—Kuwayama, ¿tú corres rápido? —Fukuda se lo preguntó una noche en el tiempo de recreo antes de la hora de dormir. Estaba tratando de formar el equipo de la Unidad de Servicios de Cocina número 3 para la siguiente jornada de torneos deportivos al aire libre—. Antes hacías salto con pértiga, ¿verdad? —Kiku se miró los zapatos sin responder—. Si corres rápido, a lo mejor te sacamos partido.
Las carreras de relevos representaban una de las escasas oportunidades de que disponían los presos para apostarse lo que tenían: dulces, ropa interior o zapatillas de tenis, y hacer quinielas entre ellos. Fukuda le explicó la situación:
—El equipo de los instructores lleva tres años seguidos ganando, así que son los favoritos. Luego están los del taller de mecánica, que tienen por lo menos a un tío que es un tiro, uno que era ciclista profesional. El año pasado no ganaron por un pelo. Hayashi, Nakakura y yo hemos hecho equipo con un tipo de la Unidad de Servicios de Cocina número dos, pero si tú mueves el culo rápido de verdad, te metemos. ¿Te imaginas lo que significa eso? Como nadie sabe nada de ti, podemos arrasar. Si ganamos, nos va a salir el chocolate y todo lo que queramos por las orejas… Así que, sé legal con nosotros y dinos la verdad, ¿corres rápido?
—Si hay que hacerlo, correré —repuso Kiku, sin levantar la vista.
—No es eso lo que te he preguntado. Quiero saber si corres rápido.
—Me da igual correr o no correr —dijo Kiku, igual de evasivo.
Nakakura, visiblemente irritado, se acercó a él:
—No lo pillas, ¿eh? Es que en esta carrera vamos a apostar. ¡Si tú corres rápido, podemos atiborrarnos con lo que ganemos! —le dijo a gritos.
Yamane le contuvo y preguntó a Kiku cuál era el mejor tiempo que había hecho en los cien metros lisos.
—Hace más de un año que no me cronometran, pero he hecho 10,9 tres veces —dijo Kiku.
Todos los demás le rodearon, sin habla, y Fukuda le anotó inmediatamente en la lista. Aunque parecía algo reticente, Kiku no puso ninguna objeción.
—Será raro, el tipo éste —murmuró Nakakura mientras abría su cama—. Raro como un perro verde, de verdad. Si es tan bueno corriendo, ¿por qué no levantó la mano y nos dijo que le apuntáramos desde el principio?
—¿Sabes cómo te llaman los guardias? —prosiguió, levantando la voz de forma que Kiku le oyera—: «Lobo», por «lobotomizado». Ya sabes, cuando te quitan un cacho de cerebro y te dejan como un vegetal, eso que hacen con los tipos que tienen ataques y cosas de esas. Lobo, así te llaman.
La pista de atletismo del centro penitenciario estaba cubierta de una capa de arena, que al parecer habían depositado allí cincuenta años atrás, cuando allanaron el terreno y lo prepararon para cultivarlo. Era una arena fina, que volaba cuando el viento soplaba fuerte y podría haber sido arrastrada por la lluvia mucho tiempo antes si no hubiera estado el muro de hormigón para contenerla. Kiku cogió un puñadito y la esparció al aire justo en el momento en que se le acercaba Fukuda.
—Vamos a calentar —le dijo éste.
Kiku asintió y empezó con sus ejercicios de calentamiento: estiramiento de piernas, unos cuantos saltos con los pies juntos, varias patadas altas, ejercicios para desentumecer los tobillos y un buen masaje en los tendones de Aquiles.
—De lo más profesional —dijo Nakakura.
Los músculos de Kiku parecían conservar su propia memoria de lo que tenían que hacer.
Había seis equipos de cuatro hombres en la primera carrera: cada uno corría una vuelta de doscientos metros. Los de la Unidad de Servicios de Cocina número 3 salían por el siguiente orden: Fukuda, Nakakura, Hayashi, y por último Kiku.
—Eh, Kuwayama, ¿vas a correr? —le dijo uno de los guardias que estaban cerca—. A ver si no se te va la cabeza en mitad de la carrera y se te cae el testigo.
Los corredores se pusieron en fila, sonó el disparo de salida y empezó la carrera. Fukuda salió muy bien y se las arregló para permanecer segundo durante toda la vuelta, quizá porque los del taller de mecánica y los instructores corrían en la siguiente tanda. Si acababan primeros o segundos en esta eliminatoria, se los encontrarían en la final. Nakakura no estaba muy retrasado cuando recogió el testigo de Fukuda, pero no era tan rápido y el corredor del equipo de carpintería enseguida empezó a amenazar con pasarle. Al ver el peligro, Nakakura intentó hacerle tropezar cuando llegara a su altura, pero fue él quien perdió el equilibrio y, cuando el otro corredor le dio un golpecito en el hombro al adelantarle, le hizo caerse de cara. Para cuando se puso de pie y empezó de nuevo a correr, iba el último, a más de veinte metros de distancia del líder. Hayashi y Fukuda soltaron a la vez un quejido casi gritado.
—Ha sido culpa tuya. Tú fuiste el que le quiso poner la zancadilla —le recordaron al acabar, mientras trataban de sujetarle para que no se abalanzara sobre el del equipo de carpintería.
Hayashi consiguió subir hasta la quinta posición, pero la distancia con el primero seguía siendo de casi veinte metros cuando Kiku tomó el puesto de salida, inhalando dos veces profundamente y echando a correr cuando Hayashi estaba ya a cinco metros de él. Se oía a los demás equipos bromear diciendo que seguramente también el Lobo mordería el polvo, hasta que lo vieron adelantar a otro corredor cuando apenas se habían dado cuenta de que ya estaba en la carrera.
—Quién lo iba a decir —musitó Fukuda contemplándole correr como un rayo.
Se le veía en plena forma, con la parte superior del cuerpo muy recta y estirada mientras las piernas hacían todo el esfuerzo. El rostro no reflejaba ni un ápice de emoción cuando adelantó a otro corredor, pero los espectadores empezaban a agitarse. Mientras aceleraba todavía más, el gris uniforme carcelario flameaba a su alrededor, como si estuviera a punto de hacerse jirones por la tensión. Iba tan rápido que los demás corredores, por comparación, parecían estar quietos, y al completar la vuelta había subido hasta la segunda posición. Sus compañeros de equipo corrieron hacia él para abrazarle mientras los demás presos se quedaban sentados en las gradas con expresión de asombro, hasta que alguien se levantó y gritó en dirección a él:
—¡Eh, Lobo! ¡Demonios, qué bueno eres!
Un instante después, una multitud le rodeaba, mientras él intentaba salir de la pista.
—¿Qué eres, una estrella olímpica o algo parecido?
—¿Eres profesional o qué?
Kiku, que ni siquiera jadeaba después de la carrera, se enjugó una gotita de sudor de la frente y miró a su alrededor, como si las preguntas lo incomodaran. En ese momento, se le acercó Yamane corriendo:
—¡Les has atizado una buena patada en el culo! —le dijo, dándole un cariñoso pescozón.
Kiku cerró los ojos en el momento en que una ráfaga de aire levantaba la arena de toda la pista. La piel, con el sudor ya frío, se le había erizado entera. Abrió entonces los ojos sólo una rendija, pero la arena había oscurecido todo lo que le rodeaba y el círculo de presos que le hacía corro se había vuelto denso, como sombras oscuras recortadas contra una niebla movediza: siluetas que se acercaban amenazadoras, señalándole con los dedos sombríos de sus tenebrosos brazos. Kiku sintió que se desmayaba y miró al suelo. Tenía la sensación extraña de que había alguien agachado allí cerca, pero fuera de su ángulo de visión, apenas escondido entre la arena pálida. La idea le hizo estremecerse: una mujer, no, una bola de carne roja que antes había sido una mujer. Aquella imagen, brutalmente vivida, la misma de siempre, empezó a lanzar destellos en la imaginación de Kiku.
—¿Kiku? ¿Te pasa algo? ¿Estás enfermo? —Yamane estaba a su lado, mirándole atentamente a la cara pálida—. ¿Te has mareado de correr?
—¿Por qué están todos alrededor de mí? —consiguió proferir Kiku.
Ahora todavía había más gente rodeándole, atraídos por su extraña actitud. Yamane le pasó un brazo por el hombro.
—Están impresionados, nada más. Nunca habían visto a nadie correr así antes de hoy.
—Que me dejen en paz —rogó Kiku—. Que dejen de mirarme. No he hecho nada.
Trató de colarse por un hueco entre la fila de gente, pero se cerró antes de que pudiera cruzarlo.
—Eres tan bueno como para salir en la tele —le dijo uno de los espectadores, agarrándole y sacudiéndole por los hombros para dar más énfasis a sus palabras.
Kiku se liberó con un movimiento brusco y se agachó hasta quedar en cuclillas, tapándose la cabeza con los brazos y poniéndose la chaqueta por encima. En ese momento llegó un guardia y obligó a todos los curiosos a retroceder:
—Kuwayama, ¿estás loco o qué? ¿Qué está pasando aquí? —le preguntó, sacudiéndole un poco.
Kiku se había quedado quieto como una piedra.
—Es por los rayos de sol de la tarde —dijo otro preso que estaba cerca—. Estos tipos se quedan congelados en el sitio cuando les da ese sol; y luego empiezan a echar espuma por la boca y se vuelven locos del todo.
Lo llevaron a la enfermería, aún acurrucado en posición fetal. Le temblaba todo el cuerpo, bañado de un sudor frío, y parecía incapaz de hablar. El médico trató de inyectarle un calmante, pero tenía los brazos y las piernas tan rígidos que la aguja se rompió sin poder penetrarle ninguna vena. Ahora le castañeteaban los dientes, así que un enfermero le metió una toalla en la boca para que no se mordiera la lengua. Sus compañeros de equipo habían entrado detrás de él en la enfermería.
—Doctor, ¿podrá correr en las finales? —Nakakura hizo la pregunta que estaba en la mente de todos.
El médico soltó una carcajada:
—¿Estás de broma? Ni siquiera sé si conseguiré reanimarle o no.
—Perdone —dijo Yamane, acercándose—, pero yo he estado en una clínica psiquiátrica seis meses y una vez traté a un chaval que estaba así, con una técnica especial que usan en kárate para reanimar a la gente. ¿Le importa si lo intento con él?
El guardia y el médico intercambiaron impresiones un momento pero, después de que Yamane les asegurara que no había ningún riesgo, le dijeron que podía hacerlo. En cuanto le dieron luz verde, Yamane agarró a Kiku desde atrás y empezó a palparle con el dedo pulgar la zona donde se unen la cabeza y la nuca. Cuando encontró el punto exacto, gritó con fuerza y apretó. Todo el cuerpo de Kiku experimentó en respuesta una fuerte sacudida, arqueando los hombros hacia atrás y levantando el rostro al techo. Luego, con la misma celeridad, extendió los brazos y las piernas, abrió los ojos y empezó a mover los labios. Yamane se agachó rápidamente y le sacó la toalla de la boca.
—Kiku, ¿puedes oírme? Si puedes, parpadea. Estoy aquí para ayudarte, ¿puedes oírme?
Kiku cerró y abrió los ojos.
—¿Tienes miedo de algo? —le preguntó Yamane a continuación. Kiku volvió a parpadear—. Mira, quiero que grites todo lo alto que puedas, como si quisieras que se te salieran las tripas. Confía en mí, te sentará bien.
Yamane le dio estas instrucciones con una extraña voz pausada y sin entonación, que sonó como si estuviera leyendo un texto, de una forma remota, como si viniera de la habitación de al lado a través de la pared. Kiku volvió a parpadear y profirió después un berrido que hizo temblar la cama. Fue un grito ronco y altísimo, que pareció durar minutos enteros y morir luego, dejando a Kiku con los hombros hundidos. Había empezado a llorar.
—¿Qué es lo que te da miedo? —le susurró Yamane al oído—. Intenta escupirlo. Mientras lo tengas atascado en la garganta, no te dejará vivir. Tienes que intentar expulsarlo.
Kiku negó violentamente con la cabeza.
—Escucha, Kiku. Sé sensato, no te vas a quedar así, como un bebé. Si te rindes, si dejas que esa cosa te derrote, se acabó. En el momento en que te rindas, será como el infierno. Tienes que escupir eso que te está comiendo por dentro.
—Yo… yo… —boqueó Kiku, estirando el cuello como si tuviera la rabia.
—Muy bien: tú. Te estás muriendo de miedo de algo, temblando como una hojita y berreando como un crío. Conmigo no tienes que fingir. Quiero ayudarte. ¿Qué es lo que estás viendo? ¿Qué es lo que te hace cagarte de miedo?
—Una cara —consiguió decir Kiku.
—¿La cara de quién? —le urgió Yamane.
—De una mujer que me mira.
—¿Quién es esa mujer?
—No lo sé.
—Sí que lo sabes. Tienes que saber quién es.
—Pues no. De verdad que no.
—¡Dilo! ¡Seguro que la conoces!
—¡Que no, maldita sea! Su cara va y viene, como un intermitente. ¡Mierda! ¡Mieeeerda! ¡Es mi madre! Pero no la conozco. Me llevó dentro durante nueve meses, pero no la conozco. Sólo nos vimos una vez, ¿cómo voy a conocerla? Lleva un jersey de color rojo fuerte y la cara… también es de color rojo intenso… rojo sangre. Ni siquiera es una cara de verdad, es como un enorme huevo rojo, ¡sin ojos, ni nariz, sin orejas, ni pelo ni nada! No conozco a ninguna mujer así, pero ésa es la imagen que tengo todo el rato en la cabeza, ese borrón ensangrentado. Y me habla, y me dice que pare. «Para, por favor», lo dice una y otra vez, una y otra vez. Pero no sé qué es lo que tengo que parar. ¿Cómo puedo saberlo? ¿Parar qué?
Yamane restañó suavemente el sudor de la frente y el labio superior de Kiku.
—¿Me oyes, Kiku? —volvió a preguntarle. Kiku pestañeó—. Muy bien, pues escúchame con atención y haz exactamente lo que yo te diga. Tienes que darle alcance a esa imagen y sacártela de la cabeza, junto con lo que te dice. Quiero que borres todo lo que estás percibiendo excepto los sonidos… ¿Qué oyes ahora?
—Tu voz… la voz de Yamane.
—¿Eso es todo? Escucha con atención.
Kiku cerró los ojos:
—Oigo a gente que grita.
—Están compitiendo en la pista. ¿Algo más?
—Coches, o quizá un camión grande, y bocinas.
—¿Qué más?
—Pájaros que cantan.
—Es verdad, están en los árboles de ahí fuera. Pero seguro que puedes oír otras cosas. ¿Qué más?
—Pisadas, pero muy suaves, como de alguien con zapatillas o descalzo. La cama que rechina, tu respiración, alguien que traga saliva, otra persona respirando, un vaso o algo que rueda encima de una mesa, el viento, una bandera flameando, voces de niños y creo que alguien que da una patada a una pelota, a un balón de plástico un poco desinflado, y campanas… o son mis propios oídos que repican… no, en algún sitio monte arriba hay unas campanas sonando. Estoy seguro: son campanas.
—¿Y cómo te sientes? —preguntó Yamane.
—Ahora que puedo oír tu voz, me siento muy tranquilo.
—¡Estupendo!
—Y oigo la lluvia —no estaba lloviendo—. Gotas de lluvia, cayendo aquí mismo, junto a mi cabeza. Unas gotas grandes y gordas que suenan muy fuerte, pero también suaves… unas gotas preciosas, muy continuas.
—¿Estás seguro de que es lluvia? —preguntó Yamane.
—Seguro. Lo he oído antes. Me da la impresión de que lo he oído cuando era pequeño.
—¿Ah, sí? Creo que ya está… ¿qué tal si te echas una siesta, Kiku? —le dijo entonces Yamane, haciendo una seña al médico para que le inyectara un somnífero.
Kiku se crispó un poco cuando la aguja entró en su piel, pero al cabo de un segundo se le relajó todo el cuerpo.
Sintió entonces que se convertía en un gusano diminuto; se arrastraba por la tierra, con sus orejitas de gusano inundadas por el sonido de las gotas y, sin darse cuenta, se caía en un gran agujero que le succionaba. El ruido aumentaba de volumen y aparecía entonces la cara de la mujer. «Para, por favor», repetía. Kiku obedecía; paraba todo y volvía a ser el que era cinco segundos antes. Y se quedaba entonces así, siendo él mismo, sólo que cinco segundos más atrás. Mientras seguía cayendo por el agujero, el agua empezaba a oscurecerse hasta quedar al final de un intenso color rojo… un agua escarlata que lanzaba destellos bajo la luz del sol. Como volvía a ser el que era cinco segundos antes, Kiku caía, caía a una velocidad terrorífica, hundiéndose hacia las profundidades de esa agua roja, turbia y espesa.
Y de repente, recordó y dio un grito. Todos los que estaban en la enfermería se volvieron a mirarle, sentado en la cama.
—¿Qué pasa? —dijo el médico—. Esto tendría que haberle dejado fuera de combate.
Kiku se frotó los ojos, se dio unos golpecitos en las sienes y empezó a agitar la cabeza. Trató de ponerse en pie, apartando los brazos del médico que le sujetaba. Sentía como si le hubieran roto todos los huesos del cuerpo y la sangre se le hubiera congelado; se dejó caer al suelo. Yamane hizo lo que pudo para volver a levantarle.
—Mejor duermes un poco —le dijo.
Pero Kiku se derrumbó encima de él, con las piernas resbalándole en distintas direcciones. Sentía la lengua muy gruesa dentro de la boca.
—Voy a… ahora quiero correr.
Y, de alguna forma, Yamane consiguió convencer al médico y al guardia.
—¿No se dan cuenta? ¡Necesita correr! Es la primera vez que dice que quiere algo desde que llegó aquí.
Con Yamane abrazándolo para sostenerle, Kiku salió de la habitación caminando a trompicones.
—Déjame, por favor —le dijo al fin—. Puedo andar solo.
Sin apoyo, Kiku fue haciendo eses pero consiguió mantenerse de pie. Entonces empezó a darse masajes en las piernas con infinito cuidado.
—¿Cuánto falta para la carrera? —preguntó.
—Unos siete minutos —dijo Nakakura.
—Siete minutos para que vuelva a circularme la sangre —musitó Kiku.
—Eh, ¿estás seguro de que quieres correr?
—Mírame —respondió Kiku, poniendo la espalda recta y estirándose entero para que le obedecieran los miembros.
La tela parda del uniforme se pegó a los músculos potentes de los brazos y las piernas cuando puso todo el cuerpo rígido como una pértiga. En esa postura, se fue inclinando muy despacio hasta que, justo cuando estaba a punto de caerse de frente, adelantó una pierna para sujetarse: la postura perfecta del corredor. Correr no es más que ir adelantando una pierna tras otra para no caerte, se dijo a sí mismo. Si uno sigue avanzando así no se cae nunca. Seguro que el primer mono que dejó de ir a cuatro patas adoptó la postura del corredor. Voy a correr, Gazelle…
Fukuda, que salió el primero de su equipo, acabó su vuelta en tercera posición, detrás del corredor del equipo de instructores, que eran los favoritos, y del tipo del taller de mecánica, que se aferraba a la segunda posición. Mientras tanto, Kiku seguía frotándose los brazos y las piernas, parando de vez en cuando para echarse agua fría por la cabeza. Yamane se acercó a ver cómo estaba:
—¿Seguro que vas a poder? —le preguntó.
Nakakura tomó el testigo, con Hayashi gritándole que esa vez no podía caerse, y consiguió mantener el tercer puesto, aunque los dos primeros corredores aumentaron su ventaja. Cuando Hayashi comenzó su vuelta, Kiku se estiró y caminó hasta colocarse en la pista. Todavía tendrían el tercer puesto cuando recogiera el testigo, a unos siete u ocho metros del primer corredor y a sólo tres del tipo de los mecánicos. Mientras esperaban, el que iba a correr en cuarto lugar por el equipo de mecánica, un hombre no muy alto, pero con unos muslos más gruesos que los de Kiku, se volvió hacia él:
—¿Tú te tomas esto en serio? —le preguntó—. Pues yo no. No me he apostado nada, no tengo por qué hacerlo en serio. Así que, si me adelantas, que no se te suba a la cabeza, porque a mí esto me da igual.
El cuarto corredor del equipo de los instructores salió el primero, el ex ciclista a continuación y Kiku al final. El ciclista empezó con mucha potencia y ganó distancia rápidamente, pero el líder se resistió a dejarle pasar. Kiku se acercaba a los dos, pero no se le habían disipado completamente los efectos de la inyección y estaba fuera de forma, con los brazos y las piernas pesados. Buscaba desesperadamente una corriente de aire que le propulsara: bastaría con encontrar el sitio correcto, colarse entre otras dos corrientes. El truco es hacer que tu cuerpo gane densidad: cerrar los poros, cerrar hasta los huecos entre célula y célula y dejarte no sólo empujar sino, de hecho, llevar por el viento. Al menos, ésa era la sensación que se experimentaba cuando uno lo conseguía.
En la segunda curva, Kiku escoró visiblemente hacia la izquierda, dando la impresión de que perdía el equilibrio y haciendo oscilar los brazos; entonces colocó mal el pie izquierdo en una pisada pero, en el instante en que empezaba a caerse, consiguió apoyar el otro y recuperar la vertical con un pisotón tan potente que le retumbó en todo el cuerpo y lo espabiló por fin. Al momento se le aclaró la cabeza y sintió que se instalaba en la corriente de aire fresco que estaba buscando. En la recta, se lanzó a por los dos hombres que tenía delante. Se coló entre ellos con un acelerón y le pareció que todo menguaba a su alrededor: el mundo se convirtió en un lugar pálido, opaco, bidimensional y momentáneamente pacífico. La velocidad hacía que todo lo que le rodeaba se viera borroso, como si se refundiera con su propio ser interno; era como haber estado en una habitación por completo a oscuras y que de repente se encendiera la luz: la oscuridad desaparecía demasiado rápido para que se pudiera percibir cómo se convertía en su propia sombra, en algo que adoptaba una forma sólida. La arena, los dos corredores que le precedían, los espectadores vociferando, los pabellones de las celdas, los árboles de hojitas trémulas, el muro alto de cemento gris y, tras él, un penacho de humo grasiento que se elevaba hacia el cielo… hasta el propio Kiku, todo pareció contraerse a la vez y en su lugar algo incandescente se encendió dentro de su cabeza, como una bombilla que hiciera retroceder la oscuridad circundante. A su luz se reveló entonces un extraño animal resbaladizo, de color carmesí, con un pelaje que brillaba en las puntas; el estadio era el bazo, las entrañas del animal; la pista, con su nube de polvo, un conducto linfático. Los corredores eran los glóbulos blancos y también gérmenes… y Kiku recordó, lo recordaba todo hasta el último detalle. ¿Qué le había estado diciendo aquella mujer? ¿No decía que lo parara todo y volviera a ser la persona que era cinco segundos atrás? Atrás. Al convertirse en un rojo trozo de carne, al despojarse de todos los rasgos del rostro, ¿no estaba intentando decirle algo?… Que retrocediera, que nadara contra corriente, que volviera hasta el útero, a su útero, y recordara. ¡Sí, eso era! Eso había sido lo que intentaba decirle. Recuerda… ese sonido, aquel que Hashi y él oían en la habitación acolchada. No eran las gotas de lluvia en el exterior de la ventana, Hashi; pero tenías razón, estaba distorsionado, emitido a distancia, a través de capas que lo amortiguaban, y era un sonido capaz de proporcionarle paz a todo el que lo oyera. Era el latido de un corazón humano; eso es lo que oíamos en el hospital: el latido de un corazón. Del corazón latiendo de esa mujer cuyo sino era recibir algún día un tiro del niño al que había abandonado. Esa mujer que era mi madre. Esa mujer que me tuvo y me dejó, en pleno verano, dentro de una caja; esa mujer que me dio por muerto, pero trataba de enseñarme algo en el momento en que ella misma moría, convirtiéndose en una cosa gomosa, en carne viva. En ese mismo instante, me estaba enseñando todo lo que necesito saber para seguir viviendo después de haberme quedado solo. Y ahora me doy cuenta de que para ella no había ninguna otra cosa importante; se puso de pie y vino hacia mí, no hacia otra persona. Y me habló sólo a mí. Era una madre maravillosa…
Al entrar en la recta final, Kiku se colocó en la parte exterior de la pista y en pocas zancadas adelantó a los dos hombres que tenía delante. Y siguió corriendo incluso después de atravesar la línea de meta, con la cinta ondeando pegada al pecho. Sus compañeros de equipo le vitorearon abalanzándose hacia él, pero Kiku seguía queriendo correr. Sentía el cuerpo ligero, capaz de saltar por encima del muro de la cárcel incluso sin pértiga. Con el impulso de una energía que parecía recorrerle las piernas, corrió hacia allí y lanzó por encima el rojo testigo con todas sus fuerzas, como drenando hasta el último aliento del cuerpo. El testigo se elevó por los aires trazando una curva amplia, brilló un segundo al darle el sol y cayó fuera de su vista.