VEINTICUATRO

Anémona esperaba el autobús. Acababa de finalizar la jornada laboral y se había formado una larga cola. Delante de ella había una anciana con un ojo tapado por un vendaje; detrás, una mujer tirando de dos niños pequeños. La anciana miró su reloj, comprobó el panel de los horarios y se volvió hacia Anémona.

—Lleva retraso, ¿verdad?

—Debe de haber atasco en la estación —aventuró Anémona.

La anciana asintió y sacó un cigarrillo de su bolso color marrón. Los niños, que llevaban un largo rato batallando por un avión de juguete, tropezaban con Anémona de vez en cuando. Ella se dio la vuelta para mirarlos y entonces la madre se disculpó; la mujer llevaba una bolsa de plástico colgada del brazo, con una madeja de lana y unas hojas de apio asomando por el borde superior.

—Hueles muy bien —le dijo la anciana a Anémona.

A continuación encendió el cigarrillo y se levantó el vendaje para limpiarse con un trocito cuadrado de gasa. El ojo estaba enrojecido y rodeado de una costra que dejó una mancha ambarina en la esquina de la gasa.

—Hueles como a leche o algo así. ¿Trabajas en una lechería? —Anémona se olió su propio brazo—. Eso no sirve de nada. Nadie nota su propio olor. ¿En qué lechería?

—Es una panadería. La que está junto a los grandes almacenes.

La anciana volvió a asentir con la cabeza, mientras tiraba el trozo de gasa a un cubo de basura. La piel inflamada bajo el vendaje le había traído a Anémona el recuerdo de Gulliver en la autopista. La policía había recogido los restos mortales del animal, que Anémona reclamó tras los trámites, pero ningún crematorio de los que estaban cerca aceptó ocuparse de aquellas bolsas llenas de trozos de cocodrilo. El Bronco había quedado demasiado destrozado como para arreglarlo, así que lo vendió a un desguace, envió de vuelta sus maletas y el equipo de buceo y se compró un billete para el siguiente tren que salía en dirección norte. Por desgracia, apenas habían abandonado la estación cuando las bolsas empezaron a rezumar un riachuelo de sangre y suero que recorría el pasillo y a Anémona no le quedó más remedio que bajarse en la primera parada, antes de que apareciera el revisor y descubriera el desastre. Al final cogió un taxi para recorrer el tramo que faltaba hasta Aomori y allí arrojó al mar las bolsas de cocodrilo podrido desde el extremo del muelle. En el transbordador desde Aomori hasta Hakodate encontró por casualidad un periódico en el que leyó un artículo que le hizo hervir la sangre: El misterio del cocodrilo gigante en la autopista.

Pasó en un hotel la primera noche en Hakodate, pero tenía los nervios tan de punta que no pudo dormir y al día siguiente reservó un billete para volver a Tokio en avión. No le iban a dejar ver a Kiku, se dijo a sí misma, así que muy bien podía volver a casa. Pero, de camino al aeropuerto, el taxi pasó delante de un largo muro alto y gris y, cuando el conductor le dijo que se trataba del Centro Penitenciario Juvenil, Anémona le pidió que parara. Estuvo caminando alrededor del perímetro de la cárcel un buen rato; Kiku, con los hombros hundidos y la cabeza colgando, estaba detrás de ese muro. Decidió quedarse al menos un día más.

Con un ligero temblor, se acercó al guardia de la puerta para informarse sobre los derechos de visita. El hombre le explicó que había que solicitarlo en el despacho de dirección así que, reuniendo todo su valor, Anémona se zambulló en aquel edificio de iluminación enfermiza. Se cruzó en el pasillo con un interno que llevaba un cubo de desinfectante y que se detuvo para contemplarla. Su cráneo afeitado brillaba bajo la luz mortecina.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le gritó un guardia.

El preso reanudó su camino.

También el hombre que la atendió en dirección la contempló atentamente, mirando las babuchas chinas, los pantalones de cuero y las largas uñas pintadas de escarlata antes de decir:

—¿Así que no tiene empleo ni domicilio fijo en este momento? ¿Es así? —El uniforme del hombre olía a sudor—. Lamentablemente, en esas circunstancias sólo podríamos permitirle una visita en caso de que fuera pariente directa.

—¿Quiere decir que podría verle si consiguiera un trabajo y un sitio donde vivir? —El funcionario asintió.

Por fin llegó el autobús y la fila de gente que esperaba empezó a apretarse para abordarlo. Delante de la anciana había un hombre con una maleta tan grande que, al levantarla, le hizo trastabillar hacia atrás y chocar con la mujer. El impacto provocó que ésta se agarrara a Anémona para no caerse, y sin darse cuenta le hundió el cigarrillo encendido en el brazo. Anémona dio un grito y apartó el brazo con fuerza, golpeando en la cara al niño que tenía a su espalda y haciendo que se le cayera al suelo el avión de juguete que llevaba en la mano y se le rompieran las alas. La anciana apagó el cigarrillo de un pisotón, disculpándose con Anémona pero, cuando ésta ya se volvía para subir al autobús, frotándose la quemadura del brazo, la madre la detuvo con un grito.

—Un segundo, señorita.

La mujer rodeaba al niño desconsolado con un brazo mientras sostenía el avión roto en la otra mano.

—Usted lo ha roto —decía, pero Anémona hizo caso omiso y volvió a la cola—. ¡Espere! ¿A dónde cree que va?

Mientras Anémona dudaba entre subirse al autobús o no, el resto de la gente la apartó de la fila y pasó delante, incluida la anciana, que se volvió sólo un instante antes de desaparecer en el interior del vehículo. El conductor pisó el acelerador con el motor embragado, haciendo que el tubo de escape dejara escapar una densa nube de humo. Anémona empezó a sentir ganas de vomitar.

—¿Cuánto le había costado? —preguntó—. Se lo pagaré.

—No quiero su dinero, quiero que se disculpe con este niño.

En ese momento, el niño mayor le dio a Anémona una patada en la pierna y ella, sin pensarlo, levantó una mano para abofetearlo.

Fue el conductor del autobús quien la detuvo, sujetándole el brazo en el aire.

—¿Qué diablos cree que está haciendo? No es más que un crío —le dijo.

Para entonces, todos los viajeros estaban mirándoles desde las ventanillas del autobús.

—¡Ha sido culpa mía! ¡Culpa mía! —profirió la anciana, asomado la cabeza por la puerta.

—¿Qué clase de persona es la que va por ahí rompiéndoles los juguetes a los niños? —protestaba la madre.

El conductor seguía sujetando a Anémona por el brazo, mientras la miraba de soslayo. Desde el interior del vehículo, alguien gritó que por qué no se movían, haciendo sonar el claxon.

—¡No toque ese claxon! —vociferó el conductor.

Anémona retorció el brazo para soltarse, sacó su monedero del bolso, extrajo diez mil yenes y se los alargó a la mujer.

—¿Y eso para qué supone que es? —gritó la mujer, dirigiéndose al conductor—. ¿No le parece increíble?

—Debe de estar loca —asintió él, echándose a reír mientras volvía a su asiento.

—Diga, que lo siente —seguía repitiendo el niño que le había dado una patada, hasta que su madre lo agarró de la mano y le hizo subirse al autobús.

—¡Nos vamos! —gritó el conductor—. ¿Va a subirse?

Anémona no respondió.

—¡Ay, pobre! Si es que ha sido culpa mía. Ella no hizo nada. ¡Pobrecita! ¡Lo siento de verdad!

La anciana seguía agitando la mano desde la ventanilla mientras el autobús se ponía en marcha. Anémona volvió a casa andando.

En su día libre, Anémona compró una máquina de coser y una tela estampada con dibujos de cocodrilos. Quería hacerse unas cortinas. Le costó un poco aprender a utilizar la máquina y realizó varios intentos fallidos de empezar la costura, pero siguió trabajando toda la noche. Al amanecer, una débil línea rosada apareció tras las montañas que recorrían el puerto. Pocas veces se había levantado Anémona a esa hora del día. En la distancia, la superficie del mar se confundía con el cielo, en un continuo de tono grisáceo. Más allá del muro bajo y prolongado del rompeolas, las lucecitas de los barcos se deslizaban por el muelle, disolviendo en su estela el reflejo de las nubes. Al tiempo que el cielo se iba volviendo azul, la luz de los focos se confundió con la del día.

Anémona se frotó los ojos. Entre las nubes se filtraban dardos de sol que bañaban el muelle en su luz brillante. Empezaba a hacer calor y el cielo estaba ya de color blanco cuando colgó las cortinas. El dobladillo no había quedado del todo recto, había alguna borla un poco desnivelada y se le habían pasado algunas arrugas aquí y allá, pero Anémona estaba embelesada. Cuando el sol empezó a iluminar la tela color crema, pensó que eran las cortinas más lindas del mundo. Sintió la repentina necesidad de mostrárselas a alguien… de mostrárselas a Kiku. El viento las hinchaba y movía, dejando ver la extensión de tejados plateados que bajaban hasta el agua.

Anémona decidió maquillarse poco para la ocasión. Sabía que, aunque hubiera tráfico, no se tardaba más que unos quince minutos en llegar al centro penitenciario, así que había pensado salir de su casa exactamente a las dos menos cuarto de la tarde; si llegaba antes tendría que pasar un rato muerto en aquel edificio odioso y oscuro. Le costó un poco decidir lo que iba a ponerse, pero al final se vistió con una blusa de seda blanca, una falda roja con algo de vuelo y un abrigo ligero por encima, con zapatos grises sin tacón. Lo había comprado todo recientemente, tras un estudio minucioso, para no desentonar con las otras chicas de la panadería. En cualquier caso, a Kiku nunca le había gustado mucho su forma de vestir, y más de una vez le había dicho, de algo que ella llevara puesto, que era estridente o que parecía barato. Daba la impresión de que sus gustos estaban más cerca de los uniformes que se ponen las cajeras de los bancos. Así que esto le parecerá un modelo estupendo, pensó, examinándose en el espejo por última vez. Sonó la alarma del despertador, programada para las dos menos diecisiete minutos. Anémona se pasó un cepillo por el cabello y se aplicó sólo una gota de perfume en la nuca antes de salir a toda prisa.

Quince minutos más tarde, un guardia joven la conducía a una habitación débilmente iluminada, dividida por la mitad mediante una pantalla de rejilla herrumbrosa. Había una silla plegable metálica a cada lado.

—Esta sala de visitas es la de segunda clase —dijo el guardia como para disculparse—. Dentro de un año tendrá derecho a la de primera… que no tiene rejilla. Ya me imagino que no podréis daros muchos besitos con esto —rio, al parecer con la intención de ayudarla a relajarse.

En cuanto el guardia se fue, Anémona empezó a revolver su bolso, buscando un trozo de papel en el que había escrito unas notas: Si Kiku sonríe, dile «Tienes muy buen aspecto»; si parece de mal humor, di sólo «Hola, cariño», con mucha dulzura; si tiene aspecto de estar triste, no digas nada, sólo dale una palmadita en el hombro. No se le había ocurrido lo de la rejilla y ahora necesitaba pensar urgentemente en otra cosa que decir si tenía aspecto triste. Pero todo lo que se le ocurría le parecían bobadas y, además, no había forma de concentrarse cuando en cualquier momento se podía abrir la puerta de hierro que tenía enfrente y por allí entraría Kiku. Sentía los latidos del corazón, le sudaban las palmas de las manos y se le había secado la garganta. Se quedó sentada retorciendo su pañuelo y haciéndole nudos, diciéndose que no le serviría de gran ayuda a Kiku si no era capaz de controlarse. Cuando pensaba en él, sólo recordaba aquella silueta hundida y apocada de la sala de juicios.

Respiró hondo y trató de tranquilizarse otra vez, decidiendo que le diría «Anímate», tanto si estaba de buen humor como si se le veía deprimido. Visualizó a Kiku sentado allí enfrente, con los hombros hundidos y la mirada en el suelo, y empezó a ensayar en voz baja: «Anímate, Kiku». No, sonaba forzado, había que darle un toque más ligero. «Anímate, Kiku». Esta vez le salió algo frío, como de maestra de escuela. «Anímate, Kiku». Tampoco era eso; parecía que estaba regañando a un niño malo. No, tenía que sonar cálido y natural, aunque firme, todo a la vez. «Anímate…». Estaba haciendo el último intento cuando la puerta se abrió de golpe, trayéndole un aroma familiar de sudor masculino.

—¡Anémona! —gritó Kiku, lanzándose contra la rejilla y sacudiéndola.

Una nube de polvo rojizo los rodeó a los dos y la mampara crujió como si fuera a ceder.

—¡Eh! ¡Fuera de ahí! —ladró el guardia que había entrado en la sala tras él.

—No puedo creerlo. No puedo creerlo —murmuraba Kiku, soltando por fin la rejilla y sentándose.

Con la nariz apretada contra el metal, se quedó sonriéndole a Anémona, que le devolvía la sonrisa. Luego abrió la boca como para decir algo, pero no le salió nada.

—Tienes un aspecto estupendo —consiguió decir ella, luchando para refrenar las lágrimas—. He hecho unas cortinas —continuó, empezando por lo primero que se le vino a la cabeza para reprimir las ganas de llorar—. Me he buscado un trabajo en Hakodate, en una panadería que se llama Guíen Morgen, que quiere decir «buenos días» en alemán. Lo que más vendemos son los pastelitos de fresa, pero parece que la gente ya se va cansando de ellos; algunos días, se venden mucho mejor los de melocotón o los de kiwi. He hecho una amiga, una chica encantadora que se llama Noriko, ya hemos ido al cine dos veces las dos juntas. A ella le gusta mucho leer y está todo el día prestándome libros, pero ya sabes cómo soy yo con los libros, me quedo dormida nada más abrirlos. Pero todos son muy buenos, de escritores famosos, y uno lo ha escrito la mujer de ese pintor tan conocido. ¿Tú qué opinas, Kiku, crees que debería leerme esos libros? —Anémona sabía que estaba desbarrando, pero siguió porque temía ponerse a gritar si simplemente se quedaba callada mirándole. Kiku la contemplaba sonriendo—. Justo al lado de la panadería hay unos grandes almacenes que tienen una relojería en el quinto piso. Bueno, pues el hijo del dueño ha estado intentando ligar conmigo. El tipo es un gusano integral, lleva un coche importado repugnante… incluso para recorrer los cuatro metros que hay hasta nuestra tienda. Siempre está dando la lata con una tontería detrás de otra, que su padre le ha regalado la mitad de las acciones de la empresa, o que tiene tres perros doberman y la policía se pasa la vida dándoles certificados de mérito, y que es amigo de un tipo que es campeón de kickboxing y blablabla. Se pasó tanto tiempo detrás de mí que un día por fin le dije que iba a salir con él, para callarle la boca. Fuimos a un café y, nada más sentarnos, le dije que tenía un novio que estaba en la cárcel y que si se le ocurría tocarme no me hacía responsable de que le pudiera suceder. Y, ¿qué crees que contestó? Me dijo que yo era una delincuente juvenil… Me reí en su propia cara…

Kiku seguía mirándola, pero ya no parecía escuchar.

—¿Cómo está Gulliver? ¿Sigue creciendo?

Anémona se pasó la lengua por los labios.

—Ha muerto —respondió luego, con voz casi inaudible.

—¿De verdad? —murmuró Kiku con aire ausente—. Pobrecito.

—Sí. Pero ya pasó.

—¿Ya pasó el qué?

—En fin, que ya me he hecho a la idea.

Kiku volvió a quedarse callado. La miraba estudiando su cabello, sus manos, sus pechos.

—Cinco minutos más, Kuwayama —dijo el guardia desde la esquina de la sala.

—Vale, vale —respondió Kiku sin apartar la vista de Anémona.

Ella contemplaba su reloj, dándose cuenta súbitamente de que habían pasado veinticinco minutos y no se habían dicho nada.

—Anémona —susurró Kiku, en voz tan baja que el guardia no pudiera oírlo—. ¿Me harías un favor? ¿Puedes pasar la punta de la lengua por entre la rejilla?

En el mismo instante en que ella metió la lengua por un hueco, él apretó la boca alrededor y permaneció así durante varios segundos. Cuando se apartó, un hilillo de saliva quedó colgando en el aire entre los dos.

—Voy a empezar a hacer prácticas para ser marino… —empezó a decir Kiku.

—Casi se ha acabado el tiempo —anunció el guardia.

—Sólo un par de segundos —dijo Kiku, empezando a cuchichear rápidamente—: ¿Todavía te queda dinero? —Anémona asintió—. Entonces, escúchame con atención. Dentro de poco en el cursillo de marinero haremos un pequeño crucero de prácticas. Buscaré la forma de escribirte para decirte adónde nos dirigimos. Sólo tienes que seguirnos por tierra y luego ir a buscarme al barco cuando atraquemos. ¿Lo has entendido?

El guardia se había acercado ya tanto que no pudo continuar hablando pero, mientras se levantaba y salía de la sala, Anémona aún tuvo tiempo de gritarle:

—¡Kiku! ¿No te has olvidado de la datura, verdad?

Él negó con la cabeza mientras salía.

Con los ojos brillantes, Anémona se recorrió la boca con la lengua para recoger los pedacitos de herrumbre arenosa y los escupió al suelo.