Viajar de Hallsberg a Borås no es difícil. Sólo hay que adquirir un billete y subir a alguno de los muchos trenes que se dirigen a Gotemburgo, hacer transbordo en Herrljunga y luego, más o menos a la altura de Frufällan, prepararse para bajar al andén después de pasar el edificio de tejas de color granate. Eso exactamente es lo que hace Eivor un día de enero de 1960, poco después de Año Nuevo. Cuando baja del tren en la ciudad textil hace frío, además está anocheciendo, pero ella sube deprisa la cuesta que va del Instituto Técnico al Park Hotel, luego cruza el puente del contaminado río Viskan y entonces la calle Stora Brogatan se abre frente a ella. Camina deprisa, sabe adónde va, es su segunda visita a la ciudad. La vez anterior fue unos días antes de Santa Lucía, hace un mes escaso. Entonces estaba insegura, le pareció que la ciudad era inmensa. Dios santo, a pesar de todo es la novena ciudad del país en cuanto a tamaño y comparada con Hallsberg es una confusa aglomeración de calles, tiendas y, sobre todo, de personas. No obstante, al final encontró la fábrica Konstsilke muy cerca de una de las salidas de la ciudad. En la entrada la envían a la oficina de personal, donde la recibe un hombre menudo y rechoncho que parece algo sorprendido, se presenta como asistente de personal y le da la bienvenida. Bienvenida a la ciudad, a Konstsilke y, sobre todo, al tercer turno del departamento de hilado. Es por lo que ha venido. Se ha tomado el trabajo de contestar a un anuncio del Nerikes Allehanda en el que solicitan personal para la fábrica. Se busca personal tanto masculino como femenino y prometen ayuda con la vivienda, y eso último es lo que la lleva a tomar la decisión. Preferiría haber ido a Algots, la leyenda del tejido, la legendaria fábrica textil, pero para empezar puede servir Konstsilke, más adelante ya buscará en Algots. No duda que va a arreglárselas bien en esta ciudad textil, aunque le da un poco de miedo la realidad que pueda haber detrás de los coloridos catálogos de Algots, de Hobbyförlag, o de alguna de las otras empresas de venta por correo.
El hombre menudo y gordito la trata con cortesía, como a una persona adulta e independiente. Le habla de usted y le hace una breve introducción a la historia de la fábrica de Konstsilke.
Entonces se disculpa diciendo que tiene mucho que hacer, la fábrica se expande, los puestos vacantes deben llenarse tan pronto como sea posible. Pero le da la bienvenida y le asegura que ha hecho una feliz elección. Konstsilke es un buen lugar de trabajo, la plantilla de trabajadores es estable y ella seguramente se adaptará a las rutinas sin problema… No habrá turno para empezar, sólo el horario diurno habitual. Si pudiera estar en la puerta de entrada el 10 de enero a las 6.45, él se encargará de que alguien vaya a su encuentro y la acompañe al departamento de elaboración del hilo.
—¿No tendría que recibir formación antes? —interrumpe ella con cierta vacilación, pero es lo que ponía en la carta que le llegó.
—No es necesario. El trabajo no es complicado. Aprendes sobre la marcha.
¿De verdad puede ser un trabajo tan fácil? ¿Y aun así merecer la pena? Ha estado pensando en ello durante las navidades. Pero la tensión y la emoción ante la mudanza han prevalecido. Erik la ha animado, opina que ha tomado una decisión sensata. Elna, por el contrario, cree que debería haber esperado hasta conseguir un trabajo en Algots, además le resulta difícil hacerse a la idea de que los productos de Konstsilke se destinen en primer lugar a la fabricación de neumáticos.
—¿Qué es eso? —pregunta—. ¿Neumáticos de coche, de tractor? ¡Si vas a coser, lo que tienes que coser es ropa!
—No voy a coser. ¡Voy a hilar algodón!
—Tejer o hilar. ¿Qué diferencia hay? Sin embargo, yo creía que ibas a ser costurera.
Elna parece que se ha resignado. No es culpa de ella, la muchacha hace lo que quiere. En el fondo es consciente de que le tiene cierta envidia. Eivor goza de una libertad con la que ella soñaba hace tiempo, pero que perdió cuando se quedó embarazada. No obstante, como es natural, le desea a su hija que tenga buena suerte. Es su vida, aunque esperaba que Eivor hubiera terminado al menos la secundaria. Ése es, sin duda, el único derecho que tenemos, aprender por nosotros mismos, aprender de los propios errores.
Pero hay una preocupación añadida. Una preocupación que guarda en su interior, que le hace revivir el verano de la guerra.
Una tarde entre Navidad y Año Nuevo, en la que Erik ha salido deprisa hacia el apartadero y Eivor está sentada escuchando a Elvis, se pone de pie en la puerta y alza la voz por encima de la música.
—Hagas lo que hagas, no te quedes embarazada —grita.
—¿Qué?
—Y si fuera necesario, asegúrate de que él usa protección, por lo que más quieras.
—¿Qué quieres decir con «si fuera necesario»? ¿A quién te refieres?
—Al chico con el que salgas.
Y luego sale y Eivor vuelve a estar sola con su música…
No, claro que no va a quedarse embarazada. ¿Quién quiere verse en la misma situación que su madre? Ahora que está a punto de alejarse, casi puede sentir ternura por ella. Pronto habrá dedicado veinte años de su vida a cuidarla. Veinte años en vez de vivir su propia vida. Pobrecilla…
Elna y Erik están en el andén diciéndole adiós con la mano.
—Iré a verte. Iremos los dos.
—Todavía no.
Y así, por fin, Hallsberg es un capítulo concluido.
En la esquina de EPA y el ayuntamiento ella gira a la derecha en dirección a la plaza Sur. De allí parte el autobús que va hacia Sjöbo, el suburbio en el que Konstsilke le ha conseguido un pequeño apartamento. Una habitación amueblada que va a dejar alguien que ha logrado mudarse a un apartamento mayor. La vivienda, de una habitación, es un recinto cerrado, y esperan que no se acomode y se busque algo propio, según le ha aclarado el rollizo asistente de personal con amabilidad pero de modo tajante.
Se detiene a respirar hondo delante de la tienda de comestibles. La maleta pesa bastante aunque sólo lleva en ella lo imprescindible. ¿Cómo puede pesar tanto la manta? Se queda sin aliento y nota que el frío le raspa en la garganta. Tiene la cara tan helada que parece que los labios vayan a estallarle al moverlos. Por supuesto, no es conveniente ir tan maquillada un día de frío como éste. Toma la maleta y sigue caminando, cruza en diagonal la plaza y busca el autobús en el que pone Sjöbo. Es la hora punta, de todos lados llegan corriendo personas heladas de frío que se apretujan y empujan para entrar al calor del autobús lo antes posible. Eivor se siente incómoda de pie, rozando a los demás con la maleta. Como es natural, se nota que no es de ciudad, que no está acostumbrada. Le preocupa pensar en el día siguiente, pues tendrá que retirar las otras dos maletas que ha dejado en la consigna de la estación. ¿No podría haber ido en taxi? ¡Pero si no tiene ni idea de lo que vale ir hasta Sjöbo! ¡No sabe nada! Al final logra entrar en el autobús, paga su billete y la gente la empuja hacia atrás según van entrando. Por suerte va a la última parada, la plaza de Sjöbo, donde el autobús da la vuelta. ¿Cómo podría bajar si no fuera así?
El autobús emprende la marcha y ella se agarra a un pasamanos. A su alrededor, la gente está pálida y callada. Nadie parece reparar en ella. Entre todas las cabezas distingue el rostro de una muchacha que parece ser de su misma edad. Lleva el pelo recogido en un moño. El peinado al estilo Farah Diba. Eivor aún no se ha atrevido a hacérselo, aunque empieza a tener el pelo lo suficientemente largo. ¿Cómo tendrá que ir vestida en el trabajo? ¡Qué asco de vida, siempre tan complicada!
La plaza de Sjöbo. Una solitaria superficie de cemento entre dos torres de apartamentos de color rojo y ocre. Se equivoca de dirección, pero no se atreve a preguntar por la calle y trata de encontrarla por sí misma, mientras siente que la maleta se hace cada vez más pesada. Cuando está a punto de estallar en lágrimas por el frío y el cansancio, encuentra por fin el sitio. Dentro del portal espera un momento, quiere tranquilizarse antes de tocar el timbre del piso del encargado de la vivienda, que le entregará las llaves de su apartamento.
Quinto piso, con vistas a los oscuros e infinitos bosques de Västgöta. Una habitación con cocina empotrada y recibidor. Huele a humedad, y, naturalmente, no es como ella había imaginado. Se maldice porque nunca va a aprender que no debe hacerse ilusiones.
En la habitación hay una cama plegable destartalada con un colchón lleno de manchas, un sofá que tiene uno de los brazos sujeto con cinta adhesiva, una mesa, una papelera y una lámpara colgando del techo que alumbra a través de una vieja pantalla. Sobre la cocina hay varias naranjas podridas, el fregadero está lleno de colillas. Todo el apartamento está sucísimo y cuando da la vuelta al colchón por si el otro lado estuviera menos manchado, cae al suelo una revista porno. En vez de ventilar y sacar las cosas de la maleta, se deja caer en el sofá y empieza a hojear la revista. Es la primera vez que ve de cerca una revista de esas, anteriormente sólo ha atisbado distintas portadas en estancos y quioscos.
Ésta se llama Raff y, bajo la imagen grisácea de una negra de pechos grandes, le sorprende leer que la revista ha sido impresa en Borås en unos talleres gráficos llamados Sjuhäradsbygden. ¡No sabía que se publicaran tales revistas en esta ciudad! Pasa las hojas deprisa y mira las imágenes, leyendo de vez en cuando algunas frases. Las imágenes son similares unas a otras, sólo los cuerpos y las caras varían. En cada imagen las mujeres van quitándose más ropa, apoyadas en escaleras, medio tumbadas en sofás. Y todas le sonríen, como si estuvieran viéndola.
Dos páginas están pegadas. Cuando intenta despegarlas y se da cuenta de por qué están adheridas, tira la revista a la papelera y se dirige a la ventana para mirar hacia fuera. Es una tarde de invierno, y en los altos edificios que hay a su alrededor ve hileras de ventanas iluminadas. Un termómetro que cuelga torcido fuera de la ventana marca diecisiete grados bajo cero.
Se estremece y se da cuenta de que es la primera vez en su vida que está realmente sola. Ése es el punto de partida, ella sola rodeada de lo desconocido.
Y va a salir adelante…
Sopesa entre ponerse a llorar o sacar las cosas de la maleta. Llorar es lo más fácil, así que se obliga a abrir la cerradura de la maleta con cuidado. Después de hacer la cama y colgar su ropa va al cuarto de baño y se queda mirando su cara en el espejo. Éste es su aspecto actual, cuando va a cumplir dieciocho años el día diecinueve y acaba de llegar a Borås, la gran metrópoli textil: una melena negra ondulada que le llega hasta los hombros y se ha peinado hacia los lados, recogiéndosela por encima de las orejas y fijándosela con laca. Base de maquillaje clara, ojos muy marcados, cejas depiladas. Labios de rosa chillón y muy perfilados.
Ése es su aspecto físico, y se pregunta con ansiedad si encajará en esta ciudad y en este mundo. ¿Tendrá el aspecto que debe tener? Sabe bien que no es bonita, pero cuando sonríe y enseña los dientes le parece que puede resultar sexy. Y no es sólo la cara lo que cuenta. Por suerte tiene unos pechos bastante grandes; si los resalta con un sujetador adecuado y se pone un suéter bien ajustado, nadie puede quejarse. Tiene una cintura razonablemente estrecha y el trasero en forma de pera no está nada mal. Pero, para echar un vistazo de control, se sube encima de la tapa del retrete, se pone de rodillas y se da la vuelta para verse el culo en el espejo del armario. Lleva unos pantalones muy ajustados. Le aprietan tanto que casi le duele la entrepierna, pero no le desagrada lo que ve. Las curvas están en su sitio, no resaltan por atrás ni mucho ni poco. Ése es su aspecto, el de Eivor Maria…
Cuando se ha acostado y ha apagado la única lámpara de techo, descubre que la noche alberga muchos ruidos. Siente el borboteo del agua al pasar por las cañerías, le llega de la escalera el eco de unos pasos y oye los gritos de un niño al otro lado de la pared donde está la cama. Acerca la oreja y puede escuchar el llanto con claridad. Se pregunta por qué no va nadie a calmar al niño. ¿No estará solo allí dentro? Empieza a preocuparse cuando, de pronto, el llanto cesa bruscamente. Antes de sumergirse en una inquieta modorra, piensa que, en realidad, la diferencia entre ella y el niño que lloraba no es tan grande.
Se levanta a las cuatro, se viste y bebe un vaso de agua como desayuno. Luego, en el diminuto cuarto de baño, dedica más de media hora a arreglarse para su primer día de trabajo. Lleva tiempo, tiene que llevar tiempo. Sin atusarse la cara y el pelo se siente totalmente indefensa. A las cinco y cuarto sale, están a veintiún grados bajo cero y tiene que esperar el autobús. Al principio está ella sola junto a la parada, luego surgen de la oscuridad sombras que gruñen. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, casi todos con una bolsa pequeña en la mano. Ninguno dice nada, todos dan patadas en el suelo y se defienden del frío en su propio mundo. Nadie parece darse cuenta de que Eivor está ahí. A pesar de que es nueva parece integrada en la pesada rutina. Siente un frío terrible en las orejas, pero qué va a hacer, no tiene ningún gorro que le quede bien, nada que pueda ponerse sin estropear enseguida el cardado del cabello que tanto trabajo le ha costado hacer…
Junto a la verja de la fábrica, un hombre bajo y delgado sale a su encuentro. Lleva un polvoriento mono de trabajo y está temblando de frío.
—¿Eres tú Eivor Skoglund?
Sí, es ella.
Le pide que lo acompañe. Hace un tiempo horrible, ¿verdad?
Sí, así es.
Entran en la fábrica y atraviesan interminables pasillos y escaleras. Hace frío y detrás de las pesadas puertas se oye un enorme estruendo. Eivor, de pronto, se da cuenta de que va a convertirse en obrera de una fábrica, nada más. «Pero sólo al principio», piensa. «Sólo para empezar…»
—Vamos a entrar aquí —grita el hombre—. Mi apellido es Lundberg. ¡Ten cuidado!
Al abrir la puerta sale a su encuentro un ruido ensordecedor. Es como si hubieran soltado un montón de animales salvajes enfurecidos y se lanzaran sobre ella. Retrocede, pero Lundberg le tira del brazo y luego la puerta vuelve a cerrarse con fuerza tras ellos.
—Ésta es la sección de hilado —le ruge al oído presionando el pelo de ella. Ahora vamos a saludar a Pelle «Sin Rabo».
¿Pelle Sin Rabo? ¿Es un gato?
No, se refiere al capataz Ruben Hansson. Mucho después, durante el descanso del desayuno, le explican a Eivor el porqué del apodo. Al capataz Hansson se le quedó atrapada una vez la parte de atrás del pantalón entre los rodillos de una vagoneta de la hilandería y se seccionó una de las nalgas. Así que lo más natural es llamarle Pelle Sin Rabo. Sobre todo teniendo en cuenta que le gustan mucho los perros…
—¡Así fue, maldita sea! Pero no lo digas en voz alta, porque entonces se desvelaría el secreto…
El capataz está sentado dentro de una pequeña cabina de vidrio con vistas estratégicas a la enorme sala de máquinas y los lavabos. Cuando Lundberg ha metido a Eivor en la cabina y ha cerrado la puerta tras de sí para seguir trabajando a destajo en su máquina, el ruido apenas disminuye. Ruben Hansson está sentado con su mono de trabajo gris claro, mirando un muestrario enorme de telas que indican el tipo de hilo que esperan que llegue de la hilandería durante el día.
Él la mira entornando los ojos.
—¡Skoglund! —grita él.
—Sí.
—¡Bienvenida! Te he hecho una tarjeta para que fiches. Luego voy a buscar a alguien que pueda enseñarte. En realidad vas a trabajar con una finlandesa que tenemos aquí, pero hoy no ha venido. Seguramente tiene resaca. Así que salgamos.
De nuevo en medio del ruido. En el reloj para fichar que está junto a la puerta de la calle, Hansson garabatea con su bolígrafo que Eivor Maria Skoglund ha llegado a las 6.45 el 10 de enero de 1960. Luego mete la tarjeta en la casilla de la letra S y le grita que debe fichar también cuando vaya y vuelva de comer. Ahora es cuestión de encontrar a alguien que pueda enseñarle…
Esa persona es Axel Lundin. El capataz Hansson lo encuentra en un extremo de la gran sala de máquinas. Acaba de poner bobinas nuevas en una máquina, ha subido los hilos y los ha colocado en los carretes nuevos, y va a accionar el interruptor cuando llega Hansson cojeando levemente, con Eivor detrás de él. Indica hacia atrás con el dedo y Axel Lundin inclina la cabeza en silencio para saludarla.
—Ya puedes empezar —grita el capataz, y luego desaparece.
Axel Lundin tiene cuarenta y tres años y ha trabajado desde los treinta en la sección de procesado de hilo. Puede poner en marcha siete máquinas por turno y por ello es el operario de mayor producción a destajo, el que le sigue en eficiencia sólo puede preparar, como mucho, cinco máquinas, y para conseguirlo hay que acortar los descansos. A Eivor le parece que tiene aspecto de maestro de escuela, lleva barba y tiene las manos blancas y delgadas. Pero pronto se da cuenta de que él ha elevado su capacidad de trabajo al nivel de destreza técnica. Alimentar y encargarse de una máquina de hilar es más cuestión de técnica que de fuerza, aunque se requiera de ésta para lanzar a la vagoneta las últimas paletas con el hilado terminado cuando hay que preparar una nueva máquina.
Le enseña mientras ella va a su lado mirando lo que hace. Después de algo más de una hora, Eivor considera que puede hacer el trabajo sola. Una hora de formación y después ya es capaz de llevar a cabo el trabajo sola toda la vida. Luego es cuestión de incrementar la velocidad, nada más.
Una máquina se compone de más de cien bobinas. De la fábrica llegan distintas clases de hilos que hay que hilar en los carretes vacíos que se hallan en el borde superior de la máquina. Poner en marcha una máquina implica vaciar una que ya haya terminado, traer un carro con hilos, poner husos nuevos a la máquina, fijar las hebras tirando de ellas por medio de lazadas y torniquetes, encender la máquina y luego ir rápidamente a por otra que ya esté lista para vaciarla. Pero de vez en cuando hay que volver y arreglar los hilos que se han salido. La enorme sala de trabajo está llena de máquinas hambrientas. Cuando se ha terminado con una hay que buscar rápidamente otra que haya acabado. El ciclo es interminable.
A las ocho y cuarto, Axel Lundin señala su reloj de pulsera sin decir nada. Es la hora del desayuno, fichan y bajan un par de pisos hasta el comedor. Ahí acuden a toda velocidad trabajadores de distintos lados, hombres y mujeres, uno detrás de otro, para llegar antes y ponerse en la cola menos larga. Hay veinte minutos de descanso, así que no pueden perder en la cola la mitad del escaso tiempo del que disponen. Eivor compra por muy poco dinero una taza de chocolate y un bocadillo de queso. Pero la mayoría de los que se aprietan alrededor de las mesas han traído sus propios bocadillos y leche y se conforman con pedir una taza de café o de chocolate. Alex Lundin no compra nada, sólo se sienta junto a una mesa y saca comida de su bolsa. Guarda un sitio para Eivor mientras ella hace cola.
—Después del descanso voy a buscar una máquina para ti —dice mientras mastica un bocadillo—. Y estaré observándote. Puedes preguntar si es necesario. Pero no suele haber ningún problema. Recuerda sólo que hay inspectores alrededor mirando el hilo que ya está procesado. Si tiene manchas, habrá deducción. Tienes que escribir tu nombre en cada tarjeta que va junto al hilo. Si no tienes bolígrafo puedes decirle a Moses que te preste uno. Es el que está cambiando los calcetines…
Sí, ella aprende. Cambiar los calcetines es poner fundas a los carretes de madera, tirar los usados a un cajón, sacar uno nuevo y limpio de otro cajón. Ella aprende, y cuando acaba la jornada laboral ha sido capaz de preparar una máquina ella sola, empezando por ir a traer el hilo, buscar una máquina que se haya parado, cargarla de nuevo, prepararla y ponerla en marcha. De vez en cuando, Axel Lundin surge de no se sabe dónde, de repente está de pie a su lado, asintiendo con la cabeza, y luego vuelve a desaparecer.
A las cuatro y cuarto ficha para salir, se le indica el camino al vestuario de las hiladoras y trenzadoras y allí se deja caer sobre un banco de madera. Le retumban los oídos y le duele la espalda porque aún no ha aprendido a levantar las paletas correctamente.
El vestuario está lleno de mujeres quitándose los monos de trabajo y los delantales. Parece que la mayoría son finlandesas, sólo de vez en cuando sobresale alguna palabra sueca en medio del ruidoso murmullo. Todas tienen prisa, ninguna la ve cuando se sienta. Ninguna hasta que el vestuario queda vacío y entra una limpiadora con cubo y bayeta.
—¿No tienes taquilla? —pregunta.
Eivor sacude la cabeza.
La limpiadora la mira con cara de asombro.
—¿No te has quitado tu ropa de trabajo? —Y luego agrega indignada—. ¿No pueden decirles a las nuevas dónde están los monos de trabajo y los delantales? ¡Mira ahí!
Le indica un hueco diminuto que hay detrás de las duchas oxidadas.
—Usa lo que necesites y tíralo en aquella caja cuando esté sucio. Y utiliza el armario de esa esquina. Es de una que ha dejado de trabajar, lo sé.
Al salir al frío exterior, Eivor está decidida a no volver. ¿Cómo demonios va a poder aguantar un solo día más en la polvorienta y ruidosa sala de máquinas? No ha viajado a Borås para eso. Va a ser costurera. Coser ropa con otras muchachas, conocer gente, encontrar un apartamento, comprar lo que quiera. Vivir. Esto no.
De camino hacia el autobús entra en una tienda a comprar comida.
Y un paquete de algodón para los oídos.
Por la tarde limpia con rabia todo el apartamento y luego está tan cansada que se queda dormida encima de la cama.
Pero al día siguiente, como es natural, vuelve a bajar a la parada del autobús, se queda de pie entre las sombras temblorosas y espera.
Cuando está cambiándose en el vestuario, se le acerca Sirkka Liisa Taipiainen.
—Ayer no vine —dice con marcado acento finlandés—. Tú debes de ser Eivor, la nueva; yo soy Liisa. Vamos a trabajar juntas. Tenemos que hacer ocho máquinas al día para que el trabajo a destajo sea rentable. ¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve.
—Yo veintitrés. ¿Subimos?
Liisa es pelirroja y pecosa, está delgada pero tiene brazos fuertes. Trabaja con coraje y obstinación. Cuando recibe un hilo malo, del que se rompe todo el tiempo, Eivor la ve mover los labios al proferir incesantes y mudas maldiciones.
Pero de vez en cuando sonríe. Por lo menos una vez al día…
Como es natural, Liisa dirige. Sabe qué tipo de hilos hay que evitar y qué máquinas suelen romperse. Eivor acerca los carros con las nuevas paletas, tubos y cargas, mientras que los dedos ágiles de Liisa enrollan los hilos en su sitio.
El destajo, el ritmo de la vida. En todos los aspectos, no importa lo que Eivor haga o piense, todo tiene que ver con el trabajo a destajo. Todo se mide, el rendimiento es la norma. Es como si su corazón y su pulso quedaran atrapados en esa persecución, a un ritmo cada vez más rápido e intenso… Sí, ¿qué? Empuja los carros con tal fuerza que está sudando, obedeciendo las manos de Liisa que hacen señales hacia distintos lados, haz esto, trae eso, no, eso no, ¡AQUELLO! Ella ficha al entrar por la mañana, espera a que Liisa se recoja el pelo en una cola de caballo y luego se pone a correr como un caballo desbocado por la gran sala de máquinas. El corazón le late con fuerza, le duele la espalda, las manos le tiemblan de tal modo que apenas es capaz de garabatear su firma en las tarjetas. Nunca está en un sitio concreto, se pasa todo el tiempo yendo hacia alguna parte, sin poder pensar nada sensato antes de que haya descanso.
Trabajar, dormir, comer. Transcurre la primera semana, el sábado fichan las dos a la salida. Liisa está en los vestuarios y le pregunta a Eivor qué va a hacer por la tarde, adónde va a ir.
¿Adónde va a ir? A ninguna parte. Va a dormir…
—Eso puede hacerse en la tumba —dice Liisa. Pero no dice nada más y Eivor no logra saber lo que piensa.
Cuando ha preparado la comida y se ha echado sobre la cama para descansar antes de fregar los platos, se queda dormida y se despierta catorce horas después, en la misma posición, completamente vestida. Son poco más de las ocho de la mañana del domingo. El tiempo ha cambiado, el termómetro indica cuatro grados.
De pronto se siente llena de energía y le entran ganas de aprovechar este primer día libre. Ahora va a saber por fin cómo es la ciudad. Se come un bocadillo y bebe un vaso de leche, y después de la media hora obligatoria en el cuarto de baño sale y toma el autobús que va al centro. Tiene que esperar un buen rato porque es domingo por la mañana y hay pocos pasajeros que vayan al centro tan temprano. Sólo hay unas pocas viejas, y ella piensa que seguramente van a alguna iglesia del centro. Se apea en la estación de autobuses, vacía a esas horas de la mañana, y se dirige al quiosco de prensa a comprar un chicle, pero aún no han abierto.
¿Qué va a hacer ahora? ¿Por dónde va a empezar? Aquí está la plaza Sur, un buen punto de partida para una vuelta de reconocimiento por la ciudad textil de Borås. Aquí llegan los autobuses rojos por la mañana y descargan a sus pálidos y cansados pasajeros que luego se dispersan hacia distintos puntos, engullidos por tiendas y fábricas. Y desde aquí regresan por la tarde a las zonas residenciales que se encuentran en las afueras de la ciudad, igual de cansados, igual de agobiados. A un lado de la plaza corre el perezoso Viskan, allá a lo lejos se extiende el Stadsparken, alrededor del viejo edificio blanco del teatro. Al otro lado de la plaza hay un cine, el Saga, y en el edificio contiguo la pastelería Cecil. Eivor va a mirar la cartelera. Aún no ha cobrado, calcula que el próximo jueves el capataz Hansson llegará con un sobre para ella también. Un sobre en el que se vislumbren los billetes, tentadores, ganados honradamente…
Pero hasta que no llegue el momento, no es cuestión de pensar en ningún cine, aunque ¿qué le impide ir a ver qué película dan?
La hora final. Con Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire y, sobre todo, Anthony Perkins, tan dulce con su mirada suplicante y su sonrisa…
Deambula por el centro y cuenta hasta seis cines. ¡Santo cielo, seis películas distintas para elegir cada tarde! Se alegra sólo de pensarlo. Es imposible acordarse de Hallsberg mientras va caminando. ¿Cómo ha podido vivir allí tantos años sin asfixiarse?
Se encamina hacia el ayuntamiento y la plaza Grande, tratando de decidir si siente nostalgia o no por volver a casa. Puede ver a Elna y a Erik sentados en la cocina, o tal vez hayan salido a dar su paseo de los domingos. Si él no está trabajando, claro… No, ya hace tiempo que terminó con eso, consiguió turno de día fijo y no ha tenido que bajar nunca más al apartadero los domingos. Es extraño lo rápido que olvida las cosas… ¿Y la nostalgia por volver? No, no ahora, no cuando la ciudad y las calles están tan vacías. Ahora se siente segura y cada día que pasa también se encuentra más como en su casa en el sector de hilado. Liisa es una buena compañera de trabajo, aunque tenga un humor cambiante, y ella misma le ha advertido que los lunes por la mañana suele tener resaca. Pero le ha prometido que de todos modos no se quedará en casa. Además, no puede permitírselo, ahora que ha decidido comprar tantas cosas…
No, todo resulta más fácil después de una semana. Y cuando Eivor piensa que ya dispone de dinero, que al volver a casa cada tarde una suma de dinero se ha apartado para ir a parar poco a poco al sobre de su sueldo, la idea le da una sensación de libertad. ¡Claro que va a ser capaz de hacerlo! En cuanto se haya acostumbrado un poco más a la ciudad y a su gente, no duda de que podrá colarse también en Algots. Está claro que sabe coser, Jenny Andersson le ha dado un certificado que cualquiera envidiaría…
«Aplicada, minuciosa, puede recomendarse como costurera.» ¿Cuántas pueden hacerlo realmente?
Muchos pensamientos, muchas calles. Intenta aprenderse los nombres. Allégatan, es grande, como Stora Brogatan y Lilla Brogatan. Ahí está la plaza y allá el ayuntamiento, oscuro y melancólico, con la comisaría en el sótano. La iglesia Carolikyrkan, Stengärdsgatan, subiendo a la parte alta de la ciudad. Allí está el consistorio, un alto edificio blanco de piedra… «¿Qué diferencia hay entre el ayuntamiento y el consistorio?», piensa… Sube hacia la iglesia Gustav Adolfskyrkan, de ladrillos amarillos y rojos, pasando por delante del colegio femenino y la biblioteca, ahí está la Escuela Pública Superior y más allá está… No, no sigue más allá, parece ser sólo la zona residencial, grandes chalets con jardines enormes. «Seguramente los ingenieros y los dueños de las fábricas viven allí», piensa…
De nuevo hacia el centro, pero por otro camino, Södra Kyrkogatan, casas viejas, inmundas. Menuda diferencia. Bloques de apartamentos sin pintar, derruidos, y esas colosales mansiones de piedra.
«¿Pondré alguna vez en mi vida los pies en una casa así?», se pregunta. «En tal caso sería como sirvienta. Como lo que me ha contado mi madre, en Sandviken, en la casa de aquellos nazis. O al menos la señora de la casa…»
¿Cómo era…?
No, lo mejor es darse cuenta de nuestros límites y saber dónde está nuestro sitio. Dejemos que vivan en sus mansiones, ella está satisfecha con su ruidosa habitación en las afueras de Sjöbo. Por el momento…
Cuando hace cuatro años pasó aquel día fatídico junto a Lasse Nyman, fue como si una lanza la hubiera atravesado y todos sus sueños se hubieran escapado a través de la herida, todas las ilusiones que se había hecho. Todo lo que había oído y visto, leído y pensado. Para empezar, sabía lo que no quería. No quería que le ocurriera como a su madre. Tener un hijo colgando de su cuello antes de haber cumplido los… Sí, ¿cuántos eran? ¿Dieciocho o diecinueve? Vivir en una casa aburrida en Hallsberg, más aburrida aún. Ama de casa, la vida llena de platos para fregar y una sartén siempre caliente. Una sartén que no se enfriará hasta su muerte…
Nada de eso. Lejos de la tranquilidad del campo, para no convertirse en una vaca que mastica la misma brizna de hierba eternamente. A la ciudad, en busca de un trabajo bien pagado, de una vida propia. ¿Cómo tiene que ser esa vida? Más o menos como ésta. Con una casa nueva detrás de cada esquina, una persona nueva en cada casa, esperando a que ella la descubra, una cosa tras otra. Y si en realidad no existen los príncipes azules, habrá alguien que no tenga que ir a un apartadero todas las mañanas…
Ahora ha dado un paso adelante. La calle por donde avanza está en Borås, no en Hallsberg. Ella ha dado un salto magistral con las botas de las siete leguas. Y nada le impide dar el siguiente, y luego el siguiente, y luego…
Otra vez Allégatan, otra vuelta por la ciudad. Más gente en movimiento, más coches… Como aquel gran coche americano que, una y otra vez, da vueltas en torno a la estación de autobuses donde ella ha ido a parar de nuevo. Va andando a lo largo del río Viskan en dirección a la fábrica Algots, que sabe que se encuentra cerca de ahí.
De pronto, el gran coche americano frena, empieza a rodar a su lado y se baja una ventanilla.
¿Cómo demonios va a salir de ésta? No puede echarse a correr ni saltar a las aguas sucias… Ve una cara pálida tan parecida a la de Lasse Nyman que se sobresalta, además no aparta la mirada de ella. Se da cuenta y acelera el paso, pero el coche avanza siempre a su lado, a la misma velocidad. Un giro del volante y ella quedaría atrapada contra la valla. Mira con timidez y ve que hay por lo menos cinco personas en el coche, dos delante y tres detrás. ¿Qué querrán…? Y, como era de suponer, el coche se detiene en ese momento, cuando ella no sabe qué hacer, y además debería cruzar la calle para ir a Algots. Si continúa todo recto, poco a poco llegará a Varberg…
—Tú. Ven.
Ella sacude la cabeza y sigue caminando.
El coche arranca con brusquedad y vuelve a alcanzarla.
—Ven, así podremos hablar un poco.
—No —balbucea ella y nota que está sonrojándose. ¿No entienden que es demasiado pronto? ¿Que todavía no se atreve? ¿Se habrán dado cuenta de que acaba de llegar? No pueden estar ciegos…
—¡Podrías contestar! ¡Ven a hablar un poco!
Entonces ella da media vuelta y regresa por el mismo camino que ha venido. Y eso no pueden hacerlo los rockers que van en el coche, no pueden seguirla porque es una calle de sentido único.
Lo último que oye antes de que el motor dé un acelerón y el coche salga derrapando entre chirridos de ruedas es que le gritan que es una maldita presumida, una estrecha.
Ella vuelve andando todo lo deprisa que puede a la estación de autobuses y tiene suerte, en la parada hay un autobús que va a Sjöbo. Después de pagar el billete y sentarse, ve el coche circulando otra vez a lo largo del Viskan.
En ese momento está segura de que no va a volver a atreverse a salir sola en esta ciudad. Lo primero que consigue deambulando por la calle esa mañana de domingo es crearse enemigos, que le griten…
A su casa de Sjöbo. Si se le puede llamar casa. En la puerta de la calle alguien ha vomitado la noche anterior, salchichas sin digerir con mucha mostaza y ketchup. En la escalera huele a orín de perro y tras las delgadas puertas se oye a niños gritando y se escapa el olor a comida. Si eso es un hogar…
Tiene que pensar. No puede dejar que las cosas sigan así. ¿Por qué no se detuvo, fue hacia el coche y preguntó qué querían? Aunque, como es natural, sabe la respuesta. ¿No le habían preguntado ya unos rockers en Hallsberg si quería dar una vuelta en el coche cuando fue a comprar un chicle al quiosco de prensa? ¿Por qué no contestó? ¿Cómo va a arreglárselas aquí siendo tan cobardica? ¿De qué otro modo va a conocer gente?
Ha visto asesinar a un anciano, ha sido violada por un asesino en el asiento trasero de un Saab robado. Y huye cuando unos rockers le hablan en el centro de la ciudad una inocente mañana de verano… Estrecha…
¡La culpa es de ella, de nadie más!
Y el resultado es que está sentada en casa, de mal humor, sin haber podido ver siquiera el rótulo del grupo de empresas Algots, conocido en todo el país, encima de la entrada principal de una fábrica de verdad.
No, debe serenarse. Si no lo hace, es mejor que haga las maletas y regrese a Hallsberg a retomar el trabajo con Jenny Andersson. Si no es capaz de contestar a un par de rockers que van en coche, no tiene nada que hacer en el mundo.
Una pequeña mierda de campo…
Lunes por la mañana. Sirkka Liisa Taipiainen aparece con una resaca terrible, tal como había anunciado. Tiene los ojos inyectados de sangre y suspira y se queja. Pero está de buen humor y en el descanso del desayuno distrae a Eivor contándole sus proezas. Primero baile en el Parken y luego una fiesta en Rävlanda, Dios sabe dónde… Pero ¡qué bien se lo pasó!
—¿Y tú? —pregunta.
—Me quedé en casa —contesta Eivor evasiva. Liisa la mira con recelo.
—Yo he vivido también en una de esas ratoneras —dice—. Vaya mierda… Te quedaste en casa porque no tenías otra cosa que hacer. Porque no conoces a nadie aquí en Borås. ¿Verdad?
Eivor asiente.
—Bueno. ¡Se acabó! El próximo sábado vendrás conmigo.
—¿Adónde?
—Yo qué sé. Sólo estamos a lunes. —Y luego, como una triste confirmación de que es lunes, dice—. Debería volver a Finlandia. ¿Qué estoy haciendo aquí? En Borås…
—¿Por qué no vuelves?
—No hay trabajo. Pero aquí sí. Y ahora debemos ponernos manos a la obra. Tendrás que hacerlo tú. Yo hoy no aguanto nada…
El tiempo pasa rápido y las conversaciones se ven interrumpidas de golpe. Hay aglomeración en las escaleras y el estruendo les da la bienvenida y los devora. Una máquina tras otra. Eivor trabaja y se agota, maldice cuando se rompen los hilos o cuando se sueltan. Axel Lundin está de pie gritando algo al oído del capataz Sin Rabo, que sacude la cabeza y se encoge de hombros. En su zona de la sala de máquinas está Moses cambiando los calcetines a las bobinas a una velocidad increíble. Parece un pulpo con sus ocho brazos, calcetines de distintos colores ondean en el aire y él, aturdido por el ambiente, de vez en cuando golpea con furia a moscas invisibles. Eivor entiende al cabo de un rato que es asmático y que lo que golpea es el polvo. En contadas ocasiones, algún ingeniero vestido de blanco atraviesa la sala de máquinas, como sombras de médicos de urgencias que hacen la ronda. Liisa no deja pasar a ninguna de esas sombras blancas sin proferir una fuerte maldición a sus espaldas. Luego, satisfecha, hace una señal a Eivor con la cabeza y sigue trajinando enérgicamente con sus obstinadas bobinas.
«Yo hilo», piensa Eivor. «Miles de metros diarios. Un día alguna máquina me engullirá, desapareceré entre los hilos…»
Pero las cosas son como son. Después de dos semanas, Eivor sólo piensa en dos cosas: en el salario que percibe cada jueves y en que debe irse de ahí tan pronto como pueda. El trabajo es rutinario y ha empezado a percibir las particularidades de cada máquina. Ésa es mejor evitarla, es pesada y lenta. Ésa está demasiado lejos, ésa es buena, ésa es…
Llega el sábado. En los vestuarios, Liisa le aprieta con un dedo sobre el pecho.
—¡Ven a mi casa a las seis!
—¡Pero si no sé dónde vives!
—Ponte a gritar en medio de la plaza. Acudirá un policía o alguien que te dirá dónde vivo…
—No puedo hacer eso…
—¡Claro que puedes! Engelsbrektsgatan, número diecinueve. En el patio. ¿Sabes dónde está?
Sí, Eivor ha ido por esa calle, la recuerda de su malogrado paseo del domingo.
—Sí —dice.
—Adiós. Y si no vienes, que se te lleve el diablo. Podemos ir al Parken…
Y luego desaparece. Como llevada por el viento…
Liisa comparte con Ritva, otra chica finlandesa, un apartamento antiguo de dos habitaciones en un edificio en ruinas. Mientras Eivor busca a tientas el interruptor de la luz en la oscura escalera, oye Blueberry Hill, de Fats Domino, a través de las paredes. Liisa y Ritva viven en la planta baja, han garabateado su nombre en un trozo de papel y lo han clavado con una chincheta. El timbre no funciona, Eivor llama a la puerta y, como nadie viene a abrir, golpea con más fuerza. Liisa aparece en la puerta con un vaso en la mano.
—Hola —grita—. Bienvenida a este manicomio. Entra…
Liisa y Ritva beben aguardiente con gaseosa. Se sientan en la habitación de Ritva, pues tiene una cama que por el día se convierte en sofá. El papel de la pared está descolorido y sucio, los muebles son sencillos y, sin embargo, Eivor nota enseguida que ahí hay vida. No está muerto y estéril como el apartamento de Sjöbo.
Eivor saluda a Ritva, que es de la misma edad que Liisa. Pero ahí terminan todos los parecidos, Ritva es regordeta, con el pelo rubio a la altura de los hombros. Trabaja en una empresa de confección que se llama Lapidus y lleva en Borås más o menos el mismo tiempo que Liisa.
Sobre un taburete junto al sofá hay un pequeño tocadiscos cuya tapa es el altavoz, y encima de la manchada mesa de caoba han esparcido un montón de singles y de elepés. Eivor no ve las fundas de los discos. La aguja araña el vinilo y el volumen está al máximo.
En el suelo hay un radiador eléctrico encendido. Liisa llena un vaso y se lo pasa a ella.
—Salud —dice.
Está fuerte y Eivor se estremece al tragarlo. Pero ninguna de las otras dos parece notar que no está acostumbrada, porque en ese momento termina Blueberry Hill. El disco va a parar al montón que hay encima de la mesa, Ritva alcanza otro y lo introduce en el plato sin mirar qué es. Un disco amarillo, Living Doll, de Cliff Richard.
Ya son las siete. Ritva y Liisa empiezan a deliberar sobre lo que van a hacer ese bendito sábado por la tarde. Eivor deduce que ninguna de las dos tiene pareja, a pesar de que en la conversación surgen distintos nombres masculinos. Ella toma un sorbo de su vaso e intenta seguir el desarrollo de los planes para la noche. Pero parece que todo está decidido de antemano. En realidad sólo es cuestión de ir primero hasta el Cecil a ver si allí hay alguien que pueda llevarlas en coche al Parken. De otro modo, irán en autobús.
Cecil o no. Al final decide el reloj. Se ha hecho muy tarde. Tiene que ser Cecil. Por encima de la mesa van y vienen peines y cepillos, barras de labios y espejos de bolsillo.
—¿Estoy bien? —pregunta Liisa volviéndose hacia Eivor.
Ella asiente con la cabeza. Nota aliviada que su aspecto no se diferencia demasiado. El maquillaje es básicamente el mismo, igual que la ropa. Blusa o suéter, falda tableada o pantalón.
El Parken está de camino hacia Sjöbo. Eivor lo ha visto al pasar con el autobús. En la sala de baile hay mucha gente, ella paga su entrada y le ponen un sello muy curioso en la mano cuando pasa al lado del enorme portero al que entregan las entradas. El sello sólo es visible si se pone la mano bajo una lámpara con una luz espectral de color azul.
Qué mundo tan raro…
«¿Seré capaz de hacerlo?», piensa Eivor. «¿Con quién tengo que bailar, a quién decirle que no? ¿Dónde tendré que estar de pie, dónde sentada? ¿Qué voy a decir? ¿Cuándo tendré que callarme? ¿Qué está bien o qué está mal, qué es verdad o mentira…?»
Se ha mareado un poco por el aguardiente, pero no tanto como Ritva y Liisa. Están tan borrachas que dan traspiés. Ritva se lleva el aguardiente que queda y mete la botella en el bolso. Se dirigen al servicio para acabársela cuando de pronto alguien invita a Eivor a bailar.
—¡Nos veremos aquí! —grita Liisa, y luego ella y Ritva desaparecen entre el gentío.
El que la ha invitado a bailar es por lo menos quince años mayor que ella. Tiene poco pelo y huele a cerveza, pero no parece demasiado borracho. Y respecto al olor, ¿es mejor el olor a aguardiente? No, no encuentra ninguna excusa para rechazarle, así que lo sigue hasta la congestionada pista de baile. Es música lenta, él la aprieta, le pincha con la barba sin afeitar y huele a sudor, pero ella no se inmuta y procura concentrarse en seguir el paso.
—Se está bien aquí —dice él entre un baile y otro.
—Sí —contesta Eivor.
—Aunque el sábado pasado estaba mejor.
—Sí, mucho mejor.
Y luego música de nuevo, Twilight Time.
Un gran globo plateado flota en el techo y brilla por el reflejo de diferentes focos de luz. Hay poco espacio, resulta difícil moverse y el hombre, que no baila especialmente bien, la empuja todo el tiempo. Eso la irrita y le agrada a la vez, pues hay personas que bailan peor que ella. Ha aprendido a bailar con sus amigas en Hallsberg, sobre todo con Åsa. Åsa, que desapareció cuando se fue a la escuela secundaria de Örebro y a partir de entonces también desapareció como amiga. Ya no tenían nada que decirse, ni siquiera cuando Eivor trabajaba en la misma ciudad en el taller de costura y a veces viajaban juntas en el tren. Se sentaban una frente a la otra como si fueran dos extrañas, ya nada las unía. ¿Habrá obtenido Åsa el título de bachiller? Bueno, es su vida. Si es feliz así…
El baile termina, él le pregunta si quiere seguir bailando y ella pone la excusa de sus amigas, entonces él la acompaña hasta la escalera que hay que subir para salir de la pista de baile. Pero aún no ha dado con Liisa y con Ritva cuando vuelven a invitarla a bailar, y continúa hasta el descanso. Entonces encuentra a Liisa, que está sentada hablando con un muchacho finlandés junto a una mesa.
—¿Has visto a Ritva? —grita Liisa.
—No.
—Yo tampoco. ¿Has bailado todo el tiempo?
—Sí, casi…
—¡Ya ves!
—¿A qué te refieres?
—La diferencia entre salir conmigo o quedarte en casa.
—Sí.
Liisa reanuda la conversación con su amigo. Hablan finlandés y Eivor no entiende ni una palabra. Se dirige a los servicios para retocarse la cara. Además tiene ganas de orinar. Los servicios están llenos y hay mucho barullo. Una chica ha vomitado y se está mojando la cara debajo del grifo. Parece borracha perdida, las piernas se le doblan. A Eivor le parece que está terriblemente pálida. ¿Cómo puede haber ingerido tanto alcohol y quién la habrá arrastrado hasta aquí? Ella apenas lanza una rápida mirada al espejo, se arregla el pelo y sale de los servicios. En ese momento vuelve a tocar la orquesta de Sven Eriksson y enseguida la invitan a bailar. Ya ha bailado antes con el que le pone la mano en el hombro. Es alto y delgado, de pelo canoso y unos dientes casi excesivamente blancos al sonreír. No es demasiado bueno bailando, pero al menos no la aprieta hasta romperla y mantiene las manos donde deben estar, nunca las baja y juguetea por debajo de la cintura.
Cuando termina el baile, él le pregunta si puede invitarla a tomar algo y ella le dice que sí.
—Me llamo Tom —dice cuando encuentran un par de sillas vacías y se sientan cada uno con su botella de Coca-Cola.
—Eivor.
—¿Vienes a menudo por aquí?
Ella le cuenta las cosas como son, alguna vez tenía que ser la primera. No, no había estado antes. Él pregunta y ella habla, de Konstsilke, de Liisa, de Sjöbo. Pero cuando le pregunta de dónde es, no puede evitar decir que de Örebro. Hallsberg le parece demasiado insignificante. ¿Y Tom, que tiene unos dientes increíblemente blancos, qué hace? Pues él vive en Skene, que está en las afueras de Borås, y allí trabaja con su padre en el taller de coches de la familia. Tiene veinte años y va al Parken todos los sábados, a veces también los miércoles.
—¿Te gustan los deportes? —pregunta él.
—No lo sé. ¿Por qué?
Él quiere hablarle de una de las experiencias más importantes de su vida. Fue hace dos años, en Hindås, entre Gotemburgo y Borås. Allí tenía su cuartel general Brasil durante el campeonato mundial de fútbol. Y él estaba allí, trabajando durante el verano en el hotel en el que se alojaba la selección brasileña.
—Tengo los autógrafos de todos —dice—. Pelé, Garrincha, Didi, Vava… Todos.
Como es natural, ella sabe que ha habido un campeonato mundial de fútbol en Suecia. Erik lo seguía por la radio. Tan tonta no es, además, Ingmar Johansson tampoco le resulta desconocido. Pero esos nombres brasileños que menciona Tom no le dicen nada.
—No creo que haya mucha gente que los tenga —murmura.
—No —contesta él—. Casi nadie.
Siguen bailando durante toda tarde, al final la pista está abarrotada, pero no hasta el punto de que le resulte incómodo a Eivor. Al menos él no trata de toquetearla…
Al acabar el último baile, Eivor no encuentra ni a Liisa ni a Ritva y, después de un momento de duda, accede cuando él le pregunta si puede llevarla a casa en el coche. No cree que haya motivo alguno para tener miedo de él, no parece obstinado.
Tiene un Amazon, y es evidente que le ha dedicado mucho trabajo y cariño. Está reluciente y la tapicería es de felpa roja, y Eivor nota que en el coche huele a loción de afeitado.
—Conozco bastante bien la ciudad —dice—. Sólo tienes que decirme la dirección.
Gira delante de la puerta de la casa, después de conducir directamente, sin dudar por dónde ir.
—¿Puedo subir contigo? —pregunta.
—No —contesta Eivor.
—¿Podemos vernos mañana? ¿Ir al cine?
—Sí…
—En el Skandia ponen una que tiene que ser buena. El barco fantasma. Es alemana. Con… ¿Cómo se llama ese actor…?
—¿Horst Buchholz?
—Exacto. Ése. Puedo venir aquí a buscarte. O podemos vernos en la ciudad.
—Lo prefiero.
—Entonces, ¿nos encontramos en el Cecil?
—Sí.
—¿Vamos a la primera o a la segunda sesión?
—Me da igual.
—¿Vamos a la segunda entonces? Así podremos tomar café antes. ¿A las siete?
—Sí.
—¿No quieres que vaya a buscarte?
—Prefiero ir al centro.
No sabe bien por qué no quiere que vaya a buscarla. ¿Para no mostrarse demasiado interesada y mantenerlo a distancia? Seguramente es eso.
La cafetería Cecil está en el edificio que hay junto al cine Saga. Eivor tropieza en la escalera que conduce a la planta superior del local y se da un golpe en la frente. No es un modo muy afortunado de empezar la tarde. Durante unos instantes se queda de pie en la escalera dudando si volver a casa, pero entonces llegan unos que van a salir y, al no poder titubear más, continúa subiendo.
Es, sin duda, una especie de café de rockers. Eivor, al menos, se siente enseguida como en casa. El aspecto de las jóvenes que hay allí se parece al suyo, llevan chupas de cuero y pantalones ajustados, suéteres de cuello vuelto encima de sostenes que realzan el busto, teñidas de rubio y pintadas, los ojos de negro y las bocas de rosa. Se oye retumbar una máquina de discos, es Elvis, naturalmente —incluso una canción que ella tiene, King Creole—, y Eivor busca a su alrededor a Tom el mecánico de coches, pero evidentemente no ha llegado aún, y en el reloj de la pared no son más de las siete. Se sienta a una mesa después de pedir una taza de café y un paquete pequeño de cigarrillos. No fuma con frecuencia, por mucho que se esfuerza nunca le ha sabido bien. Pero hoy no puede resistirse a comprar un paquete de John Silver.
El café está tibio y el sabor de los cigarrillos no le gusta, como siempre. Son las siete pasadas, pero no aparece ningún Tom. «Llegar con algunos minutos de retraso forma parte del asunto, ya seas de Skene o del sur de Estocolmo», piensa ella. «No hay que aparentar nunca que estás demasiado interesada, por más que lo estés.» Las chicas tienen que esperar y Eivor, por supuesto, no es ninguna excepción. En el local hace calor y no es excesivamente bullicioso, la máquina cambia de disco sin cesar, y él llegará de todos modos a tiempo para la película. ¿Cuánto tiempo se puede tardar en ir al Skandia? Cinco minutos si se anda deprisa y se toma un atajo a lo largo del Viskan, no más…
Pero él no llega, son las siete y media, las ocho. Una hora. ¡Así que la ha dejado plantada, se lo ha pensado mejor y no valía la pena! Ni se enfada ni se siente ofendida, sólo está triste. ¿Por qué no viene? ¿Se mostró tan despectiva la noche anterior, como una chica que no quiere, se cerró como una puerta blindada, como una estrecha…?
¡Demonios! ¡Después de bailar diez, once piezas en el Parken no puedes llevarte a casa a cualquiera! ¿O sí se puede? ¿Se tiene que poder hacerlo?
Se ha equivocado de nuevo. Se lo piensa bien y…
¿Tal vez ella lo ha entendido mal? ¿Tenían que encontrarse en la puerta del cine quizás? Estaba tan mareada y tan cansada que puede haber olvidado lo que acordaron. Maldice y se pone en marcha. Diez minutos antes de que empiece la película llega jadeante al cine, que se halla en una de las calles cercanas al puente. Pero no lo ve en el vestíbulo de entrada. Ya han empezado los anuncios, van por el de Colgate… Si compra la entrada y pasa, tal vez él la vea… Pero nadie le hace señas con la mano ni la llama cuando avanza a tientas por la oscura sala. Se sienta en el extremo de una fila, hay mucho sitio y, cuando hace media hora que ha comenzado la película comprende el motivo, es una película malísima, ni siquiera Horst Buchholz está bien. No es emocionante ni romántica ni descarada. ¡Es simplemente una estupidez!
Cuando va hacia la estación de autobuses hace frío y se siente frustrada. Si al menos supiera por qué motivo no se ha presentado, lo podría soportar. No saberlo es peor, es preferible que le confirme que ella es una de esas mierdas secas que ni siquiera sirven como compañía para una pésima película alemana…
El autobús ya ha salido, falta media hora para que llegue el próximo. Para no quedarse congelada de frío empieza a andar y, sin darse cuenta, al menos de modo consciente, de repente está enfrente del gran rótulo de Algots, que cuelga fuera de un edificio de ladrillo rojo. Pese a ser domingo está en pleno apogeo, Eivor ve moverse las sombras de los trabajadores al otro lado de las ventanas.
Es aquí donde ella quiere estar, piensa. Aquí y en ninguna otra parte. Aquí se fabrica ropa, no hilos para neumáticos. Aquí va a demostrar su capacidad con la máquina de coser, tal vez incluso algún día en el futuro pueda participar en el diseño de la ropa que se produce…
Vuelve deprisa a la parada para no perder el autobús otra vez. Es el último de la tarde. No tiene necesidad de quedarse de pie en la calle oscura mirando a la fábrica. Ella ya lo sabe…
Va a la parada del autobús caminando a paso ligero, pasa por delante de la fábrica de cerveza y llega justo a tiempo, antes de que se cierren las puertas del autobús.
Tom se perdió por el camino, la película era aburrida, pero Algots estaba donde tenía que estar… Y mañana de nuevo será lunes. Le pedirá consejo a Liisa. ¿Y por qué tiene que trabajar como una esclava en Konstsilke? ¿No sabe coser? ¿No quiere hacer algo en la vida? No puede conformarse con beber aguardiente con gaseosa los sábados, ni siquiera una finlandesa que habla demasiado…
Una semana después, según les han comunicado de parte del capataz Sin Rabo, Eivor y Liisa van a entrar en el tercer turno. Entonces ganarán más, pero, por otro lado, van a tener que levantarse de vez en cuando a medianoche.
El lunes también llega a su fin y, cuando termina de trabajar, Eivor tiene previsto irse de compras por primera vez. Tempo está en una esquina que da a la plaza Grande, Epa en uno de los lados más largos de la plaza, y Domus más abajo, en la calle Brogatan. Empieza en Tempo, mira la ropa y los zapatos, se queda un buen rato en la sección de perfumería, pensando y mirando. Le gustaría tener tantas cosas, aquellos zapatos, los pantalones, tal vez incluso ese suéter… Vamos a ver qué tiene Epa para ofrecer… Epa tiene también muchas cosas atractivas, aunque la mayoría se parecen a las que acaba de ver en Tempo. Pero no del todo, el color podría haber sido otro, la abertura de la falda un poco más insinuante…
¡Pero ese suéter! Amarillo con hilos plateados entretejidos. Es…
—¿Puedo ayudarla en algo?
La vendedora es de su edad, amable pero aburrida.
—Sólo estoy mirando —masculla Eivor.
—No hay inconveniente…
¡Cuarenta y dos coronas por el suéter! Una cuarta parte del sueldo, pero podría comprarlo. Es…
Queda Domus, ¡no puede tomar una decisión antes! Y también allí hay muchas cosas que le gustan. ¡Pero el suéter! Vuelve a Epa, la vendedora no parece acordarse de ella.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—¿Lo tienen en mi talla?
—Claro que sí. ¿Quiere probárselo?
El dinero por fin adquiere su valor detrás de la cortina del probador. Le queda perfectamente, piensa que incluso aparenta algún año más. Quién sabe, quizá le permitan comprar alcohol en el establecimiento de bebidas si lleva ese suéter. Por sólo cuarenta y dos coronas…
La vendedora mete la cabeza entre las cortinas.
—Le queda muy bien.
—Sí… Me lo llevo.
Paga, se lo dan en una bolsa, y luego concluye esa tarde gloriosa comiendo fuera. En la cafetería de Tempo, para fomentar la competencia. Hamburguesa, leche y pan incluidos. De camino al autobús entra en un estanco a comprar papel de cartas, sobres y sellos, y el Bildjournalen. El periódico es para ella, el papel de cartas para Hallsberg. Ellos se preguntarán por qué no escribe…
Cuando, acurrucada en la cama, lee lo que está escribiendo, la carta casi le parece bochornosa. Todo está bien, el trabajo, el apartamento, Liisa, la ciudad, las tiendas. No es verdad, pero tampoco es mentira. Pero de algún modo quiere tranquilizarlos. Ella se las arregla bien, no tienen que preocuparse. ¿Y por qué iba a hablarles de lo del aguardiente con gaseosa y de un tal Tom que no apareció? Ojos que no ven, corazón que no siente, además no estaba borracha, tampoco sobria, pero… No, esta carta tiene que enviarla. Saludos al gato. Eivor.
Martes. Otro día de trabajo, Eivor mira el termómetro que hay al otro lado de la ventana, pero apenas puede abrir los ojos. Otra vez a Konstsilke, otra vez a las máquinas, a esos perros aullantes que nunca están satisfechos, hambrientos de hilos que engullen con avaricia como tenias sin fin. Todo sigue igual…
¡No, en absoluto! Porque junto al reloj para fichar está el capataz Sin Rabo vociferando en medio del ruido que ha habido un fallo en la hilandería. Por lo tanto, hoy pagarán por horas, tal vez mañana también, durante toda la semana…
Luego se aleja rápidamente en dirección a su cubículo de cristal antes de que la gente comience a protestar. Pero Liisa va detrás de él, le hace un gesto a Eivor para que la siga, y después, uno tras otro, vienen más, Evald Larsson «el Flaco», Viggo Wiberg. Pero de nada sirven las protestas, el capataz Sin Rabo ha recibido órdenes directas del ingeniero.
—¿Cómo puede haber sido un imprevisto si se ha tomado la decisión durante la noche? —dice Evald Larsson mordiéndose el labio inferior—. ¿Lo han descubierto acaso durante la noche?
—El ingeniero ha dicho lo que ha dicho.
—Sí, no hay duda. ¡Pero es inaceptable!
—Ahora tenéis que volver al trabajo. Yo no puedo hacer nada…
—Llama al delegado.
—No podéis convocar una reunión sindical en horas de trabajo.
—No, pero puede venir al comedor a la hora del desayuno. Y si se prolonga, vas a dar tu aprobación.
—No, no puedo…
—Claro que puedes, viejo del demonio —interrumpe Liisa.
Los trabajadores textiles se agrupan dentro y fuera del cubículo de cristal. Sólo Moses sigue trabajando sin inmutarse. Los calcetines le marean y el polvo se le queda en la garganta… No ve ni oye otra cosa que sus calcetines, pronto habrá estado miles de años en su puesto de trabajo…
El delegado Nilsson viene resoplando de la tintorería. Aparece con las manos manchadas de negro y su escaso y fino pelo gris. Se mete enseguida en medio de la multitud enfurecida, y entonces se descubre el hecho sorprendente de que ni siquiera ha sido informado, a pesar de que es el sindicalista jefe de la fábrica.
—No podemos aceptar esto —le ruge alguien directamente en la oreja.
—No —contesta él—. Pero… ¡Espera un momento! Voy a tratar de hablar con Levin para que me diga qué pretenden.
—¡Y dile que vamos a mantener el trabajo a destajo!
—Sí, demonios. No grites. No estoy sordo…
Nilsson sale rápidamente y ellos pueden empezar a desayunar.
—¿Por qué están todos así de exaltados? —pregunta Eivor.
—Porque los ingenieros creen que pueden empaquetarnos como ellos quieran.
—¿Empaquetarnos?
—Quiere decir que hacen lo que quieren. Por cierto, ¿estás afiliada al sindicato, pequeña? —le pregunta Evald Larsson.
El huraño de Larsson, que desayuna por lo menos tres tazones diarios de chocolate hecho en casa. Se lo ha preguntado con serenidad, pero Eivor percibe en sus palabras una decidida advertencia. Así que dice la verdad sin ocultar nada. No. No lo está. No se lo han pedido. Nadie le ha dicho nada.
—Debes afiliarte al Sindicato Textil —dice—. No podemos tener a gente que no está organizada. Porque no piensas dejar de trabajar aquí mañana, ¿verdad?
—No, no exactamente.
—Se lo diré a Nilsson.
Durante el descanso del almuerzo, el delegado Nilsson consigue, con gran dificultad, acceso al despacho del director, donde reside, entre otros, el ingeniero Levin. Sólo se trata de suprimir el trabajo a destajo hasta que la producción haya vuelto a normalizarse. Y esperan que sea muy pronto, en breve.
Eso es lo que el delegado sindical puede comunicar a los trabajadores del hilado.
—En ese caso, no nos queda más remedio que cruzarnos de brazos —dice Evald en tono triste.
—No creo que pueda aconsejaros que lo hagáis —dice el delegado en el mismo tono.
Las armas del delegado Nilsson: las maniobras ilegales. Sabe perfectamente que es lo único que puede ayudar. La paz laboral es un fenómeno asombroso y sagrado.
—¿No podríais tranquilizaros hasta mañana? —suplica—. Levin ya ha dicho… Esperad al menos hasta mañana para que tenga tiempo de averiguar lo que ha ocurrido en realidad.
Pero nunca logra saberlo. Es un secreto que se queda en la cámara de los ingenieros, lejos del estruendo ensordecedor de las salas de máquinas. Porque puede que no sea conveniente que los trabajadores sepan que hay dos contratos sin concluir que, de repente, han sido anulados casi sin previo aviso. Sólo concierne a la dirección de la empresa, que debe dar la impresión de ser emprendedora y de que dirige con mano segura. Además no viene mal quitar de vez en cuando el acuerdo de trabajo a destajo a los trabajadores para reblandecerlos ante las negociaciones del convenio… En la cámara reina una sinceridad que no es más que un secreto encubierto. Entre el ingeniero jefe Levin y la pequeña Eivor Maria Skoglund, natural de Sandviken, criada en Hallsberg, hay un laberinto vertical. Un laberinto para ella, una estructura de poder para él. Ella sabe quién es él, al menos su nombre, pero para él, ella es sólo alguien que ha caído en las garras del emprendedor jefe de personal…
Por la tarde, el ingeniero jefe Levin es informado de que en el hilado hay disturbios. Da instrucciones inmediatamente al departamento de nóminas para que reduzcan el sueldo a los que están participando, el capataz Hansson tiene que ir a controlar que la medida no afecte a ningún inocente. El tal Moses, naturalmente, se queda fuera, como de costumbre, y sigue dándole duro a sus calcetines. Es curioso que no se haya vuelto loco todavía… Alguna vez, por puro placer, alguien del departamento de nóminas tendría que dedicarse a intentar calcular cuántos calcetines ha tenido ese hombre en sus manos durante todos estos años…
El ingeniero jefe Levin tiene treinta y siete años. Está al día de los cambios que se producen en la industria y sabe qué productos tienen futuro y cuáles que no, aparte de los que van a desaparecer.
Como ocurre ahora en Konstsilke. En seis, siete años, Levin sabe que tendrá que buscarse un trabajo nuevo, porque poco después Konstsilke cerrará con toda seguridad. Él ya lo sabe. Así que cuando los augurios se vuelvan realidad para los trabajadores, él y los demás ingenieros lo verán desde sus casas. Así es, así ha sido siempre y así continuará siendo siempre. Cuando el mundo da vueltas más tranquilo es cuando no se desvía innecesariamente del principio que dice que el primero que muele es el que está más cerca del molino…
Durante la última hora de trabajo se quedan sentados, sólo concluyen las máquinas que ya habían empezado. En un rincón de la sala de máquinas hay unas cajas enormes con tejido para nuevos calcetines y restos de los que se han desechado. Es el único sitio que tienen para sentarse, aparte de los retretes, cuyas puertas no se pueden cerrar, como es natural. El capataz Hansson va preocupado de un lado a otro, sacudiendo la cabeza como si fuera testigo presencial de un acto profundamente inmoral. Y a sus ojos lo es.
El delegado Nilsson llega a toda prisa con la cara encarnada. A él tampoco le gusta esto, ya que implica reprimenda de Levin, y ese maldito es capaz de reñirle hasta hacerle sonrojar…
—¿No podíais haber esperado hasta mañana? —refunfuña.
Evald Larsson sacude la cabeza.
Pero luego señala a Eivor.
—¡Aquí tienes a una que se va a sumar! —grita—. Controlar que los nuevos paguen la cuota es tarea tuya.
—Sí, lo sé… ¡Pero hay tal renovación de personal que no da tiempo!
¿Renovación? En los oídos de Eivor resuenan de pronto algunas palabras de su primera entrevista con el jefe de personal. «Plantilla de trabajadores estable.» ¿Cómo puede ser cierto? ¿Y por qué no trabajan?
«Esto tiene que explicármelo Liisa», piensa. «Quiero entenderlo…»
El único modo de atrapar a Liisa, que siempre tiene prisa para salir volando de los vestuarios cuando la jornada laboral termina al fin, es actuar con decisión y agarrarla del brazo sin darle la oportunidad de que empiece a poner excusas.
—No tengo tiempo —dice.
—¿Qué tienes que hacer?
—No…
—Te invito a tomar café.
—¿En el Cecil?
—Es muy bullicioso. ¿No hay un café al lado de la Casa del Pueblo?
—No he estado nunca allí.
—Ni yo, vayamos.
Café, galletas de almendra y bollos.
—¿Cómo van las cosas? —pregunta Eivor una vez que han dado buena cuenta de las galletas—. ¿Habrá de nuevo trabajo a destajo?
—Veremos qué pasa mañana. Que se vayan al infierno…
—¿No puedes explicármelo?
—No. Pero puedo hablarte de mi abuelo.
Siempre hay un momento en la vida en el cual las personas cambian. Como ahora Liisa, al nombrar a su abuelo. Entonces se pone taciturna y mira a Eivor como si estuviera viendo un recuerdo lejano. Y en parte es así. En su abuelo tiene sus nudosas raíces en Finlandia. De él y de su vida ha heredado la desconfianza de todo lo que sean ingenieros y capataces manipuladores. Por más que cambien los tiempos, las palabras de Olavi Taipiainen siguen siendo válidas para ella.
—¿Qué sabes de Finlandia? —pregunta.
—No mucho —contesta Eivor—. Casi nada. La bandera es blanca y azul…
Y entonces Liisa le cuenta. Por lo mucho o poco que entiende Eivor, Liisa cae en el común error de creer que el que escucha tiene más conocimientos de los que tiene ella, pero una vez que empieza a hablar es imposible interrumpirla.
—Mi abuelo —dice— se llama Olavi y nació en 1889. Y después de todo lo que ha tenido que pasar en la vida, me resulta extraño que esté vivo todavía. A los nueve años trabajaba desde las seis de la mañana hasta las ocho de la tarde en una fábrica en Tammerfors. Su padre trabajaba como labrador a varios kilómetros de distancia, por lo que mi abuelo tuvo que vivir en un… ¿Cómo se dice…? Asylmi… Hospicio. Apenas le daban comida, sólo patatas y algo de pescado y requesón. ¿Puedes imaginarte lo que es trabajar a los nueve años hasta caer rendido? No me extraña que se volviera socialdemócrata. Y debes saber que un socialdemócrata en aquella época era distinto de lo que es hoy, no puede compararse. Querían hacer estallar todo por el aire; y cuando Finlandia fue independiente, después de la Revolución bolchevique en Rusia, hubo una guerra civil. Empezó en enero de 1918, los socialdemócratas crearon la guardia roja y luego hubo una guerra total entre ellos y los de derechas, los carniceros, como les llamaban. Pero perdieron los rojos, estaban muy mal organizados y tal vez habían elegido un mal momento. Y al acabar la guerra civil, los carniceros se volvieron unos salvajes. Ejecutaron a hombres y mujeres e incluso a los niños socialdemócratas. Mi abuelo pasó dos meses en la celda de la muerte y cada mañana llegaban los blancos y sacaban a la gente para matarla. Podía oír los disparos y los gritos… No, no gritaban, cantaban. Todavía no sabe por qué a él no lo mataron, pero fue condenado a muerte y se le conmutó por cadena perpetua y algo que se denominaba pérdida de la confianza cívica para el resto de su vida. Él se libró finalmente, pero dice que la guerra civil sigue aún. Ha trabajado en todo. Ha sido albañil y herrero y… ¿cómo se llaman los que ponen esas cosas debajo de las patas a los caballos…?
—¿Herrador?
—Sí, exactamente, herrador. Y muchas cosas más. Ahora ya es viejo, pero sigue enfurecido. Vive en nuestra casa en Tammerfors, y cuando yo era pequeña me contaba todas estas cosas. Si no hubiera sido por él, yo habría sido una idiota. Sin él no habría entendido que esos ingenieros nos despluman como a gallinas. Aquí hacen lo mismo que en Finlandia, aunque tal vez no sea tan evidente. Si quieren quitarnos el trabajo a destajo tendremos que… ¡No se puede vivir del salario por horas! Sí, tal vez si dejas de comer y vives en una tienda de campaña… Si no quieren pagar a destajo dejaremos de trabajar. Es lo único que podemos hacer. Y lo hemos hecho hoy. Y lo haremos mañana si no volvemos al acuerdo de trabajo a destajo…
—Pero si ellos… ¿Y si tenemos que dejar el trabajo?
—¡Bueno! ¿Y entonces quién va a trenzar su condenado hilo? ¿Ellos mismos? No, cada uno debe saber lo que vale. Quien no lo sabe, no vale nada. Y entonces ellos pueden hacer lo que quieran. No puedo explicártelo mejor. Puedes preguntar si quieres…
Eivor pregunta y Liisa responde. Sus preguntas son ingenuas, pero a Liisa no le molesta e intenta contestarlas lo mejor que puede.
—No sabes nada —dice riendo—. ¿Qué has estado haciendo antes de venir aquí?
—He vivido en Hallsberg.
—¿Vivías sola?
—No, pero una vez estuve en la manifestación del Primero de Mayo. Ahora lo recuerdo. Con un anciano que se puso enfermo.
—¿Eso es todo? ¿Un anciano que se puso enfermo?
—Sí… Casi.
—Tienes mucho que aprender.
—Seguro que sí.
—Pero yo también. ¡Demonios! A veces echo de menos a mi abuelo. Más que a mi padre, a mi madre y a mis hermanos. Tiene una constitución increíble… Pero este verano viajaré a casa y lo veré.
El café cierra temprano, a las seis. Las dos se sorprenden cuando se dan cuenta de que han transcurrido casi dos horas.
—Mañana debemos estar descansadas —dice Liisa cuando se hallan de pie en la acera al frío de la tarde—. Hay que estar preparadas por si se les ocurre hacer más jugarretas. Nunca se sabe. Ahora es mejor que te vayas a casa…
Pero al día siguiente el capataz Hansson está al lado del reloj para fichar y comunica que el acuerdo de trabajo a destajo va a seguir como de costumbre, según ha notificado el ingeniero jefe.
—¿Y qué pasa con lo de ayer? —pregunta Evald Larsson.
—Ya lo veréis en el sobre del salario —contesta Hansson, dirigiéndose luego a su cubículo de cristal.
—¡Y una mierda! —grita Liisa detrás de él, pero, como es natural, no la oye.
El delegado Nilsson llega resoplando justo antes de empezar el primer descanso y promete que hará lo que esté en sus manos si en el departamento de nóminas deciden descontar la hora que no trabajaron. ¿Pero cómo va a solucionar lo del día que trabajaron por horas? Sin duda va a resultar difícil. Pero hará lo que pueda.
—¿Realmente lo hace? —pregunta Eivor.
Liisa no contesta.
—Bueno… —dice Evald Larsson.
—Y una mierda —le increpa Liisa.
—En fin, tan malo no es —masculla Evald.
—¿Quieres que apostemos algo?
—No puedo permitírmelo.
—No, no puedes permitirte perder. Sabes tan bien como yo que no se atreve a contradecir a los de arriba.
—Bueno —contesta Evald—. Ya veremos…
Y esta vez es él quien tiene razón. Cuando por fin llega el sueldo de ese día, se demuestra que no se le ha descontado nada a nadie y que se ha pagado a destajo.
—Bien hecho —dice Liisa sin darse cuenta de que el delegado Nilsson se ha quedado perplejo cuando ha visto que no se ha realizado ninguna deducción. ¿Puede tratarse de un error?
Pues sí, así es, y al día siguiente, en el despacho del ingeniero superior Levin, le echan un buen rapapolvo al contable del departamento de nóminas. Naturalmente, ahora ya no puede hacerse nada, descontar el dinero de los sueldos posteriores sería demasiado vergonzoso. Pero es terrible que las directrices de la deducción no se hayan aplicado.
No volverá a ocurrir, después el contable puede marcharse.
No es un invierno largo y duro. Ya a mediados de febrero va cediendo, como si no pudiera más. Eivor cabecea satisfecha cuando intenta ver con ojos adormecidos la pequeña columna de mercurio. Es más fácil salir a la calle de madrugada cuando el frío no te golpea en cuanto abres la puerta. Especialmente ahora, que trabaja por turno y a veces debe levantarse a las tres de la mañana…
Un día recibe un comunicado de la oficina de personal en el que le dicen que tiene que encontrar otra vivienda lo antes posible. Que ya hay gente que necesita su apartamento. Lee los anuncios en los periódicos Borås Tidningen y Västgöta-Demokraten, y un sábado, el último de febrero de 1960, va a ver un apartamento. Ha llamado desde el comedor de la fábrica y ha acordado la hora con una mujer mayor. Sin embargo, cuando va atravesando la ciudad, no tiene demasiadas esperanzas de conseguir el apartamento, la mujer sonaba reticente por teléfono. Pero tiene que intentarlo.
Es un edificio viejo que se encuentra detrás del Juzgado, no lejos de la vivienda de Liisa y Ritva. Se queda en la acera mirándolo. Tiene un aspecto oscuro y lúgubre comparado con el bloque de apartamentos de Sjöbo. Pero ¿y vivir tan en el centro? Podría ir andando al trabajo. Valdría la pena.
Se mira en el cristal de la ventana de una tienda de comestibles que hay justo al lado y sube al segundo piso como le han indicado. Tiene que ser la vivienda de la izquierda. No hay ninguna placa en la puerta y ella aprieta con su dedo el timbre negro y oye que suena dentro del apartamento. Pero no es una mujer quien abre la puerta, es un muchacho de su misma edad, que viste un ancho abrigo marrón, bufanda y guantes de ante. Va calzado con botines.
—¿Eres Eivor Skoglund? —pregunta.
Así es.
Le explica que su madre ha tenido un contratiempo y que es él quien va a enseñarle el apartamento.
—Me llamo Anders Fåhreus —se presenta—. Entra, por favor. Aquí dentro hace frío, pero no tiene sentido calentarlo mucho cuando no vive nadie. Mi madre pone mucho cuidado en eso. Ella es la propietaria del piso.
Él le enseña el apartamento y le explica cómo funciona todo, parece que está habituado a ello. Habla en un tono levemente nasal y tiene prisa.
El apartamento consta de una habitación y cocina, está deteriorado, pero por lo menos tiene cuarto de baño con una bañera agrietada. Eivor nota que por las rendijas de las ventanas entra aire. Las placas de corcho del suelo están abombadas y el papel de la pared es de color amarillo chillón. Sin embargo, viviría tan cerca del centro, y el alquiler es barato, según el anuncio del periódico Borås Tidning.
—Cuarenta y cinco coronas al mes —dice él como si hubiera leído sus pensamientos. Se ha encendido una pipa y está sentado en uno de los marcos de las ventanas. Las luces de la calle iluminan su pálida cara, revelando algunas espinillas en la frente. «Es normal que tenga prisa», piensa Eivor. «Es sábado por la tarde, querrá irse por ahí. Una fiesta o lo que sea.» Ella tiene entendido que las dos plazas de la ciudad forman dos territorios distintos. La estación de autobuses es el entorno de los rockers, por allí circulan dando vueltas con sus coches, allí está el Cecil. En la plaza Grande se reúnen los jóvenes de la escuela secundaria, alrededor de los bancos que hay junto al busto de Gustavo Adolfo II, el que dio los privilegios a la ciudad. Allí se liga sin coches. Una vez que sus tropas se han reunido para acudir a alguna de las fiestas secretas, la gente generalmente desaparece en taxi. El Cecil equivale a la confitería Spencers, y entre los dos grupos reina una abierta enemistad. Todo esto, ella no lo ha visto, una parte se la ha oído contar a Liisa, que parece que sabe todo lo que ocurre en la ciudad.
—Bueno —dice él—. Tengo algo de prisa. ¿Lo quieres? Hay muchos interesados, así que debes decidirte rápidamente. Ahora mismo.
—Sí —dice Eivor—. Sí, gracias.
—De acuerdo. Tres meses por adelantado, luego trimestre a trimestre. Si vas a casa de mamá el lunes, podemos hacer el contrato y se te darán las llaves en ese momento. Deberás llevar el dinero. Mi madre es muy puntillosa con esas cosas.
»¿Nos vamos? —pregunta él—. Seguro que también tienes prisa.
—No demasiada.
Él cierra con llave y salen a la calle.
—¿Hacia dónde vas? —pregunta él con cortesía pero sin interés.
—Tengo que coger el autobús que va a Sjöbo.
—¡Uf, mierda!
—¿Qué pasa?
—No, bueno, entiendo que te mudes. Allí no hay quien viva.
Eivor percibe que él se está poniendo nervioso. ¿Qué tiene que ver él con esas personas? ¿Con qué derecho está ahí lanzándoles mierda? Mientras va andando a su lado por la acera, el abismo del que le ha hablado Liisa se vuelve totalmente evidente.
—La gente que vive ahí no tiene nada de malo —dice ella.
Pero las cosas se tuercen, y él parece que no es consciente de su evidente arrogancia.
—He estado allí una vez. Íbamos a una fiesta. Pero allí sólo nos encontramos con finlandeses y trabajadores borrachos. Nos fuimos enseguida.
—Yo también soy trabajadora.
—¿Qué?
—Te refieres a personas como yo.
En ese momento, él se da cuenta de que ella está enfadada y enseguida la coge del brazo con amabilidad.
—No te lo tomes así —se disculpa él—. No quería decir eso, como es natural. Lo que pasa es que… la gente es distinta. ¿Hacia dónde vas? ¿A la plaza Sur? Puedo acompañarte hasta la iglesia. Luego seguiré hacia arriba.
—¿Ah, sí?
Ella sabe que se dirige al baile en el salón del instituto. Seguro que con esa música tan incomprensible que llaman jazz.
Pero no lo dice.
—¿Te lo pasas bien allí?
—Claro que sí. ¿Me acompañas?
La pregunta surge de modo tan repentino que ella se detiene de puro asombro. Pero parece que él habla en serio, lo dice con amabilidad.
—No —responde ella—. Creo que no.
—¡Vamos, anímate!
—No.
—¿Por qué?
—No me apetece. No conozco a nadie.
—Yo tampoco. Al menos no a demasiados.
—No y no… Adiós.
—Adiós.
Y se marcha cada uno en una dirección distinta. Cuando Eivor ha llegado a la altura de la biblioteca, se detiene y mira hacia atrás. Allí arriba, detrás de la iglesia, está el edificio de ladrillo rojo oscuro del instituto. La gran entrada está iluminada, igual que el salón. Jóvenes que van hacia allí pasan por su lado. Siente cierta atracción por entrar en un sitio desconocido, pero enseguida llega la reacción en contra, la percepción de peligro. Ella no tiene vínculo alguno con lo que hay allí arriba. Su amiga Åsa habría podido entrar por esas puertas, habría conocido los rituales, el idioma y las personas. Eivor presagia el peligro. Lo que le atrae es menor que la amenaza que emana del rumiante edificio y de las personas que se encaminan hacia allí. Si va a ir esta tarde a algún sitio, tendrá que ser al Cecil o al Parken. Allí está en su ambiente.
Cuando se dirige hacia la estación de autobuses, piensa que el mayor descubrimiento que probablemente ha hecho hasta el momento es que las personas de un sitio y otro son diferentes en todos los aspectos. En la ropa, en el modo de hablar, de reír, de pensar. Sí, hasta fumamos de forma distinta. Imaginemos que un chico aparece por el café Cecil con una pipa en la boca. Todos le mirarían y se burlarían de él al instante.
Pero, como quiera que sea, va canturreando, baja corriendo las escaleras que llevan a la calle Allégatan y dobla hacia Hemgården y la estación de autobuses; ha conseguido un apartamento. ¡Al primer intento! ¿Quién es capaz de hacerlo? Y además en el centro. A diez minutos andando del trabajo. Podrá dormir media hora más por las mañanas y ahorrarse el dinero del autobús, y tampoco tendrá que pasar frío en medio de la noche, o discutir con los borrachos que vuelven a sus casas en el último autobús nocturno. (Pero ello no implica que ese imbécil presumido tenga razón en lo de vivir en Sjöbo. Que lo sepa. Y la dueña de la casa es su madre… Entonces, ¿qué posee el padre? La calle por la que va caminando…) Se detiene un momento en la estación de autobuses dudando si echar un vistazo en el Cecil para ver si están Liisa o Ritva. No, está cansada. Además no lleva dinero. Y ahora es cuestión de ahorrar lo poco que tiene. Por lo que ha visto del apartamento, va a necesitar alguna que otra cosa. Llega a tiempo para subirse a un autobús que está parado, y de camino hacia Sjöbo empieza a planear la mudanza.
Inmediatamente toma una decisión. Es el momento de que su madre venga a verla. Además así podrá serle de utilidad…
El lunes por la tarde llega corriendo a la parada del autobús, como de costumbre, pero hoy no va a ir a Sjöbo sino en una dirección completamente distinta, hacia una zona apartada, de aspecto bastante más lujoso que Sjöbo. Pasa junto al edificio amarillo del hospital, la calle Ulricehamnvägen, hacia Brämhult. Allí va a ver a la señora Fåhreus, firmará el contrato y pagará el alquiler de los tres próximos meses; todo para poder meter en el bolso un par de llaves de una casa propia.
El edificio es de color blanco y está elegantemente aislado. Pero es aquí, una gran placa de bronce le indica que está ante la puerta de la residencia de los Fåhreus. Ella sube por el camino de gravilla sintiéndose más pequeña a cada paso que da, y se pregunta si el hijo que ha conocido habrá salido a su madre…
Pero no es la señora Fåhreus la que está en la puerta, sino su hijo Anders, al que ella conoció el sábado. Él abre, lleva una chaqueta deportiva azul, camisa blanca con cuello levantado y una estrecha corbata a cuadros escoceses.
—Entra —dice él con el mismo tono amable que cuando Eivor se enfadó con él el sábado pasado.
Eivor entra en el recibidor, y le parece más bien una sala de columnas. Él le ayuda a quitarse el abrigo y le pregunta si le ha resultado difícil encontrar el sitio.
—No, en absoluto —responde ella y mira alrededor en busca de la madre.
—Podemos entrar aquí —sugiere él indicando una sala de estar, con mullidos sillones, una chimenea, cuadros y espejos de relucientes marcos dorados—. Siéntate, por favor —dice él, y se sienta en el borde de un sofá de piel marrón—. Lamentablemente, mamá ha tenido que ir al médico —dice—. Pero yo puedo encargarme de esto con mucho gusto.
Señala un libro amarillo con las cuentas de los alquileres, que está sobre una mesa de cristal.
—¿Quieres tomar café? —pregunta él.
—No… Bueno, ¿por qué no?
Él se levanta y se dirige hacia una puerta que está entreabierta y pide café en voz alta. Así que en la casa hay más gente. ¿Tendrá hermanos?
—Enseguida llega el café —dice él arrellanándose en su sillón—. Es una pena que no me acompañaras el sábado —continúa—. Nos lo pasamos muy bien.
—¿Ah, sí? —contesta ella echando un vistazo por la habitación. Él sigue su mirada.
—Esto es bastante bonito —comenta él sin interés. Entonces señala con la mano hacia una estatua que está sobre una columna negra—. Es de Roma. Papá la compró hace algunos años. Es uno de los dioses helenos. Muy raro.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno. Me refiero a encontrar un dios heleno en Italia. Es sólo una copia, pero muy antigua. Fue allí a un congreso —continúa—. Mi padre, claro, no el dios.
—¿A qué se dedica?
—¿El dios o papá? En fin, es el jefe de cirugía de aquí. Pero actualmente ocupa una plaza de profesor invitado en una universidad de California. Es especialista en tumores cerebrales inoperables. Iré a verlo este verano cuando acabe el curso.
Una criada trae una bandeja con café y la deja sobre la mesa. A Eivor le parece reconocer esa cara. ¿Dónde la ha visto? ¿En el Cecil? ¿En el Parken?
—¿Azúcar? —pregunta él una vez que ella ha salido.
—Sí, gracias. Dos terrones.
—Me dijo mamá que trabajas en Konstsilke. ¿Qué tal es?
—No está mal…
—¿Qué haces allí?
—Trenzar hilo…
—¡Oh, maldición!
—¿Y tú?
—Todavía me queda un año para acabar el instituto. Es muy complicado…
Le ofrece un paquete de cigarrillos que hay sobre la mesa. Ella coge un cigarrillo y él se lo enciende con un pesado mechero de mesa.
—Sería divertido que me contaras cómo es trabajar en una fábrica —dice mientras se pone la pipa en la boca. Ella observa que él se muerde las uñas hasta la cutícula. Si no hace los deberes…
—Pregunta lo que quieras —dice ella.
—No creo que tenga tiempo ahora —contesta él—. Esta tarde debo estudiar. Dentro de un par de días me examino por escrito de inglés. Estoy a punto de conseguir un notable, y no quiero perderlo. Mi madre me da cincuenta coronas cada vez que saco una buena nota.
—¿Te pagan por las notas?
—Sólo como incentivo.
«¿Cincuenta coronas? Más que el alquiler de un mes… Cielo santo… ¡Cómo vive esta gente!»
—Podríamos vernos —dice él jugando con el libro de cuentas—. Por ejemplo, el miércoles por la tarde. Entonces habré terminado el examen, y el jueves tenemos educación física. Pero me la saltaré. Me meteré en la cama y diré que estoy enfermo.
—Vaya —dice ella.
—Podríamos ir al Ritz a tomar una cerveza. ¿Tienes ya dieciocho años?
—Sí, pero nunca he estado en el Ritz.
—Pues ya va siendo hora. ¿Desde cuándo vives en esta ciudad? ¿De dónde eres?
—Desde hace dos meses. De Hallsberg.
—Oh, cielos. Sí, he pasado por ahí… ¿Qué te parece? ¿Un par de horas? Te invito.
Eivor está indecisa. No sabe qué es el Ritz. Sólo ha pasado por delante y ha visto que es un restaurante. Pero ¿de qué van a hablar? Además, un miércoles por la tarde. Ella no tiene ningún día educación física, no puede acostarse y decir que está enferma. Debe levantarse y trabajar para ganar algo de dinero. Pero, por otro lado, el jueves por la tarde no empieza hasta las dos.
—Vale, un par de horas —dice ella, y en ese momento se arrepiente.
Va a ser un fracaso, no puede resultar de otro modo. Pero él la atrae y no lo puede evitar.
—De acuerdo. Nos veremos allí. ¿A las siete y media? ¿En la entrada?
—Sí.
Luego ella escribe su nombre en el libro amarillo, él le da una factura por el dinero que ha recibido y un manojo de llaves.
—Será divertido —dice él en el recibidor mientras la ayuda a ponerse el abrigo (Es la primera vez que le pasa y a ella casi le parece ridículo. Puede vestirse sola…)—. Sale un autobús dentro de cinco minutos —agrega—. Llegarás a tiempo si te das prisa.
El miércoles le cuenta a Liisa que va a ir al Ritz por la tarde con el hijo de la dueña de la casa. Liisa se queda mirándola con las cejas enarcadas antes de contestar.
—Haz lo que quieras —dice.
Nada más.
¿Se habrá enfadado? ¿O estaba ironizando tal vez? ¡Que se vaya al infierno…!
Al llegar, se siente tan desorientada como temía. Él va a su encuentro en la entrada, deja el abrigo en el guardarropa y la lleva a una mesa junto a la ventana. Antes de que hayan llegado siquiera a la mesa, él se detiene a hablar con algunos de los que están allí, y Eivor nota en sus miradas inquisitivas que ella es un bicho raro en ese ambiente. Un polluelo de cuco fuera del nido.
—Dos cervezas fuertes —dice él cuando llega la camarera. Ésta mira a Eivor—. Tiene dieciocho años —afirma Anders—. Doy fe de ello.
Eivor se pone roja de rabia. Sabe perfectamente que aparenta tener más de dieciocho años.
—No te había visto antes —aclara él mientras enciende su pipa—. A veces son un poco puntillosos.
—¿Cómo te ha ido hoy? —pregunta ella para dejar de lado lo ocurrido lo antes posible.
—Creo que bastante bien. Sin duda obtendré nota suficiente.
Les traen la cerveza, y alguien que dice llamarse Sten se acerca a la mesa y repite casi literalmente la pregunta que ella ha formulado antes. Pero la respuesta es totalmente distinta.
—No lo sé. Podría haber ido mejor. Por cierto, ésta es Eivor.
—¿Vas al colegio femenino?
—Ha alquilado uno de nuestros apartamentos.
—¡Ah! Ya entiendo. Bueno, nos veremos mañana. Adiós…
Cuando se marcha, Anders inclina la cabeza.
—Va a ser médico —dice—. Lo decidió cuando tenía siete años y no ha cambiado de opinión.
—Entonces supongo que su padre será médico.
—Y su madre también.
—¿Y tú?
—No sé. Tal vez abogado. Si es que no logro ser escritor. Todavía no me he decidido. ¿Quieres otra cerveza?
—Creo que no.
—Claro que vas a tomar otra cerveza. Señorita…
Pide otras dos cervezas fuertes.
Médico. Abogado. Escritor. ¿Qué pinta ella aquí? ¿Era de eso de lo que Liisa se reía con tanto desprecio? No puede negar que tenía razones para hacerlo…
—¿En qué piensas? —dice él.
—En nada —contesta.
—Entonces, ¡salud!
—Sí, salud.
Luego le pregunta a ella si le apetece acompañarlo a casa un momento. Van a venir unos cuantos amigos y van a tomar el té y escuchar un poco de música. Nada especial.
Ella no quiere, pero está cansada de decir que no todo el tiempo.
—¿Hay algún autobús?
—Iremos en taxi, naturalmente —dice él.
—Me refiero para ir a mi casa —aclara ella.
—Ya se arreglará —dice él—. Pero bebamos otra cerveza antes de marchamos.
—Gracias —dice ella.
Él pide al encargado del guardarropa que pida un taxi por teléfono y cuando salen a la calle el coche ya está esperando. Él sigue siendo cortés, le abre la puerta y luego entra por el otro lado. Es la primera vez que ella va en taxi desde que llegó a Borås, pero no lo dice, como es natural. Si no lo hace, se debe a que él nunca podría entenderlo.
—Tengo coche propio —dice él—. Un Morris. Pero en este momento está en el taller.
Cuando llegan, ella ve que el viaje ha costado once coronas. Es más de lo que ella percibe por dos horas de trabajo duro. Además deja dos coronas de propina y ello supone casi una hora más de trabajo.
La casa está vacía, ni siquiera está la criada.
—¿Cuándo vienen los demás? —pregunta ella.
—Enseguida —dice, ayudándola a quitarse el abrigo.
Le va enseñando la casa. Ella no había visto antes una casa tan grande.
En una habitación sólo hay flores, en otra sólo libros. En la planta superior está la habitación de él. Abre una puerta y le enseña que tiene su propio cuarto de baño. Hay fotos de mujeres regordetas colgadas en las paredes.
—Zorn —dice él—. Ése es Charlie Parker. —Señala la foto de un negro tocando el saxofón—. Es el mejor. Todavía. Tengo todo lo que ha grabado.
—Sí —dice ella.
Van a la planta baja, entran en la gran sala de estar. Sólo hay unas pocas bombillas encendidas y él le pregunta qué quiere para beber.
—¿Cuándo vienen los demás? —vuelve a preguntar ella.
—En cualquier momento —contesta él sacando botellas y vasos de un gran globo terráqueo del que se puede levantar la parte superior—. Toma lo que quieras. Yo voy a beber ginebra y pomelo. Hay tónica si lo prefieres.
—Sí, gracias —dice ella.
Pone el tocadiscos en marcha y suena como si estuvieran tocando la melodía en la habitación.
—Dizzy —dice él—. ¿Supongo que te gusta?
—Prefiero a Elvis Presley —contesta ella, y entonces él se ríe. No de modo desagradable, sólo indulgente.
—No tengo nada de él —dice sentándose al lado de ella en el sofá.
—¿Cuándo vienen los demás? —pregunta ella por tercera vez.
—Los oiremos cuando lleguen —dice él—. Ahora cuéntame cosas.
—¿De qué? —inquiere ella.
—De ti misma —dice él—. De la vida y la muerte. ¿Lees a Hemingway?
—No…
—Tendrías que hacerlo —dice él.
La bebida es fuerte y ella se estremece, cruza las piernas y se desliza hasta el rincón opuesto del sofá. Él no la sigue inmediatamente. Pero Eivor sabe ahora que la casa está vacía y que no va a venir nadie.
—Salud —dice él rellenando su propio vaso—. No tengas tanto miedo —añade después.
—No tengo miedo —replica ella. Y es verdad, no lo tiene. Además, él es bueno y no puede evitar comportarse de un modo tan estúpido. Naturalmente, no sabe hacer otra cosa.
Él pone otro disco y le dice que tiene que prestar mucha atención porque ahora es Charlie Parker el que toca. Ella intenta concentrarse en la música, pero no encuentra ninguna melodía y le parece que sólo es ruido.
—Escucha este solo que viene ahora —dice él.
Luego él se desliza más cerca de ella en el sofá y la rodea con el brazo.
Ella lo deja estar, no tiene miedo. Pero no puede evitar preguntar cuándo vienen los demás.
Él no hace caso a la pregunta. Finge que está totalmente absorto en la música.
Pero empieza a manosearle la espalda y ella siente la mano de él a través de la blusa, siguiendo el tirante del sujetador.
«Es culpa mía», piensa ella. «No tendría que haber venido. Ni siquiera tendría que haber salido con él.»
Él se le acerca aún más, y cuando se inclina hacia ella y quiere besarla, ella deja que lo haga. Pero cuando empieza a desabrocharle los botones de la blusa, ella le retira la mano.
—Puedes quedarte hasta mañana —dice él.
—No —dice ella.
—¿Por qué no? —pregunta él, y ella nota que está un poco borracho.
—No quiero —contesta ella.
Luego él vuelve a besarla, apoya una mano en uno de sus pechos y ella le deja que lo haga.
—No me dejes marcas —dice cuando él la besa en el cuello.
Cuando él empieza a desabrocharle la blusa de nuevo, ella le empuja hacia un lado.
—¿Por qué haces eso? —pregunta él.
—Porque no quiero —contesta ella.
—¿Tan mala opinión tienes de mí? —dice él.
—No te conozco —contesta ella.
Luego se sientan tranquilos a escuchar música. Cuando el disco va terminando lentamente, él se abalanza de repente sobre ella. Caen al suelo y él se queda tumbado encima de ella con las piernas entre las de ella, apretándolas hacia fuera. Todo ocurre tan deprisa que a ella no le da tiempo de defenderse, pero cuando nota que él le oprime los genitales con la mano, reacciona como si le quemara. Logra sacar una de sus manos y darle un golpe en la cara.
Luego se suelta y se arregla la ropa.
—¿Por quién me tomas? —grita encolerizada, como si fuera ella la que ha sido golpeada.
A pesar de que la habitación está en penumbra, puede ver la marca que le ha dejado en la mejilla. Él se levanta y se sienta en el sofá.
—Por una rocker de esas.
—Con la que se puede hacer lo que quieras —contesta ella poniéndose de pie.
—Fuera de aquí —dice él—. Vete al infierno.
Le tiembla la voz, llena de desprecio e inseguridad.
—¿Cuándo vienen los demás? —pregunta ella en tono sarcástico. No le tiene miedo aunque la casa sea grande, tenga coche propio y mucho dinero—. Sí, ya lo sé.
—Fuera de aquí —vuelve a decir él—. ¡Lárgate!
—Sí —dice ella.
Se pone el abrigo y lo último que oye al abandonar la casa es que él ha vuelto a poner el disco. No sabe si la misma cara o si le ha dado la vuelta…
Le toca esperar casi una hora a que llegue un autobús y se pone a tiritar de frío.
«Vaya mierda», piensa cuando entra por fin en el calor del autobús. «Es un mierda de lujo. ¿Serán todos así, sin excepción?»
Por un momento le preocupa el contrato de alquiler. Pero no, él no va a contar en casa que ha traído a una chica que trabaja en Konstsilke. Ni siquiera una que da la casualidad que alquila un apartamento que es propiedad de ellos.
«Vaya mierda», piensa de nuevo. «Me imagino lo que tiene que ser vivir con alguien así…»
Liisa finge que no está interesada, pero Eivor se lo cuenta, sin omitir ningún detalle, menciona la habitación en la que sólo había flores y cómo se lanzó él sobre ella.
—¿Ves? —dice Liisa—. ¿Qué te dije?
—No dijiste nada —responde Eivor.
Y luego se pone en pie, sacudiendo la cabeza. La pausa para el desayuno ha concluido, tienen mucho que hacer y parece que hoy está llegando de la sección de hilado material de mala calidad. Va a ser un día realmente malo. Si empieza mal, es raro que mejore.
Así de simple.
Cuando Elna llega a Borås, Eivor está esperándola en la estación. Se produce un alegre reencuentro. No tienen tiempo de sentirse incómodas, pues inmediatamente se dirigen al nuevo apartamento de Eivor. Son poco más de las cinco de la tarde de un martes cuando ellas van andando a través de la ciudad, turnándose para llevar la maleta de Elna.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —pregunta Eivor mientras atraviesan la plaza Grande y Elna se queda mirando la gran fuente.
—Toda la semana —contesta ella.
—¿Va todo bien por casa? —pregunta Eivor.
—Erik te manda recuerdos —dice Elna.
Y luego siguen andando por la ciudad, madre e hija, y Eivor no puede evitar su satisfacción cuando casualmente se encuentran con uno de sus compañeros de trabajo en la calle Stengärdesgatan. Ambos se saludan con una inclinación de cabeza.
—¿Quién era? —pregunta Elna al cabo de unos minutos.
—Uno del trabajo —contesta Eivor.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé —responde Eivor—. Hay tantos trabajando allí.
—¿Así que ni siquiera sabes sus nombres?
—Ya hemos llegado —dice Eivor—. Es aquí.
Ahora que está aquí, junto a su madre, ve lo abandonada y deteriorada que está la casa. No puede dejar de pensar en el palacete de Brämhult y en la señora Fåhreus, la dueña de la casa a la que aún no ha visto.
—¿Aquí? —dice Elna sin ocultar su disgusto.
—Está algo mejor por dentro —dice Eivor.
—Eso espero.
Elna da una vuelta por el pequeño apartamento sin decir una sola palabra. Los muebles que Eivor, con la ayuda de Liisa y de uno de sus amigos finlandeses, ha trasladado hasta allí no son nada del otro mundo. Los ha comprado por muy poco dinero en la Oficina de Subastas. Por lo que sabe, los muebles eran de una casa de huéspedes que ha cerrado. Cama, sofá desvencijado, mesa de teca, lámpara de pie, unas sillas de madera, una mesa de cocina en la que alguien ha grabado una gran cabeza de diablo. Eivor se sienta en el sofá y deja que Elna deambule por el apartamento. Le recuerda al gato de Anders cuando llegó por primera vez al apartamento de ellos en Hallsberg, ese modo de oler con cuidado metro a metro antes de avanzar, y luego empezar de nuevo desde el principio…
—¿Cómo está el gato? —le grita a Elna, que se ha metido en la cocina y por tanto no la ve.
—Está bien. ¿Por qué?
—Sólo quería saberlo.
Elna sale de la cocina y parece satisfecha. El rictus severo y sospechoso ha desaparecido. Se sienta en una de las sillas que hay junto a la estufa.
—Está en el centro de la ciudad —dice Eivor—. Como te escribí en la carta. Sólo se tardan siete minutos en ir andando al trabajo si se va deprisa.
—¿Qué tipo de vecinos tienes? —pregunta Elna.
Eivor no tiene ni idea, sólo ha estado allí dos noches.
—Es gente normal, supongo.
—Todos son normales —dice Elna.
—No en una ciudad tan grande como ésta —responde Eivor.
Elna la mira, reflexionando, pero no la interroga más.
—¿En qué puedo ayudarte? —pregunta.
Eivor le enseña el libro amarillo con las condiciones del alquiler. En la página de las cláusulas especiales está escrito con tinta negra que tiene derecho a empapelar las paredes o pintarlas por sus propios medios.
—La cocina —dice—. Está horrible. Si pudiéramos pintarla. Y luego hacen falta cortinas.
—Las cortinas son caras —dice Elna.
—No en una ciudad textil —contesta Eivor—. Hay tiendas de retales donde cuestan muy poco.
A Elna también le parece que la cocina tiene un aspecto triste.
—Blanca —dice Eivor.
—Azul —dice Elna.
—Las cocinas tienen que ser blancas —insiste Eivor.
—Aquí iría mejor el azul —sugiere Elna—. Un tono azul claro.
—Mamá, es mi cocina. ¡Y la quiero blanca!
Luego ya no hablan más. Eivor prepara la comida y por la tarde van a dar un paseo por el centro y Eivor la lleva hasta la fábrica de Konstsilke, de cuyas chimeneas brota humo.
—¿Te gusta? —pregunta Elna.
—Más o menos —responde Eivor—. Pero voy a buscar trabajo en Algots en cuanto haya puesto orden en todo. Está claro que yo soy costurera.
—Jenny Andersson decía que eras muy aplicada —recuerda Elna.
Su respuesta es algo ambigua, aunque Eivor no acaba de entender a qué se refiere. ¿Querrá decir que la valoración de Jenny Andersson sobre su capacidad no va a tener importancia cuando busque trabajo en Algots? Allí seguro que también buscan buenas costureras…
Por la tarde, Eivor quiere que Elna le cuente cómo le va por Hallsberg, pero su madre no tiene mucho de que hablar. Todo sigue igual. Parece que casi se irrita cuando se ve obligada a reconocer que no hay noticias, y el rostro se le ensombrece.
—Sin embargo, tengo noticias de tu abuelo —dice ella—. Está mal de las piernas. Tal vez no pueda trabajar hasta la jubilación.
—¿Qué le pasa en las piernas?
—Tiene problemas circulatorios. Y hernias.
—¿No se puede hacer nada?
—Ya está tan agotado después de todos estos años en la fábrica que no hay mucho que hacer. Pero te manda recuerdos. La abuela también, naturalmente.
—Ella no tendrá ningún problema, ¿verdad?
—Nunca lo ha tenido.
Elna arregla el sofá para dormir. Se ha traído las sábanas con el fin de dejárselas a Eivor.
Como Eivor tiene que levantarse temprano al día siguiente, se acuestan sobre las diez. A través de las ventanas sin cortinas entra la luz de una farola. Eivor se duerme en cuanto se acuesta, pero Elna se queda despierta escuchando la respiración de su hija…
Al día siguiente, cuando Eivor vuelve del trabajo ya hay cortinas en todas las ventanas y Elna ha pintado también la cocina. Ha tenido el tiempo justo para terminar y la cocina resplandece de color azul claro, que no está seco aún.
Eivor ve que el color azul queda bien, pero no es capaz de reconocerlo.
—Dije que blanca —le reprocha enfadada.
—Estás viendo con tus propios ojos que queda mejor de color azul —contesta Elna, y Eivor se da cuenta de que está dispuesta a defenderse, a discutir si es necesario. Se lo plantea durante unos minutos silenciosos y tensos, pero desiste, no puede empezar a discutir. Entiende de repente el contenido real de algo que antes creía que era sólo sensiblería. Descubre el miedo de Elna y por primera vez en su vida le da lástima; ella, que la ha parido, la ha criado, que no ha tenido tiempo para vivir su propia vida. Tal como está ahora con la brocha en la mano, se vuelve indefensa y pequeña, gris y disculpable, como una especie de personaje femenino de Chaplin. Eivor se da cuenta de que ha crecido más que ella, que el azul de la cocina es un intento desvalido de mantener por encima de ella una determinación que ya no es posible. Si Eivor hubiera dicho azul ayer, tal vez hoy tendría una cocina blanca…
Le resulta difícil mirarla a los ojos, sentir lástima por alguien implica casi siempre también una sensación de incomodidad.
—Realmente tienes que haber trabajado duro —dice evasiva, pensando que en realidad debería darle un abrazo. Pero eso también le resulta difícil.
—Me he divertido —contesta Elna—. ¿Qué te parecen las cortinas? ¿A que no sabes cuánto me han costado?
—Voy a preparar la comida —dice Eivor quitándose el abrigo y entrando en la cocina mientras Elna se dirige al cuarto de baño a limpiar la brocha y lavarse las manos. Alubias negras con carne de cerdo. Eivor las sirve en platos desportillados que también proceden de la casa de huéspedes que ha cerrado. Cuando acaban de sentarse llaman a la puerta, y cuando abre Eivor, se encuentra a Liisa en la puerta.
—Ha llegado mi madre —anuncia Eivor.
—Se me había olvidado —dice Liisa entrando.
Eivor saca un plato más cuando Liisa no declina la invitación a comer con ellas, como Eivor esperaba que hiciera. Tiene sentimientos contradictorios. Por una parte quiere mostrarle a Elna su nueva vida, pero a la vez quiere mantenerla fuera. Como si tuviera miedo de que alguien le dijera que son parecidas, cosa que es cierto…
Y, como es natural, va tan mal como ella temía. Elna parece insegura en presencia de Liisa y comete el error que, según opina Eivor, es el peor de todos: la locuacidad. Un torrente de palabras que no significan nada, que sólo crean desconcierto y ansiedad. Eivor percibe como adulación la amabilidad de ella hacia Liisa, su modo de contestar anticuado. Pero Liisa enseguida se siente cómoda. Eivor se queda al margen. Picotea la comida y nota cómo la ira contra Elna crece y crece.
—¿Por qué estás tan callada, Eivor? —le pregunta Liisa, y se sirve más leche de la jarra de la casa de huéspedes.
—¿Te parece que lo estoy? —responde ella.
—Claro que sí —dice Elna, y si las miradas mataran…
Pero Elna sobrevive y no cesa de preguntar, sobre Finlandia y sobre Tammerfors, sobre los fríos inviernos y los miles de lagos. Liisa parece estar pasándoselo muy bien y termina preguntando, a su vez, cosas de Hallsberg. Eivor empieza a quitar la mesa y se queda en la cocina todo el tiempo que puede, entre las paredes azules…
—Y ahora vamos a tomar café —propone Elna.
—Yo tengo que irme —dice Liisa—. Sólo pasaba por aquí.
—Pero tendrás tiempo de tomar un poco café —dice Elna.
—No, gracias —dice Liisa—. He de irme a casa.
Y luego se marcha.
—Una chica agradable —comenta Elna.
—Hay que ver la de tonterías que has dicho —le reprende Eivor.
Elna se queda paralizada de camino a la cocina con una bayeta en las manos.
—¿Qué quieres decir? —pregunta, y Eivor nota su sorpresa. Pero es normal. ¿Qué va a entender ella?
—Ya me has oído. Has estado a punto de marearla de tanto hablar.
Elna se queda de pie un momento mirando a su hija. Luego entra en la cocina y no contesta hasta que vuelve.
—¿Sabes una cosa? —dice—. No creo en absoluto que la haya mareado de tanto hablar. Seguro que ella no se lo ha tomado así. Pero tú sí. Tú no has logrado articular ni una palabra. Y no podías soportarlo.
—Estás loca —dice Eivor apretando los puños.
—No vuelvas a hablarme de ese modo. Te lo advierto.
—Yo hablo como me da la gana.
—No cuando te dirijas a mí.
—¡Maldita vieja!
La calma no es lo mismo que el silencio. Cuando las palabras se han disipado en el aire es como si otras corrientes de sentimientos allanaran el camino. Igual que ahora, cuando Elna está de pie y parece que alguien le haya golpeado en la cara, un bofetón de una persona de la que se esperaba un abrazo, una caricia o un ramo de flores. Y Eivor, que está de pie mirando el sucio papel de las paredes, en silencio, pero temblándole todo el cuerpo, es quien rompe el silencio al final, en voz baja, apenas audible.
—Madre —dice—. Quiero vivir aquí en paz. Es mi vida, mi apartamento. Mi amiga…
—Tú fuiste la que me pidió que viniera —contesta Elna.
—Lo sé —responde Eivor—. Pero… no funciona.
—¿Qué es lo que no funciona?
Eivor la mira mientras contesta.
—Siempre terminamos discutiendo. Quiero estar en paz. Algunas de las cosas que dices me parecen muy raras. Es como si estuvieras…
—¿Como si estuviera qué?
—De alguna forma celosa.
—Y lo estoy —contesta Elna—. Sinceramente, sin duda alguna. Creía que lo habías entendido. Estar aquí pintándote la cocina es como entrar en mi propio sueño perdido. Cuando tenía tu edad. No la he pintado de azul para demostrar que yo soy la que decide. La he pintado de azul porque yo soñaba entonces con tener una cocina azul… Cuando creía que mi vida sería distinta. Pensaba que lo habías entendido. Pero evidentemente me he equivocado. —Se sienta y continúa—. Sólo tengo treinta y seis años. No es que tenga ya treinta y seis años. Es natural que me dé envidia lo que haces. Y entonces me remuerde la conciencia, aunque sé que no debería hacerlo. Pero no sólo es el recuerdo de un sueño frustrado lo que tengo que soportar. También estoy tremendamente impaciente porque en mi vida no ocurre nada. Ahora que no tengo que pensar en ti. Es como si hubiera perdido la capacidad de pensar Mío, Mi, Mis… He deseado que llegara este día durante veinte años. Desde que naciste. Para ver que puedes valerte por ti misma. He esperado durante veinte años, miles de días, miles de noches. Y ahora parece que hubiera olvidado cómo comportarme. ¿Sabes? Voy por ahí, por Hallsberg, y de repente siento que he empezado a ver a ese gato asqueroso como…, casi como un hijo. Sé que esto tengo que solucionarlo yo sola. Pero hasta ahora ha sido sólo terriblemente…
—¿Y Erik?
—Él… Bueno… Él no entiende mucho de esto…
—¿Has hablado con él?
Elna sacude la cabeza.
—No, todavía no. También eso me da miedo. Me da miedo todo. Pero, naturalmente, me alegro de que te vaya bien. Si no fuera así, no tendría envidia, ¿verdad?
—No —responde Eivor lentamente.
Ahora comprende.
La madre se transforma en Elna y Elna se transforma en persona. No es ninguna idea descabellada que fuera ella la que viviera aquí, la que trabajara en Konstsilke, la que tuviera a Liisa como amiga.
—¿Puedo ayudarte? —pregunta.
—No —contesta Elna—. Ahora no, aún no. Pero gracias de todos modos. Ha sido bueno que hayamos podido hablar de esto. Aunque desearía que no me volvieras a llamar «maldita vieja», por muy enfadada que estés. Dime lo que sea, pero eso no.
—No era mi intención.
—Sí, claro que lo era. Puedes enfadarte cuando quieras. Pero utiliza simplemente otra palabra…
—Bueno… ¿Quieres tomar café?
—Sí, gracias. No hablemos más de esto.
Y así lo hacen. Ninguna de ellas tiene nada que añadir. Cuando ya se ha dicho lo que se tenía que decir, hay que dejar que los pensamientos rueden en paz.
Cuando Eivor se despierta a la mañana siguiente, Elna no está. Las sábanas están dobladas encima del sofá y hay una carta sobre la mesa, una carta escrita a lápiz en una bolsa de papel.
«Eivor:
»Me he pasado toda la noche en vela. Y he llegado a la conclusión de que es mejor que hoy mismo me marche a casa en el tren de la mañana. Todo está bien. Veo que te las arreglas estupendamente. Saluda a Liisa de mi parte. Viajo a casa para ocuparme de mí. No estoy enfadada y espero que tú tampoco (ilegible) lo estés.
»Saludos,
»Elna.»
La palabra mamá está tachada, pero con una sola raya y se puede leer.
Eivor lee la carta y se pone triste, casi sentimental.
«Vuelve, madre», piensa. «Vuelve, por lo que más quieras…»
Y luego sale corriendo hacia la fábrica. Pasa el cuartel de bomberos y el balneario. La Casa del Pueblo a la izquierda, por la vía férrea, y se introduce en el estruendo de las máquinas.
Cuando ficha a la entrada, piensa que ha llegado el momento de hacer realidad sus sueños de buscar empleo como costurera en Algots. Ahora ya no hay ninguna excusa para posponerlo. Tendrá que ser antes de que se derrita la nieve.
Pero ¿cómo lo va a hacer?
Sí, Annika Melander, que ha trabajado como costurera en Algots, debe de saberlo, y Eivor la conoce en el Cecil. ¿Dónde sino?
Es sábado por la tarde a principios de marzo, el Cecil está lleno, la fiesta ha empezado y las mesas y las sillas se mezclan y cambian continuamente de ubicación. Eivor quiere fuego para su cigarrillo y por casualidad Annika Melander tiene cerillas. Pero el cigarrillo no quiere encenderse, las cerillas se apagan, un intento más, se ríen y luego empiezan a hablar. A su alrededor se camuflan botellas con refrescos preparados, mitad aguardiente, mitad agua. Por el aire circulan distintos planes para la tarde, chocan, se rechazan, o se agregan al montón de posibilidades. La tarde es joven aún, los chicos están de pie, como halcones medio borrachos oteando la presa adecuada. Comparten información y experiencias, los comentarios sobre las chicas son groseros, pero no despiadados. La que se deja con demasiada facilidad no es necesariamente la más solicitada, y la que es considerada una estrecha incita a la lucha…
Las muchachas se inclinan sobre sus botellas de Coca-Cola, vigilando cigarrillo en mano sus posibilidades, preocupadas porque él no ha llegado o demostrando un llamativo interés por otro, o, simplemente, aparentando desinterés. De la máquina de discos sale un continuo crujido, cuando terminan los Streaplers llega el Rey en persona con Won’t you wear my ring…
El sombrío dueño del café le dice a alguien que no grite tanto.
—Trabaja en el almacén —dice Annika Melander—. Se altera un poco cuando bebe. Pero es buena persona.
—¿En qué almacén? —dice Eivor.
—En Algots.
—¿Trabajas tú allí?
—Sí. ¿Tú también?
—No, pero me gustaría hacerlo.
Annika Melander tiene diecinueve años, vive en Gånghester y lleva más de un año cosiendo para Algots. Se siente más o menos cómoda allí, el ritmo de trabajo es muy rápido, los capataces son meticulosos, y a menudo resulta monótono pasarse un día tras otro cosiendo las mismas costuras de un lote grande de pantalones o blusas. Pero cuando Eivor le ofrece un cigarrillo y muestra tanto interés en empezar en Algots, ella no puede evitar describirlo como el mejor lugar de trabajo…
—Sólo tienes que subir a la oficina de personal —dice ella—. Necesitan gente. Han empezado a aparecer por allí yugoslavos y todo tipo de gente.
Eivor trata de averiguar cuánto sabía cuando empezó en Algots, pero es interrumpida sin cesar.
Entonces alguien llama a Annika desde otra mesa y ella desaparece. Apenas se levanta de la silla ya hay un chico sentado en ella. No uno, sino dos compartiendo la silla.
—¿Conoces a Annika? —pregunta uno de ellos, el que tiene el pelo largo peinado hacia atrás y le cae por la nuca.
Eivor los conoce a todos y no conoce a ninguno, pero está a punto de fundirse con esas personas que sólo viven para sus coches grandes, para las tardes de los sábados, para las escapadas a Gotemburgo o a Kinna, Dalsjöfors o Bollebygd. Ella ya no es ninguna cara extraña y, como va sola, siempre la invitan a tomar algo o a ir en coche de acompañante.
Cuando Annika vuelve poco después a la mesa y le pregunta si quiere acompañarlos, Eivor se levanta enseguida, no necesita saber adónde. Evidentemente ha llegado el momento de la partida y entonces todo sucede a una velocidad increíble, no hay tiempo para dudar, es hora de vivir en serio la noche del sábado…
Se desliza con Annika en el asiento trasero de un Ford pintado de blanco, de fabricación americana, y ahora elevado en Borås al rango de coche de rockers, después de haberlo utilizado un chatarrero en Hedared durante algunos años como si fuera el automóvil de un ejecutivo. En el asiento delantero van tres chicos apretujados; en el trasero, Annika y Eivor con otros dos flanqueándolas. Hay poco espacio y mucho humo. En el portaequipajes hay un tocadiscos a pilas que salta y reproduce bandas sonoras extrañas. El coche se pone en marcha meciéndose lentamente, alguien más quiere entrar pero lo apartan, van al completo.
—¡Avanza de una vez, joder! —grita el que va sentado al lado de Eivor.
El coche da una sacudida y se ponen en marcha. Nueve vueltas alrededor de la plaza, lentamente, con un aire que puede parecer dignidad. Los típicos vehículos de los rockers van pegados unos a otros, un Volkswagen se mete dentro de la serpenteante fila pero está perdido, no tiene nada que hacer allí. Vueltas y vueltas, hablan por las ventanillas acerca de alguien que se ha fracturado el hombro, de los controles de tráfico en la carretera que va a Gotemburgo, de alguien que ha dejado de fumar…
—¿Quieres? —pregunta el que está sentado al lado de Eivor ofreciéndole una botella. Ella bebe un sorbo, es vodka, seguro, mezclado con algo de naranja, está más bien templado, pero ella bebe, como es natural. No sabe el nombre del que le ha dado la botella. Sí, ahora recuerda, le llaman Nisse. Nisse Talja.
A la décima vuelta se salen de la fila y echan anclas en el quiosco de salchichas que está frente al teatro. «Si alguien no quiere, que lo diga.» Las chicas compran. «Y recuerda que yo la quiero con pepinillo, no con cebolla y porquerías de esas…»
Junto al quiosco estalla de repente una pelea, alguien ha cometido el gran error de intentar colarse y eso sólo puede acabar de un modo. Las bandejas de puré vuelan por los aires y los dos que se pelean ruedan por la nieve fangosa y sucia, dando patadas y rugiendo. De todos los coches sale gente, y unos y otros están de acuerdo en que la pelea es mala, fallan todos los golpes. Pero la lucha cesa cuando suena la sirena de un coche de policía. Acabar con la nariz sangrando y una ceja rota es, sin duda, un mal asunto. Los policías se bajan del coche, se quedan vigilando sólo un momento y luego siguen su marcha. La cola vuelve a organizarse, las salchichas y las monedas cambian de dueño y es entonces cuando alguien lanza la consigna de que va a haber un concierto en Gislaved a medianoche. Nada menos que The Fantoms, que no son nada malos, qué demonios, y el bajista ha tocado antes en The Rockets. Gislaved no queda lejos, es un poblacho de mierda al otro lado del linde con Småland, vamos allá. Pero antes unas vueltas más alrededor de la plaza, otra vez dentro de la fila de coches marchitos. De una ventanilla a otra se difunde la noticia de Gislaved, los que aún no llevan chicas en el coche frenan y tratan de seducir a las que deambulan junto a la barandilla del Viskan. Aquí no cabe ni una mosca, pero deberíamos haber traído remolque, porque aquellas dos no están nada mal. Además son hermanas…
A la novena vuelta alrededor de la plaza hay suerte. Algunos dixies con su maldita ropa de lona y sus gestos altivos se han despistado y entrado en la zona prohibida. Naturalmente se les expulsa con insultos y amenazadores frenazos. No se puede con las sabandijas, si no se escapan raudo siempre hay riesgo de peleas. Pero parece que éstos mantienen el juicio y desaparecen rápidamente por una calle transversal. ¿Quién no recuerda a aquel loco que hace un año rasgó un póster de un concierto de rock? No debía de tener muchos conocimientos de cómo funcionan las cosas, pero los adquirió cuando le metieron a empujones en un coche y, con una caravana detrás, lo llevaron hasta una zona propicia y aislada del bosque, donde a la luz de los faros de los coches le dieron tal paliza que no pudo ir al instituto durante mucho tiempo… Sí, ése es un buen recuerdo.
Sobre las nueve parten para Gislaved, y después de llenar el depósito el Ford enfila por las oscuras carreteras. Eivor nota un brazo a su alrededor, vuelve la cabeza inmediatamente y alguien la besa. El chico huele a aguardiente y a tabaco, pero seguro que ella también, así que puede considerarse que es lo mismo. Pero aún no sabe cómo se llama…
En Gislaved, como era de esperar, el desbarajuste es total. Los coches se amontonan en los aparcamientos, hay que repostar continuamente, allí llegan dos Chevrolet de Huskvarna y, ¡cielos!, ¿no es Gånge-Rolf, el de Smålandsstenar, quien llega derrapando en su Packard, repleto de chicas dando alaridos…?
El local está abarrotado. Alguien ha vomitado en un rincón, pero los vigilantes se mantienen al margen, entrar e intentar sacar a alguien de allí podría acabar en una masacre y arruinar el parque público en sólo una hora. ¿No podrían afinar deprisa sus malditas guitarras y ajustar los amplificadores? Van a estallar, el suelo cruje bajo la muchedumbre excitada.
The Fantoms, de Gotemburgo, tocan durante una hora exacta. El cantante no da demasiados alaridos, pero el de la batería está descontrolado, ha aprendido que hay que tocar con brazos y piernas. Al final hacen dos bises, Ghostriders y un popurrí de Presley. Pero luego se acaba inmediatamente, por más quejas que haya. Entonces vuelve el jaleo a la calle. Se ve a chicas perdidas buscando sus coches, y a otras intentando encontrar a alguien que las lleve a casa, pues con quienes han venido están armando follón. Se forma la caravana, Gislaved contiene el aliento y en el club deportivo cuentan la caja. Poco después cae el silencio de la noche, se ven los últimos destellos de luces traseras y los guardias jurados hacen el recuento: trece sillas rotas y cuatro ventanas destrozadas. Es un buen resultado, el club deportivo va a tener ganancias. The Fantoms ya van de regreso a Gotemburgo. Una chica ha insistido y ha logrado acompañarlos. Va encajada en el asiento de atrás en el autobús del grupo y el guitarrista, Lasse «Dedo Inquieto», haciendo honor a su nombre, ya ha metido la mano izquierda en los pantalones de la muchacha. Van a soltarla en Götaplatsen, luego que se las apañe por su cuenta…
La caravana regresa deslizándose a lo largo de las carreteras oscuras. The Fantoms han dado vida a la noche del sábado, y nadie piensa en terminar aún. En el coche hace calor, siete personas resoplan de satisfacción. Pero, naturalmente, no es bueno que sólo vayan dos chicas con ellos en el coche. Por eso nadie protesta cuando uno del asiento delantero se acuerda de repente de que conoce a alguien que da una fiesta en Sexdrega. No están muy lejos de allí, treinta minutos conduciendo y no son más que las dos.
La fiesta tiene lugar en una vieja casa en ruinas y es un caos total. Hay tres tocadiscos lanzando una alocada música discordante. Mesas, sillas y alfombras están amontonadas en los rincones, todavía hay gente bailando, pero la mayor parte o están tumbados durmiendo en un estado más o menos inconsciente, o están metiéndose mano en la oscuridad.
Nisse Talja sigue aferrado a Eivor cuando entran. Ella quiere bailar pero él tiene otro tipo de necesidades y la lleva a un rincón, detrás de un sofá que hay tirado en el suelo.
—Ahora vamos a follar —dice él tirando de ella hacia la alfombra.
—De eso nada —replica ella.
—¿Qué diablos pasa? —pregunta él.
—Tengo la regla —dice ella.
Y ya está. No tiene la regla, pero es el modo más efectivo de prevenir una situación de la que puede ser difícil salir. Ha estado invitándola a aguardiente toda la tarde, es uno de los propietarios del coche, le ha pagado la entrada en Gislaved; no ha sido fácil negarse, sobre todo cuando ya estaba preparado con el preservativo en la mano. Pero no se libra de frotarle la entrepierna con la mano, fuerte y decididamente, él la dirige. Mientras no tenga que mirar no le importa gran cosa…
Cuando se despierta al amanecer, Annika está tiritando frente a ella con la cara pálida, cansada después de la larga noche.
—Nosotros nos marchamos —dice—. Date prisa si quieres acompañamos…
Cuando llegan a Borås, ha empezado a clarear. El que conduce tiene la amabilidad de dejarla en la puerta.
—Hasta la vista —gruñen los que van sentados en el coche. Lo último que ve Eivor es el rostro de Annika, durmiendo apoyada contra una de las ventanillas del asiento trasero.
Vuelve a ver a Nisse Talja, pero entre ellos no surge nada. Sin embargo, sale durante un mes con Jörgen, uno de los que iban sentados en el asiento delantero y al que ella en realidad sólo le vio la espalda. Es bastante callado, excepto cuando bebe. Entonces vocifera más que nadie. Pero no es demasiado beligerante, su chulería sólo le ayuda a ocultar que es tímido y vergonzoso, siempre le sudan las manos. Pero a ella le gusta y a veces, cuando tiene tiempo —trabaja como repartidor de pan—, va a buscarla a la puerta de Konstsilke.
Un sábado por la tarde se quedan en casa de Eivor y, aunque ella no quiere, terminan haciéndolo. Él lleva condón, pero resulta un fracaso, ella no siente nada y después están tan avergonzados que al final a él le parece que lo mejor es marcharse. A pesar de que llevaba preservativo, los catorce días siguientes está ansiosa, un continuo darle vueltas a las cosas: ¿Y si? ¿Y si aun así? Aunque…
Pero al final le baja la regla, como era de esperar, y ello hace que se sienta más segura. Sólo hay que tomar precauciones, no tiene por qué ocurrir nada. Si luego ella no siente nada es debido a su propia incapacidad. Pero resulta extraño que ella no se derrita por dentro, como hundiéndose en colchones de plumas…, según pone en las revistas.
Dios la libre de ser tachada de boba, como si fuera una estrecha. Antes que eso prefiere acostarse con ellos. La preocupación por quedarse embarazada no es mayor que la de quedarse sola, no poder acompañarlos, que la dejen fuera de los coches, fuera de la comunidad. Porque hay una comunidad, la mayoría de las personas con que se relaciona, tanto chicas como chicos, esconden bajo las frías y maquilladas máscaras sentido del humor y sensibilidad. Las chicas hablan de niños, los chicos tienen sus sueños. Y si alguno no tiene dinero una tarde, siempre hay algún otro que se lo presta. Si alguien va a mudarse, acuden todos los que pueden a ayudarle a trasladar cosas. Pero, naturalmente, también hay ovejas negras, pendencieros y figuras oscuras con las que nadie quiere relacionarse. De todos modos, Eivor considera que está creciendo y, después de pocos meses, formará parte de esta ciudad que una vez percibió como una fortaleza inexpugnable…
Abril, el tiempo es cálido y ventoso. De Skagerack y Västgötaslätten ya llegan aires de primavera. El humo de la fábrica apunta hacia el cielo azul. El día que Eivor decide pasar de ir al trabajo por primera vez hace buen tiempo. Bueno, no es así del todo. El viernes avisó al capataz Sin Rabo de que tenía que ir al dentista y él simplemente asintió, ella no se había ausentado ni una hora hasta el momento. Liisa y Axel Lundin harían juntos el trabajo a destajo durante la jornada. Pero ella no va a ir a ningún dentista, aunque tal vez lo necesitaría. A veces le duele por la parte izquierda de la mandíbula inferior. Tendrá que ser en otra ocasión, ahora le urge un asunto más importante. Va de camino a la oficina de personal de Algots a buscar trabajo. A veces duda, pensando que lo mejor es que se quite todos esos planes de la cabeza. En Konstsilke está a gusto, aunque el ruido es atronador y sólo pueda aspirar a ser una simple trabajadora de fábrica. Pero no hacerlo sería traicionar su propio sueño, y ese sueño ha sido constante, casi valiente…
Pero mientras sube la escalera hacia la oficina de personal va tranquilísima, se siente segura de sí misma.
La puerta se abre y sale una mujer de pelo oscuro y piel morena. Se acuerda de lo que le dijo Annika Melander acerca de que Algots había empezado a emplear mujeres de Yugoslavia. Parece que ahora ya no es suficiente con las finlandesas. Sin duda, Eivor va a ser capaz de coser igual de bien que una de ésas…
Llega su turno. El asistente de personal es joven y se llama Hans Göranson. No debe de tener más de veinticinco años, pero ella ya percibe una barriguita incipiente debajo del chaleco.
Encima de su escritorio tiene la carta que ha enviado Eivor. Lee los certificados que ha recibido de Jenny Andersson en Örebro y asiente con la cabeza.
—No está mal —dice mirándola—. ¿Cuándo podrías empezar?
—En cualquier momento —contesta ella.
—No, no puedes irte así como así de Konstsilke —dice él—. Pero ¿qué te parece dentro de un mes? ¿El 15 de mayo?
Ella asiente.
—¿Trabajas a destajo en Konstsilke? —pregunta él, y ella asiente de nuevo—. De acuerdo —dice él poniéndose los brazos detrás de la nuca—. Porque puedo prometerte una cosa, y puedes tomártela como quieras, como una promesa o como una amenaza, pero aquí se trabaja. Quien no echa el resto no tiene nada que hacer. El trabajo es duro, pero está bien remunerado.
—No dudo de que seré capaz de hacerlo —contesta ella, a la vez que se pregunta a qué se refiere con lo de bien remunerado. Los sueldos de Algots no son mejores que los de Konstsilke, según le ha contado Annika. La única diferencia es que ellos fabrican y que no hay el mismo ruido ensordecedor en el puesto de trabajo.
—Está bien —añade él—. Queremos chicas jóvenes. Chicas que trabajen. Pero no puedo prometer nada por el momento. Te llegará una carta. ¿Es ésta tu dirección?
—Sí —contesta ella—. ¿Cuándo me contestarán?
—Pronto —dice él.
Él no se levanta cuando Eivor sale.
—Dile a la siguiente que pase, por favor —le indica.
Hay otra mujer de piel oscura esperando. Parece tener miedo y mira asustada a Eivor. Pero al final comprende que ha llegado su turno y se santigua antes de entrar…
No ha sido tan difícil. Ella atraviesa el centro y está segura de que obtendrá el trabajo. En realidad no tiene ganas de volver a la fábrica, sólo le apetece andar, salir del centro, moverse, respirar. Pero mata esas ganas rápidamente, cada corona es necesaria. Apenas tiene lo imprescindible…
Un sábado por la tarde del mes de abril parece que el mundo se hubiera parado. No ocurre nada, nadie sabe de ninguna fiesta. En el Parken tocan orquestas aburridas y… No, ¿qué demonios pasa? ¡Qué asco de sábado! ¿Qué hacemos?
Eivor viaja con Unni y el chico de ésta, Roger, que tiene un Borgward. La serpiente automovilística de costumbre se desliza alrededor de la plaza, pero todo está terriblemente tranquilo. Van los tres sentados en el asiento delantero. Unni, a la que Eivor ha conocido en una fiesta, ha apoyado la cabeza en el hombro de Roger y mastica su chicle con frenesí. Eivor tamborilea con los dedos en la manija de la puerta del coche y piensa en Lasse Nyman. ¿Se podrá enviar una carta a una cárcel? Pero ¿qué le va a escribir…? Y, además, ¿dónde está?
—Creo que me voy a casa —dice ella impaciente.
—¿Por qué? —pregunta Unni.
Ella se queda sentada y, a la siguiente vuelta, Roger detiene el coche en el mismo sitio y alguien entra y se sienta en el asiento trasero.
—¿Conoces a Jacob? —pregunta Roger mirando a Eivor.
Ella se da la vuelta y saluda con la cabeza al chico que ha entrado.
—Eivor —dice ella.
—Jacob —responde él.
Roger ha cerrado las cortinas de las ventanillas traseras, así que a Eivor le resulta difícil ver la cara de Jacob en la oscuridad. En realidad lo único que distingue es que tiene el pelo rubio.
—¿Qué hacemos? —pregunta Roger—. ¿Sabes de algo?
—No —contesta Jacob.
Una vuelta más, pero la tarde les da la espalda, no ocurre nada.
No sabe de dónde le viene la idea, pero de repente ahí está, y, como de costumbre, ella actúa por impulso, sin reflexionar apenas.
—Podemos ir a mi casa —dice ella—. Aunque no tengo nada. Sólo café, claro, pero nada más.
—Pero yo sí —dice Roger, acelerando tanto para sacar el coche de la caravana que los neumáticos chirrían. Eivor le da la dirección y él asiente, sabe dónde está, ha nacido en la ciudad.
Tiene una botella casi llena de aguardiente, y Eivor prepara café para mezclarlo con el alcohol. Pone el tocadiscos a pilas que ha comprado y elige entre los discos que le ha prestado Liisa. Luego brindan con el sonido de fondo de Cliff Richard y Living Doll y, por primera vez, ve el aspecto de Jacob. Pelo rubio, algo pecoso, grandes ojos azules y una cicatriz que se desliza a partir de una de las comisuras de sus labios. Es unos años mayor que ella, tal vez tenga veinticuatro.
Eivor sube el volumen, quiere demostrar que sólo tiene en cuenta a sus vecinos en la medida en que ella decide. Pero arriba vive una solterona que atiende en la panadería y a Eivor le resulta difícil imaginar que pueda atreverse a hacer algo más que dar golpes en el suelo…
Unni y Roger se acurrucan en el sofá, Eivor se sienta en un cojín junto al tocadiscos y Jacob está sentado en el sillón con los pies colgando.
—Vaya noche —dice Roger cuando ya están haciendo efecto los primeros cafés.
Unni, que va a tener el gran privilegio de conducir de vuelta a casa, no dice nada. Jacob masculla algo confuso, así que es Eivor la que contesta.
—Sí, vaya mierda —dice.
—Habría que mudarse a Gotemburgo —dice Roger.
—Sí —dice Eivor.
Y la tarde habría quedado reducida a la nada si de repente no se hubiera producido un jaleo infernal en la calle. Dos coches tocando el claxon de tal modo que aúllan como sirenas entre las paredes de los edificios; alguien que da voces y gritos es seguido rápidamente por un coro de rugidos. Todos han ido corriendo a la ventana. Dos grandes turismos interceptan la calle.
—Es Kalle Fjäder —dice Roger—. ¿Cómo diablos sabe que…?
—Habrán visto el coche —dice Unni.
—No quiero que entren aquí —dice Eivor.
Pero es demasiado tarde, fuera de los coches se amontona la gente. Es increíble que puedan caber tantos.
—¡Roger! —gritan—. Roger…
—No quiero que entren aquí —dice Eivor, y ahora tiene miedo. Al otro lado de la calle han empezado a encenderse las luces de distintas ventanas. Pero ya están en la escalera, se oye el tintinear de las botellas y ella siente que el corazón deja de latirle—. ¿Quiénes son? —pregunta agarrando a Roger por el brazo.
—Tranquilízate —dice él, y luego se dirige a abrir la puerta.
—No hagáis tanto ruido, joder —grita—. Entrad.
Son once, seis chicos y cinco chicas, sólo los dos que conducen están sobrios. Entran de golpe como un montón de vacas locas y Eivor no puede hacer absolutamente nada, y menos aún cuando Roger parece convencido de que hay que dejarlos entrar. Ella siente que va a echarse a llorar, pero cuando ve que Unni la mira con interés, como si estuviera esperando esa reacción, aprieta los dientes y vigila que al menos cierren la puerta de la calle.
—Hola pequeña —dice uno agarrándola—. ¿Eres tú la que vive aquí?
Ella no contesta y se suelta del brazo. Los gritos se suceden, hay cosas que caen al suelo, gente bebiendo y dando voces, que pierden el control y caminan con el paso vacilante de los que tienen alcohol en las venas en vez de sangre. Ella no puede hacer nada, la barra de una cortina se viene abajo cuando alguien pierde el equilibrio; el tocadiscos se rompe por culpa de un tipo que hace tonterías, el único jarrón que ella tiene sólo sobrevive unos minutos antes de caer al suelo y romperse en pedazos. Y Unni la mira todo el tiempo, mascando su chicle y esperando una reacción por parte de ella.
En ese momento Eivor empieza a odiarla.
No sabe cuánto tiempo transcurre hasta que ve a cuatro policías en la entrada. Puede ser un cuarto de hora o media hora. Pero ahí están y lentamente cesa el jaleo.
—¿Qué pasa aquí? —pregunta un policía ya mayor.
—Hay una fiesta —contesta uno, y a sus palabras les sigue un estruendo de carcajadas.
—¿Quién vive aquí? —pregunta el policía.
—Yo no —contesta otro.
Unni masca y mira a Eivor.
—Yo —dice Eivor.
—¿Sabes la hora que es? —pregunta el policía.
—No —contesta ella.
—Se os oye en toda la manzana —dice él mirando alrededor—. Hemos recibido cuatro quejas cuando veníamos para acá.
A Eivor le gustaría explicar cómo ha sucedido todo, pero no lo hace. Tienen que permanecer unidos contra la policía, prescindiendo de lo que ocurra. De lo contrario sería rechazada, sería excluida de inmediato, abandonada.
Uno de los policías, que es algo más joven, se ha acercado a una muchacha que está sentada en el suelo meciéndose todo el tiempo, con el pelo colgándole sobre la cara.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta.
—Vete al infierno —contesta ella.
—Se llama Kristina Lindén —dice uno de los policías que se habían mantenido en silencio hasta ese momento—. Tiene trece años —añade.
—Así que es menor de edad —dice el policía mayor.
—Tengo diecisiete —balbucea Kristina Lindén.
—Tú te vienes con nosotros —dice el policía y empieza a levantarla del suelo. Se oye un sordo gruñido de sus compañeros, pero el policía mayor les grita que se callen y se impone el silencio.
—Fuera de aquí —ordena mientras se llevan a Kristina Lindén entre dos policías—. Y cerrad la boca en la escalera. Al que diga algo lo encerramos.
—Algo —dice alguien inmediatamente.
Luego se marchan.
El policía mayor espera hasta que han desaparecido. Luego se vuelve hacia Eivor y entonces ella empieza a llorar. En ese momento regresa el que se llama Jacob a buscar un encendedor que se ha dejado. Se lo lleva y desaparece a toda velocidad.
—Tendrás un nombre, ¿no?
—Eivor Maria Skoglund —dice ella sollozando.
—¿Y vives aquí?
—Sí.
—Esperemos que no te echen —dice él—. ¿A quién se lo alquilas?
—A Fåhreus.
—Ya —dice él—. Sí, bueno…, no lo vuelvas a hacer. Y deja de llorar. Con eso no arreglas esas cortinas. Tendrás que volver a colgarlas.
—Yo no quería —dice ella.
—Ya me doy cuenta —dice el policía—. Me voy ya. Cierra con llave. Ellos no volverán. Pero tal vez algún vecino esté furioso.
Sola. Irremediablemente sola.
Empieza a limpiar mientras le resbalan las lágrimas. Ve todo el tiempo delante de ella la boca de Unni mascando chicle y su exasperante mirada.
Y la señora Fåhreus. Ahora no podrá evitar encontrarse con ella. Lo último que hace es colgar las cortinas. Tienen un gran rasgón y alguien se ha limpiado en ella los dedos llenos de grasa. Pero las deja colgando y se mete en la cama, encogiéndose todo lo que puede. Es la única forma que conoce de evadirse, y de pronto recuerda que también lo hacía cuando intentaba esconderse en el asiento trasero del coche durante su viaje infernal con Lasse Nyman. Sin embargo, algo ha cambiado desde entonces. Entonces ella podía regresar a casa, buscar refugio en brazos de Elna y Erik. Pero ahora no puede, ahora sólo se tiene a sí misma. Cuando la señora Fåhreus, cuyo rostro es aún una incógnita para ella, esté en la puerta exigiéndole que le devuelva las llaves no va a aparecer Elna para ayudarla. Nadie va a hacerlo, sólo se tiene a sí misma.
Siempre y cuando su desconocido padre no sea un ángel vestido con un traje impecable que por fin quiera responsabilizarse una pizca de su hija, claro. Si llegara ahora, le perdonaría el tiempo que ha estado ausente y no le pediría que cortase sus alas. Una vez que la hubiera ayudado y ella hubiera visto cómo es, podría volver a hacerse invisible…
Eivor se despierta al sonar el timbre de la puerta. Se incorpora bruscamente y se sienta en la cama. Su primer pensamiento se parece a un carámbano pinchándole el corazón: se ha quedado dormida. Pero ¿por qué se ha acostado vestida…?
Vuelven a llamar y ella va hacia la entrada dando traspiés, pero se detiene justo antes de abrir. Ahora recuerda. En el suelo, delante de ella hay un perchero roto como prueba irrefutable. Pero ¿cómo puede haber llegado ya algún mandatario del imperio de los Fåhreus…? ¿Qué hora es…? Domingo por la mañana…
Vuelve a sonar el timbre, insistente, y ella sabe que la están viendo como una sombra borrosa a través del cristal biselado de la puerta de la calle. Tiene que abrir y lo hace.
Es Jacob, Jacob Halvarsson, aunque ella todavía no sabe cómo se apellida. Él se retira el pelo rubio de la frente y no dice nada, sólo está ahí y parece perdido.
—No me he dejado nada —dice al fin, sacudiendo la cabeza por la frase sin sentido.
Eivor está tiritando, le llega el aire frío desde la escalera. Algo querrá cuando ha vuelto. ¿Vendrá a seguir rompiendo las cortinas? No, ella recuerda que él no hizo nada durante la tumultuosa noche, se quedó sentado en su silla y no hizo nada…
—Estaba durmiendo —dice ella y nota que está temblando de frío—. ¿Quieres seguir ahí de pie o quieres entrar?
—Entraré, gracias —responde él, y Eivor percibe asombrada que Jacob se ruboriza.
Él se sienta en el sofá y ella se acurruca en una silla con las piernas dobladas y sentada sobre sus pies. Ninguno de los dos dice nada. Él recoge preocupado los discos y ella se pregunta por qué habrá venido.
Al final, él hace un esfuerzo y la mira.
—Lo de esta noche ha sido lamentable —masculla él—. Sí, lo ha sido.
—¿Quiénes eran?
—Los compinches de Roger. Bueno, sólo algunos. Malditos animales. Habrán visto el coche. Por pura casualidad.
—Yo no conocía a ninguno.
—Vienen de Fritsla. Excepto la chica aquella, que vive aquí, en la ciudad.
—¿La que tenía trece años?
—Sí, ésa.
Una vez que ha roto el hielo, a él le resulta más fácil. Mira por la habitación, ve los trozos del jarrón.
—De todos modos no fue tan grave.
—¿Tú crees?
—Sí… Podrían haber prendido fuego a la casa. Me refiero a que… Sigue todavía en pie. —Al verlo tan impotente, Eivor no puede evitar sonreír, por más cansada que esté.
—¿De qué te ríes? —dice preocupado.
—De nada. ¿Qué hora es?
Él mira su reloj de pulsera. Se queda mirándolo con creciente asombro.
—Se ha parado —dice—. Pero serán más o menos las nueve…
Acepta una taza de café, y cuando ella está en la cocina esperando a que hierva, oye cómo él recoge los pedazos del jarrón roto. Antes de entrar con las tazas y la cafetera, se arregla el pelo y la ropa en el cuarto de baño. Al salir se da cuenta de que alguien ha vomitado allí dentro por la noche, sobre la tapa del váter y el suelo.
—¿Te gusta limpiar vomitonas? —pregunta ella después de servir el café.
—No —contesta él mirando extrañado.
—Es una pena. Si no fuera así, podrías limpiar el cuarto de baño.
—¿Has vomitado?
—Yo no. Alguno de los compinches de Roger.
—Ya me encargo yo de eso —dice levantándose.
—¿No es mejor que bebas el café ahora que está caliente?
Él mira el café y espera a que se enfríe.
—Trabajo en la tienda de deportes Valles —dice con aspecto extrañamente alegre.
—¿Ah, sí? —dice ella—. ¿Dónde está?
—¿No sabes dónde está la tienda de deportes Valles? —Casi parece consternado.
—Sí, ahora me acuerdo —dice ella para tranquilizarlo. Pero no tiene ni idea de dónde está.
—Lo suponía —dice él—. Todos lo saben.
Luego da unos cuantos sorbos y va a limpiar el cuarto de baño. Ella oye que al terminar se lava las manos durante un buen rato.
Eivor está cansada y prefiere ir a acostarse, pero hay algo en ese Jacob tranquilo, casi vergonzoso, que empieza a interesarle de repente. Esa timidez que enseguida se transforma en asombro. No es especialmente guapo, con su rostro afilado, y la cicatriz en la comisura del labio no le favorece. Pero posee una calma que la tranquiliza, y eso es algo que no ha encontrado desde que llegó a Borås. No parece que le afecte la excitación, casi crispación, que caracteriza las relaciones que mantienen en los coches y alrededor de los mismos. Mientras no grite al hablar…
—Se me ocurrió venir y ver cómo estabas —dice él—. Vivo cerca de aquí.
—¿Dónde?
Él menciona una calle que está al otro lado de la ciudad.
—Espero que no te molestara.
—¿En qué sentido?
—No lo sé.
Lo último suena como si lo hubiera dicho el más inocente de los niños. Es notablemente distinto a otras personas que ha conocido. Desde Lasse Nyman a… Sí, es distinto a todos.
Toman el café y en esta apacible mañana de domingo comienza su vida con Jacob. Son cerca de las once y las campanas de la Carolikyrkan se unen al tañido de las de la Gustav Adolfskyrkan. No hablan mucho, pero poder estar sentada en silencio con alguien, sin sentirse obligada a decir nada, es como poner algodones calientes alrededor del recuerdo de la noche anterior. Siente que es la primera vez que puede descansar desde que llegó a Borås, puede sentarse sin la presión del trabajo ni la preocupación por lo que vaya a ocurrir la tarde siguiente. Pero no tiene nada que ver con que estén enamorados. A él le resulta difícil saber por qué ha ido a verla, y ella no puede ni siquiera imaginarse formar una pareja con él. En esa mañana de domingo no hay sentimientos ni emociones importantes. Aquí sólo hay tranquilidad y conversaciones breves que cesan enseguida.
Él se marcha a las doce.
—Ya nos veremos —dice—. La ciudad no es tan grande.
—Pues a mí, cuando me vine a vivir aquí, me pareció demasiado grande —dice ella.
Él la mira asombrado y pregunta:
—¿Entonces de dónde eres?
—Tendrías que ser capaz de adivinarlo.
—No.
—De Hallsberg.
—¿De Hallsberg?
—Sí, exacto. Adiós.
En el entorno en que ellos se mueven al principio casi ni se nota que salen juntos. Ellos mismos también se asustan de ello, no les mueven sentimientos vehementes y no hubo ningún testigo de su encuentro el domingo. Pero empiezan a ser inseparables, se sientan uno al lado del otro en el Cecil, van al cine juntos, van en el mismo coche, bailan la mayoría de las veces juntos. Eivor se siente segura teniendo a Jacob a su lado y se alegra cuando llega la tarde de los sábados. Además él no bebe demasiado y nunca alborota ni se pone obstinado. Es una persona comedida. Nunca es el primero en reírse, nunca el que llega el último, siempre está en alguna zona intermedia. A veces a Eivor le asaltan dudas sobre él. ¿Quién es realmente? ¿Qué opina, qué piensa él aparte de lo que todos opinan y piensan?
Inician una relación que en realidad nadie toma en serio, pero, naturalmente, tienen relaciones sexuales. Él se baja con ella del coche cuando la acompañan a casa los sábados bien entrada la madrugada, y una vez en el apartamento ya no hay vuelta atrás. Ella se tumba en la oscuridad y le escucha discretamente pero con gran atención mientras está sentado en el borde de la cama trajinando con el condón. Pero ella nunca tiene que decírselo, parece que él se lo toma como algo obvio. Cuando está con él, por primera vez en su vida puede sentir también algo de placer y satisfacción. No mucho, pues él suele ir muy rápido, sin embargo no es algo que a ella le desagrade. Además no es bruto, la acaricia con cuidado. No, no es algo que le preocupe, aunque tampoco lo echa de menos. Pero una cosa forma parte de la otra…
Un día, él le pregunta si le apetece ir a su casa a comer. Es un sábado, han desayunado y están fumando sentados en los muebles baratos que ha comprado Eivor. Lo único que ella sabe de él es que vive en casa de sus padres en uno de los barrios que hay al oeste de la ciudad, en Norrby.
—Los sábados —dice él— solemos comer a las cinco.
—¿Quién va a estar? —pregunta ella.
—Mi padre y mi madre —dice—. Y nosotros. Mi madre es la que ha querido que nos acompañes.
—¿Y tu padre?
—Él…
—¿Qué quieres decir?
—Él opina como mi madre.
Viven en un apartamento de alquiler de tres habitaciones. Dentro del apartamento huele a comida y a perro. Un terrier peludo sale disparado hacia Eivor cuando entra en el recibidor detrás de Jacob. Él echa el perro afuera y ahí están los padres de él en la puerta, mirándola.
—Maldito perro —dice el padre extendiéndole la mano—. Me llamo Artur. Bienvenida.
Una zarpa auténtica se extiende ante ella, y su mano casi desaparece en el violento apretón. Artur Halvarsson es también un hombre de grandes dimensiones, de más de un metro noventa de estatura, con una enorme barriga cervecera que se balancea por encima de un cinturón muy apretado. Por encima del vientre lleva los botones de la camisa sin abrochar y calza zapatos sin cordones. Pero el rostro que la mira es amable, aunque no se haya afeitado y desprenda un inconfundible olor a borrachera de día festivo.
—Bienvenida —dice la madre inclinando la cabeza—. Me llamo Linnea.
Al lado de su marido parece pequeña, el vestido marrón le aprieta su cuerpo regordete. Eivor piensa que si hubiera llevado un delantal blanco podría habérsela encontrado en una carnicería o una pescadería.
—¿Está lista la comida? —pregunta Artur mirando a su esposa.
—Enseguida —dice ella—. Entrad y sentaos mientras tanto.
El salón es alargado. Las ventanas están llenas de macetas. Cerca de la puerta de la cocina hay un viejo órgano de pedales. El sofá está raído y en un rincón se vislumbra uno de los muelles a través del tapizado.
—Maldito perro —vuelve a decir Artur—. Pero se porta bien.
—¿Qué vamos a comer? —pregunta Jacob.
—Filetes empanados —contesta Linnea desde la cocina.
A Eivor le parece que de la cocina sale un olor estupendo. Un olor que reconoce de Hallsberg. Un olor que aún no ha conseguido en su apartamento.
—Quizá no te gustan los perros —dice Artur.
—Claro que sí —dice Eivor—. Aunque yo tengo un gato. O lo tenía. No lo tengo aquí.
—O te gustan los perros o te gustan los gatos —dice Artur.
—No tiene por qué ser así —grita Linnea desde la cocina—. Sólo tú lo crees. Los gatos son agradables.
—Nunca me lo habías dicho —dice Jacob intentando mezclarse en la conversación.
—¡Es que el gato está en Hallsberg!
Artur escucha con atención, enarcando sus enormes cejas. Eivor no sabe muy bien cómo valorar a esa figura enorme que casi ocupa la mitad del sofá. ¿Es rudo o es sólo su tamaño lo que produce esa impresión?
—Hallsberg es una estación de enlace —dice él—. En la época en que era luchador siempre había que cambiar de tren en Hallsberg.
Luego se levanta del sofá con inesperada ligereza y los exhaustos resortes y muelles vuelven a su posición de reposo. Artur señala hacia un pequeño armario con las puertas de cristal cuadriculado.
—Los trofeos —dice él—. ¡Ven y verás!
—Tal vez no esté interesada —dice Jacob con una mueca en la cara.
Pero Eivor ya se ha levantado y él abre las puertas de cristal del armario y exhibe placas y copas. Son del campeonato de la ciudad, del campeonato local, de concursos del distrito y encuentros amistosos entre el BBK y el de Klippan. En una de las pequeñas copas de estaño, ella lee que el trofeo se lo han concedido al tipógrafo Artur Halvarsson.
—¿Ha sido tipógrafo? —pregunta ella volviendo a poner la copa en su pequeña base de terciopelo.
—Soy tipógrafo —contesta él—. Imprenta de Sjuhäradsbygdens, no sé si la conoces.
—Ya lo creo —dice Eivor—. He oído hablar de ella.
Ella recuerda la revista porno pegajosa que se cayó de la cama cuando iba a darle la vuelta a su primer colchón, nada más llegar a Borås…
—¿Qué has oído? —dice Artur frunciendo sus grandes cejas.
—Déjala ya —dice Jacob.
—Sólo pregunto qué ha oído de mi sitio de trabajo una muchacha que acaba de llegar de Hallsberg —dice él rascándose la barba—. Supongo que estará permitido, ¿no?
—Sólo sé que hay una imprenta con ese nombre —responde Eivor, preocupada por el lío en el que se ha metido.
—Sabrás que imprimimos revistas porno —dice Artur clavando sus ojos en los de ella.
—Sí —dice ella.
—Ah, bueno.
Artur vuelve a sentarse, Linnea está en la puerta de la cocina y Jacob tamborilea con los dedos irritado.
—Como es de suponer, preferiría no hacerlo —continúa Artur—. Pero tal como están las cosas ahora, por mucho que una imprenta esté ligada a un partido político, siempre son las leyes de mercado las que mandan. No es especialmente divertido imprimir el programa del partido socialdemócrata un día y Piff o cualquier otra porquería al día siguiente. Pero así son las cosas y hay que amoldarse a la situación.
—Es una basura horrible —dice Linnea con determinación, escuchando desde la puerta de la cocina.
—¿El programa del partido o las revistas? —dice Artur en tono severo.
—No seas tonto ahora —contesta Linnea volviendo a entrar en la cocina.
¿Se ha ofendido ella? Eivor mira rápidamente a Jacob, pero él sacude la cabeza discretamente.
—Siéntate —dice Artur, y Eivor se da cuenta de repente de que es un hombre que da por supuesto que es él quien decide, y espera ser obedecido inmediatamente.
Por un instante, le dan ganas de quedarse de pie o ir a la cocina a ayudar a Linnea con la comida. Pero no duda más, estar en la oposición es algo a lo que nunca aspira. Al menos entre sus iguales, como aquí, en la casa de la familia Halvarsson.
—Un viejo socialdemócrata como yo, que estaba cuando corrían tan malos tiempos que se manifestaban las chinches porque la gente estaba demasiado delgada, también tiene que darse cuenta de que los tiempos cambian —dice Artur, y a Eivor, de repente, le parece que suena como Sträng, el ministro de Economía—. Pero vosotros sois demasiado jóvenes para entender —continúa—. Ahora hay coches y música rock, y la gente rechaza un trabajo si no le conviene. Cuando yo tenía vuestra edad limpiaba con gusto la mierda de quien fuera para que me pagaran.
—Ahora no —dice Linnea—. Vamos a comer enseguida.
—Bueno, no fastidies. Sólo estoy contando cómo eran antes las cosas.
—Sin duda lo habrán oído hasta el hastío.
—Sólo digo las cosas como son —dice Artur.
Se quedan en silencio a la espera de la comida. Jacob se acurruca en su silla y Eivor se pregunta si se habrá arrepentido. Él podría haber ido solo a casa y haber dicho que ella no tenía tiempo de acompañarle. Podría haber dicho cualquier cosa.
Pero cuando se sientan a la mesa de la cocina, Eivor nota que empieza a sentirse a gusto. Se da cuenta de repente que estar en un apartamento corriente, sentada a una mesa corriente, comiendo un almuerzo que sabe realmente a almuerzo, es algo que echaba de menos. Aunque en esa mesa de la zona de Norrby, en Borås, haya más conversación que en su casa de Hallsberg, se reencuentra con una parte de sí misma, algo que la une a Elna y Erik…
—¿No te gusta? —pregunta Linnea acercándole la fuente.
—Claro que sí… Sólo estaba pensando.
—No es bueno para la digestión —dice Artur en tono autoritario—. Hay que pensar después de la comida. Entonces se puede pensar en serio…
—Entonces es cuando sueles quedarte dormido —dice Linnea guiñándole un ojo a Eivor.
—Es sólo una forma más elevada de actividad mental —dice Artur, que nunca se queda sin respuesta—. Cuando Lenin dormía, siempre resolvía problemas. Al despertar sabía exactamente qué iba a hacer.
—Lenin y tú os parecéis —dice Linnea.
—Sí. Exactamente. Lenin. ¿Me pasáis la salsa?
Jacob la acompaña a casa. Atraviesan la ciudad. Es primavera.
—¿Se te ha hecho pesado? —pregunta él.
—No —dice ella—. Al contrario. Me hay gustado. Pero ¿cómo les habré caído yo a ellos?
—Bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Esas cosas se notan.
—Sí, supongo que no es la primera vez que invitas a alguien a almorzar.
Él no contesta.
Se quedan un momento en la calle abrazándose. Cuando él restriega su espalda con la mano, ella sabe que luego va a rozarle levemente la oreja con su uña.
Cuando lo ha hecho, se marcha.
Pero vuelve, y cada vez están juntos con más frecuencia. Como ese miércoles por la tarde a principios de mayo. Han decidido ir al cine; y cuando Jacob aparece no lleva ningún periódico, ya sabe qué van a ver.
—Ataque —dice él—. En el Skandia. Seguro que es genial.
De repente, a ella no le interesa que sea él quien decida, como hace normalmente, como siempre.
—Hay otra película en el Röda Kvarn —dice ella y percibe el disgusto de él. ¿Cómo se llamaba la película esa? Evald Larsson, que nunca va al cine, les contó durante una pausa del trabajo que uno de sus hijos le había dicho que fuera a verla. Y que se rió mucho…
—¿Qué película es? —dice él en tono de repulsa.
—No me acuerdo del título.
—No podemos ir a ver algo que no sabemos qué es. Ataque está bien.
—¿La has visto?
Él la mira asombrado. Y ella puede entenderlo, nunca la ha visto enfadada antes.
—¿Estás enfadada? —pregunta él.
Ella no contesta. ¿Cómo demonios se llamaba la película? ¿Algo de ratones? Un ratón… Sí, ahora ve a Evald ante sí, con la pipa en la mano, ahora recuerda lo que dijo.
—El rugido del ratón —dice ella.
—No me suena —dice él.
—Pero a mí sí —replica ella—. Y ya estoy cansada de todas esas películas de vaqueros.
—Ésta es una película de guerra.
—También estoy cansada de las películas de guerra.
—¿Qué te pasa? —pregunta rabioso.
—¿Nos vamos? —pregunta ella poniéndose de pie. Se ha sentado a esperarlo sin quitarse el abrigo, para poder marcharse directamente…
Cuando va hacia el centro al lado de él siente unas ganas crecientes de estar sola, ir sola al cine, ver lo que le venga en gana sin tener que pedirle permiso. Le lanza una rápida mirada y lo ve andar con las manos metidas en los bolsillos laterales de la chaqueta de cuero y la barbilla hundida en el cuello. Nota que está enfadado porque anda muy deprisa…
Primero está el Skandia. Para ir al Röda Kvarn se continúa por esa calle una manzana más, pasando por la tienda de música Waideles, atravesando el puente, y a la izquierda está el cine. Enfrente hay un cartel triangular de Krokhallstorget que da vueltas. Se detienen en la puerta del Skandia sin haber intercambiado ni una sola palabra en todo el camino. Eivor ve en el cartel que Gregory Peck está con… «Sí, sí, parece que va a ser ésta», piensa ella. Como de costumbre, es él quien decide las películas…
—Yo me voy al Röda Kvarn —dice ella.
¿De dónde han salido esas palabras? ¿Las ha dicho ella realmente? ¿No deja a Jacob en segundo plano? Santo cielo… Ahora se hundirá el mundo. Él la mira extrañado, mordiéndose los labios como si no fuera capaz de decidir qué decir, pero sólo dice algo impreciso y desaparece metiéndose en el cine.
¿Irá ella tras él?
No, por extraño que parezca no lo hace. Se dirige con paso decidido al Röda Kvarn, y se queda la mayor parte de la película aunque, como es natural, piensa todo el tiempo en Jacob, en lo que va a ocurrir ahora. ¿Va a cortar con ella? ¿Va a darse cuenta Jacob de que Eivor ha traspasado la línea que establecía que es él quien decide? Con un padre como Artur no puede ser de otra manera. La madre está siempre en la cocina, generalmente callada, sólo contesta directamente cuando se dirigen a ella…
Pero si ella vale tan poco para él, si no significa más que la elección de una película un miércoles, prefiere saberlo ahora. No vale tan poco… Claro que no.
Pero no entiende qué pudo causarle tanta risa a Evald Larsson. No es una película para ella, le cuesta concentrarse… Pero si Jacob le pregunta, le mostrará su cara más sonriente. Y él podrá quedarse ahí con su película de guerra…
En la calle, la gente echa mano con torpeza de sus cigarrillos y se pone los abrigos. Jacob no está esperándola. La película del Skandia ha terminado ya, cuando Eivor llega no lo encuentra.
Vuelve a casa y, como es natural, le remuerde la conciencia. ¿Por qué no pudo ir a ver esa película si él tenía tantas ganas de verla? ¿Qué importancia tiene la recomendación de Evald Larsson? Él suele reírse de cualquier cosa, para una vez que va al cine…
¿Por qué se ha puesto tan terca? Una película es una película y seguro que no pretende molestarla al decidir siempre él. Simplemente es así…
Tampoco se trata de eso. Es su tono de voz, lo incuestionable de que sea él quien decide, dirige, lleva. Y no sólo él. Todos son iguales. ¿Quién ha oído en el Cecil a una chica que proponga algo que no provenga en el fondo de alguno de los chicos? Los hombres engendran planes y decisiones, las mujeres engendramos hijos…
En el Parken hay un día en que son las mujeres las que sacan a bailar a los hombres, y es para que el varón pueda confirmar que es a él a quien la mujer quiere…
¿Por qué ha de crear problemas? No se siente nada bien por ello, todo se va a la mierda…
Cuando llega a la puerta de su casa, él surge de entre las sombras. Ella se sobresalta cuando lo tiene de repente ante sí. Está ahí, así que no se ha ido…
—¿Ha estado bien? —pregunta ella con toda la amabilidad que puede cuando ha abierto la puerta.
—Sí —contesta él con desdén. (Evidentemente…)
—La que he visto yo también ha estado bastante bien.
Él no contesta nada. Un momento de silencio puede tener el mismo efecto que si te ordenan callar y cerrar la puerta de una vez, en lugar de estar ahí toqueteando la llave con torpeza…
Los miércoles por la noche suele quedarse en casa de ella, pero cuando se quita la chaqueta de cuero y la tira encima de una silla, ella se pregunta si querrá quedarse. Sí, ahora ya tiene suficiente cargo de conciencia. Lo que ha pasado, pasado está, no hay nada de que hablar, tiene que olvidarse lo antes posible…
Están saliendo juntos, se gustan.
Está dispuesta cuando él se pone encima de ella en la cama y apaga la luz. Hacer otra cosa sería un error, transformaría una tarde de cine en un problema de tal índole que tendrían que desistir de hacerlo y tumbarse cada uno en un extremo de las dos camas que están juntas, y quedarse mirando la oscuridad preguntándose quién será el primero en romper el silencio. No, afortunadamente no son tan tontos y ella se abre y se abraza a él con fuerza.
Cuando se da cuenta de que él no lleva condón, ya es demasiado tarde. Ella nota cuando la penetra y se queda paralizada, los músculos de los muslos se ponen rígidos como si tuviera calambres. Cuando él se aparta dándose la vuelta, ella no se atreve a moverse y nota que está tan asustada y que el corazón le late con tal fuerza que parece que esté aporreando una puerta para entrar.
O para salir, para escapar…
¿Se le ha olvidado? No, esas cosas no se olvidan. Pero ¿por qué…?
Se le ocurre algo que no quiere ni pensar. Pero ahí está, claro y evidente, imposible de apartar de su mente.
¿Ha querido vengarse?, ¿tomarse la revancha?, ¿devolvérsela?
Imposible. Y no va a quedarse embarazada, naturalmente. Es la primera vez que no usa protección. Tiene que haber un límite para la mala suerte.
No puede haber ocurrido nada. Así de sencillo. No se puede pensar ni decir otra cosa.
¿O sí…?
El 18 de mayo va al consultorio del médico de la fábrica, y una semana después está de nuevo sentada allí, esperando a que le informen de lo que ya sabe, pero que quiere negar hasta el final, ya que se resiste a creerlo.
El doctor está sentado hurgándose la nariz con una cerilla cuando entra ella. Es viejo y fuma sin cesar. El cenicero está lleno de colillas, en el talonario de recetas ve manchas grises de ceniza.
—Está embarazada —dice él antes de que ella haya saludado siquiera o, menos aún, haya tenido tiempo de sentarse.
—No —replica ella.
Él la mira.
—Sí —dice él—. En enero de 1961 va a tener un niño. Me atrevería a decir que hacia finales de mes. Tal vez el primero de febrero.
—No puede ser cierto —dice ella y percibe que está temblando.
Él lanza una mirada a la ficha de la paciente.
—Eivor Maria —dice—. Si piensa detenidamente, se dará cuenta de que es correcto. ¿O no?
Cuando sale a la calle va directo a Tempo a comprar esmalte de uñas, un par de guantes y un cepillo de dientes. Está absolutamente tranquila y sabe que no está embarazada. ¿Jacob y ella iban a…? Claro que no.
Regresa a casa. Está lloviznando. Pronto será verano, pronto llegarán las vacaciones, ¡todo llegará pronto! Falta mucho, sobre todo, para el próximo invierno.
Atraviesa la ciudad pensando que está embarazada, pero que por supuesto no lo está.
En la alfombra hay una carta que han echado por debajo de la puerta. Es probable que haya escrito Elna. ¿Quién si no? Puede esperar, antes va a tomarse un café.
«Si estás embarazada, tienes que encontrarte mal.» Pero ella está estupendamente.
Se sienta con la taza de café y mira el remitente de la carta.
Es de Algots.
Puede empezar el 10 de junio, y tiene derecho a plenas vacaciones de julio.
¡Lo ha conseguido! ¡Algots! ¿Qué había dicho? ¡Nada va a poder detenerla! Otro paso más…
¿Quién afirmaba que no es capaz de valerse por sí misma?
Por unos instantes, la felicidad es casi completa. Pero cuando Jacob está en la puerta y le cuenta que le han prestado una Vespa, ella se pone a llorar.
—No es lo mismo que un coche —dice él asombrado—. Ya lo sé. Pero no creo que sea motivo para echarse a llorar…
—Estoy embarazada —le suelta ella.
—Vamos —dice él—, seguro que no lo estás.
Pero no hay viaje en Vespa esa tarde. Está ahí fuera, roja y abandonada, mientras dos personas se miran estupefactas.
Para Jacob Halvarsson, que es un habilidoso vendedor de la tienda de deportes Valles, la situación es en realidad muy simple. No entiende nada en absoluto. Oye lo que dice Eivor, la ve llorar, pero no puede entender por nada del mundo que ella lleve en su interior la semilla de un hijo. Él ha sido siempre cuidadoso, excepto en una única ocasión en la que olvidó comprar el condón, pero entonces tuvo la necesidad imperiosa de acostarse con ella. Una revancha necesaria por una tarde de cine en la que había perdido el control. Pero fue una sola vez… Él también lo dice.
—Con una vez es más que suficiente —replica ella, que de repente parece estar completamente fuera de sí.
Pero ¿cómo iba a saberlo…? ¡Maldita sea! ¡Tendría que haberse dado cuenta de que no lo llevaba! ¡Si sabía que podía quedarse embarazada tendría que haber apretado! ¿Cómo iba a poder él…?
Eivor parece haberse vuelto loca. Él nunca la ha visto mirarlo así. Aparta la mirada, no puede enfrentarse a ella.
—No va a ir bien —masculla él.
—No —dice ella.
«Si al menos se hubiera alegrado», piensa ella. Si al menos hubiera sido capaz de regalarle una sonrisa en medio del desconsuelo… Pero pensar tal cosa sólo aumenta la confusión de ella, el hombre suele arreglárselas diciendo que ha sido un accidente, y entre esas dos posiciones hay una distancia abismal. Pero lo que la hiere es que él se quede ahí sentado, agazapado bajo su preocupación, pensando probablemente en la Vespa que ha dejado ahí fuera para nada.
A pesar de todo está embarazada. ¡De él!
Cada vez que mantienen relaciones está presente la idea de que lo que están haciendo en la oscuridad puede tener como resultado el nacimiento de una persona.
Al menos ella siempre lo piensa. Incluso ahora, cuando estar embarazada es más o menos una catástrofe, siente en su interior un pequeño cosquilleo de alegría, una alegría que intenta controlar el temor…
¡Si al menos él pudiera decir algo! Si pudiera levantar la cabeza y abrir la boca en vez de quedarse ahí sentado como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza.
Pero las apariencias engañan. Jacob no sabe qué decir, pero sí sabe lo que piensa…
Si Eivor está embarazada, como dice, significa que él no tiene que preocuparse de que lo deje, de que se junte con otro. Ha tenido que soportar ese miedo desde que la vio la primera vez, en el asiento trasero del coche de Roger. Pero, naturalmente, no se lo ha dicho a ella. Esas cosas no se dicen, son una muestra de debilidad, una forma de que se rían de ti. Pero si supiera lo celoso que se ponía, muchas veces ha estado a punto de pegarle cuando era demasiado amable con otro. Ahora al menos se librará de ello, ahora es suya, él no corre el riesgo de quedarse fuera. Convertirse en padre de un niño carece de importancia comparado con lo que significa olvidarse de los celos.
Un niño, ¿qué es eso…?
Algo que llora y gatea, que hay que llevar en brazos…
Pero también puede ser alguien parecido a ti. Alguien a quien puedes poner el nombre que tú decidas…
Tommy Halvarsson, por ejemplo. O Sonny…
Eivor dice algo que le arranca de sus pensamientos, señala una carta que hay sobre la mesa, y ya no parece estar tan furiosa, sólo triste.
Algots. Empleo. Bienvenida. ¡Ah!, vaya, nunca ha entendido bien por qué quería ir ella allí. Pero las chicas a veces son raras, eso ya se sabe…
—Enhorabuena —le dice. En esta situación cualquier otra cosa sería sin duda inconveniente.
Pero se equivoca por completo, pues ella lo mira de repente como si le hubiera dado una bofetada.
—¿Es que no lo entiendes? —dice ella—. Si estoy embarazada tendré que olvidarme de Algots. Puedo empezar a trabajar allí, naturalmente, pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo podré permanecer? ¿Cómo voy a poder coser cuando engorde tanto que ni siquiera sea capaz de atarme los cordones de los zapatos…?
Estar preñada. Un vientre que se hincha, una señora pesada que no es capaz de moverse. Habrá que comprar un cochecito y una cuna… No, va a ser demasiado para él. Lo que desearía hacer ahora es levantarse y marcharse, poniendo como excusa que hay que devolver la Vespa o que está resfriado…
Pero la gente no suele resfriarse a finales de mayo. ¡Maldita sea! Y no puede dejarla sola, ahora que parece que va a echarse a llorar o va a tirarle algo a la cabeza…
Eso es, exactamente, lo más difícil. La responsabilidad. No poder salir pitando como sea. Si se tiene un hijo, se tiene un hijo, es algo que va a sobrevivirnos. Es exactamente eso, la responsabilidad. Y es una carga, a pesar de que el niño es, de momento, sólo una afirmación de Eivor, que le está mirando con los ojos llenos de rabia…
Hay dos cosas a tener en cuenta. Siente lástima de sí mismo y le gustaría preguntarle a ella qué prefiere que hagan. Pero le resulta difícil, no encuentra las palabras…
No dice nada. Que lo solucione ella. Si él lo hubiera sabido habría tenido cuidado…
«No quiero quedarme sola con esto», piensa Eivor. «Cualquier otra cosa, pero no el infierno de mi madre. No como ella…»
Lo mira y se pregunta si entenderá lo que ella piensa. Sea o no un descuido, es asunto de dos. Está tan abrumada por el miedo que se lo dice sin rodeos, que no puede dejarla ahora.
—Claro que no —masculla él—. No, maldita sea… No…
—En este asunto estamos metidos los dos —dice ella—. Es de ambos.
—Sí, sí… Tranquilízate. Maldita sea…
—No pienso tranquilizarme en absoluto —dice ella—. Quiero saber si es asunto de los dos o no.
—Claro que sí —dice él—. Claro…
Pero no está nada claro, lo ven todo deforme, como los rostros en los espejos de la risa. Ninguno de los dos es capaz de confiar en sus sentimientos.
Después de un momento de doloroso silencio, Jacob dice lo único que se puede decir en una situación así.
—Tendremos que vivir juntos. Y casamos.
Y ella:
—¿Quieres hacerlo?
—Claro que sí.
—Que no sea sólo por esto. Entonces yo no quiero.
—No, no es sólo por esto.
—¿Por qué?
—Porque me gustas…
Lo peor no es siempre lo peor. El mundo es asombrosamente cambiante; la poca alegría, que está desesperantemente lejos de allí, alcanza de repente al ciclista que viste de negro y se lanza hacia la línea de meta con una sonrisa en el rostro. Y así, el miedo es vencido en los últimos metros. Porque cuando Jacob quiere ir a vivir con ella y asumir su responsabilidad, es como si la carga de antes se transformara en el peso que le ayuda a ella a recobrar la estabilidad. De pronto son capaces de sonreírse uno al otro, incómodos, pero ¡pueden! Y poco a poco se entabla algo que de todos modos se parece a una conversación.
Además, tienen donde vivir.
Él tiene trabajo, un buen trabajo.
Y ella no ha de dejar de trabajar para siempre. Los niños crecen.
(Aunque él, por supuesto, quiere que la mujer esté en casa. Si Eivor va a tener un hijo, tendrá que soportar convertirse en «ama de casa» con todas sus consecuencias. Es inevitable. ¿Y quién dice que la expresión «ama de casa» sea algo malo? ¿No se lo ha dicho su padre a Linnea siempre, como la mayor prueba de afecto que es capaz de expresar…?)
En realidad, lo más difícil va a ser decirlo. Tanto en Hallsberg como en el barrio de Norrby. No basta con llegar y soltar que vas a tener un hijo y por lo tanto vas a ser padre. Con eso no basta.
Sólo hay una cosa que puede hacerse. Casarse.
A pesar de todo, salen un rato con la Vespa. Ya que se la han prestado, van a utilizarla. Además, es agradable salir a refrescarse en la tarde de mayo, la gran noticia no es fácil de asimilar… Jacob se dirige hacia el campo, por Alingsåsvägen, y Eivor, sentada detrás de él, se agarra con fuerza a su cintura. Es agradable sentir la velocidad, aunque sólo sea montada en una Vespa. Sin embargo, es algo distinto a ir encerrada en un coche. Aquí el viento es la confirmación del movimiento, la velocidad sopla en el rostro.
Llegan a lo alto de una colina y él frena. Le indica una granja pequeña con un terreno a unos cientos de metros más allá.
—Ahí vive un primo mío —dice él.
—¿Ah, sí? —pregunta ella.
—Nos casaremos —dice él.
—Sí —dice ella.
Incluso por la iglesia. Ninguno de ellos es religioso, se ríen de la fe infantil, pero creen en silencio. Aunque ya hayan cumplido dieciocho y veinticinco años, Dios aún tiene barba y mirada de sabio, está en el cielo y no permite que se rían ni se tiren pedos en la iglesia. Casarse por el juzgado es esnobismo, pero hay algo llamado tradición, para emborracharse está el día del solsticio de verano, el matrimonio exige ir a la iglesia…
Es tan obvio que apenas necesitan hablar de ello. Sin embargo, cuando pasan por una pequeña iglesia de provincias de regreso a casa, Eivor le grita que pare y, sin bajarse de la Vespa, se quedan mirando la iglesia blanca…
También hay que tratar de no empeorar las cosas. Si ella va a tener el niño, éste nacerá, en cualquier caso, del matrimonio. Tendrá padre y madre y nadie podrá decir que no lo han hecho en serio. Hay gente que puede ser muy anticuada…
Jacob ya tendría que haber devuelto la Vespa, pero le resulta difícil arrancar. Ahora están juntos de un modo completamente diferente al de hace sólo unas horas.
—No digas nada en tu casa —le pide ella—. Todavía no.
—No, no —contesta él.
—Yo me encargaré de todo —dice ella.
Y lo hace. Al día siguiente lo espera en la puerta de la tienda de deportes Valles. Ella está en la calle y lo ve vendiéndole un balón de fútbol a un padre que lleva de la mano a su prometedor hijo. Se queda mirándolos y piensa que está viendo a su marido…
Él se sobresalta al salir, como si se le hubiera olvidado todo. Pero ella se dirige hacia él y le dice que ha averiguado todo lo que hay que hacer para poder casarse.
Van al Parque Municipal pasando por delante del teatro, en el que se anuncia una función muy divertida, con Percy Brandt y Anita Blom. Pero ¿qué les importa a ellos? Ella le habla del certificado de aptitud matrimonial, de las amonestaciones, de las partidas de nacimiento y de la reserva de hora.
Cuando finalmente se levantan del banco en el que se habían sentado, ya han decidido casarse la primera semana de julio. Van a tener que hacer la petición de mano lo antes posible, y si Eivor escribe una carta a su casa esa misma tarde, él podrá contárselo a Artur y Linnea al día siguiente.
—Siento algo raro.
—¿No te encuentras bien? —pregunta él preocupado.
—No es eso. No, no sé…
Cuando Jacob quiere quedarse en su casa por la noche, ella dice que no. Tiene que escribir una carta a su familia, necesita paz y tranquilidad para pensar. Él no lo entiende, sólo se trata de escribir una carta.
Se nota que él no es mujer. Dios mío…
—¿Puedo decirles que eres el jefe de la tienda? —pregunta ella.
—Puedes decirles lo que quieras —contesta él—. Pero no soy el jefe de la tienda. Al menos por ahora. Pero puedo llegar a serlo. A no ser que ponga en marcha un negocio propio, claro.
—¿Una tienda de deportes propia?
—Hay que tener ambiciones.
Luego ella lo empuja para que se marche.
Pero ¿qué va a escribirle a Elna ahora? (La importante es ella, luego puede contárselo a Erik si quiere.) Pero ¿qué va a decirle? Si hubiera tenido que contarle que le han amputado una pierna habría resultado más fácil. Eivor es consciente de que esto es lo que Elna más teme. ¿Y cómo puede evocar la imagen de que en su caso no es un desastre, sino que va a tener la fortuna de estar casada con un buen muchacho que se llama Jacob cuando nazca el niño?
¿La fortuna de casarse?
Se queda mirando el papel de la carta. Eso es lo que ella ha escrito realmente, con su letra infantil y redondeada. ¿De dónde lo ha sacado? ¿Son felices Jacob y ella? Como mucho están bien y tienen posibilidades de estar mejor.
Un hijo puede unir, así debe ser. Teniendo el niño, seguramente se resuelvan todos los problemas. ¿Qué más puede pedirse? Además, él tiene un trabajo estable y ella puede trabajar mientras se encuentre bien…
Algots. Ahí lo tiene. Va a empezar la carta con Algots, para mezclarlo con todo lo demás en el contexto de su éxito. Demuestra que es capaz de cumplir lo que se propone. Después de sólo cinco meses.
Pero no lo hace así. Resulta demasiado complicado, y es cuando ha escrito todo lo que se le ocurre de Algots y empieza con lo del niño y la boda, cuando comienza la carta en realidad.
Dobla el papel, cuenta hasta cincuenta y luego lo despliega y lee la carta como si la hubiera recibido ella, como si ella fuera Elna. Pero no resulta mejor, ve a Elna ante sí, derrumbándose en una de las sillas de la cocina y tapándose la cara con las manos…
¡Maldita sea!
¡Es ella la que va a tener el niño! Es adulta, ha demostrado que se las arregla sola. Elna puede reaccionar como quiera…
O sea, papel nuevo, una vez más. Y se promete a sí misma que, salga lo que salga en este intento, quedará así y mañana lo llevará a correos cuando vaya al trabajo. Termina invitándolos a la boda, y al releer la carta ve que de todos modos ha incluido lo más importante. Algots, Jacob, la boda, el niño.
El niño. El 1 de enero de 1961.
No, no se atreve a pensar en ello. Aunque no falte una eternidad, es el doble del tiempo que ella ha vivido en Borås, y es más que suficiente… Pega el sobre, escribe la dirección y luego lo deja sobre la mesa delante de ella, el mensaje, la gran noticia, una bomba que Eivor envía a Hallsberg…
¡Pero el día siguiente resulta ser un día realmente bueno! Jacob va a buscarla sobre las siete de la tarde y van juntos a Norrby. Él no ha dicho nada, sólo ha preguntado si podía invitarla a tomar café en casa.
Dos cafés, tres, no dice nada. Eivor mira a Jacob a hurtadillas, pero él aparta la mirada rápidamente. ¿Pretenderá que sea ella la que lo diga? Sin embargo, no sería correcto…
—Hoy parece que Eivor está pensativa —dice Artur.
Ella se sobresalta. ¿Es posible que lo noten?
—Ocurre una cosa —empieza Jacob sin completar la frase.
—¿Vais a tener un hijo? —dice Artur cortante, mirando a ambos.
—Artur —dice Linnea—. Artur…
Eivor nota que se ruboriza. Y, por su parte, la respuesta ya estaría dada…
—Sí —dice Jacob—. Pensamos casamos.
Linnea se queda con la boca entreabierta y no sabe qué decir. Pero a Eivor le parece que se alegra.
—Demonios —dice Artur—. Por todos los demonios… Nos pilla por sorpresa. Pero… Permitidme que os felicite.
—Sí. Enhorabuena —dice Linnea—. Esto… Sí, es lo que dice Artur. Nos ha pillado por sorpresa…
Eivor tiene muchas ganas de gritar que no sólo a ellos les ha pillado por sorpresa, pero naturalmente no lo hace. Casi nunca hace algo que no deba…
Artur saca una botella con restos de vodka y Linnea va a buscar vasos. Luego brindan y Eivor ve que Jacob sonríe de repente con toda la cara y siente que casi se le hace un nudo en la garganta.
—Pareces una mujer cabal —dice Artur sirviéndose las últimas gotas en su vaso y vaciándolo.
—Deja que te dé un abrazo —dice Linnea, y lo hace.
Eivor tiene una gran sensación de protección cuando se aprieta contra los pesados senos de Linnea. «Aquí podré obtener ayuda», piensa. Y de lo único que puede estar totalmente segura es de que va a necesitarla.
Artur parece emocionado y Linnea la mira con dulzura. Aquí se siente bienvenida, su presencia produce alegría. La cigüeña se ha posado en su balcón y posiblemente no haya nada que deseen más que tener un nieto…
—¿Dónde vais a vivir? —pregunta Artur.
—Tendré que preguntar a los Fåhreus si no les importa que Jacob se venga a vivir conmigo —dice Eivor—. Aunque en el contrato no pone nada.
—Es mejor preguntar —murmura Artur—. Al arrendatario hay que tratarlo con cuidado. Y la señora Fåhreus no tiene muy buena fama, te lo aseguro.
—¿Qué sabes de ella? —dice Linnea en tono de reproche.
—Tanto como tú —responde Artur furioso—. Siéntate ya y no finjas que no sabes tú también que es una vieja malvada. Todos en la ciudad saben bien el estado en que se encuentran sus casas y cómo trata a sus inquilinos. Si te descuidas, se te cae el techo encima, y si eso llega a suceder, es capaz de subirte el alquiler, por vivir allí durante el dramático suceso. No, demonios… ¡Pregúntaselo! ¡Pero con decisión!
Sí, decisión. Ni siquiera es capaz de pensar en todo lo que hay que arreglar. Queda poco más de un mes para el primero de julio. Hay que llegar, llegar…
—¿Qué dicen tus padres? —pregunta Linnea.
—Ella… Ellos no lo saben aún —contesta Eivor—. Pero les he escrito.
—Será emocionante.
—Sí.
Elna con sus revistas, Erik con sus vagones de mercancías. Y en algún rincón desconocido, vivo o muerto, borracho o sobrio, está su padre, al que no conoce. A él no va a poder enviarle el mensaje, pero Elna podrá experimentar lo que es tener un nieto… Hay muchas cosas que le gustaría preguntarle. ¿Podrá hacerlo? «Tal vez», piensa ella. «A pesar de todo, fue bien cuando ella estuvo aquí. Sí, tal vez sea posible…»
Jacob la acompaña a casa esa tarde de primavera.
—Ha ido bien —dice él.
—Excepto yo, que me he puesto coloradísima.
—¿Qué importa?
—Ya. Pero de todos modos.
Y luego hablan de todo lo que hay que hacer en el apartamento. El papel de las paredes, quitar todas las viejas planchas de linóleo, la vajilla, la cuna…
—Aún no —dice Eivor—. Falta mucho.
—Eso lo decides tú —dice Jacob.
Ella lo mira. ¿De verdad?
Le cede a ella la compra y la elección de la cuna. Pero ¿es algo obvio o es una concesión? Alguna vez se lo preguntará…
—Yo no sé nada de esas cosas —dice él.
—Yo tampoco —contesta ella.
Ella se detiene a mirar un gorrión que hay justo al borde de la calzada. Está boca arriba con las patas tiesas hacia el cielo.
—¿Qué es eso? —pregunta él.
—Un pájaro muerto —responde ella.