1941

1941. El tercer año de guerra, un verano interminable, seco y caluroso sucede en todo el país al infernal invierno.

Y entonces llegan ellas en bicicleta. Vivi y Elna, en un país que por ahora se encuentra fuera de la guerra. Se llaman a sí mismas Daisy Sisters, siguiendo el modelo americano. Dos muchachas a las que les gusta cantar deben tener un nombre, aunque el repertorio lo compongan canciones escolares suecas o absurdas melodías de moda. Primero pensaron en llamarse Ziegler Sisters por Lulu, y cuando salió en la conversación Rosita, consideraron si Serrano Sisters sonaría mejor. A Elna le gustaba más, pero no insistió. Cedió cuando apenas habían salido de Älvdalen, donde se apearon del tren. Vivi era una persona obstinada.

Es verano, de eso no cabe duda, y Elna va a ser violada, o casi violada.

Casi violada, según aclara ella. Porque, por mucho que duela, se obliga a ser sincera hasta el límite de su propia humillación. ¿Pataleó, mordió y se retorció todo lo que pudo? ¿Realmente no había nada a mano cerca de allí, una piedra, lo que fuera, que le sirviera de arma mientras él resoplaba y lo hacía? ¿Algo con lo que poder golpearlo y quitárselo de encima? Además, en realidad no tuvo miedo mientras estaba tumbada debajo de él. ¿Cómo iba a tenerlo? ¡Él no era más que un recluta pálido y con espinillas que estaba tan asustado como ella!

Dos bicicletas grises de mujer, marca Monarch, y el mundo preparado para ser conquistado. En el portaequipajes llevan exactamente lo mismo. Primero una pequeña maleta, encima el saco de dormir y luego el chubasquero como envoltura, atado con una cuerda. Es todo, no se necesita más. Lo único que las diferencia es que Vivi lleva a un lado una pequeña alforja gris que se balancea sobre la rueda trasera.

Pero tienen la misma edad, y ambas son del signo Acuario. Nacidas en 1924, el 22 de enero y el 2 de febrero, cada una por su lado. Porque sólo son hermanas en el nombre Daisy, pero no entre sí. Vivi reside en Landskrona, Elna en Sandviken. Un día, cuando Elna cursaba el último año de la escuela, llegó la maestra con un sobre gris en la mano preguntando si había alguien que quisiera tener una amiga con la que mantener correspondencia. Elna dijo que sí sin saber por qué. Hasta entonces apenas había escrito una carta completa en su vida. Y en aquella ocasión estuvo a punto de que no sucediera tampoco, porque cuando se adelantó hasta el estrado y se inclinó para recoger la carta, la profesora aprovechó para decirle que esperaba que su caligrafía superara el nivel del garabato. Entonces Elna a punto estuvo de tirar la carta delante de la vieja y de escupir. Pero sus calificaciones ya iban a ser bastante malas, por lo que se esforzó en contenerse.

Lee la carta en casa, en la cocina, desde donde se ve alzarse el edificio de la fábrica al otro lado de la ventana. Dagmar, su madre, que está preparando la comida, le pregunta. Pero ella no contesta, sabe que tiene que leerla ahora, deprisa y detalladamente, antes de que su padre y sus dos hermanos mayores regresen de la fábrica, porque si la carta estuviera tirada por ahí habría un interrogatorio inacabable.

—Tú nunca recibes cartas —dice la madre.

Le parece un comentario tonto, así que no contesta y sigue leyendo. Una y otra vez lee esa carta tan asombrosa.

«Me llamo Vivi Karlsson. Dejé caer un alfiler en el mapa de Suecia. Primero la cabeza fue a parar en el mar, en alguna parte de Kvarken. Pero allí no vive nadie, ¿verdad? Lo dejé caer de nuevo, entonces la cabeza aterrizó encima de Skillingaryd, pero me sonaba muy aburrido. La tercera vez le tocó a Sandviken, de la que sé, al menos, que tiene un equipo de fútbol. Han jugado aquí contra BOIS y no acabó del todo bien. Mi padre trabaja en el astillero, es grandote, y era luchador antes de tener problemas con el vientre, se llaman hemorroides. Mi madre está en casa. Vivimos en una habitación con cocina, tengo dos hermanos, Per-Erik y Martin. Martin se ha hecho a la mar como grumete y Per-Erik va a ser albañil. Somos comunistas, al menos mi padre lo es. Si tú, a quien no conozco, tienes ganas de escribirme, mi dirección es…»

Vuelve a leer la carta, trata de imaginarse a Vivi Karlsson. Pero la madre empieza a trajinar con platos y fuentes, se oyen fuertes golpes en la escalera y ella guarda la carta de inmediato.

¡No consigue estar en paz!

Las patatas están a medio pelar. Acaba de llegar hasta su nariz el olor a sudor de los calcetines del padre y de los hermanos cuando la madre empieza a cotillear.

—Elna ha venido hoy de la escuela con una carta.

Rune, el padre, agita el tenedor en el aire.

—¿Qué demonios has hecho ahora? —gruñe irritado.

Elna prefiere no contestar.

Su hermano Nils tiene sólo dieciséis años, la cara llena de granos y, casi siempre, una sombra amarilla debajo de la nariz. Se pelean a menudo, pero aun así a ella le gusta, quizá sea precisamente porque se entromete, se preocupa por ella, aunque la mayoría de las veces le hace rabiar.

—Tiene novio, está claro —dice mientras engulle enrojecido la comida.

Y así continúa la comida. Una carta que nadie ha visto se convierte en un tema de conversación repetitivo, mientras arenques y patatas desaparecen de la fuente.

Pero Elna está enfadada, la carta le pertenece y no dice nada.

Después de la cena, Arne, el hermano mayor, baja al sótano a lavarse. Es miércoles y va a ir en tren a Gävle para bailar en la Casa del Pueblo. Tiene veinte años, está en esa edad en la que se puede con todo, un trabajo pesado y noches de vigilia ininterrumpida.

Nils eructa, se tumba en el sofá de la cocina y se niega a quitarse los calcetines que apestan. El padre se echa sobre la cama de la habitación y se duerme enseguida. Elna y su madre friegan los platos, luego todos tomarán café.

Como nadie menciona la carta cuando están alrededor de la mesa de la cocina tomando café, ella aprovecha para hacer una pregunta sobre algo que no ha entendido. Deja que la pregunta pase inadvertida, como si se tratara de algo de la escuela.

—Padre —dice—, ¿qué son las hemorroides?

Él la mira boquiabierto, con la taza a mitad de camino hacia la boca. Pero, a diferencia del resto de adultos que ella conoce, él va directo al tema.

—Están en el culo —aclara con objetividad—. Salen si se cagan piedras durante un par de años.

—Ahora no, estamos tomando café —dice la madre. Nisse sonríe burlón, siente curiosidad y avidez por todo lo relacionado con los misterios del cuerpo.

—¿Cómo que están? —dice Elna.

El padre deja la taza de café y se pellizca la nariz.

—¿Sabes quién es Einar? El que vive en el piso de arriba de la panadería, el que trabaja conmigo. Él las tiene. Dice que parece como si le crecieran uvas en el culo y que desearía dejar de comer sólo por la satisfacción de no tener que cagar, de tanto como le duelen.

—¿Tenéis que seguir hablando de esas cochinadas? —pregunta la madre levantándose de la mesa.

—Si la muchacha pregunta debe recibir una respuesta —contesta el padre con decisión—. Además, a las mujeres les salen si tienen que hacer mucha fuerza para que nazcan los niños.

Entonces, la madre entra en la habitación y cierra la puerta de un portazo. Pero nadie se preocupa por ello.

—O sea, una enfermedad —dice Elna.

El padre asiente y alarga la taza pidiendo más café.

—¿No pueden tener eso también los maricones? —pregunta Nisse de repente, ruborizándose con todos sus granos.

—Cierra ahora mismo la boca —contesta el padre tajantemente. Él también pone sus límites, y de los maricones no se habla.

Elna tiene cierta idea de lo que son. Las conversaciones durante los recreos en la escuela le han proporcionado al menos tanta formación de utilidad pública como las largas y oscuras horas del aula.

Los maricones lo hacen entre sí.

Y habría que pegarles un tiro, como a todos esos malditos nazis, cabrones hitlerianos, comunistas… Vivi Karlsson cuenta que su padre es comunista, tal vez lo sea toda la familia, esto último no se deduce de la carta. Elna mira a su padre cuando éste se introduce rapé bajo el labio superior, donde pronto no le va a quedar ningún diente sano. Lo observa. Él es socialdemócrata, la madre también, igual que Arne. Lo que es Nisse nadie lo sabe, pero en ningún caso comunista. Nunca se hubiera tolerado. Rune, el padre, es un adversario que no razona. Por lo tanto, el padre de Vivi no puede tener su aspecto ni comportarse como él.

—Pueden meterse la revolución en el culo —dice—. Para nosotros va más despacio, pero así se cortarán bien todas y cada una de las briznas de hierba.

Suele hablar así. Aunque en realidad en casa nunca hablan mucho de política. Si es que no se consideran políticas las continuas conversaciones sobre los malos tiempos, el miedo constante al despido, las limitaciones, reducciones de salario; en pocas palabras, el pan de cada día. Sólo cuando el padre ha bebido en exceso, todos los que se encuentran a su alrededor se transforman en una especie de fantasmas que para él son sólo enervantes hombres de derechas que conviven con achacosas amas de casa. Entonces puede enfurecerse tanto en su ardor profético que llega a perder su sensatez habitual, su pálida característica cotidiana, y sube la contraventana de la cocina y lanza una cacerola que resuena como un enorme mazazo al caer al patio, y luego mantiene un furibundo discurso hasta entrada la noche. Si la madre intenta cerrar la ventana, se arriesga a recibir inmediatamente una bofetada, así que se mete en la habitación y cierra la puerta. Es su única y eterna protesta, cerrar la puerta de un portazo y hacerse invisible. No conoce otro modo de expresar su enfado, nunca lo ha aprendido.

Pero Rune no se emborracha con frecuencia, ni siquiera con regularidad durante las fiestas. Se ocupa de su trabajo en la fábrica, acude obediente a las reuniones del sindicato y de la comunidad de trabajadores, se sienta siempre al fondo, donde el aire es mejor, según afirma él, y nunca se ha pronunciado, nunca ha pedido la palabra. (Sí, puede que lo hiciera en un brumoso pasado, cuando formaba parte de las juventudes socialistas, pero de eso hace ya tanto tiempo…)

Ahora tiene cuarenta y dos años y empieza a hacerse viejo. Los constantes cambios entre el calor abrasador y el frío cortante le han provocado reumatismo y angina de pecho. Tiene que levantarse cada noche a patalear y mover las piernas para obligar a la sangre a que siga circulando. Pero aún no le ha afectado al humor, no hay que hacer mucho para que se ría. Una historia impúdica o unos cotilleos acerca de un capataz son más que suficientes para provocarle la sonrisa. Y no le importa que le falten dientes en la mandíbula superior. Cuando uno va haciéndose mayor…

Elna se parece a su padre, tiene el mismo pelo oscuro que apunta hacia todos lados, ojos azul claro y una boca que se tuerce hacia la izquierda cuando sonríe. Su rostro refleja mucha vehemencia. Puede que no sea muy guapa, pero posee una gran vivacidad.

Se pregunta cómo reaccionaría su padre si le dijera que se ha buscado a una comunista para mantener correspondencia.

¿Y en qué parte del mundo estará Landskrona? No puede sentarse a contestar la carta hasta que lo sepa.

Por la tarde baja corriendo las escaleras hasta la casa de Ester y su familia. Tienen algún parentesco aunque ella no sabe cuál. Pero Ester tiene un mapa encima del banco de la cocina y busca en él con gran esfuerzo la ciudad llamada Landskrona. Escania, ¿qué es eso? Una provincia, pero ¿qué más? Elna fija la mirada en el mapa intentando ver algo más, personas moviéndose entre los nombres, apenas legibles, de los sitios, las líneas férreas, las carreteras, los castillos.

«Nils Holgerson se montó en un ganso / que vociferó y gritó / y en una gaviota se cagó», recita mentalmente. Así que ella vive allí abajo…

Elna y Nisse duermen en la cocina. En realidad Arne también, pero pasa poco por casa, y siempre que puede se escapa de la estrecha cocina. Él quiere que crean que diversas mujeres lo invitan amablemente a sus camas, pero Elna sabe que a menudo se hace un ovillo sobre el frío suelo en la habitación de algún compañero que vive en las viviendas para solteros de la fábrica. Si tuviera tantas mujeres como dice, ¿por qué iba a andarse entonces con ese trajín bajo la manta, las pocas veces que duerme en la cocina y cree que es el único que está despierto? Elna le ha oído e intenta no escuchar el jadeo…

Cuando Nisse empieza a respirar de forma dura y regular, Elna se levanta en silencio del sofá de la cocina, enciende una vela y se sienta junto a la mesa abatible para contestar a Vivi. La llama de la vela va y viene debido a la corriente de aire de la habitación, Elna piensa que es como si la luz quisiera alejarse, huir de la oscura cocina. Sube las piernas y las flexiona debajo del cuerpo sentada en la silla, los tablones del suelo están fríos. Así, arranca con cuidado una hoja de su cuaderno azul, y afila su lápiz con la uña del pulgar.

Pero ¿qué va a escribir?

Saca la carta y la lee una vez más. La letra se expande y refleja impaciencia, no recuerda en nada las redondas y fluidas letras que Elna ha tenido que repetir una y otra vez. Eso también, que las letras tengan una vida propia y anárquica cree que transmite algo de la desconocida Vivi.

Al final empieza a copiar la carta, la única diferencia es que ella habla de sí misma, y que las letras, en contra de su voluntad, salen redondas como cochinillos bien alimentados…

Desde ese día intercambian cartas. No sólo se confían palabras y pensamientos cada vez más confidenciales, sino que también se mandan cromos, flores secas, postales, recortes de periódico. Pero pasan los años sin fotografiarse. Se describen a sí mismas con palabras y frases, pero nunca se hacen fotos y las envían. ¿Por qué? Ambas se hacen la misma pregunta…

Poco después de empezar a cartearse terminan la escuela. Vivi escribe que ha empezado a trabajar como camarera de habitaciones en el Stadshotellet de Landskrona la misma tarde en que acabó el curso. Tiene que apresurarse al salir de la iglesia para no llegar tarde. Su paso de la escuela a la vida laboral dura poco más de diez minutos. Elna lo tiene algo mejor, a los dos días de finalizar la escuela está haciendo reverencias ante la puerta del chalet donde vive Ask, el ingeniero de la fábrica. Trabaja allí como criada. Y no transcurren muchas semanas antes de que las cartas de ellas cambien de carácter. Reemplazan las flores secas por un intercambio de sueños de futuro cada vez más intenso y empiezan a planear un encuentro en serio.

Pero en 1939 llega la guerra, el maldito Hitler, al que deberían haber fusilado hace más de cinco años (o al menos haberlo capado), grita en la radio de tal modo que a Elna casi le produce miedo en la oscuridad. Y en los momentos de agitación nadie se atreve a dejar el trabajo y, menos aún, a viajar hasta donde se encuentra una amiga con la que te carteas. Ni pensarlo. Además está bastante bien con el ingeniero Ask, a pesar de que el sueldo es pésimo y que casi nunca le dan permiso.

«Tenemos que esperar», se escriben una a la otra. La guerra no puede ser eterna, la libertad y el respiro tienen que llegar antes o después. La guerra no puede durar toda la vida, igual que no se puede ser toda la vida camarera de habitación de hotel o criada en casa de un ingeniero. Los días son demasiado cortos y escasos para ello…

«Nos veremos pronto», escriben. «Por el momento continuaremos intercambiándonos sueños.»

Pero de repente se produce un cambio. Las tropas de Hitler parecen invencibles y las cartas de Vivi se vuelven distintas, más cortas, casi evasivas. Es algo relacionado con su padre.

«En este momento no resulta fácil ser comunista», escribe por fin, directamente. Y Elna se lo imagina. Ya ha visto y oído bastante, incluso en casa de la familia Ask, donde la señora de la casa siente una admiración grande y abierta por Hitler y el denominado Nuevo Orden. Por el contrario, el ingeniero, de baja estatura, grueso y siempre preocupado, se mantiene escéptico y vacilante, a pesar de que la guerra sólo ha favorecido la producción de acero de la fábrica.

Elna le oye murmurar «muchachos raros, muchachos peligrosos», cuando va a servirle el café de la noche en el salón de fumar, donde suenan como crujidos las últimas noticias del ejército de ese Atila alemán contra un entorno que carece de voluntad.

Excepto Suecia, que por ahora se mantiene neutral y todavía no es objetivo de los cañones.

Un día, Elna presencia el momento en el que sacan un busto de escayola de Hitler envuelto en papel de seda y lo colocan en el ala negra del salón que tiene vistas a toda la zona de la fábrica. Detrás de la puerta oye que el hombre pregunta a su mujer si es realmente necesario, al fin y al cabo el pueblo es pequeño, y las criadas tienen oídos y ojos también…

Pero la esposa bufa como un gato escaldado y el ingeniero Ask deja de refunfuñar inmediatamente y Elna continúa colocando el Dagens Eko, publicado por la dudosa comunidad Manhem, junto al té vespertino de la señora.

La guerra está lejos y muy cerca a la vez. Pero en casa el padre lo tiene todo claro, como es natural. ¿No ha hecho un pacto esa maldita carroña con el gorila del Kremlin? ¿Qué significa eso? Stalin y Hitler, el padre Pequeño y el padre Grande, subiéndose cada uno a las barbas del otro. ¡Y los comunistas los apoyan llamándolo estrategia! ¡Eso es alta traición a la patria! ¡Que me muera si no es lo que digo!

Elna intenta verlo todo de un modo práctico.

Hay una mujer mayor de apellido Ekblom al cuidado de la lechería que se encuentra al bajar la cuesta de la estación. Cojea y lleva una bota negra con una suela de diez centímetros de grosor, tiene el pelo blanco y es amable, no se niega nunca a vender a crédito. Y es comunista, lo reconoce abiertamente.

¿Es traidora a la patria?

Elna trata de escuchar y preguntar, pero las respuestas son demasiado elevadas para ella. Un hombre, llamado Hess, que vuela hacia Escocia e inmediatamente, en opinión de la señora Ask, es un espía loco; y en boca del padre un «desertor sorprendente y sensato para ser alemán». Himmler, Múnich, la Reichskanzlei, el Obersturmbannfuhrer, Messerschmitt, nunca algo coherente. Y la madre, que aprieta nerviosa sus cupones de racionamiento y teje calcetines de lana de modo impulsivo, en silencio, con furia, como si el día del juicio final estuviera anunciado ya en la puerta.

¿Y ella qué hace?

Pues sí, al final escribe a su amiga Vivi y le cuenta las cosas exactamente como son, que está confusa. Una carta larga.

¿Las circunstancias, los motivos?

¿Puede explicárselo Vivi? ¿Lo entiende?

Intercambian cartas, tratan de interpretar recíprocamente sus pensamientos, adquirir la claridad y la visión de conjunto que, por desgracia, parecen ser tan necesarias para poder vivir, esclarecer lo complicado de la vida.

Llega la primavera. Vivi y Elna han cumplido diecisiete años, y este verano van a encontrarse, con guerra o sin ella. Los tiempos de incertidumbre parece que van a continuar, la impaciencia se acentúa. La cuestión es sólo cómo podrán hacerlo. Ninguna de las dos tiene algo a lo que pueda llamarse vacaciones. (Vivi se arriesga incluso a ser despedida si se pone enferma un solo día, según le ha escrito a su amiga de Sandviken en una airada carta, después de unas anginas que han hecho sus días laborables el doble de dolorosos.) El camino entre Sandviken y Landskrona es largo. Pero sin duda podrán ahorrar unas pocas coronas, pueden alquilar bicicletas, y siempre hay alguien que tiene un viejo saco de dormir…

Una casualidad las ayuda. Ocurre un día de principios de mayo de 1941, cuando el invierno ha empezado a retirarse por fin dejando paso a una primavera que calienta con titubeos a las personas heladas de frío. Un día en el que, a pesar de todo, parece que es posible volver a creer en el verdor y en los pájaros estivales, sucede el acontecimiento inaudito. Rune sube la escalera con paso pesado, abre la puerta y dice que han llegado noticias de su hermano, el que vive en Skallskog, al sur del lago Siljan. El hermano dice que si los hijos de Rune tienen ganas de ir a verlo y a ayudar con la siega, son bienvenidos.

—Ése nunca ha sido muy familiar —dice irritado—. Pero ahora parece que es importante. La guerra une. Sí, claro, pero es un tacaño de mierda, así que me parece que está buscando ayuda barata. Quizás han llamado a filas a los braceros, así que se encuentra ante la terrible posibilidad de tener que sujetar él la horca del heno.

Nunca se ha hablado mucho del tío, el próspero granjero de Skallskog. Elna sospecha que el velado motivo es la turbia envidia al tío que tiene propiedades, al que siempre se han referido como Pelle «el Gallinas». Con apelativos cariñosos y malintencionados siempre se logra quitar importancia a parientes demasiado distinguidos o a prósperos nuevos ricos…

—Ni hablar de que viajen todos —decide Rune con contundencia, y no soporta que le contradigan—. Pero tú, Elna, tal vez quieras ir. ¡Además, al viejo le fastidiará que vaya una chica en vez de un par de mozos llenos de energía!

Claro que quiere. Y Rune no ve ningún inconveniente en que Vivi la acompañe. Más bien todo lo contrario.

—Seguro que no cuenta con que le lleguen dos chicas flacas —dice riendo satisfecho ante la posibilidad de poder fastidiar a su impúdico y adinerado pariente.

Elna mira a su madre. Está sentada en silencio, aunque parece que también quisiera viajar. Pero ¿quién le pregunta? ¿Acaso alguien se imagina que también ella puede albergar el deseo de alejarse de todo durante unas semanas?

Elna ha aprendido que no basta con tener fe y esperanza. Al contrario, se obliga a considerar con gran escepticismo todo lo que le gustaría llevar a cabo. Ahora hace lo mismo. Pero, aunque resulte raro, en este caso todo se arregla. En una carta que hierve de alegría incontenida, Vivi escribe y cuenta que el odioso director del Stadshotellet en el que trabaja, en un momento de remordimiento después de una tremenda borrachera, le ha concedido por carta dos semanas libres. Sin retribución, como es natural, pero, de todos modos, Vivi no había contado con eso. Piensa con agradecimiento en los dos viajantes de comercio que han emborrachado al director del hotel hasta tal punto que le concede el permiso. Y Elna tampoco tiene que dejar de trabajar en casa del ingeniero Ask, quien le expide con indulgencia vacaciones no retribuidas por el periodo solicitado, pues de todos modos durante algunas semanas estivales la familia acudirá al archipiélago de Estocolmo a bañarse con lo mejorcito de la sociedad.

Y así un día, una tarde poco después del solsticio de verano de 1941, Elna está en el andén de Borlänge esperando a que entre resoplando en la estación el tren que va hacia el norte. Ahí, en algún vagón, estará Vivi, con la bicicleta facturada en un vagón de mercancías, haciendo señales con un pañuelo rojo desde una ventanilla. Han mantenido correspondencia durante tres años, Elna ha contado más de cien cartas, y ahora por fin van a encontrarse, van a ir en tren hasta Älvdalen, subir en bicicleta hacia la lejana frontera noruega, la sierra, y luego, poco a poco, van a buscar de nuevo el camino hacia el sur, en dirección al lago Ejen, para ir a Skallskog a ayudar en la recolección del heno a Pelle el Gallinas. La eternidad, por fin, es perceptible. Catorce días en los que cada mañana descubrirán de nuevo la libertad.

Elna es guapa, está de pie en el andén con la maleta entre las piernas. Lleva una cinta blanca en la cabeza sujetándole su pelo oscuro y rebelde, calcetines blancos, vestido amarillo, sandalias. Tiene diecisiete años y respira con vehemencia, como si la visión de lo que se le ofrece a los ojos la dejara sin aliento. Pero, como es natural, ella también está nerviosa. Se imagina que Vivi, que viene del extremo sur del país, será mucho más bonita y mucho más fuerte que ella, que ha nacido con toda modestia en una población insignificante, un montón de casuchas alrededor de una fábrica, donde ni siquiera se ve el mar por más que te subas a la torre de la iglesia.

Espera inquieta e ilusionada, con la contradicción precisa que exige la situación. (Pero si hubiera sabido que, como resultado de este viaje, iba a tener una hija que en un futuro lejano se pasearía y sería infeliz precisamente en esta ciudad, sin duda habría dado media vuelta y se habría alejado corriendo por las polvorientas carreteras hasta verse de nuevo en su casa de Sandviken. Pero la vida no es así. Es probable que la casualidad pueda guiarse, dominarse, pero nunca prepararse, calcularse. El futuro sólo se muestra como la fastidiosa punta de una nariz que sobresale tras el telón…)

Ahí está Vivi. Primero los silbidos y quejidos de la humeante y chirriante locomotora, luego de repente un pañuelo rojo que centellea al pasar desde la ventanilla de un compartimento de tercera clase, apenas visible entre las chispas y el vapor. Y en medio de todo eso resuena el estridente grito en un dialecto raro.

—Debes de ser tú, ¡Elna!

Es Vivi, Vivi Karlsson. Hija de un obrero de los astilleros de Landskrona. Éste es su aspecto: pelo casi tan blanco como la tiza, innumerables pecas, nariz respingona, un diente ennegrecido en la mandíbula superior a causa de una caída en la escalera del retrete. Baja, muy delgada. Y directa.

Elna sube al tren y se deja caer sobre el banco de madera enfrente de Vivi, suelta la maleta y el saco de dormir en el suelo. Se miran la una a la otra sin hablar hasta que el tren arranca bruscamente.

Están viajando, por fin se han encontrado.

—Hola —dice Elna.

—Hola —responde Vivi.

Luego se ríen. Ya saben mucho la una de la otra, aunque no se hayan visto antes. El aspecto sólo tiene sentido cuando no se sabe nada. Ahora constatan con rapidez que ninguna de ellas es como habían imaginado; dejando a un lado todas las expectativas, ahora lo que vale es la realidad.

Lagos, Leksand, el lago Siljan resplandeciente, Mora, y al atardecer, ese luminoso atardecer de verano, saltan del tren en Älvdalen y desatan las bicicletas que llevan como equipaje. Las recibe una lluvia suave y tranquila, casi susurrante. Abren con cuidado la puerta de un aislado vagón de mercancías que está amarrado y se disponen a pasar allí la primera noche. En el furgón huele a estiércol, pero Vivi se desplaza de un lado a otro olisqueando como un terrier hasta que encuentra unos periódicos en la estación, que extiende bajo los sacos de dormir. Cuando empieza a oscurecer se tumban a hablar, a veces guardan silencio y escuchan las gotas de la lluvia contra el techo arqueado.

Hablan toda la noche, dormir pertenece a otro mundo, viejo y abandonado. Cada vez se juntan más la una a la otra, de repente pueden percibir sus alientos. ¿Se puede estar más cerca?

Hacia las dos de la mañana, Vivi pregunta de repente a Elna si es virgen aún. Ni siquiera se ríe, sólo formula la pregunta tal cual.

Elna no sabe bien ni qué contestar ni cómo expresarse. Nunca había imaginado que alguna vez le harían una pregunta así.

¿Pero lo es o no lo es? Sí, claro que lo es. El tiempo que le ha quedado para salir con chicos ha sido insignificante. Y Rune, su padre, la ha vigilado siempre, siguiéndola con los ojos a todos lados. Ha sido también él y no la madre quien le ha dado información, una información sorprendente y desordenada a la vez. Lo único que ha entendido en realidad es la necesidad de mantenerse alejada de los chicos. Alguno que otro se ha atrevido a palpar bajo su falda, pero nunca ha habido nada más. Aunque una vez, cuando un bruto de Hofors la pilló desprevenida, no le dio tiempo a parar y sintió que le metía un dedo. Se llamaba Birger, había empezado a trabajar en la fábrica y, aunque Elna apenas recuerda cómo fue, se encontraron y empezaron a salir juntos de modo inocente. Opina que Birger es bueno, ríe a menudo y con fuerza, es alto y siempre va muy limpio. Pero entonces un sábado por la noche va y se quita la máscara y no es más que un joven ávido que utiliza la fuerza para tratar de destrozarla.

Y después de notar la presión del nervioso y ansioso dedo del adolescente, sin duda se siente distinta. Ella misma, ávida y avergonzada a la vez, ha intentado encontrar sensaciones en sus genitales, con la pálida luz de la farola reflejada sobre la manta, teniendo cuidado de no despertar a Nisse. Y ha encontrado sensaciones, estimulantes, pavorosas, tentadoras. Pero se controla cuando sale con chicos, brutos o no. Quedarse embarazada sería la muerte, como poner la cabeza bajo un hacha…

Pero hasta esa noche nunca había hablado con nadie como con Vivi. Se ruboriza y se ríe tontamente, apenas puede pronunciar ciertas palabras, y a cada momento le parece que la puerta del furgón va a abrirse de un tirón y que su padre Rune aparecerá allí y le preguntará entre gritos de qué diablos están hablando. Pero no viene, como es natural, y ellas cuchichean y les da hipo de tanto reír. Cuando empieza a amanecer son capaces de hablar de cualquier cosa, de lo divino y de lo humano, y de prejuicios, pensamientos prohibidos, ideas peligrosas.

—Hitler —dice Vivi—. ¡Imagínate que estuviera aquí! ¿Y si estuviera tumbado aquí, en medio de nosotras?

Se dejan llevar por la imaginación.

Lo bautizan con el peor nombre que se les ocurre, y le dan la forma más repugnante que pueden imaginarse.

Víbora, un cadáver podrido, una rata marrón con manchas asquerosas y garrapatas en el rabo…

Comienza a amanecer, no son más de las cuatro cuando salen a escondidas del vagón de mercancías, cargan sus bicicletas y se marchan. Ya no llueve, pero hay nubes bajas y pesadas, están destempladas y pedalean en las primeras cuestas para entrar en calor y sudar. Se ponen a cantar en medio de la carretera llena de baches, y después de unos kilómetros deciden hacerse llamar Daisy Sisters. Pedalean una al lado de la otra con el sol en la espalda.

«Dios», piensa Elna. «Si existes, si existes…»

Paran a la salida de Rot, preparan café (Vivi es la que lleva el café y cuenta, complacida, que es lo último que cogió cuando la señora se dio la vuelta en la gran despensa del Stadshotellet), comparten lo que llevan para los bocadillos, viven su primera mañana juntas. De repente, Vivi empieza a corretear de un lado al otro por la colina en la que están sentadas, sólo por el gusto de poder subir y bajar corriendo.

—En Escania sólo hay escaleras —dice a gritos—. Si te caes aquí, no te rompes los dientes.

Da volteretas en la hierba y empieza a nadar en seco. Cuando se levanta tiene la cara marrón y pegajosa, ha caído en medio de una boñiga de vaca. Pero, sin parar de reír, va a lavarse a una acequia.

Siguen su camino, directas hacia el verano.

Pero, después de unos días, de repente no pueden avanzar más. Al norte de Gröveldalsvallen, donde ya intuyen Långfjället al noroeste, son detenidas junto al puente del río Grövlan. El centinela es gordo y está sudoroso, el fusil le cuelga del hombro como un yugo. Ellas se bajan de las bicicletas y quedan cara a cara con el vigilante sueco. Pero perciben la gravedad, a pesar de que el centinela se parece a Sigurd Wallén, a un desdichado Sigurd Wallén. Al otro lado de la frontera invisible, no muy lejos de allí, tiene lugar la guerra. El centinela pregunta tranquilo hacia dónde se dirigen y les dice que pueden continuar un poco más. Pero no pueden ir más allá de Lövåsen, a los pies de Långfjället. Y desde allí todavía hay algunos kilómetros hasta la frontera. Dejan atrás al centinela y siguen en bicicleta, pero ya no cantan.

Un granero casi derruido se convierte en su hogar, y un arroyo pasa a ser su particular mar. Pueden comprar en una granja lo poco que necesitan para comer, sin presentar los cupones de racionamiento. Intentan dar con la guerra durante los cálidos días de verano. Pero todo está curiosamente tranquilo, los dispersos granjeros se mueven inexpresivos en medio de sus quehaceres, por la carretera llegan de vez en cuando coches negros envueltos en una nube de polvo. Por lo demás, reina la quietud. Tal vez haya tantas caras de la guerra como estruendo de cañones y aviones de guerra, piensan ellas. Quietud, un cielo despejado y el sol que se mueve lentamente de este a oeste. Se abren paso en la quietud, deambulan, toman el sol, se bañan. Dentro de poco más de diez años cumplirán treinta, ¿qué harán entonces? ¿Habrá acabado la guerra? ¿Qué aspecto tendrán en 1954? ¿Y en 1964, diez años después? ¿A quién se escuchará entonces en el programa de radio de los sábados por la tarde? Y, más lejos aún en el tiempo, ¿cuándo morirán? ¿Estarán vivas aún en el año 2000? Deambulan por la ladera de la montaña del mismo modo que hacen excursiones en sus mentes por diversas ideas y sueños. Dejan que pies y pensamientos sigan el mismo camino.

Vivi alberga el vago sueño de viajar por el mundo. No sabe adónde, y menos aún cómo. Los sueños de Elna son más sencillos, le bastaría con irse a vivir a Estocolmo. Y poder trabajar en una oficina… «Dios mío, si existes, no pido nada más.» Pero Vivi refunfuña. Están sentadas junto al arroyo y ella escarba con las manos en la tierra húmeda, intentando explicar que es así como ve su vida. Debajo de todo siempre hay algo más, algo inesperado. Eso es lo que quiere descubrir. Cree que se llama arqueología, pero no está segura. Elna no puede ayudarla, nunca había oído esa palabra.

Un día, Vivi habla de su padre. Él hizo un largo viaje en una ocasión a una ciudad del sur de Francia. Allí fue detenido y deportado. Iba de camino hacia España, a otra guerra. Elna ha oído hablar de ella, pero en unos términos que le inquietan. Rune, su padre, ha hablado en varias ocasiones de mártires, que es como llama de forma despectiva a quienes participaron voluntariamente en la guerra civil. Mientras Elna está contándoselo, Vivi hace muecas y agita los pies en el agua del arroyo. Por un momento, Elna cree que Vivi está empezando a enfadarse, pero luego se le pasa. Vivi sólo se encoge de hombros.

—En el futuro se verá quién tenía razón —dice. Son palabras de su padre, su consuelo en los peores momentos.

Elna hubiera querido preguntar más, pero se contiene, ha percibido que Vivi se vuelve reservada y misteriosa cuando se trata de su familia y, sobre todo, de las ideas políticas de su padre. Cuando habla sobre el viaje de su padre a España, dice poco o casi nada acerca de los motivos. El viaje se convierte en un simple viaje, emocionante porque se trata de países apartados y porque además es interrumpido bruscamente. Pero el contenido del viaje no lo desvela, todo lo que dice es que iba a incorporarse a las brigadas internacionales.

«Brigada», ¿qué es eso? De la boca de Vivi brotan palabras y conceptos, muestras de una experiencia de la que carece Elna. Con frecuencia tiene que preguntar, pero con la misma frecuencia no lo hace. No sabe de qué depende, es algo que se siente sin más. No obstante, está segura de que lo mejor es no preguntar ni expresar lo que piensa.

Un día entran con las bicicletas en una zona prohibida. Lo hacen conscientemente, habían tomado ya la decisión la noche anterior en la granja. Y, como de costumbre, Vivi es la impulsora. De repente, cuando Elna está casi dormida, abre su saco de dormir y le propone en voz baja que hagan una expedición prohibida.

—Lo más que nos puede pasar es que nos paren —dice con determinación—. ¿Y qué pueden hacer aparte de decirnos que nos volvamos? Nosotras sólo diremos que nos hemos equivocado de camino.

Elna no necesita preguntarle a Vivi por qué quiere entrar en una zona prohibida, lo sabe muy bien. Es la tentación de la frontera, ese punto del paisaje que es definitivo: alejado, un país distinto, guerra. Tienen una idea vaga de cómo es una frontera. ¿Una valla? ¿Una empalizada? ¿Atalayas encadenadas? ¿Un paisaje que de pronto cambia de características?

Poco después de las cuatro de la mañana parten con sus bicicletas en busca de respuestas. La noche ha sido húmeda y tiritan de frío en el amanecer. La zona está desierta, las envuelve una niebla blanca que se extiende quieta limitándoles la visión. El camino es duro y la gravilla cruje bajo las ruedas de goma. Vivi pedalea delante, es la que dirige la expedición, Elna la sigue unos metros más atrás.

Van en dirección a la frontera, fuera de la tranquilidad, hacia la guerra.

Pero no llegan demasiado lejos, la frontera sigue burlándose de ellas. De repente surgen de la niebla dos centinelas jóvenes y, a diferencia del grueso vigilante del puente, estos dos son decididos, espabilados, y están preparados a pesar de la temprana hora de la madrugada. Sus rostros bronceados brillan de un modo irreal en la niebla. Están de pie en la carretera empuñando sus fusiles. Vivi lleva a cabo la interpretación que ambas han acordado, se adelanta unos metros en bicicleta y, con su aguda y ruidosa voz con acento de Escania, pregunta dónde están, tienen que haberse equivocado de sentido a causa de la niebla.

Uno de los centinelas (del que sabrán después que se llama Olle, y al que apodan «Dedos») le sonríe socarrón.

—Aquí sólo hay un camino —dice—. Aquí no es posible equivocarse.

Elna desearía dar media vuelta y alejarse de allí lo antes posible, pero Vivi no es de las que dudan en atacar inmediatamente en las situaciones difíciles. Haciendo caso omiso de la respuesta que le han dado, pregunta dónde están. El soldado de frontera entorna los ojos. Sabe, por su acento, que ella procede de Escania, él es de Växjö y tiene parientes en Tomelilla. Da un paso hacia ella y comienza la sarta de preguntas que tiene que formular cuando descubren a personas no autorizadas en la parte prohibida de la zona fronteriza. Vivi contesta, hablándole del granero y del Stadshotellet de Landskrona y, sin darle mayor importancia al hecho de que está infringiendo la regla que dice que el civil tiene que atenerse a las órdenes de los militares, le pregunta si a pesar de todo es posible ver la frontera.

Olle sonríe de repente, alguna idea está tomando forma en su cabeza.

—Claro que sí —dice—. Vuelve esta tarde. A las siete en punto.

Y Vivi promete volver, tanto ella como Elna.

Olle les hace señales con el fusil y ellas se dan la vuelta, dirigiendo sus bicicletas hasta el camino por el que han llegado, y se detienen después de unos cien metros. A Vivi le excita la idea de que por fin vayan a poder acercarse a la frontera. Pero Elna duda, casi tiene miedo.

—¿Qué se puede ver a esa hora de la tarde? —dice.

—Tal vez haya reflectores —contesta Vivi.

—Quizá no vengan —insiste Elna.

—Entonces iremos nosotras —responde Vivi—. Nos han dado permiso, ¿no es así? Podríamos ver la frontera si volvemos a las siete.

Sí, a las siete. ¿Cómo van a saberlo si ninguna de ellas lleva reloj? Pero Vivi descarta la idea con un gesto, quedan por lo menos doce horas, tiempo más que suficiente para solucionar también ese problema.

—Ni siquiera sabemos cómo se llaman —dice Elna débilmente.

Vivi la mira asombrada.

—¿Qué importancia tiene? —pregunta.

Es cierto, ¿qué significan un par de nombres? Elna se encoge de hombros al darse cuenta de repente de lo estúpido de su objeción.

La niebla se disipa, se montan en sus bicicletas en un sendero casi cubierto de maleza y empiezan a subir por una pendiente escarpada. Buscan un lago. Aún es de madrugada, el terreno se vuelve cada vez más inaccesible y ha vuelto la niebla. Cuando llegan a la ladera de la colina, la pendiente las lleva hacia abajo por una estrecha depresión del terreno. Las bicicletas saltan por encima del escarpado sendero lleno de raíces, ellas frenan con los pedales y Vivi le grita algo a Elna, que, como de costumbre, va unos metros más atrás. Le grita que tiene hambre. Si pudiera beberse esta blancura a su alrededor…

En la parte más baja del valle acaba el sendero junto a una pequeña granja devastada por el clima, una casita gris de paredes de madera astillada que recuerdan las descuidadas barbas de un vagabundo, un pequeño establo y un retrete exterior. Una vaca blanca y negra está pastando en una ladera. Sale humo de la chimenea. La granja emerge como una nave fantasma en la niebla, a la que sólo la vaca y la delgada columna de humo parecen infundir vida. La dos dejan las bicicletas y van a comprar un litro de leche —llevan bocadillos en una fiambrera que Elna ha pedido prestada a Arne, su hermano mayor—. Elna es la que llama a la agrietada puerta exterior, porque se han dado cuenta de que el acento de Escania de Vivi es incomprensible para los habitantes de regiones limítrofes.

No abren y Elna, extrañada, indica con el dedo hacia las ventanas, que están cerradas. Las cortinas están echadas. Se preguntan si los granjeros dormirán aún, pero comprenden que no puede ser. La chimenea suelta humo y la gente que tiene vacas suele madrugar. Elna vuelve a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza, no sólo con los nudillos sino con el puño derecho. Como respuesta al ruido aparece un hombre al otro lado de la puerta. La saluda con una inclinación de cabeza, mirándola interrogante. Elna responde a su saludo y le pregunta si puede venderle un poco de leche. Él tarda en contestar, parece meditar, hasta que finalmente se hace a un lado y les pide que entren. En la oscura cocina hay cuatro personas sentadas. Dos mujeres y un niño y una niña. La mujer más joven, de unos treinta años, mira recelosa a Vivi y a Elna, que se han quedado junto a la puerta. La otra mujer, algo mayor, está sentada despiojando a la niña. El niño, que no tiene más de cinco o seis años, se ha sentado en el suelo y sujeta entre sus manos un trozo de leña.

—Sólo quieren comprar leche —dice el hombre—. Siempre tenemos un litro para vender.

La mujer que despioja a la niña mira alternativamente al cuero cabelludo de la niña y a las dos mujeres que están en la puerta. Saluda con amabilidad, asintiendo.

—Sí, pero no más de un litro —dice—. No nos da para más.

El hombre las conduce a la parte trasera de la casa, donde hay una fosa cavada en el suelo. Les pregunta con cautela quiénes son, cómo han llegado a esta parte tan alejada del mundo. Sonríe al oír el acento de Vivi, seguramente no entiende nada de lo que dice. Vierte un litro generoso en la lechera gris que Elna le tiende. Elna le da una moneda de veinticinco céntimos y el hombre la deposita en su gastado monedero.

—Me llamo Isak Fjällberg —dice el hombre en voz baja, como si tuviera miedo de que algún extraño pudiera oírlos—. Los que habéis visto en la cocina eran mi mujer y unos fugitivos noruegos. No hay nada ilegal en ello, pero no vayáis diciéndolo por ahí.

En ese momento aparece la niña a la que le estaban quitando los piojos. Tiene once o tal vez doce años. Se sitúa unos metros detrás de Vivi y le mira fijamente la cabeza.

Vivi lleva una peineta pequeña para sujetarse el cabello cuando va en bicicleta. Además está de moda, la ha robado en una tienda de Landskrona.

La niña mira la peineta con ojos de asombro.

—Llegaron anoche —dice Isak Fjällberg—. Están cansados, van a continuar hoy más tarde. Han estado caminando a través de los bosques durante una semana antes de conseguir llegar hasta aquí.

Vivi es impulsiva, detesta dudar. Se quita la peineta y se la da a la niña noruega, que la acepta vacilante. Le hace una reverencia y vuelve a entrar en la casa corriendo. ¿Alguien haciéndole reverencias a Vivi? Santo cielo, lo que tienen que haber aguantado…, porque no se hacen reverencias a una persona de la misma edad, y menos aún a la hija de un obrero de los astilleros, ¿verdad? Si hubiera sido de sangre real o de la nobleza podría entenderse, pero ¿a una chica joven de Landskrona?

Isak Fjällberg sonríe y masculla algo inaudible.

Vivi y Elna se miran. Aquí, en medio de la niebla, han podido ver finalmente la guerra. Elna se da cuenta de repente de que se trata de un acontecimiento que va a recordar siempre, mientras viva. Al menos ella desea que así sea.

Les permiten sentarse en la escalera para desayunar. Isak Fjällberg se queda en el patio sin hacer nada, parece que estuviera escuchando. Pero sólo está cansado. Controla la frontera, forma parte del último y decisivo eslabón en la cadena que, en esa zona, al sur de Röros y al norte de Trysil, cruza la frontera con Noruega por la noche y pone a salvo a fugitivos noruegos, fuera del alcance de los nazis y de las temidas bandas de delatores.

Vivi y Elna se quedan en ese apartado patio de montaña. Cuando desaparece la niebla, descartan ir en busca de un lago. No parece que nadie tenga nada en contra de su presencia allí, tal vez Isak Fjällberg piense también que es más seguro que se queden hasta que, después del mediodía, haya conducido a los tres fugitivos valle abajo hasta la estación de refugiados. La niña a la que Vivi le ha dado su peineta se llama Toril. Va en busca de Vivi y Elna mientras su madre y su hermano pequeño duermen dentro de la casa, exhaustos después de huir atemorizados todo el día. Ya se le ha pasado la timidez, necesita hablar, quitarse la ansiedad. Mientras, Isak Fjällberg pasea de un lado a otro esperando a que la madre y el niño se despierten y tengan fuerzas para continuar. Ida, su mujer, apenas se deja ver. Vela por los dos que duermen en la habitación, uno pegado al otro, en la cama que es suya y de Isak. Cuando Noruega fue atacada en abril de 1940 y empezó el flujo de refugiados, no lo dudaron, era obvio que había que ayudar. Y ambos tienen buenos contactos con sus vecinos del otro lado de la frontera. Isak es muy conocido en la zona de la frontera, se puede confiar en él, no tiene miedo y siempre está dispuesto a ir cuando es requerido. Hay periodos en los que no duerme ni una sola noche, y por el día tiene que realizar su trabajo de talador de troncos. Sólo hoy se ve obligado a llevar a los prófugos hasta el campamento de refugiados, ya que quien lo hace habitualmente se ha puesto enfermo. Ida se encarga de los refugiados cuando ya han pasado la frontera. Entonces se produce a menudo la reacción, gritos y abatimiento, apatía y un hambre devoradora. Nadie sabe cómo logra dar de comer a todas esas personas, vestir a las que lo necesitan. Isak y ella son humildes agricultores de montaña y apenas tienen recursos. Pero como quiera que sea, todo marcha como tiene que ir… Y despiojar a los niños es algo incuestionable, ¿por qué tienen que sufrir por unos bichos? Ya han sufrido bastante…

Toril ha visto alemanes vivos. Para Vivi y Elna ésa es la gran sensación. No han transcurrido más de veinte horas. Ella habla en su noruego cantarín (que tanto Vivi como Elna se sorprenden de que sea tan fácil de entender) de la última y crítica parte de la huida, justo antes de que entraran en el bosque para ser confiados al guía sueco que resultó ser Isak. En la oscuridad tuvieron que pasar un camino que estaba vigilado por soldados alemanes. Al hermano, que se llama Aage, le han dado vino tinto para que se durmiera, vino tinto al que habían añadido algo. El guía lleva al niño en brazos. Pero, de repente, cuando iban a atravesar la carretera, aparece una patrulla alemana de transporte y se ven obligados a lanzarse a la cuneta. Los alemanes habían variado la hora de su cambio de guardia y los guías de frontera suecos no podían saberlo. Abajo en la cuneta, Aage empieza a despertar de su sueño, la madre se ve obligada a apretarle la cabeza con fuerza contra su pecho. Durante un corto y terrible instante, Toril ve que dos soldados alemanes se paran a menos de dos metros de la cuneta donde están ellos apretujados. Ve los cascos de acero, los uniformes verdes, oye algunas palabras estridentes en el temido idioma alemán. Pero se libran de ser descubiertos y pueden continuar. Toril los ha visto, los ha oído. Y no le faltan motivos para temerles. Por lo que sabe, han tenido que abandonar precipitadamente Hamar, donde viven, ya que su padre está en alguna parte de la sierra, con el movimiento de resistencia sueco, y han tenido conocimiento de que en cualquier momento pueden utilizarlos como rehenes contra él. Disponían de media hora para salir, abandonándolo todo. A su hermano ni siquiera le han permitido llevarse su osito de peluche.

Vivi y Elna miran a la pálida niña que ha venido desde el otro lado de la frontera. Así es la guerra, o al menos una pequeña parte de ella.

Llega Isak y le dice que vaya a acostarse y que duerma ella también. Van a tener que andar cinco kilómetros por la tarde, sólo puede conseguir que los lleven a caballo el último tramo. El coche que utilizan normalmente se ha estropeado. Y no pueden esperar hasta que lo arreglen, la casa no basta, pueden llegar nuevos refugiados. A través del enlace que tiene al otro lado de la frontera ha sabido que la Gestapo ha desarticulado varias células de la oposición, así que los refugiados siempre vienen en grandes grupos.

Toril obedece y entra en la casa.

—Precisamente éstos corren más peligro que los demás —dice en tono grave—. El padre no sólo está a favor del movimiento opositor, sino que también es miembro del partido comunista…

¡Otra vez eso! Elna escucha con atención, igual que Vivi. De nuevo el tema ese de ser comunista.

Por la tarde, Isak lleva a la madre noruega y a los dos niños en dirección este, valle abajo. Ida les dice adiós con la mano, Toril sujeta su peineta con fuerza, ahora es lo único que posee en el mundo, y luego desaparecen. Vivi y Elna se despiden de Ida y llevan sus bicicletas al mismo camino por el que han llegado. Descansan en lo alto de la ladera de la colina, están sudorosas y se dejan caer en la fina hierba. Se ha levantado viento, pero el aire es suave. En el noroeste se amontonan bancos de nubes oscuras como un extraño telón de fondo. Elna se ha acordado de preguntarle la hora a Isak justo antes de despedirse de él. Después de una ojeada al cielo calcula que serán las cuatro de la tarde. Así que aún les quedan unas horas antes de volver a encontrarse con los vigilantes y de que las escolten hasta la frontera.

—Es sábado —dice Vivi.

¿Sábado?

Elna se sobresalta. El tiempo ha pasado volando, ya han transcurrido cinco días desde que estaba esperando a su amiga en la estación de Borlänge. Enseguida tendrán que reemprender su viaje hacia Skallskog, a los rastrillos y la recogida del heno.

De repente, los breves segundos se vuelven infinitamente valiosos, tienen que aprovecharlos al máximo. Los días han pasado en una especie de juego atemporal, pero ahora que ya se conocen tras haber dormido tantas noches juntas puede seguir transcurriendo el tiempo. Se han bañado desnudas en arroyos y lagunas, no hay ni una mancha en sus cuerpos que la otra no haya visto.

Parece que ahora debe ponerse a prueba la solidez de la amistad que han forjado.

Están sentadas en lo alto de la colina mirando el paisaje. Al ser una zona limítrofe geográficamente, montaña, bosque y pradera pueden abarcarse de una ojeada. Un trozo de Suecia distinto y similar a la vez de los que ya conocían: los monótonos bosques de pinos rodeando Sandviken, y los llanos e interminables campos de cultivo alrededor de Landskrona (excepto El Estrecho, como es natural).

Vivi, pensativa y ausente, se rasca una picadura de mosquito. Es una persona sin términos medios, presa de cambios bruscos, descarada y provocadora en un momento, y a los pocos segundos metida en el fondo de su mundo propio, rodeada de puertas cerradas, ausente de todo excepto de ese pensamiento o visión que atrapa su atención. Y luego, sin avisar, regresa de nuevo.

Como ahora. Se retira el pelo de la cara (ya se ha olvidado de la peineta, como si no hubiera existido…) y mira a Elna con atención.

—¿Lo entiendes ahora? —le pregunta—. ¿Entiendes la situación de papá? Ya has oído lo que decía aquel hombre. ¡Ya lo has oído!

Elna tiene fama de ser buena y dócil. Lo último, ser apacible y fácil de contentar, es un rasgo que la honra. La que se contenta con poco no levanta casi nunca la vista del suelo, evitando con ello infectarse y sentir la incomodidad que produce ver que el mundo ha sido creado de un modo extrañamente injusto. Resultado: mirada baja, espalda encorvada, carencia de rebeldía.

Pero ¿es en verdad así? No, claro que no lo es. Pero su fuego arde dentro de un globo de cristal negro, es invisible, no llama la atención. Pero ella nota que estos cinco días que ha compartido con Vivi han significado algo importante. Le han dado valor. Una sensación que está eliminando el color negro del globo, que va a hacer que se vea la luz. Ahora ha adquirido coraje y percibe que están surgiendo los primeros fragmentos de una imagen de aspecto distinto al habitual. Vivi mastica una brizna de hierba y le pregunta si entiende. ¿Qué tiene que entender? Siempre ha entendido bien la diferencia entre comunistas y socialdemócratas, no es más notable que las diferencias entre unas gentes y otras. Pero que la diferencia implique algo real, que haya personas que elijan libremente el peligro y la desprotección, que la convicción tenga un precio, eso ha empezado a descubrirlo ahora.

Vivi ha dicho que ella es igual a su padre, y Elna sabe que casi es una copia de Rune, no totalmente, gracias a Dios, pero en gran parte. Ella y Vivi son distintas. ¿Qué significa? Las une el hecho de que ambas son mujeres que forman parte de la clase trabajadora, pero la cuestión es si eso no las separa en la misma medida.

—Rune es socialdemócrata —dice Elna apoyando la cabeza sobre las rodillas.

—Se te ven las bragas cuando te sientas así —contesta Vivi con sonrisa burlona. No lo dice con mala intención, sino con ambigüedad. Elna se tira del vestido y nota que se pone colorada.

Piensa que la respuesta es rara. ¡Ni siquiera es una respuesta!

—Mi padre dice que los socialdemócratas son lo peor que hay —añade Vivi—. Pero no habla en serio, la mayoría de sus compañeros de trabajo son socialistas. Pero lo dice. Le pasa lo que a mí, es un bocazas.

Vivi se estira en la hierba cerrando los ojos por el reflejo del sol. Elna se pregunta qué puede contestarle.

—Con Rune pasa lo mismo, pero al revés —dice finalmente—. Pero los que menos le gustan son los de derechas. Igual que a mí. ¿No te ocurre a ti lo mismo?

Vivi alza la cabeza, la apoya en una mano y mira hacia ella entornando los ojos.

—Por supuesto —dice—. Pero ¿cómo vamos a ir a por ellos si no podemos ponernos de acuerdo?

«¿Quiénes no pueden ponerse de acuerdo? Nosotras sí podemos», piensa Elna. «¿O sólo es así si lo hacemos por carta o compartiendo unos cortos paseos en bicicleta durante el verano?»

Realmente empieza a dudar.

Pero no pasa nada más, el sol calienta demasiado, la incipiente discusión se apaga. Elna tendrá que reflexionar luego sobre el hecho de que el modo de ser de Vivi, directo y franco, está dejando huella en ella. El sol empieza ahora su descenso en el cielo, pronto visitarán la frontera. Pero antes de eso, sólo un comentario más acerca del momento en que están reposando en la ladera de la colina.

Es Vivi.

—Eran guapos —dice.

—¿Quiénes?

—Los vigilantes, naturalmente. ¿Quiénes iban a ser?

Pero cuando los ven en el camino, uno de ellos no es el mismo que el de por la mañana, sólo reconocen a Olle.

Vivi y Elna estaban esperando de pie en la carretera y entonces aparecieron los dos por detrás de la maleza. Elna tiene la clara sensación de que las han estado espiando allí tumbados.

—Mi nombre es Olle, pero todos me llaman Dedos —dice el que ya habían visto—. Esta tarde estamos de permiso.

Vivi ha dejado su bici en la cuneta y exige con audacia una explicación, a la vez que dice que ellas se llaman Vivi y Elna. Sin apelativos cariñosos. Daisy Sisters es otra cosa, un juego infantil, algo que no se le dice a un extraño cuando se tienen diecisiete años.

—Me llaman Dedos porque nadie me gana echando un pulso con los dedos —contesta. Se ha puesto en pie con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos. El otro está pálido, es alto como un pino y permanece callado. Sólo dice su nombre, Nils.

Se quedan todos de pie en la gravilla, como piezas en la fase final de un juego. En medio, Vivi y Olle —o Dedos, como le gusta que le llamen—, bastante cerca el uno del otro, casi al alcance de la mano. A un lado y algo más atrás de Vivi está Elna; detrás de Olle, Nils.

Dedos los lleva por un sendero del bosque.

—¿Está permitido esto? —pregunta Vivi.

—Está terminantemente prohibido —contesta él—. Corremos el riesgo de que nos condenen a muerte. O por lo menos de que nos quiten el permiso. Pero, qué demonios…

Vivi se ha deslizado hasta ponerse a su lado, Elna y el pálido van cabizbajos y silenciosos unos pasos más atrás.

Elna lo mira a hurtadillas. No es guapo, además tiene granos, aunque son leves, más bien puntos rojos, no abscesos. Es tímido y vergonzoso, «parece que vaya a tropezar con sus propios pies», piensa sin poder contener la risa.

—¿Qué pasa? —masculla él.

—Nada —responde Elna—. ¿Qué iba a pasar?

Antes de conocer a Vivi no habría dicho nunca esto, es su modo de ser, de no poner punto final a nada, sino responder una pregunta con otra. Siguen andando y Dedos va hablando. Les dice que no les permiten revelar nada.

—Si aparece algún ofi, decidle que no tenéis la menor idea de nuestros nombres. Sólo que somos el número 34 y el 72. Nada más.

—Se refiere a un oficial —aclara Nils. Pero no era necesario, ambas conocen algunas expresiones del argot militar.

Según Dedos, la vigilancia de frontera que hacen ellos es la más importante y la más expuesta de todo el país. Se regodea de no contar nada, de dejar entrever grandes secretos. Y todo el tiempo con los puños en los bolsillos…

Llegan a lo alto de un cerro, junto a un gran lago que se pierde en el bosque a lo lejos.

La frontera. En alguna parte en medio del lago. Invisible, pero no obstante una frontera real.

Un bote de remos cruje sobre el lago, el agua refuerza el ruido de la fricción de los toletes.

Nada más, sólo tranquilidad.

Elna se pregunta dónde está y qué ve en realidad, cuando de repente ocurre algo más importante. Nils se ha puesto a su lado. Además, Olle ha tomado a Vivi de la mano, sacando del bolsillo por primera vez una de las manos.

—Sentémonos —dice Dedos, y entonces empieza a sentir ya el sudor en la palma de la mano.

Elna se acurruca para que Nils no tenga ninguna posibilidad de agarrarle la mano.

Pero no hay nada peligroso. Sólo están sentados mirando el sol en la tarde de verano, mirando cómo brilla por encima de los árboles del bosque, y luego llega el momento de regresar. Por la tarde los mosquitos se ponen pesados y tienen que apresurarse. La despedida en el camino es breve, pero Dedos quiere que le pague en especie por la escolta y los riesgos corridos, y Vivi deja que la bese, pero se retira con rapidez cuando la lengua se vuelve insistente. Nils y Elna no hacen nada.

Deciden encontrarse al día siguiente por la tarde. Cuando Nils y Olle podrán escaparse unas horas también. Vivi les dice dónde está el granero y luego no pasa nada más.

Pedalean a toda velocidad en sus bicicletas para mantenerse en calor, sin intercambiar una sola palabra, oyendo sólo el crujir de las cubiertas de goma sobre la gravilla. Una vez en el granero, se meten rápidamente en los sacos de dormir y respiran hondo después de la intensa marcha en bicicleta.

—Los dos eran agradables —dice Vivi. Luego distorsiona la voz hasta el tono más grave que puede—. Unos muchachos magníficos, una honra para la defensa de Suecia —refunfuña. Y luego, en tono normal, pregunta a Elna si lo ha reconocido. ¿A quién imitaba?

Elna no lo sabe.

—¿Tan mal lo he hecho? —pregunta Vivi enfadada—. Se supone que a Per-Albin. ¿No oyes la radio? Además es socialista. ¿No está tu padre siempre pegado a la radio?

—Dice que es mejor leer las noticias en los periódicos —contesta Elna, percibiendo que empieza a enfadarse. No le gusta que se describa a Rune como alguien «que está pegado a algo». Sabe que es un exceso de sensibilidad, pero aun así…

—¿Entonces? —dice Vivi desde el fondo de su saco de dormir.

¿Que qué piensa ella?

Pues claro que le han gustado.

Mañana van a encontrarse de nuevo.

Es domingo. El lunes como mucho han de partir hacia el sur con sus bicicletas. Apenas les queda tiempo, la libertad se reduce. Pero han visto la frontera, aunque sólo se trate de un lago con un bote de remos que cruje sobre las aguas.

Desaparecen dentro de los sacos de dormir y los cierran para que no entren los mosquitos, luego se duermen.

Son las siete de la tarde. Es domingo, y los dos reclutas se han introducido en el granero, con armónica y aguardiente; la armónica es un préstamo de Ekström, uno de los compañeros, el número 42, y el aguardiente lo han conseguido clandestinamente con una cartilla para adquirir bebidas alcohólicas del panadero Lundström en Särna, es un licor asqueroso que sabe a sudor de calcetín, pero que produce una tremenda borrachera. Lundström es una ganga para los que vigilan la frontera en esa zona, aborrece a los alemanes y, ya que lo han descartado por su obesidad y por tener los pies planos, refuerza la defensa sueca con su aguardiente de panadero. Así hace su aportación, con el propósito de resistir hasta la última gota, hasta el día en que las autoridades ya no se conformen con refunfuñar por las colosales cantidades de licor que parecen destinarse a la panadería en aquel rincón perdido y endurezcan el control o, aún peor, supriman la ración.

Llevan dos botellas, una de ellas se la han bebido hasta la mitad mientras se dirigían al granero en bicicleta. Se iban preparando contándose chistes obscenos por la carretera. Y la repartición ya la hicieron la tarde anterior, cuando estaban tumbados mirando en la maleza mientras las chicas les esperaban con sus bicicletas. El heno de la granja huele a moho, pero los mosquitos son menos molestos que en el exterior. El zancudo llamado Nils es el que toca la armónica pasablemente, y, aunque chirría y desentona cada dos por tres, funciona de maravilla como exhortación al canto. Un verso aquí, otro allí, todos los estadios. Primero se intenta cantar al unísono y demostrar que se tiene voz, entonces aparecen enseguida en su ayuda las canciones de Dan Andersson y Luossa. Luego unos momentos de puro mariconeo, bosques de arándanos y vellón, arañas aleladas y la niña que viene a la tierra. Y al final un swing incomprensible.

La intención es que Vivi y Elna beban. Vivi no lo duda, traga y hace muecas, y Elna agarra la botella cuando se la ponen delante. Nunca había bebido antes, su experiencia se reduce a alguna ocasión en que ha podido mojar la punta de la lengua en la copa de Rune. Pero a Vivi no parece resultarle extraño ponerse una botella de aguardiente en la boca, hasta a Dedos se le ve desconcertado. Ella bebe con coraje y a la vez segura de sí misma. Dedos casi pierde un poco de su estudiada virilidad. Sin duda, porque es más fácil vencer a campesinas más o menos reacias si se las puede engañar con algo fuerte, pero ésta bebe como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. ¿Qué significa eso?

Elna enseguida se pone a tono. El licor le pica y arde, calienta y enrojece. Le entran unas ganas irresistibles de reír y está totalmente segura de que ya domina el arte de tocar la armónica. Cae de bruces al inclinarse para coger la armónica, pero no importa, los sacos de dormir y el heno están blandos. Nota un calor agradable en la cabeza, aunque le resulta difícil controlar sus movimientos y sus pensamientos. Hasta la lengua se comporta de un modo extraño cuando intenta decir algo. Al contrario que Vivi, que siente que ha llegado al límite y se niega con firmeza a sobrepasarlo, Elna no ha experimentado aún esa barrera. Bebe cada vez que le pasan la botella, no le gusta nada como sabe, le produce náuseas, pero debe bebérselo, y no lo echa afuera.

Vivi y Dedos se han ido al rincón más oscuro del granero, y cuando Elna siente de repente que tiene que marcharse, salir en medio de la noche a respirar, el pálido Nils no tiene ningún inconveniente en escoltarla. Pero ¿por qué se llevará consigo uno de los sacos de dormir? Guapo no es, ¡pero sí que pueden ocurrírsele ideas ingeniosas! Y sin duda es posible dormir un rato al aire libre en la noche de verano. Es agradable, la humedad refresca, y las tenues estrellas dan vueltas en el cielo como avispas brillantes. ¿O son destellos de luz que hay en su cabeza, dentro de los párpados? No puede saberlo…

Y cuando se empeña en arrastrarse sobre ella le deja que lo haga, tendrá que ser así, ella sabe bien cuándo hay que decir basta. Pero él no se conforma con manos y cara, rostro y cuello, y se pone a hurgar y a moverse de forma excesiva. Cuando mete la mano por debajo del vestido y empieza a apretarle uno de los pechos, ella ya tiene suficiente y se da la vuelta poniéndose boca abajo. Y cuando parece que va a dejarla en paz, oye que empieza a trajinar junto a ella, pero ¿qué más da? La hierba está húmeda y fresca al contacto con la cara, en realidad ahora debería dormir, siente que los sueños pueden estar plenos de contenido… Pero de nuevo lo tiene a él encima, sin que le haya dado tiempo a reaccionar le ha subido el vestido hasta la espalda y le ha bajado las bragas hasta las rodillas. Ahora sí que se enfada, esto no es lo que quería, pero él ha sacado fuerzas de su excitación y ella tiene que golpear y forcejear antes de conseguir darse la vuelta. Entonces ve que él se ha quitado los pantalones, bajo los faldones de la camisa sobresale el miembro, y no es pálido como su cara, es de un color rojo azulado y está hinchado. Él le arranca las bragas y se coloca por la fuerza entre las piernas de ella. Cuando Elna le tira del pelo recibe una bofetada estruendosa y luego le inmoviliza los brazos. Él empuja y empuja, pero no acierta, mientras ella se arrastra y se retuerce todo lo que puede. Consigue oprimirle el escroto, por lo que él se estremece, pero es como si el dolor le incrementara las fuerzas y ahora sí que acierta y se introduce con un gruñido de dolor, y Elna comprende que está siendo violada. La bofetada quema, el alcohol lo vuelve todo confuso, no sólo en la zona genital, sino también en la cabeza. Forcejea pero no puede soltarse, él jadea y empuja y ella siente como si estuviera metido en lo más profundo de su vientre. Y así él se estremece con fuerza varias veces, gime y babea y cae pesadamente sobre ella. Ahora no se inmuta cuando ella le golpea la espalda. Ella se arrastra hasta soltarse y él yace en la hierba resoplando. Elna encuentra sus bragas en la hierba, se las pone y nota que tiene la entrepierna pegajosa, pero ahora en su mente sólo hay un pensamiento. Dormir, sólo dormir. Coge el saco de dormir, va tambaleándose hasta la pared del granero y se mete dentro del saco, luego cierra la cremallera por encima de su cabeza. Dormir, sólo dormir. Lo que ha ocurrido no ha ocurrido, y mañana todo será distinto y tienen un largo camino que recorrer en bicicleta…

Al día siguiente ellos han desaparecido. Cuando Elna se despierta, Vivi está hirviendo café en el hornillo, hace otro día espléndido y un abejorro zumba sobre su cabeza. Tiene la boca seca y le estalla la cabeza.

—Buenos días —dice Vivi—. ¡Qué mala cara tienes!

—¿Mala cara? —pregunta Elna arrastrándose fuera del saco de dormir y entrando tambaleándose en el granero. Lleva un espejo pequeño en el bolso. Cuando ve su rostro, recuerda las bofetadas y ve que tiene un arañazo en la mejilla y un hematoma en la garganta. ¿Es una marca de succión o un golpe?

Bebe café y le pregunta a Vivi cómo está. Gracias, todo bien. Dedos y ella se lo pasaron bien. (Aunque él era testarudo y se enfureció cuando no logró lo que quería, cuando ella ni siquiera quiso masturbarle. Pero eso hay que tomárselo con calma, una vez que él se ha dado cuenta de que no puede obligarla a hacer algo que ella no quiere hacer, a pesar del licor y de que le prometió retirarse a tiempo, así que es amable. Han pasado la noche acurrucados en un rincón.) Al final, Nils dijo desde la entrada del granero que tenían que marcharse. Entonces ella y Dedos ya llevaban un buen rato oyendo los ronquidos de Elna al otro lado de la pared.

—¿Y tú qué tal? —pregunta Vivi.

Elna no quiere pensar en eso, es un sueño incómodo que seguramente desaparecerá en cuanto se pongan en camino con sus bicicletas.

—Más o menos igual —dice—. Pero no estuve tranquila hasta que me metí en el saco de dormir.

Vivi repite que han sido encantadores. Elna no contesta, limitándose a balbucear algo incomprensible.

La semana en Skallskog transcurre con rapidez. Pelle el Gallinas se enfurece cuando ve que Rune le ha mandado dos chicas escuálidas, él había contado con ayuda en condiciones para la siega. Lo dice con franqueza, pero entonces Vivi y Elna se esfuerzan al límite con sus rastrillos para demostrar que ellas también pueden trabajar de verdad. El calor persiste y ellas trabajan desde la mañana a la noche y no les quedan fuerzas para mucho más que comer, lavarse lo mejor que pueden y dormir en una habitación destinada a los jornaleros. Rune ha acertado totalmente, el hijo de Pelle y los jornaleros son requeridos como guardianes de la neutralidad en el asalto al país, y no les han dado permiso para ir a casa para la siega, a pesar de las repetidas cartas de Pelle el Gallinas a las autoridades militares competentes. No obstante, lo que menos entiende de todo es qué tendrán que hacer en el archipiélago los pobres muchachos de Blekinge, ya que carecen de los requisitos para las faenas navales. Pero parece que ahora la defensa se adapta a las confusas leyes de la casualidad, y se rumorea que los jóvenes labradores del interior de Laponia hacen guardia en Kärnan, Helsingborg, así pues, ¿qué se puede pensar? Pero Pelle el Gallinas se da cuenta, tras dudar unos días, de que estas dos chicas son de gran utilidad. Si hubiera entendido lo que decía esa muchacha de Escania que hablaba con tanta rapidez, habría sido todo perfecto…

Logran guardar la cosecha en graneros y depósitos sin retrasarse por un solo chaparrón. En un acceso de generosidad, Pelle le da un billete de diez coronas a cada una de ellas cuando han terminado el trabajo y suben en sus bicicletas para ir a Rättvik a tomar el tren. También llevan una bolsa de comida en condiciones, saludos para Rune y el resto de la familia, y se despide de ellas diciéndoles que pueden volver cuando lo deseen. La guerra puede continuar, nunca se sabe, y quizás a los muchachos no les den permiso en sus trabajos con facilidad, por lo menos así se deduce de las pocas cartas que van llegando a intervalos irregulares.

A las seis de la mañana se despiden donde se encontraron, en el andén de Borlänge. Están bronceadas y descansadas, a pesar del desgaste por la siega. Y por supuesto que van a seguir escribiéndose, ahora con más entusiasmo aún, una vez que se han conocido y han visto que ambas disfrutan de la mutua compañía. Están de pie en el andén, agarrándose de las manos y prometiéndose una y otra vez que se escribirán y que volverán a verse pronto, ocurra lo que ocurra, haya o no guerra.

El tren de Vivi parte antes y Elna corre al lado del vagón despidiéndola con la mano hasta el final del andén.

Pero luego, cuando se sienta en el banco de madera en su propio vagón, a mitad de camino entre Borlänge y Falun, explota lo que ha estado ocultando durante la última semana. Le preocupa terriblemente que pueda haberse quedado embarazada. Una y otra vez ha repasado mentalmente lo que ocurrió fuera del granero, y sin duda ocurrió lo que no debía ocurrir. Mira al exterior a través de la ventana, por encima del lago Runn, que reluce entre las copas de los pinos, y piensa que, cielo santo, no tendría que haber ocurrido…

¿Cómo se llamaba él? ¿Nils? ¿Qué más? ¿Y dónde vive cuando no está reclutado? Dios mío, si no sabe nada de él…

El tren cruje y traquetea. Falun, Hofors y luego está de nuevo en casa. Cinco semanas después, a mediados de agosto, sabe que está embarazada. Ahora vive en el chalet del ingeniero Ask. Tras su regreso ha sido ascendida directamente a criada principal, ya que Stina, su anterior compañera de trabajo, ha aprovechado para fugarse durante su visita a las afueras de Estocolmo. Esa persona desagradecida ha aceptado el ofrecimiento de una viuda que vive en Kommendörsgata —¡en el centro de Estocolmo!— y se ha ido sin más, con todo el descaro. Pero ellos confían en Elna, por supuesto, es tan dócil y fácil de contentar…

Habitación propia dentro de la cocina, estrecha como el establo de un ternero, pero una habitación propia al fin y al cabo. Y es en esa cama donde se despierta desesperada cada mañana con la esperanza de que haya sangre en las sábanas. Pero no llega, lleva un mes de retraso, y una mañana vomita de repente cuando está preparando el té para el desayuno del ingeniero. Entonces cae el último reducto de defensa, la desgracia es real: está embarazada.

Hace lo único que puede, escribirle a Vivi contándole lo que ocurrió en realidad fuera del granero mientras que ella y Dedos estaban sentados acurrucados en el interior. Le informa de todo, la violación, las bofetadas, el dolor punzante en la zona genital, las últimas y repetidas sacudidas de él, la sustancia pegajosa que había en sus muslos después, las manchas secas y amarillentas en las bragas. También le cuenta que, como es natural, se defendió todo lo que pudo, pero que él era demasiado fuerte y ella estaba demasiado borracha. Y ahora no le viene la menstruación, debe estar embarazada. ¿O hay alguna posibilidad de que se equivoque…? Escribe, contesta lo antes que puedas. Sólo te tengo a ti, Vivi, a nadie más. No he dicho nada en casa. Ojalá no estuvieras tan lejos, me ahogo, contéstame, ayúdame. No quiero esto…

No, no está exagerando. ¿A quién va a pedirle consejo? El mero hecho de pensar en mencionarle algo a su madre o a Rune le da más terror que la peor de las pesadillas. Sabe bien que la condenarían de inmediato; como a una mujer deshonrada. La madre muy probablemente entraría rápidamente en la habitación y cerraría la puerta, pero el padre, él lo destruiría todo en un arrebato de cólera, le pegaría con rabia por la vergüenza y luego la mandaría escaleras abajo de una patada diciéndole que no volviera nunca, que habría sido mejor que no hubiera nacido…

¡Pero si ella no sabe nada! Nadie habla de eso. Cuando tuvo la primera menstruación, cuando empezó a sangrar por ahí, creía que iba a morirse, que se le iba a salir toda la sangre del cuerpo. Entonces, llena de pánico, bajó corriendo a la casa de Ester y allí la ayudaron y, sobre todo, le explicaron lo que era. Ella le dio uno de sus paños higiénicos y le proporcionó algodón suave para que pudiera hacerse los suyos. Mantente lejos de los hombres es la única regla que conoce. ¿Y su hermano Arne? ¿Y si una décima parte de sus supuestas historias con las mujeres no fueran sólo sueños y mentiras? ¿Cuántos hijos tiene? Ninguno, está segura. Hay tantas cosas que no entiende…

En 1937 llega una ley que permite la venta de métodos anticonceptivos, entonces oye hablar de eso, al principio cree que se llaman «medios primitivos», antes de que pueda saber el nombre correcto en el recreo de la escuela. Y ella vio una vez una goma, estaba tirada en la calle cuando iba a la escuela, la recuerda como algo flácido, transparente, asqueroso. ¿Tiene que llevar la mujer eso dentro? ¡Nunca!

Aprieta los dientes y se encarga de sus miles de quehaceres bajo la acechante mirada de la señora Ask. Pero ahora la guerra carece totalmente de interés para ella, no le interesan lo más mínimo las discusiones de la señora Ask y el preocupado esposo a la hora de comer. A veces, mientras hablan de las últimas noticias del frente, le dan ganas de gritar que ella está embarazada. ¡Oíd! ¡Embarazada y no quiero tenerlo! Pero no grita, naturalmente, no dice nada.

Antes de recibir respuesta de Vivi está paralizada, no es capaz de pensar de forma razonable.

Dentro de ella sólo cabe una gran negación, entrelazada con una nube de desesperación.

Cuando llega la carta de Vivi, rompe el sobre y cierra la puerta de su cuarto, a pesar de que debería estar en el jardín sacudiendo las alfombras. Pero pueden esperar, lo único que significa algo ahora son las palabras de Vivi.

Vivi no cesa de sorprenderla. Lo primero que le dice es que ha hablado con su madre, «porque ella ha tenido varios abortos, ¡así que sabe más que yo!».

Es una carta larga, muchas hojas de escritura apretada, con tachaduras, groserías y añadidos, y Elna siente un agradecimiento profundo cuando comprende que Vivi se implica de verdad. ¡Incluso su madre!

Elna la lee muchas veces, hasta que lo asimila todo. Pero necesitaría leerla muchas veces más, cuando la señora Ask abre la puerta de un tirón, sin llamar, y pregunta si en las tareas de Elna se incluye leer cartas. Elna mete la carta en el bolsillo del delantal, pide disculpas y sale apresuradamente al jardín. Allí golpea más tarde las gruesas alfombras para quitar el polvo, mientras la carta da vueltas en su cabeza como una película sin fin.

Vivi y su madre son realistas. No creen que sirviera de nada poner una denuncia por violación. Ellas mismas se habían ofrecido a los dos reclutas, habían bebido… No, no funcionaría. Y no queda nada más que hacer que lo que tantas mujeres se ven obligadas a hacer todos los años, el aborto ilegal.

«No sé nada de Sandviken», escribe Vivi, «pero Gävle es una ciudad grande, con puerto y todo. Allí debe de haber alguien que pueda hacerlo. Pero ten cuidado quién te lo hace, puede ser peligroso. Busca alguien a quien se lo hayan hecho y pregúntale.»

¿Gävle? Sigue sacudiendo y golpeando con fuerza las alfombras, empapada de sudor. ¿A quién conoce ella en Gävle? Vivi, estás tan lejos… No puedo superar esto sin tu ayuda. Ella golpea y golpea. La señora Ask, que la vigila a través de los grandes ventanales del cuarto de estar, sonríe satisfecha. La chica es buena, no escatima fuerzas.

Al verla cómo se afana casi se le puede disculpar que lea cartas. Y que tenga un novio que le escriba es de lo más natural…

Por la tarde toma sus desesperadas decisiones en la soledad del cuarto. Tiene que mantenerlo en secreto, si se enteran fuera de allí de que está embarazada se corta el cuello. Sólo resta seguir el consejo de Vivi, viajar a Gävle. Pero necesita ayuda, no puede ponerse en la estación de Gävle y empezar a gritar que necesita a alguien que le meta una sonda. ¿A quién va a preguntarle? ¿Quién puede ayudarla y a la vez no revelar nada? Finalmente sólo se le ocurre una persona. Y lo admite de mala gana, lo conoce tan mal, no sabe cómo reaccionará, ni si puede confiar en él. Pero no hay otra persona más que él. Arne, su hermano mayor. Él conoce Gävle, va allí a bailar, conoce a mujeres, tal vez él pueda ayudarla. No tiene otra elección, y llora hasta quedarse dormida, intentando no pensar una vez que la decisión ya está tomada.

El lunes hay fútbol. Juega el Sandviken contra el Dagerfors en el Jernvallen y gana por 3-1. Elna está fuera de las gradas buscando a Arne. Y ahí llega él, pero no está solo, va con sus compañeros. Ella duda, él está a punto de pasar de largo cuando la descubre y se para en seco. Algo en el rostro de ella debe revelar que no está allí por casualidad. Él grita a sus compañeros que se queda un momento a hablar con su hermana.

—No sabía que te gustara el fútbol —dice él.

—Estaba esperándote —contesta ella sin poder evitar que la voz le tiemble. Pero él no nota nada, la victoria y en especial el último gol han sido espléndidos.

—Un saque de falta desde veinticinco metros —dice él—. Directo a la escuadra izquierda. El portero se quedó de pie mirando, sin moverse. ¡No movió un solo dedo! ¿Y tú qué es lo que quieres?

Bajan hasta el Storsjön y se sientan en un puente. Arne mira a su hermana con gesto interrogante. ¿Qué diablos le pasa?

Ella se lo cuenta, después de pedirle varias veces que no se lo diga a nadie. Tiene que prometérselo. Lo promete, claro, no va a decir nada. ¿Pero de qué se trata?

Ella sólo habla de lo necesario, va a tener un niño y quiere abortar, de lo contrario se quitará la vida. Necesita que le ayude a encontrar a alguien en Gävle que… ¿Conoce él a alguien? ¡Tiene que conocer a alguien!

—¡Uf! ¡Mierda! —exclama él—. ¿Sabes en qué lío te has metido? ¿Qué crees que van a decir en casa?

¡Nadie dirá nada en casa, nadie va a saberlo nunca! Él ha prometido guardar el secreto. Y ella llora. Él mira a su alrededor con impotencia, pero no se ve a nadie ni a un lado ni al otro, está desierto, una hermana menor lloriqueando en un puente no puede ser más que una pesada carga para un hombre joven como él.

Quiere conocer los detalles, ¿quién, dónde? Pero ella sólo sacude la cabeza, no se trata de eso. Lo agarra del brazo, arañándole en el puño calloso, y le dice que tiene que ayudarla.

—Yo no sé nada de eso —dice él con voz débil—. Sólo lo que se oye. Pero la mayor parte no son más que habladurías.

—¿Y alguna de tus chicas? —suplica ella—. Tienes tantas. ¿Alguna de ellas?

Entonces él al principio parece orgulloso y luego se ofende. Claro que conoce a muchas chicas de Gävle, pero no tiene problemas de ese tipo. Él sabe muy bien que debe andarse con cuidado si no quiere tener que pagar por un niño durante un montón de años. Pero…

No, ella no acepta excusas. Tiene que hacerlo.

Él irá para allá por la tarde, dice al final. Verá lo que puede hacer. ¿Pero cómo demonios puedes ser tan tonta como para complicarte así la vida?

—Porque soy tonta —grita ella, y él le dice que se calle y mira alrededor. «Santo cielo, parece que está completamente histérica. No creo que se hunda el mundo si…»

Ella se incorpora y pone en sus palabras toda la desesperación de que es capaz.

—Te espero mañana a la salida de la fábrica —dice Arne interrumpiéndola—. Tiene que ocurrírseme algo para que me den permiso. Y aléjate de papá y de Nisse.

Eso le recuerda que el causante de su desgracia se llamaba Nisse. Igual que su hermano, piensa estremeciéndose.

Se lo promete, por supuesto, va a intentarlo. Pero ella no tiene que hacerse ilusiones. ¡Y que haya sido tan imbécil como para no tener cuidado! Colocarse de cualquier manera… ¡Vaya mierda de familia!

Al día siguiente se escapa del chalet blanco y va corriendo a la puerta de la fábrica, se esconde tras una plataforma de carga que está llena de tubos de cemento y mira a través de las aberturas cómo salen Rune y Nisse por la puerta de la fábrica, apretujados entre las cansadas hordas que serpentean hacia las alas del edificio. Poco después aparece Arne.

—Bueno, tal vez —dice.

Alguien que conozca a alguien que sepa de alguien que lo haya hecho.

Hoy no puede decir más. Pero el miércoles va a ir de nuevo a Gävle a bailar y tal vez entonces averigüe algo más. Es una tarea peliaguda la que le ha caído encima, pero cuando se tiene una hermana que no sabe cruzar las piernas no hay otra alternativa…

El miércoles hay realmente alguien que conoce a alguien que a su vez menciona a la Rut, una antigua trabajadora de la fábrica de cerveza que ha tenido que prostituirse cuando el hambre apretaba. Arne está sentado bebiendo un zumo en el café del baile durante una pausa, Viola es quien la menciona. Pero ¿por qué está Arne tan interesado en alguien así? No, él sólo pregunta, no es nada especial, enseguida empieza el baile y les importa un bledo esto. Pero ¿dónde vive la Rutan esa? De repente, a Viola parece que ya no le interesa su compañía, se levanta para ir al servicio a peinarse. Pero aun así le dice que cree que vive en una casucha detrás de una de las cervecerías que hay abajo en el puerto, seguramente detrás del Ankaret…

—Ahora tienes que solucionar esto sola —dice Arne cuando vuelve a encontrarse a su hermana a la puerta de la fábrica. A él la situación le resulta tan condenadamente desagradable que no quiere tener nada que ver. No obstante, ha hecho todo lo que podía.

Al día siguiente, Elna va a casa de la señora Ask, que está sentada leyendo su selección de periódicos, y refunfuñando por las reflexiones de liberales y socialdemócratas acerca del desarrollo de la guerra. ¿Tienen que ser tan cobardes y falsos en su deprimente cautela? ¿No ven que la guerra sólo puede ir hacia un lado? ¿Y no ha sido el ataque relámpago de Hitler a los refugios bolcheviques, por sorpresa y tácticamente extraordinario, el inicio de una cruzada que todas las personas decentes han estado esperando durante veinticinco años, desde 1917? No, Suecia es en realidad un país pequeño. Pero también aquí el nuevo orden va a acabar con la escoria democrática, si Hitler tuviera tiempo, llevaría a cabo los grandes cometidos… ¿Qué quiere la muchacha?

—Quería pedirle si podría tener una tarde libre —dice Elna haciendo una reverencia.

—Elna, ya tiene los domingos y los miércoles por la tarde cada dos semanas —contesta la señora Ask por encima del periódico. No le gusta que la molesten cuando está leyéndolo. Como no ha tenido hijos, entierra las fuerzas que le sobran en el mundo de los periódicos. Y cuando lee no quiere que la molesten, como ya le ha informado expresamente. ¿No es cierto?

—Tengo una amiga en Gävle que ha sufrido graves quemaduras en un accidente —miente Elna, que se ha preparado a conciencia—. Puede que muera.

La señora Ask frunce el ceño y baja el periódico. ¿Quemaduras?

—Estaba agachada delante de la cocina y se volcó una gran caldera de agua —continúa diciendo Elna—. Era agua hirviendo y le cayó toda encima, en la espalda y en la cabeza. El pelo se le quemó.

La señora Ask tiembla y no quiere oír más. Le concede el permiso, pero con la advertencia de que no se repita.

—Gracias por su amabilidad, señora Ask —dice Elna haciendo una reverencia. Pero en su fuero interno odia a esa pálida alimaña que está detrás de sus periódicos, la odia a ella y detesta la humillación.

Al día siguiente, cuando conoce a la Rut, ve ante sí a una mujer de treinta y cinco años que parece tener sesenta. Un matón que vigila ante la puerta de una cervecería le indica perezosamente con la mano el patio interior, allí vive la vieja entre los contenedores de basura, los retretes y las ratas.

Elna llama a una puerta inclinada en una escalera sin alumbrar, un trozo de papel sobre la puerta informa de que ése es el apartamento de Rut Asplund (o tal vez Asklund, no se puede descifrar). Después de oír por un momento unos pies que se arrastran, se entreabre la puerta y una mujer con los ojos inyectados de sangre la mira fijamente.

—¿Quién diablos eres? —pregunta golpeando el rostro de Elna con un tufo a borrachera de varios días.

Y ya está dentro. Una cocina, mugrienta, llena de hollín, con sólo una ventana empañada de grasa. Una habitación, alumbrada por una bombilla desnuda que cuelga del techo. Una habitación con algunas sillas rotas, los muelles colgando bajo los enmohecidos asientos, botellas apiladas, paquetes de cigarrillos y, por segunda vez en su vida, Elna ve un condón. Pero esta vez sin usar, está encima de un montón de ropa en un rincón de la habitación. Allí hay una cama sin hacer, con sábanas sucias y manchadas, y unos colchones apoyados en la pared. La habitación huele a cerrado, como si hubiera permanecido cerrada miles de años…

¿Hay algo más? Sí, dos criaturas pálidas y asustadas, acurrucadas en un rincón, preparadas para vestirse y salir corriendo, en caso de que se trate de un caballero que viene de visita. En tal caso tienen que dar vueltas por el patio interior o por la calle hasta que ven que la visita se marcha. Son dos niñas, una de diez años, la otra unos años menor.

Elna quiere darse la vuelta, salir de allí. No está demasiado impresionada por lo que ve, no es mucho peor que lo que tiene la mayoría. No, es el tema del que quiere hablar lo que la empuja hacia la puerta de salida. Pero no se va, se queda. Rut lleva afuera a sus hijas, le pregunta a Elna si quiere una cerveza y por qué ha venido.

—Si has decidido hacerte puta tienes que viajar a Estocolmo —dice echando fuera de una patada a un gato de pelo hirsuto que se ha metido debajo de la cama—. Allí es posible que una mujer tan joven como tú tenga posibilidades de evitar la porquería. A pesar de todo, es mejor que estar tirada follando allí abajo en proas apestosas. Aunque los marineros son honrados casi siempre, pagan debidamente y además tienen acceso al aguardiente, pero a menudo están tan calientes que nunca se quedan satisfechos. Y luego están todos esos extranjeros de los barcos que tienen deseos especiales que no siempre son tan divertidos. No, tienes que viajar a Estocolmo, si es eso lo que te estás preguntando…

»¿O es que alguien te ha dejado preñada? ¿Por qué no dices nada? ¿No estarás aquí sólo por curiosidad? ¿Quién te ha enviado aquí?

Rut está borracha. No es que se tambalee o no sepa lo que dice, sólo está borracha, aunque tiene fuerzas para mantenerse en pie. El sucio apartamento no es por ello menos deprimente, ni las niñas están menos pálidas, pero todo parece más soportable. ¿Qué querrá la pobre chica que está sentada frente a ella? Parece medianamente bien alimentada, además está bronceada, y viste normal ¿Por qué va a arrastrarse por la calle? ¿Se ha apoderado de ella ese sueño demencial acerca de la felicidad y el hombre rico? No, no parece ser una de ésas. Rut ha aprendido a juzgar a las personas, de otro modo algún loco la habría matado o acuchillado. No, seguro que la chica está embarazada. Rut está acostumbrada a que eso ocurra, y entonces la visitan para pedirle direcciones y remedios.

—Ahora tienes que abrir la boca —dice la Rut dando una patada al gato que intenta meterse otra vez bajo la cama, donde vive su vida clandestina.

Cuando Elna le cuenta la situación en que se encuentra y confirma las sospechas de la Rut, se pone a llorar. La Rut hace muecas, las lágrimas tienen mal sabor porque el llanto es endiabladamente real, es lo único auténtico. Ella lo sabe, ha dado a luz siete hijos y sólo uno está enterrado. Pero ha perdido a los cuatro que no están en la casa, se los han llevado en adopción, no sabe adónde. Siete hijos, de distintos padres. Solo las dos niñas son del mismo padre, aunque tuvo un niño en medio, la goma se rompió en la proa de un mercante inglés. Pero apenas recuerda cuántos abortos provocados y espontáneos ha tenido. De todos modos, no menos de ocho, de eso está segura. Y ahora su matriz está tan destrozada que ya no puede quedarse más embarazada, gracias a Dios. Y ha sobrevivido. Ha perdido el trabajo que tenía en la fábrica de cerveza, de donde la echaron al presentarse una vez borracha en el embotellado, con vómitos por todo el cuerpo. Ese olor ha apestado toda su vida, es un hedor que no se va y contra el que ha dejado de luchar hace demasiado tiempo. Ahora sólo tiene una cosa en la cabeza, apañárselas con las dos niñas que las autoridades no le ha quitado aún. Ayudarlas a vivir. No le importa lo que ocurra después. Pero a veces se pregunta si ese hedor va a acompañarla hasta la muerte. Eso la asusta, y cuando bebe demasiado le dan ataques de pánico y ruega y pide a quien quiera oírla que se encargue de que la quemen cuando haya muerto. No puede soportar la idea de llevarse el olor al ataúd.

Sólo eso.

Es exactamente como dice la Rut, la sabia prostituta. Para Elna, quedarse embarazada es una enfermedad grave. Y las enfermedades hay que curarlas.

—Hay muchas formas —dice la Rut cuando Elna deja de llorar—. Hay tantas porque ninguna es segura. Para algunas, unas cápsulas de quinina y quince centilitros de aguardiente pueden bastar para que se vaya la criatura. O grama mezclada con mazapán… Naturalmente también hay medicinas, pero se necesita receta, magnesio, azufre, todo eso, como quiera que se llame, ¿y qué médico lo prescribe en vez de llamar a la policía? Pero nada es seguro, lo que ayuda a una no le sirve de nada a la otra… ¿De cuánto estás, pequeña? ¿Un mes? Bueno, no es tan peligroso. ¿Sabes dónde está la Österportsgatan?

No, Elna no lo sabe, la Rut tiene que decírselo. Subiendo la cuesta, pasando el cobertizo que huele a naftalina, a la izquierda y luego a la derecha. En la puerta pone Johansson, se entra por el patio, tres llamadas largas y dos cortas. Yo estuve en su casa y me fue bien. Pero vigila que se lave las manos y que no esté demasiado borracho. No esperes que esté sobrio nunca, pero deja que cierre los ojos e introduzca los índices. Si no lo logra, debes marcharte… ¿Cuánto cuesta? Depende.

Ella lo sabe bien, pero no quiere asustarla sin necesidad. Cuando llegue el momento, Elna lo descubrirá por sí misma, a Johansson y sus caprichos. ¿Por qué iba a asustarla diciéndole que hace un daño tan terrible, especialmente si no se ha parido antes? No, ¿para qué agravar el dolor? Esta joven desgraciada tiene que aprender de su experiencia, como las demás.

Y que vaya bien. Porque ni siquiera eso es seguro. Puede haber infección y supuración, la muerte siempre ronda por ahí cerca cuando el feto va a expulsarse de modo clandestino. Si un solo caballero de los que están arriba, políticos, sacerdotes, comandantes, cualquiera de ellos, hubiera sabido lo que es. Sobre una mesa mugrienta, con las piernas abiertas y un borracho tembloroso intentando pinchar en el sitio correcto con una sonda sucia… ¡Una y otra vez! Entonces se vería de otro modo. Que los niños tengan que nacer en medio del dolor es una cosa, pero que haya que morir o pudrirse desde dentro sólo porque un muchacho miserable no puede contenerse o retirarse a tiempo, es de eso de lo que se trata. Ése es el significado de la ley contra el aborto provocado.

¿Gracias por ayudarte? ¿Por qué has de dar las gracias? ¿Pagar? ¿Tienes dinero? Sal, y recuerda, a la izquierda y luego a la derecha, tres largas y dos cortas. No te equivoques al llamar porque entonces no abrirá. Como ya sabes, lo que hace está prohibido. Ahora vete. No vuelvas nunca…, pequeña. Me das tanta lástima, me enfurece tanto esta sociedad de mierda… Ponte en camino y rézale a Dios…

En la escalera, Elna se tropieza con un caballero borracho que lleva un elegante sombrero tapándole la cara. Pasa por su lado dando traspiés y se mete en casa de la Rut. Ella aún no lo ha dejado del todo, todavía la visita algún que otro burgués caballeroso. A algunos de esos caballeros les excita ser atendidos en medio de la decadencia y la suciedad, ver de vez en cuando el inframundo, encontrarse con una mujer verdaderamente degradada…

Tres largas, dos cortas. El último tren de regreso a Sandviken va a salir enseguida, pero antes tiene que pedirle hora a ese médico.

Sin embargo, no abre ningún médico. Un hombre calvo de unos cincuenta años la hace pasar a un vestíbulo oscuro. Lleva un batín negro. Elna se lo había imaginado vestido de blanco. Está sin afeitar y tiene los ojos turbios. ¿Es realmente él?

Puede venir dentro de una semana. Tiene que llevar cien coronas. O algo de valor similar. Cuando le indica que salga, a ella le parece oír a alguien removerse detrás de una puerta cerrada.

Cuando regresa en tren a Sandviken, está empezando a oscurecer. Es agosto. Enfrente de ella va sentada una mujer embarazada. Es pobre, y tiene el vientre puntiagudo. Mira con vaguedad por la oscura ventanilla, tal vez sólo tenga algún año más que Elna.

Cien coronas. ¿Dónde va a conseguir ese dinero? Para ella es el sueldo de tres meses. Su única posibilidad es conseguir un adelanto. Menos mal que no es doña nariz de halcón la que le paga, sino su preocupado marido. Él le dirige de vez en cuando una sonrisa nostálgica, si su esposa se lo permitiera, tal vez sería tan amable como parece.

Aparta de su pensamiento al hombre calvo. No es lo peor de toda esa repugnancia que la rodea, y ahora ha encontrado también la manera de obligarse a seguir.

Si no logra deshacerse del niño, sólo le queda el suicidio. Y ella quiere vivir.

Mira al exterior por la ventanilla. No hay casi nada entre una y otra estación. De vez en cuando brilla alguna luz en la oscuridad. El tren da un tirón hacia delante, la mujer embarazada del asiento de enfrente tiene la mirada perdida.

Cuando Elna, después de las noticias de la noche, va a preparar la mesa para el café del ingeniero, hace una reverencia y le pregunta. Él la mira asombrado.

—Tres meses de sueldo por adelantado es mucho —dice luego.

—No lo pediría si no lo necesitara —contesta Elna.

—No, naturalmente… Bueno, lo pensaré…

—Lo necesito enseguida —dice Elna.

Él asiente moviendo la cabeza. Lo va a pensar durante la noche.

Le da cincuenta coronas. Lo ha discutido con su esposa y ella descarta que puedan adelantarle más. Elna percibe que no vale la pena implorar, si doña nariz de halcón lo ha dicho, el ingeniero no se atreve a contradecirla. ¿Pero de dónde va a sacar el resto? Necesita lo poco que tiene para los viajes de ida y vuelta en tren.

¿Pedir prestado en casa? ¿Cómo iba a justificarlo?

No, no se atreve. Las preguntas lloverían sobre ella y su padre Rune no es tonto, empezaría a imaginárselo, y ella no podría oponerse a su furia si él quisiera confirmar las sospechas.

Pero de pronto recuerda algo que le dijo el hombre calvo. Algo de valor similar. Si tuviera un vaso de plata valorado en cincuenta coronas, él lo aceptaría. ¡Pero ella no tiene ningún vaso de plata, no posee nada, nada en absoluto!

Al limpiar el polvo ve el servicio de plata brillando dentro de la vitrina que hay en el gran armario del comedor. Coloca bien un cuadro que cuelga enfrente de la chimenea. En alguna fiesta ha oído comentarios sobre ese cuadro. ¿Estaba valorado en tres mil o en cuatro mil coronas? No lo recuerda exactamente, sólo que era una suma inmensa. ¡Que en esa casa no puedan adelantarle más de cincuenta coronas! Sólo en el comedor encontraría objetos que podrían financiar cincuenta abortos. ¿Lo notarían si desaparecieran un par de cucharas? Sí, como es natural, doña nariz de halcón, que no tiene otro modo de mantenerse ocupada que no sea seguir los éxitos de Hitler y vigilar a su sirvienta, lo descubriría antes o después.

Y aquí está Elna con su trapo de limpiar el polvo preguntándose qué haría Vivi si estuviera en su lugar. Por supuesto, ella habría conseguido el dinero necesario de un modo u otro…

De pronto se desata en su interior una furia intensa, tan fuerte como los accesos de rabia de su padre Rune, que sólo aparecen cuando bebe. Se le llenan los ojos de lágrimas ante la visión de la enorme injusticia que la rodea, un mundo en el que ella está para limpiar el polvo. Si ésta es la rabia a la que Vivi alude cuando habla de las ideas políticas de su padre, a Elna le resulta ahora más fácil entenderla. Porque ahora lo ve. Todos esos jarrones de porcelana, cuyos bordes limpia con cuidado para quitarles las partículas de polvo, ¿por qué diablos tienen que estar todos juntos aquí? ¿En un solo sitio? De pronto se ve con un par de cucharas de plata en la mano. Son la diferencia entre tener que vivir en la miseria —y acabar arrojándose a aguas profundas— y lo opuesto, lo que le pareció vislumbrar durante las dos cortas semanas estivales: una vida llena de sentido a la que enfrentarse.

Pero no roba nada, como era de suponer, no es ese tipo de persona. Las propiedades son sagradas aunque, curiosamente, resulten estar injustamente repartidas. No necesita arrodillarse siquiera ante el recuerdo del catecismo y las explicaciones, le basta con oír el eco de las palabras de su madre: mantenerse puro y ser honesto es un signo de nobleza. Nuestro signo de nobleza. Con pureza y honestidad viene la santidad por sí sola…

Todo lo que posee son cincuenta coronas. Al final no ve otra salida que esperar que el hombre calvo le permita amortizar el resto, pues a pesar de todo tiene un empleo fijo, puede mostrar incluso un certificado de trabajo.

La tarde antes de viajar a Gävle baja al sótano a lavarse, se quita toda la ropa y se lava el cuerpo con cuidado. No utiliza jabón común, sino virutas que ha obtenido raspando el jabón de baño de doña nariz de halcón. Tiene un suave olor a perfume, le recuerda a un aroma estival.

Se queda quieta con la mano sobre el vientre intentando imaginarse que ahí hay algo que puede convertirse en un niño. Y se da cuenta de que, en la situación en que se encuentra, ni siquiera se ha dado la posibilidad de pensar si le gustaría tenerlo. Ese pensamiento es imposible. Así se prohíbe a sí misma sentir algo…

Prepara ropa limpia y se mete en la cama. Empieza una carta a Vivi, pero después de un par de líneas, «Te escribo otra vez. Mañana ocurrirá…», no puede seguir, se le cae el lápiz de la mano. Tiene miedo y siente que le dan palpitaciones. Retira la manta para no empezar a sudar, quiere estar limpia al día siguiente, al menos eso. Apaga la luz, se queda completamente inmóvil en la oscuridad y se pregunta si debería rezar una oración al dios que dirige y dispone lo mejor para todos. No, no es capaz. ¿Pero qué puede hacer ella? Nada.

Nada en absoluto.

De repente, Nils está delante de ella, no su hermano, sino él, el otro. Los pantalones caídos alrededor de las piernas pálidas, el miembro erecto, y quiere poseerla, ahora mismo.

—¿Qué importancia tiene? —dice él—. Ahora no puede pasar nada. Ponte boca abajo para que probemos de esa forma…

Si lo hubiera tenido cerca, lo hubiera matado. Y habría cogido cien coronas de su cartera.

Luego lo habría descuartizado y se lo habría comido. Y habría vomitado como un gato que ha ingerido demasiada hierba.

Esa noche permanece despierta, una hora tras otra.

Después del mediodía toma el tren para Gävle. Por mucho que intenta evitarlo, siente correr el sudor por sus axilas.

Y así llega el momento en el que se encuentra de pie en el tenebroso vestíbulo y ya no puede escapar. Los ojos del hombre calvo están inyectados en sangre como la otra vez que lo vio, pero no parece tan borracho. ¿Qué le había advertido la Rut? ¿Introducir los índices y cerrar los ojos a la vez? ¿Pero cómo va a atreverse ella a pedirle eso? Él le indica en silencio una percha y ella se quita el abrigo. Luego, él abre la puerta detrás de la cual ella oyó un leve movimiento la vez anterior. Le parece una habitación normal empapelada con tonos tristes, que no se parece en nada a una clínica. Sí, tal vez por el hecho de que hay una pantalla en un rincón de la habitación y una mesita de ruedas con la superficie de zinc. Elna retrocede cuando ve el instrumental y un pañuelo manchado de sangre tirado en un rincón. Las cortinas de las ventanas están cerradas, la débil luz de las bombillas da a la habitación un aspecto borroso, irreal. En el centro de la habitación hay una mesa alargada. Las patas están apoyadas en tacos de madera, para que la mesa sea lo suficientemente alta. Sobre la mesa hay un hule y una almohada, debajo de la mesa hay un cubo. De repente entra una mujer por una puerta invisible, vestida con una bata gris como si trabajara en una fábrica. Lanza una mirada inquisitiva a Elna y desaparece tras una cortina sin decir ni una palabra. Elna ha pensado no decir que sólo tiene cincuenta coronas hasta que haya pasado todo. Pero de pronto no puede evitarlo. Se vuelve hacia el calvo y le confiesa el estado de las cosas. Él se halla de pie junto a la mesa con ruedas, toqueteando el instrumental. Una vez que le ha dicho lo que tenía que decir, él extrañamente ni se inmuta, cosa que no le parece nada normal. Sólo la mira, la observa de arriba abajo y, de repente, sonríe y se acerca a ella.

—Entonces digamos cincuenta coronas y un número. —Su voz es grave y ávida, pero a la vez decidida. Y sonríe sin cesar.

—¿Quiere decir que…? —Elna retrocede involuntariamente. ¡No es posible! ¿Realmente quiere que ella…, en esta situación? ¡Por Dios, qué repugnante!

—Enseguida está hecho —dice él con su voz suave—. Así estaremos menos tensos y todo irá bien. Y yo voy a ser muy bueno contigo. Basta con que te lo metas en la boca.

Empieza a desabrocharse los pantalones, pero se le ocurre una idea y se dirige hacia un armario y sirve algo en un vaso.

—Bébete esto —dice con voz dulce y monótona—. Te tranquilizará. Y luego quítate la ropa de arriba para que pueda tener algo que ver.

Ella bebe. Le recuerda a lo que bebió en la granja la noche de verano.

—No —dice ella luego—. No lo haré. Puedo pagar, tengo un trabajo fijo, he traído el certificado.

Él se enfada, le tiemblan las comisuras de los labios.

—Nada de pagos atrasados —chilla—. ¡Ahora, ahora! Las dos partes. Si no, ya puedes irte.

Habla de forma entrecortada, como un niño que apenas sepa hablar, a la vez que se desabrocha la bragueta con cuidado…

Casi no es necesario describir lo que ocurre. Ocurre. Elna es obligada a ponerse de rodillas; él está delante de ella resoplando y ella no puede hacer nada más… Termina enseguida, le dan náuseas, sólo quiere vomitar. Pero de pronto la mujer vestida de gris se encuentra de nuevo en la habitación, y ahora le ordena que se quite la ropa de la parte inferior del cuerpo. La ayuda en silencio, sus manos son amables, tiene los ojos tristes, compasivos. Y asustados.

Luego Elna se tumba sobre la mesa con las piernas separadas, la mujer le ha puesto una toalla por encima de las piernas para que no pueda ver. Elna tiene en la boca un barquito de goma, un barco de juguete. La mujer vestida de gris le ha dicho al oído que no puede gritar, que muerda el barco, y Elna hace lo que le han dicho. Elna percibe que la mujer tiene acento de un país extranjero. Oye el traqueteo de un cubo detrás de la toalla, y cierra los ojos.

Y le produce un dolor tan enorme, tan insoportable. La mujer la tiene sujeta por los hombros, apretándolos contra el mantel de hule. Siente como un clavo ardiendo en el bajo vientre, muerde el barco de goma y lo parte en dos. «Pero ahora va a pasar», piensa desesperada. «Y luego ya habrá pasado, ya habrá pasado…» No sabe cuánto tiempo dura el dolor, es tan fuerte que todas las ideas se desvanecen y en su cabeza sólo revolotea un pensamiento como un desesperado pájaro encerrado. «¿Por qué no me desmayo?»

Pero ella se encuentra muy lejos cuando de pronto el hombre calvo dice algo y la mujer vestida de gris se sobresalta. Ella le contesta, se acerca a la toalla y se pone a hablar con tono furioso en el idioma extranjero. Pero Elna apenas lo registra, el dolor ha empezado a disminuir y es reemplazado por un flujo de líquido caliente en su zona genital, como si corriera agua caliente entre sus piernas. ¿Qué le importa a ella que se peleen los dos, que se griten indignados el uno al otro, que parezca que no están de acuerdo en algo? ¿Qué le importa a ella, que está volviendo de nuevo a la vida…?

Pero de pronto se asusta y mira abajo hacia sus piernas, levantando incluso la cabeza, y lo que ve es sangre, y dos caras asustadas. La mujer vestida de gris le está metiendo un trapo de algodón enrollado entre los muslos y lo venda con tiras de tela blanca. Luego le coge las piernas y se las junta.

—¡Aprieta! —grita—. ¡Aprieta, aprieta!

¿Qué ocurre? Parece que la mujer está peleándose con el calvo, que se ha quedado pasmado con una sonda ensangrentada en la mano. Él sacude la cabeza y ella le grita. Pero de repente emite un rugido, y entonces habla en el idioma de ella, la azota con la sonda y ya no parece estar paralizado de terror. La visten mientras Elna está recostada en la mesa, y él hasta va al vestíbulo a buscar el abrigo de Elna.

Cuando ella va a sacar el monedero que lleva en el bolsillo del abrigo, él le retira la mano con fuerza.

¿No quiere que le pague?

—Ve al hospital —dice él—. Vete allí directamente. Sigue esta calle y luego la primera transversal a la izquierda. Luego verás el hospital. Ve allí. Ni demasiado deprisa ni demasiado despacio. Aprieta las piernas y respira profundamente. No te pares. Sigue andando. Entra directo. Y di que estás sangrando. Sólo eso, nada más.

Su voz suena decidida, pero ella se da cuenta de que está asustado. ¿Pero por qué? No, se encuentra demasiado cansada para preguntárselo. Entonces él la agarra por los hombros con fuerza, y en sus ojos ella ve que tiene miedo.

—No has estado aquí —dice él—. Te puede ir mal. Si dices que has estado aquí, puedes ir a la cárcel por el resto de tu vida. Recuerda. No has estado nunca aquí.

—Un taxi —grita la mujer—. Llama a un taxi.

Pero el hombre calvo ruge, emite un ruido gutural para que ella se calle. Entonces sujeta a Elna bruscamente por el brazo y la lleva al recibidor. Echa una ojeada con cuidado a la escalera para comprobar que esté vacía. Luego la empuja hacia fuera.

—Ve directamente —dice él—. Ni deprisa ni despacio. Y aprieta las piernas. Y nunca has estado aquí. Nunca te he visto. —Luego cierra la puerta.

Ella se marcha. Siente un calor extraño entre los muslos, algo que le corre. Está débil y preferiría sentarse, apoyarse contra algo. Pero cuando se cruza con alguien por la acera, respira profundamente y continúa andando. Ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, sin pensar, sólo eso caliente que fluye sin cesar y le produce tanto cansancio. Tropieza una vez, se le doblan las piernas, pero no llega a caerse, sigue andando, con las piernas apretadas, y llega al hospital. Toca el timbre, después de unos instantes vislumbra a alguien que va vestido de blanco, todo se ha vuelto tan borroso ante sus ojos que apenas puede ver qué es, y luego pierde el sentido del tiempo, pierde la conciencia…

Cuando se despierta está tumbada en la cama en una habitación blanca.

Su madre está sentada a sus pies.

Claro que es ella. Lleva en las manos el viejo sombrero negro, y lo pellizca sin cesar. Cuando ve que Elna se ha despertado va en busca de una enfermera, sin decir ni una palabra.

La enfermera es joven, toma la muñeca de Elna buscando el pulso, cuenta, y luego deja caer la mano sobre la sábana. Parece que quisiera decir algo y no sabe qué. Después de una mirada furtiva a la madre, que está pálida como un cadáver y estruja su sombrero con desesperación, se vuelve hacia Elna sonriéndole.

—Esto va bien —dice—. Y bebe mucha agua. Tu madre o alguna de las otras hermanas irá a buscarme si hiciera falta. ¿Te duele?

Elna se palpa. No, no le duele, sacude la cabeza y la enfermera sale después de mirar una vez más a la madre.

¿Mi madre? ¿Qué hace aquí? ¿Y un hospital? Sí, ahora recuerda. Ni demasiado deprisa ni demasiado despacio. Todo se volvió borroso…

Se queda helada. ¿Qué hace ella en un hospital? ¡Cielo santo, si su madre está aquí tiene que saber todo lo que ha ocurrido!

¿Pero qué ha ocurrido en realidad? ¡Su madre está lívida! ¿Y por qué no dice nada?

Al final el silencio se hace insoportable. El silencio y el sombrero negro que ella sólo se pone en ocasiones solemnes.

¿Lo es esta ocasión?

—¿Qué hago aquí? —pregunta Elna mirándola.

La madre casi retrocede ante la pregunta. Pero luego se inclina hacia delante, después de haber mirado a su alrededor, como si hubiera alguien más en la habitación.

—¿Cómo has podido hacernos algo así? —dice en voz baja. Elna apenas oye lo que dice.

¡Así que lo sabe! ¿Cómo puede haber ocurrido tal fatalidad? ¿Será que Arne no ha podido mantener la boca cerrada?

—Qué vergüenza vamos a tener que pasar —susurra la madre. A Elna le recuerda el sonido de un gato silbando…

Elna intenta pensar. Tiene que haberse puesto mal después del aborto y por eso ha tenido que ir al hospital. Y se supone que allí han encontrado su nombre, ya que lo lleva en una tirilla que ha cosido al cuello del abrigo. Ahí está todo escrito, nombre y dirección.

¿Pero qué importancia tiene que su madre esté aquí diciendo que le da vergüenza? Ella no puede saber nada. Excepto que… ¿Qué? Sí, claro. Entonces recuerda toda la sangre y comprende que fue el motivo por el que tuvo que ir al hospital.

—Cualquiera puede empezar a sangrar —dice.

La madre parece que no la ha oído. Estruja el sombrero entre sus manos y sigue riñéndola, por la vergüenza, la horrible vergüenza.

—Podrías haberte muerto —dice, sin que Elna perciba un ápice de compasión en su voz.

Y, como es natural, está exagerando. Tiene que haber algo más grave que una pequeña hemorragia para que ella muera.

Elna cierra los ojos y piensa que ya ha pasado todo. Ahora puede volver a vivir. Si su madre quiere avergonzarse de que ella esté en el hospital, puede hacerlo. ¿Qué motivos tiene? Si no hubiera hecho lo que ha hecho, podría sentir vergüenza, pero no ahora.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —pregunta sin abrir los ojos. Aunque puede ver el sombrero, que su madre mueve sin cesar entre las manos.

—Dos días —contesta la madre.

¿Dos días? Pero, su trabajo…

Es como si la madre pudiera leer los pensamientos de ella.

—Como es natural, he informado a la señora Ask —dice en un idioma del todo impersonal. «He informado a la señora Ask», suena como…, como si estuviera hablando un sacerdote—. Y debes dejar tu puesto inmediatamente, como era de suponer —dice la madre.

Entonces ella abre los ojos por primera vez. ¿Por qué?

—Naturalmente, no quieren que haya en su casa alguien como tú —continúa la madre.

Elna detesta de repente esa amargura que le transmite su voz. Sin embargo, en el fondo nada le importa más que el hecho de ser libre. Pero es curioso que el calvo no quisiera que le pagara… En lo otro no quiere pensar, porque le da náuseas… La madre lo percibe y le pregunta si va a vomitar. No, no va a vomitar, eso ya pasó. Pero, en medio del asco, todavía está agradecida de que ocurriera antes de la intervención, porque tal vez se hubiera podido quedar embarazada también de ese modo. ¿Qué sabe ella en realidad? ¡Nada! ¿Cómo es posible que todo lo que tiene que ver con aquello sea tan inaccesible y oculto?

—Tu padre está conmocionado —dice la madre levantándose. Otra vez habla en su idioma amanerado—. Mañana vendré para llevarte a casa —añade—. Debes abandonar el hospital, y ¿a qué otro sitio ibas a ir?

Sale con el sombrero en la mano. La puerta se cierra tras ella.

Es agradable estar sola. Elna piensa en Vivi. En cuanto salga del hospital le escribirá para contarle que todo ha pasado ya. Y luego no volverá a pensar en ello. Bueno, a la Rut sí que la recordará. Y tal vez también a la mujer vestida de gris que hablaba ese idioma extranjero. Sus manos y sus ojos tristes.

Una apacible alegría se esparce en su interior. Ahora que todo ha pasado podrá encargarse de su padre. De toda adversidad surge también la fuerza.

En lo único que quiere pensar ahora es en las dos semanas de verano con Vivi. Borra la noche nefasta junto al granero. Pero todo lo demás…, eso sí que quiere recordarlo.

Se despierta al darse cuenta de que hay un médico y dos enfermeras junto a su cama. La que le ha sonreído antes no está, hay otras dos, que se mantienen con humildad a unos pasos de distancia del médico de pelo gris y están muy serias. Ellas no sonríen…

—Ha tenido suerte —dice el médico con brusquedad—. Había perdido mucha sangre. ¿Lo hizo usted misma? ¿Con qué? ¿Con una aguja de tejer? ¿Un batidor?

Elna piensa febrilmente y recuerda las palabras del calvo. Por lo tanto, asiente.

Sí, ella sola. Nadie más.

El médico la mira un momento.

—Ha tenido suerte —vuelve a decir—. No logró desgarrar mucho con lo que fuera que usara. Vasos sanguíneos y tejidos. Pero no la membrana amniótica. Hemos salvado al embrión. Está ileso.

Y luego, al salir de la habitación:

—Mañana podrá irse a casa.

Va todo tan rápido que no le da tiempo a defenderse. Así que todo ha sido para nada. El calvo no quería que le pagara porque había fracasado, sólo la había herido. Sigue embarazada, el feto aún está ahí bajo su piel, haciéndose más y más persona cada vez que respira.

Entonces empieza a gritar. No quiere tenerlo, no quiere. Patalea y da golpes, ¿pero de qué sirve? Alguien le da algo de beber y luego se vuelve a dormir. Y esta vez no quiere despertar nunca…

El padre está sentado a la mesa de la cocina. Sus manos, apoyadas sobre el mantel de hule, parecen dos mazos. Han echado a Nils, Arne se ha ido por sí solo. En la ventana del piso de abajo, detrás de las cortinas, ha vislumbrado el rostro de Ester. Pero ya no le importa nada, todo ha pasado. Con un poco de suerte, tal vez el padre no se pueda contener y le dé una paliza que la mate. O la tire por la ventana al jardín, como hace con las cacerolas cuando está borracho. Pero no hace ninguna de las dos cosas. De él sólo sale un silencio compacto, como si fuera una estatua de hielo sentada al final de la mesa. Ni una palabra. Sólo su mirada siguiéndola todo el tiempo.

Ella entiende que se avergüence. ¿Pero entiende él que ella quiera subirse a sus rodillas y esconderse? Ya sabe que su madre no lo entiende. Ha desaparecido en el profundo cenagal de la vergüenza, que ya cubre su cabeza. Por encima se balancea el sombrero negro como un pájaro muerto…

Transcurre una hora, tal vez más. La madre ha desaparecido en la habitación. Elna está sentada en el extremo del banco de la cocina mirando por la ventana. La respiración del padre es pesada y refleja cansancio, emitiendo silbidos y gruñidos como si cada inspiración fuera un suplicio. Y en realidad lo es.

—¿Quién es él? —dice por fin.

¿Quién es él? Eso se pregunta ella también. Puede darle un nombre, incluso su número militar. ¿Pero qué más? Una descripción: alto como un pino, con espinillas, tímido (ella oye una risa burlona en su interior), de apariencia como cualquier otro. Un recluta, un guardián de la neutralidad. De alguna parte de Suecia. Dice lo que hay, no sabe más. El silencio que sigue es largo, ella se pregunta en qué piensa él. Cuando se da la vuelta tras mirar por la ventana, ve que él está con la vista fija en el mantel de la mesa.

Ella no puede evitarlo.

—Papá —dice, una palabra que casi nunca utiliza—. Papá, tienes que ayudarme.

Él continúa mirando fijamente el mantel, pero le contesta haciéndole otra pregunta.

—¿Quieres que esté contigo? —le pregunta.

No, no quiere eso. Por nada del mundo.

—Pero aun así tal vez tengamos que buscarlo —agrega él—. Debe pagar por la diversión, y tal vez le interese saber que ha tenido un hijo. O va a tenerlo. Y si no está interesado, no le vendrá mal saberlo de todos modos.

Es como si hubieran logrado abrir un surco en el hielo. Él suspira y la mira.

—No quería hacerlo —cuenta Elna—. Pero me golpeó de tal forma que no pude librarme.

—¿Te pegó? —dice, y ella ve que empieza a temblarle la cara. Dios mío, va a ponerse a llorar. Pero él se contiene, como hace siempre.

—Sí —dice Elna—. Me golpeó y yo no quería.

—No creo que pueda matar al padre del hijo de mi propia hija —declara él despacio con voz temblorosa—. Pero lo haría de buena gana. Sólo para que lo sepas.

—Si quieres me iré de aquí —dice Elna—. Así no tendréis que avergonzaros.

—¿Adónde irías? —Su voz revela más preocupación que asombro, y ella de pronto está segura de que él aún la quiere. Pero de repente estalla, la furia siempre le sigue los pasos a la dulzura—. ¿Adónde demonios ibas a ir? —ruge él—. ¿A vivir en la calle?

Antes de que vaya más allá aparece la madre por la puerta de la habitación.

—No levantes tanto la voz —dice llevándose los dedos a los labios—. Piensa en los vecinos.

Y, naturalmente, eso sólo aviva la rabia del padre, ella nunca aprenderá que los vecinos le importan un bledo. No va a pararse a pensar ni un momento en lo que ellos oigan o dejen de oír. Antes había que comunicarse con papelitos para estar totalmente seguro de que nada se filtrara a través de las agrietadas paredes.

¿Los vecinos? ¿Qué diablos tienen que ver con esto? Se levanta, se arranca el chaleco de lana y sale.

—En medio de la calle —ruge de nuevo—. Allí tal vez se pueda estar en libertad y evitar todos estos asquerosos problemas. Si no te pasa por encima un caballo desbocado y te mata, por supuesto…

Cuando él sale, la madre no empieza con sus lamentos habituales, lo cual sorprende a Elna. Al contrario, se sienta a la mesa, alisa el delantal y le pregunta con cuidado cómo está.

Es tan extraordinario que despierta la curiosidad de Elna. No puede recordar la última vez que su madre fue tan amable con ella. Debió de ser alguna vez cuando era muy pequeña. Por lo general todo se reduce a reprimendas, preguntas y más reprimendas. Elna ve que siente realmente lo que dice.

Entonces cae en la cuenta de que en verdad no sabe nada de ella. La madre es madre, se mueve en rutinas comunes, cocina, lavadero, patio, tiendas, habitación, cocina… Un ciclo sin fin, con tal carencia de cambios y sorpresas que simplemente no se ve.

Su madre está presente en la vida de un modo invisible.

—Estoy jodida, como es natural —contesta Elna. La madre no le recrimina por decir palabrotas, cosa rara.

Después de eso, Elna dice palabrotas sin inhibirse, cuando le viene bien.

—Tenemos que sacar lo mejor de la situación —continúa diciendo la madre con cautela—. Debemos acostumbrarnos a lo que viene. Salir adelante. Aunque tengamos poco espacio.

—Me voy —dice Elna. Cuando la madre le pregunta que adónde, ella no contesta, porque no tiene nada que decir.

Pasan unos días y Elna nota que sus padres realmente intentan ayudarla, animarla, apoyarla, pero que nunca hacen todo a la vez. Es como si se escondieran unos de otros. Cuando están todos reunidos, nadie dice nada. Nils sonríe burlonamente, pero no es desagradable, sólo parece afectado por lo ocurrido, sin saber cómo comportarse. Y Arne le da caramelos a su hermana con un guiño incierto.

Ella no llora ni grita, no reacciona de ninguna manera. Cuando lleva dos días en casa, llega un recado de doña nariz de halcón desde el chalet blanco diciendo que esperan que Elna retome su trabajo todo el tiempo posible. El anticipo que ha recibido no es, por supuesto, el motivo, ella puede trabajar todo el tiempo posible…

En otras palabras, mientras no se note. Pero las tareas en la cocina suponen una ventaja, allí podrá estar en paz. Mejor allí que en la cocina de su casa, con esas comidas insoportables junto a sus padres y sus hermanos sin decir una palabra.

Y ahí está trabajando de nuevo con los desayunos, las ventanas, los almuerzos, la compra, y el polvo infinito que cae de una montaña invisible…

Tarda en escribirle a Vivi. No tiene ganas de hacerlo a pesar de recibir al menos una carta semanal de Landskrona. Y Vivi está preocupada, ¿qué ocurre? Entonces Elna lloriquea, porque no soporta tanta consideración. Pero no contesta, no se atreve. Aún no.

El sarcasmo de doña nariz de halcón se ha recrudecido, la arrogancia es más que manifiesta, pero Elna sólo se agacha, se escapa hasta perderse. El preocupado ingeniero la mira compasivo. A veces abre la boca como si quisiera decir algo, pero se queda boquiabierto, nunca dice nada…

Pasa una semana, pasan dos. Pronto estarán a mediados de septiembre. El mes de la serba. En el gran mundo parece que Hitler ha decidido ser cada vez más inexpugnable; en el pequeño mundo, Elna no puede apartarse de su hijo. Está ahí, piense lo que piense, haga lo que haga, vaya a donde vaya. Y quitarse la vida… Es inútil, ha desistido.

Sin embargo, al final le escribe una carta a Vivi.

Simplemente dice lo que sigue…

«… lo que el verano pasado era verde ahora es rojo y amarillo. ¿Sucede igual donde tú vives en Escania? Es bonito. Fracasó lo que intenté hacer al principio, el niño está ahí todavía. No puedo librarme. Sueño que corro, pero no llego a ninguna parte. No soy yo la que me desplazo, lo que se mueve es lo que hay a mi alrededor. Los árboles, las casas, las personas. No sé qué hacer. Encontré un libro pequeño mientras quitaba el polvo a los libros, hace unos días. Se encontraba al fondo de la repisa, tal vez se había caído, pero tampoco creo que estuviera escondido. Empecé a pasar las hojas y ponía esto: “El primer hijo es generalmente bienvenido, puede ser que también el segundo, si los hijos y la madre están sanos y el padre tiene un trabajo medianamente bien pagado. Pero luego…, los llantos del niño, las noches en vela, los benditos hijos se convierten en los malditos niños… Y así un día te das cuenta de que la añoranza que sentimos un día por tener un niño se ha convertido en terror de que la madre pueda quedarse embarazada de nuevo…”. Eso dice, y mucho más. Se llama Hijos indeseados, y pienso que, de haberlo sabido antes, todo habría sido distinto. Ahora no puedo escribir más, pero en otro momento…»

Luego pide ayuda, al final de todo, pero Vivi no puede hacer nada, así que tacha las palabras para que no pueda leerlas. La carta se queda sin enviar muchos días hasta que finalmente la echa al correo.

Elna deja de trabajar en casa de la familia Ask el último día de noviembre. Una nueva sirvienta ha ocupado ya su puesto durante una semana y su última tarea consiste en introducirla en las prácticas laborales. Es una mujer al menos diez años mayor que Elna. Procede de Linköping y Elna percibe enseguida que tiene las mismas ideas políticas que doña nariz de halcón, aunque sea de forma menos estructurada. Elna supone que es el resultado de un anuncio en el Dagens Eko, tan odiado y temido por el ingeniero. Pero eso a Elna no le concierne, lo importante es que la nueva sólo aprenda que el té de la mañana del ingeniero no tiene que estar demasiado fuerte…

El último día, cuando Elna está planchando los cuellos de las camisas del ingeniero, éste se le acerca de repente.

—No, continúe —dice él cuando Elna deja la plancha para oír lo que espera sea una nueva orden—. Sólo quería darle esto, Elna —dice extendiéndole un billete de diez coronas, uno de los nuevos, con la imagen de Gustav Vasa y el vacío espejo ovalado al lado—. Esto es lamentable —añade luego—. Si hubiera podido aconsejar… —Deja de hablar y se aleja mascullando. Elna piensa que debería sentir agradecimiento, pero no lo siente. Está demasiado cansada.

A las seis abandona la casa y atraviesa el pueblo. Está nevando y le duele la espalda. Anda a pasitos, sintiéndose como una vieja agotada. Diecisiete años… Mira al suelo para no arriesgarse a resbalar. Piensa que los que la vean seguramente creerán que baja la vista porque está avergonzada. ¡Pero no lo está!

La desgracia es algo completamente distinto, se trata de una vida perdida.

Cuando llega a la hilera roja de las casas de los trabajadores, Ester está en la puerta esperándola.

—Entra un momento —dice—. ¿No tendrás prisa ahora?

No, ella no tiene ninguna prisa. Ester la ayuda a quitarse el abrigo y le dice que se siente para que le prepare un café de verdad, no va a invitarla a ningún sucedáneo. Ha guardado algunos granos… ¿Puede hacerse Elna con el molinillo y molerlos mientras ella lleva a la mesa algo dulce…?

Ester es baja y obesa, una inmensa obesidad se le desborda por todo el cuerpo. Tiene las piernas hinchadas y vendadas, el rostro enrojecido, y siempre está sudorosa. Su respiración es pesada y forzada, pero se mueve con asombrosa facilidad. Es increíble que pueda ponerse de rodillas y fregar los suelos. Sin embargo, vive de eso, y nadie logra que el suelo esté más limpio y huela mejor que ella. Además a veces hace de ayudante de cocina cuando hay algún festejo importante en el salón de fiestas del hotel. Su marido trabaja en la fábrica, sus dos hijas son recaderas en una droguería y en una mercería, ambas con la posibilidad de ascender a dependienta.

—¿Qué relación de parentesco hay realmente entre nosotras? —pregunta Elna de repente.

Ester se ríe y se seca el cuello con un pañuelo que se saca del pliegue del codo.

—No sé qué relación hay entre tú y yo —dice—. Pero tu madre y yo somos primas segundas. O terceras. No estoy segura. ¡Ahora prueba esto!

Elna coge un trozo de bizcocho. Ha notado que ahora le apetece muchísimo todo lo que está dulce o salado. Supone que tiene que ver con el embarazo, recuerda que durante una conversación en el recreo el último año de escuela, una compañera le aseguró que iba a tener una hermana. Cuando Elna le preguntó cómo lo sabía, le respondió que su madre había empezado de repente a chupar hojas de abeto, y que eso también lo había hecho antes de nacer su hermano. Sí, sin duda está relacionado.

El bizcocho está sabroso, y de repente se siente segura en casa de Ester. Si pudiera vivir aquí y evitar tener que subir por la escalera hasta sus silenciosos padres, que nunca sabía si iban a ayudarla o a sacarle los ojos.

—Come más —dice Ester—. Lo he hecho para ti. Sabía que vendrías hoy. Que vendrías aquí.

«¿Venir aquí? ¿Por qué no dice irías a tu casa? ¿Y lo ha hecho para ella?»

—Seguro que irá bien —añade—. No eres la primera que ha tenido que pasar por esto. Y tampoco serás la última…

Lo último lo dice con evidente amargura.

—Si una de mis hijas llegara a casa —dice—, si una de ellas llegara a casa y le hubiera ocurrido lo mismo que a ti… Entonces la ayudaría en todo lo que pudiera. Y pobre del muchacho como empezara a hacer ruido. Aunque esté tan gorda como una oca, me enfadaría tanto que sería capaz de darle un puñetazo si fuera necesario. —Y luego, en voz baja—: Sé que no te resulta fácil ahí arriba. Ya lo he oído. Pero tienes que saber que siempre puedes bajar aquí si se te hace demasiado pesado. No es porque seamos parientes ni porque tenga lástima de ti. Sino porque me caes bien. Quería que lo supieras antes de subir.

A Elna últimamente se le llenan los ojos de lágrimas por todo. Pero Ester vierte el último chorro de café en su taza y hace como que no lo nota.

—Vuelve cuando quieras —dice cuando Elna se dispone a salir.

Claro que lo hará. Va a tener mucho tiempo, ahora sólo le queda esperar.

¿Esperar a qué? A que lo incomprensible ocurra de verdad, que ella dé a luz un hijo. Pero no puede imaginarse nada más allá de eso, después todo se interrumpe. Lo único que puede hacer es esperar a que todo haya pasado realmente…

En la puerta se vuelve y mira a Ester.

—¿Qué ocurre luego? —dice—. Con…

Ester va hacia la puerta con andares de pato y apoya sus grandes y enrojecidas manos sobre los hombros de ella.

—Ya veremos —dice—. Primero vas a sentir lo que es.

—No quiero tener ese niño —grita ella.

A veces estalla todo y sale a chorros de su interior una desesperación contenida. Ester le deja que lo haga, no le dice que tiene que tranquilizarse, sino que la insta a llorar, a arañar, a desahogarse, a descargarse… Todo lo que quiera. Pero ahora no llega el llanto, sólo ese único grito.

—Es natural que no lo quieras —dice Ester—. Pero el niño ahora está ahí y no podemos hacer nada. Ya veremos luego.

Cae la nieve, el pueblo se cubre de blanco. Elna pasa las noches sin dormir en su banco de cocina. Al lado opuesto de la cocina, entre la mesa y el fregadero, Nisse ronca en su colchón. Ha dejado de hacerla rabiar, ya no puede ni siquiera sostenerle la mirada, parece desconcertado e inseguro. Y ella tampoco hace nada para acercarse a él. Lo que la mantiene despierta por las noches es una mezcla de odio y desasosiego. Odio contra el que la ha metido en la miseria, desasosiego por lo que vendrá después. Ella no es capaz de dar la vida por perdida. La ha vislumbrado, junto con Vivi. Ha imaginado las posibilidades, ha oteado el futuro. Aunque no exista justicia alguna en la tierra, siempre estará ahí la vida, y mientras continúe ahí…

A veces también tiene la impresión de que no todo es oscuridad total, noche sin fin, sino de que tiene que haber una solución.

Puede deshacerse del niño. Hay padres sin hijos que lo que más desean es tener uno. Ni siquiera necesita verlo si no quiere.

¿Pero es eso lo que quiere? La primera vez que notó que había algo vivo dentro de ella, que notó las sacudidas, al niño que se movía, fue también como si algo más despertara a la vida. No sabe qué, no encuentra ninguna palabra que explique la sensación. No era alegría, ni curiosidad, ni añoranza, ni… No, no encuentra la palabra. Eso también la confunde. Preguntas e ideas que van y vienen en las noches de invierno en que no puede dormir…

Faltan unos días para Navidad. Elna ha ayudado a su madre a cocinar. Enseguida es la hora del almuerzo y el budín de sangre ya está caliente sobre el fuego. Como es habitual, se oyen ruidos en la escalera y hoy es Arne, que viene a acompañarlos a comer. Nunca cuentan con él, así que Elna pone un plato más. Rune, el padre, parece estar cansado, no dice nada y sólo mira al suelo. También eso es una costumbre, ha estado cansado todo el otoño y lo que le ha pasado a Elna le atormenta. Y, además, tiene lo de las piernas, la maldita sangre que no quiere circular por su cuerpo sin ayuda, su constante baile nocturno. También ha empezado a perder las ganas de comer, el budín de sangre está casi intacto en su plato. Es una de las comidas mudas, ni Arne ni Nisse rompen el silencio. En vez de eso, escuchan una riña después de una cena copiosa en el apartamento de al lado, en casa de los Wretman. Él trabaja en las vías muertas del ferrocarril, su esposa está en casa y el apartamento, que es igual de pequeño que los otros del edificio, está lleno de niños pequeños. Han tenido siete hijos en diez años y, por algún motivo extraño, ni siquiera uno de ellos ha nacido muerto, ni siquiera ha perecido durante el primer año de vida. Es raro, con lo delgada que es ella, y la tos de Wretman no suena bien, seguro que está enfermo de los pulmones. Pero acaba de estallar una pelea, los niños gritan, golpean las puertas, algo se estrella contra la pared, es imposible no oírlo. Pero parece que el silencio en la mesa de ellos crezca debido al alboroto al otro lado de la delgada pared.

Rune, el padre, retira su plato, toma un poco del rapé que le ofrece Arne y luego se dirige a Elna.

—Me he informado —dice.

Se hace aún más silencio en la mesa, si es posible. Todos saben a qué se refiere, es como si hubiera echado sobre sí la pesada carga de tratar de seguir las huellas de ese miserable que ha hecho que su hija se encuentre en el camino de la desgracia. En el despacho del fiscal del distrito ha tenido que humillarse preguntando qué tiene que hacer para encontrar al mocoso que le ha ocasionado eso a su hija. El funcionario, sin embargo, ha sido amable, apenas ha reaccionado por todo ello, sólo le ha formulado algunas preguntas que ha anotado en un papel. Cuando se da cuenta de que no obtiene información por el momento, hace muecas y se rasca la nuca. Pero va a iniciar la búsqueda, es sólo que le cabrea que las autoridades policiales necesiten tanto tiempo para buscar al granuja que no ha podido contenerse, o retirarse a tiempo. Aunque si la mujer hubiera sido sólo un poco más… No, lo deja ahí. Ve los pesados ojos de Rune, además la muchacha tiene sólo diecisiete años. Y él tiene tres hijas que están empezando a madurar sexualmente. Enemigos hay en todas partes, tanto fuera de los límites del país como dentro del mismo, por no hablar de todos esos niños que son engendrados por la impaciente defensa sueca. Si hubieran estado igual de despiertos y alerta cuando estaban en sus puestos, habría habido sin duda un cambio notable, en vez de toda la holgazanería que, por lo que se ve, impera actualmente… ¿Qué creen que es Hitler? ¿Un sonido tirolés de los Alpes alemanes del sur? Ese hombre no dudaría en prenderle fuego al aire que respiramos si pudiera… Claro, él hará lo que pueda. Las autoridades militares disponen incluso de una unidad especial que se encarga de todos los asuntos de paternidad que, por desgracia, acarrean los malos tiempos. Si puede volver a… Sí, digamos tal vez a mediados de diciembre, veremos lo que han encontrado… ¿De verdad no sabe la hija el apellido del hombre en cuestión? No, no lo tiene que saber. Ese maleducado se habrá guardado de decir hasta el nombre… Sí, cielo santo, es una desgracia… Así pues, a mediados de diciembre…

Y ahora ya ha llegado el informe, ha ido corriendo desde el trabajo, después de que el capataz de la fundición haya asentido con la cabeza, y el funcionario va a buscar el archivador.

—Lo siento —dice.

Lee en un papel con membrete militar que durante el referido lapso de tiempo no ha sido destinado a la vigilancia de fronteras ningún recluta que responda a los datos mencionados en el informe, ni tampoco han llegado otros informes que puedan ser de interés, por lo que volvemos a remitir el asunto, firmado…

—No vea cómo demonios se llama el que ha firmado —dice el funcionario público—. Parece que los militares empiezan a tener escasez de cintas para las máquinas de escribir. ¡Mira qué marranada!

Mete el papel, cierra el archivador y gesticula.

—Ella podría poner un anuncio en la prensa nacional —dice intentando aconsejarle—. Quizás el muchacho tenga acceso a los periódicos de vez en cuando. Los anuncios personales suelen interesar siempre, además de los deportes y las series de dibujos, claro. O los anuncios de ropa interior de señora… Pero no sé si aparecerá alguno. Y no podemos buscar a alguien que se llame Nils. Tiene que haber como medio millón de hombres que se llaman Nils en este país. No, debe tomarse las cosas como son y darse cuenta de que el padre es un desconocido. En todos los aspectos, excepto que lo ha engendrado él, claro.

Pero todo esto no lo cuenta Rune, como es natural. Él sólo dice que no se ha podido encontrar al padre de la criatura.

Y, después, de nuevo el silencio. Elna mira a su padre y se pone triste, le duele que él lo pase tan mal. Y la madre… Elna es capaz de superar muchas cosas, pero no esos silencios de reproche, la pena que los embarga. No soporta su mala conciencia. Ella es la culpable de que estén tan afligidos, haya o no haya sido violada. Es como es, la víctima tiene que hacer penitencia para reparar sus pecados…

Nochevieja. Doce campanadas y luego es 1942. Ha llegado una carta de Vivi. Una borrosa vista aérea de Landskrona. Elna se avergüenza de no haberse acordado de hacer lo mismo. Pero piensa escribir una carta, en cuanto pasen las fiestas y pueda tener un poco de tranquilidad en la cocina…

La guerra sigue sonando y golpeando. Rune, el padre, se emborracha la tarde de fin de año y empieza a desvariar sobre la situación en el mundo, de cómo los pregones del Juicio Final se oyen cada vez más, de que el mundo se encuentra muy cerca de su fin… A menos que…

—¿Qué?

Para asombro de todos, es Nils quien abre la boca y se atreve a formular una pregunta. Y obtiene respuesta, una respuesta que se extiende durante toda la noche, tanto que Elna casi se duerme sentada en la silla. Le duele la espalda y le pesa el estómago, y el niño patalea más de lo normal. «¿Qué hará él ahí adentro? ¿Se estará dando la vuelta? ¿Él? ¿Y por qué no ella?»

—Hitler —dice Rune de modo intempestivo—. Hitler es algo que llega una vez cada cien años. Y si no se tiene cuidado, un hombre así destruye todo el mundo y nos lleva otros cien años construirlo de nuevo, y luego viene el siguiente loco de atar. Napoleón, César y nuestro propio loco, Carlos XII. Piensa, no obstante, que esa vez fue necesario pedir a los noruegos que pusieran fin a todo. Ni siquiera fuimos capaces de lavar nuestra propia ropa sucia. ¿Entiendes lo que quiero decir?

No, Nils no entiende nada. Y esta Nochevieja le trae sin cuidado que los granos se le noten más cuando se indigna, el nuevo año va a afrontarlo empezando a decir «no». No sólo a su padre, sino a todo el mundo si fuera necesario. Pero siempre se puede empezar por el padre, y no entiende eso de que Hitler sea un espectro intemporal.

Pero todo esto es anticiparse. Nochevieja es la penúltima fiesta navideña, el trabajo de los días que median entre Navidad y Año Nuevo no ha absorbido todo el jugo de los trabajadores de la fábrica, una fiesta más no es mucho, y tiene que aprovecharse al máximo, porque luego viene el invierno de verdad, con un frío atroz y oscureciendo a mediodía. Durante la primavera y el verano resulta todavía más impensable que alguna vez haya paz de nuevo.

Están todos reunidos excepto Arne, que celebra con sus compañeros. En las escaleras de la casa han resonado los buenos deseos para el año nuevo, han ido unos a las casas de los otros, y mientras que los maridos han intercambiado copas de aguardiente, las mujeres han invitado a las demás a bollos y café. Sucedáneos de grasa en casa de la mayoría, alubias auténticas en casa de unos pocos. Y las conversaciones son las habituales, el año que se ha ido —¡a pesar de todo! Los cada vez más exiguos racionamientos. ¿Y cómo demonios ha podido ella o él conseguir café? ¿Acaso hay algún estraperlista en este agujero? Las historias jocosas se suceden, a un loco se le ha ocurrido intentar entrar en el hotel para acceder a las bebidas racionadas y se ha quedado atrapado en una ventana del sótano y han tenido que sacarlo los bomberos voluntarios. Parece que también se ha hecho una herida incisiva en una parte delicada… Pero la pena es que no lo lograra, la gente corriente no tiene posibilidad alguna de hacerse oír en el mercado abierto del estraperlo, está hecho para los que tienen dinero. Y otro chiflado le ha escrito al rey para pedirle que tenga la misericordia de concederle una ración extra de café, ya que asegura que el corazón deja de latirle si no consigue su habitual dosis diaria. Sin duda, el sucedáneo le ha vuelto loco también, lo destruyó todo en un arrebato de cólera como si hubiera comido setas venenosas. No, este año ha sido una mierda y no va a mejorar. Piensa sólo en este impuesto sobre las ventas que nadie entiende. Y es bastante alto, por cierto… «Pero hay que tener esperanza mientras no se nos caigan los pantalones», como dijo otro chiflado y luego se volvió inmortal… Salud y feliz año nuevo. Tenemos que conformarnos con que las ruedas de la fábrica rueden al máximo, para que tengamos trabajo. Pero no es especialmente divertido trabajar en una fundición de armas tal como está el mundo…

El mundo, sí. Hay guerra dondequiera que mires en el mapa o en el globo terráqueo, dardos negros, primeras líneas zigzagueantes, dardos nuevos. Y que aquellos endiablados japoneses se hayan metido contra Estados Unidos e Inglaterra, eso juro por Dios que es peor que si nos hubieran dado una paliza en el fútbol hace cinco años. Hay guerra por todos lados, cada vez menos manchas blancas. Suiza, Turquía, Sudamérica, y algunos países raros de África que de todas formas no importan a nadie… Y luego Suecia. Tontos los que piensen que vamos a poder mantenernos fuera. Por lo que parece, habrá que aceptar, por decirlo de un modo fino, que el dinero de los impuestos se destine a reforzar la defensa. Cuando los trabajadores de todas partes del mundo son obligados ahora a ponerse firmes y dispararse unos a otros, no se pueden tener ya muchas ilusiones… No, lo peor está por venir, puede que tengamos otro año nuevo como país libre, o que los alemanes ocupen Suecia. Sería una lástima, en muchos aspectos. Porque el año próximo, la próxima Nochevieja, este poblacho va a abandonar su miserable existencia pueblerina para convertirse en ciudad. Y no es demasiado apresurado si se tiene en cuenta que pueblos agrícolas como Bollnäs y Kumla lo harán ya esta noche. ¿Qué demonios es Kumla? Una pequeña plaza con algunas casuchas alrededor donde los agricultores se engañan unos a otros un par de veces al año en sus ferias. El paraíso de los vendedores ambulantes… Y Bollnäs, Dios mío. Un sitio en el que el tren se detiene de vez en cuando, donde sin duda se juega al bandy bastante bien, pero ¿qué más? No, brindo por un feliz año nuevo… Hay que tener esperanza y no cagarse en los pantalones. Esta noche van a beberse hasta la última gota, la cartilla de racionamiento está exprimida al máximo, y no hay nadie que cumpla años pares en la casa para poder pedir ración extra…

Hacia la noche cesan las visitas, cada uno se ha ido a su casa. Nisse le ha birlado un par de copitas a su padre Rune y ha añadido un poco de agua a la botella. No se preocupa, esta noche son tantos los que invitan que el riesgo de ser descubierto es inexistente. Calienta bien, claro que sí, y la lengua se suelta.

—Salchicha —dice—. ¿Cuántas palabras se pueden formar con esas letras? ¿Alguien lo sabe?

Sí, surgen muchas palabras. Es un poco absurdo en realidad, pero alguna vez se tiene que poder jugar. Rune, el padre, está de buen humor, encuentra «sal» y «chica». Hasta la madre encuentra palabras, «sala» y «lisa». Elna prefiere oír la radio, pero resulta imposible en la bulliciosa cocina. No habrá tranquilidad hasta que suenen las campanas y Jerring empiece a hablar.

—Casa y hacha —dice. También se le ocurre «cala».

Nadie gana, pero ¿qué importa? Por una vez pueden intentar pasarlo sólo bien. Y, además, ha llegado el momento de olvidarse de la salchicha y dedicarse a fundir el plomo. Es tradición, siempre se ha hecho. En la fábrica no es difícil dar con algunos cabos de conducción que estén cubiertos de plomo. Rune conserva el molde de su padre, con el que hacía soldados de plomo en el pasado, cuando era niño.

Rune es el primero. Abre la puerta del horno y mete dentro el molde, y cuando el plomo se ha fundido, lo echa en el cubo con agua. El agua borbotea, después el trozo de plomo deforme va a parar a la mesa. Como suele ocurrir, a primera vista no parece nada, tal vez una mierda de perro de color gris, pero basta con fijarse para ver lo que el trozo de plomo augura para el nuevo año. Riqueza, poder y gloria. O muerte y perdición. Claro que es sólo superstición y brujería, pero qué diablos…

—Esto parece una motocicleta —dice Rune por fin, tirando así por tierra el resto de propuestas—. ¿Qué significa? ¿Que me va a atropellar Lundin, el agente de policía que tiene motocicleta y conduce endiabladamente mal? Sí, sí, gracias por el aviso, habrá que tener cuidado cuando ese loco se nos acerque a toda velocidad. ¡El siguiente!

Es Nils. Según la madre, el pegote de plomo tiene la forma de un hermoso ángel, pero cualquiera puede ver que es un coche. ¿Qué hacer con algo así cuando no hay gasolina ni puede sacarse la licencia para conducir? No, tal vez se trate de un ángel, un ángel con cuerpo de mujer, una mujer. Lo bueno de fundir plomo es que cada uno decide lo que ve. ¡Es una mujer desnuda! El turno de la madre. Rune, el padre, ríe ahogándose y satisfecho cuando opina que el trozo recuerda a un alce. ¿Estará pensando ella en salir de caza? La carne de alce está buena. ¿O tal vez se ha extraviado un alce en la aldea y se dirige al apartamento de ellos para ir a parar a la despensa? La madre no ve ningún animal, ve un paisaje de verano. Pero no lo dice, se lo guarda para sí.

—Un aparato de radio —dice en cambio—. ¿Pero no tenemos ya uno?

Sólo queda Elna. Ve fundirse el plomo en el cucharón y luego vierte con cuidado la masa gris en el agua.

¿Cuál es el resultado? Le parece ver una imagen de Vivi desde atrás. O un avión si le da la vuelta al pegote. O una piña. No, no es capaz de decidirse.

—No sé lo que es —dice la madre de repente—. Pero tu trozo de plomo es el más bonito de todos.

Esa noche, todos son amables con todos. Se invitan a café entre sí, se pasan la fuente de bizcochos una y otra vez, aceptan de buena gana cuando el padre Rune cree conveniente tomar otro trago o mezclarlo con el café. Y toda la casa parece estar predispuesta a la paz y la tranquilidad. Nadie riñe, nadie se pelea, ningún niño grita. Aunque se preguntan si, a pesar de todo, uno de los hijos de Wretman no tendrá pulmonía. Uno de los más pequeños ha empezado a toser de un modo que no les gusta.

Pronto serán las doce de la noche. La nieve cae en medio de la oscuridad. La madre abre las ventanas de la cocina y el sonido de las campanas de la iglesia de la aldea se mezcla con el de las campanas de la catedral, que tintinean por la radio. Pero antes el actor Anders de Wahl ha leído como cada año el imponente poema de Lord Tennyson, y el ambiente se vuelve solemne. Rune, el padre, tiene lágrimas en los ojos, piensa que empieza a hacerse viejo a pesar de que no ha cumplido los cincuenta. Pero a alguien que se mata trabajando a diario la decadencia le puede llegar enseguida. Y la sangre, que no quiere circular. No, no puede estar seguro de que vaya a vivir un año más. Pero debe hacerlo. La pobre chica lo tiene tan mal. Claro que quiere ayudarla, pero ¿qué puede hacer?, ¿para qué vale él? Para ser bueno, claro, pero ¿para qué sirve? Generalmente ha sido siempre bueno. En cuanto dejen de sonar las campanas podrán sentarse y beber lo que queda. Afortunadamente han guardado algo, todavía quedan por lo menos quince centilitros. Lo necesitan, puede tranquilizarlos, porque estas nocheviejas son dolorosas, recuerdan tantas cosas, muerte y extinción, y el enorme y oscuro vacío, en el que nadie tiene tiempo de pensar pero que siempre está ahí, un paso más cerca, es lo único de lo que se puede estar seguro… Las campanas de la catedral de Lund tocan de una forma impresionante. Y luego viene Växjö…

La madre está de pie mirando a Elna, que tiene la mirada perdida en la noche. «Está mirándose el vientre pensando cómo le irá. Es demasiado joven. ¿De qué sirve alegrarse de que esté bien formada, de que pueda tener hijos, de que sea una mujer de verdad? ¿Sirve de algo?» De tan poco como que ella misma ha deseado, de un modo natural, tener nietos. Pero no así… Se da cuenta de lo cansada que está, agotada después de la Navidad, que les exige todo a millones de mujeres que quieren tener la casa limpia y comida en la mesa. No está agotada sólo por eso, todo es tan inseguro. La guerra, Elna, por no hablar de su querido Rune, al que le duelen tanto las piernas que no puede dormir una sola noche sin tener que levantarse para moverlas y patalear. Lo único que se sabe del futuro es que aún nos depara muchas cosas. «¿Cómo vamos a poder? Hay que hacerlo, siempre esa obligación de hacerlo. Y ahora, espero que Arne se porte bien, dondequiera que esté. Que no beba demasiado, que no haga ninguna tontería…»

Nils está de pie y se estimula tocándose el miembro con la mano en el bolsillo. Ha aprendido el arte de hacerlo sin que se vea. Es la última Nochevieja que pasa en casa, se lo promete a sí mismo como algo sagrado. Dentro de un año estará en la cama de alguna chica, y va a ser la hostia. Se siente ridículo escuchando de pie un montón de campanas que parece que nunca van a dejar de sonar. Mañana será un nuevo día y entonces habrá acabado ya todo. Mientras no nieve por la noche y haya que quitar la nieve allá en el lago durante toda la mañana…

Elna. Ella sólo está de pie y mira. La nieve que cae, silenciosas motas blancas provenientes de ninguna parte. El desolado tañido de las campanas de la iglesia refuerza la impresión de que lo que ve es una imagen, algo estático. No piensa en nada en especial, con ver tiene más que suficiente. De todos modos no para de darle vueltas en la cabeza, ¿por qué ha tenido que suceder de esta manera…? Cuando está ahí junto a la ventana en medio del aire frío de la noche, siente de repente las patadas del niño. Los movimientos en el vientre son más violentos que nunca. Sin saber por qué, se da la vuelta, las campanas han dejado de sonar y la madre alarga la mano para apagar la radio.

—El niño da patadas —dice.

Rune se queda paralizado y el rostro se le enrojece. Mira hacia otro lado, moviendo los labios como si quisiera decir algo. Finalmente es capaz de darle unas suaves palmadas en la mejilla con su gruesa mano, sin que ella pueda percibir que tiene lágrimas en los ojos. Luego, él balbucea algo y desaparece por la escalera para bajar al jardín a orinar. Por lo general lo hace en la pila de lavar, pero esta vez no. Nils se ríe de modo demasiado rápido y afectado. Pero ¿qué va a hacer? El hecho de que las mujeres vayan con los niños en el vientre y al final salgan por ese sitio le parece casi asqueroso. Y que su hermana haya hecho lo que a él no se le va de la cabeza no facilita las cosas. Sólo la madre reacciona de un modo completamente tranquilo y normal. Apaga la radio, va hacia Elna y pone la mano en su vientre. Sí, nota que se mueve.

—Seguro que el niño está bien —dice sonriendo.

Él niño. Ella también piensa en un niño.

—Tal vez sea una niña —se le ocurre a Elna.

—Ya veremos —dice la madre. Y no se habla más.

Sin embargo, en ese momento su hijo se hace realidad para todos ellos. Está allí y ha venido para quedarse. Como es natural, nadie sabe por cuánto tiempo. Naturalmente, la madre debería hablar con su hija de la posibilidad de dar al niño en adopción, pero… No, no puede. Todavía no. Primero tiene que nacer, luego ya se verá.

Cuando Rune ha acabado de orinar y se ha calmado, vuelve a subir y lo hace de un humor excelente. Es su modo de dejar claro que unos minutos antes ha mostrado demasiada sensibilidad, demasiada poca indiferencia como hombre que es. Ha llegado el momento de tomar los últimos tragos y mezclar el maldito sucedáneo para poner algo de color a la miseria, algo de color y de sabor.

—¡Feliz año nuevo! —grita—. Nos hemos olvidado por completo de desearnos feliz año nuevo.

Y luego le da un manotazo a la madre en el culo, como corresponde. Queriendo manifestar con ello que está de buen humor. ¿Y por qué no iba a estarlo? Quedan muchas horas hasta que tenga que bajar otra vez al calor abrasador de la fábrica, y la primera noche del año acaba de empezar… ¿Podía hervir alguien un poco más de eso que dicen que es café? Y luego intercambiaremos algunas ideas sobre la guerra. ¿Os habéis dado cuenta de que esta noche la guerra entra en su cuarto año? Para empezar por lo peor, Hitler es un ejemplo de cómo un siglo de pecados acumulados tiene como resultado el nacimiento de un hombre así, aparecen una vez cada cien años…

Nils no entiende a qué se refiere y lo dice sin ambages, el tono de su voz es incluso algo mordaz. Su padre lo mira desafiante, cuando ha bebido no le gusta que le contradigan, como es bien sabido, y, naturalmente, mucho menos su propio hijo. Pero, para asombro de todos, queda demostrado que las objeciones de Nils tienen fundamento. Es el resultado de lo que ha ido recogiendo de aquí y de allá, en el trabajo, los titulares de los periódicos y las noticias de la agencia sueca de información, y luego, dándole vueltas a lo que ha asimilado, se ha formado algo similar a lo que se suele llamar opinión propia. Respecto al avance alemán, está de acuerdo con su padre en la mayor parte de las cosas, pero en la visión de la Unión Soviética difieren por completo. Por no hablar de la apariencia y la administración de la neutralidad sueca. ¿Un país neutral que deja pasar divisiones alemanas que van a ser enviadas de un escenario bélico a otro? No, eso no es más que desesperada complacencia. Ahí se ha puesto boca arriba, como un perro salchicha delante de un bulldog.

—Puedo estar de acuerdo contigo en que es incómodo —dice el padre—. Pero sólo se dio una vez. Y es mejor eso que tener la guerra encima…

Nils le interrumpe, ahora aclara lo que quería decir.

—No hubiéramos sido ocupados de haber opuesto resistencia —dice—. Los alemanes tienen suficiente con lo que tienen. Y a diferencia de Noruega y Dinamarca, disponemos de un cuerpo de defensa. Y nos daba tiempo de prepararnos.

—¿Puede saberse entonces adónde habrían ido todos los refugiados en caso de haber entrado en guerra? —pregunta el padre empezando a irritarse—. Somos un alivio, la resistencia puede organizarse aquí.

—Si los alemanes nos hubieran atacado, se habrían debilitado en Noruega y Dinamarca. Y entonces allí podría haberse incrementado la resistencia.

—Ahora estás diciendo tonterías, hijo mío. Los alemanes pueden meter todas las reservas que hagan falta.

—¿Contra veinte millones de rusos?

—¿De dónde sacas todos esos rusos?

—De la Unión Soviética.

—¡Eres un insolente!

—¡Digo la verdad!

—¡Y yo digo que eres un impertinente! ¿Cómo va a poder movilizar Stalin a veinte millones de hombres cuando no ha hecho más que matar a tiros a sus campesinos desde mediados de los años treinta? Ahora podría necesitarlos, pero los ha eliminado.

—No ha hecho eso, ni mucho menos. Y no creo que sea distinto a que enviemos a un montón de nuestra propia gente al bosque, a los campos de internamiento.

—Eso es traición a la patria. Si llegara Stalin, estarían en el muelle para coger las amarras.

—¿Entonces por qué no encerramos a todos los que recibirían a las tropas de Hitler? ¿Acaso no hay gente que lo está haciendo ya?

—¡Eso sólo son majaderías!

—¡Es mi opinión!

Uno de los puños del padre cae sobre la mesa como un mazo.

—Un niñato como tú no tiene las ideas claras. Ser insolente no es lo mismo que saber de qué se habla.

Elna escucha. Hasta la madre se ha quedado sentada. A pesar de todo es Nochevieja, y claro que le parece divertido ver cómo su hijo empieza a medir las fuerzas con su padre. Sólo espera que no vaya demasiado lejos. Le preocupa un poco su impetuosidad.

Pero, como es natural, la discusión se descarrila. Y cuando Nils de pura furia arroja por la boca que quienes realmente tendrían que estar preparados para defender el país son los comunistas, estalla en serio. El padre se pone en pie rugiendo, se tambalea pero recupera el equilibrio y grita señalando hacia la puerta que no quiere comunistas en casa. Y Nils se pone de pie para marcharse, está tan fuera de sí que no consigue articular ni una palabra. Pero las sorpresas no han terminado aún, porque en ese momento Elna alza una mano y, sin levantar la voz, les pide que se tranquilicen. No se encuentra del todo bien…

Y eso hacen, el niño manda. El padre sacude la cabeza, mira a Nils airadamente por un momento y luego se dirige a la habitación rezongando. Que le lleve la contraria su propio hijo… ¿Adónde vamos a llegar?

Nils duerme en su colchón, Elna yace despierta. A través de las paredes oye toser a alguien en casa de los Wretman. Una tos inquietante que parece que no va a cesar nunca.

1942. Dentro de un mes exactamente cumplirá dieciocho años. Y dentro de tres meses tendrá un hijo, un hijo de invierno, un hijo en la transición entre el invierno y la primavera. Durante un instante trata de imaginarse dónde está el padre del niño, ¿hará guardia en algún sitio en la noche invernal? Pero ni siquiera es capaz de representarse su rostro, y mejor que sea así.

Un día a mediados de enero, un domingo claro y frío de invierno, Elna atraviesa la población. Es temprano, antes del mediodía, y el pueblo está desierto. La nieve acumulada varios metros de altura a lo largo de las paredes de las casas sirve para tapar las fisuras y mantener así el calor dentro del hogar. Porque este invierno de 1942 no parece que vaya a ser más suave que el anterior. Es como si incluso el clima protestara contra lo que ocurre en el mundo y el frío fuera su arma ofensiva. Elna camina deprisa, aunque le pesa el vientre y se queda sin aliento con facilidad. Pero no quiere enfriarse, su abrigo oscuro y el chal que se ha enrollado varias veces alrededor de la cabeza apenas sirven para aislarla del frío. Pero no sopla el viento, se puede aguantar. Atraviesa el pueblo, pasa por delante de la fábrica, con sus altas chimeneas que parecen dos cuernos, por delante de los chalets blancos donde viven los ingenieros y directores, y luego sale a la carretera. Allí dobla al azar y avanza por un camino forestal, las marcas de los anchos patines de los trineos y de los cascos de los caballos indican que por ese camino se han transportado troncos. Una corneja bate las alas y remonta el vuelo desde lo alto de un abeto, de donde caen en silencio gruesos montones de nieve al suelo.

Ella no va a ninguna parte, sólo camina, dejando vagar sus pensamientos por senderos propios. El aire que respira es frío. Andar le tranquiliza, no aguanta estar siempre sentada esperando… De pronto se encuentra ante un claro del bosque. Cerca del camino que va serpenteando entre los abetos y los pinos hay una torre de vigilancia aérea. Parece como todas las demás, un esqueleto gris de madera, una escalera rota que acaba en lo más alto, junto a la plataforma. Mira hacia arriba y ve que no hay ningún vigilante en la torre. Donde terminan las escaleras hay colgado un aviso que prohíbe la entrada a personas no autorizadas. En el bosque reina la calma, ella está sola y, sin saber exactamente el motivo, empieza a subir la escalera de la torre. Va despacio, en las escaleras suda con facilidad y puede marearse si no tiene cuidado. Cuenta los escalones… 43, 44, 45 y en el 62 ya está arriba. La plataforma sólo se compone de un suelo de gruesos tablones sin pintar y una barandilla a la altura de su vientre. Ahí arriba está por encima de las copas de los árboles y un viento suave sopla sobre el bosque.

Contempla el paisaje, sigue con la vista las oscuras colinas de bosque que se pierden en el infinito. Y como único contraste con los bosques sin fin, los campos blancos como sábanas extendidas. Un granero solitario aquí y allá. También le parece ver a lo lejos a un esquiador que se desliza sobre los campos blancos. Aguza la vista y tarda un rato en estar segura de que es algo que se mueve. Pero es un esquiador, se desplaza lentamente y desaparece poco a poco en el bosque, como si no hubiera existido nunca.

A ella le gusta lo que ve, es un paisaje invernal, frío y monótono, pero es el suyo, el que está acostumbrada a ver. Su reino, un reino infinito, el más bonito que conoce. Aquí es donde vive, no conoce otra cosa. ¿Se puede querer lo desconocido? Se pone de puntillas y, a pesar de que tiene el vientre como obstáculo, puede asomarse tanto por encima de la barandilla que hasta ve el suelo allí abajo. Sus propias huellas en la nieve.

«Si saltara, todo acabaría en unos segundos», piensa. «No me daría tiempo de pensar, moriría en mitad de un respiro y no sentiría ningún dolor. Sería así de sencillo, caería sobre mis propias pisadas y todo habría terminado.»

En una esquina de la plataforma hay un banco desvencijado. Se sube con cuidado para poder tirarse desde allí por encima de la barandilla, sin que nada se lo impida.

Siente la tentación de hacerlo, no se trata sólo de un capricho que se le pasa por la cabeza. Está tan cansada, las largas noches que ha pasado en vela meditando le han arrebatado las fuerzas, ni siquiera la seguridad que siente en compañía de Ester le ayuda ya. El impulso de acabar con todo le viene a la cabeza cada vez con más frecuencia. Salir al bosque, tumbarse allí y dormir. O caminar sobre el hielo hasta que llegue a un agujero, resbalar dentro del mismo y dejarse absorber por el agua. O las vías del tren… Y ahora se encuentra en la torre de vigilancia aérea. Tiene la sensación de que la altura le incita, tira de ella hacia fuera…

Durante un buen rato se asoma con la parte superior del cuerpo colgando sobre la barandilla, luego se baja del banco y se desploma. Entonces siente tanto frío que empieza a tiritar. Pero ahora lo sabe. No va a saltar. No porque no se atreva, sino porque no quiere.

Simplemente, porque no percibe la muerte como una vía de escape. Ve un clavo oxidado sobre el banco a su lado. Grava con él su nombre en la barandilla, el nombre y la fecha.

Elna. 16-1-1942.

Se queda un momento más junto a la barandilla, a pesar de que tiene mucho frío, mirando por encima de su territorio como una reina. Allí abajo, en la quietud, y en alguna parte entre los árboles, hay un esquiador que avanza sudoroso sobre el terreno irregular, hacia alguna meta que sólo él —o ella— conoce.

Ella baja las escaleras con cuidado para no resbalar, toma el mismo camino por el que ha venido. Va andando paralelamente a sus propios pasos en sentido contrario.

Ahí está la población de nuevo. Se acerca la hora de ir a misa y unas pocas personas se dirigen con dificultad hacia la iglesia. Por un instante siente el impulso de ir ella también, pero se esfuma tan rápidamente como ha llegado. «¿Qué iba a hacer ella allí?»

Además tiene frío y se da prisa.

Esa misma tarde le escribe una carta a Vivi. Hay algo que se ha vuelto una costumbre en la cocina, preparar su sitio en la mesa abatible y sacar papel y lápiz. Nadie le pregunta qué escribe, sino que, en vez de hacerlo, tratan de quedarse en silencio como muestra de consideración.

«… He decidido vivir», escribe. «Veremos qué ocurre luego. Después.»

Y lo de cada día. Que hace frío pero ella está bien de salud. ¿Y cómo van las cosas por allí abajo en la lejana Escania? ¿Continúa siendo el trabajo en el hotel igual de duro? ¿Sigue sin percibir el mismo sueldo que los demás que limpian habitaciones? ¿Hay algo de nieve en Landskrona? Si no la hay, puede venir a Sandviken a buscarla. Aquí hay para dar y tomar. Seguramente va a ser un invierno largo. Tal vez tengan nieve hasta entrado el mes de mayo… ¿Y su padre? ¿Sigue todavía en aquel campo de Norrland? Como no ha hecho nada, seguro que lo pondrán pronto en libertad. Ahora también se ha declarado la guerra entre Alemania y la Unión Soviética… ¿Crees que la guerra acabará alguna vez? ¿O durará mientras haya un solo soldado con vida? O una sola persona… Muchos saludos de Elna.

Ella tiene razón.

Es un largo invierno.

Tan largo que no hay ni el más mínimo indicio de que vaya a llegar la primavera, el 16 de marzo de 1942, por la mañana temprano, da a luz a una niña que pesa 3,450 kilos.

A la niña le ponen el nombre de Eivor Maria.

Y de apellido Skoglund. Así se llama Elna.

Cuando ve a su hija por primera vez, le parece que es una copia de sí misma. Igual de desamparada, igual de indefensa.

Al otro lado de la ventana cae la nieve.

Incesantemente.