país desconocido, ninguno de ellos se atreve a tomar iniciativas. Pero mientras van caminando por allí a Eivor empieza a molestarle el silencio de él. A ella le gustaría hablar de lo que ve, compartir experiencias, pero hay algo dentro de él, algo pesado y contenido que provoca que ella también se quede muda. Entonces Eivor se da realmente cuenta de que ese silencio no puede ser más que un escudo tras el cual se esconde el verdadero motivo de haberla invitado a Madeira. Un motivo que él aún no pone sobre la mesa. ¿Porque todavía no ha llegado el momento o…? Ella no lo sabe. Pero todo le resulta tan nuevo y emocionante que el malestar no tiene tiempo de echar raíces. Eivor está aquí y no puede hacer otra cosa. Ya llegará el momento de las cavilaciones. A su debido tiempo…

—Qué bonito es esto —dice ella al llegar al restaurante que buscaban, The English Country Club.

—Sí —dice él.

—Creo que no te he dicho aún que estoy muy contenta de que me hayas invitado.

—Está bien.

—¿Quieres un café?

—Prefiero una cerveza…

Más o menos así. Eivor trata de verse junto a él desde lejos. Una pareja que no es especialmente dispar. Dos turistas suecos que se conocen tan bien que prefieren guardar silencio cuando están juntos…

Por la tarde, de regreso al hotel, Eivor se detiene en una tienda de ropa a mirar unos vestidos que cuelgan de un soporte.

—Si quieres algo, cómpralo —dice él.

—Sólo estoy mirando —contesta ella.

Al atardecer van en taxi a un restaurante de pescados y piden pez espada. Para sorpresa de ella, él también pide vino y, cuando ha bebido unos vasos, de repente empieza a hablar.

—Habría que viajar más a menudo —dice él.

—Si se tiene el dinero para hacerlo.

—Dinero…, dinero… Habría que vivir por aquí. Evitar esa maldita nieve… Habría que viajar más a menudo…

—Si se tiene el dinero para hacerlo.

—Dinero —dice él de nuevo, sin ocultar su desprecio—. Dinero… ¿Qué diablos es eso?

Llega el camarero y sirve las últimas gotas de vino en sus vasos, y Lasse Nyman le indica que traiga otra botella. A Eivor le parece que su modo de pedirla es arrogante, pero no dice nada.

Más vino, y ella habla de algo que ha leído en un prospecto del hotel. Acerca de un barranco y de un valle extraño. No ha terminado de hablar cuando él la interrumpe.

—Por supuesto que iremos allí. Vamos a alquilar un coche…

Pero al día siguiente, Eivor le espera en vano en el comedor a la hora del desayuno. Espera a que los camareros vestidos de blanco empiecen a quitar la mesa y entonces ella se levanta y llama a la puerta de la habitación de él. Tras unos instantes él abre, y cuando lo tiene ante sí, se da cuenta enseguida de que está medio dormido. Además huele a alcohol, a borrachera. Eivor supone que ha continuado bebiendo después de volver al hotel la noche anterior, cuando se despidieron en el vestíbulo. Quizás él esperó hasta que ella desapareció en el ascensor y luego salió del hotel y tomó un taxi para volver al centro de la ciudad…

—Creo que vas a tener que hacer esa excursión en coche sola —dice él—. Pero te daré dinero. Supongo que sabes conducir.

Él se mete en la habitación y empieza a buscar su cartera. Eivor ve que ha esparcido la ropa por toda la habitación. Ella se queda en el umbral de la puerta, sin querer entrar.

—Me las arreglaré —dice ella—. Nos veremos más tarde.

Entonces se marcha sin esperar respuesta. En realidad está contenta de ir sola. La aventura es mayor.

El portero le ayuda a alquilar un pequeño Morris y media hora después va conduciendo hacia el oeste. Después de unos kilómetros sale de la llanura y comienza a subir las rocas de lava. Pasa por plantaciones de plátano, la carretera serpentea por incesantes curvas cerradas que van hacia las nubes. La vegetación cambia abruptamente de aspecto, los eucaliptos aumentan y en todas partes fluyen pequeños arroyos de las rocas. A pesar de que sólo hay catorce kilómetros de Funchal a la cumbre de Eira do Serrado, tarda casi una hora en llegar. Aparca y sale del coche. El aire es fresco y claro, y adondequiera que mire encuentra un panorama impresionante. Pero sus ojos buscan el valle que imagina que hay más adelante. El valle de las monjas. Curral de Freiras. Ella se dirige hacia ese lugar escondido e inicia el descenso con un pie en el pedal del freno, ya que desconfía del desvencijado Morris. «Numerosas monjas huyeron por aquí una vez, cuando en la isla prevalecía la calamidad», piensa ella. «Aquí estaban a salvo de soldados crueles, asesinos y violadores, y aquí se quedaron.» Cuando baja al valle y entra en un pequeño pueblo, el sol ha desaparecido y una niebla desgarrada flota sobre las casas bajas de piedra gris, las cabras flacas y las pocas personas que se ven por el camino. Ella sale del coche y, cuando levanta la vista hacia la montaña y ve la cumbre donde ha estado, siente como si hubiera descendido al submundo. Un extraño silencio cae sobre el pueblo. Un gato de pelo hirsuto se restriega contra sus piernas y de pronto se acuerda del gato del viejo cómico… Deambula sin rumbo. Nadie se dirige a ella, nadie parece notar siquiera que está ahí. Va hacia la iglesia blanca y empuja la pesada puerta de madera. La iglesia está a oscuras y hay humedad, y cuando sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad, ve que caen gotas del techo agrietado. Los bancos están podridos, delante del gran crucifijo hay un charco de agua.

«Deben de ser pobres», piensa. «Lo último que abandona la gente de fe es su iglesia…»

Sale de nuevo y se queda junto a un muro que rodea la iglesia. Por delante de ella pasan mujeres silenciosas cargando haces de leña sobre sus espaldas, seguidas de sus hijos pequeños.

«El valle de las mujeres», piensa ella. «Mujeres que se esconden, mujeres que soportan, mujeres que cuidan a sus hijos. ¿Dónde están los hombres?» Mira a su alrededor, pero sólo ve a un hombre viejo que avanza apoyándose en su bastón, inclinado, con la mirada fija en la tierra que le está esperando. A ella le gustaría hablar con las mujeres que pasan a su lado, que bajan por las pendientes después de recoger arroz para cocinarlo. Se imagina cómo viven…

¡Pero ya las ve! Esas mujeres cargan leña sobre sus espaldas, lavan la ropa, hacen la comida, cuidan de los niños. Exactamente igual que ella, como cualquier otra mujer. Visten de un modo distinto, tienen nombres distintos y hablan entre sí en una lengua que ella no entiende, pero no hay grandes diferencias. Consolar a un niño que llora no es cuestión de idiomas, sino una costumbre, como saber a qué temperatura se limpia la suciedad de la ropa.

Siente gran afinidad con estas mujeres silenciosas que habitan el valle rodeado de altas montañas. Si hubiera tenido coraje, habría podido hacerse entender consolando a un niño sobre sus rodillas, o amasando pan. Ella piensa que hay personas diferentes pero no distintas. El hombre como hombre, la mujer como mujer…

Cuando está a punto de volver a sentarse en el coche oye el llanto de un niño a sus espaldas. Mira hacia atrás y ve a una niña descalza que se ha caído y se ha hecho una herida en la rodilla. Sin pensarlo, busca un esparadrapo en su bolso y va hacia la niña. Limpia con mucho cuidado la suciedad y le pone el esparadrapo. La niña ha dejado de llorar y la mira con ojos de asombro. Al darse la vuelta, Eivor se da cuenta de que de repente está rodeada de las mujeres silenciosas vestidas de negro. Pero le están sonriendo. Bocas abiertas que revelan boquetes por la carencia de dientes y encías ennegrecidas como consecuencia de haber tenido muchos hijos y de una pobreza persistente. Pero sus sonrisas son amables y una le dice algo en ese idioma que ella no entiende, y simplemente asiente. Eivor se sienta en su coche, y cuando se marcha de allí, ve que el grupo de mujeres vestidas de negro le dice adiós con la mano…

Regresa a Funchal y devuelve el coche. Cuando paga, siente que esa excursión la ha hecho por su cuenta y que no debe agradecérsela a nadie. Es el dinero que ella ha ganado, lo que le queda del último sueldo del maldito Enoksson de Torslanda…

Llega la tarde sin que Lasse Nyman haga acto de presencia. Ella no tiene ganas de volver a llamar a su puerta, y se pregunta por qué está de repente sentada junto a la piscina del hotel esperándole. Él ha dicho lo que ha dicho, así que no es asunto suyo. Ella baja al centro de Funchal y se compra el vestido que vio el día anterior. Es de color lila y tiene un ribete blanco alrededor del cuello. Se lo prueba y le gusta.

A las cinco vuelve al hotel y se sienta en la terraza de la cafetería. En la mesa de al lado hay un hombre de su edad que está fumando. La mira, le sonríe y le pregunta en un inglés con fuerte acento portugués si viene de Londres. Ella sacude la cabeza y dice que no. «¿De Escandinavia?», pregunta él, y entonces ella asiente. Él le pregunta si le gusta Madeira, cuánto tiempo lleva allí y cuánto tiempo va a quedarse. Eivor le contesta lo mejor que puede en su inglés miserable. El hombre es educado y amable y no hace ningún ademán de cambiarse a la mesa de ella. Sólo termina de fumar su cigarrillo, se levanta y le dice adiós. «Adeus.» Eso es todo.

Unas horas después, cuando Eivor baja de su habitación para ir a cenar a algún restaurante cercano, Lasse Nyman está sentado en el vestíbulo esperándola. Parece que se acaba de duchar y que está bastante más en forma que por la mañana. Pero delante de él hay dos vasos de whisky vacíos sobre la mesa.

—¿Cómo te ha ido? —pregunta él.

—Tendrías que haber venido —contesta Eivor.

—Conozco un restaurante de marisco —dice él evasivo.

Está abajo, junto al mar. Tienen que descender por largas escaleras para llegar. Las olas del mar braman cerca de ellos y de vez en cuando brilla la espuma iluminada por las tenues luces del restaurante.

Lasse Nyman está cambiado. Atrás ha quedado su silencio anterior y su aire ausente. A Eivor le resulta liberador. Tal vez por fin pueda empezar a comportarse con normalidad.

—Es muy bonito esto —dice él.

—¿Por qué me has invitado a venir? —dice ella.

—¿No lo sabes?

—No.

—Me gustas. Siempre me has gustado.

—Nos conocimos hace dieciséis años. Durante unos días. Y ya sabes… No tengo que decir nada sobre eso. Pero fue hace dieciséis años. Ya nada es igual.

—Tú sí lo eres.

—Claro que no lo soy.

—¿Por qué tiene que ser todo tan condenadamente distinto?

Él bebe vino y gesticula. Su mirada es errátil y Eivor nota una especie de irritación en su voz. Pero ya no quiere seguir doblegada. Ahora quiere saber.

—Has robado bancos —dice ella—. Y has estado en la cárcel durante muchos años. Me lo has contado tú. Y sabes que yo he estado casada y que tengo dos hijos. Has conocido incluso a mi marido. Pero todo eso es sólo la fachada. Tal vez tenga el mismo aspecto, los mismos rasgos y el mismo color de pelo. Pero por dentro nada es como entonces. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Me gustas —dice él solamente.

—¿No puedes contestar?

—¿A qué?

—¿Por qué me has invitado a venir?

—Acabo de hacerlo…

No, ella no logra llegar a él, el escudo sigue ahí. Se encoge de hombros y empieza a pelar una de las grandes gambas.

—¿Sabes qué hice anoche? —dice él de repente y ella nota que está borracho. Ha debido de beber mucho mientras estaba sentado en el vestíbulo del hotel…

—¿Qué hiciste?

—Aquí hay un casino. Estuve allí y me jugué todo el dinero.

Ella se sobresalta, pero recuerda los tres billetes de mil coronas que hay en el bolso.

—Tengo el dinero que me dejaste encima de la mesa —dice ella—. ¿Tan mal te fue? Yo no he estado nunca en un casino.

Él la mira seriamente, tiene las pupilas dilatadas y brillantes. Esboza una enorme sonrisa y sacude la cabeza.

—Sólo estaba bromeando —dice él—. Perdí, pero no importa. El dinero tiene que rodar. Pero te has asustado, ¿verdad?

Ella lo mira asombrada. ¿Asustarse? ¿Por qué?

—¿Por qué iba a asustarme? —dice ella—. Y esos billetes de mil puedo dártelos ahora mismo.

Ella coge el bolso que está en el suelo al lado de la silla.

—No —ruge él—. Eso es para ti. Por todos los demonios…

Entonces Eivor tiene miedo. Él ha comenzado a rugir de repente y mira con ojos desorbitados y esquivos. Ella decide terminar la comida lo más rápido posible. No hablan más, pero cuando ella levanta la vista, ve de frente sus ojos fríos, escudriñadores.

—Ahora iremos al centro —dice él mientras suben las escaleras.

—Estoy cansada —dice ella.

—Tonterías —replica él.

Ella no contesta, tiene cuidado.

De pronto él se detiene en medio de las escaleras y la agarra del brazo. A la pálida luz de un hotel que se encuentra más arriba en la empinada cuesta, ve los ojos brillantes de él y percibe el fuerte olor a vino que exhala cuando se inclina sobre ella.

—Que te quede claro que no te he traído aquí para que te ligues a un maldito portugués —dice él.

Ella no entiende a qué se refiere. Iba ella…

—Yo lo veo todo —añade él—. Te veo a ti y tú no me ves a mí…

—¿De qué hablas?

—En el café. Fuera del hotel. Donde estabas sentada hablando abiertamente con un portugués de mierda…

¡No puede hablar en serio! El hombre que estaba sentado en la mesa de al lado, con el que intercambió unas frases inocentes…

Todo es tan ridículo que ella no puede evitar reírse.

—No sabes lo que dices —dice ella—. Vamos…

Y luego todo va tan deprisa y ella está tan poco preparada que es como si le cayera encima un mazo que baja zumbando por la oscuridad. Se cae de espaldas al suelo por el golpe que le ha propinado él en el ojo.

—No intentes engañarme —dice él respirando entrecortadamente. Luego vuelve a ponerla en pie y la agarra con fuerza—. ¿Me has entendido?

Ella está paralizada de terror. El golpe ha sido fuerte; y el dolor, más agudo al no estar preparada. ¿Por qué le pega? ¿Qué ha hecho ella? Nada…

—¿Por qué me pegas? —pregunta ella—. No he hecho nada…

Entonces él vuelve a pegarle, esta vez con la mano abierta, varias bofetadas seguidas.

—He visto lo suficiente —grita él mientras le pega—. He visto lo que estabas haciendo. Intentabas seducirle… Maldita…

—¡Basta! —grita ella—. ¡Basta!

—Sólo para que lo sepas —dice él sacudiéndola.

Y luego vuelve a pegarle.

Después la suelta y ella intenta salir corriendo. Pero él vuelve a agarrarla de inmediato.

—No —dice él—. No…, no vas a irte de aquí corriendo. Vamos a irnos juntos. Y debe quedarte claro que ha sido culpa tuya. En realidad tendrías que pedir perdón.

Le arden las mejillas y siente que la sangre le palpita en el golpe que tiene en el ojo. Pero en medio de la conmoción por el ataque inesperado también aumenta la ira, una furia que no tiene en cuenta que él pueda volver a atacarla.

—Suéltame —grita ella—. Suéltame…

Ella se suelta de un tirón, pero él vuelve a la carga.

—Te voy a matar —dice él con toda tranquilidad—. Ahora nos iremos de aquí. Tú te lo has buscado.

Los tacones golpean los escalones de piedra. Él la agarra del brazo y empieza a empujarla hacia arriba. Se cruzan con una pareja que habla inglés y va de camino hacia el mar.

Las lágrimas corren por su cara, lágrimas de ira.

—Límpiate eso —ordena él—. Si no lo haces, te volveré a pegar. Tú te lo has buscado. Te has burlado de mí y tienes que tener cuidado. Soy yo el que te ha pagado el viaje.

—Te devolveré hasta el último céntimo —grita ella, y entonces él vuelve a levantar la mano, pero ella le da una patada en la pierna y se va corriendo de allí. Él la alcanza cuando está a punto de llegar al hotel.

—Vamos a olvidarnos de esto —dice él—. Ya has aprendido.

Ella entra directamente en el hotel. Él está detrás de ella en alguna parte. Pero no la toca más. Ella pide su llave y sube la escalera sin mirar atrás.

Unas horas después él llama a su puerta, pero ella no abre, y tampoco contesta cuando pregunta si está durmiendo. Simplemente se queda sentada en el sofá blanco mirando hacia delante con la mirada vacía…

A la mañana del tercer día… Ella yace en la cama después de volver de la terraza y ver el breve amanecer. Al ir hacia la cama se ha mirado en el espejo que está colgado en la pared junto a la puerta del cuarto de baño y ha visto el hematoma que tiene encima del ojo. Le duele al mover las mandíbulas…

Ahora que ya ha pasado una noche, trata de pensar con calma y entender qué ocurrió, por qué la golpeó. La noche anterior estaba totalmente indignada.

Pero ahora que ha vuelto a amanecer…

Piensa en Jacob. Él le pegaba cuando le remordía la conciencia o cuando ella tenía razón y él carecía de argumentos. Cuando no encontraba las palabras, metía los puños. Pero ahora el caso no es así. Ella y Lasse Nyman apenas habían hablado… Vuelve a pensar en lo que dijo. Parece que él la vio sentada en el café hablando con el portugués de la mesa de al lado. Y eso fue suficiente para que él se pusiera… Sí, ¿celoso? Pero eso es completamente imposible…

¿O no lo es? Tal vez ella esté descubriendo el motivo de que la haya invitado a aquel viaje. Tal vez él esté tan loco como para imaginarse que ha comprado algo que puede convertirse en una relación por el precio de un vuelo chárter a Madeira. No es del todo inverosímil. Eivor ha oído decir a sus amigas que no hay límites en lo que los hombres pueden llegar a imaginarse…

Y que te den una bofetada es de lo más natural, con pocas excepciones.

Ella está tumbada pensando en él. El ladrón de coches fanfarrón del que se enamoró perdidamente, el hombre que la vigilaba desde la calle por la noche para luego abrir su puerta con una ganzúa y contarle la historia de su vida… Hay algo triste en esa figura, es pura imaginación y autoengaño.

Un atracador de bancos que emocionalmente no ha salido de la época en la que usaba pañales…

Ella vuelve a exaltarse, la ira regresa. ¡Nadie tiene derecho a pegarle de nuevo! Si él considera que ha sido engañado en sus turbias expectativas, ella le devolverá hasta el último céntimo de lo que ha costado este viaje. Puede irse a la tumba con sus celos, eso no le concierne a ella. ¿Tendría que comprometerse tal vez con alguno de esos amables portugueses sólo para demostrárselo? Nadie tiene derecho a pegarle, no se lo va a permitir a nadie…

Se levanta, se ducha, se viste y va a desayunar. No tiene miedo de encontrárselo. Al contrario, ahora se siente fuerte. Los días que quedan va a tomar el sol y a pasarlo bien. El hematoma que tiene encima del ojo no puede evitarlo…

Cuando baja, Lasse Nyman está sentado en un rincón del comedor, inclinado sobre la taza de café. Su rostro tiene un color ceniciento y evita su mirada al verla. Pero ella va directamente a la mesa de él y le mira.

—Te pido disculpas —masculla él—. No sé qué me pasó.

—A mí no me pega nadie —dice ella—. Nadie.

Ella va hacia una mesa en el otro extremo del comedor y se sienta de espaldas a él. Pero apenas le da tiempo a romper la cáscara del huevo del desayuno cuando empieza a sentir lástima por él. «Debe de ser difícil despertar por la mañana con ese recuerdo», piensa ella. «Con resaca y habiéndole pegado a una mujer sin motivo. Dios mío.» Mira por encima del hombro y ve que él está sentado con la cabeza agachada. «Un niño», piensa ella. «Un niño desamparado que sólo confía en sus puños.» Siempre ha sido así. Ella intenta imaginarse no haber hecho otra cosa más en su vida que ir de una cárcel a otra, fugarse continuamente, y, en el fondo, vivir sabiendo que ha cometido el peor crimen de todos, el asesinato de una persona inocente…

Va a servirse una segunda taza de café y, con la taza en la mano, se acerca a la mesa de él y se sienta. Él la mira asustado.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunta ella.

—No lo sé.

—Sólo hablaba del tiempo con aquel portugués. Por si eso tiene algo que ver con el asunto.

—Había bebido demasiado…

—No tienes derecho a pegarme. Haga lo que haga. Y voy a devolverte hasta el último céntimo del importe de este viaje. En cuanto volvamos.

—No quiero que lo hagas.

—¿Por qué me invitaste a venir? Creo que tengo derecho a saberlo ahora.

Él no contesta.

—¿Qué te imaginabas?

—Nada —contesta él sin levantar la mirada.

—No te creo.

—¡Pero es así!

Ella se da cuenta de lo mal que está él después de la borrachera de ayer, lleno de remordimiento, tembloroso y asustado. Un niño que se ha orinado en medio de la clase. Igual que Staffan cuando rompió su hucha sin tener permiso…

Parece que él no quiere confesar por qué le pidió que le acompañara. Y los motivos siguen siendo oscuros, aunque Eivor supone que son tan simples como que él se ha imaginado una aventura, que quedaba algo del vínculo misterioso que establecieron en el pasado, y ha olvidado que no hay nada a lo que regresar…

—¡Mierda! —dice él pasándose la lengua por los labios resecos.

—No hablemos más de esto —dice ella.

Hace calor. Eivor dormita en el borde de la piscina y toma el sol. Lasse Nyman está sentado bajo una sombrilla. De vez en cuando desaparece para ir al bar a beber una cerveza.

Eivor empieza a pensar en el viaje de regreso…

Mientras nada en la piscina ve que Lasse Nyman está sentado en la barra del bar hablando con alguien. Un hombre vestido de blanco, moreno y de tez bronceada. Le extraña que él se digne a hablar con un habitante de la isla, a menos que esté pidiéndole algún servicio relacionado con las comidas o un taxi.

Sale de la piscina y no puede evitar la curiosidad. Después de tres días en la isla todavía no ha tenido ocasión de hablar con nadie. Ni siquiera ha intercambiado frases de cortesía con los de recepción o con la chica risueña que limpia su habitación. Se envuelve en la toalla de baño y va hacia la barra. Ahora no podrá acusarla de andar por ahí buscando compañía, cuando el que ha encontrado compañía es él.

—Te presento a Lourenço, ella es Eivor —dice Lasse Nyman asiéndola por el brazo, y ella nota que él va camino de emborracharse de nuevo.

«Me presenta como si fuera su esposa», piensa ella, y saluda con un gesto al portugués, que aparenta tener alrededor de treinta años. Lleva una camisa blanca y pantalones blancos de algodón. Calza sandalias de color marrón y lleva un gran anillo de oro en una mano.

—Hola —dice Lourenço en sueco con acento portugués.

—Ha vivido en Suecia —explica Lasse Nyman—. En Södertälje, para más señas.

—Sí, en Södertälje —dice Lourenço—. Scania Vabis. Camiones…

—Hall —dice Lasse Nyman.

—¿Pall?

—No, Hall, cárcel.

—No, nunca cárcel. Nunca policías…

Niega con la cabeza y por un momento parece estar confundido, pero Lasse Nyman simplemente sonríe y le guiña el ojo señalando a Eivor. «¿Habrá olvidado lo que ocurrió ayer?», piensa ella. «¿Habrá superado ya la resaca que tenía esta mañana durante el desayuno?»

—He sido carcelero —miente él—. Guardia.

—¿Guardia?

—Exactamente.

Lasse Nyman se baja de uno de los taburetes del bar y se dirige hacia una mesa en la sombra. Lourenço y Eivor le siguen.

—¿Has vivido en Suecia? —pregunta ella una vez que se han sentado.

—Ya has oído lo que he dicho —contesta Lasse Nyman empezando a levantar la voz.

—Ahora pregunto yo —replica Eivor—. No tú.

Lourenço los mira inseguro, a él y a ella.

—Cerveza —grita Lasse Nyman a un camarero que está al borde de la piscina mirando al agua—. Beer

—Yo no quiero cerveza —dice Eivor—. Un refresco… Y voy a pagarlo yo.

—Cinco años en Suecia —dice Lourenço cuando llegan los vasos a la mesa y Eivor ha repetido su pregunta. Cinco años en Södertälje.

—Pero ¿eres de aquí, de Madeira?

—Sí, de Funchal. Volví a casa. Compré una tienda de calzado de… ¿Cómo se dice…? ¿Tío?

—Sí, tío.

—Juntan un montón de dinero en Suecia y luego vuelven a casa —interrumpe Lasse Nyman sin intentar ocultar su desprecio. Se balancea en la silla y sonríe a Lourenço.

—Pagan bien, pero es caro vivir en Suecia —contesta Lourenço.

—Aquí no puede costar tanto. Las casas de Madeira son muy malas, Lourenço. Very bad

—No, las casas son buenas. Aquí hace calor. No hay nieve…

Eivor se siente cada vez más incómoda. Lasse Nyman está provocando al portugués.

—Basta ya —dice, pero él la ignora.

—Hay muchas chicas en Södertälje —dice Lasse Nyman.

Lourenço sacude la cabeza con vehemencia.

—No, no. Estoy casado.

—¿En Södertälje?

—No, aquí. En Funchal. Tres niños.

—Bueno, pero ¿qué importa…? Seguramente tenías chicas en Södertälje, un montón de coños, ¿no?

Lourenço se ruboriza y mira a Eivor. Aparta el vaso.

—Tengo que irme —dice.

—¿Quién compra zapatos a estas horas? ¡Quédate tranquilo, diablos! ¡Tómate otra cerveza!

—No.

—Pero ¿qué clase de amigo eres? ¡Habla de las chicas de Södertälje de una vez!

—Basta ya —repite Eivor.

—¡Lourenço tiene que contarnos cómo se lo pasó en Suecia!

Eivor nota cómo crece la rabia dentro de Lourenço, entonces tira su vaso de cerveza al suelo y los trozos de vidrio se esparcen por doquier.

—Yo digo… Suecia, país de mierda. No todos, no la mayoría. Pero muchos malditos…, como tú…, piensan que los suecos son lo mejor, todo lo demás mierda, los inmigrantes asquerosos… Pero yo… Yo digo…, cómo se dice, narrowminded…, tenéis la mente estrecha… Como los americanos… Igual que ellos… Os creéis dueños del mundo… Aquí sois bienvenidos, os recibimos bien. No como en Suecia… Maldito país. No lo digo por ti, pero sí por él… Diablos…

Y luego se va. Las conversaciones han enmudecido alrededor de la mesa. Se acercan dos camareros. Eivor quisiera estar muy lejos de ahí. Pero Lasse Nyman parece impasible.

—Es extraño que no se pueda estar en paz ni siquiera en tu propio hotel —dice en voz alta a uno de los camareros. El otro va a buscar un recogedor y se pone a limpiar los restos del vaso—. Presentaré una queja —continúa— si ese maldito vuelve a dejarse ver por aquí. Dijo llamarse Lourenço Castanheiro.

—No volverá por aquí —dice el camarero.

—No ha sido su culpa —interrumpe Eivor—. El imbécil es él. ¡Si ese hombre que se llama Lourenço no puede volver aquí, la que se quejará soy yo!

—Cállate de una vez —dice Lasse Nyman.

—Tú eres el que tiene que callarse —grita ella poniéndose en pie; y nunca entenderá cómo se atrevió a hablar así, abiertamente, con curiosos alrededor…—. Tú eres el estúpido —agrega ella con la voz temblando de ira.

Y luego se va de allí apresuradamente.

Esa noche cena sola. Cruza el vestíbulo sin mirar alrededor (él puede estar sentado allí, invisible, como ha demostrado antes), alcanza un taxi en la calle y se sienta en el asiento trasero. El conductor es joven, se da la vuelta, la mira y le sonríe. «Esta amabilidad por todos lados», piensa ella rápidamente… ¿Adónde quiere que la lleve? Ella intenta pronunciar el nombre del mercado de Funchal, Mercado dos Lavradores, que ha leído en uno de los folletos de información turística que hay en el hotel. Junto a ese mercado tiene que haber buenos restaurantes. El taxista asiente con la cabeza, gira el botón de la radio del coche, de donde sale una frenética música pop a un volumen insoportable, y luego sigue conduciendo sin mirar atrás…

Cuando se baja del taxi, da varias vueltas por el interior del gran mercado de ladrillo ocre (le recuerda a una especie de templo, donde deberían colgar crucifijos y leerse oraciones en vez de esas hileras de animales cortados en canal y vendedores discutiendo en voz alta. Y todas esas moscas…), viendo cómo desmontan numerosos puestos para la noche. Sobre el suelo irregular de piedra hay fruta aplastada y restos de vísceras, y huele a sangre seca y podrida por todos lados. Eivor va mirando a su alrededor, pero es como si sólo una pequeña parte de ella estuviera presente. La otra parte está librando una interminable pelea con Lasse Nyman, y en sus pensamientos el que cae es él, con grandes contusiones encima de los ojos…

Ella elige un restaurante al azar, sube una escalera empinada y entra en una habitación repleta de mesas y personas. Está a punto de darse la vuelta y salir de allí cuando un atento camarero va a su encuentro y, cortésmente pero con firmeza, la lleva a uno de los extremos de una larga mesa que, además, está ocupada totalmente por turistas alemanes. Le ponen en las manos una carta grasienta y ella intenta descifrar el complicado escrito. Aparece un camarero a su lado y le señala con insistencia los platos más caros. Pero ella no tiene mucha hambre, así que se mantiene firme y señala una sopa, Caldeirada y una jarra de vino tinto. Los alemanes de su mesa están terminando la comida con una especie de pudin de caramelo y, por supuesto, acompañan el postre con una jarra de cerveza. Ella se los queda mirando y se pregunta por qué será que los alemanes están por lo general excesivamente gordos e hinchados o, por el contrario, flacos como enfermos en fase terminal. Dios la libre de ponerse tan gorda…

Traen la sopa, cebolla, patatas y aceite de oliva en un plato marrón. Ella limpia la cuchara con una servilleta de papel y empieza a comer…

De repente le embarga una intensa nostalgia que, por supuesto, va seguida inmediatamente del más fiel de todos sus guardianes en la vida: el sentimiento de culpa, de remordimiento, de insuficiencia. Staffan y Linda, no ha pensado en ellos durante varias horas y se avergüenza al recordarlo. Ellos estarán perfectamente en casa de Jacob con los abuelos, sin embargo…

«Tener un hijo es en gran parte renunciar a tu propia vida», piensa ella confusa mientras come y bebe el vino avinagrado. «¿Cuántas mujeres tendrían hijos si lo supieran de antemano? ¿Si imaginaran la mitad de lo que ello implica? Tal vez sea también el motivo por el que la ignorancia tiende una especie de velo negro y pesado sobre la maternidad.»

El vino no es capaz de disipar su desaliento. Se plantea pedir otra jarra, pero está demasiado inquieta para quedarse en ese local bullicioso más tiempo. Consigue llamar la atención del estresado y sudoroso camarero y paga una cuenta de la que lo único que entiende es el total. No tiene ni idea de cuánto debe dejar de propina, por lo que deja resignada un billete, que probablemente sea excesivo, y se levanta de la mesa.

Esa noche hace frío y ella tirita cuando sale a la calle. Le apetece volver al hotel, pero no está segura de si se atreve a hacerlo. En la oscuridad y con las escasas luces de la calle, ese mundo desconocido le resulta amenazador… Pero al final empieza a andar y gira por la Rua de Alfândega. «¿Quién va a meterse con una mujer con un gran hematoma en un ojo?», piensa ella furiosa mientras anda a paso rápido. Ahora quiere ir a casa. Es la primera y última vez que va a dejar que la inviten a ir de vacaciones. ¡Pero no es la última vez que va a renunciar al frío y a buscar el calor! Eso también es una promesa, y la justifica maldiciendo en silencio mientras empieza a caminar por la empinada cuesta que conduce a la salida de Funchal, al recinto alargado del hotel.

Justo cuando acaba de escribir las postales que ha comprado por la mañana, llaman a la puerta. El ruido es tan débil, casi discreto, que ella está segura de que no es Lasse Nyman. Pero, por supuesto, el que está llorando ante su puerta es él. Se queda tan asombrada que no piensa en cerrar la puerta, sino que se hace a un lado y le deja entrar. No puede determinar si está borracho, pero en cualquier caso no le fallan las piernas cuando se dirige hacia su sofá. Él se sienta y se restriega los ojos y ella se pregunta blasfemando si él lleva una cebolla en el bolsillo. Pero ya lo ha visto llorar anteriormente, en el asiento de atrás de un coche hace veinte años…

—¿Sabes por qué quería viajar a Madeira? —dice él de repente, con voz rasposa y débil.

—¿No dijiste que las islas Canarias eran demasiado corrientes?

Él sacude la cabeza.

—Aquí pueden comprarse sin receta medicinas para los nervios —dice él, y para subrayar sus palabras empieza a sacarse de los bolsillos de la chaqueta cajas de Valium y Stesolid.

—Aquí hay por lo menos mil pastillas —dice—. De veinticinco miligramos. De dos farmacias. En Suecia podría haber conseguido veinticinco pastillas con receta. Pero aquí puedo viajar con todas las que quiera.

Y cuando ella, durante la media hora siguiente, se queda escuchando todo lo que él tiene que decir, cree entender que las lágrimas de él no son lágrimas de cocodrilo, sino auténticas. El tormento que expresa es real. Lo que él le cuenta sólo difiere en algunos detalles de lo que le contó en Gotemburgo hace unos meses. Pero ahora no se trata de un recuento de los acontecimientos que forman la columna vertebral de su vida, sino más bien de la descripción de un ser atormentado al que las pesadillas no dejan en paz. Él raspa en su propia superficie y abre las puertas del armario, si no de par en par, al menos de forma que ella piense que puede ver lo que se oculta bajo el polvo. Es lo que queda del desesperado muchacho de diecisiete años, con su cara afilada y sus dedos sucios, y ella no cree que el lamento sea falso, ni exagerado o patético. Seguramente él lo está pasando tan mal como dice. Un sistema nervioso tan destrozado que en los últimos años ha tomado paulatinamente la forma de un cactus invertido. Por lo tanto, las cajas blancas con la marca verde de Roche son lo que lo mantiene unido, lo que une su resquebrajada vida…

Sus rabietas son involuntarias. Él entiende que debería estar avergonzado de que la vida haya sido tan salvaje con él, que los muertos carguen con la responsabilidad que en realidad debería tener el que sostenía el arma. Ella lo mira, lleva el cuello de la camisa sucio, le falta un botón de la chaqueta, sostiene las cajas de pastillas como si fueran fichas de una partida de ajedrez que debería haber abandonado por cansancio hace mucho tiempo. El rey ha caído, pero el jugador se niega a darse por vencido…

Él hace una pausa. Eivor escucha las pocas gotas de lluvia que golpean la barandilla plastificada del balcón. Se pregunta qué debe hacer, no basta con compadecerse de él en silencio. Pero una persona que se abre y descubre las experiencias más humillantes no despierta necesariamente simpatía entre los oyentes sino más bien un malestar paradójico. Sentir compasión es por lo general lo mismo que sentir asco.

—Estoy tan terriblemente solo —dice él—. Soy un rotundo fracaso. —Y añade una frase de autoironía—: Ni siquiera he conseguido quedar entre los quince delincuentes más peligrosos de Suecia. Mi vida no le importa a nadie, sólo a los que fabrican estas pastillas.

—No sé qué decir.

«Los problemas de él son demasiado grandes para mí», piensa ella. «Son distintos a los rasguños a los que estoy acostumbrada. Y qué es mi angustia de ama de casa comparada con lo que él siente en su vida…»

—Mira esto —dice él mostrándole las muñecas en las que ella, por las cicatrices blancas, supone que ha habido agresiones inconclusas en las venas—. Y esto —continúa bajando la cabeza. Se separa el pelo con las manos y Eivor ve la deformación de sus huesos craneales al haberse golpeado la cabeza contra la pared de la celda—. Siempre estoy intentando quitarme la vida, y sé que antes o después lo conseguiré.

—No lo hagas —dice ella.

—¿Por qué no?

Pero ¿qué respuesta tiene ella? Ninguna en absoluto, por supuesto.

—Me comporto como un cerdo —dice él—, una y otra vez. —Es su modo de poner el sello de la humillación en su propia frente—. Me lanzo contra ti sin ninguna razón, fastidio a la gente que sólo quiere ser amable. Todo lo que hago es intentar vengarme. Siempre ha sido así.

—Creo que comprendo —dice ella.

—Nadie lo hace. —Él la mira—. Si tuviera alguien a quien abrazar.

Ella se pone alerta de nuevo y él lo nota. Junta las cajas de las pastillas, se las mete en los bolsillos y se levanta.

—Me voy —dice él.

—No tienes por qué hacerlo si no quieres.

—Ya te he molestado bastante.

—Eres tú el que lo dice, no yo.

Pero él ya está en la puerta, con la mano sobre el picaporte.

—No bebas tanto —dice ella.

Él sacude la cabeza, y si ella se hubiera atrevido, le habría abrazado, habría dado ese pequeño paso movida por una compasión exenta de compromiso.

Cuando lo ve en el comedor al día siguiente, él ha cambiado. Le indica que se siente a su mesa y ella ve que va limpio y además parece que ha dormido bien.

—Lo de ayer me calmó —dice él—. Realmente.

—¡Qué bien! —Ella oye sus propias palabras; pobres e inexpresivas, pero ¿qué otra cosa puede decir? Es tan grande y difícil de entender…

Pero el resultado es que los tres días y las tres noches que les queda para regresar son distintos. Hacen excursiones juntos, compran regalos, se bañan. Van en carro tirado por bueyes desde el Convento de Santa Clara, que está al final de una ladera que hay por encima de Funchal, almuerzan y escuchan a ancianos que, acompañados de guitarras, cantan fados sentimentales y aparentemente interminables. Una tarde la convence para que le acompañe al casino, y, sin que ella sepa exactamente cómo funciona, sigue sus aclaratorias demostraciones de Black Jack, Chemin de fer y la habitual ruleta, en la que en un momento impresionante ve al crupier empujar hacia ella una pila de fichas negras después de caer pleno en el número diecinueve. Y él se muestra todo el tiempo muy entusiasmado y reflexivo. Entonces Eivor se atreve a relajarse, y de pronto él le resulta atractivo y lleno de vitalidad. ¡Si pudiera entender sus bandazos! Pero ahora que él se ha reconciliado consigo mismo (ella se conformaría con que el viaje sólo hubiera servido para eso), es el acompañante que ella habría deseado.

La última noche. Han cenado en el mismo restaurante de la noche que llegaron a Madeira, han estado mucho tiempo sentados y han bebido mucho vino. Eivor nota que está borracha, pero es una embriaguez cálida y agradable. Lasse Nyman la ha entretenido con historias apabullantes de su peculiar vida carcelaria, de sus compañeros presos, que en sus relatos parecen increíblemente originales. Él ha contestado también a sus preguntas acerca de cómo se las ha arreglado para llevar a cabo algunos de sus robos, le ha contestado a todo, no se ha escaqueado. No puede evitar pensar que él le gusta mientras le está hablando de un malversador que aparentemente se apodaba Lago de los Cisnes, y cuyo mayor deseo en la vida era tener una excavadora. Cuando se comporta como en ese momento, sin violencias, sin cajas de pastillas, cuando es real de una manera que ella entiende… Entonces no se siente insegura ni prisionera de un mundo del que no conoce nada.

Por eso tampoco hay nada en su interior que la alerte levantando el dedo índice como aviso de peligro cuando él le propone que tomen una copa en su terraza. Es la última noche, regresarán al día siguiente después de mediodía y, según algunos pasajeros de chárter recién llegados de Suecia, el verdadero frío invernal ha llegado justo a tiempo para Año Nuevo.

¡Año Nuevo! Sí, es el día en que llegan ellos y Eivor ha decidido viajar a Borås. Jacob puede decir lo que quiera, pero ya que ha estado fuera del país una semana, no le podrá impedir que visite a sus hijos antes de lo acordado.

—¿Qué vas a hacer después? —pregunta ella cuando están sentados en el balcón mirando hacia el oscuro mar, donde la espuma brilla de vez en cuando bajo la luz de un faro que ilumina el puerto de Funchal.

—Iré a Estocolmo —dice él—. Tomaré un avión. Todo se arreglará…

Cuando él acerca su silla a la de ella y la toma de la mano, ella no se retira. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que sintió en su mano la mano de un hombre? Bogdan… Hace demasiado tiempo… Tal vez ella sienta en su interior que es una locura, pero ¿por qué iba a serlo? Ella también tiene instintos, instintos normales que demasiado a menudo y durante demasiado tiempo ha reprimido, dejando detrás un creciente y doloroso montón de escoria… Lo que ocurrió hace dieciséis años queda de repente muy lejos de este balcón de Madeira, y el golpe en la escalera, el hematoma… No, ¡a la mierda con eso!

Pero cuando él se levanta y empieza a llevarla a su habitación, ella se detiene.

—No quiero quedarme embarazada —dice ella.

—¿No te lo he dicho? —pregunta él con cara de asombro.

—¿A qué te refieres?

—No puedo tener hijos. Tampoco valgo para eso. Las hormonas.

Naturalmente, no funciona del todo bien. Demasiado vino, incertidumbre a tientas… Pero cuando ella descansa tranquila con él durmiendo a su lado, no tiene ninguna sensación desagradable en su interior. Él quería que alguien le abrazara, y ella deseaba lo mismo, aunque nunca lo haya reconocido.

Pero no quiere despertarse en la cama de él, así que se levanta con sigilo, se pone lo más imprescindible encima y el resto se lo lleva en la mano y sale al pasillo hacia su habitación. Por el camino oye voces tras una puerta, alguien canta a gritos algo de Evert Taube…

«Sabemos tan poco de nosotros mismos», piensa algo confusa antes de dormirse. «Lo que estamos seguros de que no va a ocurrir, ocurre… Pero tal vez por eso resistimos… Para que, a pesar de todo, ocurra lo inesperado…»

Se tapa con la delgada manta, cierra los ojos y escucha el mar que brama ahí fuera en la noche…

El avión se posa con un ruido sordo sobre el asfalto de la pista de aterrizaje, patina y frena a continuación, mientras la nieve se arremolina alrededor de los motores. El suelo está blanco y ellos ven salir el vaho de las bocas de los hombres que se acercan al avión cuando ya ha dejado de rodar y se detiene.

—Joder —dice él.

Eivor tiene muchas ganas de ir a su casa en Frölunda, de ver a sus hijos. Ella y Lasse Nyman han acordado que mantendrán el contacto. Ella está contenta de que haya entendido que lo que ocurrió la noche anterior fue algo excepcional.

—Hace frío —dice él cuando están en la cola del control de pasaportes.

—¡Uf!, ya lo creo.

Y luego nada más.

Mucho después —cuando hace mucho tiempo ya que todo pasó y ella puede mirar atrás y pensar en lo que ocurrió en el aeropuerto cuando regresaron de Madeira y les recibió el intenso frío, que caía como un puño sobre Escandinavia—, a veces le asalta la idea de que él tuvo un presentimiento. Ella no se considera una persona generalmente observadora, de esas que de pronto perciben algo que difiere de lo habitual como un indicio de que algo va a ocurrir. Pero después se ha preguntado si, a pesar de todo, no fue por eso por lo que él se coló con total descaro a unas señoras que estaban delante de ellos en la fila, tirando y arrastrando tantos paquetes y maletas que ni se habrían enterado si el techo se hubiera venido abajo por la gran cantidad de nieve acumulada. Tal vez lo hizo conscientemente, para dejar un espacio entre él y ella. Un espacio que cobra significado a la luz de lo ocurrido cuando estaban pasando el control de pasaportes. Mientras ella esperaba su turno pacientemente detrás de las señoras y llegaba luego, por fin, a la deteriorada sala de equipajes donde las maletas circulaban sin cesar por la cinta mecánica, él había tenido tiempo de llegar a la cinta que indicaba su número de vuelo. Ella se dirigió hacia él pensando que con un poco de suerte no tendrían que volver a hacer cola cuando atravesaran la salida verde por delante de los empleados de aduana más o menos vigilantes. Eivor lo estaba viendo de espaldas cuando de pronto aparecieron unos hombres desde tres sitios distintos y se pusieron a ambos lados de él.

Luego fue todo tan rápido que ella siempre duda de si ocurrió realmente. Los tres hombres, que van vestidos del color gris del anonimato, se lanzan sobre él y, antes de que le dé tiempo a reaccionar e intentar defenderse, le ponen las esposas y se lo llevan. Eivor no es la única que siente que todo va tan deprisa que parece que no haya ocurrido. Durante esos cortos segundos, sólo un niño mira a Lasse Nyman con ojos muy abiertos mientras se lo llevan.

Ella hace lo único que puede, va al punto de la cinta mecánica donde él estaba para asegurarse de que no se ha vuelto invisible. Pero él ya no está ahí, por supuesto, y mientras ella mira el flujo de maletas que avanzan saltando de modo intermitente sobre la cinta, ella se da cuenta de que, obviamente, no debería estar sorprendida. «Vale, soy un ladrón. Pero este viaje no tiene nada que ver con eso.» Fue lo que le contestó cuando ella le preguntó cómo podía permitirse invitarla a ese viaje. Una respuesta que llegó tan rápido que ella no se dio cuenta de que era una evasiva. Eivor debería haber comprendido que ha estado en Madeira gracias al dinero que alguna cajera aterrada en una sucursal de correos o bancaria se ha visto obligada a meter en una bolsa de plástico mientras él la amenazaba con una pistola o un cuchillo. «Una vez ladrón, siempre ladrón.» Ella sólo ha oído lo que quería oír, pero cuando encuentra su maleta y la saca de la cinta y ve la maleta de Lasse Nyman dando vueltas abandonada, se da cuenta de que al menos no se siente culpable. Es él quien ha cometido el robo, no ella.

Está a punto de retirar la maleta de él de la cinta cuando, por una inspiración, se da la vuelta y ve que todos los pasajeros tienen que pasar sus maletas por el control de equipaje. Deja que la maleta marrón de él continúe dando vueltas sobre la cinta negra y se va de allí. (Ese preciso momento será una imagen recurrente en su cabeza: la maleta solitaria y abandonada en la cinta como un pequeño aerolito en medio de un universo frío e infinito.)

Ella está totalmente tranquila cuando enseña su maleta a un funcionario de aduanas y piensa que tiene que lograr controlarse para ayudarle a él, dondequiera que esté.

¿Tenía él el presentimiento de que iban a detenerlo? Ella podrá preguntárselo en una sola ocasión, pero entonces hay cosas mucho más trascendentales. La pregunta se desliza entre otras muchas que quedan sin responder para siempre.

Sólo se conmueve cuando llega a su casa en Frölunda. Se sienta en el salón, que parece reprocharle algo, y nota al respirar un aire viciado, cerrado. Piensa que él va a permanecer en su vida a la sombra, tal vez en un espacio desconocido en el frío, y que luego va a desaparecer siempre del mismo modo, o van a llevárselo con las manos esposadas en la espalda. «Hay que tener lástima de él», piensa, y se imagina un hámster que, impotente, da vueltas en su rueda.

Y, naturalmente, surgen ciertas preguntas inevitables: ¿qué podría haber hecho ella? No es misionera ni monja ni trabajadora social, ni siquiera es especialmente buena escuchando a los demás, pero ¿había algo que ella podría haberle dado con un mínimo de sensibilidad? ¿Una fórmula mágica que ella desconoce? Una vaga sensación de autoinculpación flota por el apartamento y tarda un buen rato en poder levantarse a abrir la ventana y quitarse el abrigo.

No viaja a Borås. Ni siquiera levanta el auricular del teléfono para felicitarles el Año Nuevo y comunicarles que ha llegado bien. Se sienta en el sofá y piensa. Ese primer día del nuevo año piensa en sí misma y en el futuro con un detenimiento del que no se creía capaz. Estar sola y dominar la situación, ver la vida como un paisaje en el que ella se encuentra en el punto más elevado. Formula la simple pregunta de si lo que está viviendo es el principio del fin o el final del principio, y decide, obviamente sin estar del todo convencida, que lo último es lo que mejor describe su posición en el curso de la vida. Ahora tiene que ponerse en pie para demostrarlo. Lo que ella sea capaz de hacer en el futuro le hará tomar una posición más reconciliadora con respecto a lo anterior…

Enero de 1973. Un mes invernal tan intenso que todos los inviernos anteriores parecen suaves y luminosos. Los vientos del noroeste parecen ser eternos, traspasan todas las defensas, mordiendo abrigos de pieles y capas de jerséis y ropa interior. Eivor piensa que recordará este mes como El Mes de Las Narices Azules, porque no recuerda haber visto antes la cara de frío que tienen los niños cuando regresan a casa de la escuela o cuando vuelven antes de tiempo de jugar al aire libre. El viaje a Madeira le parece tan irreal como si hubiera hecho una visita relámpago a alguna de las estrellas que brillan en las frías noches de invierno, cuando las temperaturas suelen estar por debajo del mágico número veinte. Sólo cuando ve la rapidez con que se extingue su bronceado, comprueba que el viaje ya sólo es real en un pequeño rincón dentro de ella. A veces tiene la sensación de que miente cuando en distintas ocasiones se lo cuenta a los niños o a alguno de sus compañeros en el establecimiento de bebidas. Especialmente porque todo el tiempo está obligada a excluir una parte importante del viaje. Lasse Nyman. El día de Año Nuevo no hay prensa, pero el 2 de enero, cuando va en el tren hacia Borås para buscar a los niños, lee que el atracador de bancos Lasse Nyman ha sido detenido sin drama en el aeropuerto de Torslanda. También lee que el dinero con el que pagó su viaje a Madeira probablemente proceda de una de las oficinas del Enskilda Banken del centro de Suecia, más concretamente de Katrineholm, donde Lasse Nyman se encuentra en prisión preventiva… Mientras va sentada en el lento tren tiene la premonición de que no lo ha visto por última vez, sino que aparecerá de nuevo ante su puerta sin que tengan que pasar otros dieciséis años.

«¿Podremos llegar a ser amigos a pesar de las agudas aristas que siempre van a formar parte de nuestro pasado común? Me violó, me hizo ir al encuentro de dos hombres decrépitos para que los dejara indefensos, me obligó a presenciar un homicidio absurdo, me pegó una noche una paliza en una escalera cerca del Atlántico, me ha dado la oportunidad de romper durante unos días la rutina diaria con dinero que ha robado en un banco. Se trata de hechos, de hechos sentimentales que no pueden ser suprimidos para que dejen de existir por completo en el futuro. La pregunta es si los breves momentos de afecto, de seguridad, pueden contrarrestar todo el peso del lastre, o si la escora es tan grande que el buque no puede maniobrar y sólo le espera el naufragio. Ella no puede contestar, pero es consciente de que las preguntas son de una importancia crucial para poder enfrentarse a él cuando, antes o después, se presente ante su puerta.

Así que siente a Lasse Nyman muy próximo durante ese mes de enero de frío glacial en que ella emprende la lucha con inquieta perseverancia hacia un nuevo modo de vida. Cuando le ha dicho a Jacob que va a empezar a estudiar, éste se ha mostrado negativo y no lo entiende. (Lo hace cuando va a buscar a los niños, aprovechando la circunstancia de que él se queda estupefacto al darse cuenta de que ella realmente ha estado de viaje. La postal que le envió no ha llegado todavía…)

—¿Por qué? —pregunta él—. ¿Qué pretendes?

—Por el momento es, sobre todo, para tener la posibilidad de establecer unos objetivos —dice ella.

Él pregunta y ella responde, a veces ella no puede contestar todavía y nota que él se enfada. Piensa que debe de ser la reacción que Katarina Fransman le ha comentado una vez: el miedo de los hombres cuando las mujeres cuelgan los delantales y salen al aire libre. Pero se calla porque no se atreve a entorpecer el bienestar de los niños. No puede hacer nada más que admitir que también es una ventaja que ella tenga un trabajo más cerca de casa, y además mejor pagado. Las reacciones por parte de Elna y de Erik son, si cabe, aún más negativas, porque lo único que recibe de ellos es una enigmática postal —¡que representa la fábrica Eternit!— con un deseo de «Buena suerte» que huele a desconfianza y escepticismo. Una tarde, Eivor llama a Elna a Lomma, pero procuran no tocar el tema de los estudios. Sin embargo, lo más difícil es hablar con los niños. Les resulta difícil entender que mamá lea libros de texto. Ya lo hizo cuando era pequeña, antes de que nacieran ellos. Tienen curiosidad y miedo a la vez, y en una ocasión, después de una conversación con los niños, Eivor se queda con la creciente sensación de que sus estudios son un resbalón ridículo. Pero a la vez también se da cuenta de la imposibilidad de rendirse ya. Si va a fracasar, no puede ser como una caída del taburete de la cocina, sino como caerse por la barandilla del puente sobre el río Göta. No puede dejarlo todo colgado en silencio, como una derrota invisible.

Se acondiciona un rincón en el salón. Ha encontrado una vieja mesa abandonada en el sótano, de la que se incauta una tarde y la lleva al apartamento. Compra una lámpara de mesa y cose una almohada para la silla de la cocina, que sólo se utiliza cuando viene Jacob de visita. Pone la mesa al lado de la ventana y lleva a la cocina las macetas que había sobre la repisa, así tiene sitio para poner algunos archivos y cuadernos. Sin embargo, el cambio fundamental es decirles a los niños que a partir de ahora no está permitido llevar juguetes al salón. Ahora tendrán que conformarse con su habitación, y lo dice en un tono tan firme que ellos entienden enseguida. Claro que a veces hay maquetas de aviones y tizas de colores sobre la mesa, pero cuando ella vuelve a casa del trabajo y ve sus rostros inocentes, le resulta difícil imponer sus normas.

Mucho tiempo después, cuando todo se ha derrumbado, lo que más le cuesta superar es el hecho de que nunca tuvo la oportunidad de ponerse a prueba en serio. Si sólo hubiera dispuesto de un par de meses, tal vez habría sido más llevadero. Pero para ese resultado… Una expedición grande y minuciosamente preparada que se va a pique el primer día.

Empieza como suelen hacerlo las catástrofes, sin previo aviso, sin que las invisibles antenas de la intuición hayan entendido que deberían enviar una señal. Es tan simple como que ella ha ido a su primera clase de la tarde y regresa a casa desde la plaza de Frölunda. Va caminando llevando la carga que tanto tiempo ha deseado: tiene que hacer los deberes. Para empezar a descubrir hay que aprender. Son las diez, es una de esas inusuales noches de enero en las que el viento ha amainado y no araña su rostro. Tiene prisa por llegar a casa, al té y los bocadillos, y pasarse algunas horas con los libros que lleva en una bolsa de plástico de ICA. Se siente llena de esperanza, como el día en que, hace ya muchos años, recibió su primer sueldo semanal en la fábrica de Konstsilke y salió al mundo a comprar. Es una sensación que sólo puede describirse como uno de esos momentos singulares en que está completamente convencida de que no existe ningún problema que ella no pueda superar. Y de hecho es una paradoja brutal que inmediatamente sea expuesta a una prueba tal que ese convencimiento se haga polvo, como si hubiera estado en el punto de mira de una granada antes de explotar. A lo largo de la calle por la que tiene que pasar para llegar a casa hay varias tiendas, y cuando pasa por una de artículos sanitarios y lanza una mirada rápida y ausente al escaparate —como si en la oscuridad no pudiera evitarse pasar de largo sin mirar un sitio iluminado—, se da cuenta de repente de que no ha tenido el periodo y que debería haberlo tenido hace casi una semana. Sin alterar la velocidad ni la longitud del paso, continúa andando con la espalda levemente inclinada, pensando que no se trata de la primera vez, una semana no es un margen inusual para ella. Sin embargo, en ese momento la intuición lanza sus señales de alarma desde su invisible cueva. Primero como una inquietud apenas perceptible que ella no puede localizar, luego, cuando ya casi ha llegado a casa, como una creciente sensación de que un gran puño la aprieta lentamente.

«No puede ni debe ser nada», se dice en voz alta mientras busca nerviosa la llave del portal en su bolso. Se le escapa de las manos la bolsa con los libros y el estuche de lápices cae sobre la nieve sucia y pisoteada. «¿No te lo he dicho? No puedo tener hijos. Las hormonas.» Ella vuelve a meter el estuche en la bolsa de plástico y cierra la puerta. «Tampoco valgo para eso.» Una opinión fugaz, una frase triste y resignada de un hombre en la demostración final de su fracaso. Pero también puede haber sido una mentira camuflada. ¡Por supuesto! Lasse Nyman miente, su vida es un calidoscopio de mentiras que cambian continuamente de carácter y forma pero que sin embargo tienen el mismo contenido: decir lo que le conviene, lo que le da resultado. «¿No te lo he dicho?» ¿Fue sólo un paréntesis inocente pero fraudulento? ¿Lo sabía ella ya pero había olvidado que él era estéril?

Eivor está delante de la puerta de su casa mirando la placa con el nombre: HALVARSSON, como si no creyera lo que ven sus ojos y pensara que, por supuesto, es posible que él la haya vuelto a engañar, pero que ninguna persona puede mentir cuando se trata de algo así. Tiene claro que el amor puede estar rodeado de las mentiras más monstruosas y de ataques pérfidos, ¡pero no en un contexto en el que no tiene sentido! Un ataque así no se lleva a cabo sólo para acostarte una noche con alguien. Cierra la puerta y se dice a sí misma que son imaginaciones suyas. El viaje a Madeira, Torslanda, los nervios ante lo que va a emprender, son razones más que suficientes para que su menstruación se vea afectada por un desajuste temporal…

Pero está embarazada, por supuesto, y cuando lee los resultados en la farmacia unas semanas más tarde, siente que es sólo una confirmación de algo de lo que ya estaba segura. Tan segura que ya lleva un tiempo pensando en abortar. No tiene por qué ser peor que eso.

Aquellos tiempos ya han pasado, cuando sólo los ríos y las piedras de molino ofrecían la posibilidad de evitar hijos no deseados. «¿No te lo he dicho? No puedo tener hijos.» Casi le asusta que ni siquiera esté decepcionada con Lasse Nyman, sólo siente desprecio, y ella se lo imagina delante de una pared, atado a una silla, con diez fusiles apuntando firmemente a su corazón. O con una soga al cuello, encima de algo que recuerda un andamio y una trampilla que se abre. Ella desearía que no fuera sólo una voluntad malévola o una venganza inexplicable lo que hubiera detrás de esta mentira, pero por una vez es capaz de dejar a un lado los sentimientos benevolentes y darse cuenta de que no hay ninguna circunstancia atenuante. ¿Quién sabe si él ya había planeado todo esto desde el principio, desde esa vez en que empezó a buscarla, estuvo abajo en la calle y la engañó como un espía testarudo, hasta que finalmente consiguió escurrir los últimos restos de resistencia de las manos de ella, logrando que se metiera bajo su manta por voluntad propia? Ella sabe que Lasse Nyman no es tonto, que tiene la paciencia necesaria para realizar para el diablo obras por encargo. Sin embargo… «Tampoco valgo para eso.» Con qué habilidad transformó la compasión en una abertura por donde poder acometer su ataque final, sin tener que esforzarse siquiera. Ella piensa que, de todos modos, no debe sentir lástima por él, dondequiera que esté sentado en alguna celda subterránea invisible.

Y en esta época ilustrada no va a haber nadie, por supuesto, que se interponga en su camino a abortar. Además, sólo tiene que explicar su historia cambiando detalles marginales. Lasse Nyman se transforma ante el trabajador social y el médico en un portugués anónimo de Funchal, una tarde de mucho vino y detalles imprecisos en el asiento trasero de un coche que podría haber sido perfectamente una violación. No, no encuentra ningún problema, insiste en que no quiere tener el niño. La ingresarán en el hospital a principios de febrero y lo único que le molesta es que no puede concentrarse en sus libros y que está irritable con los niños. Pero se obliga a pensar que cualquiera puede resbalar y romperse un brazo o una pierna, y si ella además es capaz de ver su propia determinación como una importante lección para el futuro, no va a perder más tiempo ni energía de los necesarios. Está tan segura de lo que quiere que destina incluso alguna de sus noches de desasosiego a esa idea hipotética: ¿podría imaginarse algún motivo para tener a ese niño? Pero la respuesta siempre es la misma y ella siente una poderosa fuerza en su interior por el hecho de que ella, la pequeña Eivor, a pesar de todo tenga la piel reforzada de acero por dentro, esa piel que está cada día menos bronceada…

Justo una semana antes de que vayan a practicarle el aborto, coge por casualidad un periódico durante una pausa para tomar café en el trabajo y lee que Lasse Nyman se ha fugado de la prisión de Katrineholm. Lo que capta su interés es el titular del artículo: ATRACADOR DE BANCOS EN LIBERTAD, y se da cuenta de que se trata de Lasse Nyman, al reconocerlo en esa fotografía borrosa que aparece encima del titular. Ella piensa que la fotografía debe de haberse tomado muchos años atrás, ya que él va peinado todavía con gomina. Pero los ojos son los mismos de siempre, como si mirara al cañón de una pistola en vez de al objetivo de una cámara de fotos. El miedo, ese rasgo engañoso, expectante. ¿Cuándo podrá salir y continuar su eterna huida? Ella piensa que debería llamar a la policía y avisarles de que él irá a buscarla con toda seguridad. Pero la idea de que puedan implicarla en sus enredos y atracos y que tal vez tenga que asumir responsabilidades por haber participado en el uso de dinero robado, hace que deseche rápidamente esa posibilidad. Sin embargo, se prepara enseguida porque sabe que él va a llegar, y repasa mentalmente una y otra vez lo que va a decirle al otro lado del umbral que él nunca más va a traspasar.

Él llega la segunda noche. Son algo más de las once y Eivor acaba de sacar sus libros y sentarse a su mesa de trabajo cuando llaman a la puerta. Mientras va hacia la puerta, se pregunta cómo habrá podido entrar en la portería. ¿Acaso tiene él llaves o ganzúas de todas las puertas del mundo? ¿Y cómo ha podido salir de la prisión esta vez? Por el ojo de la cerradura…

Él está al otro lado de la puerta y ella ve de inmediato que lleva ropa robada. Es posible que ese gorro de lana, que hace publicidad de un acontecimiento deportivo, haya sido comprado honestamente, pero está segura de que el amplio abrigo marrón no se lo ha probado delante de un vendedor, ni tampoco las botas negras con cremallera lateral.

Naturalmente, le deja entrar, el umbral prohibido sólo tiene un sentido simbólico. No pueden quedarse en la puerta hablando y pulsar de vez en cuando el botón rojo para encender la luz de la escalera.

—No hace falta que te quites el abrigo —dice ella—. Vas a marcharte enseguida. Esta vez no puedes quedarte.

Nota que él se pone rígido y se pregunta si estará tan desesperado como para abofetearla también en esta ocasión.

—Habla en voz baja —dice ella—. Los niños duermen.

Pone a los niños delante de ella como un muro de protección.

Después se preguntará y se echará en cara no haberse imaginado la reacción de él al decirle que se había quedado embarazada durante la relación amorosa que mantuvieron aquella noche en las afueras de Funchal. Ella creía que lo había preparado todo, pero la emocionada reacción de él la pilla desprevenida.

—Mentiste —dice ella cuando ya se lo ha explicado—. Dijiste que no podías tener hijos. Pero era mentira.

—Estaba convencido de ello —replica él, y es tan evidente que miente que ella no se molesta siquiera en replicar.

Y después, el gran momento: ¡Lasse Nyman diciendo la verdad, expresando la felicidad que aquello le produce!

—Un hijo es lo que siempre he deseado —dice él—. Puede cambiarlo todo. Va a ser la última vez que me encierren.

—No voy a tener ese niño —contesta Eivor—. Tendrás que tener hijos con otra que quiera.

—No puedes abortar —dice él, y aunque su voz es casi un susurro, ella percibe su desesperación.

—Claro que sí. El lunes. Y ahora quiero que te marches.

—Si lo haces, me mataré —amenaza él, y ella se estremece al darse cuenta de que un susurro puede hacer más daño que un grito.

—Vete —vuelve a decirle.

—Voy a matarme —insiste él—. Lo haré.

—No lo harás —dice ella—. Vete. De lo contrario llamaré a la policía.

—Llama a la policía —dice él—. O tal vez me presente yo mismo en la comisaría voluntariamente. Pero quiero tener ese hijo.

—No —dice ella, y entonces él la cree y se marcha.

Pero cuando mucho tiempo después Eivor conoce los detalles de lo ocurrido, gracias a que ha tenido la suerte de dar con un buen policía en la comisaría, no hay pruebas de que él no se haya quitado la vida. A pocas manzanas de la casa de Eivor robó un coche, se dirigió por la autopista hacia Estocolmo y fue visto en una gasolinera en Lerum. Todo eso está documentado con minuciosidad en los archivos. Puede seguir las últimas horas de su vida en un idioma complicado, que detalla incluso, a veces, la hora en que ocurrieron los hechos. Pero él se ha llevado a la tumba la pregunta cuya respuesta ella esperaba y nunca va a saber: si sus últimas palabras eran ciertas o si la amenaza era también una mentira encubierta. Cuando está sentada junto a la mesa del amable policía leyendo el informe (él incluso va a buscar un vaso de plástico con café para ella y luego sale de la habitación discretamente), ella lo hace con esa sublime concentración que logra que recuerdes todo lo que lees. Las páginas se deslizan en su conciencia como rollos de película, ella incluso puede recordar, mucho tiempo después, una mancha de grasa en el margen de la última página. Pues bien, él se ha ido andando, ¿o corriendo?, ha girado por la esquina más próxima y allí ha sustraído un Volkswagen del año 1969, propiedad del dueño de una modesta tienda de muebles de la calle Västra Hamngatan. «Eso ya es llamativo», piensa ella. «Un Volkswagen. Hace dieciséis años él odiaba los coches pequeños, para él eran el último recurso cuando no había vehículos americanos disponibles. ¿No le importaba ya? ¿Robaba simplemente el primer coche que encontraba, resignado, desesperado?» «Quiero tener ese hijo.» Ella piensa que va a tener que aprender a vivir con ese aullido ahogado, y sigue leyendo. El siguiente sitio donde es visto es en la gasolinera de Lerum que abre por las noches, y allí se abastece de gasolina y desaparece sin pagar. Llenó el depósito con 19,2 litros y Eivor pregunta al policía, que acaba de traerle el café haciendo equilibrios para no derramarlo, si no es demasiado. Él se lo confirma, el depósito debía de estar prácticamente vacío cuando entró en la gasolinera iluminada. Precisamente esa noche atendía la gasolinera un empleado de nombre G. Lind, de veintitrés años, domiciliado en Jordås. «G», piensa ella. «Gustav, Gottfrid, Gunvor…» No, más abajo se indica que el empleado es un hombre, y ella siempre va a imaginárselo como Gustav Lind. Ese hombre ha tenido el valor de salir corriendo y quedarse con la matrícula. Después de una llamada telefónica a la policía empieza la persecución. Por supuesto, no se trata de los diecinueve litros de gasolina, sino de que la descripción coincide con la de Lasse Nyman. Un coche patrulla localiza el Volkswagen al norte de Alingsås, pero entonces se suman las fatalidades: al coche patrulla se le pincha fatalmente una rueda y un mensaje de radio es malinterpretado y transcurren veinte minutos hasta que otra patrulla sale en persecución del Volkswagen. «Me mataré.» «Si realmente hubiera pensado hacerlo, no era preciso ir tan lejos con el coche», piensa ella. Pero tal vez necesitaba reunir coraje, tal vez quería pensárselo detenidamente una vez más…

No, no puede creerlo, pero se pregunta qué hubiera ocurrido si a esa aciaga patrulla no se le hubiera pinchado la rueda y si esa persona que coordinaba el contacto entre los coches patrulla se hubiera dado cuenta enseguida de que el coche averiado no podía hacer nada en ese momento. Pero las coincidencias no están sometidas a ninguna ley y lo único que trasciende es que el viaje termina al norte de Vårgårda, más concretamente tres kilómetros antes de la iglesia de S. Härene, donde el Volkswagen se sale de la carretera y choca frontalmente con un árbol. No especifica qué clase de árbol. Tal vez el policía que escribió el informe simplemente no lo sabía. Los coches de policía que acudieron al lugar no pudieron descubrir ninguna huella de frenado. Tampoco había derrapado, el vendedor de muebles había comprado el pasado mes de diciembre cuatro neumáticos de invierno nuevos para su coche. La causa del accidente queda sin aclarar, ya que no hay testigos de los últimos segundos de la vida de Lasse Nyman. Tal vez el accidente del vehículo pueda explicarse, como sucede a menudo, creyendo que el conductor se ha dormido. Pero Eivor está segura de que la última y sobria palabra del informe no es cierta. Que él se haya quedado dormido… No, ella simplemente no se lo puede creer…

Y es ahí donde reside el misterio que nunca podrá resolverse. ¿Ha estallado todo de repente alrededor de él mientras iba sentado en el Volkswagen por la oscura carretera? ¿Ha visto aparecer el árbol a la luz de los faros y en un irreprimible deseo de terminar con todo se ha dirigido hacia él y le ha dado de lleno entre los dos ojos brillantes del frontal del coche? Ella se figura todas las situaciones posibles, dando rienda suelta a su fantasía e imaginación, pero no hay ningún informe que le diga qué pensó él exactamente durante sus últimos minutos o segundos de vida. Ése es el gran misterio, y ella lo sabe. Aparta de sí el informe y se queda sola en el reducido despacho del policía. En el pasillo oye protestar a gritos a un hombre de acento extranjero, un teléfono suena con insistencia sin que nadie se moleste en contestar. Ella piensa que, a pesar de todo, tal vez haya una lógica en lo ocurrido. Lasse Nyman y el coche eran una sola cosa, si él tenía que morir, tenía que ser en un coche. Y cuando ella se levanta y se dirige a un mapa que hay en la pared de la habitación y busca Vårgårda, la cruz negra marca la iglesia de S. Härene, y cae en la cuenta de que esa zona le resulta conocida. Fue la zona que ella recorrió una vez junto a Lasse Nyman, donde todos los sueños de su inocente juventud quedaron aplastados durante unos días intensos y horribles. Lasse Nyman se ha matado en el coche a pocos kilómetros del sitio donde una vez, en el pasado, levantó su revólver y le disparó en la garganta a un pobre anciano. La liebre perseguida ha corrido en círculos durante dieciséis años, tal vez más, y casi había llegado al punto de partida cuando la caza acabó de repente.

Cuando abandona la comisaría ha empezado a llover y la temperatura ha subido considerablemente. Piensa que debería averiguar dónde y cuándo va a ser enterrado Lasse Nyman, pero sabe que no va a hacerlo. Que vaya o envíe una corona de flores al crematorio de alguna iglesia desconocida no va a cambiar nada, y ahora ella tiene que llevar una carga muy distinta.

Ella no recuerda casi nada veinticuatro horas después de haber visto en el periódico que Lasse Nyman murió unas horas después de salir apresuradamente de su casa. Lo más cerca de la realidad que cree poder llegar es cuando se ve a sí misma a lo lejos comportándose como si no hubiera ocurrido nada. Con la sensación de haber tocado alguno de los mecanismos oscuros, incluso básicos, que rigen su vida, cree constatar que evidentemente posee una gran capacidad para mostrar una máscara de indiferencia aunque el mundo se venga abajo a su alrededor. Naturalmente, después se ha dado cuenta de que lo que hizo estaba mal (ella misma desaprueba su conducta estúpida y obstinada) y que el error fatal fue que ella no hizo lo que hubiera hecho cualquier otra persona en su situación: buscar ayuda cuando más la necesitaba. Pero ella no lo hizo y simplemente cargó con todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Era ella la que estaba embarazada, la que llevaba la carga, por lo tanto, ella era la responsable de sus decisiones. Pero está convencida de que cualquier interferencia de alguna persona más o menos sensible habría servido para llevar a cabo el aborto que tenía decidido hacer. En medio de esa quietud absurda que siguió a la gran lucha, había una extraña determinación en ella. Del mismo modo que un gran cansancio puede conducir a una inesperada clarividencia, el inmovilismo no significa necesariamente lo mismo que la indecisión. Ella está decidida esa mañana de lunes, cuando llama al hospital y dice que no va a ir. No da ninguna explicación, sólo eso: no va a ir. Y sin que esté realmente convencida de ello, empieza a prepararse para tener otro hijo. Acude todavía a sus clases nocturnas, con una risa nerviosa en su interior, pero deja que las maquetas de aviones y las tizas de colores sigan posándose en la vieja mesa, y una tarde cuando llega de su trabajo y Linda se sienta allí a dibujar, ella sólo le dice que encienda la lámpara para ver mejor. Del mismo modo, casi imperceptible, también empieza a elaborar una explicación. Precisamente eso es lo que ella, después, va a reprocharse más, y con razón, cuando aparezcan todas las consecuencias con sus luces llamativas y sea demasiado tarde para evitarlo. Si al menos hubiera dicho la verdad, que Lasse Nyman era el padre del niño pero lamentablemente había muerto, habría sido, si no más fácil, al menos cierto. Pero en vez de eso, ella saca a un personaje fantástico de origen portugués, le da el nombre de Leon (encuentra el nombre por casualidad cuando ve un comentario sobre boxeo en un periódico; y, por lo que recuerda, es un cubano), y se dispone a que siga siendo un desconocido. Cuando por primavera el embarazo empieza a notársele y ella lo proclama, a Lomma por carta y al resto de viva voz, nadie la entiende, como es natural. (Sí, posiblemente Katarina Fransman, con la que se cruza casualmente en la calle. Eivor sólo puede interpretarlo como que Katarina está acostumbrada a que a las mujeres de pronto les aterre la tarea de estudiar para tener una identidad propia fuera del cercado y sagrado hogar, y se retiren a toda prisa con un nuevo embarazo.) Los demás no la entienden. El bueno de Jacob tal vez no pueda disimular del todo cierto regocijo, aunque le afecta más el hecho de que sus hijos vayan a tener un hermano natural, ilegítimo, como dice él. Esa primavera y ese embarazo son para ella un periodo sin derrotas o victorias. Es sólo la vida, que, imprevisible, ha dado un fuerte puñetazo en la mesa y ella no puede hacer otra cosa más que cumplir con su incomprensible obligación. Es una época en la que ella se acerca más que nunca a sus hijos, lo que confiere una nueva dimensión a su relación con ellos. Staffan y Linda son los que menos entienden, naturalmente. Eivor pinta al desconocido Leon como una persona que casi adopta rasgos místicos, y se esfuerza al máximo para permanecer tranquila y serena, sin poner en riesgo la seguridad de ellos. También se puede decir que ella se imagina que ha logrado su objetivo, mucho más tarde se dará cuenta de que no lo ha hecho. Y entonces ya será demasiado tarde para frenar. Entonces ya estará allí la niña. La pequeña Elin.

Cuando a finales de marzo asiste a su última clase nocturna, traza una muralla alrededor de ella y los niños. Sólo Jacob puede colarse cuando le toca. A Elna, que inmediatamente ha empezado a bombardearla con cartas y llamadas telefónicas, intenta mantenerla a distancia. Ahora se concentra en la casa y en los niños, además de las horas de trabajo diario en el establecimiento de bebidas. No está resignada. No piensa en términos como derrota o fracaso. Al contrario, ha adoptado una decisión totalmente distinta. Reanudar su búsqueda para lograr una identidad profesional fuera del hogar lo antes posible. Va a llevarle tiempo, muchos años, pero no tantos como para que carezca de sentido.

Nadie entiende su decisión, especialmente teniendo en cuenta que es el resultado de una aventura de verano con olor a vino tinto. También es razonable decir que ella tampoco la entiende. Ella estaba totalmente decidida a no traer más hijos al mundo y consideraba que su época de criar niños ya había pasado. Dos hijos son suficientes y la vida no es más larga que la urgencia por tener tiempo para algo más. A la luz de eso, es incomprensible que ella no lleve a cabo el aborto. Las palabras de Lasse Nyman: «Me mataré», no pueden ser la respuesta a ese importante cambio súbito. Eivor no siente ninguna preocupación religiosa, no existen figuras vestidas de blanco sentadas en algún cielo que la vigilen continuamente, nadie que escriba sus pecados en una pizarra negra, se trata más bien de que ha vuelto a caer en una situación para la que no estaba preparada, una situación en la que no tiene facultades para actuar de otra forma. Dicho de otro modo, ella no está ni siquiera segura de si habría abortado en caso de que Lasse Nyman estuviera vivo. Tal vez se hubiera detenido en la puerta del hospital, dándose la vuelta y marchándose. No lo sabe, y durante ese tiempo no tiene mucho interés por encontrar una respuesta. Está demasiado cansada para ello.

Llega mayo de 1974. Hace calor y Eivor suda detrás del mostrador en el establecimiento de bebidas. Es jueves, pero el trasiego en busca de alcohol es grande, y el personal ha comentado con frecuencia que parece que los suecos beben cada vez más aguardiente y cualquier día de la semana, a pesar del enorme incremento de precios. Eivor se estira para bajar una botella de Glenffidich, el whisky de malta más caro que tienen, y mientras mantiene el equilibrio en la inestable escalera, piensa que la escalera de su propia vida es bastante menos estable que la que tiene bajo sus pies. Ella tiene treinta y tres años. Staffan ha cumplido trece. Linda tiene doce y Elin —que nació una mañana de octubre de 1973 en un parto sin complicaciones, apenas hubo que darle unos puntos— ya ha cumplido ocho meses.

Se aproxima la hora del cierre. Madsén, el jefe, ya está de pie haciendo sonar su manojo de llaves en señal de reproche hacia los clientes que llegan en el último momento. Eivor vende una botella de vodka a un cliente al que tendría que haberle exigido el carnet de identidad. Tiene los ojos brillantes y ella percibe el olor inconfundible a cerveza. Pero ella se limita a imprimir el importe, le devuelve el cambio y mete la botella en una bolsa de plástico. Tiene prisa por recoger a Elin de la casa de una niñera que ha encontrado y que afortunadamente vive en el bloque siguiente al suyo. Si una mañana va con mucha prisa, lo que ocurre a veces, puede llevar simplemente a Elin envuelta en una manta y la niñera, que llegó a Suecia procedente de Hungría en 1956, parece ser muy comprensiva. Pero no está pensando en Elin ahora, la pequeña niña de pelo rubio hija de un padre moreno llamado Leon, que hasta el momento no le ha escrito ninguna carta a su hija. No, ella piensa en Staffan, el chico de trece años que se parece tanto físicamente a su padre que casi resulta cómico. Staffan que de repente empieza a hablar con voz cascada y se escapa misteriosamente por las tardes, que empieza a descuidar los deberes, para los que antes tenía tanta facilidad. Que apenas contesta cuando Eivor le pregunta algo, que pega a su hermana Linda cuando ella menos se lo espera, sin motivo alguno. Eivor ha intentado interpretar su comportamiento como normal, está subiendo la cuesta de los primeros y complicados años de la adolescencia. Pero cada vez se ha vuelto más difícil y a Jacob tampoco le resulta fácil entenderse con él. El resultado es que ella ha tratado de mantener el equilibrio un día tras otro, y en realidad no se había producido ningún escándalo hasta la noche anterior, cuando llamó el tutor de la clase de Staffan para decirle que por desgracia su hijo había comenzado a dejarse ver con una pandilla de muchachos que bebían cerveza y esnifaban disolventes que tenían efectos embriagadores. (Es literalmente lo que él dijo, y Eivor supone que describirlo como «disolventes embriagadores» es su intento de hacer más llevadera la verdad.) Esta tarde va a intentar hablar con él, y no tiene la menor idea de cómo acercarse a ese mundo desconocido del que no sabe lo suficiente como para imaginarse que pueda afectarle a su hijo adolescente. La tarde del jueves es la adecuada, porque Linda va a clases de gimnasia y después han acordado que se quedaría a dormir en casa de su mejor amiga, que vive en la calle Lergöksgatan.

Elin duerme y Staffan aún no ha vuelto a casa. Eivor ha estado esperándole durante esa tarde de primavera, pero debajo de la ventana sólo hay un chico solitario que no puede tener más de ocho años dándole patadas a un balón contra las puertas del garaje. Le ha parecido triste y desamparado hasta que se ha dado cuenta de que tal vez Staffan también estaba así hace unos años, absorto en sus pensamientos y sueños, chutando el balón contra las puertas del garaje. Va a la cocina y se queda de pie pensando para qué ha ido allí. Al abrir el frigorífico se acuerda de que se le había ocurrido tomar un poco de vino tinto que guarda en un armario de la cocina. Pero descarta la idea. No puede imaginarse hablando con su hijo de los peligros de esnifar disolventes después de haber bebido ella vino. Claro que es absurdo convertir un trago de vino en una cuestión moral, ella es consciente de eso. Cielo santo, otra cosa sería que consumiera a diario, como algunos clientes que recuerda. Por ejemplo la elegante viuda Ekstrand, que en un año se bebe al menos cien litros de vino blanco, preferentemente uno ácido de marca húngara. Ella apenas prueba el alcohol. No sabe de dónde procede la única botella de vino tinto que tiene en casa o por qué motivo la compró, ni siquiera se acuerda.

¿Tiene miedo? ¿Está preocupada? ¿Cuánto hay de cierto, cuanto de exageración, cuanto de advertencias justificadas? Engström, el tutor de la clase, es nuevo ese año, ella no le conoce y, según Staffan, se parece al tipo de personajes que suele encarnar Charles Bronson en las muchas películas en las que hace de tipo duro. Parecía muy acelerado cuando llamó por teléfono, como si dedicara todas sus tardes a difundir señales de alarma a un número infinito de padres desprevenidos. No puede evitarlo, a ella le pareció que exageraba en sus advertencias…

Staffan por fin aparece, moqueando y sucio. Se quita furioso el anorak y lanza las botas de goma por los aires, como si fueran cangrejos que se han aferrado a sus pies. Murmura algo vago y está a punto de meterse en su habitación cuando Eivor va a su encuentro, diciéndole que quiere hablar con él.

—¿De qué? —pregunta él poniéndose en guardia enseguida, como un soldado de frontera en un puesto de riesgo.

—¡De lo que haces por las tardes!

—Nada.

—En cualquier caso, no hace falta que nos quedemos de pie en la entrada. ¿Podemos sentarnos?

—Estoy bien aquí.

—Staffan…

—¡Déjame!

—Anoche llamó tu tutor.

Lo que ocurre a continuación podría describirse como la sorpresa de alguien que cree tener un gato doméstico en su regazo cuando en realidad es un tigre. De repente, él avanza en línea recta hacia ella y le grita a la cara:

—¿Qué dijo? ¿Qué quería ese imbécil? Habría que caparlo. ¡Lo haré mañana! ¡A primera hora! ¿Qué quería?

Ella se queda muda. Estar cara a cara con tu hijo de trece años y ver el rostro de una bestia peluda. Pero a pesar de que casi le da miedo, descubre detalles que no había percibido anteriormente. Que está más pálido de lo que podía imaginarse, que tiene los pómulos y el mentón llenos de granos, tan pequeños que no los ve hasta que lo tiene delante. (¿Cuándo fue la última vez que le permitió que ella le diera un abrazo? ¿Hace un año? ¿Ha pasado tanto tiempo desde que él, de pronto, empezó a escurrirse de sus brazos hasta que al final se puso activamente en contra?) Ella le pide que se tranquilice y él se detiene con brusquedad, como si ella le hubiera golpeado.

—Basta con que contestes sí o no —dice ella—. Que bebes cerveza y… esnifas.

—No.

—¿Nunca? —Se da cuenta de que es la primera vez que se enfrenta a las mentiras de un adulto. Anteriormente habían sido excusas de niño por asuntos sin importancia, por jugar con cerillas y cosas por el estilo, pero ahora se enfrenta a un tipo de mentira distinto, a una resistencia cuyas consecuencias parece estar dispuesto a asumir, aunque ella cree que está más asustado que agresivo.

—No.

La respuesta llega como un martillazo, en un tono de voz que a veces se eleva a falsete.

—¿No comprendes que es peligroso?

Ella no tiene más opción que hacer caso omiso de sus respuestas, prefiere eso a presionarle para que admita lo que ambos tienen claro: que él miente.

—¡Te estoy diciendo que no!

—¿Quieres ser como uno de esos borrachos que se arrastran por la plaza? No te lo permitiré. ¡Tu padre tampoco!

—Buenas noches.

Él se mete directamente en su habitación, cierra la puerta de un portazo y echa la llave, y cuando ella llama a la puerta gritándole que abra, él sube el volumen de la música, de modo que se erige como un muro impenetrable de sonido entre ellos. A pesar de que más tarde lograría mantener una conversación tranquila y relativamente sobria con él, fue junto a esa puerta cerrada y esa ensordecedora música pop cuando detectó por primera vez que la ira de su cambio y sus airadas evasivas estaban relacionadas con la llegada de Elin y el misterioso señor Leon. Ahí comienza Eivor el laborioso proceso mental que le lleva a la conclusión de que ella no logró conservar en absoluto la seguridad familiar cuando dejó caer la noticia de Elin como una bomba. A él debió de parecerle una traición, que destruía las distintas pruebas de amor y consideración que ella siempre le ha demostrado…

Todos los interrogantes que se planteó Eivor durante el verano de 1974, sus angustiosas caminatas nocturnas por los locales secretos de Frölunda, por sótanos, patios, puentes, buscándole cuando no regresaba a casa por la noche, comenzaron ese día. Durante los periodos que él estaba en casa y era tan feliz como un niño, como lo que probablemente era en el fondo, ella podía alimentar incluso una vana esperanza de que todo había pasado, de que no se había quedado atrapado en las garras de lo que una vez había denominado «disolventes embriagadores». Pero esos periodos eran cortos, y cuando una noche a fines de agosto, pocos días antes de que empezara la escuela, vio a los dos policías flanqueándole y agarrándole como si fuera un guiñapo medio inconsciente, ella supo que todo iría de mal en peor si no encontraba una solución que, de un solo tirón, arrancara la maleza que estaba a punto de sepultarlo. Durante el verano había estado de vacaciones con Jacob y su nueva mujer en Bastad. Pretendían que se quedara todo un mes —Linda también estaba—, pero Jacob llamó después de cuatro días diciendo que era imposible y que Staffan iba en el tren que llegaba a Gotemburgo a las seis menos diez esa misma tarde. Entonces se disiparon también las esperanzas de que él pudiera mudarse a Borås, y así se encontró Eivor de nuevo acarreando con toda la responsabilidad. Pero si aquella vez no se hubiera dado cuenta de que tenía que pedir ayuda, nadie sabe qué podría haber ocurrido. El hundimiento estaba cerca. Durante esa época además Elin no paraba de resfriarse, y la leal y reflexiva paciencia de Linda, como es de suponer, también llegó a su fin, ahora que ella también había entrado en la pubertad, con todo lo que eso conlleva.

Pero de repente un día, aproximadamente a mediados de agosto, Eivor encontró ese papel en el que había anotado una vez un número de teléfono, y después de mucha paciencia logró seguirle la pista a Sirkka Liisa Taipiainen hasta Dalarna, en un número de teléfono de la calle Smidesgatan en Borlänge. Y cuando marcó el número y Liisa contestó con un grito de alegría al decir Eivor quién era, sintió enseguida que su amiga iba a brindarle ayuda. No han hablado en muchos años, sin embargo es como si inmediatamente retomaran el hilo. Liisa parece que no ha perdido nada de su frenética impulsividad y sugiere enseguida que se vean, ¡tienen que hacerlo!

—Tengo hijos —dice Eivor.

—¿Quién no los tiene? ¡A mitad de camino de las dos!

—¿Dónde queda eso? Apenas sé dónde está Borlänge…

—Nunca has sabido nada, Eivor. Pero no te molestes ahora en saber dónde está. La mitad del camino está… ¿Cómo se llama…? Donde paran todos los trenes…

A Eivor casi le da taquicardia cuando se da cuenta de que es Hallsberg el nombre que Liisa está intentando recordar. Hallsberg… Apenas se atreve a pronunciar la palabra, pero Liisa grita enseguida: Sí, sí. ¡Eso exactamente, Hallsberg! ¡Está a mitad de camino! ¿Cuándo puedes tú?

Eivor logra convencer a Jacob para que se quede con los niños en Gotemburgo el último fin de semana de agosto; y Liisa la recibe en el andén de Hallsberg. Su tren había llegado media hora antes que el de Gotemburgo y Eivor la descubrió enseguida a pesar del gentío que había en la estación. Liisa parecía tener amigos convenientemente ubicados por todo el reino, y había arreglado las cosas de modo que pudieran pasar la noche en casa de una compañera lejana de una amiga de su hermano (¡Eivor ni se imaginaba que Liisa tenía hermanos!) que vivía en Hallsberg, de hecho en la misma zona en la que Eivor había vivido durante toda su infancia.

Se encontraron un sábado hacia el mediodía y estuvieron en Hallsberg hasta las tres de la tarde del domingo. Durante ese tiempo apenas durmieron y a ninguna de ellas se le ocurrió siquiera pensar en ello. Caminaban y hablaban, se sentaban y hablaban, comían y hablaban, se tumbaban y hablaban, y aun así nunca se quedaron sin aliento. A cualquiera que las viera probablemente le parecerían una pareja muy dispar. Mientras Liisa va vestida con unos jeans gastados y rotos, zuecos y una ancha blusa blanca, Eivor ha dedicado mucho esfuerzo para componer el atuendo para reunirse con su amiga. Se ha puesto delante de su armario y ha pensado: «¿Cómo quiero que me vea Liisa?». Del revoltijo de ropa que enseguida está esparcida por la cama y por el suelo del dormitorio elige un vestido de verano de color marrón y un par de zapatos de tacón del mismo tono. Se miran una a la otra asombradas, pero hasta la tarde ninguna de las dos comenta cómo la gran diferencia de su forma de vestir muestra lo distinta que ha sido la evolución de ambas. Se sientan a comer en el ruidoso restaurante de la estación, que está dividido en un pub y un comedor, y piden una de esas aburridas comidas que salen de la cocina patinando sobre la cinta transportadora. Eivor se siente totalmente ajena al lugar, el restaurante está renovado e irreconocible. Le suena vagamente la mujer de mediana edad que hay sentada junto a la caja, pero no está segura del todo. Reencontrarse con Hallsberg le ha producido, sobre todo, desconcierto y tampoco puede negar que siente cierta decepción. Cuando iba sentada en el coche se había imaginado que vería a la mayoría de sus antiguas compañeras de clase, que Hallsberg volvería a su somnolienta existencia de hace veinte años. Pero no reconoce las caras que ve cuando Liisa y ella van paseando. Sólo algunos comercios son los mismos, partes de edificios, la estación de ferrocarril, los altos árboles del patio de la estación. Pero lo que le hace sentirse realmente incómoda, como una erupción de sentimentalismo y un sentimiento horrible de extinción, es cuando se hallan delante del bloque de apartamentos de color amarillo en el que vivió durante su infancia, y ve que la pequeña casa roja de Anders ha desaparecido. Ya no queda nada, ni el jardín ni el abedul que estaba al otro lado de la ventana de su cocina, ni el gran árbol de bayas. Ahora hay asfalto y el aparcamiento de una hilera de casas adosadas de reciente construcción. Ella intenta hablarle a Liisa de cómo era todo aquello, de Anders, de la vida que llevaba allí, pero se da por vencida y se calla. Es demasiado íntimo, no llega a ninguna parte, no encuentra palabras que sean lo suficientemente vivas como para despertar el interés de Liisa. Cuando nota la creciente impaciencia de ésta, se encoge de hombros y dan la vuelta para regresar por donde han venido. Eivor se reencuentra con el ambiente de su niñez, y cuando se da cuenta de que apenas lo reconoce (ni siquiera el olor de Hallsberg es el mismo), siente deseos de irse de allí lo más rápido posible. «Es imposible ir hacia atrás en el tiempo pensando que podemos recoger algo que hemos dejado olvidado», piensa, y se estremece ante la idea de que hubiera llegado sola a Hallsberg por algún motivo y hubiera tenido que quedarse allí…

La única experiencia que tienen en común fue la época en que trabajaron juntas en Konstsilke, y hablan de ello sentadas en unos bancos pintados de azul que hay junto a una fuente sucia enfrente del hotel de Hallsberg. Retomar el contacto les ha recordado cuántas cosas han sucedido. Que diez años es realmente mucho tiempo. «Obviamente es imposible intentar una descripción completa de los últimos diez años, lo único que se puede hacer es sacar poco a poco cosas escogidas con la esperanza de que haya algún tipo de conexión entre ellas.» Eso piensa al menos Eivor mientras escucha a Liisa con su inconfundible acento finlandés. Escarbando en la gravilla con uno de sus zuecos, rodeada de colillas y de cerillas usadas, Liisa tiende su puente de diez años sobre una serie aparentemente interminable de traiciones que a la larga han provocado una aversión cada vez mayor a las relaciones. En Borås (y Eivor calcula mentalmente que debe de haber sido aproximadamente por la época en que nació Staffan) conoció a un yugoslavo que llegó con la primera oleada de trabajadores inmigrantes de la década de 1960, reclutados para esa industria que ni siquiera la colonia finlandesa, en continuo aumento, podía abastecer. Fue un amor suicida y cuando él encontró un trabajo mejor remunerado en Olofström y le pidió que le acompañara, ella no lo dudó y fue a recoger su liquidación anual en Konstsilke. Pero en Olofström Liisa abre un día la puerta de la barraca que pensaba que le conduciría al paraíso y se lo encuentra en los brazos de otra mujer. Acepta esa primera traición y se queda con él durante un año frenético, con engaños constantes y continuas promesas incumplidas de que ya no volverá a ocurrir.

Cuando en una ocasión, en un ataque de celos totalmente injustificado, él le arranca casi todo el pelo, ella se da cuenta de que no puede engañarse a sí misma por más tiempo y se larga. Viaja a Estocolmo y se ve envuelta en una vorágine de cambios, cambia de trabajo constantemente, de pareja, salta de una cama a otra. Hubo un tiempo en el que tocó fondo e iba merodeando por la Estación Central, borracha, sucia, dando gritos y con llagas en los brazos y manos. Dice que lo que la salvó de morir en algún portal asqueroso, ahogada en sus propios vómitos, fue que «nunca cobró dinero», sólo reclamaba comida, bebida, y sitio donde dormir. Siempre logró defender el último reducto de su orgullo, aunque muchas veces era como si los ejércitos armados del mundo se agruparan a su alrededor. Una vez, cuando por alguna razón inescrutable había conseguido un poco de dinero, partió sin saber por qué una silla en la cabeza de uno de sus más fieles amigos de borracheras, luego fue en taxi hasta el puerto de Värtahamnen y compró un billete de ida a Helsinki. En el barco conoció a un grumete finlandés que en vez de invitarla a beber le echó una regañina durante una hora y luego la mandó a la ducha. Él vivía en las afueras de Estocolmo, en Gustavsberg para ser precisos, y después de dos días en Helsinki, donde ella se había sentido inquieta y fuera de lugar, le siguió de nuevo a Suecia. Se casaron después de unos pocos meses, ella ya estaba embarazada y parecía que la mala racha había pasado ya. Pero al regresar a casa de la clínica con el niño recién nacido, no pasaron muchas semanas antes de que papá grumete se cansara de los gritos que se oían todo el día a causa del cólico del niño, y estuvo a punto de tirarlo al suelo. Liisa, naturalmente, salió huyendo de allí, ahora podía darse cuenta de que aquello había sido un espejismo y, tras pasar por una serie de domicilios circunstanciales, de nuevos amigos de mayor o menor confianza, finalmente terminó como ayudante en un quiosco de salchichas en Hedemora, y al año siguiente en Borlänge con un trabajo en Domnarvet, un puesto de trabajo que mantiene desde entonces.

Pero en cierto modo esto no es ni la mitad de la historia, dice ella con los ojos clavados, ausente, en un gorrión que mira furtivamente desde el borde de una profunda huella marcada en la gravilla. La verdadera historia, por supuesto, es cómo me ha influido todo esto. ¿Qué queda de la chica finlandesa que viajó a Suecia una vez para hilar oro en Borås, que tenía los mejores antecedentes que se puedan imaginar en las enseñanzas del abuelo Taipiainen acerca de que el mundo debe ser descubierto, descifrado y transformado? Que por cierto tampoco podía callarse cuando la injusticia se tomaba demasiadas libertades, pero que lo perdió todo cuando un yugoslavo de ojos oscuros fijó su mirada en ella. Que luego participó como algo más que observadora en la colonia de los marginados sin techo y pudo contemplar el bienestar sueco desde la borrosa perspectiva de una rana. ¿Quién era ella entonces y quién es hoy?, dice levantando la vista de sus zuecos y entrecerrando los ojos para mirar el sol vespertino.

—Tengo una teoría —dice ella—. Y es que la gente común está empezando a descubrir ahora el contexto histórico. La política. Lo que ocurrió a finales de los años sesenta, Vietnam y todo aquello, de lo que nosotros en realidad no nos interesamos, nos parecía que no era más que palabrería, que no nos concernía, porque la economía todavía iba bien aquí en Suecia. Pero ahora, cuando empieza a haber problemas de nuevo, cuando ya nada es evidente, la gente común empieza a ver el contexto, la política de nuevo. ¡Y entonces la cosa va en serio!

Eivor no sabe qué contestar, así que opta por preguntarle si van a algún sitio a tomar café. Liisa la mira un instante pensativa, luego sonríe, se levantan del banco y se marchan.

Van a pasar la noche en la planta superior de una vieja casa de madera que está en el centro de Hallsberg, donde vive una amiga lejana de Liisa que trabaja en una residencia de ancianos en las afueras y tiene guardia ese fin de semana, por lo tanto no estará en casa por la noche y Liisa y ella disponen del reducido apartamento para ellas solas. Se oye resonar el televisor del piso de abajo a todo volumen. Eivor se ha acurrucado en un sofá de felpa rojo y Liisa se ha sentado en un sillón y apoya los pies descalzos encima de una mesa. Cuando Eivor le cuenta sus diez años, quiere seguir los pasos de Liisa, hacer hincapié aquí y allá y dejar los grandes intervalos a la imaginación de su amiga. Habla por primera vez de la verdadera historia de Madeira, del falso Leon y del auténtico Lasse Nyman. Ella nota que, muchas veces, Liisa quiere interrumpirla para intercalar alguna pregunta, pero ella no la deja, sólo sube el tono de voz y continúa. Termina contando su repentina idea de buscar su teléfono e intentar reencontrarse con ella, y le pregunta directamente qué puede hacer para que Staffan no acabe entre las ruedas del molino. Liisa no contesta enseguida, sino que se queda sentada en el sillón sacudiendo la cabeza lentamente.

—Qué jugarretas nos hace la vida —dice ella en voz baja, y Eivor percibe algo cálido en su voz.

Y luego, sin previo aviso, como si la vida a pesar de todo no fuera más que una prolongada y seductora noche de sábado, se levanta de repente del sillón y dice que tiene hambre, que necesita montones de comida para sobrevivir.

—Pero no estoy gorda —dice—. Estoy más delgada ahora que en Borås.

—Yo no sé cuánto peso —contesta Eivor.

—Tú nunca has sabido nada.

Entonces Eivor comprende por primera vez que, detrás de su tono burlón y levemente irritante, Liisa habla en serio.

Ambas comen lo mismo, filetes de carne quemados con patatas fritas marchitas al lado. Beben vino y Eivor intenta contarle de nuevo lo que supone para ella volver a Hallsberg. Pero apenas ha avanzado cuando Liisa la interrumpe.

—No puedes utilizar esos recuerdos —dice impaciente—. ¡Maldita sea!… Todos hemos sido niños. Niños de mierda… Una vez tuve una amiga, tendríamos siete u ocho años. Era el cumpleaños de otra niña y no nos había invitado. Entonces nos sentamos y cagamos encima de un papel y lo envolvimos, le pusimos una cinta roja alrededor y se lo dimos de regalo de cumpleaños, y luego salimos corriendo lo más rápido que pudimos… Todas hemos sido así.

De repente, Eivor necesita defenderse, oponer resistencia.

—Para mí es importante —dice ella—. No vivo de viejos recuerdos, si es eso lo que crees. Pero en este momento me resulta dificilísimo no pensar que viví aquí diez años de mi vida.

—Claro —dice Liisa—, pero…

Ahí se interrumpe y se concentra en la desolada comida con fuerzas renovadas. Eivor puede ver, por su modo de comer, que está pensando febrilmente, se está preparando… Cuando han retirado los platos empieza.

—Vente a vivir a Borlänge —sugiere—. Allí tendrás vivienda y trabajo. En Domnarvet. Como yo.

—¿Otra vez en una fábrica?

—Es el sitio que nos corresponde —dice Liisa con énfasis—. Ése o cualquier otro lugar donde trabaje gente corriente.

Y con todos los argumentos imaginables intenta persuadirla para que se mueva, para que arranque, para que empiece de nuevo, por ella misma y también por Staffan. Borlänge es una ciudad pequeña. Allí también hay problemas, naturalmente, muchos problemas, pero no es tan oscura. Es una ciudad que se puede dominar, al contrario que Estocolmo o Gotemburgo, que son ciudades que dominan a las personas. Si quiere hacer algo por su situación, tiene que abandonar sus raíces actuales (Liisa dice una y otra vez que «hay que tirar los muebles por la ventana al menos cada tres años»), salir de un ambiente que —por lo que Liisa deduce— no es tan bueno como puede serlo Borlänge. La discusión se alarga durante la tarde y la noche, con interrupciones regulares, y cuando se separan al día siguiente, Eivor le promete pensarlo seriamente, a la vez que le da a Liisa poderes ilimitados para que averigüe dónde podría vivir ella y encontrar trabajo en Borlänge.

Pero, antes de llegar al momento en que están de pie cada una en su andén, esperando a los trenes, que llegan con retraso, e intercambiando los últimos saludos por encima de las vías del ferrocarril, Eivor se lleva una tarea importante para hacer en Gotemburgo. Ha habido un momento durante esa noche, cuando estaban cada una en su rincón del sofá de felpa y se han quedado en silencio, en que Eivor le ha preguntado a Liisa a qué se refiere al decir que ella nunca ha sabido nada.

—¿No lo entiendes? —dice ella realmente asombrada por lo que Eivor intuye—. ¿Todavía no lo entiendes? ¡Hay que ver lo torpe que eres!

Y en un nuevo intento de explicárselo, un intento que habría hecho caer en la desesperación a cualquier pedagogo, ella vuelve a echar mano de los fundamentos básicos de la vida, a los que ella denomina el Contexto y el Ambiente. Y Eivor nunca ha sido capaz de verse a sí misma como parte de un contexto más amplio que su familia y el trabajo que tuviera en ese momento. Pero ¿por qué robaba bancos Lasse Nyman y le cortó la oreja a su padre? (Además, ¿quién sabe si la vida del viejo Nyman era tan fácil?) ¿Por qué se queda siempre sin comprender lo que le sucede a ella, como si fuera víctima de una sorprendente serie de circunstancias desafortunadas? Pero Eivor no es ninguna pista de aterrizaje donde los aviones chocan sin cesar, la historia no experimenta ningún black-out cada vez que ella sale a la calle o corre la cortina. ¡Siempre ha cometido el grave error de creer que está sola! (O, Liisa rectifica, el error de dejarse engañar creyendo que está sola.) Ella no es un satélite que está girando solitario, sino parte de un contexto. Y mientras no se dé cuenta de ello y empiece a buscar explicaciones para lo que está sucediendo en el entorno, irá arrastrándose por la vida como una discapacitada a la que han despojado de sus muletas.

A pesar de que lo que dice Liisa pueda parecer por el momento confuso y contradictorio (y en parte lo es), Eivor se da cuenta de que tiene que almacenar todo lo que oye dentro de sí misma, para su posterior procesamiento y utilización. Y eso es lo único que Liisa le pide.

—Yo no soy ninguna…, ¿cómo se dice?… ¿Alma imposible? Pero a veces es bueno tener a alguien que te dé una patada en el culo.

—¿Tú tienes a alguien?

—Claro que sí. Muchos… En Domnarvet… Y Arvo…

—¿Quién?

—¡Mi hijo! ¡Arvo!

—Sí, claro…

Pero quien piense que el encuentro de Sirkka Liisa Taipiainen con Eivor Maria Halvarsson en Hallsberg se caracterizó por la seriedad, sólo interrumpida de vez en cuando por comidas insulsas o brotes de impaciencia, lo ha entendido todo mal de principio a fin. Es exactamente lo contrario, son dos mujeres que vuelven a verse después de que ambas creyeran que la otra había desaparecido en algún rincón desconocido del país o del mundo, dos mujeres que ríen y comparten con generosidad sus ganas de vivir más o menos lastimadas. ¿Por qué otro motivo iban a intercambiarse la ropa a las cuatro de la mañana para luego casi desternillarse de risa al ver el resultado? Además, Eivor percibe con más nitidez lo que le ha dicho Liisa por la tarde: que va vestida como alguien que no es pero cree que debe ser. Y en ese amanecer de un domingo de agosto deambulan por las calles vacías y sus risas resuenan en las paredes de las casas.

Cuando entra en la estación el tren de Eivor, poco antes de las tres de esa tarde de domingo, Liisa desaparece como si se cerrara una cortina, y ella sube al tren con paso más relajado que nunca. Viaja a Gotemburgo con la sensación de haber sido liberada de un tomillo de sujeción cuya existencia ha ignorado toda su vida. Ahora es consciente de que, mientras ella ha creído durante mucho tiempo tener un control firme sobre la realidad, en el fondo no ha hecho otra cosa que evitarla en muchos aspectos. Las excepciones que se le ocurren están ahí indudablemente (sus intentos de estudiar, su viaje a Madeira, su contacto con Katarina Fransman, su trabajo actual), sin embargo, es como si más que nada hubiera estado contemplando su ombligo con desesperación.

Va sentada en el tren con una creciente impaciencia interior.

¡Es natural! Tiene que tomar una decisión importante.

Llega a las 18:29.

En la estación hay un borracho saludando con un cangrejo en la mano.