Seguían llegando ramos de flores al camerino, rosas en esta ocasión.
—¿Éstas quién las manda? —gritó Toru al repartidor.
—Una empresa de alimentación, de atún y cangrejo en lata… —empezó a explicarle el chico, pero Toru ya no le escuchaba.
Matsuyama estaba plantado en mitad de la estancia, comprobando el sonido de su guitarra como ya había hecho cien veces. Se había maquillado todo el cuerpo de arriba abajo para el espectáculo, el pelo, la piel y todo, una mitad de lila y la otra mitad de rosa. John Sparks Shimoda estaba hundido en un enorme sofá de piel haciendo girar una baqueta entre los dedos, como si aporreara unos platillos invisibles que colgaran del aire por encima de su cabeza. Trajeron una tarta y Matsuyama pidió a una ayudante que buscara un cuchillo.
—¡A por él! —gritó, al tiempo que atacaba el pastel.
—No puedes comer cosas antes de salir al escenario —le reconvino Toru—. Eso te hará vomitar.
—¿Qué más da? Aunque vomite hasta la primera papilla o esté a punto de desmayarme en mitad del espectáculo, soy capaz de hacer saltar chispas a esa guitarra igualmente —respondió Matsuyama, con un puñado de tarta en una mano y una botella de champán en la otra.
Tokumaru estaba en una esquina de la habitación con dos jóvenes de piel tersa que lo ayudaban a anudarse la pajarita.
Mientras tanto, Hashi iba y venía en círculo, con el rostro encendido y haciendo declaraciones ante los periodistas y fotógrafos que le rodeaban.
—Voy a salvar al mundo con mis canciones —decía—. Para eso estoy aquí: para confortar a los afligidos, a los apenados y doloridos que ni siquiera son conscientes de que sufren.
Siempre hacía lo mismo antes de un concierto. Tal como él mismo lo explicaba, necesitaba vaciarse por entero para poder recargarse de nuevo. Y había varias formas de conseguirlo: una, la que había elegido hoy, era soltar un montón de tonterías a los periodistas, provocando un aluvión de preguntas estúpidas.
—A ver si lo he entendido: ¿dice usted que su música no se destina sólo a la juventud japonesa que busca emociones fuertes, sino que puede salvar a las masas hambrientas del mundo?
Hashi seguía dando vueltas por la sala, con los ojos brillantes, rodeado por dos personas del equipo de maquillaje que parecían sus satélites y trataban de fijarle el cabello con claras de huevo.
—¿Eso significa que su música es como una religión? —preguntó otro periodista, al tiempo que dos cámaras de vídeo hacían un zoom en picado para captar un primer plano de los zapatos de charol de Hashi.
Entre bambalinas, se oía a Kitami haciendo escalas en si bemol cada vez más alto.
—Lo que usted dice me suena como a una religión —insistió el periodista—. ¿Es correcto describirlo así?
En ese momento interrumpió la voz de Neva a través del intercomunicador, para anunciar que faltaban cinco minutos.
—Hay cincuenta guardias de seguridad ahí fuera esta noche, así que nada de hacer tonterías ni de soliviantar al público como la última vez —les avisó.
Matsuyama estrelló su copa de champán contra el suelo y se pasó un peine mojado por el cabello brillante.
—¿Una religión? Nada de eso —respondió Hashi a voz en grito—. Más bien es como una explosión en una estación de metro, con los muertos caídos por todas partes y las nalgas de alguien que ha quedado colgado en una valla de publicidad como un melocotón del árbol —Hashi caminaba en círculos cada vez más rápido.
—¿Quiere decir que su forma de salvar el mundo constituye un acto de terrorismo? —terció otro reportero, dando unos golpecitos en el hombro de Hashi para atraer su atención cuando ya estaba dándose la vuelta.
—¡No me toque! —vociferó Hashi.
Empujando al periodista para obligarlo a retroceder, se acercó corriendo a Matsuyama, agarró la tarta y la tiró contra el espejo que rodeaba la estancia. Los trozos de glaseado salieron volando justo cuando sonaba el timbre: Neva anunciaba que era el momento de salir.
—¡Allá vamos! —gritó Toru, colocándose un foulard plastificado alrededor del cuello. Kitami se detuvo un segundo para hacer gárgaras con un trago de coca-cola y todos se precipitaron después detrás de Hashi.
En los primeros días de la gira, los periódicos de todo el país publicaban reseñas más o menos de este calibre:
El mal gusto en los conciertos de rock no es cosa de hoy, pero con la gira en que están embarcados actualmente Hashi y compañía se han alcanzado alturas hasta ahora desconocidas. Resulta difícil narrar con palabras lo que ofrece, pero el lector puede empegar a imaginarlo pensando en un velatorio en el que alguien bebe demasiado, se pone en el más absoluto ridículo y sufre después el correspondiente ataque de autodesprecio. El «espectáculo» comienza con un atronador solo de batería para encadenara continuación una interminable ristra de las versiones de Hashi sobre clásicos como «Cita en Yurakucho» o «Te amo más que a nada». En ellas, como en todo lo que sigue, el sonido es de una frialdad helada, punteado con una línea de percusión tan plana como falta de interés. Mientras tanto, Hashi se contonea obscenamente por el escenario haciendo restallar un grueso látigo de cuero, sin duda en un intento fallido de animar el funeral.
Lo que más sorprende, por no decir que impresiona, es hasta qué punto ha cambiado la voz de Hashi en los dos meses escasos que han transcurrido desde la aparición de su segundo disco, «La isla de azufre». Mientras en esta grabación la voz puede compararse a la de un joven autista recientemente expulsado del coro parroquial, la del Hashi de esta gira suena más bien como la de una foca macho en pleno celo. Esta «nueva» voz si se la puede llamar así, se le pega a uno como una capa de fango grasiento, imposible de lavar ni bajo la más prolongada ducha caliente. Hemos tenido la ocasión de interrogar a Hashi sobre esta nueva tonalidad de su voz pero se negó a responder en serio, achacándola a que se mutiló la punta de la lengua con unas tijeras.
Se dice que en los juicios por brujería los inquisidores solían derramar cera caliente en los oídos de sus víctimas para arrancarles la confesión. Nada podría describir con más exactitud el efecto que Hashi y su banda parecen decididos a provocar sobre su público. Mientras la percusión progresa como al pairo, el acordeón da la impresión de crecerse ante los huecos gemidos de guitarra y saxo, que hacen rechinar una melodía estomagante en las notas más bajas de la escala. Por un momento, este cronista creyó estar oyendo la canción de un marginal y de un viejo mendigo que, sombrero en mano, recorrieran una callejuela encajonada entre el tráfico enloquecido de una autopista y un rascacielos en pleno proceso de demolición.
Pero, para alguien del público que hubiera prestado atención a la letra de la canción con la que siempre empezaba Hashi, Mientras te aguardo, empieza a llover, me preocupa que te mojes, te espero en el café, a la sombra de una torre… Ese dulce blues sonaba como un nocturno interpretado por un pianista ciego en el Londres de la guerra, en medio del estruendo de los bombardeos, cantando al placer de contemplar, atado de pies y manos, a una mujer bonita que escribe a máquina en una estancia inundada de sol, la piel brillándole, un finísimo hilillo de sudor recorriéndole la curva de la espalda… Por entre las explosiones de la percusión, el nocturno de Hashi parecía venir de la nada, depositando semillas de terror en el oyente. Terror. No el miedo de que se colaran las bombas, penetrando hasta lo más profundo de la tierra, hasta los refugios antibomba. No, nada de eso; más bien sería el miedo de que uno se rindiera a la urgencia de ver destellar los cohetes, de salir corriendo del refugio en plena noche; el miedo de estar a punto de hacer algo horrible… violar y matar a la mujer que se sienta al lado, quizá, o prender fuego a la butaca; un miedo que rompe a zumbar en la cabeza desde el mismo instante en que Hashi empieza a cantar. Y, una vez que empieza a sentirlo, ya no puede librarse de él, desde el primer grito, un aullido penetrante que se mete bajo la piel, que hace hervir esa grasa animal derramada en los oídos hasta que chorrea por los ojos, la boca y las ventanas de la nariz… Muy pronto, hasta el último espectador de la sala se ha levantado de un salto, con la vista fija en el escenario, el rostro transfigurado mirando a Hashi como a un hipnotizador. En la cúpula del techo, prosigue una y otra vez la disección del gigantesco cerdo en una especie de ingenioso tapiz vivo, los órganos enormes latiendo al ritmo del bajo. ¿Por qué recuerdan al mar esos tendones de color carmesí, esas venas y músculos que se retuercen? Y no a una profundidad límpida habitada por bancos de angelotes, no un mar de esos sino a uno de los del Génesis, los que rolan hacia un cielo plomizo punteado aquí y allá por la llama de un meteorito, esos océanos primigenios en los que arde un fragmento de carbono que va a crear los primeros balbuceos de vida. Mientras escuchan, los volcanes submarinos tiñen de rojo la superficie del mar, eructando una y otra vez las llamas sólidas de la lava.
—¡Aquí! —ordena Hashi—. ¡A mis pies!
Eso dice la canción. No sabes más que eso, aunque crees que lo sabes todo. Abre bien las orejas y deja que se filtre la grasa. Deja que te tiemble el cuerpo; ése es el primer paso, y muy pronto te verás caminando por las vías del tren al anochecer, hundido hasta la cintura entre los cadáveres de los perros vagabundos con las entrañas al aire. No te preocupes: el tren hará explosión segundos antes de arrollarte y aparecerán filas de chicas cubiertas de joyas ambarinas para darte la bienvenida, engalanadas con cristales rotos en el pelo. ¡Eres el rey! Al infierno con todo ese paisaje que dices que te provoca arcadas. Es una ilusión, una mentira, tu propio show de la linterna mágica. Ya sabes lo que tienes que hacer: ¡destrozar el proyector, prender fuego a todo el espectáculo! Estás a sólo unos centímetros de esa membrana fina y pálida que tapa una pared cubierta de musgo y esconde las tripas del cerdo y, detrás de todo ello, tienes un mundo de lluvia y zumos de fruta…
La lengua de Hashi daba golpecitos al micrófono mientras recitaba los nombres de la banda y llovía confetti metalizado para señalar el fin del concierto.
—Gracias, gracias —repetía en voz baja—. ¡Sin vuestro amor no podríamos hacerlo! Esta noche, quiero pediros que recéis por las almas de tres chicas que fueron atacadas en un parque de Yokohama hace casi setenta años. Un marinero de permiso las despedazó, les sacó las vísceras y eyaculó luego en su interior. Recemos esta noche por sus almas; recemos por el amor porque sólo el amor salvará al mundo, amigos. Gracias.
Cuando Hashi terminó, una fila de guardias armados con porras y perros de ataque flanquearon el escenario mirando a la primera fila del público, mientras empezaba a sonar el último tema.
—Esta historia no ha hecho más que empezar —cantaba Hashi, enardeciendo aún más a la sala.
Todo el mundo estaba de pie, en tensión, la fila delantera a punto de invadir el escenario, refrenados sólo por los ladridos de los perros. Entonces, en mitad de un verso, Matsuyama arrojó la púa de su guitarra al público y la escena quedó a oscuras. Todo el grupo desapareció, en su lugar quedaron sólo los guardias y entonces, en un segundo, se desvaneció toda la visión, las bombas, los cerdos, la grasa animal y todo lo demás y la multitud, como si se temiera quedarse sola con el estropicio, se dirigió hacia las salidas, intercambiando sonrisas ausentes y comentarios triviales.
Hashi se fue corriendo al camerino, donde lo esperaba Neva para abrazarlo. Se besaron durante unos segundos y después Hashi se derramó media botella de cerveza por encima antes de beberse de un trago la otra mitad y estrellarla contra el suelo.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —gritó alguien—. Una cosa es que estés excitado, pero tienes que dejar de portarte como un crío estúpido.
Tras desnudarse hasta la cintura, Matsuyama se acercó a Hashi y empezó a lamerle la mezcla de sudor y cerveza que le corría por el cuello y la mandíbula.
—Bueno, ¿qué te parece? ¿Soy un genio o no? —le preguntó Hashi—. ¿No tengo una garganta como un fuelle de aluminio?
Kitami dejaba escapar unas risitas al tiempo que tiraba un chorro de cerveza sobre Shimoda, que se había dejado caer en el sofá. También él estrelló luego la botella, cuyos cristales fueron a mezclarse con la capa de añicos espumosos que cubría ya el suelo. Cuando D anunció por el intercomunicador que había organizado una fiesta en la suite del ático de su hotel, todos se abrieron paso entre los montones de fans que les ofrecían ramos de flores y animales de peluche para abordar una fila de limusinas que les esperaba junto a la puerta de atrás.
Una de las primeras cosas que hacía D cuando acababa la serie de conciertos en una provincia determinada era organizar una fiesta en honor de las autoridades locales y de los ricos merecieran la pena. Estos eventos empezaban invariablemente con un discurso de un banquero, un político local o similar; en esta ocasión, fue un anciano vestido de smoking el que dijo unas palabras sobre los deportes y la cultura como lubricantes del fluido intercambio entre capitales y provincias, y todo el mundo brindó con champán. Casi todos los muebles y las mamparas de la suite se habían retirado para alinear contra las paredes unos sofás suaves y mullidos en los que se apiñaban las bien alimentadas esposas de los médicos y los hombres de negocios, vaso en mano. Sobre la mesa que ocupaba el centro de la habitación había una fila de esculturas de hielo en forma de pájaro.
—No puedo entender por qué hay hombres que se tiñen el pelo —le decía el anciano del smoking a Matsuyama—. Y menos de unos colores tan horribles. Quizá usted pueda explicármelo.
—Se me ocurrió que quedaría bien en escena —repuso Matsuyama.
—En fin, creo que debo decirle que conozco a unos cuantos tipos que estarían encantados de caer encima de los jóvenes como usted, afeitarles el cráneo, meterles de cabeza en el ejército y aplicarles una buena dosis de disciplina —afirmó el anciano.
—¿En el ejército? ¿Es interesante ese sitio?
—Dudo de que usted lo encontrara muy interesante. Allí hay que seguir normas. Y si no lo haces, te arrojan al calabozo y a la mañana siguiente te sacan para ponerte delante de un pelotón armado.
—¿Ah, sí? —murmuró Matsuyama.
—De hecho, yo no he estado nunca en el ejército —continuó el hombre—, pero si hubiera llegado a ir no me hubiera importado que me pusieran al mando de uno de esos.
—¿Al mando de qué?
—De un pelotón de ejecución, por supuesto, Siempre me ha gustado como dicen eso de «¡Preparados! ¡Apunten! ¡Fuego!». En las películas se ve muy bien.
John Sparks Shimoda hablaba de cerámicas de la dinastía Ching con una mujer de traje de noche rojo que estaba casada con el dueño de una fábrica de porcelanas, mientras Kitami describía los dos actos del espectáculo que estaba a punto de comenzar a un preboste de los periódicos y la emisora local.
—El primero es una bailarina extranjera de strip-tease y a continuación, me parece, sale un chaval flacucho que se inyecta un relajante muscular y luego deja que todos le metan el puño por detrás.
El magnate de la comunicación, bajito y con gafas, le acariciaba el hombro con una mano sudorosa.
—¿Sabes cuál va a ser el titular de la primera edición de mi periódico? —preguntó—. Éxito arrasador del concierto. Ése va a ser el titular.
Tokumaru estaba absorto hablando con el presidente de una empresa que fabricaba zapatillas de deporte y que, al parecer, era un antiguo amigo suyo. Los temas de conversación abarcaron desde la economía hasta el boxeo, pasando por sus recuerdos compartidos de cierto burdel homosexual de Río de Janeiro llamado Necrópolis. Y Toru, como ya había hecho más veces, se quejaba ante D de tener que estar dándoles conversación a aquella pandilla de momias.
—Tengo a tres groupies esperando a que vuelva a la habitación. ¿Cuánto rato más tengo que pasarme escuchando tonterías?
D consultó su reloj.
—Ten un poco de paciencia. No durará para siempre —le contestó, dándole una palmadita en la mejilla.
Cuando la bailarina extranjera empezó a quitarse la ropa se hizo patente que, aunque era bastante guapa, ya se le había empezado a aflojar la piel del estómago y de los muslos. Mientras tanto, Hashi estaba atrapado en un sofá, rodeado por tres mujeres que empezaban a dejar atrás la mediana edad y cuyos rostros lucían pequeños churretones de maquillaje caro rellenándoles las arrugas. Una de ellas exprimía una rodaja de limón sobre un canapé de caviar; tenía las orejas coloradas por el alcohol y restregaba disimuladamente uno de sus muslos contra el de Hashi.
—Cuando te he oído cantar esta noche, he sentido de repente el deseo de coger un cuchillo y rebanarme este trozo de pellejo —le dijo, cogiendo la mano de Hashi y apretándosela contra la carne en cuestión.
—¿No es divino? —dijo otra—. Parece una nena. Te juro que no me sorprendería nada si le crecieran unos pechitos en ese torso tan mono que tiene.
—A mí tampoco —añadió con voz rasposa la tercera mujer, a la que acababan de operar de la garganta—. Me recuerda una película verde que vi una vez en Hawai: salía un médico nazi que hacía experimentos con unos presos vivos y decidía injertarle unas tetas y nalgas de mujer a un chico muy guapo. Al final le cosía todo el cuerpo, menos sus partes. Daba un poco de miedo, pero resultaba guapísimo de todas formas.
Hashi daba sorbitos a su copa, preguntándose por qué se sentía más o menos a gusto allí sentado, con aquellas tres señoras maduras sobándolo. D les había pedido que fueran amables con ellas por cuestiones de relaciones públicas y para asegurarse los permisos de actuación en las mejores salas de conciertos, pero a Hashi esta obligación no le estaba causando la menor molestia.
Para entonces, el chico flaco del relajante muscular acababa de finalizar su número y agradecía los aplausos; había conseguido insertarse un consolador dorado del tamaño de un bebé recién nacido. La fiesta se dio entonces por terminada; pasaba un poco de las tres de la mañana.
Toru detuvo a Hashi cuando se encaminaba a su habitación:
—Oye, tenemos una sorpresita que va a subir luego. ¿Por qué no vienes? Cuando hayas metido a la tiíta en la cama, claro.
Mientras se duchaba, Hashi trató de pensar en la forma de poner a Neva fuera de combate si se metía en la cama con él. Le diría que estaba cansado sin más, pensó, y ojalá se hubiera tomado tres de esos somníferos grandes y redondos. Cuando salió del baño, ella estaba ante el espejo, desmaquillándose.
—Hashi, me gustaría que habláramos de una cosa —le dijo.
—¿Podemos dejarlo para mañana? Estoy agotado —respondió él, apagando la luz de la mesilla de noche.
—Claro. Mañana —dijo Neva, metiéndose en la otra cama.
—Neva, ¿duermes bien últimamente?
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿Sigues tomando aquellas pastillas para dormir tan grandes?
—No, ya no.
—Bueno, buenas noches —dijo Hashi.
Pero Neva empezó a hablar en la oscuridad.
—Cuando yo era pequeña, mi abuela nunca me dejaba ir a la playa. Decía que el mar era peligroso y que yo no sabía nadar tan bien como para ir sola. Estaba segura de que me ahogaría. Yo siempre pensaba que era tonta por preocuparse tanto, pero ahora creo que sé cómo debía de sentirse.
—Neva, deja de desbarrar y duérmete.
—¿Por qué te cortaste la lengua? —preguntó de repente.
—Ya te lo he dicho, quería cambiarme la voz.
—Hashi, prométeme que desde ahora no correrás más riesgos. Estas últimas semanas has estado como loco, intentando complacer a todo el mundo. Tienes que decidir qué es lo que quieres tú y olvidarte de los demás.
—Pero si ahora soy yo quien tiene la última palabra. Y además, ¿no están siendo un éxito los conciertos gracias al cambio?
—Nada de eso importará si te olvidas de lo que quieres y de quién eres —contestó Neva.
—No quiero hablar de eso. ¿Por qué no te tomas una de esas pastillas tan ricas y desconectas de todo?
—Pero, ¿no te das cuenta? Ahora eres famoso y cada uno te dice una cosa distinta, todo el mundo quiere algo. Uno quiere que cantes más fuerte, que le pongas más alma, que sea más fácil de entender, que haya más baladas, más de esto, menos de lo otro… Pero nada de eso importa. Tú tienes que hacer lo que tú quieras.
—Visto. Entendido. Ahora deja de decir locuras y duérmete —dijo Hashi.
—Lo siento, no pretendía ponerme a rezongar. Te prometo que ya me callo. Sólo quiero contarte lo que me dijo mi abuela cuando por fin se dio cuenta de que yo no iba a hacerle caso por más que me dijera que no entrara en el mar. ¿Sabes lo que me dijo?
—¿Y cómo voy a saberlo?
—Me dijo que me quedara donde hiciera pie.
—Vale, vale… de verdad que yo me voy a dormir.
—¿Hashi?
—¿Qué?
—Vas a ser papá.
En la oscuridad, a Hashi se le abrieron los ojos como platos. La sábana se extendía ante sus ojos en la penumbra gris.
—¿Estás… embarazada? —murmuró. Sabía que tenía que decir algo más, pero no se le ocurría el qué y se le había formado un nudo en la garganta—. ¿Un bebé? —profirió al fin—. ¿Yo? ¿Padre?
Repentinamente, se acordó de aquel bebé duro como una piedra que rodaba golpeando el interior de la caja cuando lo iba a enterrar. No sabía nada sobre el crecimiento del óvulo en el vientre de una mujer durante todos esos meses, así que se imaginó la gestación como en el interior de un hueco oscuro y anónimo hasta que en un momento determinado, milagrosamente, aparecía el bebé, berreando y dando patadas, por entre las piernas de la mujer. Pero creía que hasta ese momento, uno estaba colgado del espacio en alguna parte, sujeto con unos alambres invisibles. Quizá, si uno averiguaba dónde era y le daba un meneo al sitio, los bebés se moverían de un lado para otro como el de la caja.
—Lo hablaremos mañana —dijo Neva, arrebujándose para dormir.
Cuando creyó que ya le había dado tiempo suficiente, Hashi salió de su cama.
La habitación de Toru no tenía la puerta cerrada con llave. El interior estaba a oscuras, pero Hashi consiguió distinguir la silueta de una joven hecha un ovillo en el suelo, vestida con sólo unos zapatos de tacón dorados. Babeaba un poco y olía a alcohol. Cuando él encendió la luz, la chica se frotó los ojos.
—Nooooo —gruñó.
El rostro le pareció familiar… en la primera fila, con sombrero… la recordaba. Cuando la chica por fin se dio cuenta de que había alguien más en la habitación, se esforzó en ponerse de pie y avanzó tambaleándose hasta colgarse del cuello de Hashi. Era mucho más alta que él, pero apenas tuvo tiempo de fijarse en eso cuando los zapatos de tacón parecieron disolverse en el suelo y la chica se derrumbó, arrastrándole al suelo.
—Tú eres… Hashi —articuló con dificultad mirándole de cerca con los ojos casi cerrados—. ¿Eres tú de verdad?
El asintió, mientras notaba los pechos de la chica apretándose contra él.
—Vamos —dijo ella—. Fóllame. Odio eso de juguetear antes. Me gusta que me la metan cuando estoy seca como un hueso. Venga, mi amor, hazme daño —añadió, abriendo las piernas.
Hashi empezó a desvestirse, pensando que iba a ser su primera vez con una mujer a la que no se le desparramara la piel cuando se tendía.
Desde la boda, Hashi se había acostado a escondidas con otras tres mujeres, pero todas eran de la misma edad que Neva, y todas habían sentido vergüenza al desnudarse delante de él. Las tres le habían hecho cerrar los ojos, y las tres veces se había encontrado en la cama unos colgajos de carne que parecían no mantener ninguna relación con los muslos y los costados y los brazos a los que estaban pegados. La piel hacía ondas como una masa aguada y, al presionarla, no recuperaba la forma. Con todo, resultaban cuerpos extrañamente tranquilizadores. Pero esta joven era diferente. La carne firme y moldeada de sus muslos y nalgas no cedía por mucho que la apretara y estaba tendida frente a él con total seguridad en sí misma, bajo las luces encendidas, con las piernas abiertas, exhibiéndose.
Pero al cabo de unos minutos de magreos, el pene de Hashi seguía lacio. Ni siquiera cuando avanzó sentado sobre ella hasta metérselo en la boca se le endureció.
—Vamos, mi amor, empálmate para mami —canturreaba la chica, lo mejor que podía con la boca llena.
—¿Qué te decía? No es capaz de hacerlo con las jóvenes —dijo Toru, apoyado en el quicio de la puerta junto a Matsuyama.
Los dos sonreían de oreja a oreja.
—Guau, pensaba que se me iba a partir la lengua —dijo la chica, incorporándose—. Hashi, mi amor, algo me dice que eres im-po-ten-te.
—¿Habéis estado ahí mirando todo el rato? —preguntó Hashi.
Los dos asintieron, sonriendo aún, mientras Hashi arremetía contra ellos. Esquivando el puñetazo, Toru le sujetó por la muñeca y le hizo caer sobre la cama.
—Tranquilo, Hashi, te enseñaremos cómo se hace —dijo, mientras Matsuyama le daba la vuelta a la mujer para que se pusiera a gatas y se bajaba la cremallera de la bragueta.
La hebilla del cinturón tintineaba rítmicamente contra el suelo con los embates.
—¿Sabes? —continuó Toru—. Shimoda lo explica muy bien. En una ocasión le oí decir que, una vez que un hombre ha puesto su cuerpo en venta, está acabado. Lo que realmente ha vendido es la honra. Y por mucho que una chavala como ésta le menee el culo delante de la cara, no se le vuelve a levantar. Este Shimoda es un tipo muy listo. Dicen que a las mujeres no les afecta, pero que para un hombre es el fin —finalizó, guiñando un ojo a Hashi y acercándose a la chica para darle un suave puntapié en el muslo sudoroso con sus botas de serpiente—. Hashi, querido, tú eres un huérfano —rio—. Nunca conociste a tu madre, por eso lo único que quieres de una mujer es una teta blandita para chuparla… mmmmm.
Hashi se puso pálido y agarró un cenicero que estaba detrás de él para tirárselo a Toru, pero éste lo esquivó y fue a estrellarse contra la pared.
—¡Te prohíbo que me hables así! —gritó, haciendo otra tentativa de golpearle.
Esta vez Toru no opuso resistencia y dejó que Hashi, que era con diferencia el más débil de los dos, le diera unos cuantos puñetazos en el pecho. Había dejado de reírse. Matsuyama, que ya había terminado con la chica para entonces, le quitó a Hashi de encima.
—Eres un huérfano marica y chapero —dijo Toru, con tono súbitamente serio—. Puede que hoy seas un gran cantante, pero hace no mucho eras un huérfano marica y chapero, y nunca conseguirás olvidarlo de ninguna forma. Y ése es exactamente el asunto: nunca deberías olvidarlo… eso es lo que los tipos mayores como nosotros aprenden con el paso de los años. Y ni importa si no eres capaz de tirarte a una groupie guarra…
—¡¡¿Guarra?!! —masculló la chica, con la lengua estropajosa.
—¡Sí, guarra! —dijo Toru, dándole otro puntapié más fuerte—. Hashi, hay un montón de imbéciles por ahí que se estropean en cuanto hacen un poco de dinero. Pero ésos son los que olvidan de dónde vienen y de repente empiezan a pensar que nacieron en una limusina. Y no queremos que eso te pase a ti, ¿verdad? Por muy buenos que sean los hoteles y los restaurantes, sea quien sea el que te esté haciendo la pelota, no lo olvides nunca: eres un huérfano marica y chapero. Y no te diría esto si no fuera porque todos estamos encantados de estar en tu grupo. No sucede a menudo lo de encontrarse en uno así; juntos somos una bomba, todos estamos convencidos. Así que no te olvides: huérfano…, marica…, y chapero… No sea que vayas a fastidiarla.
Hashi quiso responderle, decirle que estaban equivocados sobre lo suyo con las mujeres mayores. No estaba muy seguro de a qué se debía, pero había algo calmante en aquellos cuerpos blandos, algo que le recordaba… a aquella estancia acolchada. Quería que supieran que si él era así, la causa no tenía nada que ver con su condición de huérfano, ni siquiera con haber sido chapero; era por el sonido, aquel que habían oído Kiku y él tantos años atrás en una sala de paredes acolchadas. Cantaba porque estaba buscando ese sonido; sus canciones eran su forma de acercarse a él. Y sólo podía oírlo en una habitación con las paredes forradas, una habitación hecha con el amplio cuerpo desnudo de una mujer, en la que las paredes, el suelo y los muebles estuvieran sacados del interior de sus muslos, una habitación que se contrajera y dilatara suavemente, con el ritmo de la respiración, sin parar… sólo allí, en su interior, sería capaz de oírlo.
Desde la ventana de su suite se dominaba toda la ciudad. Veía enfrente los restos de la fiesta; los pájaros de hielo convertidos ahora en trozos informes y el joven flaco, casi desnudo, dormido encima de una mesa. Hashi se quedó contemplado la noche. Había empezado a llover y las farolas se veían rodeadas de agujas plateadas, pero desde detrás de los cristales dobles no oía ni sentía nada. En el instituto, recordó, se había pasado mucho tiempo asomado a la ventana… mirando a Kiku saltar con su pértiga. De repente, sintió un olor… un olor familiar… ¿de qué? Cerrando los ojos, buceó en su cerebro hasta que lo supo: polvo de tiza, pensó para sí reprimiendo la risa. Después de un salto especialmente bueno, Kiku le sonreía y le hacía gestos con la mano. «Ese es mi hermano», decía entonces él a sus compañeros de clase, señalándolo. En el instante en que la isla lejana y el mar aparecían flotando ante su vista, el chico desnudo de enfrente se sentó de golpe y dejó escapar un grito silencioso. Hashi se estremeció. Su rostro en el cristal se mezclaba con el cuerpo del joven. Todo parecía haberse vuelto transparente, intercambiable: el cuerpo, las luces de la ciudad a los lejos, el mar y la isla de su imaginación… todo era lo mismo, y durante un instante no supo ya dónde estaba. Su rostro había resbalado por entre esas imágenes brumosas y se estaba cayendo. No podía respirar: aquel cristal de grosor imposible, todo salpicado de lluvia, le mantenía alejado del aire, alejado de todo. Lo golpeó con todas sus fuerzas. No sirvió de nada. De repente, se fijó en que el chico de allí enfrente blandía el enorme consolador dorado en dirección a él mientras mordisqueaba un canapé sobrante. «Prueba con esto», parecía estar diciéndole. «Con esto a lo mejor lo consigues».