En este mundo se dan muchas situaciones extrañas.
¿Quién ha oído hablar, por ejemplo, de un hombre que durante una época de su vida ha vivido de cazar mosquitos? Ciertamente no fue un trabajo de larga duración, sin embargo, él asegura que vivió de ello durante siete meses. Posee incluso un desgastado documento que lo acredita. Lo lleva siempre consigo en el bolsillo interior izquierdo, justo encima del corazón. Pero nunca o casi nunca ha sacado el documento. Llegado el momento, sus interlocutores se han ido ya a otra mesa o le han pedido que se calle si no quiere que le den una paliza.
No tienen por qué escuchar semejantes tonterías, aunque se encuentren en una cervecería sueca cualquiera.
Y él, naturalmente, cierra el pico. Siempre le ha dado miedo que le peguen, y, además, qué sentido tiene tratar de explicar algo del mundo a alguien que, al fin y al cabo, no va a entender lo que le dice. Pero a veces se pregunta qué habrían opinado si les hubiera dicho que su nombre es Abd-ur-Rama. Entonces, probablemente le habrían echado a palos de esa pequeña e insignificante localidad sueca. Y probablemente habría sido lo mejor que podría ocurrir. Aunque pronto va a cumplir cincuenta años, la vieja inquietud sigue incrustada en su espíritu. Y cuando se ha vivido la mayor parte de la vida en las carreteras, jamás te desprendes de ella.
Está sentado en un café de la estación del ferrocarril en Hallsberg, bebiendo cerveza y cavilando acerca de su destino. Es a principios de abril y todavía no hay indicios de la primavera. Y el tiempo pasa a toda velocidad. ¡Cielo santo, ya lleva tres años viviendo en este agujero! Tres años sin que ocurra nada, sólo que es tres años más viejo, ha perdido un par de dientes más y cada vez le cuesta más contener la orina.
Hace tres años que, según el testamento de su hermana, consiguió heredar su casita en las afueras de Hallsberg, en dirección a Pålsboda. Como es natural, está agradecido de que su hermana se haya compadecido de él en su testamento, pues igualmente podría haber cedido la casa y los bienes a la Misión Sueca. Por supuesto, da gusto tener un sitio donde vivir, en una residencia de ancianos seguro que se habría muerto enseguida; además, ya no es capaz de dormir entre cartones durante el invierno. Antes dormía por las noches, aunque fuera bajo un puente helado en Holanda o en una cuneta en las afueras de Staffanstorp. La salvación del vagabundo siempre ha sido tener un buen dormir. Pero los últimos años que pasó en las carreteras dormía cada vez peor, y entonces era un auténtico infierno constatar, hora tras hora, que estabas tirado en una húmeda cuneta, y que el futuro sólo te depararía nuevas aflicciones. Su día de suerte fue el día que se dirigió a la tienda de tabaco de Hugo Håkansson en Vetlanda y se encontró con una carta que llevaba allí esperándole desde hacía un mes. Hugo y él se conocían desde los años veinte, cuando viajaban juntos por las ferias. En aquella época, Hugo era el hombre de goma. Tenía el buen sentido de guardar algo de dinero, y ponía sumo cuidado en no ir dejando hijos sueltos por todo el país. Y para una tienda de tabaco bastaba con lo ahorrado. Él se había domiciliado en la casa de Hugo, y varias veces al año iba a Vetlanda. En general no había nada para él, y entonces seguía su camino después de haber dormido algunas noches en una cama en condiciones, haberse quitado la porquería de encima y, tal vez, haber heredado también algo de ropa del bondadoso Hugo. Pero el caso es que, ahora hace tres años, había una carta del bufete de abogados Åkerman de Örebro esperándole. La casa y los bienes muebles se le entregaron de inmediato. Todo podría haber ido bien de no encontrarse la casa en Hallsberg. No aguanta ese cuchitril, es pequeño y estrecho, y todo gira alrededor del tren que viene y va.
Lo peor es que nadie se apea y se queda. En Hallsberg sólo se bajan algunos pasajeros para ir corriendo a hacer transbordo a otro tren. Cambian de tren para continuar lo antes posible. Y para una persona que no ha hecho otra cosa en su vida que viajar, es un infierno hallarse ahí y no poder seguirlos.
No se llama Abd-ur-Rama, por supuesto. Es sólo uno de sus muchos nombres artísticos (tiene varios, por cierto). Cuando nació en Broddebo en 1886, lo bautizaron con el nombre de Anders, por su abuelo paterno, Anders de Björkhult. Y la joven y pobre pareja de campesinos estaba tan feliz con su primogénito que nunca hubiera creído que esa pequeña criatura iba a ser faquir. O que cazaría mosquitos con un sueldo semanal fijo. O todo lo demás con lo que ha llenado su agitada vida…
¡No, por Dios! Hay tanto en lo que pensar cuando se pasan las tardes en el café de la estación de Hallsberg. Suele permitirse el lujo de tomarse tres cervezas al día, y con una botella cada dos horas tiene tiempo de sobra para pensar.
Como ahora esto de los mosquitos. Es verdad y tiene pruebas, pero nadie quiere creerle. En este endiablado agujero parece que todo gira en torno a los vagones de mercancías. Aparte de comentar lo increíblemente bien que se están poniendo las cosas, por supuesto. ¿No se va a bajar ya este año, 1956, el horario laboral de 48 a 45 horas semanales? ¿Y no se ha suprimido la cartilla de racionamiento hace ya más de un año? Sí, ahora se están haciendo las cosas correctamente, las industrias funcionan a toda marcha, los salarios suben y pronto van a poder tener coche y casa de campo… Es lo que la gente comenta a su alrededor. Hallsberg es un nudo ferroviario, ni más ni menos, y el café del ferrocarril es donde los trabajadores de las vías piden su café y su taza de leche y se comen los bocadillos que llevan preparados. Son muchos, el trabajo en el apartadero del ferrocarril se divide en turnos durante las veinticuatro horas del día, por lo que en el café hay un tráfico ininterrumpido de entrada y salida. Sólo alguna que otra vez se confunde un viajero al entrar y retrocede ante el olor acre a tabaco y a botas de goma sudadas.
Así que aquí vive su triste vejez Anders Jönsson, el que fue humorista, faquir, artista de feria… ¿Quién podría creer que ese viejo de pelo hirsuto y vestido de manera anticuada tuvo un día un trabajo, incluso fijo, en el maravilloso mundo del cine? Ahora viene lo de los mosquitos. Es mejor que terminemos con ello para poder continuar.
A principios de los años treinta emprende un agotador y triste viaje a pie por Europa. Parte con la intención de no volver nunca. En Suecia ya no le interesan a nadie sus trucos. Ahora lo que la gente reclama son bailarinas y espectáculos de variedades, revistas de lujo en locales caros. Aunque se hubiera vestido con sus mejores galas, se pregunta si le habrían dejado siquiera entrar. El tiempo de los artistas individuales parece que ha pasado inexorablemente, ya nadie se toma la molestia de escuchar a alguien que se ha puesto un chaleco de flores y se ha metido algodón bajo el labio superior para parecer un ingenioso campesino con la boca llena de rapé. Ya no vale la pena subirse a un escenario destartalado a interpretar canciones cuartelarias o contar chistes. Nadie viene a escuchar. Quizá podría haberse retirado como una reliquia disecada en el Skansen, pero ni siquiera eso es seguro. Porque él no es ningún cómico conocido, nunca ha tenido éxito. A diferencia de fenómenos locales como Skånska Lasse o Böx i Kôvra, Anders de Hossamåla no es más que un cómico medianamente bueno que va tirando adelante como animador y comparsa de las grandes estrellas. Así que no le importa marcharse. Salir a Europa y luego morir. Al fin y al cabo, allí hace más calor, los inviernos no son tan terriblemente fríos como en Suecia. Y quién sabe, el mundo es grande…
No, nadie lo sabe y, sin darse cuenta, atraviesa Francia rápidamente, y en cuanto llega a París va directo a un estudio de cine. Fiel a su costumbre, pregunta si hay algo que pueda hacer, se ofrece para lo que sea por unas monedas que alcancen para un poco de pan y tal vez también un par de vasos de vino tinto, que no entiende cómo puede ser tan barato en ese país. Anders tiene buen oído para los idiomas. Durante sus años como cómico aprendió muchos dialectos, y podría decirse que ése era su verdadero talento. No era especialmente divertido, y podría haber cantado bastante mejor. Lo que hacía que pudiera ir tirando era precisamente su facilidad para captar al vuelo un dialecto. Se apoya en ese talento para abrirse camino por Europa y no tarda en aprender las palabras necesarias.
Un hombre menudo con cara de rata y empastes de hierro lo ve en la puerta de entrada a la zona del estudio y tiene algo que ofrecerle… ¿Quiere acompañarlo? A ese vagabundo sueco puede ofrecerle algunos francos al día; acaba de recibir una reprimenda de un agotado jefe de rodaje, que le ha preguntado enfurecido por qué no ha llegado aún ninguna persona que pueda hacerse cargo de la catástrofe que se les ha echado encima…
Todo el estudio está volcado en la producción de un enorme melodrama. Una madre se casa con el amante de su hija, quien a su vez mata al amante secreto de ésta, que a su vez… Todo rodado en costosos interiores. Los delicados focos estallan constantemente haciendo un estruendo ensordecedor. Los actores, nerviosos, se ponen histéricos por miedo a que sus valiosos rostros resulten dañados con los fragmentos de cristal, y el productor está hecho una furia por los costosos retrasos. Y todo eso sólo porque hay mosquitos volando dentro de los decorados. Mosquitos que van en busca de la luz y rebotan contra los cristales de los focos, que estallan por ello.
Así que durante siete meses, el ex cómico Anders de Hossamåla caza mosquitos en ese estudio. Es ingenioso, se sube a las escaleras y a lo largo de las frágiles rampas de iluminación. Lleva en la mano un matamoscas, tiene puntería y pone el alma en el trabajo. Debido a esa tenacidad suya, el productor se imagina que después de un par de semanas habrán disminuido los retrasos, y enseguida ordena al tesorero que le suba el sueldo al cazador de mosquitos. A Anders le interesa el rodaje al principio de la película, pero cuando poco a poco consigue relacionar las distintas escenas que se van tomando saltándose el orden de una a otra de forma curiosa, se da cuenta de que sólo se trata de un exagerado romanticismo en cantidades industriales y de repente deja de interesarse por otra cosa que no sean los mosquitos. Los francos que obtiene le alcanzan de sobra para comida y vino tinto y para una cama en el desván de la casa de uno de los trabajadores del estudio. ¿Qué más puede pedir? Cuando además la temperatura es suave y agradable a pesar de que pronto llegará la Navidad…
Así que claro que ha vivido de perseguir mosquitos, pero es un secreto que deberá llevarse a la tumba el día en que todo termine.
¿Y va a ser este nudo ferroviario, donde nadie se apea para quedarse, su estación final? Aunque la vida siempre le ha mostrado tanto su máscara trágica como su máscara cómica, esto es lo peor de todo…
Muerto y enterrado en Hallsberg. Dios nos guarde.
Cuando el reloj se aproxima a las siete se levanta y se marcha, saliendo por la chirriante puerta y siguiendo luego el camino que lleva lejos de la zona de la estación.
La casa es pequeña y de color rojo y tiene un huerto cubierto de maleza. Sólo conserva el campo de patatas y el nudoso manzano, y cada año obtiene suficientes patatas y pequeñas manzanas verdes. La casa se compone de cocina, una habitación y una pequeña alcoba detrás de una pared de masonite. Un año antes de morir, su hermana había instalado electricidad en la casa, había puesto linóleo en los suelos y había tirado el mobiliario antiguo de la cocina. Ahora brilla por el acero inoxidable y tiene cocina eléctrica y frigorífico. El frigorífico que había antes se encuentra medio oxidado detrás de la casa. Pero los muebles de su hermana están todavía y todos los bordados con textos religiosos cuelgan sobre el papel pintado de las paredes como cuando él se mudó. Vino a Hallsberg en tren desde Örebro, después de haber recibido la herencia, las llaves y una libreta bancaria en el despacho de abogados Åkerman. Y todo lo que llevaba consigo era una maleta rota atada con cuerdas para que no se abriera. En la maleta llevaba un par de chanclas de goma, algunas camisas sucias, un chaleco floreado, un deteriorado espejo de maquillaje y varias tarjetas antiguas de Abd-ur-Rama, de Anders de Hossamåla, y del cantante malayo 42 Sonidos, «con diversión garantizada». Es todo lo que posee, aparte del pasaporte y distintos permisos y certificados.
La mayor parte del tiempo lo pasa en la cocina. Se sienta a la mesa de la cocina y sueña durante horas. La mayoría de las veces no se preocupa de encender la luz, la oscuridad hace que se distraiga menos. Desde hace tres años va sacando sus recuerdos uno tras otro, los mira y luego los guarda de nuevo en los oscuros escondrijos de su cabeza… Pero, naturalmente, no es tan sencillo. No obstante, sigue vivo y se ha quedado con un gato vagabundo. Una mañana se lo encontró maullando en la escalera, despellejado y lleno de pulgas, pero Anders se hizo cargo de él y ahora le sigue con una fidelidad infinita. Sólo desaparece al aullido de las gatas por las noches, pero siempre vuelve, seriamente dañado y con las orejas llenas de heridas. Pero no importa mientras regrese y se siente en las rodillas de Anders.
Junto a su casa hay un bloque de apartamentos de alquiler. A través de la ventana de su cocina puede hacerse una buena idea, curiosamente variada, de cómo vive la gente hoy en día. Él ya casi no pertenece a la realidad, su vida se ha quedado congelada en imágenes de sí mismo en las viejas fotos de propaganda. Para poder seguir lo que ocurre en el mundo no puede perder de vista la ventana de tres cocinas y de tres dormitorios. En el edificio sólo viven empleados del ferrocarril, las ventanas que puede abarcar con la vista pertenecen a dos trabajadores del apartadero y a un maquinista de cambios. En otras palabras, tres familias trabajadoras actuales. Los Sjögren viven en el piso de abajo, y para él es una suerte. La señora Sjögren es una mujer joven y elegante de no más de treinta años. Tiene el pelo oscuro y bonito, y grandes pechos que tiemblan y oscilan cuando se mueve. Con un poco de suerte se inclina a por algo que hay en el suelo y entonces él puede ver directamente esas dos grandes maravillas…
Ella suele peinarse junto a la ventana. Pero a veces baja la mano que sostiene el peine o el cepillo y se queda de pie mirando hacia fuera, a la noche. Anders trata de imaginarse en qué piensa. No puede tener problemas, pues conforme pasan los días va mejorando todo.
No, seguro que es capaz de ver el futuro, aunque la noche sea tan negra e impenetrable…
¿Realmente es todo perecedero? ¿No va a quedar nada? ¿Es así como se transforma el mundo, cambiando el papel de la pared pegando uno nuevo encima sin que nadie recuerde ya cómo era el que está debajo?
Heredó nueve mil coronas de su hermana. ¿Cómo pudo ahorrar semejante cantidad si no hizo otra cosa más que limpiar vagones durante toda su vida? Y todavía resulta más raro que le haya legado a él la inmensa cantidad de dinero. Han tenido contacto de vez en cuando, si él estaba cerca de Hallsberg intentaba buscar un momento para ir a visitarla. Y, a pesar de colaborar de forma activa en la Misión Sueca, nunca ha dudado en ir a verlo actuar cuando tenía la oportunidad. ¿Consideró tal vez que era tan importante salvarlo a él de las humillaciones de la vejez como bautizar paganos en la lejana África? Es la única explicación que puede dar, y por eso cuida de su modesta tumba en el cementerio, es lo mínimo y a la vez lo único que puede hacer como prueba de su agradecimiento.
¿Y si él, a su vez, legara la casa a la Misión Sueca?, después de su muerte, por supuesto. ¿Venderla para que el dinero en efectivo pueda utilizarse para la guerra santa en África?
No, diablos, tiene que haber límites. Y él sabe en qué va a emplear el dinero…
Es abril de 1956 y él ha tomado una decisión. Ahora ya tiene suficiente. Ahora que ya ni siquiera puede controlar la orina y se despierta cada noche con la cama empapada, cuando al final el olor a orín es tan fuerte que hasta el gato empieza a taparse la nariz, es mejor darse cuenta de que la hora ha llegado. ¿Qué otra cosa puede esperar sino el incremento, lento pero inexorable, de la decadencia? Nada en absoluto. Y no quiere eso. Ha sobrevivido durante setenta años, más que nada gracias a su fuerte voluntad, así que esa voluntad va a hacerle el último favor.
Le quedan dos mil coronas. Ese dinero le alcanza hasta la Navidad, luego se acaba. Le viene justo. En ocho, nueve meses tiene que ser capaz de matarse bebiendo. Además es lo que ha decidido. Beberse el dinero, sentarse y soñar, cuidar al gato.
¿Y después? Después no hay nada. Entonces va a estar muerto. En el momento adecuado, para año nuevo, el periodo más frío del invierno. Y para él va a ser una gran alegría engañar al invierno. Siempre ha odiado el invierno y ahora, por fin, tiene la posibilidad de devolverle todas las noches que ha estado encogido y tiritando de frío en parques, bajo puentes o escaleras. Ahora llega la venganza y va a ser dura…
Va a beber, beber hasta la muerte y la destrucción. ¿Hay acaso alguien en el mundo a quien le importe lo que haga Abd-ur-Rama? A nadie, al menos en este asqueroso agujero en el que el tren debería dejar de detenerse…
Es lo que él cree. Y seguramente tiene razón.
Pero de vez en cuando sucede algo inesperado.
Una tarde de finales de abril, cuando está sentado bebiendo una mezcla de aguardiente y vino tinto en su casa a oscuras, oye que arañan en la pared de la esquina. No puede ser el gato, está durmiendo encima de la mesa delante de él, entre las botellas. ¿Entonces qué es? ¿Otro gato? ¿Una gata en celo? ¿Un erizo? Al cabo de un rato cesa el ruido y lo olvida enseguida. Está pensando en el mercado de Skänninge un día de verano de 1917. Entonces no es Anders de Hossamåla o 42 Sonidos el que garantiza diversión. No, Cederlund, el director del parque de atracciones, lo ha contratado temporalmente como faquir, especializado en comer clavos de dos pulgadas. August Cederlund es uno de los mayores sinvergüenzas reconocidos que ha habido en el mundo del espectáculo en Suecia. El expectante público, como es natural, no se imagina nada, pero los que trabajan para él lo saben. Cuando las cosas están mal, no da trabajo a ninguna mujer, ni como encantadora de serpientes ni como vendedora de entradas, a no ser que antes hayan accedido a acostarse con él al menos tres días a la semana. Las noches no le interesan, porque entonces juega al póquer y les saca con trampas a los trabajadores del parque de atracciones los sueldos que aún no les ha pagado. Es odiado por todos, pero, como quiera que sea, se las arregla para no tener problemas a la hora de llenar los obligados espectáculos de variedades del parque de atracciones. Si la decisión está entre padecer hambre o pasar por el carromato ambulante de Cederlund con su correspondiente sofá, en realidad es como no tener ninguna alternativa. Y mantenerse con la moral artística alta no es necesariamente lo mismo que evitar el desagradable sofá lleno de manchas. Cederlund tampoco vacila en dar empleo a artistas masculinos con las mismas condiciones. Con toda generosidad ha extendido sus servicios hacia otros lados y, según los rumores, llegado el caso no tiene escrúpulos en vejar animales que vayan a actuar. Hay muchos que quisieran cortarle el cuello a ese endemoniado Cederlund, pero nadie se ha atrevido a hacerlo; y Anders se pregunta si estará vivo aún… Pero ¿no tendría entonces ya cien años?
Con Cederlund, Abd-ur-Rama tiene que tragar clavos nueve veces al día durante los tres días que dura la feria. Así que son veintisiete veces, y, entremedias, también debe salir fuera de la lona y llamar la atención de los campesinos para que acudan a verlo. Va a cobrar veinticinco coronas al día y, aunque resulte raro, le dan la mitad por adelantado. Y luego tragará clavos mientras el público se pregunta cómo diablos lo hace. Sí, se trata de un secreto profesional, es todo lo que puede decir, porque después de cada actuación se esconde detrás del telón y vuelve a sacarse los clavos de la garganta, uno por uno, con los finos hilos que hábilmente ha escondido al público… Y salen uno tras otro, acompañados de bilis y saliva…
Alguien intenta entrar por la puerta que da a la calle e interrumpe sus pensamientos. Normalmente teme por su vida, pero ahora está tan borracho que, más que nada, le produce curiosidad. ¿Quién puede querer entrar en su casa? Claro que la casa está a oscuras y el descuidado patio podría indicar que está deshabitada… Pero, aun así, ¿qué cree que va a encontrar aquí un ladrón? Permanece sentado. El gato se ha despertado y aguza las orejas.
Cuando la puerta se abre, Anders gira el interruptor de la luz que se encuentra en la pared detrás de él, y la cocina se llena de luz. En la puerta de la casa hay un adolescente menudo y delgado, está sucio y manchado de barro. Se queda paralizado por la luz como un animal, y, asustado, mira a Anders.
Anders percibe enseguida que no es peligroso. Sin duda, no se debe juzgar a los animales ni a las personas por su pelaje, pero esta figura embarrada apenas representa una amenaza para su vida o sus propiedades.
Anders se pone en pie y el sucio adolescente retrocede.
—No te muevas —le ordena Anders—. ¡No intentes escapar ahora! ¡Porque si lo haces, te perseguiré!
El muchacho obedece, después le ordena que vaya hacia la mesa de la cocina. El chico se mueve con cautela y Anders ve que la cara de susto no es sólo una máscara, es real.
—¡Siéntate! ¡Y cállate!
Anders mira al muchacho. Viste de modo extraño. Lleva botas, unos pantalones demasiado cortos, una camisa de cuadros hecha jirones debajo de una chaqueta de cuero abierta. En realidad, lo único de su talla es la chaqueta negra. Lo demás parece que se lo haya llevado a toda prisa, seguramente es robado.
El chico es moreno, tiene el pelo grasiento y enmarañado por todos lados. Anders trata de determinar su edad y llega a la conclusión de que tiene dieciocho años.
—Diecisiete —responde cuando le pregunta.
—¿Cómo te llamas?
—Lasse.
—¿Qué más?
—Nyman. Creía que esto estaba deshabitado. No pretendía…
—¡Cierra la boca hasta que se te diga lo contrario!
Anders puede ser autoritario si quiere y eso precisamente es lo que desea en ese momento. Pero, para su amargura, se da cuenta de que está orinándose. Ya le cae por el pantalón y no puede ir corriendo a la pila para echar allí lo que queda, sería lo mismo que confesarle al muchacho que en realidad es un hombre débil. Tirarlo al suelo de un golpe no sería más complicado que hacer un agujero en un huevo. Así que la orina puede seguir corriendo, y él se sienta para ocultar la mancha que crece.
De pronto, el muchacho empieza a llorar. Un llanto furioso y amargo. El rostro se retuerce y se vuelve gris como la ceniza. Anders olvida enseguida la pasajera calidez que lleva consigo orinarse en los pantalones y observa con asombro al muchacho que llora. Él no ha derramado una sola lágrima durante más de treinta años y creía que la gente hoy en día sólo lloraba en el cine.
Pero Lasse Nyman, el chico de diecisiete años lo hace, aunque rápidamente recobra el control y se seca las lágrimas de la cara con rabia.
—¿Te encuentras mejor? —pregunta Anders—. Aquí puedes estar tranquilo. No hay nadie más aparte del gato y yo bebiendo.
—¿Un gato que bebe?
Lasse Nyman parece tener un humor variable porque, de repente, se ríe, dejando al descubierto sus dientes, irremediablemente descuidados.
—¿Quieres un trago? —le ofrece Anders, y el muchacho asiente con la cabeza. Anders señala hacia el fregadero y el muchacho trae un vaso, al andar deja grandes manchas de barro en el suelo.
Quiere aguardiente y lo tiene. «Por lo general, en este país el vino sólo es apreciado en las comidas de la realeza y por la alta sociedad después de haber hecho algún mérito», piensa Anders mientras sirve el aguardiente. Lasse Nyman vacía el vaso de un trago y lo coloca de nuevo sobre la mesa sin inmutarse.
—Ahora te toca a ti —dice Anders—. Pero no mientas. Si lo haces, me enfadaré.
—¿Me das una oportunidad? —pregunta Lasse Nyman. Anders reconoce enseguida su acento del sur de Estocolmo, a la vez que decide hacer un pequeño truco.
—¿Cómo piensas utilizar esa oportunidad, si puede saberse? —contesta rápidamente con el mismo acento del muchacho. Éste se queda atónito y boquiabierto. Anders vuelve a hablar de repente con su acento habitual—. Dime, cabrón. ¿Qué andas haciendo por aquí, en Hallsberg, en medio de la noche?
Lasse Nyman contesta al momento.
—¿Hallsberg? —dice extrañado—. Hallsberg…
«Así que no sabe dónde está. ¿Se habrá caído del tren?» Anders ve que está dudando mientras se muerde la uña de uno de los dedos hasta la raíz.
—Parece que no tengo elección —dice al fin—. Me he fugado. De la cárcel de menores de Mariefred. Me escapé el viernes pasado.
Hoy es lunes. Por lo tanto, en cuatro días ha ido desde Mariefred hasta Hallsberg.
—Deja de tomarme el pelo y contesta ahora de modo más detallado. Pero no mientas si no quieres que te dé una paliza —ordena el viejo meón que ni siquiera puede controlar su vejiga…
Pero Lasse Nyman habla y parece que eso le alivia. Y lo que sale de él, con frases inacabadas, opiniones empezadas que no llevan a ninguna parte, con su idioma pobre lleno de palabrotas, no es una historia particularmente impresionante. En realidad es lo de siempre.
En pocas palabras: Lasse Nyman es vástago de un obrero borracho y violento que, además de dar palizas a su esposa de vez en cuando, también logró dejarla embarazada. El ambiente de la niñez de Lasse son las chabolas húmedas de Hornsgatan y en cuanto aprende a andar sale corriendo a la calle. Solían darle palizas, y ¿cómo iba a concentrarse en la tarea escolar si cada tarde le esperaba una nueva tunda? A los doce trata de arar un surco en el infierno mediante un simple hachazo en la cabeza de su padre. Pero el corte es una chapuza, lo ha hecho con tanta rabia que se ha olvidado de apuntar, así que sólo logra cortarle una de las orejas. La sangre chorrea, la madre se desmaya y viene la policía retumbando por las ruidosas escaleras. Entonces va a parar por primera vez a los archivos de Götaverket (¡sí, el Departamento Social se llama así, por el laborioso Göta Rosén!) y, a pesar de que se le encasilla como un joven y prometedor homicida, obviamente hay que colocarlo en una familia de adopción y, como es natural, en el campo. Parece lo único sensato que se puede hacer cuando se trata de niños con tendencias violentas debidas a terribles ambientes familiares. Pero en esas basuras no se hurga, nunca se puede defender a alguien que le corta la oreja a su padre. No, son tendencias criminales condicionadas genéticamente y hay que castigarlas en medio de las llanuras de Västgöta. Con eso la escolaridad también puede darse por terminada. Que apenas sepa escribir no tiene la menor relevancia. En el mejor de los casos puede convertirse en un operario en alguna fábrica… El campesino intenta violarlo la misma tarde de su llegada, y entonces tiene que recurrir a la única salida que conoce, los puños. Nuevo informe y nueva granja, esta vez en Strömsund. En esa zona del interior, apartada y melancólica, enseguida se ahuyentará el recuerdo de Hornsgatan. A las cuatro arriba, a las nueve en la cama, nunca una palabra amable. A los catorce años roba el coche del médico comarcal y logra llegar hasta Slussen, en Estocolmo. Pero pierde el control en medio del tráfico de la gran ciudad y se estrella contra un taxi, dando el paso definitivo de depravado a delincuente. Pobres padres, oye decir… Y luego no hay mucho más, pronto tendrá edad para que lo metan en la cárcel de menores y después de un par de delitos menos logrados puede que lo lleven, por fin, al lugar que probablemente más le corresponde. Pero fuerza la cerca de Mariefred y llega a Hallsberg a través de los bosques. La casa parecía que estaba vacía, tiene tanta hambre que le duele el estómago, y ¿qué puede perder?
Nada, naturalmente.
Anders tiene algunas patatas y un trozo de salchicha para ofrecerle. Lasse Nyman engulle la comida y se bebe una jarra de agua.
Luego se duerme. De repente, con la cabeza sobre la mesa. ¿Qué demonios le interesa el día de mañana?
Nada, como es natural. Un prófugo en realidad sólo puede encontrar el escondite perfecto en su propio sueño.
Lasse Nyman se queda en casa de Anders. La razón de ello es tan sencilla como que no tiene ningún motivo para no quedarse. Al menos de momento, luego ya verá.
—Quédate —le dice simplemente—. Arréglate, lava tu ropa y cómprate zapatos nuevos. Yo te daré dinero. Y sal por ahí. Compórtate como siempre, nunca mires alrededor. Eres un pariente que ha venido a visitarme. Haz lo que te digo.
Lasse Nyman puede dormir en la habitación, Anders tiende un colchón en la cocina. Allí es donde mejor se siente, que haya dormido antes en la habitación se debe a que la cama ya estaba allí cuando llegó.
Y Lasse Nyman hace lo que le dicen. Peina su cabello negro hasta conseguir una cresta absolutamente perfecta, restriega la ropa en la pila de lavar para que esté limpia, y cuando se ha secado, va tranquila y dignamente a Oscaria a comprar un par de botas negras de la mejor marca de Örebro. Y no mira alrededor. Aunque como es lógico está siempre nervioso, cree sentirse bastante seguro en este agujero. Naturalmente, la batida para cazarlo se realiza en Estocolmo, en el sur. Y allí pueden buscar todo lo que quieran esos hijos de puta…
Que busquen hasta que revienten.
Cuando regresa calzando sus botas recién compradas y tras haber tirado las viejas en una acequia llena de agua, está a punto de que lo atropelle una muchacha que sale en bicicleta del patio del bloque de apartamentos. Él se hace a un lado y suelta una maldición, ella se sonroja y sigue su camino. Lasse sabe que no tiene que mirar a su alrededor, pero esta vez no puede evitarlo.
—¿Quién es esa chica? —pregunta cuando está sentado enfrente de Anders en la cocina.
—¿Esa chica? ¿A quién te refieres?
Ah, se refiere a la chica aquella. Según la describe, debe de ser la hija de los Sjögren. Pelo oscuro, bonita, muy delgada y desgarbada, pero bastante mal hablada. Anders sabe que la señora Sjögren es la madre de la muchacha, pero que Erik Sjögren no es su padre. Además es hija única, la pareja no tiene hijos en común.
—Seguramente te refieres a Eivor —dice Anders.
Cuando Anders llegó a Hallsberg y tomó posesión de su residencia, ella era una niña menuda y escuálida que jugaba en la calle después de la escuela. Y desde el primer día le saludó al salir él de su casa.
—¿Vas a vivir aquí? —le había preguntado con absoluta naturalidad—. Entonces vamos a ser vecinos. Me llamo Eivor. ¿Cómo te llamas tú?
Pero de eso hace tres años. Ha crecido deprisa y ahora tiene pecho y se pinta y lleva otra ropa. Sigue saludándole, pero no con la misma naturalidad.
—¿Cómo es tu vida? —le pregunta a Lasse Nyman. Han transcurrido un par de días y el prófugo se ha pasado la mayor parte del tiempo durmiendo, especialmente durante el día. Parece un noctámbulo empedernido, con lo joven que es.
—¡Menuda pregunta! —obtiene como respuesta.
Sí, claro que es rara la pregunta. Demasiado directa. Pero le interesa la respuesta. Así que no se rinde.
—¿Qué deseas tener? ¿Qué quieres evitar? ¿Con qué sueñas? ¿A qué le tienes miedo? ¿Entiendes?
Claro que sí, Lasse Nyman es astuto. Además le fascina este viejo que le trata con amabilidad sin pedir nada a cambio. Hasta le da dinero para zapatos, cigarrillos, comida y, sobre todo, parece que no tiene necesidad de enviarlo de nuevo a esa cárcel del demonio.
¿Está senil? No, no lo parece. Mantiene la cabeza medianamente lúcida, a pesar de beber todo el día. La experiencia de Lasse Nyman con la bebida es distinta. Peleas, gritos y escándalos, borracheras y palpitaciones. Siente simpatía por ese viejo que apesta a orín. Además es algo que le inspira benevolencia. Él se ha orinado en la cama durante muchos años y todavía puede ocurrir que se despierte después de haberse orinado encima. Pero cada vez sucede con menos frecuencia. Por lo que da gracias a Dios o a quien sea… Aunque, desde luego, el viejo se ha rezagado sin remedio. Parece que no entiende casi nada de lo que ocurre en el mundo.
Como lo de los coches. Lo más importante de todo, tener un buen coche. Y eso, sin duda, quiere decir tener un buen coche americano. Un Ford o un Chevrolet.
Intenta explicárselo.
Con un coche, uno puede largarse rápidamente. Puede cerrar la portezuela y marcharse por ahí, a donde sea. Estar caliente dentro del coche aunque en el exterior haga un frío terrible. Puede meter a sus amigos y pirarse. O estar solo con una chica y buscar algún sitio adecuado en el bosque y ser recompensado por darle una vuelta en coche.
Sin coche estás, por así decirlo, en medio de la calle mirando cómo pasan las cosas a toda velocidad. Te quedas fuera.
Por lo que con su joven y limitada experiencia entiende, el límite entre lo antiguo y lo actual está ahí. Ahora todo el mundo puede comprarse un coche. A grandes rasgos. Sin embargo, algunos como Lasse Nyman han tenido que pedírselo prestado a otros. Pero espera y verás…
Anders bebe y escucha. El joven fugitivo no es tonto. Habla un idioma comprensible. Entiende lo del coche.
—¿Se puede dormir en los coches? —pregunta.
¡Claro que se puede!
¿Lo ha entendido ya?
Por supuesto, no es tan complicado, pero tiene que haber algo más. Todavía existen pobres y ricos. La política…
—La política es una mierda —responde Lasse Nyman—. Que unos tengan todo desde el principio, que sus cunas estén a rebosar de pasta, es algo con lo que hay que convivir. Pero ahora todos pueden conseguir lo que necesitan con sólo un poco de astucia, pensando rápidamente y siendo lo bastante descarado.
No mantienen largas conversaciones. Lasse Nyman duerme todo lo que puede y se prepara para partir. Después de dos días se ha dado cuenta de que Hallsberg es sin duda un escondrijo excelente, pero sólo hasta que se recupere. Luego tiene que seguir, aquí no hay posibilidades para alguien como él. Con sus ambiciones…
Por las mañanas, Anders sufre unas terribles resacas al despertar. Por ello siempre tiene algunas cervezas a mano que le tranquilizan hasta que llega la hora de ir al establecimiento de bebidas. Pero antes debe llevar a cabo sus rituales matutinos.
Uno de los actuales avances también supone una mejora importante para él. Ha comprado una cantidad de bolsas de plástico en las que ha hecho dos agujeros. Luego se sube las bolsas como si fueran unos calzoncillos y así tiene algo que, en lo sucesivo, funciona de maravilla como pañales. Por supuesto, a veces le aprieta un poco, pero al menos el colchón no está siempre empapado cuando despierta. Cada mañana se quita la bolsa de plástico, se lava la irritada entrepierna y se viste. Sólo se pone la bolsa de plástico por las noches, durante el día trata de controlarse lo mejor que puede. Es cuestión de no enfadarse por nada, moverse despacio, y no llamar la atención en el establecimiento de bebidas. Evita ir a comprar los sábados, cuando hay colas en la tienda, y también cuando acaban de abrir y entran todos los borrachos a por su reconstituyente. No, lo mejor es a las diez, entonces suele ir directamente a uno de los empleados que hay en las cajas y consigue lo que quiere.
En realidad él no se considera un borrachín. Bebe conscientemente, tiene un motivo profundo y filosófico para beber. Su modo de poner fin a su vida no puede compararse con las temblorosas y enrojecidas figuras que siempre están nerviosas por miedo a que les nieguen la bebida. Él saluda educadamente, pide con voz clara y decidida lo que quiere y se despide con amabilidad al salir. En eso se diferencia de todos esos viejos trabajadores ferroviarios que están temblando ante la puerta.
Lo más extraordinario de estos nuevos tiempos es que la gente tenga su pensión y además pueda permitirse el lujo de beber. ¿De dónde viene todo ese dinero? ¿Cómo se puede recibir todos los meses una orden de pago o ir a la oficina de correos con tu cartilla de jubilación sin hacer nada? Es extraño.
¿Cómo puede haberse transformado de tal modo un país que ha vivido la pobreza y la miseria?
Le gustaría que Lasse Nyman le aclarara eso antes de desaparecer para siempre.
Cuando llega a casa con su aguardiente y su vino tinto, además de un nuevo par de pantalones de poliéster, la puerta de la habitación está cerrada y oye que cuchichean dentro. Así que Lasse Nyman tiene visita. ¿Quién puede ser? Se queda de pie en la entrada escuchando. Después de un momento le parece oír risas entrecortadas. Parece que Lasse Nyman ha encontrado compañía femenina en Hallsberg a los pocos días. Así es como hay que ser, rápido y descarado. Y si cierra la puerta es cosa suya. Anders entra en la cocina y cierra la puerta tras de sí. Se sirve la primera dosis de alcohol del día después de haberle dado de comer al gato, y se sienta junto a la mesa de la cocina. Al cabo de media hora está borracho de nuevo y los pensamientos empiezan a retroceder en el tiempo. Lo que esté haciendo Lasse Nyman —y, sobre todo, con quién— ya se verá. Pero esas risas… Eso también despierta sus recuerdos. Él tampoco se quedaba atrás durante los mejores años de su vida, que, evidentemente, no eran buenos, pero sí los mejores que ha vivido pese a todo. Durante los interminables viajes por toda Suecia y las representaciones en los fríos locales de reuniones, en las tiendas de campaña y, con el tiempo, en las recién construidas Casas del Pueblo, siempre había un después. Acabada la función, cuando solía haber baile, a veces aparecía alguien que quería que le acompañara a alguna celebración. Siempre ocurría algo y con frecuencia pasaba la noche en la cama de una mujer con buena disposición… Las imágenes corren por su mente como centellas. Recuerda los rostros, a veces también los cuerpos, pero casi nunca los nombres. Y los momentos en sí, que eran casi siempre iguales. Primero el rechazo entre risas cuando él en la oscuridad empezaba a quitarle la combinación, luego las insistentes promesas de tener cuidado mientras iba buscando y, finalmente, el momento del coito, breve por lo general, que terminaba cuando él se retiraba de un tirón derramándose sobre el vientre cálido y sudoroso de la mujer. Durante todos esos años, ni una sola vez fue demasiado rápido, ni una sola vez se arriesgó a hacerle un hijo a ninguna de las mujeres con las que estuvo.
Sólo con Miriam fue distinto. Entonces siempre trató de penetrar en ella todo lo que podía, ¿pero de qué sirvió? Nunca se quedó embarazada a pesar de que lo intentaron con tenacidad durante cuatro años. Querían tener un hijo, pero no lo lograron… Conoció a Miriam en Varberg el año 1914. Había empezado la guerra. Él había organizado una gira junto con el conocido Schwente de Flena, y un sábado por la tarde iban a actuar en la Casa del Pueblo de Varberg. Allí topa con Miriam, que trabaja en la cocina del hospital de la ciudad. Y por primera vez en su vida se enamora de verdad, con una vehemencia de la que no se creía capaz. Y ella corresponde a su violento amor. Después de una semana se reúne con él en Gotemburgo y después lo sigue en sus viajes por el país durante cuatro años. Ambos desean tener hijos inmediatamente e intentan guardar cada corona que gana él para poder buscarse un hogar en algún sitio… Cielo santo, cómo se acuerda. Los largos viajes en vagones de tercera clase que traqueteaban, en autobuses en los que entraba el aire del exterior, con caballos y carromatos. Y siempre iban los dos cogidos de la mano… Miriam con sus ojos azules, el pelo castaño… ¡Qué poco les importaba ser tan pobres que a veces apenas podían comer lo necesario! O que soñar con un sitio donde vivir sólo fuera eso, un sueño. Al menos mientras él se empeñara en continuar actuando, ser un artista que nunca sabía si iba a tener contrato. No importaba nada, la felicidad que sentían era fuerza más que suficiente…
Más aguardiente. Medio vaso y el otro medio de vino tinto, Algerie. Una mezcla demoniaca de sabor asqueroso, pero que sin duda va a ser capaz de acabar con él antes de que llegue el invierno. Y es mejor beber ahora que está pensando en los años felices… Al otro lado de la ventana ha llegado por fin la primavera, hay sol de abril y tusilago, tiempo de sobra y productos nuevos e interesantes en las tiendas… No, eso le trae sin cuidado. Él está por completo en otra parte. En 1917, en Vagnhärad. Por la mañana han llegado de Trosa, donde han actuado para una concentración de agricultores que se han reunido para la asamblea anual en alguna federación local. Una treintena de oyentes. Sus canciones cuartelarias han sido las que más han gustado. Los agricultores estaban borrachos y han recordado su época de reclutas. Y hay guerra en el mundo. Conviene pensar en las maniobras que uno va a hacer en los páramos de Suecia. La tarde ha sido buena, le han pagado y Miriam, que siempre está detrás del telón —cuando lo hay—, le ha hecho señas animándole. Es una tarde de esas en las que da gusto actuar, en las que él pone toda su alma en el espectáculo, bromea y la saliva se le escapa disparada más lejos que de costumbre, hace movimientos raros, resulta ridículo e ingenioso del modo más sorprendente… Una buena tarde en la que siente que, a pesar de todo, no es un inútil total.
Se pagan un desayuno en condiciones en una pensión. Tienen un día libre por delante. Anders no va a actuar hasta la tarde siguiente, que estará en Tystberga, a no muchos kilómetros de allí. A diferencia de muchos de sus colegas, él no quiere ir al sitio donde va a actuar hasta el día de la actuación, y prefiere que sea lo más tarde posible. Es distinto cuando va a una zona cuyo dialecto le es desconocido. Pero por lo general quiere llegar lo más tarde posible. Alquilan una habitación barata en una pensión, es invierno y se deslizan bajo la colcha para mantener el calor. Se abrazan con fuerza, escuchando cada uno la respiración del otro. Un momento de la más delicada quietud. A lo lejos, en alguna parte, suena una campana, un caballo relincha. Por lo demás, todo está rodeado por la quietud invernal.
—Odio los inviernos —dice Anders.
—Me duele un poco el estómago —contesta Miriam acurrucándose.
—Se te pasará —dice Anders—. Has comido demasiado deprisa.
Por la tarde está muerta. El dolor de estómago se ha convertido en una obstrucción intestinal galopante, el médico local al que llaman se ve impotente y antes de que puedan pedir una ambulancia para llevarla al hospital de Nyköping todo ha terminado. Miriam muere con unos dolores terribles, clavando sus uñas en las manos de Anders hasta llegar al hueso. Los ojos de ella reflejan miedo. Y luego todo ha acabado.
Fuera de sí por la impotencia, huye de todo después de que ella haya sido enterrada en el cementerio de Vagnhärad. Está solo junto al féretro, ese frío día de invierno sólo aparecen en el cementerio el sacerdote y un sepulturero, que se mantiene alejado esperando su momento.
Cumple con su cometido en Tystberga y luego viaja a Estocolmo y empieza a beber. Tarda más de un año en volver a salir a las carreteras. A pesar de seguir siendo el mismo humorista está cambiado, tiene profundas cicatrices en esa parte desconocida que se llama alma…
Más aguardiente, más vino tinto. No olvidarse de orinar en la pila al menos cada media hora para no hacérselo en los pantalones. Fuera brilla el sol, la señora Sjögren sale por la puerta marrón del bloque de apartamentos y va al pueblo a hacer shopping, como lo llaman ahora… Hallsberg, Vagnhärad… Pronto hará cuarenta años… El año próximo, el próximo invierno… Febrero… Pero entonces él ya no estará. Y ya hará por lo menos veinticinco años que fue a visitar su tumba. Y la encontró abierta, había desaparecido…
Se acerca a la pila a orinar y se pregunta por qué no llora, ni siquiera una sola lágrima. ¿Y alguien como Lasse Nyman sí puede hacerlo? No, es mejor bebérselo todo y volver a llenar el vaso. Seguramente este mundo es mejor que el que ha conocido él, pero no hay nada que hacer. Él ha tenido lo suyo, no podemos decidir al nacer. Hay muchas cosas que no se pueden decidir… Rådom, Rådom… ¿No hay alguien conocido con ese nombre? Rådom… Sí, ahora recuerda. Hedlund de Rådom, el agricultor del gobierno de coalición. El que suele salir en las fotos con Erlander, el alto, el que habla con ese acento tan agradable de Värmland… Y que parece que siempre está a punto de llorar… No, ahora los recuerdos pasan a toda velocidad. Vuelve a la mesa de la cocina, tambaleándose un poco, pero hay vino tinto. Y vodka…
¿Pero quién diablos está en la habitación con Lasse Nyman?
Sí, claro, cielo santo. Ese miserable no lo ha tenido fácil. Y tampoco lo va a tener fácil en lo sucesivo… Huir y fugarse toda la vida…
Se queda dormido en la mesa y unos golpes en la puerta de la calle le despiertan. Lasse Nyman va corriendo a la cocina y le mira asustado.
—No es nada, tranquilízate, vuelve a la habitación y cierra la puerta. Yo abriré. No tengo la menor idea de quién puede ser, pero… ¡Sal de aquí!
Es la señora Sjögren, ni más ni menos. Le saluda inclinando la cabeza.
—Buenos días —dice ella—. Espero no molestar.
—En absoluto.
—Sólo me pregunto si Eivor está en su casa, señor…
—Mi apellido es Jönsson. No nos hemos presentado, es cierto. Me llamo Anders.
Ella retrocede cuando habla, y él comprende que se debe a que apesta a alcohol y a que no se ha cepillado los dientes. Es una suerte que hoy no se haya orinado encima. A no ser que…
No, está seco. Un vistazo a las piernas se lo confirma.
—Yo soy la señora Sjögren.
—Ya lo sé.
—Me llamo Elna.
—Eso no lo sabía.
—Hoy en día apenas sabemos el nombre de nuestros vecinos.
—Es cierto.
¿Va a pedirle que entre? ¿A la cocina, que parece un campo de batalla? ¿Y qué le ha preguntado ella? Tiene la mente nublada y necesitaría al menos un par de vasos de su mezcla para despejarse. Pero no puede pedirle que entre en la cocina.
¡Claro que puede! ¡Es obvio que está matándose a beber! No hay ninguna razón para fingir. Y él, que la ha mirado en secreto tantas veces… ¿Quién sabe?, a lo mejor también está empalmándose…
—Entre, por favor —dice rápidamente, poniéndose a un lado y señalando hacia la cocina.
A ella no parece importarle el desorden lo más mínimo, sólo se sienta en una silla y se pone al gato sobre las rodillas.
La situación le conmociona. Es como si en realidad nunca hubiera visto a la señora Sjögren —o a Elna, como al parecer se llama—. Él la ha estado observando, pero ella no parece haber sido consciente de ello, y ahora es ella la que está sentada frente a él, la que hace pedazos la imagen que se había forjado de ella. Al mismo tiempo, parece ser cierto que lo último que abandona un hombre es la esperanza de una mujer, aunque tenga setenta años y se esté haciendo viejo en una decadencia absoluta. Pero el hecho es que a él se le ha puesto dura y se pregunta por un momento si a pesar de todo habrá una posibilidad…
Ahora que la tiene cerca, descubre que posiblemente es más guapa de lo que él creía. Irradia una evidente exuberancia y acaricia al gato de modo refinado y enérgico.
—Eivor —dice ella de nuevo—. Me ha parecido ver que venía corriendo hacia aquí.
¿Así que es ella la que está cuchicheando en la habitación con Lasse Nyman? De pronto, Anders se preocupa y se irrita a la vez. Le preocupa el lío que pueda organizar ese maleante y le irrita que Lasse se sirva de las vecinas sin permiso. Se da cuenta de que apenas puede hacer nada para evitarlo, además él mismo le ha dicho al fugitivo que se esconda tras un aspecto normal. ¿Pero acaso sabe él lo que es normal para Lasse Nyman? Éste le ha hablado de caminos oscuros en el bosque y de los asientos traseros de los coches. Pero él creía que se trataba de mera jactancia. No, sólo el diablo sabe lo que puede llegar a hacer allí.
Debe contestar. Pero en vez de decir algo, se levanta tratando de evitar dar traspiés, y va hacia el recibidor y abre la puerta de la habitación sin llamar. «Es mejor enfrentarse cara a cara a la verdad, sin rodeos», piensa. «Si existe la verdad. Y si creemos que podemos soportarla.»
Eivor y Lasse Nyman están sentados jugando a las cartas.
Lo miran por encima de las cartas. Lasse Nyman parece casi ofendido porque le han molestado.
—Hola —saluda Eivor contenta.
Anders está de pie en la puerta con gesto sombrío, pero le alivia que no haya pasado nada peor.
—Ha venido tu madre —dice—. Está sentada en la cocina.
Eivor gesticula, duda y luego arroja las cartas con gesto de fastidio.
Se levanta y pasa junto a Anders para ir a la cocina.
—¿Qué pasa? —pregunta a su madre.
—Sólo quería saber si estabas aquí.
—Ahora ya lo sabes.
Eso es todo. Luego Eivor entra otra vez en la habitación, recoge sus cartas y Lasse Nyman mira a Anders con impaciencia. Éste deduce que tiene que cerrar la puerta.
Anders vuelve a la cocina.
—Ha venido un sobrino a visitarme —dice—. Son de la misma edad. No sabía que los jóvenes de ahora jugaban a las cartas.
Evidentemente, las cosas no son como cabría imaginar. El descaro de la muchacha, el rostro tenso de la madre y las manos que han dejado de acariciar al gato. ¿Debería preparar café? ¿Cómo va a invitarla a un vaso de vino? ¿Y a un trago? Menos aún. A media mañana…
No tiene la más remota idea de lo que debe hacer y de repente desea estar solo. Los recuerdos pueden ser desagradables, pero, a pesar de todo, se pueden contener si molestan demasiado. Sin embargo, soportar la realidad es bastante más complicado…
Como ella no dice nada, él le pregunta si es de Gävle.
—¿Se me nota el acento? —pregunta divertida.
—Sí.
—Pues no es correcto.
—Sandviken.
¿Ha actuado alguna vez en Sandviken? Sí, seguro, aunque tendrá que hacer memoria. Probablemente le resulte más fácil recordar dónde no ha estado.
—Llegué aquí poco después de la guerra —le cuenta ella—. Conocí a mi marido cuando vine a visitar a una vecina en Escania. Nos sentamos uno enfrente del otro en un compartimento del tren y empezamos a hablar. Y así ocurrió.
Antes de que le dé tiempo de terminar se abre la puerta de la habitación y entra Eivor en la cocina. Anders percibe de pronto que la muchacha se parece cada vez más a su madre. La misma cara, el mismo pelo.
Eivor está furiosa. Cuando abre la boca, habla tan atropelladamente que casi olvida el orden de las palabras.
—¿Por qué te has quedado? ¿Por qué no te vas a casa?
Elna se contiene, Anders no sabría decir si le resulta o no difícil.
—Estoy hablando con Anders.
—Estás vigilándome.
—No, no lo hago. ¿Pero no voy a conocer a quien te ha invitado a venir?
—No, no vas a hacerlo.
Y Eivor se da la vuelta y cierra de nuevo la puerta. Pero ahora se ha extralimitado. Elna se levanta con tal brusquedad que el gato sale corriendo asustado y se esconde detrás de la cocina. Ella vuelve a abrir la puerta de la habitación, entra directamente y le tiende la mano a Lasse Nyman.
—Me llamo Elna —dice.
—Lasse Nyman.
Eivor tira las cartas al suelo y grita.
—¡Mierda! ¡Vieja del demonio!
—A mí no me hables así. Entérate bien. ¡Maldita mocosa!
Anders lo oye todo desde la cocina. Se queda sin habla.
Igual que Lasse Nyman. Habitualmente no suele preocuparle que la gente chille y se grite, está acostumbrado desde que era pequeño, pero ha ocurrido tan rápido que él tampoco sabe qué hacer. ¿Y si a esta mujer se le ocurre de repente gritarle a él también? ¿Qué hace entonces? Se escabulle y se va a la cocina.
—¿Por qué gritan? —pregunta.
—No lo sé —contesta Anders.
No, ¿por qué se pelean? Parece que lo hicieran por todo a la vez. Que Elna no la vigila en absoluto, sino que simplemente ha decidido por fin ir a saludar al viejo de la casa de al lado… Que está preocupada porque Eivor no hace sus tareas escolares, que las buenas notas son importantes… Y luego se oye la voz aguda de Eivor. Se caga en la escuela, sólo espera que se termine para poder empezar a trabajar. Nadie va a obligarla a ir a la escuela secundaria, nadie… ¿De qué va a vivir? ¿No entiende que tiene que seguir estudiando, ahora que la gente común también puede hacerlo? ¿No sabe que es mejor para ella? ¿No entiende que ella, Elna, habría dado cualquier cosa por ir a la escuela cuando era joven, pero entonces era imposible? Porque te quedaste embarazada… ¿Cómo eres tan descarada, mocosa?
Y luego suena una bofetada, se oye un fuerte chillido, Eivor llora y Elna entra en la cocina, y allí se pone a llorar también.
¡Cielo santo, qué desbarajuste! ¡Vaya mañana! Y eso que empezó bien, con buen tiempo primaveral y un par de pantalones nuevos.
El viejo y el prófugo se miran uno al otro. Se encuentran en una especie de tierra de nadie entre las dos mujeres llorosas. Se quedan de pie en la entrada sin saber qué hacer. Desde allí pueden ver tanto la habitación como la cocina. ¿Qué hacen?
—¿Por qué has tenido que meterla en la casa? —masculla Anders. Ahora que ya ha perdido el control de la situación no encuentra una vía de escape mejor que reñir a su inquilino ocasional.
—Vete al infierno —obtiene por respuesta. Y ahora es el prófugo el que habla su idioma habitual. El viejo no tiene que imaginarse nada. Claro que puede ser honrado y amable, pero también hay otras cosas…
Lasse Nyman va hacia donde está Eivor, que llora sentada en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza entre las manos.
Lasse Nyman no tiene ni idea de cómo se consuela a alguien. A él nunca le han consolado. ¿Y qué demonios puede hacer para acallar este griterío? La única experiencia en la que puede basarse es darle una bofetada seguida de un rugido para que entienda que ya está bien de berrear. Pero duda, no puede darle un puñetazo a esta chica. Debe andarse con cuidado, es un fugitivo. Así que recoge las cartas y empieza a jugar al solitario.
¿Qué va a hacer?
Anders se coloca detrás de Elna y le da palmaditas en el hombro. Ella no se sobresalta al notar su mano, pero tampoco deja de llorar. Él se queda de pie, dándole palmaditas en el hombro sin decir nada.
Y fuera brilla el sol y empieza a caer la tarde.
Pero todo se tranquiliza poco a poco, primero en la cocina y al cabo de un rato en la habitación. Eivor entra en la cocina, se sienta encima del fregadero y se queda mirando hacia delante de modo inexpresivo, desamparado. Lasse Nyman aparece por la puerta y echa una mirada hacia la cocina, pero el silencio le resulta tan molesto que rápidamente vuelve a sus cartas. Elna se seca la cara y mira a través de la ventana, hacia su propia ventana, del mismo modo que Anders ha hecho con tanta frecuencia. Él se siente incómodo y se apresura a salir al patio para orinar en la pared de la casa. Luego se queda de pie sin saber qué hacer. ¿Entra otra vez o no? ¿Dónde se puede meter? La cocina está ocupada, en la habitación hay un granuja sentado jugando a las cartas. Pero ¿cómo va a quedarse de pie y sin zapatos en el patio? Cuando entra, Eivor se ha sentado frente a su madre. Y están hablando. No interrumpen la conversación, pese a que ambas se percatan de que Anders está en la puerta. La intención debe de ser que él pueda escuchar.
¿O no?
Elna opina que la hija se maquilla mucho.
—Si no lo hago, no me dejan entrar a ver las películas prohibidas para menores.
Es Elna la que ataca y Eivor la que se defiende con furia. Pero entre lo que opina una y opina la otra sobre distintas cosas parece haber un abismo. La pintura de ojos y el pintalabios, ese rojo brillante, sólo son una insignificancia en la conversación.
Hablan de lo más importante que hay. El futuro.
Los estudios secundarios.
—Incluso querrás que siga estudiando —dice Eivor mesándose el pelo sin cesar, como si le preocupara perderlo.
—Claro que sí —contesta Elna—. Como mínimo la secundaria. Así al menos podrás ser oficinista.
—No quiero eso.
—¿Entonces qué quieres?
—Sacarme el carnet de conducir.
—De eso no podrás vivir.
—De todos modos no podré ser lo que quiero.
—¿Por qué no?
—Tengo las piernas demasiado feas. Y la nariz demasiado grande. Sólo los ojos y la boca están bien. Por eso me los pinto. Para que se vean. Pero no la nariz, y tampoco las piernas.
—A mí me pareces bonita. ¿Pero hay alguien que pueda vivir de su cara?
—Claro que lo hay. Si tiene algo que enseñar.
—No haces más que soñar.
—¡No te metas en lo que no te importa, joder!
—No digas palabrotas.
—No las digas tú. Eres tú quien me ha enseñado.
Más o menos así todo el tiempo.
Anders está de pie junto a la entrada dando vueltas, sintiéndose como un inoportuno huésped en su propia casa. ¿Qué le importan a él los problemas de ellas? Le importa un bledo lo que dicen. Sólo le satisface sentir que, a pesar de todo, parece que no hay nadie en ese nuevo mundo que esté libre de problemas. Se encierra a la gente en cárceles de menores y hay madres e hijas que se maldicen y se abofetean entre sí. Y empinan el codo a mediodía. En la cocina de otros. Una cosa es que dé gusto mirar a Elna porque es bonita; y también a la hija, que va camino de serlo. El resto, todo lo demás, no tiene nada que ver con él.
—Ahora ya podéis iros —dice enfurruñado, como un niño tras una fiesta de cumpleaños que ha salido mal.
Y entonces es como si la vida cotidiana, la normalidad sin fisuras, volviera a tomar el mando de nuevo. Elna se disculpa por lo ocurrido, ruborizándose de verdad, y Eivor dirige a Lasse un débil adiós al salir por la puerta. Luego, la cocina se queda tan vacía como de costumbre, el gato se atreve a salir, pero mira alrededor con más recelo. Anders se deja caer de nuevo en la silla junto a la mesa, y en la habitación se oyen los golpes de Lasse Nyman al tirar sus cartas sobre la mesa, una tras otra.
—Mañana me largo —anuncia cuando aparece más tarde en la cocina. El tono es distinto, ahora más agresivo. No contra Anders, sino contra el mundo.
—¿Crees que se había pintado demasiado la cara? —pregunta Anders, que ahora está realmente borracho de nuevo.
—Un poco —contesta Lasse Nyman con sarcasmo—. Y además tenía granos en la nuca.
—¿Y tú qué tenías que hacer en su nuca? —gruñe Anders.
—Jódete —responde Lasse Nyman, y ahí se acaba toda la conversación.
Por la mañana, Anders le da cincuenta coronas y recibe un breve gesto de despedida como agradecimiento.
Luego, Lasse Nyman desaparece sin decir adónde va.
Pasan varias semanas. Llega el primero de mayo.
El gran escándalo de unas semanas atrás ahora le parece que ha ocurrido en su cabeza. Cuando se encuentra con Elna o ve a Eivor de pie en la puerta de su casa, acariciándose siempre su pelo oscuro, hacen como si no hubiera pasado nada. Ahora han vuelto los saludos habituales y las sonrisas, y la luz del sol resplandece tanto que le resulta difícil fijar la mirada. Beber continuamente le ha vuelto sensible a la luz. Ahora prefiere ir a comprar aguardiente y vino cuando está nublado, sobre todo cuando llueve y el viento es helado. La primavera ha llegado tan deprisa que él casi se siente agredido. Intenta pensar que es su última primavera con vida, que la próxima vez el calor vendrá después de un largo invierno, cuando él ya no esté. Pero sólo siente una vaga impotencia dentro de sí y a veces también un nudo en la garganta. Y no le gusta, así que vuelve a evadirse rápidamente en sus recuerdos. O a pensar en las noches de invierno que pasó en caminos oscuros atravesando bosques interminables. Que no llevaban a ninguna parte…
Pero sigue espiando el momento en que Elna se desviste, y sigue excitándose una y otra vez. Es curioso que ese instinto no parezca disminuir, no se enfríe nunca.
Una tarde, de repente, ella mira hacia la ventana de su cocina, y él retrocede como si le hubiera descubierto. Pero sabe que ella no puede verle, está sentado tan al fondo de la cocina que la luz no puede llegar hasta él. Sin embargo… Después de esa tarde se vuelve más cauteloso. ¿Se lo imagina ella tal vez? Sin embargo, ella no cierra las cortinas. Al contrario, ahora que el aire primaveral empieza a ser cálido, a menudo deja la ventana abierta.
¿Y Lasse Nyman? Le ha perdido el rastro, es como si se lo hubiera tragado la tierra. Anders se acuerda a menudo de él y espera que se las esté arreglando, que encuentre una senda en la vida. Pero lo duda, los que han sido apaleados una vez vuelven a ser apaleados cada vez más, ésa es su experiencia. Casi todo está decidido al asomarnos al mundo por primera vez. Son pocos los que logran traspasar sus propios límites y sobrevivir… Pero siempre se puede tener esperanza. Quién sabe, tal vez sea Lasse Nyman uno de los pocos jóvenes inteligentes que hay. Tal vez posea un talento inesperado que surja de repente, alguna dote natural. Una buena voz de cantante. Tal vez tenga una revelación religiosa y logre formar una secta a su alrededor.
¿Quién sabe?
Tal vez pueda llegar a ser al menos un crack jugando a las cartas…
Pero, con más frecuencia aún, se pregunta cómo pudo descubrir los granos en la nuca de Eivor. ¿Qué estaban haciendo realmente? La muchacha es joven todavía, sólo tiene catorce años. Apenas está desarrollada, aunque los vestidos de verano que ha empezado a usar revelen que está brotando y redondeándose donde debe hacerlo…
El corazón late y Dios dispone, son muchas cosas las que dan vueltas en su cabeza.
Y ahora está empezando a hablar en voz alta consigo mismo en su cocina. Generalmente Miriam está sentada enfrente de él, con un vaso de vino en la mano, a pesar de que ella no bebía nunca, y charlan los dos… Se mezcla todo. El loco Cederlund y sus camisas inarrugables, excursiones por los muelles de Gotemburgo y el creciente tráfico de automóviles, funciones en las que fue abucheado, funciones que le hubiera gustado llevar a cabo pero no se lo permitieron… Miriam es una diosa como oyente. Nunca se cansa, sólo responde lo que él quiere…
También intercambia algunas palabras con el gato todos los días. Y el gato está de acuerdo con él acerca de que América parece ser el país con más futuro del mundo. No, el gato no pone ninguna objeción, no duda de lo que él dice…
Primero de mayo. Cielo nublado, ambiente húmedo, pesado. Un día para pasarlo en la cocina. Las botellas están ahí en fila, como soldados, preparadas para ser descabezadas y vaciadas de sangre…
De repente se le ocurre hacer una excursión de verdad. Ha visto que va a haber una manifestación y un discurso de alguien llamado Kinna. Eso también es un invento raro. ¿Han empezado a actuar los políticos también con un nombre artístico? ¿Como bufones? Sí, sí, santo cielo, la diferencia no es tan grande… ¿Pero han empezado a disfrazarse incluso, a vestirse con ropa divertida? ¿A cantar sus mensajes? En realidad, él sólo va a reponerse y a supervisar todo desde el lateral… Camisa limpia, los pantalones nuevos, la vieja chaqueta, botas abrochadas, y sombrero como protección de la endiablada luz. Así está listo. Un último vaso y luego en marcha.
Se queda a la sombra de un árbol, fuera de la estación, viendo pasar la manifestación. Es corta y poco densa, en absoluto silencio. Lo único que oye son los zapatos al golpear contra el asfalto, un perro que corre y ladra al lado, el claxon de un coche de vez en cuando. Él no ha ido nunca a una manifestación, pero con frecuencia, como ahora, se ha puesto a un lado a mirarlas. Generalmente las pancartas y banderolas le inspiran poco interés, más bien trata de descifrar un mensaje, un objetivo, en los rostros de las personas.
PARA LA SEGURIDAD DE LA FAMILIA — LEGALIZACIÓN DE LAS PENSIONES SUPLEMENTARIAS, lee con dificultad con sus enrojecidos y doloridos ojos. Suena muy bien, por supuesto. ¿Quién puede estar en contra de la seguridad de las familias? Lo de las pensiones suplementarias es más confuso. Ha oído hablar de ellas en el café de la estación y sabe que existen distintas opiniones al respecto, lo llaman ATP, pero no tiene ni idea de lo que significa en realidad.
Tendría que haberse traído una botella, nota la boca seca y está a punto de marearse por permanecer tanto tiempo en pie. Pero el desfile de gente no es largo, «apenas un poco más que un ferrobús», piensa, lo justo para una población como Hallsberg.
Las caras, sí, ¿qué expresan en realidad? Que ninguno pasa hambre y que ninguno está enfermo. La palidez del invierno persiste, como es natural, acaba de empezar la primavera, pero si los compara con las caras que pasaban a su lado hace cincuenta años, la diferencia es casi inconcebible. ¿Y ese gentío abigarrado? Antes todo era marrón, negro y gris. Lo que ve aquí son brillantes tonos pastel, un prado de flores que contrasta con el cortejo fúnebre y los rostros desnutridos y espectrales que antes eran la característica externa de las manifestaciones.
Todo parece tan asombrosamente agradable. No es una comitiva encolerizada, ni una marcha solidaria que va por la calle demostrando la fuerza que tienen todos juntos. Esto parece más un grupo de viajeros que van detrás de un guía invisible hacia una meta también desconocida. Sí, realmente, la manifestación es una marcha rebosante de salud. Pero…
No, no tiene sentido dudar. Además le acucia tanto la sed y le duelen tanto los ojos que debería volver a casa. Pero pueden más las ganas de ver al político que va a soltar su mensaje bajo seudónimo. Cuando la corta manifestación ha pasado de largo junto al árbol donde está él, se une al séquito en el lado de la sombra…
Se sienta en una ladera cubierta de hierba y se abanica con el sombrero. Se encuentra mal y debería irse a casa, pero ahora se le ha metido en la cabeza que va a asistir a la actuación.
Al pie de una pequeña tribuna de oradores hay unas filas de bancos y detrás se ha sentado la gente en el césped. Un socialdemócrata local se levanta el primero y habla, pero tiene la voz tan débil que Anders no entiende lo que dice. Le llama la atención que la gente no pueda aprender a utilizar el apoyo del abdomen al hablar en público. ¿Qué sentido tiene ver a este hombre vestido de gris? Ninguno, naturalmente…
Debe reprimir unas crecientes ganas de subir la cuesta arrastrándose, bajar la pendiente, echar a un lado al hombre que está hablando sin hacerse oír y representar luego alguno de sus viejos y celebrados números. ¿Cómo iría con el de «August, el que fue a la farmacia y…»? ¿Daría buen resultado? No, naturalmente. No puede evitar reírse de su estupidez…
Pero debe reconocer que le inquieta la presencia de aquel público y de la destartalada tarima. Él ha vivido del público, el público ausente o mudo ha sido su pesadilla durante toda la vida.
No es fácil darse cuenta de que todo se ha acabado. Sin duda lo habría hecho mejor que ese cerdo que no sabe hablar…
De pronto se siente tan aturdido que tiene que tumbarse en el suelo. Las nubes se desplazan en el cielo y de repente siente miedo. ¿No estará muriéndose aquí, sobre la hierba de la ladera? No quisiera. No es en absoluto lo que había pensado. No puede acabar tan deprisa, no le da tiempo… Dios mío, cómo da vueltas todo, y el corazón apenas late… Necesito ayuda, no puedo quedarme aquí tumbado y morirme. No quiero…
No sabe cuánto tiempo permanece en el suelo creyendo que va a morirse. Tal vez se ha desmayado unos minutos, pero no muere. Recupera el conocimiento y abre los ojos.
No ve ninguna nube, sino los ojos maquillados pero preocupados de Eivor.
—¿Estás enfermo, abuelo? —pregunta.
Él toma la mano delgada de ella y se alegra profundamente de no estar solo. De tener a alguien a quien agarrarse. Nota que Eivor se sobresalta cuando él, asustado, la agarra con fuerza, pero ella no retira la mano.
—Ya se me está pasando —murmura él—. Sólo siéntate aquí… Ya se me está pasando. Me he mareado un poco, nada más…
—¿Voy a buscar a alguien? —pregunta ella.
—No, sólo quédate sentada a mi lado —responde él tratando de sonreír—. Sólo eso…
Él cierra los ojos y empieza a sentirse mejor. La pequeña y cálida mano le transmite seguridad. El mareo va cediendo y se levanta con dificultad.
—Soy viejo —dice—. Por eso a veces todo me da vueltas. No es nada grave.
—Te has orinado encima —dice Eivor retirando la mano.
Sí. Los pantalones tienen una mancha oscura en el lado izquierdo. Y huele a orina. Cielo santo…, ¿por qué no se va ella de aquí? Él no puede soportarlo…
Pero Eivor no se va. Sólo se sienta a su lado, se acomoda con los brazos alrededor de las piernas flexionadas y mastica una brizna de hierba. En ese momento, abajo en la tribuna, alguien empieza a hablar con un autoritario acento de la región de Lund.
—Se llama Kinna Ericsson —dice ella—. Nunca hubiera creído que ibas a venir.
—Ni yo tampoco —contesta Anders.
—He venido sola. Mi madre y Erik están fuera mirando un coche de segunda mano.
—¿Ah, sí?
Se quedan escuchando.
—¿Entiendes lo que dice ése? —pregunta Anders después de un rato.
—No —contesta ella sonriendo—. Nada en absoluto. ¿Y tú?
—No mucho.
El orador tiene una buena voz diafragmática que transmite voluntad. Pero no hace ningún truco ni lleva chaleco floreado. Se ha subido las mangas de la camisa y de vez en cuando levanta uno de sus brazos como si diera un fuerte tirón. Tras el gesto hace una pausa y entonces recibe amables aplausos como respuesta.
—¿Te sientes mejor? —pregunta Eivor sin mirarlo.
—Claro que sí —contesta Anders—. Pero creo que es mejor que me vaya a casa.
Ella le sigue sin decir una palabra.
Al llegar a la verja se quedan inmóviles. Ella, nerviosa, da patadas en la dura gravilla.
—¿Quieres entrar? —pregunta Anders.
Ella se sienta enfrente de él, mirándolo mientras sirve con mano temblorosa un par de buenos tragos que él se bebe de golpe. A ella no parece sorprenderle ni da muestras de curiosidad, sólo está allí sentada mirando.
—Cuéntame algo —le pide Anders.
—¿Sobre qué?
—¿Cómo que sobre qué? Lo que sea. Ahora ya estoy bien otra vez. Ahora puedo escuchar.
—Quisiera tener algo que contar.
—Todas las personas lo tienen.
—Yo no.
—Tú también.
Claro que sí. Y no es que él recuerde especialmente su propia adolescencia, la época de su juventud es como un dolor desagradable y turbio que prefiere no remover. Sin embargo, ella debe de tener algo que contar, ahora que está atravesando esa etapa de la vida. ¡La juventud! ¡Esa época maravillosa! Ella no pasa hambre y tiene ropa para cambiarse todos los días. ¡Y no tiene hermanos, gracias a Dios, es hija única! ¿No puede decir al menos que en ese sentido le va realmente bien?
Pero, por supuesto, se trata de otra cosa. Debería haberlo entendido.
—¿Dónde está Lasse? —pregunta ella en voz baja, y puede percibir en su voz que teme la respuesta.
Pero él le dice lo que hay, que no lo sabe. No tiene la menor idea. Y pregunta qué sabe ella en realidad. Lasse le había dicho que era un sobrino suyo. ¿Pero qué cuchicheaban cuando estaban en la habitación con la puerta cerrada?
—Iba a ponerse en contacto conmigo —dice ella.
¿Así que eso le dijo? A Anders no le sorprende, andar de un lado a otro con la promesa de mantenerse en contacto es sin duda la solución al eterno problema del fugitivo para, por un lado, quitarse la responsabilidad de encima, y por el otro, mantener abiertas las puertas que deja atrás.
Pero Lasse no va a dar señales de vida. Es un ejemplo de los nuevos tiempos, pero a la vez es un condenado que está fuera de la ley.
—¿Te gustaba el muchacho? —pregunta él débilmente.
—¡Bah! —contesta ella, pero con esa respuesta confirma el presentimiento de Anders.
—A mí también —dice él.
Y entonces, de repente, ella empieza a hablar, su rostro brilla en la penumbra de la cocina. Anders escucha, interesado al principio, después cada vez más asombrado. ¿Es realmente posible? ¿Cómo puede haber pergeñado lo que Eivor está contando, casi jadeando de emoción? En realidad, no es que lo haga parecer mejor… Pero, por supuesto, no cabe ninguna duda de que Lasse Nyman posee una gran fantasía. ¿O sería más correcto quizá decir que las fantasías de él tienen una especie de lógica ingenua que las convierte en creíbles, pese a su elevado nivel de irrealidad? En medio de su gran asombro, no puede evitar sentir a la vez alegría y nostalgia de que Lasse Nyman sea capaz de soñar despierto. Que la pobre muchacha luego no sea capaz de separar los sueños de la realidad es otra cosa. El hecho de que ella no sea lo suficientemente adulta para poder filtrar y diferenciar lo que es verdad de lo que no lo es no convierte necesariamente en mentira las proezas inventadas y las perspectivas de futuro de Lasse Nyman.
¿O sí?
Duda. Está fascinado y a la vez duda.
No obstante: Lasse Nyman ha traído una bocanada de aire fresco a Hallsberg y a la vida de Eivor, nadie puede dudar de ello. Que luego el gran desencadenante de la tormenta sea un delincuente juvenil fugitivo de Mariefred, que ni siquiera es pariente de Anders, apenas importa. Para Eivor es la persona que ha venido a decirle lo que ella realmente quiere, sin que ella misma haya podido formulárselo.
¿Pero qué le dijo ese joven tan peculiar?
Se conocieron en la calle. Él llegó y se puso a dar vueltas ante la puerta de su casa, ella se ruborizó y empezó a tontear con su bicicleta, y la conversación comenzó cuando él, con su genuino acento de Estocolmo, le dijo que debía ponerle más aire a la rueda trasera de la bicicleta. «¿O acaso aquí en Hallsberg conducís para caeros de cabeza? Es simple curiosidad.» No recuerda lo que respondió ella, probablemente nada. «Me ruborizo con facilidad», confiesa sonriendo. A Anders le asombra que sea tan sincera. Es una muchacha de catorce años y él un viejo que se ha meado encima, y ella le habla como si él fuera su amiga más fiel, o un diario rosa con su correspondiente candado. No, no lo entiende, pero ¿qué importancia tiene? Lo que él entienda o no a nadie le interesa, ni siquiera a él mismo. Continúa, Eivor…
Lasse se encendió un cigarrillo, y dejó que se consumiera pegado a su labio inferior, luego le quitó a ella la bomba de la bicicleta de la mano e infló la rueda trasera hasta que estuvo a punto de estallar. Después volvió a encender el cigarrillo ahuecando la mano, lanzó la cerilla con sus amarillentos dedos y le preguntó cómo se llamaba. Él es de Estocolmo y se llama Lasse Nyman. Y no entiende cómo puede vivirse aquí en el campo, pero el nombre de Eivor es bonito, es bonito, terriblemente bonito. ¿Por qué no vive ella en Estocolmo? Allí pasan cosas.
Anders casi puede oír su voz. Alta, nasal, descarada. Y sabe bien que el desdén puede impresionar. No le resulta difícil entender que Eivor seguramente esté de acuerdo con todo lo que dice, que hay que vivir en Estocolmo y no en un pequeño agujero de mierda como éste.
«¿Quieres entrar? El viejo no está.»
—Después jugamos a las cartas —continúa Eivor—. Y él me contó que iba de camino a Gotemburgo para recoger un coche. Un Ford Thunderbird. Luego iba a ponerlo en marcha tranquilamente y viajar por ahí. Como es vendedor de coches, puede trabajar cuando quiera. Sin horarios fijos, sólo cuando quiera. —Y luego añade—: Yo también quiero vivir así. No como ahora.
—Sólo eres una niña. ¿Has terminado ya los estudios?
Ha sido una tontería decir eso. A los catorce años queremos que se nos trate como a un adulto en lo referente a nuestros derechos. Los deberes, sin embargo, pueden exigírsele todavía a una niña indefensa. No hay que decirle a una joven de catorce años que es una niña, es una ofensa.
Ve que ella se encoge, entonces intenta remediar lo irremediable.
—No quería decir eso exactamente. No me malinterpretes. Un viejo como yo confunde lo que piensa y lo que dice.
—¿Entonces qué querías decir?
—Dices que te gustaría vivir así. ¿Cómo vives ahora?
—Lo sabes muy bien.
—No sé nada.
A Eivor se le escapan unas carcajadas y él sabe inmediatamente por qué. Tiene que ser muy gracioso estar ante una persona mayor que reconoce con tal rotundidad que no sabe nada en absoluto.
—No he conocido a mi padre verdadero —dice ella de repente.
El vino tinto le baja por la garganta, con aspereza, pero parece que el estómago se ha resignado. ¿O acaso está paralizado? Ha notado que cada vez vomita menos.
—Y aquí estoy yo matándome a beber —contesta él.
Eivor habla, de modo espontáneo y directo.
—Estoy aquí matándome a beber —dice una vez más. Pero ella sigue hablando de su padre.
—Mi madre tampoco sabe casi nada de él. No hay ni una sola foto suya, y ella apenas puede describirlo. Se llamaba Nils, ocurrió durante la guerra. Pero lo peor es que él no sabe que existo. Anda por algún lado y no sabe que me ha tenido a mí. Tal vez esté muerto. Nadie sabe nada. Es lógico que me enfade con mi madre. Erik no podrá ser nunca mi padre por mucho que lo intente. Pero es bueno.
A Anders le parece raro que no sepa más, pero no tiene por qué dudar de lo que le dice. Ella apenas miente, no parece hacerlo, al menos de momento.
—Es una lástima —dice de modo lento e inseguro.
—¿A qué te refieres?
—A no tener padre.
—No hace gracia ser un accidente.
¡Cielo santo! ¿Es posible que pueda sentirse así? ¿Como un accidente que debería haberse impedido?
—Pequeña —dice extendiendo la mano sobre la mesa. Pero no logra alcanzarla, ella se echa hacia atrás en la silla.
Y lo entiende. Está muy sucio. Y cuando se es joven todo da asco. Las manos sucias, la meada del perro en la nieve recién caída, los dientes mal puestos… ¡No, mentira! Lasse Nyman no tenía los dientes precisamente limpios. Pero tal vez él lo sabía y mantuvo la boca cerrada mientras hablaba con ella.
—¿Pero qué es lo que quieres? —pregunta él.
Como es natural, no lo sabe. Es algo impreciso. Para empezar, tiene nostalgia y ganas de estar lejos, bien lejos, luego ya se verá. Lo que sea, pero no esto, no puede quedarse aquí ni un minuto más. La vida está afuera. Es todo lo que sabe. ¿Ha escrito alguien algo de Hallsberg en el Filmjournalen? ¿Qué relación tiene Hallsberg con el mundo? ¿Quién se apea en esta estación?
Él asiente. En realidad, ella piensa como él, van en el mismo sentido.
—Es bueno que sientas nostalgia —dice él—. Pero no te vayas a morir de nostalgia.
—Por eso quiero marcharme de aquí. ¿Es que no entiendes nada?
—No. Ya te lo he dicho.
—¿Te has enfadado?
—¿Enfadarme? No, no… ¿Pero la culpa es de tu madre, de Elna? ¿O de tu padrastro, quizá?
—Tampoco he dicho eso.
La tarde es cálida, la conversación se prolonga. Anders no puede precisar si está realmente interesado o no en lo que ella le cuenta. Por un lado siente curiosidad, pero, al mismo tiempo, cuando más tranquilo está es cuando está solo. Matarse a beber no es nada fácil, ya se ha dado cuenta. La vida, los recuerdos turbios, la melancolía que tan a menudo llega con pasos silenciosos y le asalta, el miedo; todo eso está contra él. Parece que a la vida sólo le interesa salvarse a sí misma. Sin tener en cuenta la vejez ni el deterioro, la soledad y la existencia al margen de la realidad, más estrecha cada día que pasa. Y a veces es como si él ni siquiera pudiera creer en su propia voluntad, morir por sus propios medios. ¿Y qué es él sin su voluntad? Nada. Está totalmente desamparado. Mira a la chica. ¿Puede notarlo? No, naturalmente. Y, sin duda, ella también tiene bastante con lo suyo. Ella y todos los demás. Está seguro de que no es fácil no saber nada de tu propio padre. Pero, por otro lado…
—Lasse Nyman le cortó la oreja a su padre —dice—. Y fue por error, intentaba cortarle la cabeza.
—Debes de estar loco —replica ella levantando la voz.
—No estoy diciendo nada malo de Lasse —se defiende él—. Y no hagas caso de lo que te diga, soy un viejo.
—Estás borracho.
—Eso también. Estoy matándome a beber. ¿Quieres saber por qué?
Ella no le contesta, pero, no obstante, Anders intenta explicárselo. Naturalmente fracasa, ella no sabe ni siquiera lo que es un humorista.
—¿Qué aprendéis en la escuela?
—Los ríos. Viskan, Lagan, Nissan, Ätran —contesta—. Y algunas cosas más. Pero eso pronto va a acabarse.
¿Pero a quién conoce él?
¿A Errol Flynn? ¿A Alan Ladd? ¿A Bogart?
—Lasse Nyman no vende coches —dice él interrumpiéndola—. Los roba.
Entonces Eivor se marcha. No quiere oírlo. Y a él no le resulta difícil entenderla. Queremos soñar en libertad y deshacernos de nuestros sueños cuando llega el momento. Él no tiene derecho a pisotear el corazón de ella como si golpeara el suelo para quitarse la nieve de los zapatos.
¿O sí lo tiene? ¿Cómo va a arreglárselas en el mundo si no sabe nada ni quiere saberlo?
—Hay que ver cómo educa la gente a sus hijos —masculla él.
Pero para entonces, como se ha dicho, ella ya ha salido afuera, bajo el sol, se ha montado en su bicicleta y se ha puesto en marcha. En la misma dirección en que desapareció Lasse Nyman.
A ninguna parte.
A las cinco suena un claxon ante su casa y ahí están Erik y Elna en un coche recién comprado.
—¡Ven a verlo! —grita ella, y él se levanta con dificultad y sale. Todavía hace demasiado calor para él, le molesta la luz y entorna los ojos. Pero el coche está ahí, un PV44 de segunda mano. Del manojo de llaves cuelga una pequeña placa de metal en la que puede leerse: EL VALOR DE VOLVO PERMANECE.
—¿Os ha costado mucho? —pregunta él.
—Ha sido una ganga —responde Erik.
Anders se queda mirándolo con sus ojos hinchados. Erik lleva puesto un traje, negro como el coche. Hay que vestirse con las mejores ropas para ir a comprar un coche. Y la alegría es en realidad algo que tampoco puede faltar. ¿De verdad es la misma persona que, con la espalda encorvada, suele ir apresuradamente a su turno en el apartadero?
—¿A que es bonito? —dice Eivor entrando y saliendo del coche. El capó está abierto, igual que el maletero y todas las puertas. Parece una mosca que acaba de aterrizar y ha olvidado plegar las alas.
—Realmente es bonito —dice Anders—. ¿A quién se lo habéis comprado?
—A un panadero.
—Pastelero —corrige Elna—. También nos ha dado una barra de pan de trigo.
Más risas. El delicioso y agradable mes de mayo, la radiante primavera.
—¿Te apetece un poco de café? Aún no has estado en nuestra casa, ven a verla… Nunca ha surgido la ocasión…
Dos habitaciones, cocina y baño. Sirven el café en el cuarto de estar. Anders echa una furtiva ojeada al dormitorio. Sí, hay una cama doble, y ahí está la mesa con el espejo, y el cepillo encima.
—Yo duermo aquí —dice Eivor corriendo una cortina que deja a la vista una pequeña alcoba en la sala de estar. Por encima de la cama, las paredes están llenas de recortes de periódicos con imágenes de distintos actores.
Sobre una mesa de madera clara que hay junto a la ventana se ven algunos marcos con fotografías. Eivor va señalándolas, dando a las fotos nombre y pertenencia.
—Aquél es mi abuelo materno, Rune —dice—. Y mi abuela materna Dagmar. Ésos son Arne y Nils, los hermanos de mi madre. Todos viven en Sandviken.
—Arne no —dice Elna, que acaba de entrar con la cafetera—. Se ha ido a vivir a Huskvarna.
Y luego los padres de Erik, una vieja foto aérea de Hallsberg, un pariente lejano de Arizona. Anders se sienta en la parte del sofá que le indican, es blando y cómodo. Se concentra todo lo que puede para no orinarse.
—Anders y yo hemos estado hoy en la manifestación —dice Eivor de repente—. Pero nos vinimos a casa.
—¿Ah, sí? —pregunta Erik con una mezcla de asombro y distracción. La documentación del coche está ente las tazas de café y el plato de bollos, y de vez en cuando Erik se acerca a la ventana a ver si el coche sigue ahí—. ¿Ah, sí? —repite—. Y… ¿Y había gente?
—Tú trabajas con algunos de los que estaban allí. Del ferrocarril.
—Bueno… Yo también me manifesté hace unos años.
—No tiene sentido —dice Elna—. Ya no lo tiene.
—No, claro. Uno no se va a cambiar de coche cada primero de mayo.
Y Anders ya no puede quedarse sentado, cree que está perturbando la calma familiar. Los deja solos con su coche, que a fin de cuentas es de ellos. Les da las gracias, les dice que tienen una casa muy bonita y da las gracias una vez más. Cuando está en la puerta hace un guiño a Eivor.
Ella se sonroja.
Varios días después llega Erik y le pregunta si tiene ganas de acompañarlos de vacaciones en julio, con el coche. Han hablado acerca de ello, tal vez le gustaría ir si no tiene otros planes. Naturalmente, no los tiene, pero…
—No hacen falta excusas —dice Erik—. Cabemos perfectamente cuatro personas en el coche. Y tenemos una pequeña tienda de campaña individual, que puedes usar tú. Si quieres acompañarnos. Una pequeña gira de una semana.
A Anders se le hace un nudo en la garganta, la voluntad grita a la vez sí y no, un ruido tremendo invade su cabeza.
—Piénsatelo —dice Erik—. No nos iremos mañana. Pero habíamos pensado subir hasta el Mälaren y luego tal vez bajar a Öland. Depende del tiempo. Piénsatelo.
Le gustaría acompañarlos. Salir de Hallsberg una vez más, la última, por esas carreteras, dar rienda suelta a la inquietud. Y luego a casa a acabar con todo. Sí, quiere hacerlo. Pero ¿por qué se lo han pedido? ¿Es compasión o amabilidad? ¿Hay amabilidad en el nuevo mundo?
¿Por qué no iba a haberla?
Mezcla su combinado de aguardiente y vino tinto. Es una hermosa tarde de primavera y sabe que irá con ellos. Incluso les está agradecido. Los problemas prácticos que tiene debe intentar solucionarlos lo mejor que pueda. No beber más de lo necesario, para que la angustia no se atreva a asomar la cara. Y seguro que puede retener la orina si se concentra. Si no basta con ello, tendrá que hacerse un nudo…
Anders ha salido cojeando ligeramente y se ha sentado en una silla de jardín medio podrida que hay bajo la sombra de un abedul en el terreno cubierto de maleza. Es un día de principios de junio. Ha escarbado con desazón en el patatal, pensando que tal vez debería plantar este año también. Pero deja la pala junto a la puerta del sótano, no puede. No, prefiere sentarse aquí fuera a la sombra del árbol. Sin embargo, no se lleva el vaso ni la botella. Pasa gente por el camino y ¿quién sabe lo que van a empezar a decir en un poblacho como éste? Tal como están las cosas, puede haber algún entrometido del comité antialcohólico junto a la verja, con uno de esos dispositivos de la ley seca de los que, aparentemente, hay muchos en el país. Antes solían enviar a los vagabundos al monte, a picar adoquines. Ahora ya no es necesario, ha llegado el asfalto, así que en vez de eso los llevan directamente al centro de rehabilitación. A centros para alcohólicos, y después la incomprensión y el delirio. No, cuando tiene que volver a llenar el vaso va a la cocina. En el huerto sólo está sentado, sintiendo el cálido viento estival, escuchando a los pájaros.
Y está allí sentado cuando llega Eivor con su vestido blanco después de la escuela. No viene sola, la acompaña su mejor amiga, Åsa, Åsa Hansson, la hija de la dependienta de una tienda. Le saludan agitando la mano desde la calle y él responde al saludo.
—Se acabó —grita Eivor—. ¡Por fin! Ésta es Åsa.
Entran en la casa de él y Anders le da a cada una un billete de cinco coronas, para helados o pasteles.
—¿Qué se siente ahora? —pregunta él.
Åsa Hansson va a continuar y estudiar secundaria en Örebro. Durante el verano ayudará a su tío a recoger fresas.
—Ha sacado muy buenas notas —dice Eivor.
—Igual que tú —contesta Åsa, que mira sin cesar a todos lados, como un ave en busca de una presa invisible.
—¿No te arrepientes? —dice Anders.
—¿De qué?
—De no continuar los estudios.
—En absoluto. Me las arreglo bien de todos modos.
—¿Es verdad, Åsa?
—Sí, claro que lo es.
Nada más. Toda la clase va celebrar una fiesta por la tarde en algún sitio, y justo después del fin de curso es imposible estar tranquila. La indolencia con la que antes se soñaba, se planeaba y de la que se hablaba, de repente se ha desvanecido. La gran libertad siempre va acompañada de inquietud. O de dolor, dependiendo de cómo se mire.
Ellas desaparecen con sus claros vestidos y Anders vuelve a quedarse solo en su huerto.
«Así es mi vida», piensa. «Como este huerto. Tiene de todo, pero hay un desorden enorme. Aquí no se ven todos los árboles del bosque. Pero están aquí, el bosque y los árboles. Mi vida…»
3 de julio de 1956. Una hermosa mañana después de una noche de lluvia incesante. Anders, que no ha pegado ojo por los nervios del viaje, ha visto varias veces a Erik mirando a oscuras la lluvia a través de la ventana del dormitorio. Pero sobre las cinco empieza a amainar, a las seis el cielo está casi despejado.
La salida será a las ocho. A las seis, Erik y Elna se ponen a cargar el coche, mientras Eivor duerme aún. Anders ya hace varios días que tenía preparada y cerrada su maleta recién comprada. Ha dudado mucho si llevarse la vieja maleta que usaba en las giras o comprar una nueva. Pero cuando se soltó el asa al sacarla de debajo de la cama arrastrándola entre el polvo, se dio cuenta de que tenía que comprarse una nueva. Sin embargo, le da lástima volver a meter la maleta vieja entre el polvo. Pues le ha acompañado desde…, sí, ¿durante cuántos años realmente? Cielo santo, de repente recuerda con claridad que llevaba esa maleta en una mano mientras con la otra apretaba la mano de Miriam el día en que ella murió.
En la maleta ha metido ropa interior recién comprada, calcetines y camisas, un cepillo de dientes, y ha envuelto en ropa todas las botellas que cabían. Erik va a prestarle un saco de dormir, y ya es más de lo que ha llevado nunca durante sus muchos años de cómico ambulante, cuando tenía que conformarse con heno y papel de periódico, cartones o tumbarse directamente sobre los adoquines de la calle o en unos escalones. Si ellos supieran… Pero ¿para qué va a contárselo? Sentado con sus miles de cervezas en el café de la estación lo ha intentado, seguro que Erik se lo ha oído decir a sus compañeros de trabajo. Pero hace como si nada.
Erik, sí. Tiene sus dudas sobre él, ese hombre extraño que parece una cochinilla renqueante y sometida cuando va raudo a su trabajo, pero que resplandece como una mariposa de primavera cuando lustra el coche, intenta ponerlo en marcha, lo examina al mínimo detalle. Anders se pregunta por qué no adopta nunca una posición intermedia. ¿Quién es él en realidad, él, que está casado con la bella Elna y es padrastro de Eivor? ¡Alguien tiene que ser! No puede ser como un vagón de mercancías anónimo que cambia de vía sin cesar. Pero quiénes…
Bueno. Después de una semana en el mismo coche lo descubrirá.
A las ocho en punto el coche está preparado. Ponen la tienda de campaña encima del coche bajo una lona gris, el maletero está abarrotado, la maleta de Anders va encima de todo.
—¿Quieres sentarte delante? —pregunta Erik. En lo que respecta al coche, él es quien decide.
—Prefiero sentarme atrás —contesta.
—¿No te mareas?
—No que yo sepa.
Él y Eivor van en el asiento trasero. Enseguida empieza a sentirse mal, pero aprieta los dientes. Nada puede pararlo, nada va a conseguir que se maree. Ha dicho que no se marea, así que no lo hará.
Al poco rato se pierden. La intención era tomarse con tranquilidad los primeros días y no ir más allá de algún cámping a las afueras de Västerås. Ello implica que atravesarán Örebro y Arboga, al norte de los lagos Hjälmaren y Mälaren. Pero Erik ha estudiado el mapa y ha encontrado muchos atajos interesantes, según expresa él mismo. Eso significa que en la carretera principal doblan hacia Örebro y van a parar a algún sitio cerca del canal de Kvismare, antes Erik también ha de reconocer que se han extraviado. Pero ¿qué importa? ¿No tienen dos semanas de vacaciones? Si alguien tiene prisa que tome el tren…
No, como es natural, nadie tiene prisa, los alrededores de Odensbacken y la orilla sur del Hjälmaren son muy bonitos, pero es demasiado temprano para sacar la cesta del almuerzo. Así que retroceden hasta la carretera principal. En coche nunca vas a parar a un lugar equivocado. Te puedes extraviar, pero para corregir el error basta con desplegar el mapa. Es la consecuencia de conducir coche propio, y mientras la gasolina no cueste más que ahora…
Eivor se acurruca en su rincón, apretando la nariz contra la ventanilla. Anders la mira de reojo y ve que está soñando. ¿Con qué sueña? ¿Con el futuro? ¿Lasse Nyman? Se inclina sobre ella y roza con sus labios la oreja de ella, esa mañana se ha cepillado los dientes y está recién lavado.
—¿Dónde estás? —susurra él.
Ella se sobresalta y lo mira, pero no dice nada, sólo sonríe, y vuelve a sumirse en sus pensamientos.
Erik comenta en voz alta los coches con los que se cruzan y los que les adelantan. Ése es uno de Västergotland, un maldito P… Aunque no lo creas, era un Ford Cónsul, de 59 caballos de motor… Su precio ronda entre las diez y las once mil coronas. Sin impuestos… Sí, claro que veo aquella moto. Menuda birria de carga que llevaba. Me pregunto adónde irá. Espero que no vaya a Västerås… ¡Mira, Elna! ¡En el retrovisor! Ahora nos está adelantando uno de esos nuevos Citroën DS 19. Ése seguro que tiene una suspensión increíble. Unas bombas especiales. Pero no es barato… Por lo menos quince mil. Mil más de impuestos… ¿Vas cómoda, querida?
Sí, Elna va cómoda. Tiene poco espacio para las piernas porque lleva ahí la cesta con la comida, los termos no cierran bien, así que no se atreve a ponerlos en el maletero, pero qué agradable es irse lejos de Hallsberg. Lejos de todo…
En Glanshammar hacen la primera parada. Erik apenas se toma tiempo para saborear el café que le sirven en una taza de plástico. Tiene que controlar que todo esté bien bajo el capó. Los otros tres se sientan en la hierba junto al aparcamiento, una delgada franja verde que baja por la leve pendiente hasta el gran lago. Hace calor. Eivor se tumba boca arriba y cierra los ojos al sol. Elna se sienta mirando al lago, mientras la brisa despeina su morena melena. Anders se queda mirando su taza. Le lleva unos instantes entender que está hecha del mismo material con el que él improvisa sus calzoncillos en momentos apremiantes. Plástico.
—Hay tantas cosas nuevas —dice Elna al verlo sentado examinando su taza—. Tantas cosas nuevas y que enseguida creemos que hay que tenerlas.
—En efecto. Pero no para mí. Soy demasiado viejo.
—Anders ha sido cómico —dice Eivor de repente, sin abrir los ojos—. ¿Sabes qué es eso, mamá?
—Es una especie de artista, según tengo entendido —dice dubitativa—. Pero no lo sabía.
Anders es consciente de que le ha disgustado que Eivor le haya descubierto. Es curioso que cuando alguien muestra un interés inesperado por su persona o por su pasado, enseguida se vuelve reacio a hablar de ello. Pero con dos cervezas sobre la mesa en un café lleno de humo habría ido de maravilla.
—No es nada de lo que valga la pena hablar —dice.
—A veces nos hemos preguntado a qué te habías dedicado —dice Elna—. Especialmente cuando llegaste a la casa. Oímos decir que eras hermano de Vera, la que vivía antes allí. Pero no sabíamos nada más.
—Si supieras lo que hemos dicho de ti —interviene Eivor incorporándose—. Si supieras lo que dicen de los vecinos. No paran de hablar.
—Es lo que hacen todos —contesta Elna enfadada.
Eivor se encoge de hombros y vuelve a tumbarse como estaba antes. Pero después se levanta con brusquedad. No es capaz de quedarse tumbada al sol, no tiene paciencia.
—¿Bajas conmigo al lago? —pregunta.
¿Quién? ¿Elna o Anders? Anders sacude la cabeza y Elna dice que no tiene ganas. Al final, Eivor baja corriendo.
Por un instante, Elna recuerda a su amiga Vivi cuando, hace muchos años, corría del mismo modo por la pendiente de una colina en algún sitio al norte de Älvdalen. Corría y gritaba con su acento de Escania, hasta que tras dar una voltereta aterrizó encima de una boñiga de vaca.
«Ha pasado tanto tiempo desde entonces.»
Pero deja a un lado los recuerdos cuando Erik cierra el capó y se acerca a ellos. Tiene los dedos manchados de grasa y se los restriega con un puñado de estopa.
—Todo en orden —informa satisfecho—. ¿Hay más café?
—Se ha acabado.
—¿Vamos a continuar el viaje?
—Todavía no. Aquí se está muy bien…
Anders se pregunta si tener un coche produce inquietud. Parece que Erik quiere salir a la carretera lo antes posible. Va deprisa de un lado a otro y Elna le pregunta si se ha olvidado de que está de vacaciones. Entonces se sienta. A regañadientes…
—¿Dónde está Eivor? —pregunta mirando a su alrededor.
—Ahí abajo. Creo que voy a hacer lo mismo que ella. Bajar a mojarme los pies.
—¿Estás pasándotelo bien? —le pregunta Erik cuando se quedan solos. Anders asiente. Está pasándoselo divinamente. Se siente muy agradecido de poder acompañarlos.
—Hace tiempo oí una historia —dice Erik de repente—. Era sobre un chico y una chica que fueron a Copenhague de fiesta. Pero como no estaban casados, no podían quedarse en la misma habitación. Entonces hicieron un agujero en la pared que separaba las dos habitaciones y acordaron que cuando ella diera tres golpes en el suelo, él la metería por el agujero. Y así estuvieron un par de días. Pero una vez entró la mujer de la limpieza mientras la chica estaba fuera comprando el periódico. Él oyó un primer golpe cuando ella dejó el cubo de fregar en el suelo, luego oyó un golpe más, al caérsele a ella un cenicero, y finalmente oyó un tercer golpe, cuando movió una silla. Como es natural, él se bajó los pantalones y la metió por el agujero de la pared. La mujer de la limpieza la vio y salió corriendo por el pasillo gritando: ¡Socorro, hay una rata pelada ahí dentro! Como quiera que se diga en danés… Sí, cielo santo.
Anders lo mira con asombro antes de decidirse a reír. (Fue una de las primeras cosas que aprendió cuando era joven, articular una carcajada creíble aunque tuviera los ojos llenos de lágrimas.)
—Tiene mucha gracia —dice.
—¿Verdad que sí?
Y entonces continúan el viaje en pleno verano.
El cámping que hay a las afueras de Västerås es pequeño. Cuando llegan está lleno de tiendas de campaña, bicicletas, automóviles y cochecitos de niños, pero logran encontrar un rincón donde todavía hay sitio. Erik ha sido muy generoso invitándoles a almorzar en Västerås, en una lechería que ofrecía crepes y leche a un precio razonable. Anders trató de convencer a Erik para que le dejara pagar, pero él se negó en redondo. Le han invitado a viajar, y ni siquiera puede compartir los gastos de la gasolina. En Västerås, Erik aprovecha además para entrar en el establecimiento de bebidas alcohólicas, y cuando las dos tiendas de campaña estén colocadas, con la mampara de PVC separándolas, va a invitarlos a un trago de coñac. Cuando insiste en que se sienten fuera de las tiendas, Elna y Eivor protestan, pero Erik va a lo suyo. ¿No hay un par de italianos allá a lo lejos, que están bebiendo vino y gritando ASEA, ASEA todo el tiempo? No ve la diferencia. Cómo no va a ser posible tomarse un pequeño trago al atardecer, al aire libre, cuando se está de vacaciones. «Y había pensado invitarte a ti también, Elna.»
Elna se abstiene y prefiere ir a dar un paseo con Eivor. Anders, que se ha metido en su diminuta tienda de campaña y, rápidamente, se ha bebido un par de buenos tragos y media botella de vino tinto, procedente de las reservas que lleva en la maleta entre su ropa interior, intenta mantenerse a cierta distancia de Erik, pues sería una descortesía que éste notara su aliento a alcohol justo cuando iba a invitarle a un trago…
Pero Erik sabe bien que es alcohólico, que no hace otra cosa que beber día y noche. No ha podido escapársele. Elna y Eivor seguro que se lo han dicho. ¿Y no vio él con sus propios ojos cómo estaba la cocina cuando fueron a invitarle a que les acompañara en el coche durante las vacaciones?
Erik ha encontrado un tablón que apoya entre dos piedras.
—Vamos a sentarnos aquí —dice—. Estamos en verano. En verano uno debería poder sentarse tranquilamente.
Al poco rato, Erik se ha emborrachado. Parece que no está acostumbrado a la bebida y bebe demasiado deprisa. Anders ve que se le enrojece la cara, que se mueve con lentitud cuando se levanta para ir a orinar. Sin embargo, la mayor diferencia es que se vuelve hablador. Cuando regresa después de haber orinado, ha olvidado abrocharse la bragueta. Los bordes de la camisa sobresalen a través de la abertura, pero Anders no se molesta en decir nada. Si está borracho, lo está. Y tiene mujer e hijastra para cuidar de él…
Anders se sienta y lo mira en la oscuridad de la noche, al trabajador ferroviario Erik Sjögren. Sentado a su lado ve a un hombre amable. Amable, formal, generalmente silencioso. Muy distinto de Elna y de Eivor.
Anders se anima y le pregunta abiertamente cómo es ser padrastro.
—Un sube y baja —contesta Erik evasivo—. Va y viene, sube y baja.
—Es una chiquilla encantadora.
—Sí. Elna no debería reñirla tanto.
—¿La riñe?
—Por la escuela. Tendrías que oír el escándalo que montan a veces. Gritan y maldicen y dan tales portazos que los marcos se desprenden. Si no quiere estudiar, que se ponga a trabajar. Es lo que he hecho yo, y Elna también, y nos ha ido muy bien. A veces sus gritos me ponen algo furioso. ¿Por qué tiene que darse tanta importancia? Es hija de unos malditos trabajadores, aunque su padre fuera un general o un vagabundo. Se ha criado en nuestra casa.
—Entonces, ¿se lo has dicho?
Erik se queda sorprendido.
—¿Yo? No es hija mía. Me mantengo al margen. Pero pienso lo que pienso.
—Sin embargo, creo que deberías decir lo que quieras. Por la muchacha.
—Ella venía en el paquete. No quiero meterme en eso. Pero si alguna vez lograra agarrar a su padre por la garganta, apretaría con fuerza. Y luego le vaciaría la cartera. Y le cortaría el nabo.
Ahora está realmente borracho y se balancea, sentado en el tablón, hacia delante y hacia atrás.
A Anders le parece percibir oscuros matices en él, y en la oscuridad vislumbra a Elna y a Eivor. Habrían estado más tranquilos si ellas se hubieran quedado. Parece que Erik experimenta importantes cambios de humor al beber. Apenas ha acabado de expresar su enfado contra el padre desconocido de Eivor, y de repente se pone a cantar a voz en grito.
—Tal vez deberías cantar un poco más bajo —dice Anders con cautela—. La gente duerme y se oye todo a través de las paredes de las tiendas de campaña.
Como respuesta, recibe una risa burlona.
—¿No había por ahí unos italianos que estaban cantando hace un momento? ¿Cantando y bebiendo vino tinto?
Y después, profiriendo alaridos, trata de imitarlos: ASEA, ASEA…
A Anders ni siquiera le da tiempo a percatarse de dónde vienen. De repente están ahí, sin más. Dos italianos, descalzos, en camiseta y pantalón. De unos veinticinco años tal vez. Como quiera que sea, están furiosos. De sus bocas sale un sinfín de palabras, una curiosa mezcla de italiano y sueco. Se enfrentan a Erik ignorando a Anders. Erik está sentado balanceándose con su vaso, sin entender nada. Levanta el vaso, sonríe y dice «salud». Pero no debería haberlo hecho, porque uno de los italianos le da un golpe en la mano y le tira el vaso, que choca contra la puerta del coche y se rompe. Erik mira asombrado al coche y luego comprende.
—¿Qué demonios…? —dice levantándose.
La pelea no dura apenas. Los tres golpean con furia y aciertan pocas veces. El tablón vuelca y Anders cae de bruces sobre la tienda de campaña al tiempo que llega el vigilante del cámping corriendo como un loco, tropezando con las piquetas de las tiendas de campaña y con los vientos. Por todos lados aparece gente que ha oído el jaleo, y la emprenden con los italianos. Arrastran a Erik a un lado y luego se llevan a los dos italianos lejos de ahí, y los persiguen hasta su tienda de campaña entre insultos y patadas.
Malditos espaguetis del demonio…
Erik se sienta en el suelo y se seca la sangre de la nariz. Tiene la camisa rota y está conmocionado. Anders, como era de esperar, se ha orinado encima. Cuando presencia una pelea le es imposible contener la orina. Siempre les ha tenido pavor, le recuerdan las palizas y latigazos de su infancia…
—¿Qué ha ocurrido? —jadea Erik apretando un pañuelo contra la nariz—. Estoy sangrando, demonios…
—Les insultaste.
—¿Qué?
—Gritando ASEA, ASEA.
—¿Eso es insultar?
—Tal vez lo entendieron así.
—Malditos…
Él mira la sangre. ¿Les ha insultado?
En ese momento llegan Elna y Eivor. Han oído la pelea desde lejos cuando estaban sentadas en un banco junto al agua.
Mientras Elna se encarga de Erik, Anders intenta aclarar lo ocurrido. Y se pone del lado de los italianos, les han ofendido, en eso no cede. Pero lo que él dice no es convincente y, cuando vuelve el vigilante y les comunica disculpándose que a los dos italianos se les ha pedido que abandonen el cámping inmediatamente, Erik y Elna le dicen que debería llamar a la policía.
—Ni siquiera se puede estar en paz en un cámping —dice Elna indignada—. ¡Por gente así!
—Basta con que se marchen —dice Anders tratando de mediar.
—Tendrían que irse del país.
Anders ha superado la conmoción y, como es natural, está enfurecido.
—¿Tienen que venir esos tipos a darle un puñetazo en la cara a la gente que está sentada tranquilamente fuera de su tienda de campaña? ¿Y salir impunes? No, voy a destrozar esa puñetera tienda de campaña para que nunca más puedan volver a montarla.
Elna lo retiene y el vigilante del cámping impone silencio.
—Ahora hay que guardar silencio —dice—. No queremos tener mala fama.
Y luego desaparece.
Elna logra tranquilizar a Erik poco a poco y le ayuda con la tienda de campaña. Anders bebe un gran trago de la botella de coñac e intenta normalizar la respiración.
¿Pero dónde está Eivor?
Sí, se ha escondido en el asiento de atrás del coche con los oídos tapados. La encuentra allí, lloriqueando.
—Ya ha pasado —dice él.
—No sé a qué te refieres —contesta—, ¿qué es lo que ha pasado?
—Todo…
—No ha pasado nada —contesta ella—. Nada. Quiero que me dejen en paz.
Ella se acurruca y él la deja. Entra arrastrándose en su tienda de campaña, se quita con dificultad los pantalones manchados, se tumba encima del saco de dormir y echa un buen trago de la botella de aguardiente. Una luz tenue se filtra a través de la lona de la tienda de campaña, le parece oír el silbido de un mosquito.
Así es Erik. Un perfecto ejemplar de sueco grosero cuando tiene un poco de coñac en el estómago. Sin duda, los italianos también han reaccionado, innecesariamente, de modo demasiado brusco; seguro que hubiera bastado con una disputa verbal, pero a la vez los entiende. Claro que hay hijos de puta en todo el mundo, él se ha topado con muchos durante sus viajes por Europa. Aunque, al mismo tiempo, hay algo indefinido en la grosería sueca, que casi siempre está relacionado con el alcohol. O se llora con los ojos fuera de las órbitas, o se destruye todo en un arrebato de rabia bajo los efectos del alcohol.
Dicho de otro modo, Erik ha mostrado un comportamiento normal al sentarse con su coñac. Pero todavía hay muchas cosas de él que asombran a Anders. ¿Qué está pensando realmente?
Sus pensamientos se interrumpen al oír que Elna abre la puerta trasera del coche y habla con Eivor en voz baja.
—Se ha quedado dormido. Entra y acuéstate.
No puede entender lo que dice Eivor desde dentro del coche, pero de la respuesta de Elna deduce que quiere quedarse ahí, entrar tal vez algo más tarde. Y Elna no protesta.
—Haz lo que quieras —se limita a decir—. Que duermas bien.
Y luego vuelve a cerrar la puerta.
A las cuatro de la mañana, Anders asoma la cabeza en medio del rocío y la niebla. Ha dormitado unas horas, luchando con inquietantes visiones oníricas, y luego, de repente, se ha despertado por completo. Tiene la espalda rígida y le duelen las piernas, la tienda es tan pequeña que apenas logra salir por la abertura sin llevarse a rastras la lona como si fuera el caparazón de un caracol.
Erik está sentado fuera, en el parachoques del coche.
Y en el asiento de atrás duerme Eivor, acurrucada como un gatito.
Erik está despierto. Mira al frente en silencio. Tiene la nariz roja e inflamada, los ojos pesados.
—Estás despierto —dice Anders.
¿Qué otra cosa iba a decir? Entiende cómo se siente Erik, el remordimiento brilla en sus ojos. Y él no puede echar unos tragos por la mañana para quitarse lo peor, tiene que conducir.
—¿Qué ocurrió? —masculla—. La nariz…
Anders se lo cuenta en pocas palabras.
—Pero pasamos un rato agradable —dice al final—. Deberíamos hablar más a menudo.
Erik lo mira suplicante. ¿Estará diciendo la verdad? ¿O el viejo le está mintiendo? ¿Y por qué está durmiendo Eivor en el coche?
—Sabes bien cómo son los jóvenes —contesta Anders—. A su edad se quiere estar en paz. Y luego dormirse de golpe. En cualquier sitio.
—Sólo me pregunto una cosa —dice Erik después, en voz baja—. ¿Por qué gritaban ASEA?
—Seguramente trabajan allí —responde Anders—. Estamos en Västerås. O tal vez van a trabajar allí. Una vez leí que se está empezando a buscar trabajadores en el extranjero.
—¿Por qué?
—Será que ningún sueco quiere hacer ese trabajo. O tal vez no los haya.
Erik asiente. Sí, debe de ser algo así. Pero…
—¿Te ocurre algo?
—No… Nada. ¡Uf! Me siento fatal.
—Se pasará. Lo sé. Con todo lo que yo bebo. Como sabes.
Erik no contesta, no hace ningún comentario, sólo continúa con su lamento.
—¿Dije ayer alguna tontería?
—No…
—¿Seguro?
—Totalmente.
—¡Joder!
—A veces pasan estas cosas.
Anders da un largo paseo por el cámping. Camina con cuidado para recuperar la movilidad de las piernas, procurando no tropezar con las estacas de las tiendas de campaña y las cuerdas. La niebla ha envuelto el cámping en un extraño amanecer gris. De pronto tiene la sensación de que todo el cámping está abandonado. Como un campo de batalla que se ha evacuado precipitadamente…
Un cementerio con lápidas de piedra gris.
Vuelve a la vida al oír unos fuertes ronquidos en una de las calles del cámping.
Siente escalofríos y regresa lentamente.
Pero de pronto se queda petrificado.
Erik está sentado llorando con el rostro entre las manos.
Cuando Erik se ha secado las lágrimas, Anders se dirige hacia él. La niebla ha empezado a disiparse, el sol se abre camino y el rocío va secándose…
Se ponen en marcha temprano. Ni siquiera les da tiempo a hervir café en el hornillo antes de partir. Es evidente que la familia Sjögren quiere desaparecer de Västerås lo antes posible. Anders se queda mirando las tres caras pálidas y los ojos que se evitan entre sí.
«Debería haberme quedado en casa. ¿Cómo diablos va a terminar esto?»
Pero en cuanto salen a la carretera están de nuevo de vacaciones. La resaca de Erik y la nariz hinchada no tienen por qué ser un mal comienzo. Y los italianos recibieron lo que se merecían. Malditos… Menos mal que ellos no trabajan en ASEA…
Van hacia Hummelsta y luego a la derecha, por encima de las destellantes aguas del Mälaren, hacia Strängnäs y Sörmland. Otro día espléndido, sin nubes, azul. Aquí nos quedamos. ¿Qué pone en el cartel? ¿Iglesia de Dunker? Curioso nombre. Pero ahora, por fin, vamos a desayunar. El primero o la primera que vea una tienda en el pueblo, que avise…
Llegan a Estocolmo sobre las tres. Erik está nervioso por tener que conducir en una gran ciudad. Van a ir al Skansen y Anders, que es el que más conoce Estocolmo, no tiene la menor idea de cómo llegar en coche. Pero ya que él, a pesar de todo, debería reconocer algo, cambia el sitio con Elna y se instala en el asiento delantero.
Pero, naturalmente, no reconoce nada. A Erik no le da tiempo de leer los nombres de las calles y dan muchas vueltas por el sur hasta que Anders logra llevarlos a Slussen.
Pero han pasado Hornsgatan y Anders ve en el espejo retrovisor cómo Eivor mira con ansiedad a las personas que van por las aceras.
Lasse Nyman, Lasse Nyman…
¿Es aquí donde te escondes, en tu barrio?
Pero, como es natural, él no está ahí.
Tan natural como que Estocolmo supone una gran decepción para ella. No es que no le llame la atención, todo lo contrario. Pero sus necesidades son muy distintas a las de Erik y Elna. Anders sólo les hace compañía, como un perro cansado que no tiene ningún deseo. Hace miles de años era un perro joven que corría el primero en la carrera. No, lo que pasa es que Eivor no tiene ganas de ir al Slottsbacken, a ver a los soldados que hacen guardia. Eso puede hacerlo en otra ocasión, cuando tenga más tiempo. Se nota de sobra que es la Capital, no hace falta detenerse y perder con ello un montón de tiempo. Ella quiere entrar en las tiendas, mirar las carteleras de los cines y, tal vez, encontrarse con ese paraíso hechizado llamado Nalen. Poder observar a los jóvenes de su misma edad que viven en la capital. ¿Qué aspecto tienen, qué ropa llevan, cómo son sus peinados, manos, ojos, bocas? Eso no tiene nada que ver con la vida… Pero sus protestas no surten efecto, Elna refunfuña y Erik conduce el coche a donde él quiere. No es que no valga la pena ver al rey o a las princesas, nunca se sabe… Pero un día tan caluroso como el de hoy muy probablemente estén en Haga…
Así que Eivor hace lo único que puede, se cierra herméticamente, baja las cortinas, bloquea las puertas, se enfurruña. Si va a ser así, lo mejor es largarse de aquí…
Cuatro personas, tres experiencias distintas. Anders está cansado y por lo general ni siquiera quiere salir del coche. Se queda sentado, con la puerta abierta, cuida el coche y bebe a escondidas de alguna de sus botellas. Además tiene suerte, en una ocasión Erik frena muy cerca de un establecimiento de bebidas y, mientras intentan darse prisa para ver algo, sea lo que sea, a él le da tiempo de abastecerse de algunas botellas más. Y luego disfruta viendo pasar a la gente mientras él permanece sentado. Yo estoy aquí y nunca vamos a encontrarnos…
Elna y Erik miran cada uno lo suyo, Eivor está agachada a unos pasos de distancia. Ellos miran hacia un lado, Eivor hacia otro. Ellos hacia las fachadas de las casas, ella mira a las personas.
Bueno, no está mal del todo. Los tres miran a algunas de las asombrosas figuras que se cruzan en su camino.
Un hombre con el pelo increíblemente largo. Y una trompeta en la mano. Un loco de Estocolmo. O algo todavía peor. Según parece, aquí hay que espabilarse para que te vean entre los demás…
¡Y esa mujer con esos tacones y ese pelo! El marido…
Pero, a grandes rasgos, las impresiones son distintas.
«Voy a volver aquí», piensa Eivor apretando los dientes. «Sin esos dos. Luego pueden venir ellos a verme.»
Pasan la tarde en Gröna Lund. Anders, cansado después de un largo y caluroso día, se ha quedado en el hotel que ellos costean. Es pequeño y huele a cerrado, está encajado en el Klarakvarter. Al principio, tanto Elna como Erik parecen algo indecisos cuando, en la oscura entrada del hotel, ven salir de una habitación interior a un sudoroso portero que huele a cerveza. Pero las habitaciones son baratas, es sólo por una noche, ¿y de qué iban a tener miedo? Además, Erik aprovecha la oportunidad para pedir habitación en la planta baja. El mayor peligro es un incendio, y desde las ventanas del primer piso podrían salir ilesos si ocurriera lo peor. Anders no quiere que tengan que estar pendientes de él si los acompaña a Gröna Lund.
—No con un viejo como yo —dice tratando de bromear—. Creía que ibais allí para pasarlo bien…
Así que se queda solo en la habitación que va a compartir con Erik. Abre la ventana que da a un patio interior con barras para sacudir las alfombras, contenedores de basura y viejos retretes cerrados. En cuanto se queda solo saca sus botellas de la bolsa y prepara su combinado rojo. Oye el ruido de la ciudad a lo lejos como un débil e indefinido susurro, disipado de vez en cuando por el claxon de un coche.
«La vejez», piensa. «La horrible vejez.»
En un momento dado, cuando estaba sentado en el coche, después de visitar el establecimiento de bebidas, y contemplaba el deambular de las personas de la capital, le pareció entender por fin el desamparo que implica hacerse viejo, ir de mal en peor, en la mayor oscuridad. Cuando ve el ímpetu de la vida en los vestidos veraniegos de colores claros, en los pantalones aleteando al viento con movimientos lúcidos y ligeros; entonces es incapaz de comprender cómo alguien puede querer ser viejo. Como si hubiera en algún sitio una vejez agradable, incluso bonita. Nadie logrará que se crea eso. La vejez es la parte oscura de la vida, nunca puede ser otra cosa. Es ilusión y engaño. Hacerse viejo es arrugarse, desgastarse…
Así que él ya lo sabe. Por fin, definitivamente. ¿Para eso ha querido acompañarlos en este viaje?
No lo sabe.
Pero ahora lo que vale es el combinado de color rojo. Del mismo color que su sangre, pero infinitamente más fresco… Se pregunta si está amargado. Pero la respuesta es no, no se trata de eso. La vejez es fea, ahora lo sé. Éste será mi último verano. Y se pone a beber, solo en la tarde estival, solo en su habitación de hotel con vistas a un patio interior.
Quiere estar en paz. Vamos a dejarlo a él y vayamos a buscar a la familia Sjögren, que ya ha desaparecido en el hervidero que es el parque de atracciones Gröna Lund, entre faroles y organillos, carruseles y columpios.
Por primera vez desde que salieron de viaje encontramos a una familia contenta y satisfecha, ninguno de ellos pone mala cara, ni siquiera Eivor. A ella la ha despejado el atardecer y la impactante experiencia de un parque de atracciones. Está realmente contenta de tener a su alrededor los brazos protectores de su madre y de su padrastro Erik, para no arriesgarse a desaparecer entre el gentío.
Resulta una tarde completamente feliz. Eivor gana un oso y enseguida sabe dónde va a ponerlo en su pequeño dormitorio, Elna y Erik bailan en una de las pistas al aire libre, y los tres juntos se apretujan en uno de los vagones del Tren Azul. Y para terminar, la montaña rusa, donde aúllan como cerdos heridos. Santo cielo… ¿Cómo se vivía antes, cuando no había vacaciones? Por no hablar del coche…
Eivor se acuerda de repente de Lasse Nyman. Piensa si será cierto lo que dijo Anders aquella vez que estaban sentados a la mesa de la cocina de él. ¡Que Lasse Nyman no es vendedor de coches, sino que los roba!
—Mientras no lo roben —le dice de pronto a Erik cuando están haciendo cola junto a uno de los muchos puestos de venta de salchichas.
—¿Robar qué? ¿El oso?
—El coche, por supuesto.
—Me gustaría ver quién se atreve a robar mi coche.
Pero tanto Elna como Eivor se dan cuenta de que sólo de pensarlo se sobresalta.
—Nos marcharemos enseguida —dice—. Seguro que está donde tiene que estar.
Se comen las salchichas y luego dan vueltas buscando un urinario para Erik. Cuando por fin lo encuentran, hay cola, y mientras Erik golpea el suelo con el pie y refunfuña detrás de un montón de militares que se aprietan y empujan para entrar a orinar, Elna y Eivor esperan discretamente a un lado.
Por cierto, ¿qué hacían ellas la tarde anterior, cuando Erik y Anders estaban sentados en el desvencijado tablón dispuestos a beberse un trago de coñac? Pues sí, ellas deambulaban por la playa, extrañamente eufóricas las dos. Más cerca la una de la otra de lo que habían estado hacía mucho tiempo. Por una vez son capaces de hablar del futuro de Eivor sin ponerse a discutir, y por primera vez, también, Elna obtiene una respuesta que no es un bufido furioso. Eivor quiere ser costurera. Coser ropa. Y ya que está tan decidida a no continuar en la escuela, lo único que Elna puede decir es que le parece una buena alternativa. En el acto promete a su hija enseñarle todo lo que sabe ella acerca de costura. Y tal vez haya alguien en Hallsberg o en Örebro que pueda enseñarle más. Sin embargo, Eivor dice que primero quiere trabajar en lo que sea para ganar su propio dinero, poder comprar la ropa que los inexpugnables muros de los escaparates le negaban antes. Elna también lo entiende, y siente un súbito calor hacia su hija, que se le parece en tantos aspectos. Entonces se produjo el escándalo en el cámping y ambas temieron enseguida que Erik estuviera implicado.
Ellas ya le han visto beber alcohol. Desafortunadamente…
Pero ahora están de pie bajo unos árboles viendo cómo Erik se va dando empujones con los borrachos y vociferantes reclutas.
—¿Lo has pasado bien, hija?
—Claro que sí. —Y, sin transición, dice—: Imagínate que estuviera aquí esta tarde.
—¿Quién?
—Mi padre de verdad. Nils.
Por una vez, Elna puede pensar en él sin sentir un nudo en el estómago.
—En tal caso te lo habría dicho —responde ella.
—¿Le habrías reconocido? —pregunta Eivor sorprendida.
Elna sacude la cabeza.
—No, pero él seguramente me habría reconocido a mí.
Eivor no entiende muy bien lo que quiere decir, pero no importa demasiado. No en ese momento en que, por una vez, puede hablar con su madre sin que surja enseguida un motivo de disputa.
—Somos iguales —dice ella.
—Sí —contesta Elna—. Nos parecemos mucho.
—Aunque tú eres más guapa que yo.
—¿Tú crees?
Ven que Erik consigue meterse por fin en el urinario.
—¿Por qué te casaste con él? —pregunta Eivor.
—Me gustaba.
—¿Te gustaba?
—Me gusta.
—¿Te imaginas que no os hubierais encontrado en ese tren?
—¡Imagínatelo tú!
—Tiene que haber sido difícil.
—¿A qué te refieres?
—Bueno… A estar sola conmigo.
¿Cómo es posible? Elna la mira interrogante. ¿Ha tenido que ir a un bullicioso parque de atracciones para poder mantener una conversación sensata con su hija? Pero en realidad no le sorprende, Eivor ha crecido…
Se queda mirándola. De tal palo, tal astilla. Ya es adulta. Hace tres años que tiene la regla y Elna le compró su primer sujetador hace dos…
Una hija a punto de escapársele de las manos para tomar sus propias decisiones sobre el rumbo de su vida. Una persona con cada vez más expectativas…
Casi se emociona, pero en ese momento llega Erik y la toma de la mano, aliviado por haber podido descargarse, algo furioso por culpa de los malditos militares. De buena gana le habría dicho a su esposa lo que estaban dibujando en las paredes de los urinarios. No, lo grababan con cuchillos y picaportes que habían arrancado. Y no eran precisamente canciones infantiles…
—Aquí estoy sin saber qué hacer —dice, en vez de lo que piensa. Es una de sus frases más comunes.
Uno de los rasgos de Erik es ese modo de intentar dejar caer siempre una cortina de humo sobre su inseguridad y timidez utilizando frases hechas, cosa a la que Elna no tardó en acostumbrarse cuando le conoció.
«Mi vida», piensa ella. «Pronto podré empezar a pensar otra vez en mí, ahora que Eivor comienza a arreglárselas sola. Sólo tengo treinta y dos años. No debo olvidarlo nunca, en ningún momento.»
—Tenéis un aspecto muy misterioso —dice Erik.
—Ya lo creo —contesta Elna.
Y luego se marchan al hotel, pasando por Djurgården, y luego a lo largo de Strandvägen, Hamngatan y Hötorget.
Cuando se han dado las buenas noches en el pasillo y Erik abre la puerta de su habitación con cuidado, Anders yace en la cama despierto.
Pero, naturalmente, finge que está dormido.
Saluda a Erik Sjögren con un amable ronquido.
Pasa el resto de la noche despierto. De vez en cuando se levanta para echar un trago.
Lo que bebe es de color rojo, como ese sol declinante que ha visto reflejarse en una de las ventanas del patio interior.
Rojo como la sangre.
¿De qué color es la muerte?
¿Seguro que es negra?
¿Quién lo sabe?
Al día siguiente está nublado, tanto fuera como dentro del coche.
Empieza de un modo muy inocente.
¿Adónde se dirigen realmente? Han hablado de Öland, pero ¿por qué precisamente a Öland? ¿No hay otro sitio?
Son Eivor y Elna las que sacan el tema. Anders no dice nada, está sentado en su rincón disfrutando del viaje. Es todo lo que pide. Por la mañana también le ha dado tiempo de comprar algunas botellas más. Ahora tiene para pasar la semana.
—¿Alguien tiene algo contra Öland? —pregunta Erik sorprendido.
No, no es eso. Y sin duda lo han decidido de antemano. Pero ¿la libertad de viajar en coche propio no implica que puedas cambiar?
—Yo os llevo a donde queráis —dice Erik con galantería.
—¿No podemos ver simplemente adónde vamos a parar? —propone Eivor.
Entonces Elna comprende realmente por qué no quiere ir a Öland. Lo que la atrae y la arrastra por dentro es otra cosa. Algo vinculado a la mejor relación que mantiene ahora con Eivor.
Ya lo sabe. Decidida y ardientemente.
—Escania —dice ella—. Vamos a saludar a Vivi.
—Ni hablar —contesta Erik—. Queda demasiado lejos.
—No mucho más que Öland. Y dijiste que nos llevarías a donde quisiéramos, ¿no es verdad?
Llueve a cántaros, los mapas de carreteras son malos, y la visibilidad horrible. Pero ¿es necesario cabrearse hasta tal punto que casi se mete en la cuneta? Conduce hasta el arcén y detiene el coche, de golpe, dando una sacudida.
—Ni hablar —dice otra vez—. A Escania no.
Eivor opina que también le atrae.
—Podemos ir a través de Dinamarca —dice para intentar persuadirlo.
Pero no, él se siente ofendido. Lo decidido, decidido está. Tiene que haber algún orden. No sirve dar vueltas por las carreteras de cualquier manera… Ahora es el momento de decirlo.
—Erik —dice Elna con decisión—. Si yo quiero ahora…
—¡Y yo!
Él se dirige hacia Escania sin decir una palabra. Pero ni Elna ni Eivor se toman muy en serio su testarudez, y a Anders no le importa lo más mínimo. Escania o Lycksele, a él le da igual. Sólo conduce…
A medianoche llegan a un sitio que se llama Häglinge. Bajo la lluvia incesante, Erik monta las dos tiendas de campaña en un pequeño espacio de césped junto a la carretera. Gruñe cuando Elna y Eivor quieren salir bajo la lluvia para ayudarle.
—¡Déjalo en paz! —dice Elna—. Nosotras nos quedamos aquí dentro compadeciéndolo, así mañana estará contento.
Ambas tiendas tienen goteras, pasan una noche infernal, y a las siete de la mañana ya están de nuevo en la carretera. Erik va sentado al volante y parece muy enfadado. En Höör encuentran un café abierto, y es allí donde Erik, por fin, abre la boca, que parecía sellada.
—¿Sabes cómo llegar a Malmö?
No, Elna no lo sabe. ¿Y Anders? Él tampoco.
—Yo os llevo hasta la ciudad —dice Erik—. Luego tendréis que espabilaros vosotras solas.
—Escania es muy bonita —dice Elna, y trata de aplacarlo dándole unas palmaditas en la mejilla—. Conduces bien, ¿lo sabías?
Vivi Karlsson, la hija de un trabajador de los astilleros de Landskrona. Los años pasan, ahora están en el verano de 1956. La guerra terminó hace más de diez años. Ocho desde la última vez que se vieron ella y Elna. Las cartas van y vienen, pero no con tanta frecuencia como entonces, ni tampoco con la misma intimidad de cuando tenían la edad que tiene Eivor ahora.
¿Qué ha ocurrido?
Vivi Karlsson se ha formulado la misma pregunta muchas veces. Y cuando se arrincona a sí misma y se pregunta en qué ha empleado su tiempo, no inicia ninguna conversación apacible. Más bien se parece a una pelea de tigre. Ella conoce el arte de luchar contra sí misma, para ello no necesita ayuda. Pero ha perdido la habilidad para recomponerse cuando cesan los golpes, cuando yace noqueada en un rincón, con muebles y porcelana, ropa y hombres destrozados.
Una vez fue a caer de cabeza encima de una boñiga de vaca en las afueras de Älvdalen. Nunca lo ha olvidado. Guarda la imagen de ese incidente como una caricatura sarcástica siempre presente de su eterno pataleo en esa vida que nunca logra poner en orden.
Esa vida que empezó tan bien, con una fuerte unidad familiar en la humilde casa de Landskrona. Una casa en la que de vez en cuando faltaban tanto la comida como la ropa, pero nunca el esfuerzo de educarla para que fuera una persona independiente y vital. Una casa en la que nadie se escondía tras las puertas y donde, por consiguiente, no olía a humedad ni a encierro.
Cuando acabó la primaria sólo dispuso de diez minutos para salir corriendo desde la iglesia —¡con su vestido rojo!— hasta el Stadshotellet, donde trabajaría como camarera de habitaciones. Pero eso fue sólo un paréntesis, una pausa remunerada para tomar aire, en la que ella lo mismo podía limpiar la mierda que había dejado algún viajante de comercio que hacer otra cosa. Luego intentó entrar en la escuela secundaria y lo logró. Entonces comenzaron los problemas cuando intentó acceder a un grado superior. No es que tuviera dificultades en seguir las clases, ella posee una mente aguda, clara como el trino de un jilguero. No, eran esos pringados que había a su alrededor y al otro lado de la cátedra. Claro que también había otros hijos de las filas trabajadoras que se habían equivocado pero que enseguida se adaptaban, pasaban por la trilla áurea hasta llegar a la Escuela Pública Superior y se volvían igual que los hijos de los burgueses. Todos excepto ella. La mordacidad que hasta entonces había sido una virtud, ahora se volvía contra ella. En su continua rebelión contra el servilismo inmovilizante, estaba destinada al fracaso. Le fue bien durante un año, tal vez dos, a pesar de que no cesaban las advertencias. Los profesores se lanzaban sobre ella sin darle tregua, como perros hambrientos, con la única y común ambición de machacarla. Cielo santo, ¡ese pez escurridizo con su diente negro va a intentar disciplinar nuestro centro de enseñanza! Naturalmente, entre los profesores había excepciones y también era admirada en silencio por alguno de sus compañeros de clase. Pero al final estaba sola, siempre sola. Una mañana, cuando hacía sólo unos días que había empezado el semestre de verano, ella se levanta de repente en la segunda clase, en medio de una lección de historia, recoge sus libros mientras el resto de la clase y el profesor se mantienen en silencio y, sin decir una sola palabra, abandona el aula para no volver nunca más. Una vez en la calle, levanta la rejilla de una alcantarilla y tira la cartera de clase. En el claustro de profesores se lamentan de que esa muchacha, Karlsson, tan inteligente, haya interrumpido sus estudios sin previo aviso, pero detrás de las máscaras hacen muecas de triunfo; la obstinada alondra del astillero había sido sometida, derrotada.
Al llegar a casa cuenta exactamente lo que ha ocurrido, si se hubiera quedado un solo día más habría declarado la guerra abierta a la escuela. Sus padres refunfuñan pero, por supuesto, la comprenden. Así es la sociedad de clases, tal vez la ropa y las armas hayan cambiado, ¡pero sigue siendo la misma maldita sociedad de clases! Y, como es natural, también está el orgullo de no haber sacrificado su ideología en aras de la escuela. El destino del oportunista debía ser peor que la muerte, pero en estos tiempos en que los socialistas se esfuerzan por hacer una sociedad burguesa accesible a todos, es una virtud blasfema. Es mejor seguir siendo pagana. Cuando llegue el momento, todos esos gigantescos castillos de naipes se vendrán abajo. Ya lo dijo Strindberg, que sin duda arde de impaciencia en su tumba por ir todo tan terriblemente despacio. Pero hay que aguantarse…
El padre está satisfecho, la chica no se ha degenerado. Un comunista no puede tener una hija que se siente a adorar al becerro de oro. Ella es fuerte, a pesar de que vivimos en tiempos duros en los que el hombre normal y corriente apaga la radio cuando llega el turno del señor Hagberg de aportar algo de sensatez a la débil discusión…
¿Y qué hace ella? Pues ella se lanza a la calle con su baño de acero, y sale airosa de la prueba. El mismo año en el que sus antiguas compañeras de clase bajan presurosas las escaleras con sus gorras blancas, ella se gradúa en el centro de enseñanza por correspondencia Hermod, pasando el examen con brillantez. Pero ha adelgazado tanto y está tan cansada que casi se desmaya, y cuando se mira en el espejo con la gorra blanca que ha adquirido, se pone a llorar y a sangrar por la nariz. Pero Vivi está hecha de hierro. Ese mismo otoño se matricula en la Universidad de Lund, conoce a un asistente social borracho y alquila una habitación en la casa de la viuda de un oficial. Va a ser arqueóloga, y se tira de cabeza a la piscina, que está llena de libros de texto. Pero también allí se verá pronto obligada a tirar la toalla. Simplemente no puede con la vida de estudiante, todos esos extraños rituales, esos desiertos institucionales que ella no había previsto. En Lund soplan vientos extraños que nunca soplaban en el apartamento de Landskrona. A veces le dan ganas de ponerse hecha una furia, de echarles la culpa a sus padres, pero sabe que sería injusto. Un día de primavera en que la vieja que le alquila la habitación ha salido a visitar la tumba de su marido en Karlskrona, Vivi quema sus libros en la chimenea y luego sale corriendo al patio a ver cómo sube la gruesa nube de humo y se pierde en el azul del cielo. La vez anterior fue una alcantarilla…
¿Qué hace entonces? Beber y follar, gritar y echar reprimendas, ir a las rebajas, abofetear al segundo de a bordo en uno de los barcos de Copenhague, y tener un aborto durante el verano. En cuanto puede mantenerse en pie de nuevo se va a hacer autoestop por Europa, conoce a un cocinero español en Ámsterdam y le sigue hasta París, Pamplona, Madrid, y entonces se queda embarazada de nuevo. Otro aborto más, una pesadilla sobre la mesa de un sótano apestoso, y luego le pide a su amigo español que se vaya lo más cerca del infierno que pueda… Otro invierno en casa, en Landskrona, trabajo eventual, un fuerte compromiso contra la intervención de Estados Unidos en la guerra de Corea, un nuevo sueño: conocer China —y entonces morir—. Ya ha recorrido París de un extremo al otro. Pero China… Se enrola en uno de los barcos bananeros de Johnsonlinie, en el que pasa buenos momentos con su hermano Martin, que es cuarto maquinista. Pero en Santiago padece una infección en la sangre y cuando vuelve a Gotemburgo tiene que renunciar a su trabajo, la oficial de a bordo desembarca para siempre…
¿Y luego? Luego, luego… Eso se pregunta ella también.
Un día mueren sus padres, los dos, con un intervalo de dos meses. El padre cae al suelo de la cocina, fulminado por un derrame cerebral. Y la madre cumple con su obligación, le sigue tan pronto como puede, tranquila y adormecida en sus sueños cuando ha transcurrido el tiempo necesario para que los tres hijos, la chica y sus dos hermanos, sean capaces de sobrellevar una nueva pena. Mueren súbitamente, pero en sus vidas no hay ningún desorden, el testamento es tan transparente como la vida que ambos han vivido.
A los veinte años se traslada a Malmö y empieza a trabajar como secretaria en una empresa de transportes. Ha pensado quedarse un año. Pero se convierten en dos. Luego se subleva otra vez, vuelve a matricularse en la universidad y vuelve a fracasar, esta vez de puro hastío. Y después de nuevos viajes, a los treinta y dos años de edad, regresa a la empresa de transportes, vuelve a caer de cabeza en la boñiga de vaca…
Mientras Elna y los demás luchan contra la lluvia en Häglinge, Vivi está durmiendo en su apartamento de la calle Fabriksgatan en Malmö. Está de vacaciones, pero no va a viajar a ningún sitio. Va a emplear sus días libres para decidir qué hacer. Después de las vacaciones va a dejar su carta de rescisión directamente sobre la mesa del dueño de la empresa de transportes, ya lo ha decidido, y ese pensamiento la mantiene en pie. Cuando lo haya hecho, terminará también la relación que ha mantenido durante demasiado tiempo con un artista. Está harta de él, de sus uñas sucias y de sus lúgubres e incomprensibles cuadros. No quiere verlo durante sus vacaciones, ya se lo ha hecho saber, y él se ha unido a un grupo que vive de alquiler en Falsterbo. Lo que él haga o deje de hacer allí le tiene sin cuidado…
Ella duerme, reuniendo fuerzas para el duelo que le espera.
Mientras tanto, la lluvia cae sobre las tiendas de campaña en Häglinge…
¿Cómo describir el encuentro entre las dos amigas?
Por supuesto, Vivi se asombra y rebosa alegría espontáneamente, puesto que ambas simpatizan. Pero ¿qué más?
¿Ha resurgido de inmediato todo lo que comparten?
¿Sienten incomodidad e incertidumbre tal vez?
Cuando se separan los hombres de las mujeres, se percibe cierta excitación, emoción. Anders y Erik se meten en el coche y desaparecen. Elna, Vivi y Eivor se quedan solas.
—¿Qué hacemos? —pregunta Vivi—. Ya estáis aquí. ¿Vamos a bañarnos, a la ciudad, nos quedamos aquí sentadas?
—Decide tú —dice Elna.
—¿Por qué no tú? —sugiere Vivi dirigiéndose a Eivor—. Eres la más joven y debes de tener más deseos. ¿Qué quieres hacer?
Así que el resultado es Copenhague.
Cuando Elna muestra su preocupación porque puedan retrasarse y Erik y Anders se pregunten dónde están, Vivi la interrumpe bruscamente con una risa.
—Mientras haya cervecerías, nuestros queridos hombres no tienen por qué quejarse —dice.
Suben a uno de los transbordadores que salen de Malmö. Vivi se abre paso en el barco, que está abarrotado, y encuentra una mesa junto a la ventana de la cafetería. Un hombre que intenta aprovechar el verano en ausencia de su mujer estaba a punto de sentarse, pero retrocede cuando Vivi clava sus ojos en él.
—¡Está ocupado!
—¿No sois sólo tres?
—Vamos a ser más.
Pero, por supuesto, no es verdad, sólo que Vivi quiere disfrutar de espacio suficiente. Lo necesita, no soporta tener a gente demasiado cerca, y menos aún a hombres inútiles en viaje de placer.
Está nublado y hace viento, pero el pesado transbordador se mece testarudo por el estrecho de Sund. De vez en cuando, algún goterón de lluvia golpea contra la ventana de la cafetería, y resbala formando hilos de agua irregulares hacia los marcos, donde los gruesos remaches han atravesado la pintura agrietada. Hace mucho, mucho tiempo que Elna y Vivi no se veían. Pero, mientras que Elna afirma una y otra vez que el tiempo ha pasado volando, Vivi parece más interesada en el momento actual.
—¿Recuerdas que hablábamos de eso en nuestras cartas? —pregunta Elna.
—Habría sido extraño que no lo hubiéramos hecho.
—¡Piensa en el tiempo que hace de ello!
—Es una suerte que no se pare. O aún estaríamos recolectando heno junto al Siljan. O pedaleando sobre nuestras bicicletas en las mismas cuestas que hace quince años.
—Tú sigues siendo la misma —dice Elna.
Vivi gesticula.
—No digas eso.
—¿Por qué no?
—¿Puedes imaginarte algo peor? ¡Seguir siendo la misma! No cambiar. Sería horroroso…
Eivor se siente desconcertada en compañía de Vivi. No conocía a nadie que dijera las cosas de forma tan directa, ni Elna, ni Erik ni ninguna otra persona. Es rápida como un galgo. Y eso la hace sentirse insegura, le da un poco de miedo. Ese modo que tiene de mirarla a los ojos todo el tiempo, de hacer preguntas, de ir directa al grano…
—Cuéntanos algo —le dice a Eivor.
Eivor se ruboriza sin saber qué contestar.
—No tengo nada que contar —masculla arañando la mesa.
—Todo el mundo tiene algo que contar.
—No seas tímida —dice Elna. Y entonces Eivor se pone furiosa, como es natural, aunque no lo demuestra. «Otra vez la vieja madre de siempre, la que no sabe mantener la boca cerrada en el momento oportuno. Ahora va a exhibir a su hija como si fuera un objeto o un perro. Que se vaya al diablo, maldita…»
Tres mujeres en un barco, un día de julio, de camino a Copenhague. Dos amigas de juventud y el fruto de una noche de verano hace muchos años. El hombre que quiere aprovechar el verano, con su traje claro, está sentado y las observa junto a una mesa. «Tres hermanas», piensa. «Son distintas, tanto en el aspecto como en su forma de vestir, pero muestran tanta intimidad que no pueden ser otra cosa que hermanas que han crecido juntas, sin secretos en los cajones del armario. La que se mostró tan descarada es seguramente la mayor, luego tenemos a la morena, que debe de ser casi de la misma edad, y luego la última, la delgada, habrá nacido mucho después. Y van a Copenhague…»
—Está mirando —dice Elna.
—Déjalo —contesta Vivi—. Parece que eso le gusta.
—A mí me resulta incómodo.
—¡Pues no mires!
Eivor está sentada de espaldas, así que no ve nada. Pero no puede evitar que le irrite Elna y su preocupación. «Vieja cateta», piensa. «Tendría que haberse quedado en casa…»
Todo lo contrario que Vivi. Cuando te acostumbras a su indiscreta franqueza, hay mucho que aprender de su incuestionable forma de relacionarse con el mundo, ya sea tratando de espantar a un insistente caballero de traje blanco, o de buscar un sitio para sentarse en la cafetería de un barco a Dinamarca.
¿Y si su madre hubiera sido Vivi? ¿Si hubiera sido ella la que la hubiera llevado en el vientre durante la guerra? Hablaría con acento de Escania. Se habría librado de vivir en Hallsberg. Habría podido viajar a Copenhague cuando quisiera. No habría tenido que estar al lado de una madre que se aferra al sucio mantel y tiene ese aspecto espantoso, con esos reflejos de campesina en los ojos…
A veces le gusta pensar mal de su madre. Hacer de pequeños enfados verdaderas hecatombes, crear otros nuevos en su imaginación si es necesario. Acabar con lo conocido y familiar, con su propia madre. Elegir otra.
—Copenhague —dice Vivi, y Eivor ve deslizarse el barco a lo largo de la entrada al puerto. En el muelle, que parece no tener fin, hay grandes cargueros con banderas desconocidas. Las casas son distintas a las de Suecia. En un buque militar ondea una bandera blanca y roja con tres puntas, y es impresionante estar fuera de Suecia, ser sueca y llamarse Eivor en un país extranjero…
Al adentrarse en el muelle y en territorio extranjero no entiende ni una palabra de lo que dice la gente. Suena como si estuvieran enfadados. Pero a la vez hay un continuo murmullo de risas a su alrededor. Dinamarca. Furia y risa. Eivor mira a Vivi y ella le sonríe.
—Vamos al centro —dice.
—Parece que va a llover —dice Elna mirando al cielo.
«Ya salió de nuevo», piensa Eivor. «Lo primero que dice cuando acabamos de llegar a Dinamarca es que le preocupa que llueva. ¿Qué importa? Así podremos ir nadando al centro, sin tener que caminar…»
—Si empieza a llover, nos metemos corriendo en un café —contesta Vivi—. Hay muchos en Copenhague. Aquí beberse una cerveza o una copa no es un acto tan solemne. ¡Vamos!
Ströget. La arteria principal que atraviesa la ciudad. Se ven aglomeraciones procedentes de todos los lados, que desaparecen en tiendas o callejuelas de aspecto oscuro y misterioso, mientras otras personas salen de la oscuridad de los callejones y se incorporan a la inmensa marea humana. Pero, a pesar de esa compacta multitud, a Eivor no le preocupa ser engullida por ella, desaparecer. Hay algo en los rostros que pasan deprisa por su lado, algo amable, jovial. Aquí no siente miedo, ni siquiera cuando se detiene ante un escaparate y luego ve que Elna y Vivi han desaparecido. Ella continúa, y en el siguiente cruce de calles están ellas esperándola. Pero su madre…
—Puedes perderte —le advierte.
—Si vuelves a decirlo puede que lo haga —contesta muy enfadada.
Vivi la mira, sorprendida y divertida a la vez.
—Está en verde —dice zanjando la polémica entre madre e hija. Sin más, con decisión, como lo más incuestionable del mundo.
«Justo así», piensa Eivor. «Exactamente así. Una insignificancia. Pero si ella no lo hubiera hecho, mi madre habría dado media vuelta para ir al barco y habría estado enfadada el resto del día».
»¿Cómo es posible que hayan sido tan buenas amigas una vez con lo distintas que son? Una se queja de la lluvia como una vieja aterrada, la otra lleva la cabeza alta y va por Copenhague como Pedro por su casa. No puede ser una cuestión de hábito. ¡Tiene que haber diferencias! Como entre una vaca y un gato.»
Pero, por supuesto, Elna lleva razón al decir que va a llover. Acaban de llegar al ayuntamiento cuando las nubes negras descargan una violenta y torrencial lluvia.
—Allí —indica Vivi señalando con un dedo—. Allí dentro, debajo de la escalera.
Una cervecería, nubes de humo, ruido de vasos y botellas, poco espacio en las mesas de madera, olor a cerveza y a botas de goma sudadas. A Eivor le parece que Vivi se supera a sí misma en ese atestado local al encontrar una mesa y tres sillas libres. Apenas han podido sentarse en las sillas bajas cuando el camarero ya está delante de ellas, un hombre de vientre prominente y un delantal sucio por encima de la barriga.
—Cerveza y un chupito —dice Vivi—. ¿Coca-Cola para ti?
Eivor asiente.
—Yo no quiero cerveza —replica Elna sobresaltada—. ¿A estas horas del día?
—Si estás en Copenhague, lo estás —contesta Vivi—. ¿Qué importancia tiene? Creía que estabas de vacaciones.
«Si no te la bebes, lo haré yo», piensa Eivor.
—Me gustaría saber por qué pareces tan preocupada —dice Vivi, y Eivor nota que está irritada.
«Haces bien», piensa Eivor rápidamente. «Ve a por ella, enfréntate a ella. Molesta un poco a la señora de Hallsberg…»
—Aquí en Copenhague nunca llueve durante demasiado tiempo —añade Vivi—. Sólo lo suficiente para poder beber una cerveza y un chupito.
—No estoy preocupada —dice Elna—. ¿Por qué crees que lo estoy?
—Veo lo que veo.
—Entonces ves mal.
—Sí, pero sea como sea, te estás contradiciendo. ¡Salud!
Encima de la mesa aparecen dos botellas de Tuborg y dos vasitos llenos hasta el borde. Eivor llena su vaso de Coca-Cola y brinda cuando Vivi levanta el vaso mirándola.
—No entiendo por qué te parece que estoy preocupada —repite Elna.
Y Eivor se queja interiormente: «Mamá, mamá… Por dios…».
—Simplemente —dice Vivi—. Siempre me ha pasado lo mismo. ¿Supongo que te acordarás? Creo que noto algo en una persona y lo digo. Recuerdo que fue una de las primeras cosas que me dijiste cuando nos encontramos aquel verano durante la guerra. Que yo era muy franca.
—¿Dije eso?
—¿No estarás insinuando que lo has olvidado?
—Hace tanto tiempo…
—No lo creo. ¿Y sabes por qué?
—No.
—Porque después me escribiste una carta diciéndome que era algo que yo te había enseñado.
—¿Qué me habías enseñado?
—A ser siempre directa.
—Vaya…
De repente, Vivi frunce el ceño y mira a Elna pensativa. ¿Será cierto que lo ha olvidado? ¿O es que recuerdan cosas completamente distintas de aquel verano, de sus paseos en bicicleta? ¿Acaso no quiere recordar? Pero ¿por qué?
—¿Al menos no habrás olvidado lo de Daisy Sisters?
—No —dice Elna evasiva.
—¿No quieres hablar de ello?
—Hace tanto tiempo…
Vivi sacude la cabeza y mira a Eivor con gesto interrogante.
—¿Pero tú sí habrás oído hablar de ello? Que nos pusimos el nombre de Daisy Sisters cuando fuimos en bicicleta hasta Dalarna.
¿Daisy Sisters? ¿De qué está hablando? Eivor nunca ha oído hablar de ello. Pero, al mismo tiempo, no puede evitar aprovechar la ocasión…
—Nunca he oído nada acerca de aquel verano —dice apretando con fuerza su vaso—. Lo único que sé es que mi padre debió de estar por ahí en un rincón… En un rinconcito.
—Eivor —dice Elna indignada—. ¿A qué te refieres?
Pero es interrumpida por una carcajada de Vivi.
—Discúlpame —dice—. Pero me ha sonado tan gracioso… Un rinconcito.
—No le veo la gracia —dice Elna.
Pero no debería haberlo dicho. Porque de pronto, sin previo aviso, Vivi se enfurece, se inflama.
—Elna —dice—. Sinceramente, no entiendo por qué vienes a visitarme y estás de tan mal humor y no quieres hablar de nada. Porque debes de haber sido tú quien ha querido viajar hasta aquí, puesto que somos nosotras dos las que nos conocemos. No entiendo dónde está el error. Cualquier cosa que digo te incomoda. Si vas a seguir así, creo que es mejor que volvamos a casa cuando pare de llover.
Elna palidece. Se queda inmóvil mirando el tablero de la mesa. Eivor cree por un instante que va a echarse a llorar, pero simplemente está ahí sentada, inmóvil, desamparada…
Como es natural, Eivor enseguida empieza a sentir lástima por ella. Siempre le pasa cuando su madre no puede contestar, aunque sea un defecto de ella, aunque se enfade por nada. Siempre ha sido así y seguramente siempre lo será. Cuando Elna se enfada, Eivor pide disculpas en silencio, porque podría no haber nacido…
De repente se abre la puerta de la cervecería. El diluvio ha pasado.
—Sal un rato afuera —le pide Vivi a Eivor—. Nosotras nos quedamos aquí. Sabes cómo volver, ¿verdad?
Sí, claro que sabe. Pero justamente ahora no tiene ningunas ganas de irse. A menudo estar sola es lo que más desea, arremeter sin ayuda contra lo desconocido y extraño. Pero no ahora. No cuando parece que a su madre le haya dicho alguien que no vale nada.
Pero Vivi parece decidida, evidentemente quiere estar a solas con Elna, así que Eivor se levanta y sale a la calle.
Al salir se cruza con un hombre que lleva un mono encima del hombro. Ella se sobresalta cuando pasa por su lado y la atrofiada cara de viejo del mono casi roza su pelo.
Vivi quiere estar a solas con Elna. Se ha puesto hecha una furia, Elna se ha quedado paralizada, se ha hecho inexpugnable, y ahora Vivi va a tratar de solucionarlo todo. Pero ¿de qué van a hablar?
Eivor siente curiosidad. Le hubiera gustado oír, pero no se lo permiten. Y Elna nunca va a decirle nada. Cuando vuelva, Elna estará probablemente como de costumbre, como si no hubiera ocurrido nada en absoluto…
Eivor deambula por las calles, mira los escaparates, la gente. Pero piensa: «¿De qué estarán hablando? ¿De algo que no me incumbe? ¿O de algo que es mejor que no lo oiga?». Ser niña y adulta a la vez, para agradar a los adultos que ya ni siquiera guardan el recuerdo de su propia juventud…
Ser adulto implica, evidentemente, olvidarse de que cuando eras niño o adolescente sabías mucho más de lo que creían los padres…
¿Y si ella fuera a otra cervecería y se emborrachara? Tiene un billete de diez coronas en su monedero y parece mayor de lo que es, si es que en este país hay algún límite de edad para consumir bebidas alcohólicas. ¿Y si lo hiciera y luego volviera dando traspiés?
¿Y si no volviera nunca? ¿Y si desapareciera en medio de la calle, una desaparición de esas que luego contarían una y otra vez durante las largas tardes de invierno? Como Viola, la que se puso el abrigo para ir al cine y nunca más volvió y luego ha sido vista por todo el mundo, pero no ha dado nunca señales de vida. ¿Y si disolviera toda su identidad aquí en medio, reuniéndose con las personas desaparecidas…? Tal vez esté rodeada de personas que han desaparecido antes precisamente en esta calle. Personas que han ido a comprar leche o a ver si la verja está cerrada y luego dejan de existir. Esos rostros que ha visto en los periódicos, en los anuncios de personas que se buscan, con unos ojos que parece que siempre quieren contar algo…
Así que ellas pueden quedarse allí sentadas con su pena y su culpa y dentro de treinta años ella puede volver y decir que es verdad, que el paseo fue más largo de lo que había pensado… ¿Qué ha hecho? No, eso es asunto de ella, su modo de sancionar conversaciones secretas en una cervecería…
Obviamente, la idea es descabellada, pero no puede evitar que le atraiga y le quema por dentro. Desaparecer en el mundo. Convertirse en un enigma…
Se detiene ante las escaleras que llevan a la cervecería. ¿Qué hace? ¿Baja? ¿Ha estado fuera el tiempo suficiente? No, no lo cree. Se dirige de nuevo a Ströget, da la espalda a la gente y se pone a mirar lo que está expuesto en los escaparates…
Cuando finalmente vuelve a la cervecería, todo está tal y como esperaba. Elna sonríe y todo es como de costumbre. Ni una palabra, ni una señal que indique que ha ocurrido algo más, aparte de que hayan bebido otro par de cervezas.
—Elna y yo hemos estado hablando —dice Vivi y Elna asiente. Eivor no se atreve a preguntarles de qué han hablado, de todos modos no se lo van a decir. Pero le alegraría que su madre no volviera a ponerse de mal humor. Dejemos que mantengan sus secretos, así ella podrá tener también los suyos… ¿Por qué habría de interesarle saber de qué han estado hablando? Realmente, tener curiosidad es incómodo, pero ya se le pasará. ¡Claro que se le pasará!
Y así deambulan por Copenhague con sus distintos secretos. Elna ha reconocido su mal humor: se arrepiente, no quiere ser vieja con sólo treinta y dos años. Vivi escucha y dice que sí, lleva razón, siempre puede hacerse algo. Con ganas y alegría, pueden ventilarse y solucionarse la mayor parte de las cosas. Ella, que casi siempre siente las turbulencias del mar en su interior, lo sabe bien. Caer sin cesar en la escalera, pero levantarse siempre y esforzarse en seguir subiendo, no importa adónde nos lleve, sólo continuar…
Y Eivor ve en su interior la imagen de su cara como una foto de búsqueda y captura en un periódico. Una desaparición que deja pena y culpa.
Vivi va entre la madre y la hija y las lleva cogidas a ambas por los brazos. Ya no llueve y ellas andan y andan, miran y hacen comentarios, preguntan y responden. Cuando empieza a caer la tarde regresan con el barco, y Elna no pregunta ni una sola vez cómo les habrá ido a los hombres que han dejado totalmente solos en Malmö…
¿Y cómo les ha ido a ellos? Pues parece que ese día de julio ha sido el esperado día de las cervecerías, ya que, a falta de alternativas y por común acuerdo con Anders, Erik se ha tomado la molestia de buscar un café donde han podido pasar el tiempo en torno a una inagotable reserva de botellas. Han estado sentados allí hablando de tonterías y escuchando ese peculiar acento de Escania, comiendo picadillo de tripas, bebiendo y orinando. La borrachera es leve, apenas perceptible. Pero está ahí corroborando lo deliciosa que es la irresponsabilidad: estar libre, volar y maldecir todos los trenes de mercancías con los frenos bloqueados por el hielo…
—ASEA —dice Erik por enésima vez. Anders ya ha perdido la cuenta—. Aquellos malditos italianos en calzoncillos estaban sentados bebiendo vino, ¿no?
—Así es —dice Anders.
¿Qué va a decir? En Suecia no se ponen a beber fuera de la tienda de campaña en calzoncillos, y menos aún vino.
—Gitanos —dice Erik.
—Tal vez no lo fueran exactamente —masculla Anders.
—Claro que eran gitanos —insiste Erik. Y entonces ya no vale la pena contradecirle. Sin duda eran gitanos italianos que estaban allí gritando.
—¡Qué suerte no trabajar allí!
¿Realmente no hay suficientes suecos que puedan trabajar allí? ASEA construye las jodidas locomotoras eléctricas. Es una empresa de renombre. Extraño, muy extraño…
Otra cerveza. Hace calor en Malmö.
—Vaya cómo entra —dice Erik levantando el vaso.
Esa noche duermen en el apartamento de Vivi, en colchones y camas plegables. Todos han aprovechado bien el día, aunque parece que ninguno tiene nada que contar.
Pero dos de ellos no pueden dormir durante toda la noche. Anders (a quien Vivi ha mandado a su propia habitación y cama) y la propia Vivi, sobre un colchón que ha puesto en el suelo de la estrecha cocina. Ellos permanecen despiertos escuchando los pájaros que cantan en la noche de verano.
Un día después inician el viaje de vuelta a casa, y a pesar de que no tienen prisa, Erik no para hasta que llegan a Hallsberg. Es como si existiera un límite del tiempo que puede soportar fuera del trabajo sin tener cargo de conciencia.
Anders sale del coche y estira sus entumecidas piernas. Ve su casa y piensa que ahí va a morir. Pero no deja traslucir nada de lo que piensa, sólo toma su maleta y les da las gracias por permitirle que les acompañara.
—No tiene importancia —dicen ellos.
¡Pero claro que la tiene!
El gato está sentado en la escalera esperándole. En silencio, impenetrable.
—Ya estamos en casa —dice Erik, después de sacar todas las cosas, cerrar el coche y darles el beso de buenas noches.
—Mañana escribiremos al taller de costura de Jenny Andersson —dice Elna.
Y Eivor asiente.
Unos días antes de que acaben las vacaciones, Elna recibe una carta de Vivi.
Cuando se sienta en el sofá a leerla, Eivor mira de reojo y ve que al final de la carta pone: ¡Buena suerte!
«¿Buena suerte con qué?», piensa ella. «¿Con qué?»
Pero, naturalmente, no obtiene respuesta. Elna sólo dobla el papel, lo mete en el sobre y dice que Vivi le envía saludos.
—¿Qué te ha parecido? —pregunta a su hija.
—Bueno… Bien.
—¿Nada más?
—No. Bien.
—Es mi mejor amiga. La única que tengo.
—Sí…
—Realmente lo es.
Lunes por la mañana. Eivor se despierta en su alcoba y oye a Erik moverse por la cocina. Son las seis y él tiene que ir al apartadero. Ella le oye canturrear en voz baja mientras trajina con la cafetera y la panera.
«¿Se puede estar tan contento de volver al trabajo?», piensa ella. «Si es así, quiero empezar mañana a trabajar con Jenny Andersson.»
Después de que Erik se haya marchado y cerrado la puerta, ella se queda un momento en la cama, intentando imaginarse el taller de costura antes de volver a dormirse.
El otoño empieza a hacer su aparición en los bosques de Närkinge. Ha llegado septiembre, el mes de las bayas. Cada vez oscurece más temprano por la tarde. Con las heladas matinales, el gran silencio blanco está cada vez más cerca. Y con él aumenta el desasosiego de Eivor. Cada vez le resulta más difícil envolverse en los frágiles sueños y mantenerse ajena a la realidad, que parece deslizarse por las rendijas de las ventanas y posar sus dedos, fríos e invisibles, sobre ella, arañándole el corazón con sus uñas sucias. Cose con Elna durante el día, entonces no piensa, sólo se concentra en que las costuras salgan rectas. Todo lo que se oye es el ruido de la aguja, el pedaleo de los pies y el murmullo de la voz de Elna cuando hace algún breve comentario. Pero con el crepúsculo vuelve la preocupación…
El tiempo va arrastrándose hacia el primero de octubre, lento como un soldado aterrorizado en zona enemiga. En el almanaque de cocina que cuelga encima de la chimenea, Eivor marca los días con una cruz. Otra vez tres semanas, el tiempo es un caracol que te irrita. Ella no puede hacer otra cosa que esperar. Pero a la vez ha empezado a preocuparse. ¿Es realmente eso lo que quiere? ¿Aprender a coser en casa de una costurera en Örebro, por un sueldo que ni siquiera le alcanza para la ración diaria de cigarrillos sueltos John Silver? No lo sabe, ni siquiera sabe cómo solucionar el problema mentalmente. ¿Cómo va a arrepentirse de una cosa que no ha hecho todavía?
Pero algo le asusta, algo que no marcha bien. Las cornejas aparecen en bandadas negras que asedian el serbal que se encuentra ahí plantado, como si vigilara y a la vez dividiera el bloque de viviendas y la agazapada casa de madera de Anders. Ella está en la ventana presionando la nariz contra el cristal. Todo es gris, las cornejas picotean, y el desmejorado gato de Anders se restriega en silencio contra las piedras que hay al pie de la casa de madera.
Ella se estremece, tirita. El frío interior. Ser adulta sin saber cómo tratarse a sí misma. Una realidad y unos pensamientos que chocan continuamente con sueños, sueños de vigilia, sueños nocturnos. En los sueños todo es tan sencillo, ella los dirige como quiere. Pero, en cuanto abre los ojos, las pesadas nubes están ahí, y el cristal de la ventana sobre el que apoya su nariz está tremendamente frío, frío como la muerte… El otoño comienza y dentro de Eivor hay un buque de guerra en marcha todo el día. ¿No hay ningún camino, ninguna puerta secreta que revele la entrada a un túnel que pueda conducirla a un mundo que al menos tenga algún parecido con los sueños? ¿Y que no lleve al edificio blanco de la estación de Örebro?
Va a visitar a Anders cada vez menos. Pero a la hora de comer hablan de él en la mesa, que parece que cada día bebe más, que deberían hacer algo. ¿Pero qué? Él es inaccesible, no daría resultado tratar de presionarle.
Eivor lo ve en ocasiones, como una sombra grisácea cuando se desplaza en la cocina sobre sus piernas doloridas.
Al verlo se echa a llorar de repente. Pero únicamente si está sola, cuando Erik se encuentra en el ferrocarril y Elna ha salido a hacer algún recado. Si no no lo hace.
Septiembre. La primera tormenta de otoño. Anders está sentado en la cocina con una camisa rota alrededor de la mano. Se ha caído y se ha cortado con una lata de conservas que había en el suelo. De repente le fallaron las piernas cuando iba a hacer café, como si todas las fuerzas que le quedaban hubieran desaparecido, dejando sólo tras de sí una piel muerta, un esqueleto que es como las ramas secas del otoño. Tarda un rato en levantarse. En realidad tiene ganas de quedarse en el suelo, pero sabe que no ha llegado tan lejos aún. Sin duda le gustaría dormir, pero volvería a despertarse. Y entonces se levanta, va tambaleándose a la cocina y envuelve con la camisa la mano que sangra. La tormenta arranca algunas tejas del tejado, azota y golpea las paredes de madera pesada. Él está sentado en la oscuridad y siente la fría corriente que entra por las ventanas. Sigue sentado sin pensar en nada, esperando en su mausoleo…
Cuando nota la mano sobre su hombro, cree que es la muerte la que está ahí. Siempre se la ha imaginado así, como una mano inesperada que llega de atrás, el último policía de su vida…
Pero es Lasse Nyman, que ha regresado. La puerta que da a la calle estaba abierta, la tormenta ha ahogado sus pasos y, en la oscuridad, Anders, que tiene la mirada turbia, no ha visto nada.
Así que no es la muerte sino Lasse Nyman, que se sienta frente a él.
—¿Te has asustado? —pregunta en voz baja.
—No —contesta Anders—. ¿Y tú?
—¿Por qué iba a asustarme?
—No lo sé.
Lasse Nyman lleva una bolsa de papel con unas botellas de cerveza. Anders sacude la cabeza, él sigue con su aguardiente rojo. Pregunta a Lasse si tiene hambre, como cuando llegó la primera vez. No, no quiere comida, tiene sus botellas de cerveza.
—Estás vivo —dice Anders.
—¿Qué diablos creías?
—Me lo he preguntado a veces.
Lasse Nyman le cuenta que ha sido un infierno de principio a fin, pero se las ha arreglado, no le han pillado y es lo único que importa. Ha dormido por ahí, en sótanos, en hoteles cuando tenía dinero. Pero Anders percibe que está más amargado aún que cuando estuvo allí la vez anterior, le dominan más el odio y la desesperación. Tiene el rostro pálido y duro como el yeso, la chaqueta negra de cuero cuelga sobre su cuerpo flaco.
Le dice que ha venido en coche. Un Volkswagen que robó hace unos días en Södertälje.
—De la puerta de una capilla —agrega riendo con sarcasmo—. Ya pueden ponerse de rodillas a rezar. El coche es tan malo que habría que devolverlo.
Lo ha dejado en el aparcamiento de la estación y ha ido andando el último tramo hasta casa de Anders.
—¿Adónde vas? —pregunta Anders.
Tiene la cara rígida, los ojos desorbitados de miedo y dolor. Se asombra de que ese cuerpo escuálido pueda soportar tanto sufrimiento. ¿Cuánto va a durar sin quebrarse?
—Nunca me atrapan —dice—. Nunca. Mañana me marcho. ¿Puedo dormir aquí esta noche?
—La cama está donde siempre.
Lasse Nyman no tiene nada más que decir. Sólo está cansado.
—Ve y acuéstate —dice Anders—. Yo me quedo aquí sentado.
—Igual que antes.
—Exactamente igual.
Por la mañana, Lasse Nyman le pide a Anders que vaya a buscar a Eivor. Anders vuelve a ponerse alerta por un momento.
—¿Por qué? —pregunta.
—Sólo quiero saludarla.
Cuando Lasse Nyman habla de Eivor suena tan tierno de repente. Sí, Anders intentará dar con ella cuando vaya al establecimiento de bebidas. Tiene que salir a comprar bebidas a pesar de sus doloridas y débiles piernas.
—Yo iría con gusto —dice Lasse Nyman—. Pero no quiero que me vean. Soy un animal nocturno.
—¿Sólo a Eivor?
—Sólo a ella.
Anders la ve en la ventana de la cocina. Se pone junto al serbal y agita la mano saludándola. Una bandada de cornejas alza el vuelo sobre la cabeza de él. Ella le devuelve el saludo, y poco después entiende que él quiere que salga al patio.
La mira a los ojos y de pronto piensa que le recuerdan a los de Miriam, tienen el mismo brillo.
—¿Qué haces? —pregunta Anders—. ¿Estás sola en casa?
—Sí. Mamá ha salido a comprar.
—Tienes visita.
Ella lo comprende enseguida, se pone rígida y nota que tiene palpitaciones.
—Ve a mi casa —dice él—. Llegó anoche y quiere saludarte.
Cuando vuelve después de comprar las bebidas, han cerrado la puerta de la habitación, exactamente como él esperaba. Pero esta vez no se irrita. Al contrario, por primera vez en mucho tiempo puede sentir en su interior algo cálido. Una sensación divina.
Eivor y Lasse salen al cabo de unas horas, Eivor se va a casa y Lasse Nyman se sienta frente a él junto a la mesa de la cocina.
—Me marcho esta noche —dice.
Anders asiente y le pregunta si necesita dinero.
—Claro que sí. Algunos billetes de diez para gasolina… —Anders le da un billete de cincuenta coronas, todo se repite.
—¿Habéis podido hablar?
—Sí.
—Ella va a empezar a trabajar en Örebro dentro de unas semanas.
—Me lo ha dicho.
Lasse Nyman quema todo su almuerzo, a base de huevos y salchichas. Anders observa su rabiosa e inútil lucha con la sartén. Él sabe hacer un puente en los coches para robarlos, mezclar las cartas de una baraja con habilidad, pero la sartén es como un gato que da bufidos entre sus manos.
—¿Cómo te va a ti?
—Ya ves.
—Bebes demasiado. Tendrías que dejarlo.
—¿Por qué?
Lasse Nyman se encoge de hombros. No, porque… Es lo que suele decirse.
—¿No comes nada?
—Muy poco.
—Si no comes, te morirás.
—Me moriré de todos modos.
—¡Bah!
Lasse vuelve a ponerse en marcha hacia la medianoche. Llueve y hace mucho viento. Está de pie en medio de la cocina y se cierra la cremallera de la chaqueta de cuero. En los pies lleva botas de goma marrones.
—¿Qué has hecho con los zapatos? —pregunta Anders, más que nada por tener algo que decir como despedida.
—No lo sé. Han desaparecido.
—Buena suerte.
Él inclina la cabeza y se marcha, desaparece en la oscuridad.
Anders vuelve a sentarse solo con su tormenta. La mano con la que agarra el vaso es la única parte de su cuerpo que se mueve de vez en cuando. No puede comprender que el corazón lata todavía.
¿Será porque no se ve?
A las diez de la mañana, Elna entra en la cocina de Anders. Está pálida y tiene el pelo alborotado. Lleva en la mano un papel arrugado.
—Eivor se ha ido —dice con voz temblorosa—. He encontrado esta nota.
Ella lee, Anders se da cuenta de que está a punto de llorar.
«No debéis preocuparos. Me las arreglaré bien. Pero si denunciáis mi desaparición, no volveré nunca. Nunca.
»Eivor.»
—¿Estuvo ayer aquí? —pregunta ella.
—Sí, así es. Lasse Nyman volvió.
—Dios mío… ¿Se ha ido con él?
Anders logra mantener la cabeza clara a pesar de los ruidos y aullidos que oye en su interior. Así que ella se ha ido, se han encontrado en alguna parte en la oscuridad y han desaparecido de Hallsberg en el coche robado. Pero no es posible que Elna sepa que Lasse es un delincuente juvenil.
Y rápidamente se decide, sin dudarlo.
—Era una sorpresa —dice él—. Pero… Siéntate. No tiene por qué ser tan grave. ¿Acaso es tan raro que los jóvenes se vayan unos días? Él… tiene coche. Seguramente volverán dentro de pocos días. No hay nada por lo que preocuparse.
Pero claro que está asustado. ¿Cómo puede tener la seguridad de que Lasse Nyman no la arrastrará a algo cuyas consecuencias ella no se imagina? Con la amargura, la desesperación de él. No, por supuesto que la situación es incómoda. Pero…
—Si no vuelve esta noche iré a la policía —dice Elna. El miedo resplandece en sus ojos.
—Espera al menos hasta mañana.
—¡Sólo tiene quince años!
—¿Solamente?
A sabiendas de que se equivoca, intenta convencerla de que espere al menos veinticuatro horas antes de ir a la policía. Pero ¿qué está defendiendo? ¿A Lasse Nyman? ¿Y a qué expone él a Eivor por tratar de impedir que haga la denuncia? ¿Que le revelen lo que es en realidad Lasse Nyman? ¿Otro arrebato de desesperación? Bueno, sin duda es esto último. Tiene que serlo…
Lasse Nyman está en situación de hacer cualquier cosa. Lo vio en su rostro la noche anterior. No estaba tan aturdido.
Elna quiere que le hable de Lasse Nyman. ¿Quién es? ¿Es de fiar? ¿Dónde vive en realidad? Él contesta lo mejor que puede, balbuceando, tratando de responder sin revelar nada. Pero la pálida mujer que está de pie en la cocina se transforma en una tigresa que defiende a su cría, la única que tiene, su hija.
—Espera al menos hasta mañana por la mañana —suplica.
—Si no está en casa esta noche a las nueve, iré a la policía —dice ella. Y, por el tono de su voz, deduce que no serviría de nada intentar convencerla de que espere hasta el día siguiente. Y da igual, hay que dejar que todo se descubra. La hora de Lasse Nyman debe llegar de todos modos, antes o después.
Tiene miedo. Pero prefiere no revelarle a Elna la situación. Él es demasiado cobarde, el miedo a las discusiones está en lo más profundo de su alma.
Ella se marcha.
Son las nueve de la noche.
Anders está sentado mirando fijamente hacia la mesa. De pronto presiente que va a ocurrir algo terrible, que tal vez haya ocurrido ya. Algo que no se puede evitar. Con manos temblorosas empieza a beber con desesperación, pero el miedo no cesa.
¿Qué va a pasar?
Cielo santo… Dios de los cielos…
Sí, cielo santo. Eso piensa Eivor también, pero con una precipitada sensación de liberación en su interior, cuando circulan durante la noche por las carreteras a través de bosques tormentosos y negros, evitando las zonas pobladas. Cuando Lasse Nyman le pide que le acompañe, no lo duda. Era lo que ella había estado esperando, con lo que soñaba. Cuando sale a medianoche, a escondidas, está tan ansiosa y expectante que tiene ganas de ponerse a gritar. Pero atraviesa sigilosamente la desierta comunidad, y en la oscuridad detrás de la iglesia está el Volkswagen con las luces apagadas. Lasse Nyman le abre la puerta y, arrancando bruscamente, se pone en marcha. Las oscuras carreteras salen raudas a su encuentro en medio de la noche, destellando en los faros. La lluvia reluce donde hay asfalto, y en las carreteras que no están pavimentadas salta la gravilla. Los neumáticos patinan y chirrían en las curvas. Lasse Nyman va inclinado sobre el volante mirando la lluvia. Conduce deprisa, muy deprisa, el fugitivo siempre tiene prisa. No dice nada excepto cuando le pide a ella de vez en cuando que le encienda un cigarrillo y se lo ponga a él en la boca.
¿Y por qué ella no lo hace? Fuma, diablos, fuma…
De pronto frena y se mete por un camino de troncos y apaga las luces del coche. Están en medio de la oscuridad más absoluta, ella nota el olor de la gomina del pelo de él.
—No soy ningún asqueroso vendedor de coches —dice de repente, con vehemencia, como si hubiera sido atacado por alguien en la oscuridad—. Estás en el coche con un fugitivo. Sólo para que lo sepas. Si quieres te dejo en las afueras de Töreboda. Enseguida estaremos allí. Luego puedes hacer autoestop. Pero si no lo haces, tendrás que estar conmigo en todo. Decídete ahora.
—Quiero acompañarte.
Gira la llave de contacto, que emite un chirrido, y ya están otra vez de camino.
Ahora tiene una meta, ahora va a demostrarle cómo hacer las cosas para apañárselas en este mundo. Sólo con que ella viera lo que tiene debajo del asiento del coche…
En Skövde apenas les queda gasolina, el indicador está por debajo de la línea. Pero ya va siendo hora de cambiar de coche, hay que devolver el que robó en la puerta de la capilla. También es el momento idóneo de la noche para dar el golpe. Por otra parte, robar un coche es algo que puede hacerse con más facilidad durante el día, sin ser molestado, a plena luz del sol. Por la noche todos los movimientos son sospechosos. Pero debe hacerlo ahora, ya no tiene ganas de rebajarse conduciendo por ahí con ella en un Volkswagen… Dejan el coche y empiezan a caminar hacia el centro. Si se acerca un coche, él la lleva rápidamente hacia la oscuridad. Es cauteloso y ella le sigue muy de cerca.
Antes de que él cerrara la puerta del Volkswagen y se metiera las llaves en uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta de cuero (colecciona las llaves de los coches que no ha tenido que puentear, son sus trofeos), ella ha visto que escondía algo dentro de la chaqueta. ¿Pero qué? No le pregunta, se limita a seguirle en absoluto silencio.
Hay un Ford Zephyr en una calle oscura. Es uno de los modelos que él ha puenteado anteriormente, no es un coche de primera clase pero, de cualquier modo, supone una mejora comparado con el Volkswagen. El Ford es verde, tiene el capó blanco y está en medio de dos farolas, en la zona más oscura.
—Quédate aquí —le dice a ella empujándola hacia una pared.
Desde allí, ve que él cruza la calle en diagonal y se pone de rodillas junto al asiento del conductor. Ella puede oír un leve ruido metálico cuando él abre la puerta con una ganzúa. Luego desaparece y, de pronto, oye que el motor arranca con desgana. Lentamente, el coche empieza a rodar calle abajo mientras él le hace señas con la mano a través de la ventanilla bajada. Y ella hace lo mismo que él, cruza la calle y se encoge todo lo que puede, luego salta al asiento delantero y de nuevo están en marcha. Un taxi pasa al lado de ellos, pero parece que el conductor no ve nada sospechoso. Lasse Nyman sale de la ciudad lo más rápidamente que puede, sin exceder el límite de velocidad establecido. Pero cuando llegan a la carretera, pisa el acelerador a fondo.
—El depósito de gasolina está lleno —dice él con una risa estridente—. Con eso llegaremos lejos. ¿Has mirado si hay algo en el coche?
—¿Qué puede haber?
—¡Yo qué sé! Mira, ¡es tu trabajo!
Ella busca en la guantera y en el asiento de atrás, pero todo lo que encuentra es una manta de viaje y un sombrero gris.
—Póntelo —dice él. Y ella, naturalmente, hace lo que le dice. Le queda grande y se le escurre hasta debajo de las orejas. Él se ríe y el coche patina sobre el asfalto.
—Te queda de maravilla. De maravilla…
Y luego, de nuevo el silencio.
—¿Adónde vamos? —Eivor ve distintos nombres. Axvall, Skara, Götene. Ha oído hablar de Skara, como es natural, pero los demás nombres que dejan atrás como flechas le resultan desconocidos.
Se sienta y lo mira a hurtadillas. Parece tan diminuto detrás del volante; y su rostro, tan pálido y rígido. ¿Tenía ese aspecto realmente cuando lo vio por primera vez? El recuerdo que guardaba de él era del todo distinto. ¿Habrá sido también una visión? Le enciende un cigarrillo y él aparta la vista al recibirlo. ¿De qué tiene miedo? ¿Se te pone una expresión tan desencajada sólo porque has robado un coche? Bueno, tal vez sí. ¿Qué sabe ella? De todos modos, no sabe nada de él… E ignora adónde van. Y parece que él también, porque a menudo frena en un cruce, duda y luego gira el volante, como si en realidad no le importara adónde ir.
Tiene que confiar en él, sea quien sea, ahora que ya ha dado el paso. Ocurra lo que ocurra…
El coche avanza a toda velocidad a través de la noche. Cuando empieza a amanecer, Lasse Nyman gira con brusquedad y se desvía de la carretera general, el coche traquetea al entrar en un sendero. Apaga el motor y se queda mirando en silencio a través del parabrisas.
—Coge tú la manta —dice después—. Vamos a dormir unas horas. Túmbate en el asiento de atrás.
Ella hace lo que le dice, sin rechistar, se desliza hacia la parte posterior y se envuelve en la manta de viaje. Antes de cubrirse con ella la cabeza ve que él se inclina sobre el volante. El pelo negro le llega a la nuca por encima de la chaqueta…
El frío la despierta. ¿Cuánto tiempo ha dormido? Ya es pleno día, el viento ha cesado, hace frío. Se sienta sin moverse apenas y mira hacia el bosque. Abetos pesados, un paisaje muerto. Lasse Nyman duerme con la frente apoyada en el volante. Murmura en sueños, suena como una mezcla de sollozos y blasfemias. Ella abre con cuidado la puerta trasera y va a orinar detrás de un abeto. Tiembla y tirita de frío. Cuando vuelve al coche y se mete en el asiento de atrás, él se despierta de repente. Se queda mirándola como si no supiera quién es. Luego consulta su reloj. Son las ocho y media.
—Tenemos que buscar comida —dice—. ¿Traes algo de dinero?
Ella sacude la cabeza. Él hunde las manos en los bolsillos y encuentra el billete de cincuenta coronas que le ha dado Anders.
En Moholm para el coche frente a una tienda que acaba de abrir. Le da el billete a ella.
—Entra tú —dice—. Compra pan y algo de beber. Págalo. Pero lo demás te lo metes en el bolsillo. Necesitamos el dinero para gasolina. Y no olvides los cigarrillos.
¿Qué es lo demás? ¿A qué se refiere? Entiende que tiene que robar, pero no qué. Pero él le grita que se dé prisa, que no quiere estar ahí más tiempo del necesario.
El tendero es amable. Entra en su tienda y canturrea mientras desembala el paquete de la mantequilla. Le pregunta qué necesita… Una barra de pan, un litro de leche… ¿No tiene un envase vacío? ¿Algo más? No. Ella le da el billete de cincuenta coronas y no tiene la menor idea de cómo comportarse. Pero recibe una ayuda inesperada, el tendero aún no ha tenido tiempo de poner el cambio en la caja y desaparece por una puerta trasera. Con el corazón latiéndole con fuerza, se mete un paquete de salchichas en el bolsillo y estirándose por encima de una vitrina de vidrio alcanza rápidamente dos paquetes de John Silver. Un paquete de Florida cae sobre un montón de bolsas de caramelos, pero no se atreve a colocarlo de nuevo, sino que pone una bolsa encima, y unos segundos después vuelve el tendero.
«Seguro que lo ve», piensa. «Me muero… No voy a conseguirlo.» Pero el comerciante sólo sonríe y le devuelve cuatro billetes de diez, uno de cinco y algunas monedas.
—Ha llegado el otoño —dice.
—Sí —masculla Eivor mientras sale. La campana de la puerta tintinea cuando la puerta se cierra.
Él está satisfecho, sonríe burlón cuando ella saca los cigarrillos y las salchichas y le devuelve el dinero.
—Ya lo ves —dice él—. No es difícil.
¿Que no es difícil? Todavía siente las palpitaciones, es la peor situación por la que ha pasado. Tiene ganas de decírselo, pero no se atreve. De repente se da cuenta de que Lasse Nyman le da miedo, y en ese momento también se arrepiente de haberlo acompañado. Pero ¿cómo va a volver a casa?
En las afueras de Moholm se quedan dentro del coche para poder comer y beberse la leche. Ella sólo prueba un trozo de pan y apenas bebe leche, pero Lasse Nyman tiene hambre. Rasga el envoltorio de las salchichas y se llena la boca, como si no hubiera comido en muchos, muchos días.
Y cuando han terminado con la comida y han tirado la botella de leche a la cuneta, Lasse se enciende un cigarrillo y llega el momento de la verdad.
—Necesitamos dinero —dice él fumando y resoplando al expulsar el humo por la nariz congestionada—. Dinero. Sin eso no podemos hacer nada. Sin dinero no se puede ni pensar. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—No, no lo entiendes. Pero estás aprendiendo.
Él tamborilea nervioso sobre el volante, pensando en las cuarenta coronas que lleva en el bolsillo.
—Tú podrías seducir a alguien —dice al final, mirándola.
—¿Que podría qué?
—Buscamos alguna granja donde viva un viejo solo. Y luego entras tú y le dices que puede verte las tetas. Y meterte mano. Y luego entro yo y si no suelta su dinero le amenazamos con ir a la policía. Entonces puedes empezar a gritar que ha intentado violarte o algo por el estilo. Vas a ver cómo saca lo que tenga. ¿Entiendes?
Sí, claro que entiende. Se ruboriza, pero por dentro está completamente fría. ¿Qué quiere de ella en realidad?
—No voy a hacerlo —dice con voz temblorosa—. Quiero irme a casa.
Y luego se echa a llorar.
Él le pega, no con mucha fuerza, pero el golpe llega deprisa, una ardiente bofetada que procede de ninguna parte. Una bofetada, y otra más. Y luego está encima de ella, encaramado en el asiento delantero, la besa, apretándole los labios con fuerza a la vez que la acaricia y le saca los pechos y la empuja entre las piernas. Ella se defiende todo lo que puede, pero él es fuerte, el miedo le hace fuerte. Sin embargo, de pronto se abre la puerta y están a punto de caer del coche. Rápidamente, él se agarra al volante y tira de ella hacia dentro.
—¡Entra! —grita—. Por todos los diablos, puede venir alguien.
Y como no se da la suficiente prisa, se agacha sobre ella y la mete en el coche tirándole del pelo. Le duele tanto que se pone a gritar y a llorar y entonces él también empieza a gritar.
—Si no callas de una vez, te mato a golpes —aúlla—. Acaba ya…
—¡No me pegues más! Lo haré, lo haré…
Él pone el coche en marcha y conduce a toda velocidad.
—¡Cállate! —grita—. Cállate.
Ella deja de llorar, sin atreverse a hacer otra cosa, y se hunde en su rincón.
«Mamá», piensa. «Ayúdame…»
Lasse Nyman está desesperado. El largo viaje, el continuo desasosiego que le ha roído por dentro tanto tiempo, como ratas insaciables, ha hecho trizas sus nervios. Su corazón y su cabeza son como un sangriento ovillo de hilachas, una soledad recalentada que de repente amenaza con inflamarse como una botella de gas. La larga huida ha empezado a aturdirle. Cada vez más a menudo tiene la tentación de irse con uno de los coches robados a un camino de montaña para acabar con todo. Pero todavía hay algo que lo frena, algo que no sabe qué es.
Cuando oye que alguien llora se pone completamente histérico. No puede, es como si le quemaran con el ascua de un cigarrillo.
Sigue conduciendo. En una pequeña y apartada estación Gulf llena el depósito de gasolina, y luego vuelve a adentrarse por pequeños senderos.
Están en algún sitio en las afueras de Mariestad.
—Se hará lo que yo diga —dice—. Es mejor que te acostumbres.
Ella no contesta, no se atreve a contradecirle. Tiene una sola idea en la cabeza, ¿cómo va a librarse de él? ¿Cómo va a volver a casa, a alejarse de ese sueño que la ha engañado, causándole el mayor dolor que ha sentido en su vida?
Hay una granja en las afueras de Mariestad, ubicada en un sitio solitario, no lejos de Ullervad.
No sabe cuántas veces ha pasado Lasse Nyman por delante con el coche, despacio, y ha observado la vivienda con curiosidad. Es la tarde del 15 de septiembre de 1956. Han transcurrido muchas horas desde que intercambiaron las últimas palabras, los pequeños caminos forman un laberinto infinito en su interior. Aquí no puede huir, él la alcanzaría…
De pronto se abre la puerta de la casa solitaria, un hombre mayor sale y se dirige con paso cansino hacia el montón de leña. Lasse Nyman y Eivor siguen sus movimientos con la mirada.
—Si tuviera mujer, habría salido ella a buscar la leña —dice Lasse Nyman en voz baja. Sabe que no tiene por qué ser cierto, pero ahora ya no puede esperar más, debe entrar en acción. Se dirige a Eivor—. Haz exactamente lo que te he dicho. No obstante, si hubiera alguna vieja allí, pregunta sólo cómo ir a Mariestad y luego vuelve a salir. ¿Has entendido?
Ella asiente. Sí, claro que ha entendido. Sin embargo, él no puede ver lo que ella piensa: «¿Podrá conseguir ayuda para escapar dentro de la oscura cabaña, ahora que ha decidido huir?»
Empieza a oscurecer. Lasse Nyman entra en el patio con el Ford y da la vuelta. Nunca aparca los coches que roba de tal modo que luego se vea obligado a dar marcha atrás y dar la vuelta para salir si hubiera que marcharse corriendo. Ha aprendido. Aunque aún no ha logrado alcanzar la fase culmen del fugitivo, o sea, la facultad de dormir con un solo ojo cerrado, sabe otras cosas: como que nunca hay que sentarse de espaldas a una puerta, y que no hay que poner la cara ni el morro del coche mirando en dirección equivocada.
Él asiente. Ahora ya puede salir.
¿Qué va a decir ella? ¿Qué va a hacer una vez que esté dentro de la casa? ¿Va a ponerse el dedo en los labios y decirle al viejo que guarde silencio?
¿No es lo que hacen en las películas que ha visto? ¿Un dedo con una uña bien pintada contra unos labios igualmente bien pintados?
Ella no tiene esmalte de uñas y la boca hambrienta de Lasse Nyman le ha quitado la pintura de labios. Pero tiene un dedo…
Golpea la puerta y oye que alguien murmura algo impreciso desde dentro. Oye por detrás el zumbido del motor, el pie nervioso de Lasse Nyman sobre el acelerador.
En la cocina hay dos hombres sentados junto a la mesa del comedor. El hule es marrón y huele a mermelada y a remolacha. Son viejos, de pelo blanco, arrugados. Reconoce el olor a hombre viejo.
¿De dónde?
Sí, ya se acuerda. Huele como la cocina de Anders.
Y aquí va a tener que quitarse el suéter y la blusa, desabrocharse el sujetador y bajarse el pantalón.
Debe de estar loco.
—Socorro —dice ella—. Ayúdenme…
Eivor no sabe mucho del mundo. ¿Cómo van a entender lo que dice esos dos hermanos de setenta años, sordos y aislados? ¿Y qué van a hacer?
—¿Qué? —dice uno de ellos levantándose. Uno de los calcetines que lleva puestos está roto y por el agujero asoma el dedo gordo entumecido.
Ella mira a su alrededor en la oscura cocina. ¿No hay un teléfono? ¿Pero a quién va a llamar en caso de haberlo?
El que se ha levantado está ahora muy cerca de ella y la mira entornando los ojos. Ella desearía que fuera Anders. Pero no lo es. La única semejanza con él es el amargo olor a hombre viejo y los ojos entornados.
—¿Ha ocurrido algo? —pregunta el que está delante de ella. El otro permanece sentado a la mesa con el tenedor levantado.
Santo cielo, ¿cómo va a poder explicar a estos dos viejos lo que está pasando? Si al menos hubiera una mujer aquí, si Elna pudiera atravesar las paredes…
Él llegará pronto, en cualquier momento, y entonces tiene que estar desnuda… Debe de haber una puerta trasera, lo que sea, sólo desea no estar aún ahí cuando él entre en la cocina.
—La puerta trasera —dice ella y comienza a llorar.
¿No oyen lo que dice? Puerta trasera, PUERTA TRASERA…
Ahora también se levanta el que se había quedado sentado junto a la mesa, y en ese instante entra precipitadamente en la cocina Lasse Nyman.
Lleva un revólver negro en la mano.
—¿Qué diablos estás haciendo? —ruge.
Los dos hombres se quedan completamente paralizados, como dos estatuas que no entienden. Lasse Nyman va directo hacia el que está en la esquina de la mesa pellizcando el hule de color marrón y le empuja en el pecho con el revólver.
—¡Saca el dinero! —grita—. Deprisa, deprisa…
El hombre cae de espaldas por el impulso del revólver, se agarra al mantel y caen al suelo platos, fuentes y jarras. Entonces el otro hombre viejo, el hermano, emite un gruñido y se vuelve hacia Lasse Nyman levantando las manos, como escudo y como arma.
Lasse imagina el movimiento a sus espaldas y dispara a la vez que se da la vuelta, una vez, dos veces. El estruendo es espantoso, el anciano cae hacia atrás y se desploma en el suelo sangrando a chorros por la mejilla y el cuello.
Se intenta tapar la herida de la garganta con una mano, pero todo es en vano, la sangre empuja al salir del viejo cuerpo, la mano cae sobre el linóleo marrón, unos cortos jadeos y luego la gran quietud.
Pero entonces el otro, el que Lasse Nyman ha empujado al suelo, empieza a mecerse con la parte superior del cuerpo y a emitir gemidos y gritos de hombre viejo. Tapándose la cara, se lamenta de la muerte de su hermano. Ni una sola vez levanta la vista hacia Lasse Nyman o Eivor, para él solamente existe el muerto que yace en el suelo. No sale de su boca ni una sola acusación, y tampoco da muestras de miedo o asombro, sólo ese quejumbroso sonido gutural, como uno de esos pájaros abandonados en el bosque de los que hablan las sagas.
Eivor ve la muerte, oye el ruido sordo, el canto fúnebre que le sigue. Mucho después carga también con la sensación de que ha oído cómo la sangre y la vida se escapaban de la garganta del anciano. Pero eso sucede mucho más tarde. Con una mezcla de miedo e impotencia hace lo único que puede, sale corriendo de la cocina, abre de un tirón la puerta de la calle y empieza a correr para alejarse de la casa. En su cabeza ve caer al anciano, como un movimiento ininterrumpido que se repite una y otra vez. Nunca piensa que sólo se trata de una pesadilla de la que antes o después va a despertar. Lo que ha ocurrido es real, tan real como que ella va corriendo por el camino mojado y lleno de barro. Es real pero incomprensible, no va a entender nunca de qué se está alejando en realidad.
No ha llegado muy lejos cuando él la alcanza con el coche, y cuando frena en seco en el barro suelto, el coche patina y un golpe del guardabarros la hace caer al suelo.
—¡Entra! —grita él por atrás y ella se levanta y se mete en el asiento delantero, porque no se atreve a hacer otra cosa. Entre ambos está el revólver. Mientras el coche va dando tumbos, ella tiene tiempo de pensar que eso era lo que él escondía bajo el asiento del conductor, era un revólver lo que llevaba dentro de la chaqueta de cuero.
Él conduce como un poseso y eso es lo que es. Sabe lo que ha hecho, pero no por qué. Bueno, en realidad sí que lo sabe. Siempre hay que cubrirse las espaldas. ¿Cómo podía saber él que había dos hombres en la cocina? Y el que se levantó de la silla había alzado las manos para atacar. Todo lo que viene de atrás tiene que enfrentarse con la mayor rapidez y dureza posible, él lo sabe, eso es elemental en el arte de sobrevivir. El otro o yo, siempre el otro o yo…
Salen a la carretera principal, él se ve obligado a reducir la velocidad y conducir despacio, a pesar de que está destrozado y su conciencia sólo le pide velocidad, escapar lo más rápido y lo más lejos que pueda, volverse invisible.
—Estas cosas pasan —le grita a Eivor desesperado—. Supongo que comprenderás que estas cosas pasan. Él ha tenido la culpa. No tendría que haber intentado acercarse a mí a hurtadillas. ¿Entiendes?
Eivor no contesta, el miedo la ha enmudecido. Intenta concentrarse en la carretera, los coches que vienen de frente, el bosque, las casas. Pensar en algo totalmente distinto, imaginarse que está tumbada en su alcoba con la lámpara apagada, fantaseando algo agradable sobre su futuro hasta quedarse dormida sin darse cuenta. Pero no es posible, no puede evitar verlo ahí sentado, con su cara pálida. Mira sus manos, las manos de él agarrando el volante, los nudillos sucios y llenos de rasguños… Sí, él es real, es real…
De repente frena en seco y gira hacia el arcén. Saca un cigarrillo con las manos temblorosas y lo enciende.
—Mierda —dice—. Tenemos que volver.
¿Volver? ¿Allí? No, nunca. En tal caso prefiere que la mate de un tiro aquí en la cuneta. No va a volver.
Está a punto de echarse a llorar, pero se muerde los labios, no se atreve, tal vez empiece a pegarle otra vez. Mantenerse en silencio es su única posibilidad.
—El otro —dice él—. Nos ha visto.
Naturalmente, ella entiende a qué se refiere. El hombre que estaba sentado en el suelo gimiendo es un testigo. Y sabe que a los testigos hay que hacerlos callar, lo ha leído muchas veces en las novelas policiacas de las revistas, lo ha oído en la radio en los seriales de los viernes, y alguna vez también lo ha visto en el cine.
Para Lasse Nyman lo sucedido tiene otra causa, una defensa propia desesperada. Además está cada vez más encolerizado y siente odio hacia el hombre que gemía sentado en el suelo. Si hay alguien que tenga motivos para gritar en este mundo es él, Lasse Nyman. Pero no puede, porque entonces se derrumba. Y eso no va a hacerlo nunca. Los pobres imbéciles que se crucen en su camino, que se atengan a las consecuencias, así de sencillo.
Da la vuelta al coche.
—¡No! —grita Eivor.
Él gira la cabeza y le lanza una mirada rápida.
Luego sonríe con sorna.
Entonces ella se calla.
Pero cuando vuelven, no hay nadie en la casa. Lasse Nyman, que ha entrado precipitadamente en la cocina, la encuentra vacía. Llega demasiado tarde. Pero ¿adónde ha ido el viejo? ¿Se ha escondido? Abre la puerta de la habitación, abre de una patada la puerta de un armario, mira en una despensa que huele a mermelada, pero la casa está vacía. Igual que el establo, donde unas pocas vacas giran la cabeza con pereza cuando él entra corriendo y empuñando el revólver. Busca al anciano fuera, en el patio, trata de entender adónde ha ido. Pero es inútil, siente la amenaza procedente del bosque, el prado está vacío.
¿Se da cuenta de que ha llegado demasiado tarde? No, la idea sólo se desliza fugazmente por su cabeza, como una rata asustada, pero luego está listo de nuevo. Nada va a detenerlo.
Vuelve a entrar en la casa, rompe los cajones de una cómoda y, por primera vez en mucho tiempo, tiene lo que se llama suerte. Debajo de unos calcetines encuentra una pequeña caja de hojalata que contiene doscientas coronas en billetes. Se mete el dinero en el bolsillo, tira la caja al suelo y, antes de abandonar la casa, se lleva un pedazo de queso y media barra de pan que hay sobre la mesa de la cocina.
Siempre le entra hambre cuando tiene miedo. Entonces, si es posible, puede comer como un poseso, lo que sea, durante horas.
Cuando acaba de salir de la casa, oye el motor de un coche que avanza con torpeza en algún lugar distante. Escucha y deduce que es un coche que se acerca. Pero sin sirenas, despacio.
Eivor está sentada en el coche escuchando. No ha habido disparos y, cuando oye los pasos de él acercándose de nuevo, comienza a tener esperanzas de que haya cambiado de idea y no vuelva a disparar.
Obtiene respuesta cuando Lasse se sienta al volante, con la boca llena de queso.
—Se ha largado —masculla—. Y hay un coche en el camino.
El camino termina en el patio, la única posibilidad que tienen de escapar es retrocediendo. Y en una curva se cruzan con otro coche conducido por un hombre que va solo. En el momento en que pasan uno junto al otro, Lasse Nyman se agacha sobre el volante y Eivor, sin saber por qué, hace lo mismo.
La huida. En Lyrestad, Lasse Nyman carga el coche de gasolina y luego vuelve a ponerlo en marcha. Ahora sólo hay un sitio en la tierra al que pueda ir y, naturalmente, es Estocolmo.
Pero no se lo dice a Eivor. La deja estar, la deja que se esconda en su rincón del coche.
Se alegra de que le acompañe. Por lo general, lo peor de vivir una vida como la de él es estar solo.
Cae la tarde, han dejado Örebro y Arboga, y Eivor de pronto reconoce los sitios de su viaje en verano. La policía ha puesto la barrera de control a la salida de Köping. Aunque está colocada después de una curva cerrada para que no se vea, Lasse Nyman está preparado. Se lo esperaba y le extrañaba que no la hubieran puesto antes. Pero cuando de repente ve los coches negros de la policía aparcados a ambos lados de la carretera, y que la calzada está cortada, se queda pasmado durante unos segundos. Pero sólo los suficientes para que le dé tiempo a gritarle a Eivor que se sujete, apretar el acelerador hasta el fondo y atravesar la barrera lanzando las vallas y las señales en distintas direcciones.
«La barrera de clavos», piensa él. «Si han puesto barrera de clavos es el fin. Entonces tendré que disparar para salir.»
Durante unos segundos se queda paralizado por la angustia, esperando a que revienten los neumáticos y se vea obligado a detener el coche. Pero no ocurre nada y en el espejo retrovisor ya ha desaparecido la barrera.
—Nos encontraremos con más —dice excitado—. Pero nos las arreglaremos. ¿Te has dado un golpe?
No, no se ha golpeado. No le ha pasado nada. Sólo cerró los ojos, oyó los golpes y luego volvió a abrirlos. Cuando el coche está en movimiento parece que se siente más tranquila. Entonces no piensa, la cabeza está completamente vacía.
Lasse Nyman recurre de nuevo a los caminos del bosque. Él sabe bien cómo engañar a esos cabrones. Ellos pueden poner sus barreras, enviar sus alertas nacionales, él sabe lo que tiene que hacer. Como es natural, ellos creen que va camino de Estocolmo y llevan razón. Pero si se imaginan que va a caer en sus fauces están equivocados. Él sabe cómo comportarse. Su tocayo Lasse Bråttom dedicó muchas horas a enseñarle cómo librarse cuando estaban internados en Mariefred. Las barreras sólo se ponen en las carreteras principales y en Suecia cualquier núcleo urbano que merezca ese nombre tiene un montón de vías menores que llevan al mismo sitio. Lasse Nyman ha aprendido y ahora va a utilizar esos conocimientos. El primer punto en su orden del día es, obviamente, buscar un coche nuevo. El que llevan ahora ya no sirve pues la policía sabe el color y la matrícula.
Frena al llegar a Lindesberg y le ordena a Eivor que abandone el coche. Se mete el revólver en el cinturón. Ahora ya no se molesta en esconderse y pegarse a las paredes de las casas, ahora hay que moverse en las calles con la mayor naturalidad posible. No importa que la gente aún no se haya ido a dormir porque no es hora todavía. El primer coche que valga la pena y luego de nuevo en camino.
—¿Entiendes? —Él le cuenta sus planes rápidamente.
Ella sólo piensa en salir corriendo, dando alaridos, pero es como si la presencia del revólver se lo impidiera. Pero ¿sería capaz de dispararle en medio de la calle, en este sitio, como quiera que se llame? ¿Y por qué no iba a hacerlo? ¿No lo ha hecho ya, sin dudar, contra un hombre viejo que no podía causarle daño alguno? Ella le sigue con silenciosa sumisión.
En la Casa del Pueblo hay algún tipo de reunión. Se ve luz en las ventanas que dan a la calle y al otro lado de los cristales se vislumbran cabezas de hombres. Pero, sobre todo, hay varios coches aparcados frente al edificio y además algunos en la parte de atrás, a la sombra del edificio. Lasse Nyman se dirige con paso decidido hacia los coches que están aparcados en la oscuridad. Intenta abrir las puertas y la tercera manilla que toca cede, la puerta del coche está abierta. No importa que sea un Saab, ahora tiene que llevarse lo que encuentre. Cuando pasa un autobús por la calle pone el coche en marcha con un par de llaves de reserva que el propietario ha tenido la amabilidad de dejar en la guantera. Eivor se desliza adentro y se sienta al lado de él, Lasse Nyman hace un gesto cuando ve en el marcador de gasolina que queda menos de medio depósito, pero mete una marcha mientras maldice a alguien e inician de nuevo la huida. Hacia la noche, hacia la creciente oscuridad. Un largo rodeo, él piensa acercarse a la capital desde el norte. Por Lindesberg, Gisslarbo, Surahammar, pequeñas carreteras al norte de Uppsala, salir hacia Roslagen y bajar luego hacia Estocolmo. Así que pueden quedarse ahí esperando con sus asquerosas barreras. Porque ni se les pasa por la cabeza que un automovilista de camino a Mariestad llegue a Estocolmo desde el lado de Åkesberga. Para eso no tienen ni la inteligencia ni las barreras suficientes.
Es medianoche, están en alguna parte en Fjärdhundra. Él se mete con el coche en un camino forestal y apaga las luces. Ya no aguanta más, ahora tiene que descansar. Ha empezado a ver la carretera borrosa, ha derrapado con demasiada frecuencia y se ha pasado al otro carril. Pero aquí nadie va a encontrarlos. Además no tienen prisa por llegar a Estocolmo. Cuanto más tiempo tarden más probable es que retiren las barreras.
Están sentados en la oscuridad. Lasse Nyman fuma, Eivor permanece en silencio.
—Ahora hay orden de búsqueda y captura sobre ti —dice—. ¿Cómo te sientes? Bienvenida al club.
Le habría pegado si hubiera podido y tenido valor. No quiere ser una prófuga, no le gusta nada de lo que ha ocurrido.
Ella sólo quería ir con él al gran mundo para ver por fin cómo era. Pero él la ha engañado, no puede ser así. Esto es peor que lo que el sacerdote le había contado durante el cursillo preparatorio para la confirmación, cuando hablaba de los distintos caminos del pecado y de sus distintas apariencias.
Esto es una equivocación total. Carece por completo de sentido…
—Él no debería haberse abalanzado sobre mí por atrás —dice Lasse Nyman una y otra vez.
Eivor no puede creer lo que oye. ¿Es realmente consciente de lo que dice? ¿Qué tendrá dentro de la cabeza?
¡Ha cometido un asesinato!
De pronto siente que una de las manos de él avanza con torpeza por sus piernas. Se sobresalta, se pone totalmente rígida. Es como una serpiente fría que va reptando por el muslo, el vientre, entre los pechos, subiendo a su garganta. ¿Piensa estrangularla?
Él le aprieta la garganta con las yemas de los dedos.
—Aquí —dice—. Aquí.
—No —susurra ella—. No.
—No voy a hacerte nada —balbucea él en la oscuridad—. ¿De qué diablos tienes miedo? ¿No estamos juntos?
¿Juntos? ¿Ellos? ¿Qué quiere decir ahora? ¿Es eso lo que cree él, que están empezando a salir juntos sólo porque se ha ido con él?
Sí, ésa es precisamente la impresión que él tiene. Y ahí, en medio de la noche, siente un deseo irreprimible de que se lo confirme, de escurrirse en un mundo distinto por completo al que está acostumbrado.
Quiere que se vayan al asiento de atrás y ella no se atreve a hacer otra cosa que obedecerle, ahora no se trata de que no tenga voluntad propia. Está sometida por completo al miedo, a su humor cambiante y a sus deseos. Nunca va a olvidar lo que ocurre en el estrecho asiento de atrás del Saab robado, ni tampoco va a perdonárselo. En ese momento siente que la vida la ha decepcionado. No es sólo Lasse Nyman, que en el futuro sólo representará para ella un recurso inútil, sino que también sus sueños, lo que ella esperaba de la vida, se han desenmascarado. Nadie le ha advertido de que eso también es una posibilidad, nadie le ha dicho nada, no lo ha leído en ningún sitio y no lo ha visto en ninguna película. Es como si el mundo se despojara de todas sus cambiantes caras, las hubiera transformado en rígidas máscaras de muecas burlonas, y luego hubiera atravesado su corazón con un dedo frío como el hielo.
Ella se resiste todo lo que se atreve, no tanto como probablemente hubiera podido. Pero el temor por su vida se apodera otra vez de ella. Intenta suplicarle, implorarle, le pide llorando que la deje en paz, pero la rabia lo ha ensordecido. En un grotesco, retorcido y ondulante revoltijo de miembros medio desnudos, bragas rasgadas y con la fría chaqueta de cuero negro rozándole la cara, la penetra e inmediatamente llega al orgasmo, un espasmo que tiene más de dolor que de placer. Para ella es un dolor candente, tanto en la zona genital como en el corazón. Primero le ha visto matar a un anciano indefenso, luego la viola en el asiento de atrás de un coche robado. Así es su encuentro con la vida.
Cuando todo ha pasado, de pronto se da cuenta de que ella no es la única que llora, pues también en el interior de la fría chaqueta de cuero se oyen sollozos. Pero Lasse Nyman llora contra su voluntad, lucha contra las lágrimas como contra todos los que quieren atacarle. Nota que él le está arañando la espalda y, cuando ella no puede contenerse más y grita de dolor, cesa también el quejumbroso y abatido llanto de él. Entonces se suelta de un tirón, se arrastra hasta el asiento delantero y enciende un cigarrillo. Ella tira de su ropa para taparse en cuanto él la deja, y se esfuerza por evitar que la oiga o la vea llorar.
El coche se llena de humo. Ella oye el roer y el rechinar de los dientes gastados de él. No sabe cuánto tiempo transcurre, pero de repente siente que ya no le tiene miedo. Es como si él ya no pudiera causarle ningún daño. No puede ocurrirle nada peor que eso, ni aunque él dirigiera su revólver hacia la cabeza de ella y disparara.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunta ella por fin rompiendo el silencio, sin que le tiemble la voz.
Él no tarda mucho en responder. Evasivo, mascullando.
—¿Qué? —dice.
—¿Por qué lo mataste? ¿Por qué no me has dejado en paz?
—No lo maté —farfulla él—. Le disparé.
Ignora la otra parte de la pregunta. ¿Qué demonios va a contestar a una pregunta que no tiene ninguna respuesta? Bueno, tiene una, la única. Pone el coche en marcha de nuevo y prosigue la desesperada huida. Ella permanece en el asiento de atrás, sólo desea dormir, y el movimiento de la parte trasera del vehículo la mece y la tranquiliza poco a poco.
Cuando se despierta, el coche está parado y reina un silencio absoluto.
Lasse Nyman está sentado en el asiento delantero con el revólver en la mano. Se ha metido el cañón en la boca. Está inmóvil con los ojos cerrados, mordiendo el cañón del revólver con los dientes.
Ella no sabe cuánto tiempo pasa hasta que él retira el revólver y lo deja a su lado en el asiento.
Lo que sí sabe es que ha estado todo el tiempo pensando que él no va a ser capaz de apretar el gatillo y quitarse la vida.
Él vuelve a poner en marcha el coche sin mirar a su alrededor. Al cabo de un rato, ella se sienta en el asiento trasero y finge que acaba de despertarse. Él la ve por el espejo retrovisor con ojos inexpresivos. Ha amanecido. El camino tiene un color grisáceo por la escarcha de la mañana.
Al nordeste de Uppsala en dirección hacia Östhammar se encuentran de repente con otra barrera de control. También aquí él se lanza sin dudarlo contra las señales de aviso, pero sólo cien metros más adelante hay dos alfombras de clavos en medio de la carretera. Una de ellas falla, pero la rueda delantera izquierda estalla cuando los clavos perforan el neumático. Desesperado, intenta mantener la velocidad a la vez que mueve y tira del volante para obligar al coche a que se mantenga en la carretera. Pero después de unos cien metros ya no es posible. Prepara el revólver y abre la puerta del coche para salir corriendo al bosque. Finalmente le ha llegado la hora a Lasse Nyman. Por distintos lados aparecen coches de policía con las sirenas sonando, dando frenazos, y antes de que ni siquiera haya tenido tiempo de levantar la pistola, Lasse está en el suelo derribado por varios agentes. Un perro policía aúlla muy cerca de él. A primera hora de la mañana todo ha pasado, y lo último que ve Eivor de él es que se tapa la cabeza con su chaqueta de cuero y que se lo llevan a rastras a uno de los coches patrulla. Él está mudo, no se resiste. Vuelve su rostro pálido hacia el otro lado y lo aprieta contra el pecho.
Y así se aleja.
En otro coche patrulla se llevan a Eivor. Va sentada en el asiento de atrás con un policía a cada lado. A ninguno de los dos le importa que llore.
La interrogan en una ciudad que tiene un palacio rojo sobre una colina, ella contesta lo mejor que puede a lo que le preguntan. Le sirven comida y café y sólo a veces se pone a llorar.
—Quiero irme a casa —solloza—. A mi casa de Hallsberg.
—Enseguida —le contestan—. Enseguida.
Y esa misma tarde la acompañan hasta un coche de policía que está esperando y que va a devolverla a casa. Lasse Nyman ha asegurado durante el interrogatorio que ella no tiene nada que ver con los hechos. Él es el único responsable. Para los policías no hay motivo alguno para dudar de lo que ambos han dicho. Los datos coinciden, el indignado hermano del hombre muerto tampoco ha dado otra descripción de lo ocurrido. Sólo hay una pregunta a la que ella no ha contestado con sinceridad. Es cuando el agente que la interroga le pregunta por qué entró ella sola en casa de los dos hermanos. Ella no dice lo que le había ordenado Lasse Nyman que hiciera, sólo se encoge de hombros.
—¿Para que la llegada de él causara más sorpresa? —sugiere el policía y ella asiente.
—Sí, por eso.
Él sigue tomando notas en el papel con rayas amarillas que tiene delante en la mesa de madera, y formula su siguiente pregunta. Ella responde facilitando todos los detalles que puede, pero cuando le pide que describa el momento de la muerte, ella empieza a llorar.
Sin embargo, al final ha dicho todo lo que tenía que decir. Es como si hubiera hablado de otra persona. No comprende que se trata de ella. ¿Lo hará alguna vez?
En el coche de policía se duerme, y cuando han pasado Örebro la despiertan, ya que pronto van a llegar. Además del hombre que está sentado al volante les acompaña un policía. Le pregunta si quiere que le deje un peine, si quiere arreglarse, pero ella sacude la cabeza.
—Te acompaño arriba —dice él—. No tienes que preocuparte. Ya ha pasado todo.
—¿Lo saben ellos? —dice ella.
—Denunciaron tu desaparición ayer —contesta él—. Antes no sabíamos lo que había ocurrido fuera de Mariestad. Bueno, saben que llegas a casa esta tarde. ¿Tienes miedo?
—No.
—Ya ha pasado todo.
Erik no está en casa. Elna le ha pedido que no esté presente y él se ha ido con el coche a conducir por las carreteras. Ella espera junto a la ventana y ve llegar el coche de policía.
Cuando Eivor aparece por la puerta, pálida y cansada, se echa a llorar y Elna la atrae hacia sí, y el policía que la ha acompañado las empuja discretamente hacia dentro para poder cerrar la puerta. Ha visto que las puertas de los vecinos de la escalera están entreabiertas.
Cuando Elna ha dejado de llorar y el alivio de que Eivor haya vuelto sana y salva ha convertido las lágrimas en alegría, le pregunta al policía si quiere una taza de café. Él dice que no, tiene que volver a Uppsala, es un viaje largo.
—Cuida a la muchacha —dice en tono amistoso.
Elna malinterpreta sus palabras.
—No he hecho otra cosa en mi vida —contesta—. He dedicado mi vida a cuidar de ella.
—Está bien —responde él—. Entonces no ha pasado nada. Hasta la vista.
Cuando se va y oyen desaparecer el coche calle abajo, Elna se sienta al lado de Eivor en el sofá y la abraza.
—¿Quieres algo? —pregunta. Eivor sacude la cabeza. No, no quiere nada, sólo desea dormir.
—¿Dónde está Erik? —dice extrañada.
—Llegará enseguida. ¿Estás segura?
—¿Cómo? No, no quiero nada. Y no me preguntes nada tampoco. Ahora no. Luego. Mañana.
—No diré nada.
En ese momento suena el timbre de la puerta. Ambas se sobresaltan. Eivor se pregunta por un momento si el policía habrá cambiado de idea, si estarán aquí para llevársela de nuevo.
Pero sólo es el viejo Anders, que está en la puerta con los ojos inyectados de sangre.
—No he podido evitarlo —dice—. Sólo quería saber si todo está en orden…
Se tambalea, ha bebido como un poseso desde que Eivor desapareció. Cuando supo por medio del aterrado Erik lo que había ocurrido y, dando tropezones, emprendió el camino hacia el quiosco para comprar periódicos, se apoderó de él una fuerte sensación de culpa. ¿No fue él quien metió una vez a ese loco en su casa? ¿No le dio cama, dinero, zapatos y Dios sabe qué más, en vez de enviarlo a la cárcel lo antes posible? No puede negarlo, y lo peor es que se imaginaba todo el tiempo que iba a ocurrir algo terrible. Se ha sentado junto a la mesa de su cocina, le ha dado una patada al gato, enfadado porque ni siquiera en sus últimos días puede aprender a juzgar una situación de un modo correcto. ¿Por qué tiene que ser tan condenadamente bueno? El mundo no retribuye la bondad, sólo paga con maldad…
Pero nada resulta fácil. Cuando oye en las noticias de la radio que Lasse Nyman ha sido detenido después de haberse saltado un control de carretera al norte de Uppsala, no puede sentir alivio alguno. Es como si todos sus agitados sentimientos se transformaran súbitamente, como si hubiera cambiado de religión o hubiera pintado su casa de negro. Entonces le embarga una pesada y corrosiva tristeza, y se lamenta de la vida perdida de Lasse Nyman. ¿Qué posibilidades ha tenido ese miserable en realidad? Ninguna, desde que nació su cabeza ha estado siempre bajo el hacha, y en los tiempos que corren en que todos creen que la vida va a mejor, para él tiene que ser como una burla continua. No, su dolor no se alivia.
Cuando está sentado en la oscura cocina y ve llegar a Eivor en el coche de policía, Anders no puede evitar ir a preguntar cómo se encuentra. Tal vez no sea la pregunta en sí lo que le interese, ni siquiera la respuesta. Lo que quiere ver es la cara de ella, es ahí donde él puede comprobar cómo le han afectado esos días que deben de haber sido una pesadilla demasiado prolongada. Se da cuenta de que ella está seriamente dañada, pero ¿de qué forma? Eso es lo que intenta comprender cuando está de pie en la entrada sobre sus doloridas piernas, tratando de aclarar sus enrojecidos ojos para poder distinguir la cara de Eivor, que está sentada en el sofá floreado.
—Está bien —dice Elna—. Está bien.
Él asiente con la cabeza. Asiente aunque en realidad quiere acercarse, pero se da cuenta de que Elna desea estar a solas con ella. Lo comprende, como es natural, y se marcha. Puede que ella no esté tan mal a pesar de todo.
«Lo averiguaré de algún modo antes de morir», piensa mientras baja con cuidado la escalera y se dirige a su solitaria casa. La noche es clara, las estrellas palpitan con su luz destellante. Se pone a mirarlas, pero al cabo de un instante se siente mareado y está a punto de caerse cuando llega titubeando a los últimos escalones de su casa. Se siente tan tremendamente cansado. Ya no puede más. Es la desolación, y ahora este desánimo y el dolor que siente como cargas añadidas.
—Por ti, pobre diablo —dice en voz alta para sí mismo brindando por la sombra invisible de Lasse Nyman—. Por ti, pobre desgraciado…
Cuando Erik llega a casa, Eivor se ha dormido. Elna le dice en voz baja en la cocina que hay que dejar a la muchacha en paz. Erik asiente en silencio. Claro que lo entiende.
—¿Cómo está?
—No lo sé. Cansada. Y excitada.
—¿Ha dicho algo?
—¿De qué?
—Bueno…
—Te digo que la dejemos en paz ahora.
—Sí, claro.
—¿Dónde has estado?
—En ningún sitio. Me he limitado a dar vueltas por ahí. Por ningún sitio en particular.
Por la noche, cuando Erik se ha dormido, Elna se levanta de la cama de matrimonio y va a la oscura habitación y se sienta con cuidado en el borde de la cama de Eivor. Ella se ha tapado la cabeza con la colcha, sólo se ve el pelo oscuro sobre la almohada. Pero respira tranquila.
Aun así, Elna se sienta allí hasta que empieza a amanecer.
En ese momento, cuando amanece también en Uppsala, Lasse Nyman toma impulso y golpea su cabeza contra la pared de la celda. Cuando llega corriendo el guardia que ha oído el golpe, se lo encuentra tendido en el suelo sin conocimiento. Pero no tiene el privilegio de morir. Todavía no ha sonado la hora en su reloj. La fisura de su cabeza va a curarse a tiempo para el juicio.
Va a vivir el tiempo suficiente para recibir su castigo. No le está permitido escaparse.
Una mañana, a mediados de noviembre, Anders se despierta en el suelo de la cocina, y con sus ojos amodorrados e inflamados ve que hay nieve sobre los árboles al otro lado de la ventana. Se queda tumbado sin moverse y cae en la cuenta de que el invierno le ha pillado por sorpresa, a pesar de que es lo único que estaba esperando. ¿Pero es tal vez precisamente por eso por lo que le ha pillado tan desprevenido? ¿Porque ha esperado con demasiada constancia? ¿Ha mezclado las cartas tan mal que ha confundido esperar con prepararse? Sí, habrá sido eso. Siente el frío del suelo de linóleo bajo su espalda, los pantalones están tiesos de los orines de la noche (hace más de un mes que abandonó sus pañales de plástico) y las piernas son como dos troncos entumecidos. Al despertar cada mañana sólo tiene ganas de seguir tumbado, inmóvil, resignado. Pero aún no ha llegado su hora, la sed de aguardiente siempre puede más, y se arrastra con dificultad hasta su silla junto a la mesa de la cocina.
El suelo está blanco. Una capa fina de nieve. Aquí y allá asoman las hojas marrones de otoño.
Su último invierno.
El gato llega de la calle y entra tranquilamente por la puerta entreabierta. Se sienta en medio del suelo de la cocina, justo donde Anders estaba tumbado hace un momento, y empieza a lamerse las patas delanteras con minuciosidad.
«Hacerse viejo», piensa Anders sirviéndose con manos temblorosas el primer combinado del día; «hacerse viejo es horrible. Pero es aún peor que sea imposible vivir más tiempo sin hacerse viejo. Salud.»
Es domingo por la mañana. O algún día de fiesta, una cosa o la otra. Lo ve en las cortinas cerradas de la casa de enfrente. Nadie ha ido a su trabajo, nadie excepto el pobre hombre que tiene turno de mañana en el ferrocarril. Reina una inmensa y silenciosa calma.
«¿Me moriré hoy?», piensa con indolencia. Lo hace cada día cuando se despierta, asombrado de estar todavía vivo. El corazón se queja y titubea detrás del esternón. A veces se lo ha imaginado como un trabajador vestido de rojo que sube arrastrando un saco enorme por una escalera interminable. Un hombre vestido de rojo al que lo que más le gustaría es echarse sobre el saco y dormir, dormir…
Pero curiosamente no lo hace, sólo sigue aguantando, obligándose a seguir, paso a paso.
No sabe lo que contiene el saco. Un corazón transporta sangre pero el saco contiene algo sólido. ¿Granito? ¿Chatarra? ¿Trozos de huesos?
Por la puerta de la calle entra aire, pero no se molesta en levantarse para cerrarla. El invierno puede olisquearle los pies. Él se las arreglará para engañarlo con el botín…
Esa mañana le duele la garganta. Traga intentando localizar el dolor. ¿Se habrá resfriado al estar en contacto con el frío suelo? (Por cierto, ¿cómo ha ido a parar allí? ¿Se tumbó él o sencillamente se desplomó? No lo recuerda.) Traga oprimiéndose con los dedos las amígdalas y la laringe. No, no hay infección de garganta, sin duda sólo se trata de una molestia de garganta común…
No deja de extrañarse de que se interese tanto, casi se preocupe por que le duela la garganta o tenga un pequeño hematoma. ¡Él, que está aquí matándose a beber! «Pero debe de ser eso», piensa, «que la muerte es demasiado grande para que podamos entenderla. Un hematoma o un dolor de garganta son otra cosa, suficientemente pequeña para ser inteligible.»
Está exhausto. Las horas pasan, bebe y dormita al lado de la mesa, vuelve a despertarse, se llena otro vaso, se queda dormido. El gato se encuentra a veces dentro cuando despierta, otras está durmiendo, a veces se lava, otras juega solo, caza una pelusa de polvo o lucha con una mosca muerta que hay en el marco de la ventana.
—Eivor se encargará de ti —le dice al gato—. Seguro que sales adelante.
El gato no contesta, no hace ninguna objeción.
Él se pone a pensar, otra vez, desde el principio. Saca las imágenes del fondo de su memoria, ve y oye que distintas personas y situaciones empiezan a interpretarse a sí mismas con movimientos bruscos, casi de forma involuntaria. Miriam está ante él, lleva su sombrero blanco con la cinta de seda azul. Sonríe y sostiene con una mano el sombrero para que no se lo lleve el viento. ¿Dónde están…? Le parece ver la iglesia de Masthugg… Sí, tiene que ser eso…
Luego vuelve a dormirse con la cabeza colgando sobre el pecho, la boca abierta, roncando, quejándose inquieto.
Cuando se despierta, Eivor está sentada enfrente de él en la silla de varillas, al otro lado de la mesa. Ha puesto ante sí un gorro rojo con borla. Anders lo reconoce del verano, pero entonces lo llevaba Erik.
Pero aparte del gorro, ella está como siempre. Tiene el mismo aspecto que cuando llegó de Uppsala en el coche de policía, una tarde de octubre hace un mes. El rostro se le ha endurecido, las facciones suaves e infantiles se han vuelto más serias. Como ahora, que lo mira con curiosidad.
—Estabas durmiendo —dice.
—Me lo imagino. No hago otra cosa.
—¿Molesto?
Él no contesta porque los dos saben que la pregunta es innecesaria. Aun así, cada vez que llega es como si tuviera que hacerla.
Lo de cada vez puede discutirse. Eivor ya no tiene tiempo tan a menudo. Desde hace dos semanas toma el tren a Örebro por la mañana, y cuando vuelve a casa por la noche está cansada. No sólo porque las jornadas de trabajo en casa de la costurera Jenny Andersson requieren toda su concentración y atención, sino también, y en igual medida, debido al espantoso viaje con Lasse Nyman. Aunque quisiera hacerlo, aún no le permiten olvidar, borrarlo todo, porque al menos dos veces por semana viene alguien de la policía que quiere completar alguna información, y otras veces llega alguna dama entrometida del Tribunal Tutelar de Menores que quiere verla y hablar con Elna y Erik. La pesadilla sólo ha empezado, se da cuenta de que va a pasar mucho tiempo antes de poder deshacerse de ella, si es que alguna vez logra hacerlo.
Ahora sólo puede borrar una parte de la pesadilla. La más difícil, la que le produjo más angustia, un temor que no ha podido confiar a nadie. Hoy está segura. Cuando se despierta por la mañana, hay sangre en la cama. Así que no se quedó embarazada en el asiento trasero del Saab. Y esas manchas rojas de la sábana representan un alivio tan enorme que casi se adormece de felicidad. Siente una felicidad silenciosa, un éxtasis abrasador.
Cuando está sentada en casa de Anders siente deseos de contárselo. Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Por qué a él y no a Elna? Debe sobrellevarlo ella sola, no tiene con quién compartir su alivio, tendrá que ser un secreto involuntario…
No puede quedarse en la cama, tiene que salir afuera, a la nieve blanda, y va a casa de Anders.
—Me advertiste que tuviera cuidado con él —dice ella—. Pero no quise escucharte.
—¿Por qué habrías de hacerlo?
—Porque tenías razón.
—¿La tenía?
Ella lo mira con un indicio de asombro en la cara, y él intenta concentrarse en algo que en el mejor de los casos puede ser una explicación.
—Sólo quería que lo vieras tal como él era. Un muchachito infeliz que en toda su vida nunca había sido otra cosa más que un prófugo. Quería que descubrieras eso antes que nada, para que luego pudieras ver las partes buenas de él.
—Él no tiene partes buenas —le interrumpe ella contundente.
«Cielo santo», piensa él. «Tan joven y ya esa amargura. Dios mío…»
Él lo intenta de nuevo:
—Todas las personas las tienen.
—Hablas como un sacerdote. Él no tiene ninguna.
—Sacerdote o no. Hasta yo tengo mis partes buenas. Aunque no lo creas.
Le hace un guiño y ella se ríe. «Ya tiene la suficiente madurez como para entender la ironía», piensa él.
Realmente ha cambiado.
—Es una mierda enorme de principio a fin —continúa—. ¡Maldito sea! Si supieras. Si te contara…
—¡No lo hagas!
Él no quiere oír lo que ya sabe. Y se da cuenta de que no va a conseguirlo, es demasiado inexperta aún, demasiado joven para entender y apreciar la explicación que puede darle acerca de que también en la ortiga hay belleza necesariamente, que hay un aspecto redentor en el diablo.
—¿Cómo lo llevas? —pregunta en vez de eso. Es la más descolorida de todas las banderas que puede izar, pero no se le ocurre otra cosa que decir.
¿Que cómo lo lleva? ¿Pero qué se cree? De mil demonios, como es natural. Todas las miradas con las que se topa, el cuchicheo en la escalera. La sonrisa forzada de Elna, su amabilidad y consideración, que no parecen naturales. Las miradas evasivas de Erik y su campechana interpretación de hacer como si no hubiera pasado nada. Las viejas del Tribunal Tutelar de Menores y los policías… Sí, ¿qué cree él en realidad? Pero lo peor de todo es, naturalmente, que nunca va a poder superar que lo que ha ocurrido no es un sueño, sino algo real. Ella no tiene la culpa, ella sólo creía que iba a dar una rápida vuelta en coche por el cielo, pero él, sin previo aviso, la tiró abajo desde un puente negro, Lasse hizo su santa y aturdida voluntad. No, lo que más le duele es que de repente se ha quedado sin ilusiones para el futuro, sin sueños y sin anhelos. Viaja a Örebro y al taller exclusivo de Jenny Andersson sin el menor rastro de alegría. ¿Cómo va a poder vivir con eso?
—Se te pasará —dice él.
—Suena como si no creyeras en ello.
—Pero lo hago.
Ella se levanta y empieza a dar vueltas por la cocina. Se pone en medio y mira a su alrededor con asco, un gesto que no disimula en absoluto.
—Esto está asqueroso —dice.
—Sí —contesta él en voz baja.
—Y tú apestas. ¿No te lavas nunca?
Enseguida le pide perdón. No quería decir eso.
—Sólo dices las cosas como son —masculla él—. Pero hay algo que es peor aún.
—¿Qué?
—Que no me importa.
Ella lo entiende.
—No te estás muriendo, como tú te crees —dice ella.
—¿Por qué no?
—Porque yo no quiero.
—Hablas como una chiquilla.
—Sólo tengo quince años.
—Vas a ser una buena costurera, ya lo verás.
—No estábamos hablando de eso.
—¿Vamos a seguir hablando de que huelo mal?
—Si quieres puedo ayudarte a limpiar.
—No, gracias. Pero ¿podrías preparar un poco de café?
Siente que le pica y le arde la garganta cuando sorbe el café que ella torpemente ha logrado hacer. No sabe qué puede andar mal en la garganta…
—¿No estaba bueno? —pregunta ella cuando le ve gesticular.
—Sí, claro. Pero me duele la garganta.
—A mi madre también. Debe de ser algo pasajero.
—¿Ah, sí?
—¿No se resfría todo el mundo alguna vez?
—Sí…
—¿Quieres que me marche?
—¿Por qué iba a quererlo?
—No sé. Pareces tan… No, no lo sé…
—¿Amargado?
—Sí, tal vez. ¡Pero lo has dicho tú!
—¡Pero no lo estoy!
—¿Seguro?
—Maldita sea, mocosa…
Ella se queda sentada viendo cómo él va emborrachándose cada vez más. Está preocupado y no sabe los motivos. ¿Es el invierno que le ha empezado a mordisquear los dedos de los pies, como si quisiera recordarle la decisión que ha tomado? ¿O es otra cosa? No lo sabe, pero bebe más de lo habitual. No sólo aviva la borrachera diaria que siempre está ahí, sino que acrecienta el fuego y las brasas más incontroladas.
—¿Hoy es domingo? —pregunta confuso.
—Tú ya lo sabes.
—No sé nada.
—¡No bebas más!
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—¡Ya estás borracho!
—Eso es bueno.
La conversación avanza dando tumbos. Ella se sienta y lo observa con ojos inquisitivos y parece que tenga todo el tiempo del mundo. Él no se escapa de los ojos de ella, y la preocupación está siempre en su interior, sin que él sepa qué es.
Es un domingo infernal. Inclemente.
—¿Has estado en la iglesia alguna vez? —pregunta él.
—Me confirmé el año pasado. ¿Lo has olvidado?
—Sí, lo había olvidado.
—Me diste dinero para que me comprara un helado. ¿O es que no te acuerdas?
—¿No fue cuando terminaste la escuela?
—Entonces también.
—Entonces…, parece que soy un viejo amable.
—¡Basta ya!
—¿Crees en Dios?
—No lo sé… Sí, tal vez. Un poco.
—¿Qué aspecto tiene?
—Eso no lo sé. ¿Tú crees en Dios?
—No, no creo en él. Sólo le tengo miedo.
—Es al demonio al que hay que tenerle miedo.
—Y sin embargo te vas con uno de sus hijos…
—Estás tan borracho que ya no sabes lo que dices. ¡No existe ningún demonio!
—Por supuesto que sí. Sin demonio no podría haber ningún dios. Entonces no tendría sentido. A propósito, ¿tú quién crees que creó a quién?
—Ésas son sólo historias que hay en la Biblia. ¿Pero se puede creer en Dios por eso?
—Por supuesto. Se puede creer en cualquier cosa. Pero son las personas las que crean los dioses. No al contrario.
—El sacerdote lo dijo al revés.
—Para eso le pagan.
—Él también cree en ello.
—Quién sabe… Pero me preguntaba en qué creías tú.
—¡Ya te lo he dicho!
—¿Lo has hecho?
—Estás tan borracho que no sabes lo que dices…
Sí, claro que está borracho, como una cuba. El mundo se balancea, le arde la garganta y los ojos le supuran. Pero en medio de esa incomparable decadencia de domingo por la mañana se ve afectado por una energía repentina e inexplicable. Intenta ponerse en pie, pero las piernas se le doblan y vuelve a caerse en la silla. Tiene que pedirle ayuda a Eivor y le dice que entre en la habitación y saque la maleta gastada que hay debajo de la cama.
—¿La que tiene una cuerda alrededor?
—Ésa. ¡Tráela!
—Retira algunas botellas vacías de la mesa y le pide que ponga ahí la maleta.
Quiere enseñarle algo. En el fondo de la maleta hay un pequeño estuche con unos pinceles sucios, colores, bigotes postizos, pelotitas de algodón pegajosas y un agrietado espejo de maquillaje.
Va a mostrarle cómo era él antes, cuando aún era una persona con vida.
—¿Qué prefieres ver? —pregunta—. ¿A un recluta divertido, a un faquir, o a Anders de Hossamåla?
—Lo último…
Ella siente curiosidad, él se da cuenta, y eso le da la fuerza que necesita bajo sus decrépitas y malolientes alas. Con manos temblorosas se abalanza sobre los colores y los pinceles inertes, tratando de transformar el rostro descompuesto que vislumbra en el espejo grasiento en el del loco joven y sonrosado que una vez, hace mucho tiempo, podía provocar la risa de la gente. Va despacio, los dedos apenas son capaces de sostener los pinceles, los colores se han secado y la saliva apenas puede disolverlos. Pero no se rinde y, poco a poco, va transformando su rostro. Ella está sentada mirándolo, con la cabeza apoyada en las manos. No sabe lo que quiere demostrarle a ella en realidad, pero no quiere borrar simplemente la inesperada energía y convertirla en algo sin sentido.
La máscara no le sale bien. Las pinturas tienen grumos, las líneas le quedan titubeantes, los contornos borrosos. No consigue que el bigote se pegue y cuando se introduce las pegajosas bolas de algodón entre los dientes inferiores y los labios para conseguir abultarse la mandíbula, le dan náuseas. Pero la máscara ya está terminada, no puede salir mejor, y se levanta con cuidado, agarrándose con firmeza al borde de la mesa. Se pone el apolillado chaleco floreado y da unos pasos vacilantes sobre el suelo de la cocina. Eivor gira la cabeza sin retirar las manos y lo mira con ojos interrogantes.
¿Qué diablos va a hacer ahora? Está intentando recordar alguna de los cientos de canciones que cantaba en sus actuaciones, pero parece que se han ido para siempre. Sólo recuerda fragmentos imprecisos, sin sentido, a veces ni siquiera la melodía. Nada, la máscara no le ha ayudado… Pero algo… Sí, ¡Kalle P, Kalle P!
«¿Quién es…? Sí, es Kalle P… ¡Kalle P!», entona con voz cascada. Cada palabra le araña en la garganta, pero él repite las dos primeras estrofas varias veces, una y otra vez mientras intenta recordar cómo continúa.
—Tendría que haber llevado un bastón —dice excusándose—. Y luego tendría que haber fingido que estaba borracho, no estarlo. ¿La reconoces?
Ella sacude la cabeza. Pero él es terco. ¿De verdad no la has oído alguna vez? ¿En la radio?
No, no la ha oído.
—¿Qué te parece? —pregunta él dándose cuenta de que se ha quedado sin aliento por estar tanto tiempo de pie sin apoyarse.
—¿Era así?
—Exactamente igual.
—¿Cuando actuabas?
—Sí.
—Parece un poco raro…
—¿Raro en qué sentido?
—Bueno…, como anticuado. De otra época.
—¡También lo era!
Él está a punto de caerse, las piernas le duelen tanto que quisiera llorar en vez de cantar, pero aprieta los dientes y vuelve a la silla dando traspiés. El gato se ha metido debajo de la cocina y maúlla amenazante a la extraña figura.
—¡Cállate, gato maldito! —ruge él soltando de golpe la maleta en el suelo. El gato desaparece por la puerta de la calle como una flecha negra.
—¿Por qué has hecho eso?
—Ese maldito gato…
—¿Por qué estás tan enfadado? A mí me ha parecido divertido. Sólo que tienes un aspecto tan raro…
—Ya puedes irte —replica malhumorado.
—¿Por qué te enfadas?
—No estoy enfadado. Sólo quiero estar solo.
Ella se encoge de hombros y se levanta.
—¿Estás seguro de que no quieres que limpie esto?
—Sí.
—En tal caso…
Cuando ella va a desaparecer por la puerta, él la detiene con un grito.
—¿Te encargarás del gato si muero?
—Por supuesto.
Y luego se marcha.
No se desmaquilla. Permanece sentado, sin fuerzas. No está enfadado y no sabe qué pretendía que viera ella. Además le duele la garganta, como si se hubiera quemado o hubiera bebido algo demasiado caliente.
—Dios santo —gime—. Dios de los cielos…
Oscurece, se hace de noche. El frío es cada vez más intenso y por fin se da cuenta de que tiene que cerrar la puerta de la calle si no quiere morirse de frío durante la noche. Su energía ha vuelto a desaparecer, va arrastrando los pies por la cocina apoyándose en la silla. Vuelve a ser como es habitualmente: débil, resignado. El maquillaje le oprime el rostro, ha escupido el algodón en el suelo. ¿Cómo diablos va a tener ganas de quitarse esa porquería de la cara? Atraviesa el umbral arrastrando los pies, en dirección a la entrada…
No sabe por qué se le ha ocurrido salir. No lo sabe, no lo sabe, siempre lo mismo… ¿Cuándo fue la última vez que supo por qué hacía algo? ¿Lo ha sabido alguna vez? ¿Ha sido toda su vida una cadena sin fin de casualidades enganchadas unas con otras? ¿Una vida en la que ha saltado entre los témpanos mientras la corriente le arrastraba inexorablemente hacia el inmenso mar negro? Una vez fue artista, es cierto, pero toda la vida ha tenido que mantener el equilibrio y una caída habría significado, implacablemente, entrar a formar parte de los ajados ejércitos de locos y vagabundos. ¿Ha sido feliz alguna vez? Claro que sí, muchas veces, durante cortos segundos, y el tiempo con Miriam. Debería preguntarse también si ha sido alguna vez realmente desgraciado. Dispone de piernas para andar, orejas, nariz. Un cuerpo duro y resistente, la herencia campesina que nunca le ha abandonado antes de que él empezara a combatirla. Ha escapado de la gran desgracia que siempre ha temido, nadie le ha golpeado hasta morir, nadie ha matado a su esposa, nadie le ha traicionado. Como un terco topo, se ha abierto un camino en el que poder transitar por la vida. ¿De qué puede quejarse?
Fuera. Quiere salir afuera. A falta de otra cosa, tal vez la luna tenga la amabilidad de alumbrar sobre él como un foco débil, medio quemado. ¿Quién sabe? Tal vez un día rebote un mosquito contra la superficie de la luna y la aniquile, igual que las sensibles lámparas del estudio de rodaje a las afueras de París. ¿Quién sabe? ¿No se dice que el hombre ha enviado recientemente pequeñas bolas de hierro que dan vueltas en el oscuro espacio?
Tiene que salir. Respirar, intentar atraer al gato, ver la luna. Con paso cauteloso atraviesa el umbral de la puerta y siente que el frío le atenaza la garganta. Duele y le atormenta, pero no se vuelve, sino que baja los dos escalones hasta el suelo. La fina capa de nieve silencia las pisadas, se aleja unos pasos de los escalones y levanta la cabeza para mirar a la luna.
Y ahí muere, en la oscuridad, con la primera nieve del año bajo sus gruesos calcetines. No se ha puesto los zapatos, se le ha olvidado. Al levantar la cabeza y doblar la nuca hacia atrás se rompe la arteria de la laringe. El punto desencadenante está en la garganta, donde las mucosas han ido desgastándose lentamente de tanto beber. Siente de pronto que tiene que toser y, bajo la pálida luz de la luna, ve con perplejidad que empieza a salirle sangre por la boca. La hemorragia es considerable, todo va tan deprisa que no le da tiempo a asustarse. Durante unos pocos segundos, que retumban en su cabeza como martillazos, se da cuenta de que se está muriendo y lo último que ve antes de caer es que la nieve a su alrededor se tiñe de un color oscuro. Cae, y el gato que está viéndolo todo se esconde dando un salto, como impulsado por la caída de un árbol.
Él yace con el rostro contra la nieve, y está muerto.
A la mañana siguiente lo encuentra un trabajador del ferrocarril que va de camino al trabajo. La cara maquillada reluce en la nieve como una máscara de teatro oriental. Los ojos están abiertos y opacos, la sangre se ha coagulado formando una costra marrón alrededor de su rostro. El aterrorizado trabajador ferroviario baja corriendo al piso inferior del edificio de apartamentos y llama con desesperación a la puerta más cercana.
Quienes le ven muerto sobre la nieve, con las mejillas violáceas y las líneas negras alrededor de los ojos, apartan la mirada, como si hubieran presenciado una ejecución y ahora vieran únicamente la cabeza solitaria congelada en la nieve manchada de sangre. A pesar de que el médico provincial al que llaman, que también se sobresalta al ver al muerto, puede constatar rápidamente que no se ha cometido delito alguno, que todo indica que se trata de un vómito de sangre repentino, es como si hubiera algo sobrenatural en él y en su muerte.
Cuando Eivor se despierta, ya se lo han llevado y Erik, que quiere evitarle el mal trago, ha cubierto con nieve el gran charco de sangre. Él le cuenta a Elna lo ocurrido, y ella ve desde la ventana de la cocina cómo se llevan el cuerpo en una camilla y lo meten en el taxi que se usa también para transporte de enfermos. Han descubierto el cuerpo por la mañana temprano, justo al amanecer, y Elna está medio dormida cuando ve cómo se llevan a Anders.
—¿Qué le digo a Eivor? —pregunta.
—Sólo que ha muerto.
—Sin embargo, tiene que saber qué ha pasado… El aspecto que tenía él…
—Sí, claro que tiene que saberlo. Dile lo que ha ocurrido. Será lo mejor.
Pero Elna no le dice a Eivor lo que ha ocurrido hasta que vuelve de Örebro por la tarde. Ahora, mientras espera que se cuezan las patatas, le dice que Anders ya no está. Eivor escucha en silencio. Cuando Elna ya se lo ha contado todo, ella va a la ventana y mira hacia abajo, a la casa de madera, a la ventana de la cocina.
—Fui la última que lo vio —dice—. Es extraño…
—¿A qué te refieres?
—Cuando iba a salir, me pidió que cuidara del gato si él moría. Es como si supiera que estaba cerca…
—Tal vez lo sabía.
—Creo que no.
—¿Por qué no?
—No lo sé, sólo creo que no.
Erik se acerca por la tarde a buscar al gato perdido. Eivor no quiere acompañarle, ahora que Anders ya no está, la casa le asusta. Nadie le dice nada sobre lo de encargarse del gato, ni Elna ni Erik.
Entierran a Anders el domingo, antes de la misa mayor. Aparte del sacerdote y el organista sólo acuden a la iglesia Elna, Eivor y Erik. El féretro es grisáceo y el sacerdote habla del caminante que ha dejado a un lado su bastón y ha entrado en el reino del que nadie va a regresar.
El órgano ruge, Eivor piensa en Lasse Nyman, en la casa de madera, le resulta imposible imaginar que Anders está dentro del féretro delante de ella, a unos metros. Piensa que lo que ha ocurrido es algo que nunca va a olvidar, nunca mientras viva…
Cuando salen de la iglesia, el suelo está limpio de nieve. Las primeras nieves se han derretido. Erik tiene prisa y va delante, se ha tomado sólo una hora libre de su trabajo. Eivor y Elna vuelven a casa atravesando el pueblo con paso lento.
—Le echo de menos —dice Elna.
—Yo también.
La última voluntad de la hermana expresa que casa y bienes muebles sean destinados a la Misión Sueca si Anders no dejara testamento de su puño y letra. Y él, naturalmente, no lo ha hecho, y ha dejado sólo ropa gastada y pasada de moda, una maleta rota y otra que apenas ha usado, y una cocina llena de una cantidad increíble de botellas vacías. Cuando la Misión Sueca toma posesión de su propiedad lo tira todo, sin piedad. El nido de pecado que huele a decadencia y a anticristo empedernido se limpia fregándolo con lejía. Anders de Hossamåla desaparece con el olor a jabón sin dejar rastro, y es como si nunca hubiera existido. Alguna vez, en un futuro lejano, quizá se encuentre en la historia de los cómicos con una nota al pie de una foto, pero, por lo demás, no queda nada.
Un hueco inmenso, exactamente como él suponía.
Ha regresado a la oscuridad de la que llegó una vez, y su última trama fue engañar al invierno. Pero aparte de eso… Nada.
Pero eso es algo a lo que la vida no presta demasiada atención. Por supuesto, el mundo sigue lanzándose hacia el futuro que, de modo exasperante, siempre evoluciona más deprisa que cualquier movimiento humano. El que crea que va a alcanzarlo en la carrera es un vanidoso.
Sin embargo, para Eivor forma parte de lo desconocido. Ella ya tiene bastantes problemas con levantarse y llegar a tiempo al tren que sale de Hallsberg a las siete y tres minutos; y a las ocho menos cinco sube las escaleras del taller de costura de Jenny Andersson, que se encuentra bajo el tejado de un edificio en Örebro, con vistas al palacio y al teatro viejo. Allí tiene su mesa, cuando no se la requiere para ir a hacer algún recado o acompañar a la señora Andersson a la casa de alguna de sus clientas a que se prueben la ropa o tomarles medidas. Ella es perseverante y posee evidentes aptitudes, la señora Andersson no tiene casi nunca nada que objetarle, todo lo contrario, a menudo recibe elogios. Cuando le pregunta a Eivor si le resulta ameno, ella responde que sí. ¿Pero es realmente así?
El tejado está muy cerca de su cabeza, ella necesita calma, un mundo inmóvil. La impaciencia se ha transformado en un enorme deseo de tranquilidad. Hay algo que tiene que alcanzar, algo que está dentro de ella. Hay tantas cosas inciertas, confusas… Que ella es la que es puede verlo en el espejo o en la sangre que gotea cuando se pincha alguna vez con una aguja. Pero no es suficiente, hay algo más, algo que suena como el eco de un pensamiento que tuvo cuando era pequeña.
¿Qué tiene que hacer ella realmente en el mundo?
¿Por qué está aquí? ¿Por qué precisamente ella?
Apenas le queda tiempo para pensar en ello. Cose o va a buscar tela a la estación, o la mandan a los mejores barrios de la ciudad a dejar vestidos y blusas que están terminados. Pero ahora no soporta que nadie levante la voz. Sólo puede ser indulgente con el gato de Anders cuando se pone juguetón. Todo lo demás debe ser discreto, el mundo tiene que tratarla con cuidado, ¿o acaso no ven que es tan frágil que el menor golpe puede hacer que se rompa?
Algo debe acabarse, algo debe cicatrizar. Los sueños y la alegría, las ganas de conquistar el mundo están escayoladas por el momento.
Un poco más tarde aprenderá a andar de nuevo.
Hasta ese momento, cose y trabaja bien. Tan bien que consigue un aumento de sueldo justo a tiempo para la Navidad. Hace reverencias y da las gracias, pero no siente alegría hasta que llega a casa y lo cuenta y ve lo contentos que se ponen Elna y Erik. Entonces siente un alivio interior.
En el tren entre Hallsberg y Örebro suele pensar en Lasse Nyman. Es necesario, aunque duela. Porque sabe que mientras no entienda qué había en él que la arrastró con tanta fuerza, que la sedujo, que la hizo sentirse bien, no puede encaminar su propia vida.
Finales de otoño de 1956.
Cuando Elna la despierta cada mañana, preferiría volverse a dormir, pero no llega tarde al tren ni una sola vez…
Unas semanas después de la muerte de Anders, a Erik lo pasan al horario diurno. Ha estado en la lista de espera mucho tiempo y de repente le ha llegado el turno. Ahora no tiene que matarse a trabajar por las noches con vagones de mercancías congelados, ahora puede irse a dormir a la misma hora que Elna. Pero cuando Eivor se levanta, él ya se ha marchado, empieza a las seis y cuarto y siempre es puntual. Haga lo que haga, siempre tiene que levantarse el primero…
Por lo tanto, Elna se queda sola durante el día. El apartamento está tranquilo y nota que se alegra de que el deslucido gato de Anders esté ahí, un corazón vivo en el silencio.
Con frecuencia se pone delante de la ventana del dormitorio a mirar hacia la casa oscura, helada y abandonada en la que vivía Anders. La Misión Sueca ha echado el cerrojo a la puerta de la calle, hasta la primavera no se decidirá qué uso se le dará. Ella mira la ventana de la cocina, a veces le parece ver la sombra de él allí dentro. Pero él ya no está, ella no cree en aparecidos.
A veces se pregunta si él lo sabía. Que ella era consciente de que él se sentaba a mirarla cuando se quitaba la ropa. Que lo descubrió cuando él sólo llevaba unas semanas viviendo allí.
Eso le produce también un sentimiento de culpa, de haberlo engañado fingiendo. Pero tal vez quede compensado con lo que le dio a él, sea lo que fuera. ¿Una sensación de poder, de ver sin ser visto? ¿Un cuerpo de mujer que se descubre, noche tras noche?
Sin embargo, tiene que haber habido algo, pues siempre estaba sentado ahí, siempre instalado al amparo de la sombra.
También puede darle la vuelta a todo. ¿Por qué lo hacía ella? ¿Por qué no corría la cortina? ¿Qué recibía de él? Tal vez, en el mejor de los casos, despertar en un viejo el deseo, medio dormido, de vivir le producía una sensación de importancia…
El gato se ha metido de un salto en el armario de la ropa blanca y se ha hecho un ovillo. El apartamento está en silencio, sólo se oye un leve murmullo procedente de las tuberías de agua. Son las diez de la mañana. Ya no queda nada por hacer, ahora puede emplear el día en lo que ella quiera.
Lo que pasa es que no quiere nada. Mejor dicho, no sabe lo que quiere. Todas las personas quieren algo, pero ella forma parte de los que no saben qué. Tejer, leer revistas, es matar el tiempo, sin embargo eso es lo que ella hace.
Hasta el momento.
Porque, a pesar de todo, el verano pasado, durante los días que pasó con Vivi, se acordó de algo. Sabe que sólo tiene treinta y dos años, que apenas ha alcanzado la mitad de su vida. En cuanto Eivor pueda mantenerse sobre sus propios pies, lo importante será su propia vida. Con Erik o sin él.
Erik, sí, sabe muy bien por qué se casó con él. Era un modo de irse de casa o, al menos, de organizar en parte su vida. Pero también sabe que no se habría casado con él si no hubiera tenido a Eivor, y la cuestión es si Erik no lo sabía también.
Le gusta acostarse con él. Es bueno y leal. ¡Pero tan insoportablemente conformista! Su eterna satisfacción con el devenir de las cosas: todo va a mejor, su trote lento arrastrando los pies un día tras otro, sin retos, sin deseos…
No, eso está mal, no es justo. Ella sabe que él quiere tener hijos pero, por el momento, ha conseguido que vaya con cuidado, se lo ha exigido, siempre ha controlado que se ponga preservativo. Pero ¿durante cuánto tiempo va a conformarse él con eso?
A veces se viene abajo de rabia e impotencia por lo que pasó hace unos quince años, maldice al que la dejó embarazada y desea que esté muerto. Claro que está contenta de tener a Eivor, pero a veces estalla…
Aunque últimamente con menos frecuencia, era peor hace unos años. Ahora parece que es más cautelosa con ella. Recuerda cuando tenía su edad, era hipersensible a todo y, por supuesto, para ella no es fácil tener un padre desconocido, aunque Erik sea bueno y no se comporte como un padrastro malvado. Aun así…
¿Tuvo Eivor relaciones sexuales con Lasse Nyman? Gracias a Dios no se quedó embarazada. Pero lo que sucedió en realidad…
«Está tan sola como yo», piensa. «Y, por mucho que quiera, no voy a superar las barreras que hay entre nosotras. Naturalmente, las cosas están mejor que cuando yo tenía quince, dieciséis años. Sin embargo… ¿Por qué resulta tan difícil hablar de lo evidente, compartir la experiencia, transmitírsela a tu propia hija?»
¿Qué le ha contado a Eivor de sí misma en realidad, de lo que piensa, de sus sueños, desde que ha empezado a ser adulta? No mucho, casi nada.
A veces saca las cartas que recibió hace tiempo de Vivi. Las guarda en un cajón, dos gruesos montones, atados con cintas rojas. Son los pensamientos de Vivi, pero también los suyos propios. A veces las lee, pero a veces interrumpe la lectura, no tiene ganas de recordar. Pero ¿por qué no se las enseña a Eivor?
«Pronto», piensa. «Pronto se las arreglará sola. Hasta entonces tengo que estar aquí. Pero no más tiempo del necesario…»
Erik está de pie con algunos compañeros de trabajo mirando uno de los nuevos vagones frigorífico que se han puesto en funcionamiento. Van llenos de carne congelada que llevan de Escania a Estocolmo. En Hallsberg van a engancharlos a un tren de mercancías en el apartadero. Le gusta mirar el vagón. Cada vez que ocurre algo nuevo en el ferrocarril tiene una fuerte sensación de estar participando en algo importante, de ser una parte del gran cambio. Y cada vez que ocurre algo nuevo piensa que tiene que contárselo a Elna cuando llegue a casa, a ella y a Eivor si tiene ganas de oírlo.
Ahora que tiene turno de día se siente con renovadas energías. Es hora de decirle claramente a Elna que le gustaría tener hijos, un hijo propio, mejor aún una pareja. Es, sin duda, la razón de la vida, eso será lo que utilizará como argumento. Y ella no podrá quejarse de cómo trata a Eivor. No tiene nada de qué quejarse. Nada…
Lasse Nyman está en prisión preventiva en Estocolmo. Debido al asesinato no le han vuelto a enviar a Mariefred, está a la espera de juicio en Skövde. Le rodea la impenetrable aversión que sienten sus guardianes hacia él. Los demás presos que encuentra en el patio sienten pena por él, silenciosos y compasivos. Es tan joven, pobre diablo… La única persona en la que puede confiar es el abogado que le han asignado. Es joven y hasta habla con acento de Estocolmo.
Pero ¿qué tiene que decirle en realidad? ¡Claro que se arrepiente! Claro que sí… Sólo con que alguien tuviera la amabilidad de decirle lo que implica. Contesta de buena gana todas las preguntas que le hacen, pero por lo general no las entiende.
Vienen de un mundo en el que él siempre ha sido un intruso. Un mundo del que le hubiera gustado formar parte, pero que se ha dedicado a dejarlo de lado. Un mundo al que ha intentado derrotar sin lograrlo, un mecanismo de relojería que ha intentado parar. Como si hubiera intentado derribar el país entero con sus propias manos…
Las paredes de la celda son grises. Otros presos anteriores han dejado grabados saludos en el enlucido.
El juicio va a empezar por Año Nuevo. Raras veces piensa en ello, o en que vayan a castigarlo con una dura condena. Cuando se pone a pensar, y no sólo se adormece en la litera, se le cruzan por la cabeza otros pensamientos completamente distintos. Cómo salir, cómo arreglárselas para escapar…
Está convencido de que la huida sólo ha sido interrumpida. La reanudará lo antes que pueda. Está tan seguro de ello como de que el diablo está en el techo de la cárcel saludándole. ¡No se rendirá nunca!
Nunca, por todos los diablos…
Lejos de allí, sobre el caballete de un tejado hay un pájaro. Eivor se ha quedado sola unos instantes en el taller, Jenny Andersson ha salido un momento. Se queda sentada mirando los inquietos ojos del pájaro, la cabeza que se mueve sin parar hacia todos los lados, observando continuamente, explorando, vigilando…
Vuelve a ponerse a trabajar cuando oye que Jenny Andersson abre la puerta.
Cuando mira hacia arriba, el pájaro ha desaparecido.