Tres días después, Elna se presenta en la puerta. Eivor acaba de llegar a casa de la fábrica y ha recibido la felicitación de Liisa. Precisamente hoy ha tenido la valentía suficiente y se lo ha dicho. Que lleva un hijo en su vientre. Liisa al principio la ha mirado incrédula. Pero luego la ha abrazado y ha intentado enseñarle una canción de cuna en finlandés. Se pregunta si realmente la ha felicitado o si sólo lo ha hecho por educación. ¿Habrá pensado que Eivor se ha caído por el precipicio? No, Liisa no. Ella no es así, ella simplemente no puede ser educada. Es un arte que ella ni quiere ni puede dominar, va contra su naturaleza y contra las palabras de su abuelo…

Pero ahora está Elna en la puerta, con su viejo abrigo de siempre…

—Como no tienes teléfono.

—¿Quién te ha dicho que tu visita es inoportuna?

—Nunca se sabe.

—El día que estorbes te lo diré. Antes incluso.

—Erik te envía saludos —dice Elna.

—Gracias.

—Ha sido tan inesperado.

—No para mí. O para nosotros.

Sea o no verdad, Eivor ha decidido tomarle la delantera a su madre. En el fondo también se esperaba que ella apareciera aquí, jadeante y horrorizada, como si hubiera venido corriendo desde Hallsberg. Y por eso se ha preparado como si fuera a defenderse ante un tribunal. Ha pensado todos los argumentos y reprimendas, las palabras tristes o desagradables que Elna pudiera decir; nada puede pillarla desprevenida.

—No sé qué decir.

—No tienes que decir nada.

—¿Eres feliz? Me refiero a si todo va bien…

¡Otra vez la felicidad! Esa palabra siempre está flotando alrededor, fugaz como una pluma. Pero ¿por qué no? Ella goza de buena salud, él también, no están en guerra, tienen trabajo, el mundo no se va a venir abajo.

—Las cosas me van bien —dice ella.

Pero, naturalmente, suena a hueco. Ha pasado cinco meses fuera de casa, acaba de recibir una propuesta de trabajo de Algots, y además está embarazada.

Hasta ahora Elna no había oído hablar de Jacob. Y, por supuesto, tiene que comportarse como si no pasara nada, Eivor habría hecho seguramente lo mismo. En esta situación su madre no sabe qué hacer, como tampoco lo habría sabido ella.

—Ha sido tan inesperado —dice Elna de nuevo.

—Pensé en daros una sorpresa —contesta Eivor.

Pero se percata de que Elna no la cree, la mira asustada. Eivor va a la cocina a preparar café, y mientras espera a que se caliente el agua, piensa que Elna cree, naturalmente, que ha sido un accidente, que no han planeado el embarazo en absoluto.

Toman café y Eivor le dice a Elna que no podrá conocer a Jacob hasta la tarde siguiente. Hoy no va a venir, va a jugar al fútbol en el descampado que hay detrás del hospital. Las tiendas de deportes tienen su propio equipo en la liga, Jacob juega de defensa. Esta tarde se enfrentan a los del matadero y van a recibir una paliza, ya que los carniceros tienen el mejor equipo de la división, delanteros de peso con un jefe de despiece finlandés que siempre se abre camino hasta la portería…

—Como es natural, me gustaría conocerlo —dice Elna—. Pero sólo si os viene bien.

—Claro que sí. Su padre es tipógrafo. Su madre es como tú.

—¿Cómo yo?

—Ama de casa. Se llama Linnea Eivor ve en los ojos de Elna múltiples preguntas no formuladas. Pero ¿será consciente de que lo ha percibido?

Cosas no dichas, contenidas, a la espera. De repente, Eivor está cansada de toda la situación.

—Vas a ser abuela —dice tajantemente.

—Sí —dice Elna.

—Las cosas me van bien, mamá. No te preocupes. Sabes que sé arreglármelas bien.

—Estoy empezando a creerlo.

Aunque, por supuesto, no es así, Eivor se da cuenta enseguida. Elna no incluía en sus planes que Eivor se quedara embarazada unos meses después de su partida hacia el gran mundo. Pero sus planes no son los planes de su hija. Si se tiene una hija hay que contar con ser abuela. Y cuando ella se haya dado cuenta de que su hija camina con sus propios pies, entonces quizá sea capaz de alegrarse incluso de lo que está ocurriendo. Por la tarde, después de comer, dan un paseo. El gorrión muerto sigue en la calzada con las patas tiesas hacia el cielo vespertino.

Se detienen ante el escaparate de una tienda de ropa de señora.

—Tal vez tendría que comprarme un abrigo nuevo —dice Elna.

—Sí —dice Eivor—. Quizá lo necesites.

Al contrario que Liisa, Jacob puede ser educado, aunque se note algo forzado e inseguro. Pero en cuanto se da cuenta de que quien abre la puerta es la madre de Eivor (Eivor está en el cuarto de baño), apenas tarda en controlar la situación. Eivor se asombra de lo natural que parece a pesar de todo. Describe su trabajo en la tienda de deportes de Valles como variado pero, sobre todo, de responsabilidad. Parece que entiende la situación. Eivor se da cuenta de que le causa buena impresión a Elna. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Su pelo rubio brilla, tiene los dientes blancos, es joven, está sano y fuerte. Y es educado. ¿Qué más puede pedir? ¿Que sea el dueño de la ciudad?

—Nos gustaría que vinieras a la boda —dice él al cabo de un rato, levantándose y alcanzando su chaqueta de cuero.

Y lo dice de verdad, Eivor lo nota.

—Me ha parecido muy agradable —dice Elna cuando él ya se ha marchado.

—A mí también me lo parece —dice Eivor.

Elna la mira asombrada.

—De otro modo sería una situación horrible —agrega ella.

Al día siguiente Elna vuelve a su casa. Dice que está contenta, pero Eivor se pregunta qué piensa realmente. ¿Está decepcionada, preocupada o sólo indecisa?

Sea como sea, es problema de ella. Pero a Eivor le gustaría que fuera tan abierta y con una alegría tan espontánea como Linnea, la madre de Jacob. No tan áspera y callada.

Pero a los padres no puedes elegirlos.

A veces ni siquiera al propio marido.

Elna debería saberlo.

Cuando Elna va sentada en el tren de regreso a Hallsberg, también piensa en ello…

Y lo hacen. Eivor y Jacob se casan el domingo 3 de julio de 1960. La ceremonia es bonita y conmovedora, nadie piensa en la lluvia que está cayendo a mares fuera de la iglesia, la Gustav Adolfskyrkan, dejando la ciudad como un trapo empapado. Johan Nordlund, pastor de la iglesia, alza sus manos afectadas de psoriasis por encima de los dos jóvenes que han decidido refugiarse en el santo matrimonio; los allegados están conmovidos por la ceremonia, y la pareja que se ha acercado al altar es una hermosa pareja. Jacob viste un traje de color marrón oscuro y Eivor va de blanco, lleva un vestido que ella misma ha cosido. En segundo plano está Artur, sentado en el primer banco y tosiendo. Es su modo de resistirse ante el molesto nudo en la garganta que no debe notarse por nada del mundo. A su lado se encuentra Linnea, que está verdaderamente guapa con su vestido granate recién comprado y ajustado al pecho. Linnea, alguna vez deberías saber lo espléndida que estás…

Al otro lado de la nave central está sentada Elna, flanqueada por Erik a un lado y al otro por el abuelo Rune, que ha bajado desde Sandviken para ser testigo de la dicha matrimonial de la nieta. La abuela Dagmar no ha podido venir, el viaje es demasiado largo, se habría mareado muchísimo y, además, todo ha sido tan rápido. La han avisado apenas un mes antes del día de la boda, y encima la chica está embarazada… No, son muchas cosas, ella es demasiado vieja… Y que la chica vaya a tener un niño… Abre viejas heridas, se pregunta si será una carga hereditaria. Elna, Eivor… Rune puede decir lo que quiera, ella se queda en casa a cuidar el apartamento y el gato. Le ha escrito una carta a Eivor que debería ser suficiente, y Rune se encargará de darle recuerdos y explicaciones. Pueden verse más adelante. No, Rune, viaja tú, ve tú por los dos…

El pastor Nordlund y sus manos. La psoriasis no suele picar, pero él parece sufrir un picor celestial. Quisiera tirar el libro de cánticos y rascarse las manos, cuya piel recuerda las escamas de un pez.

¿A quién está casando? A la costurera Eivor Maria Skoglund con el dependiente Jacob Halvarsson. Bueno, son sólo nombres, no le dicen nada. Sus rostros están serios y tensos, lo que ciertamente no le sorprende, casarse es un acto de gran envergadura, un acto sagrado con una cantidad importante de inconvenientes bajo la superficie… Y hay que seguir esa idea hasta el final. ¡Es espantoso ver cómo se separa la gente! Son tiempos difíciles para ser pastor. ¿Cómo va a poder oírse la predicación cristiana en medio del escándalo infernal de las guitarras eléctricas…?

¿Es feliz la muchacha? Tiene la costumbre de hacerse esa pregunta. Pero en el rostro maquillado de Eivor no puede leerse nada más que concentración y atención… En fin, las cosas van como van, prescindiendo casi siempre de lo que Dios dispone…

Llega el momento de la verdad y las manos le pican… Recibes tú como… El sí de él suena como un murmullo pastoso, a ella le tiembla la voz. Pero lo dicho, dicho está, y él no tiene más parejas que casar este domingo. Gracias al Dios de los cielos…

El órgano retumba y fuera llueve a cántaros. Nordlund está de pie en el porche de la iglesia despidiéndose y deseando buena suerte. Mantiene las manos en la espalda respetuosamente, siempre hay gente que cree que la psoriasis es tan contagiosa como la lepra… Se abren los paraguas, los dos taxis que han pedido están esperando y hay que bajar deprisa las escaleras que llevan a la calle…

Fuera de la iglesia hay un hombre joven que bebe cerveza sentado en la pendiente de hierba. Parece no importarle el diluvio que está cayendo, ni siquiera parece darse cuenta de ello. Nordlund cree reconocer en él a uno de los que confirmó hace algunos años y se da la vuelta refunfuñando. Cuando desaparecen los taxis, sube raudo las escaleras que conducen al pasillo y entra en la sacristía para buscar la gabardina y el paraguas. Fuera está esperando el Saab. Asta Björkman, el organista, espera dentro en silencio, mirando sus notas, sin pensar en nada…

«La vida es extraña», piensa Eivor, sentada al lado de Jacob en el asiento trasero de uno de los taxis. «Ahora estoy casada y sólo siento intranquilidad. Todo ha sido tan rápido, cuando el pastor hablaba era como si no me concerniera a mí, como si fuera otra persona la que estuviera allí. Pero ahora estoy casada con el que va sentado a mi lado y nos dirigimos a casa de Artur y Linnea para comer y celebrar la boda, y luego nos marcharemos cinco días de luna de miel a una casita de verano que está en alguna parte de Småland…»

¿Y si le pidiera ahora al taxista que parara y ella bajara en medio de la lluvia y se marchara de allí? Hacia cualquier lugar. Al Cecil a tomar una Coca-Cola vestida de blanco, con el pelo recogido y cardado, resultado de dos horas de esfuerzo con el peine y la laca.

Lo que le preocupa es que no puede hacerlo. Estar casada implica precisamente que hay muchas cosas que ya no están permitidas, o que ni siquiera es posible hacer…

La lluvia golpea las ventanillas y Eivor piensa que siempre puede separarse. Si no funcionara entre ellos. Pero pensarlo ahora, diez minutos después de salir de la iglesia… ¿Puede intuir él lo que piensa? No, él también parece estar inmerso en su propio mundo. ¿Piensa lo mismo, tal vez? Santo cielo…

Eivor quiere encerrarse en el cuarto de baño en cuanto lleguen. Necesita quedarse sola unos minutos. No pensar, sólo sentarse en la tapa del váter, completamente sola. Parar el tiempo. Y luego ver en el espejo que sigue teniendo la misma cara, que no se ha transformado en otra…

Luego podrá estar contenta. Sólo con que Jacob…

Él la mira de repente.

—¿Has dicho algo?

—No. ¿Por qué?

—Me pareció oír…

—No… ¡Qué forma de llover…!

—Sí…

Y ya están en Norrby, en la calle Långgatan 22, los taxis frenan en el asfalto mojado y uno de los conductores se queda atónito mirando el billete que le da Jacob de propina.

En torno al banquete hubo cierta confusión. Según la tradición, es la novia la que tiene que pagar el festín, pero ¿qué se hace cuando el padre no es más que un nombre? Elna no ha querido exigir a Erik que se haga cargo de los gastos de la fiesta, aunque él dice estar dispuesto a hacerlo. Siente mucha vergüenza cuando Artur y Linnea quieren pagar y organizar el almuerzo, pero no hay nada que hacer; cuando un día, a mediados de mayo, el abuelo Rune llama a Hallsberg desde Sandviken para decir que él quiere invitar al hotel en Borås a todos los acompañantes, es demasiado tarde, ya está todo decidido. (Elna y Erik han ido en coche un sábado a mediados de junio para conocer a Artur y Linnea. Un encuentro que, por suerte, ha terminado bien…) No, han sido unos días realmente complicados. Para casar a una hija, un mes no es suficiente. Pero ¿qué puede hacerse si todo va tan acelerado en estos tiempos modernos…?

Linnea se ha encargado de todo con eficiencia y sin mostrar agotamiento, de un modo que alguien que no la conociera podría confundir con lentitud. La colaboración de Artur se ha reducido a desempeñar el papel de consejero gruñón, y además se ha encargado de comprar todas las bebidas. Cuando llega a casa arrastrando las bolsas, Linnea se ha atrevido a preguntarle tímidamente si piensa que la fiesta va a durar mucho tiempo, quince días o así, pero Artur ha zanjado cualquier discusión afirmando que la tacañería es lo peor que hay y que ella debería saberlo después de vivir toda su vida con él. Así que ahora hay montones de botellas en las mesas y por el suelo, en el frigorífico no hay espacio suficiente, y uno de los vecinos ha tenido que prestarle el suyo durante unos días.

Son siete personas, tanto Eivor como Jacob han querido celebrarlo con los familiares más allegados. Sin duda, a Eivor le habría gustado invitar a Liisa, pero Jacob habría contraatacado inmediatamente proponiendo a alguno de sus amigos más cercanos y entonces no habrían podido parar. No, los familiares más allegados, siete personas en total, incluidos los novios. Rune llega de Sandviken como enviado. El viaje en tren ha sido horroroso, le duelen las piernas y ha tenido palpitaciones. Pero ya ha llegado. Seguro que ha estado refunfuñando en silencio porque los novios se han casado por la iglesia, y su pacífica protesta durante la ceremonia ha sido quedarse sentado golpeándose las doloridas piernas con el libro de cánticos. No entiende qué arrastra a todos hacia la iglesia. En caso de necesidad, puede aceptarse que un sacerdote tenga que echar tierra a un féretro con una pala, pero para el bautismo, la confirmación y el matrimonio hay que creerse demasiado bueno. Curiosamente, los trabajadores parecen ser los que están más pendientes de que sus hijos se confirmen, mientras que las clases sociales más altas no se lo toman con tanta solemnidad. Es muy curioso…

Lleva el viejo traje negro, el cuello de la camisa está raído pero limpio, la cadena del reloj reluce sobre el chaleco. Y nadie tiene que notar que le duelen tanto las piernas que lo que quisiera hacer en este momento es tener a mano una sierra y cortárselas…

Elna y Erik. Con sus ropas recién planchadas y bien peinados, han llegado en coche desde Hallsberg. Elna sabe que Erik se siente excluido, en su fuero interno tiene una sensación difusa de vergüenza por el hecho de no ser el verdadero padre de Eivor, sino sólo el marido de Elna. Pero se muestra amable como siempre y no dice nada. Ni una palabra en todo el viaje desde Hallsberg…

El mes ha sido arduo para Elna. No le ha resultado fácil lidiar con el primer sentimiento de tristeza por el hecho de que Eivor haya tropezado con la misma piedra que ella. Por mucho que Eivor jure que todo está planificado, bien pensado, ella sabe que el viento sopla en contra. Pero ¿qué puede hacer? No tiene por qué ser una equivocación sólo porque ha ido deprisa, puede que funcione, no es necesario adelantar acontecimientos. Pero cada mañana y cada tarde ha tenido que obligarse a verlo de modo positivo, y no ha sido fácil…

Por parte de Jacob sólo aparecen Linnea y Artur, pues los abuelos maternos y paternos ya están enterrados. No hay nadie más a quien sentar a la mesa, y al final son siete.

A Linnea le ha prestado los manteles una amiga que trabaja en la cocina del ayuntamiento, y los vecinos de la escalera le han dejado la porcelana que ella no tiene. En la calle Långgatan de Norrby hay buena vecindad, muchos han vivido en el mismo portal y en el mismo apartamento desde que se construyó la casa antes de la guerra. Y ahora todo está listo, han quitado los muebles del cuarto de estar y han preparado una mesa en medio de la habitación. Los niños del número dieciocho han recogido grandes ramos de flores estivales y ella a cambio ha prometido comprarles los helados o caramelos que prefieran. La fuente llena de comida está en la cocina y la vieja Sara, que vive en el apartamento de arriba, se ha encargado de mantener calientes las cacerolas mientras estaban en la iglesia. La vieja Sara se ha destrozado la espalda y las caderas sirviendo comida en el Alingsås Stadshotel durante muchísimos años. Pero aún puede hacerlo, y todo está listo cuando ve que frenan los taxis bajo la lluvia torrencial. El apartamento emana múltiples olores, huele a boda sueca, a arenque, a albóndigas, a una sucesión de tentaciones…

Los invitados a una boda siempre han comido y bebido hasta reventar. Pero aquí la temeridad está controlada, las personas que están sentadas alrededor de la mesa conocen sus debilidades y limitaciones y todos han prometido en silencio, cada uno por su cuenta, que van a tratar de mantenerse dentro de unos límites. Más no puede hacerse…

—¿Por qué no llevas velo? —pregunta Elna a su hija, dándole una palmadita en la mejilla.

—Pues para que veamos qué aspecto tiene la pobre muchacha —masculla el abuelo Rune sacudiendo la pierna izquierda, que se le ha entumecido y parece que sea de madera.

Y con ello van a la mesa.

Pero en el momento en que se disponen a hacer el primer brindis llaman a la puerta y llega un telegrama.

Jacob lee: «El tiempo está revuelto. Saludos desde Trandared. Enhorabuena…».

—Qué telegrama más raro —dice Artur mirando a su hijo Jacob con severidad, como si fuera él quien lo ha escrito.

—Debe de ser de Roger —dice él—. Tiene un humor un tanto extraño…

—¿Y Trandared? —pregunta Rune.

—Es un barrio de Borås —aclara Linnea—. Queda hacia el otro lado.

—¿Ah, sí…?

Pero entonces truena la voz de Artur, hace un brindis y luego por fin se puede empezar a comer.

Eivor sólo da un sorbo, lleva un hijo en el vientre y en el centro de atención médica a las madres le han dicho que no debe beber alcohol. Además ha empezado a encontrarse mal, y no quiere arriesgarse a tener que levantarse corriendo de la mesa para vomitar. Cielo santo, el cuarto de baño está tan cerca que todos los de la mesa la oirían…

Rune vuelve a llenar su copa. Tiene que ser vodka Renat, el estómago no tolera otra cosa. Piensa que es el de más edad de la reunión y que además debe dar un discurso en honor a Eivor, puesto que ella no tiene a su padre presente. Erik no va a decir nada, como es natural, no se atreve. No cabe duda de que es bueno y trabajador y ha asumido la responsabilidad de ambas, Elna y Eivor, pero es indeciso, no puede evitarlo. Y está terriblemente absorto en su coche y todos esos endemoniados vagones de mercancías… La bebida calienta y alivia la presión de las piernas. Realmente, el aguardiente es lo único que ayuda, respetando todos los medicamentos… Luego hay que soportar que se suba a la cabeza y lo enturbie todo… Elna está ahí sentada, sí, al lado de ese enorme tipógrafo, que parece un hombre cabal. Le gustaría intercambiar algunas palabras con él si tiene oportunidad… Y su mujer no es tonta. No, sin duda son buenas personas, aunque no las conozca. No parece que le den importancia al hecho de vivir en esta renombrada ciudad textil… Se pregunta qué piensa Elna. ¿Supondrá un alivio casar a la hija? No le extrañaría que así fuera. Por cierto, llama la atención que ella y Erik no hayan tenido hijos. Pero está claro que él no sirve para eso… Vaya, el viejo está portándose mal en este momento. No hay motivos para ello. Y hay que ver lo buena que está la comida… La abuela puede seguir en casa acariciando al gato, se arrepentirá…

Jacob tiene miedo de que lleguen más telegramas de sus compañeros. Y lo que es peor, que rompan el acuerdo y aparezcan por la casa. Sólo de pensarlo se horroriza. Un grupo de bandidos de pie en la entrada como una jauría de perros… El viejo que está allí, el abuelo de Eivor, parece que bebe bastante… ¿Dónde diablos está Sandviken? Tienen un buen jugador de fútbol, Arne Hodin, pero el equipo es una porquería… Sí, algún extremo es bueno, desde luego, pero además… Sandviken, ¿qué es eso? Mientras su padre no dé un discurso, porque entonces puede ocurrir cualquier cosa. A ver si termina esta comida por fin y pueden irse los dos a esa casita de verano… Casado… Sí, qué diablos… Pero Eivor es bonita y si luego resulta que el niño se le parece… No, no tiene de qué quejarse, y tampoco lo hace. Pero estar casado…

Cerveza y aguardiente, comida y habano. Sin que nadie se dé cuenta, en la mesa las conversaciones se cruzan. La única que está serena es Eivor, pero ella no puede beber, y entonces resulta pesado, según saben todos por antigua experiencia sueca…

—Veintidós céntimos —dice Artur a Rune, que le ha preguntado cuánto han cobrado los tipógrafos con el último aumento—. Para que lo entiendas, la cartera pesaba tanto que hubo que utilizar una grúa para levantarla.

Rune asiente con la cabeza. Está claro que Artur es un buen hombre, un auténtico coloso. Veintidós céntimos son una mierda, tal cual. Sí, sí, no lo ha expresado mal, una grúa para levantar la cartera…

—De todos modos cobrasteis más que nosotros —dice él—. Había un loco en el trabajo que calculó que sólo tenía que ahorrar durante ciento cuarenta y dos años para poder comprarse un bote de remos nuevo. Escribió una carta al director de Aftonbladet acerca de ello, pero naturalmente no se publicó.

—¿Para qué quería un bote de remos? —pregunta Artur—. ¿Y a ti? —Continúa dirigiéndose a Erik, que está masticando una albóndiga y se ha manchado la nariz de mermelada de arándanos.

—¿Qué? —pregunta Erik.

—¿Qué aumento te dieron?

—Bueno… No me acuerdo. Pero no era mucho.

«No, seguro que no», piensa Rune.

Sin embargo, él parece contento… Está fastidiando otra vez. ¿Habrá una cerveza por ahí…? Sí, Linnea descubre sus ojos suplicantes y le alarga una botella de Sandwall.

Elna mira a Rune y él inclina la cabeza. Sí, va a hablar. No debe esperar tanto, sólo un par de copas más, y luego quiere hacerlo lo mejor que pueda por el bien de ambas, Elna y Eivor. No es ningún orador, pero quién lo es, aparte de esos locos, los políticos, que parece que tengan instalada en la garganta una cinta magnetofónica infinita… ¿Lleva abrochada la bragueta? ¿Qué va a decir? ¿En qué pensaba mientras iba sentado en el tren durante el espantoso viaje?

Mira a Eivor, ella percibe su mirada y sonríe. De repente, se le hace un nudo en la garganta, él la quiere tanto…

El nudo en la garganta es una señal de alarma que no debe pasarse por alto. Que los hombres mayores se pongan sentimentales es algo espantoso que debe evitarse a toda costa…

Da unos golpecitos en el vaso de cerveza y enseguida se hace el silencio. Al parecer todos lo esperaban, pero no sabían de qué lado vendría.

Se pone en pie y, en medio del silencio, oye el tamborileo de la lluvia contra la ventana que tiene detrás. ¿Qué diablos voy a decir ahora? ¿Y cómo se llama el muchacho? Jacob, creo que era…

—Querida Eivor —empieza, y entonces suena el timbre de la puerta y llega otro telegrama.

Naturalmente es de Sandviken, de la abuela y de los tíos de Eivor. Es un telegrama corriente, sin nada raro en el texto. Pero cuando ya ha leído el telegrama, Rune no recuerda nada de lo que había pensado decir. Ni una palabra…

—Veintidós céntimos —dice—. Veintidós céntimos le aumentaron a tu suegro el sueldo en las últimas negociaciones. Pero quiero deciros que no debéis dejaros engañar por las apariencias. Aunque se diga que en Suecia estamos atravesando momentos dorados, éstos pueden cambiar rápidamente. Y cuando el aumento no es más que dos monedas de diez céntimos, todo ese resplandor más que dorado es de mica amarilla. Ambos sois hijos del pueblo. A ti, Eivor, te conozco como a una chiquilla auténtica, como alguien que ha aprendido un oficio. Eres costurera y tienes que estar orgullosa de ello y no dejar que te pisoteen nunca. De ti, Jacob, lo poco que sé es que eres dependiente. Pero no eres el propietario de la tienda, así que estás en la misma situación que… tu esposa, Eivor… Sí… Con todo mi viejo corazón os deseo buena suerte y os pido que no olvidéis nunca quiénes sois… Sí… Salud a los novios.

Rune bebe y se sienta. ¿Qué diablos ha dicho en realidad? ¿Lo ha estropeado todo? Mira a Elna, pero ella parece satisfecha, sonríe y asiente con la cabeza. Y Artur y Linnea… No, parece que no ha metido demasiado la pata. Pero ¿no es terrible que no pueda acordarse de lo que acaba de decir? Veintidós céntimos. ¿Qué más?

No le da tiempo de pensar más, pues acto seguido Artur levanta su gigantesco cuerpo de la silla y se aclara la garganta. Se hace el silencio inmediatamente. Cuando está levantándose, se da cuenta de que todos le miran.

—En realidad sólo voy al retrete —dice—. Luego hablaré. Cuando estemos tomando café.

Y eso hace. Las fuentes de comida de Linnea parece que no van a vaciarse nunca, la conversación salta por encima de la mesa. Llegan más telegramas, del primo de Jacob, que trabaja como sastre en Bergkvara; de la tía Tilda, que vive en Alundavägen en Trollhättan —es raro que se haya acordado, ya que a veces le falla la memoria de tal manera que no recuerda ni su propio nombre—. Más comida, continuamente, pero por fin ocurre algo que permite levantarse de la mesa sin tener que disculparse para ir al retrete. En la puerta hay un joven pálido y con granos en la cara, cargado de bolsos y trípodes y sujetando bajo los brazos unos paraguas de color gris claro. Se le ve tan afligido que podría pensarse que se ha equivocado de sitio, pero es justo por el hecho de haber llegado al lugar acertado por lo que está tan apesadumbrado. Nunca ha fotografiado anteriormente a una pareja a domicilio, él es sólo el asistente del fotógrafo Malm, que tiene su estudio en la esquina de las calles Kvarngatan y Allégatan. Pero hoy a Malm le ha dado un ataque de lumbago y se ha visto obligado a quedarse tumbado en el sofá de terciopelo granate de su oscuro estudio, y su torpe asistente tendrá que demostrar alguna vez que sirve para algo. Norrby, calle Långgatan, segundo piso en el número veintidós, es la información que le ha dado, y mientras preparaba lo que iba a necesitar recibía reprimendas de Malm, que se había puesto de rodillas en el sofá, con la vana esperanza de que le doliera menos.

—Ten cuidado de que no entre nada de luz por los lados, para que no tengamos que estar luego retocando toda la semana —dice entre quejidos y colocándose a cuatro patas—. Y procura dar una impresión de profesionalidad. ¿No puedes pasarte el peine por el pelo…? Vete ya. Maldita espalda…

Quieren que los fotografíe de pie, y el único sitio adecuado que parece haber en el apartamento, junto a la puerta del balcón, implica que hay que apartar la mesa del comedor, así como una mesita llena de botellas. Toda la habitación tiene que moverse en función del rincón del balcón, y cuando todos están dispuestos a ayudar, se produce el caos. Rydén, que es el apellido del asistente (su jefe no se dirige a él de otro modo y está acostumbrado a que lo llamen así), enreda y toquetea con torpeza lámparas y trípodes, y cuando el anciano Rune quiere ayudarle y pone un enchufe, se funden los plomos y la lámpara. Artur tiene que subirse a la destartalada escalera y cambiar los fusibles en el armario que hay encima del perchero en el recibidor, y mientras tanto Rydén desenchufa el frigorífico para tener una conexión a tierra. Cuando parece que por fin todo está preparado ven que, como es natural, entra luz por todos los huecos imaginables, se bajan las persianas y se cambia de lugar a la novia unos centímetros, pero entonces se le ve la cara completamente a rayas, y Rydén está sudando tanto que los paraguas se le resbalan de las manos.

Sin embargo, al final parece que todo está preparado, se ha combatido la luz lateral con súplicas, palabrotas, pantallas y puertas medio cerradas. En medio del piadoso silencio por parte de los invitados y los desesperados intentos de los novios de parecer naturales tras el visor, él sólo puede apretar el botón y enrollar el carrete. Vuelve a controlar la intensidad de la luz, rectifica un punto el diafragma y trata de recordar agobiado si ha olvidado algo. ¿Qué número ASA tiene la película? Claro que lo sabe… Demonios… Y vuelve a pulsar el botón y luego se acabó. Después baja a la calle en medio de la lluvia torrencial y termina empapado mientras carga sus trípodes y sus bolsos en el Volkswagen. Pero ahora está completamente tranquilo. Si no salen bien esas fotos, dejará la fotografía. Entonces el sueño de futuros libros artísticos de fotos se quedará en eso, un sueño, y él será panadero o lo que se tercie…

Cuando Artur da su discurso al fin —no hay mucho de que hablar, está borracho pero mantiene el control de sí mismo y sólo dice cosas amables a los dos, palabras sencillas, nada chocante pero tampoco nada para recordar—, llega el momento de acercarse a la mesa donde están tapados los regalos que les han traído a los novios.

Reciben un juego de café de parte del abuelo Rune, la abuela y los tíos. Rune ha viajado a Gävle para comprarlo personalmente en una tienda de porcelana. El juego de café es blanco con el borde azul. Sencillo, sufrido, un juego que puede durar toda la vida si no se rompen demasiadas piezas. De parte de Linnea y Artur reciben dos albornoces con sus iniciales bordadas. Las ha bordado Linnea, en azul para él y en rojo para ella. Y, finalmente, Elna y Erik les han dado una tarjeta de regalo por valor de doscientas cincuenta coronas de una empresa de muebles que tiene una cadena de tiendas en el sur de Suecia, y tanto Eivor como Jacob saben que la filial de Borås está al lado de Tempo.

Jacob y Eivor agradecen emocionados los regalos. Ella está cansada y le duele la cabeza, él ha bebido demasiado y las piernas no le responden del todo. Pero el alcohol le ha ayudado a traspasar el umbral de la preocupación, en este momento se siente bien por haberse casado. Eivor no está nada mal, y ¿quién dice que hay que vivir de modo distinto sólo por estar casado? Eso tiene que depender de uno mismo.

Retiran las cosas de la mesa y aparece la vieja Sara y empieza a fregar los platos. En el cuarto de estar, los muebles recuperan su ubicación habitual y el perro de la familia sale de algún sitio. Ha estado en casa de Sara, pero ahora lo dejan suelto. Sin embargo, Artur lo agarra del collar con resolución, sin darle ninguna posibilidad de saltar alrededor y darse a conocer, tiene que quedarse quieto.

—Pierde mucho pelo —dice Artur como explicación y, naturalmente, nadie tiene nada que objetar.

Eivor se encierra en el cuarto de baño para tener unos minutos de libertad, Erik y Jacob hablan de coches, Elna y Linnea están junto a la ventana mirando caer la lluvia. Linnea habla de su propia boda con Artur y Elna escucha recordando aquel verano en la frontera noruega hace muchos años.

Y como quiera que sea, al final se sientan Rune y Artur uno al lado del otro, cada uno con su vaso de combinado en la mano. Artur respira con dificultad y está sentado con los ojos entreabiertos y sudando. Rune lo mira de reojo, convencido de que no debe iniciar ninguna conversación. Está tan borracho que ha pasado el límite más allá del cual no siempre es capaz de mantener el tipo. Ha bebido más que suficiente para que un razonamiento inocente pueda transformarse en una fuerte y, sobre todo, inesperada detonación. No, debe permanecer quieto y cerrar la boca. Es la boda de Eivor y está en compañía de gente agradable, sería vulgar dar rienda suelta al corroído espíritu de la cerveza…

Pero tiene muchas ganas de arañar un poco en la piel del tipógrafo y ver qué esconde. ¿Cómo si no puede saberse algo acerca de lo que piensa y opina la gente…? ¿Y quién ha dicho que las cosas tienen que acabar siempre en pelea? ¿No ha evitado también montar en cólera cuando tenía un poco de aguardiente en el cuerpo? Aunque, por otro lado, tal vez sea ése el motivo de que la esposa se haya quedado en casa en Sandviken, por miedo a la explosión y al mal ambiente que se genera…

Pero siempre se puede charlar…

—Salud —dice, y Artur levanta los párpados y le mira casi asombrado, como si hubiera estado a punto de dormirse—. Bueno —continúa—. Sólo queda esperar que les vaya bien a los novios.

—¿Por qué no iba a irles bien? —dice Artur—. Con los tiempos que corren… ¡Ya hubiéramos querido tener nosotros estas oportunidades!

Ahí es donde le duele a Rune. Su cerebro no está tan aturdido como para no poder registrar que Artur, según parece, es uno de los fáciles de contentar, de los que no se dan cuenta de que la realidad es tan siniestra como siempre. Y, naturalmente, tiene que decirlo. No hacerlo sería traición.

—Cuanto más alto creemos que podemos subir, mayor es la caída —dice clavando sus ojos en Artur.

—¿Qué?

—Cuando era joven sabía, en cualquier caso, que me explotaban y pagaban mal —añade Rune mirándole con los ojos rojos—. Pero hoy parece que toda la gente cree que vivimos en el mejor de los mundos.

Artur le mira, pero no contesta.

—Y si no estamos preparados, cuando caigamos el golpe será mucho peor —añade Rune.

—Eso es pura palabrería —dice Artur dándole la vuelta a su enorme cuerpo—. Sólo palabrería. ¿Qué crees que seríamos actualmente si no hubiéramos tenido a los socialistas? ¿Eh?

—Soy socialdemócrata, por supuesto —contesta Rune asombrado—. ¿Qué creías?

—No lo parecía.

—Pero, aun así, se puede estar en guardia, ¿no?

—Claro que sí, por supuesto que se puede.

—Tomemos otro trago —dice Artur.

No, Artur se salva. Es Jacob quien saca de quicio a Rune, pero nadie se da cuenta, porque está cansado y se queda dormido en la silla, mientras siente pinchazos en las condenadas piernas entumecidas. Él sólo percibe que el esposo de Eivor va volviéndose más risueño y sus conversaciones son más estridentes conforme avanza la tarde. No es que la gente no pueda comportarse así cuando bebe, pero ¿hay que ponerse tan ridículo? Ni siquiera es capaz de saber qué le irrita de él. Es algo relacionado con su personalidad… Quizá se ha vuelto así por estar vendiendo trastos en una tienda.

Pero puede que sea él quien está totalmente equivocado. Tal vez, a pesar de todo, estén en el mejor de los mundos. Puede que sea él quien no lo ha entendido…

Se despierta cuando Elna lo zarandea.

—Nos vamos ya —anuncia ella—. Son las doce y Eivor y Jacob están pidiendo un taxi.

¿Así que se ha quedado dormido allí sentado? ¡Es el colmo, por todos los demonios! Pero así van las cosas cuando la esposa no lo acompaña y le va dando codazos…

Se levanta y nota que está muy cansado. La fiesta ha terminado. Él, Elna y Erik van a dormir en un sitio que se llama Pensión Hagbergs, y en ese momento lo único que él desea es una cama… Y luego poder volver a su casa en Sandviken.

Están despidiéndose en el diminuto recibidor, Rune estrecha la mano de Jacob y abraza a Eivor. Le parece que ella está pálida, pero no es de extrañar. Quien ya se ha casado sabe que la noche de bodas tal vez no sea lo más fácil de pasar… No, está embarazada, entonces no está pálida por eso… En fin, cielo santo…

—Buena suerte, pequeña —dice abrazándola con fuerza—. Que te vaya todo bien y no te olvides de los que estamos allí arriba en Sandviken…

—Iré a visitaros —dice ella—. Saludos a la abuela…

—Se los daré.

Y luego desaparecen ella y Jacob en el primer taxi que llega.

—Son personas agradables —dice Rune a Elna, que va sentada a su lado en el asiento trasero del segundo taxi. Delante va sentado Erik, en silencio.

—Sí —dice ella.

—¿Cómo crees que les irá? —pregunta él.

Elna no contesta, sólo le mira y sonríe levemente.

Eivor y Jacob Halvarsson pasan los cinco días de vacaciones que tienen en una casita junto al lago Hären, a varios kilómetros de Anderstorp, bajo una lluvia torrencial y con tal humedad y frío que ni la chimenea ni el amor de ellos logra aplacar. Es como si tuvieran que buscarse uno al otro, y esa inseguridad empezó ya la noche de bodas, cuando llegaron a casa de Eivor. Ella estaba cansada, pero él estaba animado por todo lo que había bebido durante la noche, y cuando ella le dio la espalda en el dormitorio, él no quería que se negara. ¿Una noche de bodas sin follar? ¿Qué es eso? Pero no se lo dice, como es natural, y en vez de eso primero intenta ablandarla, luego darle la vuelta, cada vez con más insistencia. Por un momento, ella tiene ganas de volverse voluntariamente y acabar de una vez, pero no, ella no tiene ganas, está cansada, y ¿cómo va a terminar si desde el principio cede ante los deseos de él y no se aferra a sus propios sentimientos? Prefiere que él se enfade, cosa que hará seguramente. Pero al final se duerme y cuando ella se estremece al oír sus fuertes ronquidos y se pone a llorar de repente, él no la oye, y a partir de ahí surge el primer secreto entre ambos…

La casita está muy bien ubicada junto al lago, sus vecinos más cercanos son una pareja de granjeros a quienes compran la leche. Jacob está de pie en las resbaladizas rocas de la orilla con su caña de pescar bajo la pesada lluvia que parece que no va a cesar nunca. Eivor se ha sentado dentro junto a la ventana y lo ve allí abajo en la playa, un hombre con un impermeable oscuro y chaleco de pescar, y ella piensa que ése es su marido, ella es ahora la señora Halvarsson, Skoglund es su apellido de soltera, Jacob y Eivor… Con sello y firma, bendiciones y apartamento propio. La señora Fåhreus se limitó a encogerse de hombros y responder a su pregunta diciéndole que no le importaba que se casara mientras pagase el alquiler puntualmente. Además tiene pensado subírselo en un futuro próximo. Los gastos…

Ella también deambula por la hierba húmeda, a veces se queda totalmente inmóvil y levanta la cara para sentir cómo rebotan las gotas de lluvia contra su piel. Le asombra estar allí, que todo sea todavía tan inusual y extraño. Es emocionante, sin embargo…

Aunque ninguno de los dos lo diga, ambos están deseando volver a casa. La primera confidencia de su vida en común se transforma en silencio…

Pero también hay momentos de ternura, naturalmente. Como cuando ella está preparando la comida en la estrecha cocina y él se queda mirándola desde la puerta, no puede evitar reírse… La oscuridad de las noches, que lo hace todo más fácil, el roce, la conversación, un primer y torpe intento… Y precisamente las noches son el mejor momento para ellos, entonces es cuando se siente como si el matrimonio significara algo de verdad, más allá de todas las ceremonias, telegramas y promesas. La sensación de ser uno, un puente con dos puntos de apoyo.

—Si es niño —dice él de repente, cuando están juntos en la cama en la clara noche de verano.

—Si es niña —dice ella.

Jan. Stefan. Magnus. Anette. Mia. Louise… Se lanzan nombres como si jugaran a la pelota, se ríen, rechazan las propuestas del otro, juegan…

Eivor es feliz durante esos breves momentos. Se siente segura, y se alegra de volver a casa. Cada día que transcurre se conocen más; son pequeños avances, casi imperceptibles, de acercarse uno al otro, reconocer una reacción, ser capaz de predecir la respuesta del otro.

«En eso consiste la felicidad», se dice a sí misma. «Jacob es lo mejor que puedo conseguir. Es ordenado, guapo… Ahora estamos juntos y no se sabe si podría habernos ido mejor. En cambio, hay muchas cosas que podrían haber ido peor…»

Días de julio junto al lago Hären. La última tarde hacen un pequeño agujero en la playa y queman los desperdicios. Se sientan muy juntos bajo uno de los impermeables, y Eivor descubre de repente lo agradable que puede ser estar sentada en silencio con otra persona.

—Mañana volveremos a casa —dice él, y ella asiente y piensa en la fábrica…

La fábrica de hilado a la que no va a volver. ¿Y Algots? ¿Será ella alguna vez una de las que cosen las famosas prendas de vestir…?

Eivor recordará el otoño y el invierno siguientes como la época feliz. A pesar de que era ingenua e ignorante y vivía con una venda en los ojos, negaría cómo se sentía entonces realmente si dijera otra cosa. Quería ser feliz, quería crear un hogar para los dos del que poder decir: ¡éste es mi hogar! Pero con la calma y la sensación de protección llegó también la costumbre y la rutina: desayuno en la mesa para Jacob cuando salía del cuarto de baño cansado, sin decir una palabra y dando traspiés. Entonces ella ya llevaba levantada más de una hora. Tenía que vestirse, maquillarse, tal vez cepillar incluso los zapatos de él… Cuando Jacob se marchaba, ella ventilaba y limpiaba la casa, salía a comprar y alargaba el tiempo de modo que todo el día tenía cosas por hacer. Cuando él volvía a casa poco después de las seis, la cena estaba sobre la mesa, y sólo cocinaba cosas que ella sabía que le gustaban a él. Por las tardes veían la televisión (hablaban mucho también, pero periódicamente), y si él quería tener relaciones por la noche, ella naturalmente también quería, mientras que el embarazo no lo impidiera o empezara a producir desinterés por parte de él.

Hubo un tiempo en que todo estaba enquistado en una gran quietud; todo excepto el niño que crecía dentro de ella. Por supuesto, a menudo ella se sentía sola. A veces tenía miedo cuando estaba en el apartamento vacío: por el niño, por la vida al otro lado de las paredes. No se lo decía a nadie, claro. No era nada con lo que tuviera que preocupar a Jacob. Él era el que se encargaba del sustento, gracias a él podían vivir la vida que vivían, y aunque a veces no le daba suficiente dinero para la casa, ella nunca decía nada, y en vez de eso suprimía alguna de las revistas que le gustaba comprar. Entonces prefería sentarse y mirar a su alrededor. Cuando él llegaba a casa diciendo con una mezcla de orgullo y satisfacción que había vendido tres bicicletas ese día, a pesar de que ya estaba acercándose el invierno, se alegraba con él y escuchaba con paciencia todos los detalles: quién había comprado cada bicicleta, de qué color era, qué accesorios había incluido en la compra…

Habían creado un calendario conjunto: Antes del nacimiento del niño y Después del nacimiento del niño. Todo lo que ocurría antes no era más que espera. Pero cuando hablaban de todo lo que vendría después, por lo general cuando el único canal de televisión no tenía nada que ofrecer, era una orgía de planes y sueños. Jacob —siempre tomaba la palabra él— decía que primero tendrían que buscarse un apartamento mayor, preferiblemente en Sjöbo, donde Eivor había vivido durante su primera época de Borås, y luego construirían su propia casa. Pero primero comprarían un coche, naturalmente, y Jacob se sentaba con bolígrafo y papel y hacía cálculos y a veces desaparecía por las tardes para ver algún coche que estuviera en venta. Mucho antes de que naciera el niño ya habían comprado el cochecito y los accesorios, y ella fue quien lo eligió, aunque por supuesto siempre pensaba que lo que le gustaba a él era lo mejor. Llevaba una vida de Bella Durmiente, una princesa que estaba despierta pero dormida, que se preguntaba cada día si era feliz y nunca se molestaba en contestar. No solía leer el periódico —decía que no tenía tiempo— y era Jacob quien le informaba de lo que ocurría en el mundo, aparte de las centelleantes imágenes del televisor, naturalmente.

El hombre de pelo gris y bigote que con indulgente sonrisa le informaba continuamente de las guerras que al parecer siempre tenían lugar. Imágenes del joven futuro presidente de Estados Unidos, con sus altos hombros, su espalda rígida y sus dientes blancos: la seguridad, el invencible, el Guerrero siempre a punto. Y su contrario, el hombre del Este, con su pelo ralo y aspecto salvaje. Era como una prueba viviente de lo que todos sabían: que los comunistas son poco de fiar y feos.

Jacob llegaba a casa sobre las seis, excepto los sábados, que trabajaba hasta la una, y mientras estaban comiendo en la mesa le relataba a Eivor los incidentes del día, como si estuviera sentado a la mesa en la que se decidía el destino del mundo. A veces sentía lástima por él, cuando estaba sombrío porque había tenido un mal día, no se habían vendido las mercancías y los clientes se habían resistido a comprar desde las primeras horas. Pero los días buenos abundaban, las bicicletas desaparecían, igual que los balones de fútbol, raquetas de ping-pong, zapatillas de tacos… Cuando decía que algún día podría llegar a ser jefe de tienda, para poder dar luego el gran salto y abrir su propia tienda, ella estaba convencida de que era cierto. Claro que iba a ser capaz de hacerlo…

—La gente cada vez tiene más tiempo libre —decía él—. Y nosotros les vendemos lo necesario para que no se aburran.

A finales de octubre, Jaco tenía que viajar a Hindås a un curso. Estaría fuera del sábado al domingo y el propósito era que aprendiera la diferencia que hay entre convencer y persuadir a un cliente. Cuando le propuso a Eivor dormir en casa de Artur y Linnea la noche del sábado para evitar que se quedara sola, ella contestó que se las arreglaría bien, que no era necesario. Sin embargo, cuando él ya se había ido y llegó el sábado por la tarde, le entró tal ansiedad que sintió que tenía que hablar con alguien. Pero en vez de telefonear a Linnea marcó el número de Liisa, y tuvo suerte, estaba en casa. Sobre las cinco de la tarde, Liisa llamó a la puerta de la casa de Eivor y entonces bajaron a la calle para admirar juntas el coche que Liisa se había comprado con su propio dinero. Era un Ford oxidado, pero era suyo y ya lo había pagado…

Mientras tomaban café, Liisa se quedó mirando el vientre de Eivor.

—Apenas se nota —dijo.

—¡Claro que se nota!

Eivor y Liisa se veían cada vez menos desde que Eivor se casó, en realidad después de que ella y Jacob formaron una pareja estable. De repente, ella se sentía insegura ante la mirada escudriñadora de Liisa.

—¿Qué miras? —preguntó.

—¿Por qué estás tan asustada?

—Sólo te he preguntado qué miras.

—¿Qué iba a mirar?

—No lo sé.

—¡Sólo te miro a ti! Si es que te reconozco.

—¿Lo haces?

—No lo sé… Sí, sí te reconozco.

Liisa va por el apartamento mirando, murmurando.

—Se nota que ahora vive un hombre aquí —dice finalmente.

—Claro, y así es.

—Sí, sí… Ya lo sé. ¡No pongas esa cara de miedo!

—No tengo miedo.

—¡Entonces sólo lo parece! Aunque se me había olvidado…

La conversación avanza poco a poco y es muy tensa. Como si Eivor creyera todo el tiempo que Liisa intenta atacarla. Cada pregunta, cada comentario, por más inocente que sea, parece ocultar un ataque.

—Sólo pregunto —dice Liisa una y otra vez, cada vez más irritada.

—Creía que querías decir algo…

—Sólo quiero decir lo que digo. Nada más. ¿Has olvidado por completo cómo soy?

Y luego, con un repentino énfasis, como si hubiera entendido lo que pasa:

—¿Cuánto tiempo hace que no sales?

—¿A qué te refieres?

—¡Salir! ¡Estar fuera!

—Ya no salgo. Ahora no puedo…

Entonces Liisa propone que den una vuelta con el coche. Eivor no quiere, dice que no puede, pero Liisa no se rinde. «¿Por qué no ibas a poder?» Casi tiene que tirar de Eivor para que salga y empujarla dentro de su Ford oxidado.

—No voy a entrar en ningún sitio —dice Eivor.

—Ni vamos a hacerlo —dice Liisa—. Al menos hasta que lleguemos al Parken.

Eivor se queda mirándola como si le hubiera amenazado con un hacha. ¿No estará diciendo que van a ir al Parken a bailar? Tiene que darse cuenta de que es imposible…

—Ya lo entiendo —dice Liisa con ironía—. ¡Tranquilízate! No vamos a entrar en ningún sitio. Sólo voy a darte una vuelta con el coche para que veas que el mundo todavía está ahí…

Y luego se ríe, y Eivor se siente aliviada y estúpida a la vez.

Liisa la lleva a dar una vuelta alrededor de su antiguo mundo. A pesar de que Borås es una ciudad con un núcleo urbano concentrado y bien comunicado, para Eivor es como si participara en una expedición a un país lejano y aislado… Pero ahí ve Konstsilke al atardecer, con el vapor emanando de los muros… ¿Quién está ahora de turno en la fábrica? ¿A quién le toca trabajar este sábado y maldice y lamenta no poder estar bebiendo como todos los demás? Liisa contesta y Eivor pregunta cómo les va a los antiguos compañeros de trabajo. De repente, Eivor no sólo siente al niño que lleva en el vientre, sino que también siente preocupación y nostalgia de los compañeros de trabajo perdidos, incluso del ruido espantoso que hay en la sala de máquinas…

Pregunta si el capataz Sin Rabo sigue todavía ahí, y Liisa le lanza una mirada de asombro. Para que el capataz dejara de trabajar alguna vez en Konstsilke, tendría que estar muerto…

Liisa da una vuelta con el coche por la ciudad. Es sábado por la tarde, todavía es pronto, pero se meten en la caravana alrededor de la plaza Sur. Todo sigue igual, la caravana avanza en medio de grupos de jóvenes, pasando por delante del cine Saga y de la cafetería Cecil. Alguno se sale, otros se apresuran a meter sus coches. Aceleran cuando doblan entre la cervecería Sandwall y una vieja casa de madera pintada de amarillo. Es El Camino Muerto. Allí no ocurre nada, una callejuela solitaria de cien metros, antes de que el Viskan y la esquina de la plaza surjan otra vez… El quiosco de prensa, las chicas que van y vienen a lo largo de la barandilla, los gritos desde los coches, la caravana da un tirón hacia delante y luego empieza la vuelta de nuevo… Todas las caras que Eivor quiere y a la vez no quiere que la reconozcan…, como si fuera vergonzoso. Ella ya no pertenece a ese mundo, está en zona prohibida, y ya después de la primera vuelta hubiera deseado que Liisa se saliera de la caravana y la llevara a casa. Pero no le dice nada y en vez de eso intenta hacerse invisible… ¿Qué ocurriría si la viera alguno de los amigos de Jacob? La ciudad no es tan grande…

—Parece que estuvieras viendo… ¿Cómo se dice…? ¿Un fantasma? —dice Liisa.

—Qué va…

—¿Por qué no puedes decirme qué te ocurre? Me doy cuenta perfectamente…

Finalmente la lleva a casa, y luego Eivor vuelve a estar sola. Se deja caer en una silla y se pregunta por qué le cuesta contarle las cosas; por qué tenía miedo de que Liisa descubriera que había perdido su modo de vida anterior, que nunca podría regresar aunque un día quisiera hacerlo. Lo pasado, pasado está, no hay vuelta atrás, y ahora se ha dado cuenta de ello. Pero ¿por qué lo había negado si a Liisa no podía engañarla?

¿Por qué?

No lo sabe, y a pesar de que hace todo lo posible por no pensar en ello, olvidar que se ha sentado en el coche de Liisa, incluso que la ha visto, la preocupación no se va. Además tiene mala conciencia por Jacob, como si le hubiera engañado por volver a la caravana alrededor de la plaza Sur. No hay nada que le sirva de ayuda, ni siquiera sentarse y llorar.

Pero cuando Jacob regresa el domingo, repleto de enseñanzas (a partir de ahora va a convencer, nunca a persuadir a nadie para que elija un artículo…), y le pregunta cómo le ha ido, ella contesta, como es natural, que todo ha ido bien, ¡que todo va bien! Los días pasan y la preocupación desaparece poco a poco. El encuentro con Liisa ha sido una excepción. Una amenaza que se acercaba, pero que el tiempo se encargará de cubrir con la gruesa capa de las rutinas cotidianas.

Cuando a veces teme que el niño nazca con algún defecto, ahí está Jacob tomándola de la mano de ese modo suyo, torpe y vergonzoso. Pero ahí está y eso es lo único que importa.

Muchos años después, Eivor pensaría que no sabía nada de cómo vivió él esa época, desde que se casaron hasta el nacimiento de Staffan. No podía recordar que él hubiera hablado alguna vez de lo que sentía. Por no hablar de las veces que él había salido con sus amigos y volvía a casa borracho. Entonces podía soltar cualquier cosa, sensiblero y sentimental, sin revelar ninguna verdad más profunda. Cuando se emborrachaba, ella siempre tenía miedo, aunque nunca se ponía agresivo. Era tan sencillo como que se sentía sola. Cuando estaba borracho se convertía en un desconocido, y ella sólo se sentaba y esperaba a que él se acostara y se quedara dormido…

En diciembre ella empezó a despertarse con más frecuencia. Una noche, de repente estaba completamente espabilada, sin saber por qué. No la había despertado ninguna pesadilla, ni se sentía mal, nada. Entonces abrió los ojos en la oscuridad y oyó los ronquidos de Jacob a su lado, y aunque todo debería haber sido como de costumbre, no lo fue. Despertarse sin saber el motivo produce casi siempre angustia, y Eivor no era ninguna excepción. Después de quedarse un rato inmóvil en la oscuridad, se levantó, cogió las zapatillas y la bata y se fue de puntillas al cuarto de estar. Encendió la lamparita de pantalla roja que estaba junto a una de las ventanas. Luego se acercó al sofá, dobló las piernas y se sentó sobre sus pies. La habitación estaba a oscuras, las sombras no se movían…

Recordó que hacía un año que llegó a Borås, y que entonces la ciudad le pareció enorme. Que hacía un año fue a la oficina de personal de Konstsilke, que le temblaban las piernas y tenía mucho miedo de no encajar en ese mundo grande y extraño. Hacía un año ella pensaba vivir su propia vida, con un empleo en Algots como primera meta. Pero ahora estaba embarazada, al comienzo del octavo mes. Grande y pesada, torpe y rígida, y a menudo le salían erupciones en la cara. En enero nacería el niño y para entonces ella aún no habría cumplido los diecinueve… Mientras estaba sentada en la oscuridad escuchando el sonido del silencio, le asombró pensar que todo hubiera discurrido como lo había hecho. No se había imaginado nada de eso, en absoluto…

Después de esa primera noche en la que de repente se quedó insomne, volvió a ocurrirle con frecuencia, y entonces tenía que levantarse y sentarse en el sofá. A veces se acercaba a la ventana a mirar la calle vacía, miraba y se asombraba…

Celebraron Navidad y Año Nuevo con Linnea y Artur, tranquilamente. El plan era que Eivor y Jacob fueran a Hallsberg los días intermedios, pero Elna estaba en cama con gripe y sólo hablaba con Eivor por teléfono por temor a que se contagiara. Empezó 1961 sin que el invierno hubiera llegado propiamente, los días eran grises y lluviosos. Jacob regresó al trabajo y para Eivor comenzó la última e interminable etapa de la espera. Era evidente que Jacob también empezaba a ponerse nervioso, porque cada vez más a menudo encontraba una excusa para desaparecer un rato por las tardes. Pero no estaba fuera mucho tiempo y casi nunca bebía más de un par de cervezas. Eivor acudía a los últimos controles y el día estaba fijado para el 22 de enero. Cuando miraba el almanaque por las mañanas, veía que la fecha estaba cada día más cerca, cada día le parecía más irreal…

El 27 de enero es sábado por la tarde. A pesar de que ella ha salido de cuentas —o tal vez precisamente por eso—, Jacob está con sus amigos. Eivor se ha sentado a escuchar la radio (el televisor se les averió unos días antes) y se ha quedado dormida en el sofá. Se despierta de repente y nota que empiezan los dolores y grita llamando a Jacob: «Ya viene, ya viene…». Pero él no contesta, y cuando vuelve a gritar, se da cuenta de que no ha regresado a casa. Ella mira la maleta que tiene preparada en el recibidor y le da pánico estar sola. ¿Dónde se habrá metido Jacob? ¡Ahora debería estar en casa! ¿Qué puede hacer? ¿Llamar a Linnea? Pero ¿qué puede hacer ella? Nada… ¿Por qué no viene él…? Nota que el corazón le late con fuerza y está enormemente asustada. ¿Va a tener que estar sola ahora…? Cualquier otro momento de su vida, pero ¡no ahora! Vuelve a llamar a gritos a Jacob y, con piernas temblorosas, se dirige al teléfono y llama a un taxi. Escribió el número en un papel hace varios meses y lo clavó en la pared con una chincheta. Claro que se lo sabe de memoria, pero ya no confía en sí misma y marca el número mientras lo va leyendo… Está ocupado. Es porque es sábado… Dios mío…

¿Dónde está Jacob? Eivor vuelve a marcar el número, sigue comunicando, y empieza a temblar y a rezar una confusa oración, a la vez que piensa que debe tranquilizarse. No va tan deprisa, es su primer parto, y además hay vecinos a los que podría pedir ayuda… Por fin atienden su llamada, pero no hay ningún taxi disponible, tienen muchas llamadas en espera y la mujer de la centralita le dice que debe esperar. Pero cuando Eivor grita que ha roto aguas y que está sola, es evidente que al otro lado hay una mujer, porque le ruega que espere un momento y Eivor oye que pide el primer coche libre… «Alguno que esté en el centro…» «Un coche libre en el centro», y luego le dice que ya va un coche de camino. Eivor empieza a escribir una nota a Jacob en el cuaderno que hay junto al teléfono, pero de repente siente una intensa decepción por el hecho de que él no esté ahí asumiendo su parte de responsabilidad y tira el bolígrafo, se pone el abrigo, que ya no se puede abrochar por la parte del vientre, agarra la maleta y sale a la calle con cuidado. El coche ya ha llegado, es un taxista ya mayor que sabe de qué se trata. Coge la maleta, la ayuda a entrar y le dice que todo va a ir muy bien, que no llore… ¿Llorar? ¿Cuándo se ha puesto a llorar? Ni siquiera lo ha notado, pero las lágrimas corren mejillas abajo, y cuando el coche se pone en marcha ella mira una última vez por encima del hombro, pero Jacob no está ahí…

La noche se hace larga, ella está ahí tumbada esperando que empiece todo. Cuando ven en sus papeles que está casada, a pesar de que ha venido sola a la Maternidad, le preguntan si hay que llamar a algún sitio, pero ella sacude la cabeza. Jacob no estaba allí cuando ella lo ha necesitado y ahora no quiere verlo… No, no tienen que llamar a nadie. Va todo bien, y luego no le preguntan nada más. Está sola en una habitación blanca, de vez en cuando entra alguien a mirar y dice que todavía no ha dilatado suficiente, así que faltan algunas horas todavía. Luego no recuerda nada de lo que pensó durante todas esas horas. Ni siquiera está segura de si pensó algo. Sólo recuerda las paredes blancas, los ruidos de los lejanos pasillos, la puerta que se abría de vez en cuando. La luz brillante, los latidos de su propio corazón. Y la enorme decepción de que Jacob no estuviera allí… La desolación y el desamparo que sentía…

Entre las diez y la una del día 28 de enero de 1961, Eivor lleva a cabo la mayor lucha de su vida. No sabe cuántas veces piensa que no va a ser capaz, que ya no puede más. Sólo es consciente de las mujeres que se inclinan sobre ella, las comadronas seguramente, y las palabras que se abren paso hasta su mente acerca de que su marido está ahí fuera, y todo el tiempo esa terrible presión. Pero unos minutos después de la una, ese sábado de invierno sin nieve, todo ha pasado, cortan el cordón umbilical, Eivor ha dado a luz un niño. Cuando entra Jacob, primero él solo, luego acompañado de Linnea y Artur, está tan cansada que lo único que quiere es dormir. Un sueño largo y profundo, y luego despertar y hacerse cargo del hijo que duerme a su lado, colorado, arrugado y completamente incomprensible…

(En algún momento durante esas horas extenuantes también es consciente de que Jacob intenta explicar balbuceando por qué no estaba en casa. Algo de un coche que se ha estropeado, un reloj que no indicaba la hora correcta. Y él, que no podía imaginar que iba a ir todo tan rápido. Una excusa dicha entre dientes que ella rechaza, que ni puede ni quiere recibir. Él no estaba allí cuando tendría que haber estado y eso es algo con lo que tendrán que vivir tanto él como ella… No hay excusa que valga, otra cosa sería que se hubiera muerto, que se hubiera caído por la calle… A ella no le interesan las explicaciones, puede guardárselas para sí y su mala conciencia…)

Ya llevaba en casa más de tres semanas con Staffan (iba a llamarse así, lo había decidido con antelación, era el único nombre que había sobrevivido tanto a las propuestas que se habían dicho en broma como a las que se habían dicho en serio), estaban a finales de febrero cuando una mañana, después de cambiar, amamantar y dormir al niño, decidió enfrentarse a esa parte de la montaña de ropa para lavar que no pertenecía al niño. Puso la ropa sucia en el suelo de la cocina y se agachó con cuidado (se había desgarrado mucho y sentía aún un fuerte dolor de los puntos) y empezó a clasificarla. Alcanzó una de las camisas blancas de nailon de Jacob, preguntándose enseguida cuándo la habría usado, y en ese momento se cayó del bolsillo un pequeño paquete de preservativos. Pero ¿para qué los quería? Desde hacía diez meses sabía que estaba embarazada y no necesitaban usar preservativos. Abre el paquete y ve que sólo queda uno de un envase de cuatro. Se lo queda mirando y piensa que es imposible, no puede ser que esté ocurriendo, y menos a ella. Eso forma parte del mundo de las revistas y de las películas, y que ese mundo no es real ya lo aprendió durante su traumático encuentro con Lasse Nyman en una época pasada y nebulosa.

Deja la ropa sucia en el suelo y empieza a dar vueltas por el apartamento… ¡No puede ser verdad! ¿Infidelidad? Cuando… Se detiene por fin junto a una ventana y mira hacia la calle. Se arma de valor para atreverse a pensar con claridad, y lo que ve es un engaño enorme. Desde que llegó a la Maternidad hace tres semanas, él ha vuelto a casa corriendo cada día después del trabajo, se ha quitado la chaqueta y se ha puesto junto a la cuna del niño. Los únicos días que ha tenido la posibilidad de ser infiel son, sin duda, los días y noches que ella estaba en la Maternidad. Y el sábado por la tarde, cuando rompió aguas mientras estaba sentada en el sofá y se dio cuenta aterrada de que él no estaba, que no había regresado a casa… ¿Cuándo volvió él en realidad? Un coche que no arrancaba (¿qué coche y de quién?). Un reloj que estaba estropeado… Se queda mirando por la ventana y el engaño le parece tan grande que no cree que pueda soportarlo. Sin embargo se arma de valor. ¿Puede alguien ser tan miserable como para serle infiel a su esposa mientras está ingresada para dar a luz al hijo de ambos…? Nadie…

En un arrebato de cólera vuelve a meter la ropa sucia en las bolsas de papel. Deja el paquete con el único preservativo que queda sobre la mesa del cuarto de estar, exactamente donde él suele poner su taza de café, para que pueda tenerlo a mano cuando se siente a ver la televisión.

«No diré nada», piensa ella, y luego lo repite en voz alta. «Pero voy a mirarlo a la cara. Voy a mirarlo y no apartaré la mirada.»

Apartar la mirada. Le parece copiado de una de esas novelas de las revistas. ¡Pero qué más da, demonios! Dejemos que, por una vez, la realidad se corresponda con todo lo que ella ha estado leyendo en su excesivamente prolongado periodo de espera.

Va de un lado a otro. La angustia y la ira pugnan en su interior, un montón de úlceras sangrando. Piensa que, de ser cierto, va a llevarse a Staffan. A donde sea. Él no merece ni siquiera estar cerca del niño.

Jacob ha perdido todos sus derechos…

Se queda mirando un cuchillo que hay encima de la tabla de cortar pan. Se lo clavará a él directamente en el vientre, en el sitio exacto donde ella llevaba a su hijo mientras que él…

Agarra el preservativo y lo tira a la basura. Pero unos minutos después vuelve a sacarlo y lo pone de nuevo donde estaba…

Él vuelve a casa después de pasar por una pastelería y comprar unos pasteles. «Los que a ti te gustan.» Ella parece totalmente tranquila, totalmente fría. Lo ve ahí de pie, mirando a Staffan, le oye decir que se parece a su abuelo paterno (el día anterior era igual a Eivor). Ella prepara la comida y, cuando están comiendo, él le pregunta cómo ha ido el día. «Cómo le ha ido al niño», piensa ella. Y ella dice que todo ha ido bien. La erupción de la cabeza ha desaparecido, la pomada que le dieron en la Maternidad parece que ha ayudado… ¿Que si llora? ¡Claro que llora! Pero a ella ya no le da miedo. Poco a poco ha empezado a interpretar sus llantos. Le ayudó que Linnea estuviera con ella durante la primera semana, y poder llamarla después en cualquier momento es un alivio. Pero si no hubiera estado Linnea… ¿Te acuerdas de los miedos que tenías? Claro que me acuerdo. No hace más que un par de semanas. La primera vez que tuve que cambiar un pañal creía que iba a desmayarme. O que se me iba a caer. O que el niño moriría bajo mis torpes manos. Nunca había tenido un niño en brazos. Pero estoy aprendiendo, ¿no es verdad? Que parece que estoy enfadada… Seguramente estaré cansada. No he dormido una noche entera desde que llegué a casa y no lo haré durante muchos meses más… ¡Cómete lo que queda! El niño se despertará enseguida…

Ella cambia los pañales y amamanta al niño, él friega los platos y se queda a su lado mirando mientras ella levanta, lleva, pone, deja, sostiene las cosas. Hasta hoy le gustaba cuando él tomaba al niño en brazos, pero ahora, cuando él tiende los brazos, ella se da la vuelta y le dice que lo hace mejor sola… El niño ha vomitado sólo porque otra vez ha comido demasiado. No, ahora le duele menos cuando amamanta. Al principio era distinto, cuando ni ella ni el niño sabían y ella se ponía nerviosa, y empezaba a gritar… Tener un hijo recién nacido es una bendición celestial y un infierno en la tierra… «Sal para que pueda dormirse…»

De momento el niño nunca ha tenido problemas para dormir y ella lo mira mientras descansa tumbado boca abajo, caliente y fragante, y odia el pequeño paquete que hay sobre la mesa. Es como si Jacob hubiera dirigido el hacha más hacia el niño que hacia ella… Cuando oye el tintineo de las tazas sale al cuarto de estar y se sienta en una silla. En realidad no puede perder el tiempo, hay pañales y toallas por toda la casa. La tarde es el momento en que ella prepara las cosas para el día siguiente. Pero ahora se sienta. Él aparta la cafetera y le pregunta si sabe lo que dan por televisión. (No lo sabe, naturalmente. ¿Cuándo iba a tener tiempo de leer un periódico? ¿Y qué periódico, además? ¿Iba a salir a la escalera a birlar el Borås Tidning del vecino? Santo cielo…) Él se acuerda de los pasteles y va otra vez a la cocina. Cuando vuelve a entrar en el cuarto de estar, los ha puesto en una fuente que les regalaron cuando se casaron. Enciende el televisor cuando va hacia el sofá, pero cambia de idea y vuelve a apagarlo.

—Sólo hay programas infantiles —dice él—. Es una pena que no den el circo de Sigge. Es bueno. He visto en el periódico que sólo daban algo de una persona que hacía eso… Sí…, con marionetas.

Así que él sí ha echado un vistazo al periódico. ¿Entonces por qué pregunta? ¿Por qué no se sienta de una vez y mira el regalo que Eivor le ha dejado en la mesa…?

Y justo entonces lo descubre. Cuando la mano de él está a mitad de camino hacia la taza. Se sobresalta, se queda rígido y ella se da cuenta de que está intentando encontrar una salida. Entonces, en ese instante, ella se siente completamente segura, deja la taza de café sobre la mesa con tanta fuerza que la rompe. Luego se va corriendo al dormitorio y cierra por dentro. Se sienta en el borde de la cama con una calma absoluta, la batalla se libra en su interior, y ella se queda escuchando. En el cuarto de estar hay un absoluto silencio. «Está planeando la mentira», piensa ella. ¡Tendría que saber que ella no soporta eso! La verdad puede tener el aspecto que sea, ella es capaz de soportarla. Pero si intenta escaquearse con una mentira… Entonces sí que se irá. Fuera, lejos de allí. A cualquier sitio…

De repente, él se acerca a la puerta e intenta abrirla. Ella no sabe cuánto tiempo lleva sentada a oscuras en la habitación.

—Abre —dice él—. ¿Por qué has cerrado?

Sí, ¿y por qué ha hecho él eso? Cerramos cuando hay algo que nos da miedo. Al oír su voz, ella tiene la necesidad de mirarlo, igual que ha estado pensando durante todo el día, directamente a la cara.

Ella abre la puerta y pasa por delante de él hacia la sala de estar. Él ha retirado los trozos de la taza sin que ella lo haya oído. Y luego ve que él se ha comido también su trozo de pastel…

Se lo queda mirando cuando él se sienta.

—¿Qué te ha pasado? —pregunta, ¡y hasta suena como si estuviera realmente molesto!

—¿No tienes otra cosa que decir?

—¿A qué te refieres?

—Lo sabes perfectamente.

—Si te refieres a aquello… Sí, ¿de dónde ha salido?

¿Se lo pregunta a ella? Y está completamente tranquilo… ¿Cree de verdad que ella es tan…?

—Maldita sea. ¡Qué mierda de hombre eres! —suelta ella sin perder el temple.

—¿Qué diablos estás diciendo?

—¿Crees que soy tonta?

—No entiendo por qué has dejado ese… condón encima de la mesa.

—Lo he encontrado por casualidad en tu camisa.

—¿Qué camisa?

—Una que has usado recientemente. Y como la habías echado a la ropa sucia, iba a lavarla.

—¡Será alguna que estaba allí hace tiempo! ¿Y yo qué demonios sé? ¿Qué te pasa?

—¿No me lo puedes contar?

—¿Qué quieres que te cuente?

—Lo que hiciste cuando yo estaba ingresada en la Maternidad. Pariendo a tu hijo…

—¿Qué quieres que estuviera haciendo?

—¡Seguro que te lo pasaste bien! Si no puedes compartirlo conmigo…

—Estaba trabajando… ¡Maldita sea! ¿Crees que podría haber estado con otra chica? ¿Qué te pasa?

—Cuenta…

—¡Cómo! No puedo hacer nada si has encontrado un condón viejo en una de mis camisas. Basta ya.

Ella ve las grietas, ve cómo se abren, y mete dentro sus cuñas con toda la fuerza que nace de la ira y el dolor.

—No sé cómo te atreves a mentir.

—No estoy mintiendo…

—Estás mintiendo y lo sabes…

Ella va acorralándolo para que al final salga la respuesta de él, emerja desde lo más profundo de un pozo.

—¡Cállate y vete a la cama! No quiero oír una palabra más…

—No…

—¡He dicho que te calles!

—¿Cómo era ella?

—No es nadie que… ¡Demonios!

Lo ha puesto entre la espada y la pared, el humo que sale de las grietas le persigue, y en un arrebato de furia se lanza sobre ella y le pega. Ella grita.

—¡Te he dicho que te calles! No sé de qué estás hablando. ¡Maldita sea! Me has provocado hasta el punto de… ¡Maldita mujer!

¿Le ha provocado ella?

¿Maldita mujer?

Se queda mirándolo y en ese momento se despierta Staffan. Ella se levanta y, cuando entra en el dormitorio, lo hace con una sensación de que va a quedarse allí dentro con su hijo el resto de su vida…

Pero el niño ha vuelto a dormirse y él está sentado en el sofá llorando y llamándola a gritos. Ella se tapa los oídos y no acude… Él la ha pegado, como si tuviera ella la culpa de que él haya… Cielo santo… De repente él está sentado a su lado, tira de ella y la aprieta con tanta fuerza contra él que a ella le duelen los pechos. Él solloza y pide perdón. No da ninguna explicación, y si ella empezara a preguntar de nuevo, las lágrimas podrían transformarse en más bofetadas. Cuando él considera que ya ha dicho lo suficiente, sin que realmente haya dicho nada en absoluto, levanta sus ojos hacia ella.

—¿Me perdonas?

¿Es una amenaza o una petición? Ella no contesta. ¿Qué ha dicho él en realidad que le sirva a ella como fundamento para perdonarle? ¡Nada! La respuesta de él ha sido un bofetón en medio de la cara. Y luego va a perdonarlo…

—Tengo que ordenar las cosas para mañana —dice evasiva mientras se levanta. Pero él tira de ella de nuevo hacia el borde de la cama, con tanta fuerza que ella vuelve a tener miedo…

—¿Me perdonas…?

«Si no lo hago, volverá a pegarme», piensa ella. «Es lo que he aprendido esta tarde.» Pero si no recoge y arregla las cosas para el día siguiente, quien sufra las consecuencias será la pequeña criatura que está durmiendo… A partir de ahora va a tener que pensar que ella siempre estará en segundo lugar.

—Sí —masculla ella—. Ahora déjame en paz…

Al volver a levantarse nota que él ya no trata de impedírselo. Pero ella tiene miedo hasta que sale del dormitorio. Se mueve en silencio por temor a que el menor ruido vuelva a encender su ira…

Recoge los pañales mientras piensa que él seguramente ya se siente liberado y habrá empezado a olvidarlo todo. Su maldita mujer, que va a cumplir diecinueve años dentro de unas semanas, ya ha aprendido…

Pero, poco a poco, Eivor se da cuenta de que no sólo no puede vivir con aquello, sino que tampoco puede olvidar lo ocurrido. A veces le asalta incluso la idea confusa de que lo ha soñado todo. Al fin y al cabo, no tiene marcas de la bofetada en el rostro y una taza rota es una taza que no ha existido nunca… Cuando se da cuenta de que, por el bien del niño, tiene que seguir como si nada hubiera ocurrido, trata de simular que en ese juego le han repartido buenas cartas. Habrían de transcurrir muchos años antes de que pudiera reconocer que lo que ocurrió mientras ella estaba en la Maternidad fue un disparo mortal a la relación de ellos. Muchos años después, ella también sería capaz de asumir las consecuencias de aquello, pero sólo entonces. Hasta ese momento, los días, las noches, fueron un continuo desafío con el agotador día a día, que, además de trivialidades, a menudo también depara felicidad. El niño que creía, y que dependía de ella para poder crecer era, naturalmente, el acontecimiento más determinante en la vida de ella. Ser madre implicaba que por primera vez ella se sentía siempre necesaria. Durante esos años era irreemplazable, y aunque a menudo, cuando estaba cansada, lo sentía como una responsabilidad demasiado grande, sólo se necesitaba un poco de ánimo para que las brumas se disiparan. Ver sus progresos diarios, desde la primera vez que esbozó una sonrisa que desvelaba que tenía una vida afectiva aún sin explorar, hasta los primeros pasos titubeantes que terminaron con una caída contra una mesa y un berrido, mezcla de dolor, rabia y obstinación. Ella siempre tenía algo que hacer, nunca se quedaba libre de trabajo, siempre dependía de esa dependencia. Naturalmente, muchas veces la ayudaba Linnea, a veces Elna también, cuando iba a verla, pero mientras paseaba por la ciudad o se sentaba en un café (una vez fue también a ver una obra de teatro al Parque de la Ciudad, sin saber por qué, y además la representación le pareció terriblemente aburrida), no podía apartar a Staffan de su mente del todo. ¿Y si la atropellara un coche? Y si ella, y si ella… Pensaba a menudo en la muerte, en que no podía morirse. Todavía no… Su vida estaba garantizada mientras él viviera. Las veces que tenía algunas horas para sí terminaba por lo general llegando a casa mucho más temprano de lo que había pensado y hubiera necesitado. Cuando deambulaba por la ciudad sin el cochecito del niño se sentía más aislada aún. Ahora que él existía, ella estaba aislada en aquella dependencia mutua: él de ella y ella de él. Él era la excusa para que ella perdiera completamente el contacto con los pocos amigos que había tenido tiempo de hacer en la ciudad antes de casarse con Jacob. No había estados intermedios en los que pudiera relajarse y comportarse como si él no existiera. A veces pensaba que ni siquiera Jacob era necesario. Podía arreglárselas también sin él. Suecia ya no era un país en el que se permitiera que la gente se muriera de hambre; el sueldo de él, su dinero, no era insustituible. Esa idea no significaba que ella deseara que él no estuviera ahí; sólo era su modo de ver la situación tal como era, y a partir de ahí motivarse para levantarse también a la mañana siguiente y dedicar todo su tiempo al niño…

La relación de Eivor y Jacob se convirtió en una serie de costumbres entrelazadas. Tuvo que pasar un tiempo hasta que ella pudo volver a acostarse con él sin sentirse traicionada, pero su resistencia también ponía límites; ella también tenía necesidad y, al fin y al cabo, estaba casada con Jacob.

Cuando a veces él salía por las noches, a ella simplemente le daba igual. Había algo, dentro de ella, que había muerto, sin que nadie pudiera hacer nada al respecto. No sabía si él lo notaba, casi nunca hablaban de sus sentimientos y la luz siempre estaba apagada en el dormitorio… Pero por supuesto se alegró de que le aumentaran el sueldo y dispusiera de más libertad en la tienda de deportes, y además se le veía realmente contento con su hijo. Lo más importante de todo, tal vez, era que él nunca criticó su modo de educar al niño. Aunque ella a veces estaba insegura e indecisa, él siempre le daba la razón. Alguna que otra vez, generalmente cuando había bebido, podía decirle también que pensaba que era buena…, muy buena…

Cuando Staffan tenía diez meses, Eivor volvió a sentir desasosiego. El desasosiego, cuando se ponía junto a la ventana, de ver a las personas que pasaban apresuradas por la calle, hacia distintos destinos, pero libres… Ella no entendió inmediatamente qué le ocurría, primero pensó que sólo estaba cansada, ya que Staffan había tenido un resfriado después de otro desde el inicio del otoño y eran raras las noches en que conseguía dormir más de tres horas seguidas. Durante un tiempo había sido tan agotador que Linnea había tenido que instalarse en su apartamento, mientras que Jacob dormía en casa de sus padres. Pero pasaron los días, el desasosiego volvió, y al final se dio cuenta de que la dependencia con la que había vivido hasta entonces ya no era suficiente, de que la juventud reclamaba sus derechos. De repente volvió a sentir que tenía diecinueve años. Staffan pronto dejaría de depender tanto de ella y empezaría a hacer notar su voluntad. Al mismo tiempo, ella ha comenzado a pensar que también es importante que el niño aprenda a relacionarse con otras personas. Como es natural, ella es todavía la que está más horas con él, pero en el camino hacia la vida de adulto tiene que pasar por los brazos de muchas personas que le consuelen y jueguen con él…

Pero para empezar no va más lejos de ahí. Es suficiente para incrementar su mala conciencia. El mero hecho de pensar en volver a trabajar y a tener una vida fuera de las paredes de la casa, el matrimonio y el niño, aunque sólo sean unas horas diarias, es suficiente para que sienta vergüenza. Son pensamientos ingratos e irresponsables que llevan el sello de la juventud. La juventud fue corta, tan corta que apenas tuvo tiempo de empezar a florecer, pero ahora es demasiado tarde para volver a algo que ya no existe…

Sin embargo…

En un repentino acceso de curiosidad, una tarde le pregunta a Jacob qué diría si ella empezara a trabajar de nuevo. Naturalmente sólo algunas horas de vez en cuando… Él está tumbado en el sofá viendo la televisión (dan un programa sobre el proceso de producción de fertilizantes artificiales) y no la oye. Ella repite sus palabras y entonces él gira la cabeza y la mira con ojos entornados.

—¿Por qué ibas a hacerlo? —dice él.

—Para variar un poco…

—¡Tú siempre dices que tienes más que suficiente con lo que haces en casa!

—He dicho que quería variar. ¡No más cantidad!

—¡Tienes un hijo!

—¡Tenemos!

—Sí, sí, demonios… ¿Y quién lo cuidaría?

—Linnea se ha ofrecido muchas veces.

—Pero ¿por qué?

—¡Ya te lo he dicho!

—¿No es suficiente con mi sueldo?

—¿No crees que sabríamos qué hacer con algunas coronas extra?

—¿Quieres decir que no gano lo suficiente?

—¡No estoy diciendo eso! ¿No escuchas lo que digo?

—Estoy viendo la televisión.

—¿Entonces qué?

—Yo qué sé…

—Tal vez podríamos viajar a algún sitio…

—¿Adónde?

—¡No lo sé! ¡A donde sea! ¡A donde nos apetezca! Hablamos de ello con frecuencia, pero siempre termina con que no tenemos dinero. Si tuviéramos dinero…

—¡Supongo que entenderás que no puedes hacerlo!

—¿A qué te refieres?

—¡A que dejes al niño!

—¡Pero yo no estoy diciendo eso!

—Vamos a quitar esto… ¿Cómo pueden poner programas tan malos?

Y nada más. Acaba la conversación y ella se resigna. Pero sólo por el momento. La transformación de ese vago desasosiego en una necesidad imperiosa culmina con el cambio de año, y un día de enero de 1962 le pide a Linnea que se encargue de Staffan durante unas horas antes del mediodía. Al llamarla le ha dicho que tiene que ir al dentista. Simplemente no ha podido evitar la tentación de utilizar la misma excusa que aquella vez en que se escapó de Konstsilke para ir por primera vez a la oficina de personal de Algots. Así que se dirige de nuevo hacia allí, andando deprisa a pesar de que tiene tiempo de sobra. Pero si ha llegado tan lejos como para tomar la decisión de informarse sobre las posibilidades —una decisión solitaria que no ha comentado con nadie—, puede permitirse también tener prisa. Vuelve a ser joven. Mira a las personas que caminan agachadas a causa del gélido viento y piensa que nadie tiene una meta tan importante como la suya…

¡Ahí está de nuevo la entrada de la fábrica! ¡Sigue ahí, gracias a Dios! Y el cartel, con la recargada «A», las letras que componen la palabra que adorna catálogos y prendas de vestir. En la puerta ve a algunas chicas de pelo oscuro que hablan un idioma extranjero. Las oye reír y acelera el paso aún más. ¡No puede llegar con retraso y encontrarse con alguien lamentándose por ello! «Has tenido tu oportunidad, pero ya hay otra persona ocupando la silla que estaba reservada para ti.» El mundo no espera, y aún menos en esa parte del mismo que se llama Algots. Corren buenos tiempos, y pobre del que no llegue a tiempo de tomar el tren… Sube las escaleras deprisa, oye el rumor de las prensas de ropa a vapor, gira y toma un largo pasillo y ¡ahí está! El mismo despacho. Pero la recibe otro asistente de personal y él ni siquiera ha leído la carta que ella escribió en la soledad de una noche de diciembre. Él busca entre las apretujadas carpetas que hay en los estantes, se queda un momento mirando el teléfono, como si fuera el que se ha apropiado de la valiosa carta de Eivor. Pero luego se encoge de hombros y, echándose hacia atrás en la silla, pide a Eivor que le diga qué motivo la ha llevado hasta ahí.

Naturalmente, ella se pone nerviosa. Nadie le ha enseñado a hablar. Puede tener dificultades para escribir una carta, pero para eso no le apremia el tiempo, pero transmitir sus deseos de viva voz…

Tartamudea y balbucea, sin entender ella misma lo que dice. Palabras aisladas que no consigue ordenar y formar frases coherentes. ¡Maldita sea! Dice para sus adentros. Ni siquiera eso puede hacer.

—Entonces puede ser jornada completa o parcial —dice el asistente de personal cuando cree que ella ha concluido. Para él, por supuesto, no es ninguna novedad estar sentado frente a una mujer joven que tartamudea y se ruboriza al decir lo que quiere. Está acostumbrado a recibir a finlandesas, griegas, turcas, yugoslavas y Dios sabe qué más. En realidad es notable que haya una muchacha de Borås que quiera sentarse en una máquina de coser en estos tiempos…

Eivor asiente.

—Tengo un niño —dice débilmente.

—Ya lo ha dicho.

—¡Pero estoy casada!

—¡Qué bien!

Ella percibe ironía en el tono de voz de él, pero en ese momento lo único que le importa es la respuesta que pueda darle…

—Dice que sus certificados y… En fin, ¿están aquí?

Eivor asiente. Eso sí sabe hacerlo: asentir y aparentar alegría… Maldito mundo que le obliga a sentirse como una imbécil…

El asistente de personal, que lleva chaqueta cruzada a rayas y camisa de nailon con cuello levantado, cierra la carpeta y la mira. Ella piensa, de repente, que él es muy joven.

—Bueno, ya la llamaremos —dice.

—¿Me darán algo?

«¿Me darán algo?» Ella oye sus propias palabras. Parece que esté pidiendo limosna. Si el que está sentado al otro lado del escritorio pudiera imaginarse lo miserable que se siente, y, a la vez, lo importante que sería que hubiera un sitio para ella…

—¡Lo dicho! La llamaremos.

Nada más.

Cuando vuelve a casa en medio del gélido viento de Borås, oye la voz de él en su interior. ¿Qué habrá querido decir? ¿Se atreverá ella a albergar esperanzas o no? Eivor cavila intentando explicárselo, pero el asistente de personal es escurridizo. Su respuesta es secreto y privilegio de él…

Pero la respuesta llega una semana más tarde, y cuando ella abre el sobre, saca el papel con manos temblorosas y lo pone ante sus ojos, ve que lo que puede ofrecerle la empresa es una jornada parcial de cinco horas diarias tres días a la semana.

Y por segunda vez tiene una sorpresa preparada para Jacob. Encima de la mesa, donde él suele poner su taza de café…

Jacob Halvarsson. Lee la carta que ha recibido su esposa de la prestigiosa empresa. (Bueno, todos no están de acuerdo en eso…) Él lee y luego le pregunta si se ha vuelto loca. Ya le ha dicho… ¿Qué demonios se trae entre manos? ¡A espaldas de él! Si él hubiera sabido que quería decirle algo cuando tenía sus insoportables épocas de parloteo… ¡Siempre hay algo! Si no es una cosa es otra… Nunca un momento de tranquilidad. Y precisamente esta tarde en la que esos malditos ineptos han conseguido poner una película en la televisión… ¡Está cansado cuando llega a casa! Si ella cree que los patines se venden solos está equivocada… Nunca tiene un minuto de descanso, ¿y qué pretende en realidad con esto? Tres días a la semana… ¿Qué días? ¡Si al menos pudiera decirle el porqué! ¿No está a gusto en casa? ¿En qué se ha equivocado él…?

Ella escucha pacientemente, ha decidido no interrumpir. La respuesta de Algots le ha dado fuerza. Pero cuando parece que él ha acabado de hablar y ella se dispone a dar explicaciones, la interrumpe al instante.

—Ni se te ocurra —dice él—. ¡Lo sabes de sobra!

Ella está a punto de responder, entonces se arrepiente. No, no va a decir nada más esta tarde. Lo dirá mañana, y pasado mañana. Pone que puede empezar cuando quiera en el plazo de dos meses, y de nada sirve apresurarse y estropearlo todo. Es natural que él tenga que hacerse a la idea…

Ella lleva a cabo un plan, pero la respuesta de él siempre es la misma, y siempre termina con que él se niega a hablar de ello. A veces él acaba dando voces, a veces ella y a veces los dos. Después de algo más de una semana interminable de excavar trincheras, a Eivor le parece que él la mira con otros ojos, como si a pesar de todo empezara a entender que ella va en serio. Entonces él cambia de actitud, habla suplicante, como desde el fondo de una gran tristeza. Él pone a Linnea y a Artur de su parte, y Linnea piensa que es, sin duda, demasiado pronto. La postura del viejo Artur nunca llega a entenderla por completo. Sobre todo parece estar interesado por el desenlace…

La gran y decisiva batalla comienza en un momento que sorprende a los dos. Es un sábado por la noche, cuando ambos están cepillándose los dientes en la cocina. De pronto, Jacob le tira a Eivor el tubo de pasta de dientes. Sin hacer ningún comentario, sin que esté enfadado. La agarra con fuerza, la obliga a tumbarse en el suelo y empieza a quitarle el camisón diciéndole que quiere acostarse con ella. ¡Aquí y ahora, inmediatamente! Antes de que ella tenga tiempo de reaccionar, él ya está dentro de ella, y cuando empieza a oponer resistencia todo ha pasado. La agarra tan fuerte que a ella le duele y entonces le dice que tiene miedo de que lo deje. Para él ésa es la gran amenaza. Si ella vuelve a trabajar será el primer paso en una dirección que la aparta de él. Eivor siente el frío suelo bajo la espalda, y la humillación de que a él no le haya importado si ella tenía ganas o no le produce asco. Las palabras de él no la conmueven, aunque contienen una especie de explicación. Si lo hubiera dicho cuando estaban sentados en el salón, o en la cama, antes de apagar la luz, entonces le hubiera escuchado. Pero ahora no, no aquí sobre el suelo de la cocina, después de derribarla por la fuerza y demostrarle sólo lo débil que es…

—¿Has disfrutado? —le pregunta él cuando ya se ha levantado.

—Por supuesto que no —contesta ella.

—Entonces, perdóname…

—Sí… Claro…

Ella recoge el tubo de pasta de dientes y lo deja en la repisa.

—¿En qué piensas? —pregunta él.

—En nada…

—¡Veo que estás pensando en algo!

Nota cómo él empieza a enfadarse, pero en vez de asustarse, Eivor se acerca a él de repente y lo mira a la cara.

—No pensaba dejarte —dice ella—. Pero si no comienzo a trabajar puede que lo haga.

Ella se sienta en el sofá del salón y él va detrás y se enfada y llora alternativamente. Pero a ella no la conmueven sus reacciones, se ve en el suelo de la cocina y piensa que él no va poder detenerla nunca. Por más desdichado que declare ser (y tal vez lo sea), por mucho que insulte, suplique y amenace. Eivor está sentada mirándole, oyendo lo que dice, pero sabe que va a ir a Algots tan pronto como se haya puesto de acuerdo con Linnea. O con otra persona si fuera necesario. Ahora no puede echarse atrás. Es demasiado tarde. Se ha dado cuenta de que sólo tiene diecinueve años…

Después de muchas horas, Jacob comprende que no puede hacer nada.

—Creo que ya ni siquiera te gusto —dice echando por tierra su último reducto de defensa.

—Claro que sí —dice ella—. No se trata de eso.

—No quiero hacerte daño.

—No…

Ella desea que él se acueste y él, como si hubiera leído sus pensamientos, murmura buenas noches y desaparece en el dormitorio. Se queda sentada durante un buen rato, a pesar de que le duele la cabeza del cansancio. Es como si necesitara tranquilidad a su alrededor…

Unos días después Eivor coge el cochecito de Staffan y va a casa de Liisa. Antes la ha llamado y ésta le ha dicho que le va bien, ya que tiene turno de noche. Ritva se ha mudado al distrito de Druvefors con un carnicero, y Liisa vive sola en el apartamento. Toman café y van hablando, pero Staffan las interrumpe todo el tiempo con sus incursiones por la casa y sus pasos vacilantes. Liisa lo mira y dice que ella nunca habría podido, que no habría tenido paciencia…

—Claro que habrías podido —contesta Eivor—. ¡Cuando tienes niños descubres que eres capaz de hacer muchas cosas!

—¡Yo no! Jamás…

—¡Tú también!

Eivor le habla de su nueva visita a Algots y de la carta que ha recibido. Es consciente de que ha ido a ver a Liisa para que ésta le confirme que tiene razón. Liisa tal vez no sea la persona más indicada para darle lo que ella desea, ya que ella no tiene hijos (yo habría huido, dice Liisa una y otra vez, mientras mira consternada el derroche de energía de Staffan intentando arrasar su apartamento…). Pero Eivor no conoce a nadie más con quien poder hablar. Y tal vez acude a Liisa también porque está segura de recibir su aprobación…

Para Liisa es también incuestionable. Ser independiente, vivir de su propio sueldo, poder comprarse un coche, es a lo que las mujeres tienen que aprender a aspirar. Y ella cree que hay señales en el camino que indican que los tiempos venideros van a pertenecer a las mujeres. No porque ella tenga ilusiones desmesuradas, ya que sólo queremos casarnos y tener niños, pero pone sus esperanzas en las nuevas generaciones.

—¿Te habrías casado hoy si hubieras sabido todo esto de antemano? —le pregunta a Eivor.

—No lo sé —responde Eivor indecisa—. Sí, ¡lo habría hecho si no hubiera podido tener a Staffan de otro modo!

—Pero ¿es necesario ir a la iglesia para quedarse embarazada?

Las dos se echan a reír. Las palabras de Liisa suenan tan cómicas, a la vez que descubren algo que por supuesto es cierto. Ser madre soltera llama menos la atención cada año que pasa. Viven en un momento de transición respecto a ese tema. Por un lado, la exigencia de virginidad es igual de fuerte que antes, pero a una mujer ya no se la considera una perdida si tiene un hijo sin estar casada…

Está claro que Eivor va a empezar a trabajar de nuevo, ¡lo antes posible!

¡Naturalmente! Preguntas innecesarias son preguntas tontas…

Eivor se siente eufórica cuando vuelve a casa empujando el cochecito. Así es como quiere sentirse: eufórica, llena de energía, con fuerzas suficientes para todo.

Pero ¿cómo le iban las cosas a Liisa? Olvidó preguntárselo…

Es el 30 de marzo, y dos días después Eivor va a empezar a trabajar en Algots, el mismo día del Stora Ljugaredagen. Como han acordado, Linnea va a encargarse de Staffan durante su ausencia, y Jacob puede decidir por su cuenta cuándo dejar a un lado su cara de ofendido. Eivor está de buen humor y se siente como un niño la mañana de Navidad. Nunca hubiera podido imaginarse que todo iría tan rápido y sin ningún tipo de problemas. Pero quizás hayan cambiado las cosas y al fin soplen vientos que la empujan a ella hacia delante por primera vez…

Así que es el 30 de marzo, antes de mediodía, cuando suena el teléfono y Eivor levanta el auricular y contesta con voz alegre.

Una semana antes se había hecho la revisión médica que exige la empresa.

Y le informan de que está completamente sana.

Sólo una cosa. Está embarazada.

—No —dice Eivor.

—Sí lo está —dice la voz femenina al otro lado.

—No —repite Eivor y cuelga el teléfono.

No llora ni golpea la cabeza contra la pared. Tampoco puede hacerlo, no le está permitido: Staffan está de pie agarrado a una de sus piernas, pletórico por descubrir cosas. Ella no hace nada, no reacciona en absoluto hasta que Staffan se ha dormido y ella puede llamar a Linnea y decirle que no necesita ir pasado mañana. Ni ningún otro día. No va a hacerlo… ¿Que por qué? Es sólo que no va a hacerlo… Ella… ha cambiado de idea.

Eivor piensa que eso es lo que él quería en el fondo cuando la derribó sobre el suelo de la cocina. Cuando ya no había más argumentos, tuvo que usar su último recurso y fue suficiente. Ella se ha quedado embarazada. Naturalmente, podría intentar abortar, pero meterse en ese mercado precario y humillante… No, no puede. Está derrotada. Esta vez tampoco va a entrar en Algots. Dentro de poco más de ocho meses todo va a empezar de nuevo: las noches en vela, la casa llena de pañales y ropa sucia que parece multiplicarse. Y cualquier día de estos puede volver a empezar el día vomitando. ¿Por qué no el 1 de abril…? Sería lo más correcto, evidentemente…

Después de llamar a Linnea es el turno de Algots. Debe cumplir con su obligación, aunque sea amarga. Pero no puede impedirle a otra persona que se siente en la silla vacía. Está derrotada… No sabe con quién habla, pero le dice las cosas como son, ella no irá como habían decidido. ¿Por qué? Porque está embarazada…

Los días siguientes ni siquiera se deprimió, como si ni eso tuviera sentido alguno. Sólo sentía angustia y resignación. Y no podía decírselo a nadie, ni siquiera a Liisa, que un día apareció por la puerta llena de alegría y curiosidad por saber cómo se sentía al haber vuelto a trabajar… Intentaba que su relación con Staffan fuera la de siempre, él no tenía que sufrir el gran hastío e indiferencia que ella padecía. Cuando unos días después de enterarse le dijo a Jacob que estaba embarazada, lo hizo de pasada, justo en el momento en que él se levantó de la mesa después de comer. Ella miró hacia otro lado para no ver la expresión de alivio de él mientras le decía que se alegraba. Y, por supuesto, la dejó en paz, no le importó que volviera la cara. Estaba embarazada…

Cada mañana se despertaba a oscuras, pero cuando Staffan, balbuceando y feliz de vivir, se ponía en pie y saltaba sobre ella, Eivor se obligaba a ver la luz y entonces volvía a surgir la luz…

Ya no pensaba en que se había reencontrado a sí misma como una recién nacida de diecinueve años. La verdad es que ella, durante ese tiempo, no pensaba absolutamente en nada.

A principios de mayo de ese año, Elna llamó un día desde Hallsberg y le dijo que su abuelo Rune había caído enfermo y que tenía que guardar cama. Naturalmente, a Eivor no le pilló por sorpresa, ya que él había tenido problemas cardiacos y de pulmón durante muchos años. En realidad nadie entendía que viviera aún… Pero ahora parecía que estaba llegando su hora y Elna le dijo que a su abuelo le gustaría mucho verla a ella y a Staffan. Y también a Jacob, por supuesto… Elna le dijo que no hacía falta que fuera a Sandviken enseguida. Que no era urgente. Pero tal vez podrían ir juntas…

Cuando Elna llamó en mayo, ya sabía que Eivor estaba embarazada de nuevo. Eivor no lo había guardado en secreto, pero no había dicho nada acerca de si fue o no planeado. Sólo dijo que estaba embarazada, y había algo en el tono de su voz que sugería que evitaran hacer más preguntas. Todos los que la veían y la conocían notaban que había cambiado, pero nadie podía precisar en qué. Probablemente estaba más pálida de lo habitual… Tal vez también más silenciosa, aunque nunca había sido de las que hablan sin necesidad… No, ella no era la misma de siempre. El futuro demostraría qué había ocurrido realmente…

Elna volvió a llamar diciéndole que Rune estaba cada vez peor y decidieron viajar juntas. Eivor se llevaría a Staffan y Elna tomaría el tren en Hallsberg. De ese modo tendrían algunas horas para hablar las dos, cosa que, según Elna, tenía muchas ganas de hacer. Ella viajaría sola, ya que Erik no podía dejar su trabajo en el apartadero del ferrocarril. Pero durante los meses siguientes Rune mejoró temporalmente y postergaron el viaje hasta principios de agosto. Entonces él volvía a estar postrado en la cama y ya nadie creía que fuera a restablecerse…

Jacob no puede o no quiere pedir permiso en el trabajo para acompañarlas a Sandviken. Eivor no está segura de si es por antipatía o por otra cosa. Sabe que Jacob le tiene miedo a la muerte, tanto que evita cualquier contacto con ella. Pero su abuelo todavía no ha muerto. Ella no viaja para ir a un entierro, sino para ver a un enfermo que está en cama. Tal vez por última vez. Pero no se molesta en intentar razonar con su marido, si no quiere, que no vaya. Ella no se siente dolida, ya que Jacob sólo ha visto a Rune el día de su boda, y no le dio tiempo de establecer una relación especial con él. No, que haga lo que quiera. Como de costumbre.

—Yo ordenaré un poco la casa —dice él.

—No necesitas disculparte. Que lo sepas. ¿Nos acompañarás mañana a la estación?

Lo hace, naturalmente. Es domingo y no tiene que ir al trabajo, aunque por supuesto debe renunciar al ritual sagrado de dormir todo el tiempo que le apetece. A las ocho están en la estación. Jacob ha llevado a Staffan a hombros desde la parada de autobuses. Staffan está excitado, ya es lo suficientemente mayor como para darse cuenta de que ese día hay algo especial. Eivor está cansada, el abrigo de verano de color claro le oprime el vientre, y los zapatos recién comprados le quedan estrechos. Mientras va junto a Jacob y Staffan le parece que anda como un pato. Por las mañanas se asusta al verse en el espejo, tiene la cara muy pálida y esos desesperantes granos no quieren desaparecer. Cada día que pasa utiliza más maquillaje, pero la palidez sigue notándose. Además está ese persistente calor que la irrita y produce malestar. A veces se pregunta cómo puede aguantarla Jacob. Pero, al fin y al cabo, ella lleva dentro al hijo de él.

Si al menos no estuviera tan silencioso. ¿O es sólo indiferencia, ahora que ha impedido que ella vuelva a trabajar?

Están en la estación y acaban de anunciar por el altavoz que el tren que va hacia Herrljunga está entrando. Apenas se ven viajeros. Un solitario mozo de estación llega tirando de un carro de equipaje.

—Espero que os vaya bien el viaje —dice él.

—El tren no ha llegado aún.

Ella misma percibe su malhumor. Está enfadada, irritada, lo que él prefiera. Sin querer evitarlo, intenta fastidiarle siempre que puede.

—¿Entiendes lo que significa llevar a un niño? —dice de repente.

Él la mira sin entender. ¿No lleva él a Staffan a hombros?

—Aquí dentro —dice ella señalando.

Pero él no entiende a qué se refiere, como es natural. ¿Cómo iba a hacerlo? Ni él ni ningún otro hombre…

Sube con ellos al tren, hay muchos asientos libres y después de darle a ella unas torpes palmaditas en la mejilla, baja deprisa al andén. Cuando el tren se aleja de la estación y ella sostiene a Staffan en la ventanilla para que le diga adiós con la mano, piensa que es muy probable que Jacob, en el fondo, esté contento de quedarse solo unos días. Tal vez sea ése precisamente el motivo de que no haya querido acompañarles. ¿Para poder tumbarse en el sofá en el apartamento vacío y silencioso y no tener que preocuparse de nada? ¿O…? No, no se atreve a pensar en ello… Cree que él evita cualquier esfuerzo para poder disfrutar de los hijos. Ella siempre está agotada, mientras que él se concentra en la diversión.

Bosques, postes de teléfono, campo abierto y estaciones de tren pasan formando un remolino. Staffan sigue fascinado con todo lo que ocurre al otro lado de la ventanilla.

En un repentino ataque de tristeza, ella recuerda el frío día de enero en el que iba en sentido contrario para empezar a trabajar en Konstsilke. Pero ¿qué pensaba entonces? Intenta recordar, pero tiene la cabeza vacía. Y tal vez sea mejor así. De todos modos no se puede hacer nada, la vida es como es. Casualidades más o menos planeadas. Por un lado es justamente ese desconocimiento lo que hace que la vida sea soportable y emocionante, pero, por el otro, no podemos defendemos.

En Hallsberg todo pasa tan rápido que Eivor sólo tiene tiempo de saludar a Erik y preguntarle cómo está.

—Pregúntale a Elna —grita como respuesta—. ¡Hasta la vista!

Y ahí está sentada ella, la madre. ¡Justo enfrente! La ve igual que siempre. Pero Eivor no puede entender que siga llevando su habitual y viejo abrigo de verano. ¿No tienen dinero para comprar ropa nueva? Y también debería haberse puesto un poco de color en los labios. Pero no se lo dice, como es natural. Sólo permanece sentada en su rincón, mirando cómo Staffan se encarama y trepa por encima de su abuela.

¡Abuela! ¡Cielo santo, qué idea! Elna tiene treinta y ocho años y ya es abuela. Y si las cosas van mal, ella misma puede convertirse en abuela a su misma edad, si Staffan tiene un hijo siendo joven. La idea le parece terrible. ¿Cuándo le va a tocar vivir? ¿Cuándo va a dejar de ser mamá o esposa y poder vivir sin más?

Pero ¿qué implica eso?

Tal vez sea sólo un sueño inútil y sin esperanza.

Pero si es así, la vida es realmente incomprensible…

—¿Va todo bien?

Eivor sale de su ensimismamiento y ve que Staffan se ha quedado dormido, como un gatito que se ha cansado de repente y se ha hecho un ovillo. Duerme en el asiento con la cabeza sobre las rodillas de Elna.

Eivor no ha oído nada, y Elna repite la pregunta.

Por supuesto que todo va bien. Tanto con el niño como con su marido. No hay ninguna novedad. Todo sigue como de costumbre.

Elna, por el contrario, tiene novedades para contarle.

—Vamos a irnos de Hallsberg —dice.

—¿Por qué? ¿Adónde?

—¿Te acuerdas de Vivi?

—Sí, claro que me acuerdo.

Elna le cuenta y Eivor puede percibir en el tono de su voz que está ilusionada con el gran cambio. Van a irse a vivir a Skåne, más concretamente a Lomma. Lomma se encuentra en las afueras de Malmö. Vivi está casada con el jefe de prensa de Skandinaviska Eternitfabriken, y Erik ha conseguido un trabajo allí que es bastante mejor que el que tiene ahora como empleado de los ferrocarriles suecos. Y van a obtener un préstamo para comprarse una casa propia con la ayuda de la empresa.

—Nos mudamos en septiembre —dice Elna.

Eivor no contesta de inmediato. Antes quiere saber si está celosa. Sí, se ha puesto un poco celosa. Todos los que llevan a cabo un cambio en su vida, los que se atreven a algo, le dan envidia. Es una sensación incómoda de la que se avergüenza, pero haga lo que haga sigue estando ahí. Sin embargo, también se alegra de ello. Elna resplandece mientras se lo cuenta, como una niña que hubiera estado guardando un enorme secreto mucho tiempo.

—¿Y tú? —pregunta Eivor al final.

—Yo también puedo conseguir trabajo si quiero.

—Creía que un trabajo de ferroviario era lo más seguro.

—Ahora corren otros tiempos.

—Pueden volver a cambiar.

—¿Te parece?

No tiene respuesta para eso. Parece que sobran puestos de trabajo. ¿Si no fuera así, por qué iban a entrar a raudales griegos y yugoslavos por las fronteras del país? Hoy en día no tener trabajo en Suecia es difícil a menos que seas un vago. O le tengas fobia al trabajo, por decirlo de algún modo.

—Y, además, voy a estar cerca de Vivi —dice Elna.

—¿No dijo que no iba a casarse nunca?

—Puede haber cambiado de opinión. Además él es jefe de prensa.

—Creía que era una especie de comunista.

—Ya te he dicho que puede haber cambiado de opinión.

—Lo ha hecho, ¡sin duda!

La conversación suena a hueco. Y Elna tiene que saberlo mejor que nadie, al fin y al cabo se trata de su amiga…

—Entonces, ¿qué va a hacer Erik ahora?

—¿Supongo que conocerás Eternit? En estos días todos ponen planchas Eternit en sus casas.

Sí, sabe lo que es. Pero ¿en Skåne? ¿Cómo se llama el sitio? ¿Lomma? Sí, Dios mío…

—Suena divertido —dice ella.

—Aún no he acabado.

¿Tiene más que contar? ¿Les ha tocado la lotería?

No, nada de eso. Es algo que Eivor nunca podría imaginarse.

—Vas a tener un hermanito —le dice.

Tarda en comprender. Apenas se da cuenta de que el tren se ha parado en Skövde, pero ¿qué ha oído? ¿Puede ser cierto que Elna esté embarazada, igual que ella? ¿Que lleve a un niño bajo su anticuado abrigo? La idea es tan asombrosa que casi le resulta insoportable.

—¿Vas a tener un niño? —pregunta al fin.

—¿Te has enfadado?

—No, sólo estoy asombrada. ¿Enfadada?

—Me lo ha parecido por el tono de tu voz.

—¿Por qué iba a enfadarme?

—No lo sé.

Elna está de tres meses. No sabe realmente por qué no se lo ha dicho antes a Eivor. No ha surgido la ocasión. Pero puede revelarle el motivo de estar embarazada. En parte es, por supuesto, porque Erik desea tener un hijo propio, cosa comprensible. Lo contrario no habría sido natural. Pero ¿quién sabe si él podría dejarla algún día a ella por alguna otra, alguna más joven, justo por ese motivo? Además ella misma ha empezado a desear tener otro hijo. De repente la sensación estaba ahí y ella ha tenido que darse prisa antes de que fuera demasiado tarde. Tal vez esté relacionado con el hecho de que Eivor haya tenido al niño, es difícil poner en claro todo lo que siente. También ha dudado, como es natural, volver a tener un hijo implica que debe quedarse en casa otra vez. Pero… No, ahora está muy contenta de que haya sido así. Por no hablar de Erik.

—Así que estoy igual que tú, aunque aún no se note.

—No sé qué decir.

—Puedes darme la enhorabuena, ¿no?

—Claro que sí. Claro que lo hago. Es sólo que resulta un poco difícil imaginárselo. A tu propia madre, es…

Pero es así. Lentamente, Eivor va comprendiendo que Elna le ha dicho las cosas tal cual. Y que está contenta por ello. Lo que desconcierta a Eivor es, sobre todo, esa alegría no disimulada. ¿Cómo puede relacionarla con los recuerdos que ella tiene de su madre, siempre insatisfecha, siempre enfadada con su hija? A veces se ha quejado de haberla tenido, de haber perdido toda su vida por el desafortunado embarazo durante la guerra. No encuentra ninguna lógica, lo negro se convierte en blanco, sin previo aviso, sin explicación alguna. Y se lo dice a ella abiertamente, en algún sitio a la altura de Södertälje, justo cuando Staffan despierta, y al cambiarle el pañal tienen que interrumpir la conversación varias veces.

—No entiendo cómo puedes estar tan contenta de tener un niño, cuando a mí me echabas broncas todo el tiempo cuando era pequeña por haber nacido. No lo comprendo, pero tal vez sea problema mío.

Por la tarde llegan a Sandviken. Una suave lluvia de verano cae sobre la estación. Nils, el hermano de Elna, está esperándolos. Tiene coche, un PV, en el que se sientan todos apretujados.

—Espero que no vomite en el coche —le dice Nils a Eivor mirando hacia Staffan.

—No suele hacerlo.

—No quisiera estar presente.

—Si te preocupa, podemos ir andando. No debes preocuparte.

Elna va sentada en el asiento delantero y comenta con alegría todos los cambios que ha habido en la comunidad. Eivor está cansada y Staffan le aprieta el vientre. Cuando Nils enciende un cigarrillo, ella le pide que lo apague. O que abra al menos la ventanilla lateral.

Y entonces ya han llegado.

—¿Habéis pintado la casa? —pregunta Elna asombrada.

—Por fuera y por dentro —contesta Nils.

Rune yace en la cama en su habitación, en su lado habitual. Tanto a Elna como a Eivor les afecta mucho ver cómo ha adelgazado y el color grisáceo de su cara. Hace tiempo que sabían que la enfermedad acabaría finalmente con él, en realidad es extraño que haya podido resistir tantos años, aferrándose con terquedad a la vida. Pero ahora no cabe duda de que está muriéndose.

Cuando llegan, él duerme. El tren se ha retrasado (al pasar Hosjö ha estado parado más de media hora), y de repente a Rune se le han agudizado los dolores y no ha podido evitar tomar las pastillas, que lo dejan dormido como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza. Elna y Eivor se quedan de pie junto a la cama de él, mirándolo en silencio.

Madre e hija. Dos mujeres embarazadas.

Rune se despierta al día siguiente por la mañana. Abre los ojos en la débil luz del amanecer y no sabe dónde se encuentra. Ha estado soñando y el sueño persiste de tal forma una vez despierto que al principio no reconoce el dormitorio en el que ha despertado cada mañana durante más de cuarenta años. Vuelve a la vida lentamente. Sin tener que girar la cabeza, sabe que su esposa Dagmar ya se ha levantado, y cuando presta atención, le llega la voz de ella desde la cocina. Pero ¿con quién está hablando? Él se esfuerza por escuchar, a la vez que se palpa las piernas para ver si aún hay vida en ellas, si le duelen. Continúa ese extraño picor en sus delgadas piernas, pero no siente dolor. Si se queda inmóvil en la cama, tal vez pueda estar tranquilo algunas horas antes de que empiecen a dolerle de nuevo… Pero ¿con quién habla Dagmar? ¿Qué hora será? Por la claridad que se cuela bajo el estor, deduce que no pueden ser más de las siete, tal vez más temprano aún.

Qué curioso… Quizás Ester, con sus inflamadas piernas, ha subido la escalera desde el piso de abajo para preguntar cómo se encuentra…

Ha estado soñando. Yace con la cabeza vuelta hacia la ventana, mirando el tenue rayo de luz, y poco a poco emerge de las profundidades del sueño.

Gira la cabeza y vuelve a escuchar las voces en la cocina… No parece Ester… Y, además, se oyen varias voces…

Ahora recuerda. Elna y Eivor. Hija y nieta… Iban a llegar ayer… Sí, ahora lo recuerda. El tren que se retrasa, las pastillas que al final tiene que tomarse, y luego parece que se ha quedado dormido. ¡Por todos los demonios! Han venido a verle. Pero ¿no iba venir también Staffan? ¿Por qué no oye al niño? Seguro que duerme todavía… Levanta una mano con cuidado y se la pasa por la cabeza. Por el poco pelo que le queda, piensa disgustado. En su día tuvo el pelo negro y espeso. Pero ahora sólo le quedan unas greñas grises en las sienes, resignadas, como una corona funeraria cubierta de nieve. Si hubiera podido llorar por tal desgracia, no habría hecho otra cosa…

Enfadado, frunce el entrecejo. ¡No vale! Él no quería ver a Elna y a Eivor y Staffan para compartir con ellos su decadencia. Ahora debería entrar Dagmar a ventilar, para que él pueda saludarlos. Pero no antes de que la ventana haya estado abierta de par en par durante unos minutos para alejar el acre olor de la decrepitud…

Empieza a toser y ella entra en la habitación.

—¿Te has despertado ya? —pregunta, sonriendo.

—Ventila —dice él con dificultad.

Ella asiente y abre la ventana. Luego se lo queda mirando, pero él sacude la cabeza. No, no le duele. Todavía no.

—¿Ha venido el niño? —pregunta él preocupado.

—Claro que sí —contesta ella—. Pero está durmiendo.

—¿Qué aspecto tengo?

—Muy bueno…

Y después ya está preparado para recibirlos. A su familia, al bisnieto que lo mira con ojos interrogantes. El dolor acecha, pero él se niega a tomarse las pastillas. Si el precio de estar medianamente lúcido es tener dolor, lo pagará…

Después del mediodía, cuando Staffan está durmiendo en el banco de la cocina, Eivor se queda a solas con él. Le pregunta si le duele mucho y él hace un gesto como respuesta…

—¿Cómo te va a ti? —pregunta él—. Staffan está estupendamente…

Sin haberlo pensado previamente, y sin que él sepa en realidad por qué, ella empieza a explicárselo todo. Por la mañana Eivor y Elna, una detrás de la otra, le habían contado que estaban embarazadas. Había tardado un momento en creérselo, pero cuando pudieron convencerlo, preguntó gruñendo amablemente si no podían haberlo repartido un poco. Entonces Eivor ya no dijo nada más, pero ahora que está sentada junto a la cama, a solas con él, le cuenta que había pensado volver al trabajo, pero que Jacob estaba en contra de ello y que ahora en vez de eso va a tener al bebé. Ella nota que su abuelo la escucha e intenta no dejarse un solo detalle. Lo único que excluye es el humillante y fatídico momento en el suelo de la cocina.

—Es una lástima —admite él cuando ella se queda en silencio, y Eivor se da cuenta de que él lo dice de verdad.

—A veces resulta muy difícil —continúa ella.

—Sí —dice él lentamente—. Y lo único que puede hacerse es resistir. Eso es quizá lo único de lo que podamos jactarnos. De haber resistido…

Se interrumpe a mitad de la frase como si hubiera hablado demasiado. Pero es sólo porque se acuerda de todo lo que ha estado pensando durante los días y noches de insomnio y dolor que parecían alargarse hasta el infinito. Él es consciente de que lo único que le queda por delante es el final (aunque no cree que vaya a ocurrir justamente ahora, a pesar de que tanto Dagmar como el médico, que a veces se acerca un momento por la casa, parecen estar seguros de ello). En esta cama va a empezar su último viaje, en la cama que lo ha recibido durante cuarenta años de esfuerzo demoledor. Sin pretenderlo realmente recuerda su vida, y a menudo aparece Dagmar. Ha vivido con ella más de cuarenta años. Ha sido su mujer, le ha seguido durante todos esos años, ha parido sus hijos, le ha preparado la comida, ha estado continuamente creando un hogar para él que ha hecho que valiera la pena su esfuerzo. En los pensamientos la ha visto llevando cubos de agua, lavándole las camisas de pie en medio del frío, sólo para que él pudiera ponerse su camisa blanca limpia los domingos. Ella le ha dado las mayores alegrías de su vida, y luego se quedaba despierta en la oscuridad y él siempre era el primero en dormirse. Pero cuando se despertaba, ella ya se había levantado y le había preparado el café…

Ella está en todas sus imágenes, callada, cada vez más encogida. Se ha acostado en su cama asombrado de todo lo que ella es capaz de hacer, y se ha preguntado con creciente inquietud qué le ha dado él a ella en realidad que pueda compararse con el desgaste diario que ella sufría para lograr llegar desesperadamente a fin de mes… Como cuando se encerraba en el dormitorio en cuanto él se encendía demasiado y montaba en cólera, como… Todos esos años, siempre, siempre. Desde la oscura adolescencia, cuando ella iba a algún puesto de control que había en el bosque, andando con dificultad a través de la nieve, y cuando con un reloj prestado controlaba el tiempo que él tardaba en pasar a toda prisa por el carril de esquiar. Cómo a él le daba siempre la impresión de ser el mejor, aunque nunca llegó a pisar el podio en ningún campeonato del pueblo… Tal vez sea entonces cuando la ve con más claridad. Helada de frío, sola, esperando en el bosque a que llegue él, moqueando y jadeante, deslizándose sobre los esquís…

Mira a Eivor, que está sentada en el borde de la cama. Dagmar también fue así de joven una vez. Pero ¿qué pensaba ella entonces? ¿Tendría ella también sueños que él ahogaba sin piedad con su atronadora voz y su incuestionable modo de ser, pataleando siempre en el suelo más fuerte que nadie? Hace una mueca ante esa idea…

—¿Te duele? —pregunta Eivor.

—No es nada —dice él—. Sólo estaba pensando…

—¿Qué pensabas?

—No…

—¡Dímelo!

—Que los mayores cambios en los hogares no han sido gracias ni a la radio ni a la televisión. Sino a las aspiradoras y a los suelos de linóleo…

—¿Por qué?

—Tú tendrías que entenderlo. ¿No eres la que pasa la aspiradora y friega el suelo de vuestra casa? Yo sé cómo era antes. O, mejor dicho, Dagmar lo sabe. Ella y todas las demás desgraciadas que han tenido que agacharse y restregar la mierda de millones de tablones de madera.

—Me resulta difícil pensar cómo sería no tener una aspiradora, no sé qué haría.

—Hubo un tiempo en el que las mujeres como tu abuela nunca podían pensar que iba a existir algo como una aspiradora. Y yo me resistí todo lo que pude cuando Dagmar quiso comprarse una. Me parecía que eran demasiado caras… ¡A mí me lo parecía! Dios mío…

Él se queda en silencio y Eivor piensa en lo que ha dicho, pero no consigue verse a sí misma agachada sobre un suelo de madera restregando los tablones con un cepillo. Es un mundo extraño que dejó de existir antes de que ella hubiera tenido que fregar su propio suelo.

—Ahora no hay nada que hacer —dice él después de un momento—. Y supongo que tendréis un hijo más. Pero después… Procura que no vuelva a ocurrir, para que puedas empezar a trabajar. Eres tan joven…

Él mismo se da cuenta del débil consuelo que le da. Pero ¿qué va a decirle? Jacob no es mejor ni peor que los demás hombres. El mismo pataleo en el suelo… Pero Eivor parece tener mucha voluntad para lo joven que es. Además, hoy en día es más fácil no tener un montón de niños si se anda con cuidado. ¿No es así? Pero él, naturalmente, no puede preguntárselo… ¡Sólo faltaba eso! El viejo que ya no puede más… Hablando de esas cosas… Cuando era joven podía hacerlo. Pero ahora ya no…

Eivor le cuenta a Elna lo que ha dicho Rune cuando dan un largo paseo juntas el segundo día por la mañana. Staffan se ha quedado en casa. Rune, que ha permanecido despierto durante la noche resistiéndose a las pastillas, se ha hundido finalmente en un sueño profundo.

Van andando por el pueblo. Elna se detiene de vez en cuando, señala y explica… Allí en la ladera, donde ahora hay una escuela, en su juventud había una lechería. La cuidaba una vieja que tenía un pie deforme. Era muy buena y nunca decía nada cuando los niños se escondían cojeando detrás de ella… Aunque apenas puede reconocerse el centro de la población, nada ha podido evitar el hacinamiento alrededor de la fábrica, como ha ocurrido siempre. Es el gigante que saca pecho y las altas chimeneas son los cuernos que tiene en la frente. Y ahí está el chalet blanco donde ella trabajaba como sirvienta del ingeniero Ask y su terrible esposa, que amaba a Hitler por encima de cualquier otra cosa. El gran jardín ha quedado dividido por un camino y un local de Konsum, pero la casa está ahí y aún conserva algo del antiguo y repulsivo esplendor. Fue allí, en esa casa, donde Elna se dio cuenta de que…

Eivor va a su lado escuchando. Elna percibe su interés. Cada detalle que deja caer descubre algo de su propia vida, de lo que la ha acuñado. Pero ahora Elna se interrumpe de repente.

—¿Qué ibas a decir?

—No era nada…

«Siempre con evasivas», piensa Eivor. «Siempre lo mismo…»

—¿No puedes decir por una vez lo que piensas?

Elna mira hacia el suelo y empieza a andar de nuevo. Cuando la casa blanca ya ha quedado atrás, le revela que fue allí donde se dio cuenta de que estaba embarazada. Pero no le dice que fue también allí donde se desnudó en el sótano y se lavó, antes de irse a Gävle en tren y llevar a cabo el repugnante y frustrado aborto. Es un secreto que no puede desvelar. Que durante un tiempo sólo tuvo una idea en la cabeza: deshacerse de Eivor.

«Nunca podrá compararse con lo que le gritaba y chillaba en Hallsberg», piensa ella. «Ésas sólo son cosas que se dicen cuando te enfadas con tu hija. Pero aquella vez, hace veinte años, iba en serio.»

Se acercan a la periferia de la población y, de repente, Elna siente unas ganas irresistibles de investigar algo…

—¿Continuamos un poco más? —pregunta, y Eivor, que ve un indicio de entusiasmo en su rostro, continúa gustosa. Siente que, en ese momento, cada instante con Elna es precioso. Cada atisbo de la época en que ella tenía su misma edad…

Elna recuerda con nitidez su solitario paseo un domingo. Le parece increíble que hayan transcurrido más de veinte años desde entonces… No está segura de dónde dobló al dejar la calle principal. Además, entonces era invierno… Puede que fuera aquí… No, anduvo más…

Eivor se pregunta qué estará buscando, pero no dice nada, sólo la sigue hacia el castillo secreto…

¡Ahí está el camino! De pronto, a Elna no le cabe ninguna duda y tuercen siguiendo a lo largo de un bulevar de olorosas coníferas. Sienten la blandura del suelo bajo sus pies.

Y luego el bosque se abre y la torre de vigilancia aérea sigue ahí, como una ruina cubierta de musgo de una antigua superpotencia. En el suelo hay restos podridos de tablas caídas, como si la torre hubiera empezado a perder su cabellera, pelo a pelo. Elna rodea la torre y ve que la escalera sigue ahí, no la han quitado, pero alguien ha arrancado los tablones laterales. ¿Se atreve Elna a subir la escalera? Realmente debe de ser posible tocar el cielo desde allí arriba…

Elna va despacio, Eivor mantiene la distancia.

—Seguro que está prohibido hacer esto —dice Elna.

—Si no guardamos silencio, la escalera se vendrá abajo —contesta Eivor.

Cuando llegan al rellano en lo más alto de la torre, Elna recuerda el viento que soplaba cuando estuvo allí hace veinte años. Ahora es cálido, aunque parece el mismo, ininterrumpido durante todos estos años. Se agacha en un rincón para ver de cerca los tablones grises. Están llenos de inscripciones, una encima de otra, y parecen más un entramado de líneas y círculos que palabras con algún sentido. Pero al final encuentra lo que busca y nota que el corazón se le acelera. Así que no ha desaparecido, aún está ahí, lo que ella grabó con un clavo, cuando estaba allí y decidió no saltar.

Elna. 16-1-1942.

Eivor se agacha a su lado con dificultad y tras seguir el dedo de Elna y ver lo que hay ahí escrito.

—Lo grabé con un clavo —dice ella—. Hace veinte años.

Eivor ha visto la fecha.

—Dos meses antes de que naciera yo.

Elna asiente y se queda mirando hacia el bosque, se pregunta si el esquiador habrá llegado a su meta.

—¿Qué pensabas cuando estuviste aquí en aquella ocasión? —pregunta Eivor.

—Pensé en saltar.

Se lo dice así, sin más…

—¿Era tan terrible? —pregunta Eivor un instante después.

—Sí. Tal vez peor todavía. No tenía a nadie

—Pero no saltaste.

—La gente rara vez lo hace. La mayoría nunca salta.

—Pero ¿qué pensabas?

Elna se vuelve hacia ella.

—¿Recuerdas que a veces te gritaba cuando eras pequeña? —dice—. ¿Lo recuerdas?

—¿Cómo iba a poder olvidarlo?

—Entonces entenderás lo que pensaba: Que no quería…

—Sí, lo entiendo.

—Fue tan horrible que no desearía que le ocurriera a mi peor enemigo… No creo que pueda explicar cómo me sentía.

Una ráfaga de viento sacude la vieja torre de vigilancia aérea y los secos tablones crujen.

—Me alegro de que me hayas enseñado esto.

—Ha sido sin pensar. Se me ocurrió por el camino.

Se quedan un momento mirando el bosque infinito. Cada una en un rincón…

—¿Bajamos? —dice Elna.

—Antes quiero hacer una cosa —dice Eivor.

Arranca un clavo de la madera podrida y graba su nombre al lado del de Elna.

Eivor. 6-8-1962.

—El próximo tal vez sea quien esté aquí dentro —dice Eivor poniéndose la mano sobre su vientre. Piensa que es algo infantil grabar su nombre en un tablón de madera. ¡Pero quería hacerlo!

Bajan la escalera y regresan por el camino de troncos.

—¿Había alguien en esa torre durante la guerra? —pregunta Eivor.

—No lo sé —responde Elna—. Al menos no cuando yo estuve ahí. Pero era un domingo por la mañana. Tal vez era inconcebible que alguien fuera tan descarado como para atacar un domingo por la mañana…

Se echa a reír y Eivor piensa que es la primera vez que ella y Elna se permiten comportarse como niñas estando juntas. Es curioso que siempre tenga que resultar tan difícil…

Regresan a la ciudad, con el enfermo Rune. Se quedan un par de días más y la mayor parte del tiempo permanecen sentadas en la cocina esperando a que él despierte. Durante esos días, Eivor conoce a su abuela de un modo que no había hecho antes. Ahora que ya no es Rune el que domina puede verla con nitidez, y piensa a menudo en lo que Rune le dijo cuando estaba sentada al lado de su cama. Dagmar procede de ese viejo mundo que ya no existe. Es una persona que Eivor puede imaginarse perfectamente fregando los tablones del suelo de rodillas, que ha tenido que llevar el agua y no podía creerse lo que veían sus ojos cuando vio una aspiradora por primera vez. El mundo ha ido hacia delante, y aunque Eivor tenga ahora que esperar algunos años más, le espera ese mundo nuevo al que salir, algo que Dagmar nunca va a presenciar…

Se marchan de Sandviken una mañana temprano mientras una tormenta golpea la ciudad. Cuando Eivor está junto a la cama de Rune cogiéndole la mano y despidiéndose de él, cree que va a volver a verlo. ¡No puede morir! A pesar del tono grisáceo de su rostro y de tener las manos tan delgadas y frías…

Al partir el tren, Dagmar está despidiéndose de ellas en la estación. Eivor tiene un nudo en la garganta cuando la ve sacar un pañuelo para tener algo con lo que decirles adiós. Mira de reojo a Elna y de repente está completamente segura de que ella siente lo mismo, que también tiene un nudo en la garganta…

Eivor y Staffan volvieron a Borås, y a finales de septiembre se mudaron a un apartamento en alquiler de tres habitaciones en Sjöbo. Eivor sintió un vago malestar por volver al sitio en que había vivido durante su primera época en la ciudad. Como si le recordara algo que en realidad quisiera olvidar. Pero deja a un lado esos recuerdos. Al fin y al cabo, lo más importante es un apartamento moderno. ¿Qué importa dónde viva si no tiene nada que hacer fuera, aparte de las compras y sacar a Staffan a que le dé el aire?

De repente no queda mucho para dar a luz a su segundo hijo. A veces siente temor, como es natural, pero no como cuando estaba embarazada de Staffan. Cree que ahora ya sabe lo que es tener hijos. Sabe lo que le espera, pero también sabe que el dolor pasa. Cuando Staffan acababa de nacer, uno de sus primeros pensamientos fue que estaba dispuesta a pasar por eso otra vez…

Se va amoldando lentamente a la casa nueva. Habla con mujeres que viven en el mismo bloque, se alegra de que Staffan tenga amigos de su misma edad para jugar, habla de detergentes y del precio de la comida…

En esta última etapa del embarazo no sólo acepta lo que sucede, sino que también empieza a disfrutar de ello. Ese día está cada vez más cerca, y ella deja en la sombra muchos de los recuerdos y empieza a mirar hacia delante de nuevo.

Sólo tiene veinte años, va para veintiuno. Dentro de cinco años… ¡Dios mío, tiene toda una vida por delante! Rune tenía razón. Nunca es tarde. ¡Nunca! Tendrá que aguantar la impaciencia…

Dedica mucho tiempo a explicarle a Staffan que va a tener un hermano. Naturalmente, él no lo entiende. Pero, si no intentara explicárselo, a ella siempre le parecería que le ha engañado…

¿Y Jacob?

Es su marido y es como es. Nunca habla de sus sentimientos. Cuando llega a casa por la tarde, come, juega con Staffan y se queda dormido delante del televisor. Una vez al día le pregunta a ella cómo está. A veces lleva pasteles a casa. Si ella le pide que compre algo que no puede conseguir en Sjöbo, él lo anota para que no se le olvide…

Eivor piensa que en realidad está contenta de que no le pregunte más a menudo cómo le va. El televisor, que siempre está encendido, le sirve para esconderse tras él y descansar. Ya tiene suficiente con hablar con Staffan todo el día.

Y con las mujeres que se encuentra en la escalera y cuando va a comprar.

Por la noche hay luz en la ventana de su apartamento.

En raras ocasiones ocurre algo distinto.

Una mujer salta por la ventana y muere en el asfalto, y el espanto se extiende por el barrio durante unas semanas. Era vieja, estaba viuda… No resistió vivir sin su marido…

A veces piensa en lo que le dijo Rune acerca de resistir…

Resistir, porque hay que hacerlo…

Una noche a principios de noviembre, aproximadamente un mes antes de la fecha prevista para que nazca el niño, Eivor se despierta de repente notando patadas y opresión en el vientre. Se queda en la cama totalmente inmóvil en la oscuridad, con la mano sobre el abdomen, como si sintiera necesidad de proteger al feto de algún peligro. Jacob duerme de espaldas a ella, está acurrucado y respira profunda y pesadamente. De vez en cuando emite un gruñido en sueños.

Cuando el niño deja de moverse, Eivor está totalmente desvelada. Baja de la cama con dificultad, busca las zapatillas con los pies y va a la cocina. Abre el frigorífico pero no sabe muy bien qué quiere, así que vuelve a cerrarlo. El reloj de la cocina marca las tres menos cuarto.

Va al salón, se pone delante de la ventana y apoya la frente contra el frío cristal.

Mira hacia el edificio en el que vivió cuando llegó a Borås y ve con asombro que hay luz en la ventana que corresponde al pequeño apartamento de una habitación que ella ocupó. ¿Cómo es posible?

Es la única ventana que está iluminada, el resto de la fachada está a oscuras. Ella cuenta los pisos desde abajo; sí, tiene que ser ése. Se queda un buen rato mirando la ventana iluminada y, de pronto, le parece ver moverse una sombra de un lado a otro de la habitación. Tal vez sea una chica que acaba de mudarse allí, de su misma edad. Con sus mismos sueños, las mismas inquietudes…

¿Cuánto tiempo hace que vivió ella allí? Dos años, incluso menos. ¡Cuántas cosas han ocurrido en ese tiempo! Cielo santo, no recuerda ni la mitad…

Y ahora está aquí esperando su segundo hijo. En una habitación a sus espaldas está su hijo y en otra habitación duerme su marido Jacob en la cama de matrimonio que comparten. En el salón tiene un sofá y una librería que está casi vacía, una radio, un tocadiscos y un televisor. En un rincón están los juguetes de Staffan; en otro, las pesas que ha comprado Jacob hace poco. En una mesa junto a la puerta del recibidor está su máquina de coser…

Dos años. De repente le parece que el tiempo ha transcurrido enormemente deprisa. No imaginaba que su futuro sería así cuando daba vueltas por el apartamento al otro lado de la ventana que está observando ahora. Entonces era ella la que miraba por la ventana pensando que Sjöbo no era más que un alto en el camino, algo que dejaría para no volver jamás.

No, nada es como imaginamos. Pero ¿es necesariamente peor? Ella tiene veinte años, espera su segundo hijo, está casada con un hombre que no bebe y que está contento con su hijo y con el que va a nacer. ¿Le gustaría cambiar esto? ¿Por un trabajo estresante en una sección de Algots? ¿Por una constante e inquieta búsqueda de algo distinto en un coche dando vueltas sin cesar alrededor de una plaza desierta? No lo sabe. Y aunque lo supiera, es una idea absurda. Está casada, tiene un hijo, está esperando el segundo, y no hay nada que pueda cambiarse.

Sin embargo, hay tantas cosas que la corroen por dentro cuando se queda mirando por la ventana: si este segundo hijo no tendría que haber llegado tan pronto, si tal vez podrían haber esperado un poco más en casarse… No, no podía ser, ella estaba embarazada.

Hay algo en su interior que le preocupa todo el tiempo.

Estar aquí en la ventana a medianoche mirando su antigua ventana.

Pero no puede seguir aquí y quedarse helada. Es natural que esté preocupada, falta poco para el nacimiento. Con que el niño nazca sano…

Vuelve a meterse en la cama y se tapa con el edredón hasta la barbilla.

Es feliz, claro que lo es.

¿Por qué no iba a serlo?