Con las maletas ya hechas, Anémona cocinó la última tortilla, la dejó caer sobre el plato que le quedaba y se la comió a grandes bocados con el único tenedor de la casa. ¿Cuántas tortillas habría hecho desde aquella noche en que él le dijo que no abriera el regalo hasta que volviera? Ella había roto su promesa: abrió el paquete y, desde entonces, apenas había comido otra cosa que huevos: tortilla para desayunar, almorzar y cenar.
La policía la había citado a declarar en siete ocasiones, cada vez con algo nuevo que preguntarle: ¿Le había dicho de dónde había sacado las armas? ¿Las llevaba cuando salió de su casa el día de nochebuena? ¿Qué había dicho que iba a hacer cuando se fue? ¿Dijo que iba a matar a alguien? ¿Qué estaba haciendo esa noche antes de salir de su casa? ¿Cuándo lo había conocido? ¿Cómo describiría su relación con el acusado? ¿Tienen relaciones sexuales? ¿Qué edad tiene usted? ¿«Anémona» es su nombre real? Ella se había negado a darles ninguna información, pero nunca la interrogaron con demasiada insistencia; bastaba con poner una sonrisa triste para que dejaran de hacerle preguntas. En todo caso, no daba la impresión de que ella fuera la testigo principal.
Pero también estaba el abogado que D le había buscado a Kiku, y que había ido varias veces a visitarla para pedirle que testificara en el juicio.
—Señorita Anémona —le dijo—, Hashio Kuwayama dice que está convencido de que Kiku sólo intentaba salvarlo a él, ayudarlo a evitar el tener que encontrarse con su madre delante de una cámara de televisión. ¿Le parece que eso tiene algún sentido? ¿Hubo algo que Kiku le dijera antes de salir que pueda apoyar esta opinión? ¿«Me voy a ayudar a Hashi», o algo así? Si usted hubiera oído algo similar a eso, sería un gran punto a favor de Kiku.
Pero, aun así, Anémona se negaba a cooperar.
—¿Por qué no quiere ayudarnos? —quiso saber el abogado.
—Porque odio todo lo que tenga que ver con la ley —le respondió Anémona.
Cuando vio a Kiku por primera vez ante el tribunal, recordó que lo habían tenido dos días en observación, ingresado en una clínica psiquiátrica. Por su aspecto, tuvo la impresión de que quizá habían hecho algo más que observarle, quizá toquetearle el cerebro o algo parecido. Aquel chico que se veía de pie ante el banquillo era un manojo de nervios, incapaz de estarse quieto, haciendo girar los ojos sin pausa, encorvado y algo más grueso que antes. Los ojos secos e inexpresivos lanzaban constantes vistazos a su alrededor por toda la sala. Anémona, que se había vestido muy discretamente para pasar inadvertida, asistió desde los asientos del público a la lectura de los cargos por parte del fiscal: tenencia ilegal de armas de fuego, destrucción intencionada de bienes, agresión con lesiones y asesinato en primer grado. Kiku trató de decirle algo al alguacil que lo custodiaba, pero cuando el juez le apercibió para que permaneciera callado y escuchara la acusación, volvió a hundirse en su asiento.
El suceso había convertido a Kiku en una celebridad. Aunque, como menor de edad, se suponía que no podían publicarse ni su nombre completo ni su fotografía, el crimen se había cometido en directo, en la televisión nacional, con más de media hora de primeros planos de su rostro y un presentador que chillaba: «¡Aquí tenemos a Kikuyuki Kuwayama, deportista y hermano adoptivo del cantante pop Hashi!». Los periodistas de informativos le pusieron el sobrenombre de «El joven A», la primera persona en la historia que cometía un crimen en directo ante las cámaras. Y gracias a la notoriedad del suceso el nuevo disco de Hashi, que salió a la venta a toda prisa un mes más tarde, alcanzó un éxito extraordinario.
El juicio no se puso en marcha hasta un tiempo después, cuando el estruendo se hubo aplacado un poco. Sin embargo, cuando acabaron de leerle los cargos, Kiku se declaró inmediatamente culpable de todos, haciendo que su abogado corriera hacia el banquillo mientras un murmullo recorría la sala. El hombre le habló al oído, tratando de convencerle para que al menos se declarara inocente de la acusación de asesinato. Kiku negó con la cabeza durante unos minutos pero, al final, se puso en pie de mala gana y dijo que no había tenido la intención de matar a la mujer; aunque sonó como si hubiera hablado una marioneta, la frase hizo que su abogado, el público, el juez y hasta el fiscal adoptaran una expresión de alivio.
La defensa consumió tres jornadas enteras en la exposición de sus alegaciones. El abogado de Kiku no protestó ante los demás cargos, pero insistió en que no había habido premeditación por parte de su cliente, ni ningún intento de asesinato, en forma alguna. Su estrategia se basaba en insistir en que Kiku había sido incapaz de soportar la idea de que su mejor amigo, su hermano en realidad, fuera convertido en un espectáculo televisivo, y que había cometido el ataque bajo un violento estado de tensión emocional. Con la intención de conseguir una sentencia reducida llamó a varios testigos, que adoptaron un tono muy similar al de los reportajes que habían publicado los medios, de comprensión hacia la situación de Kiku. Su padre adoptivo viajó desde la isla, y a él se unieron las monjas del orfanato para testificar que los dos chicos habían sido completamente inseparables, declaración que sumió a toda la sala en un mar de lágrimas. Tras ellos, subió al estrado de los testigos un señor D excepcionalmente franco:
—Si alguien es culpable, soy yo —anunció—. Yo soy la persona a la que deberían juzgar. Todo esto empezó debido a mi brillante idea de sacar provecho del pasado de Hashi para vender más discos. Soy el primero en admitir que es la clase de cosa que no te esperas que un ser humano le haga a otro; me temo que puedo parecerles un monstruo, y supongo que debo de serlo. No se puede andar por la vida jugando con el dolor ajeno para vender unos cuantos discos asquerosos… Y, en mi opinión, no hay nada de raro en que el joven Kiku, aquí presente, se lanzara al rescate de su hermano pequeño.
Kiku no ocultó de dónde había sacado las escopetas, y Hashi corroboró su testimonio, diciendo que eran las que había escondido para un filipino llamado Tatsuo de la Cruz. El último testigo de la defensa fue el forense que había practicado la autopsia al cadáver de Kimie Numata. Se le preguntó específicamente por el impacto en el cráneo de la mujer. A partir del ángulo de entrada, el hombre había concluido que, en el momento del disparo, el cañón del arma se hallaba a entre catorce y veintiocho grados sobre la horizontal. En otras palabras, era evidente que Kiku había disparado casi al aire, debido muy probablemente a las violentas emociones que estaba experimentando.
—Y entonces, justo en el momento en que Kikuyuki apretaba el gatillo, Kimie Numata (desafortunadamente, una mujer de altura bastante considerable) tuvo la mala suerte de dar un traspié que la situó justo delante —dijo el abogado como conclusión—. No hubo ningún intento de causar daño. El cañón, como hemos visto, apuntaba al cielo: no a los periodistas, ni a los fotógrafos, ni a nadie. Estamos ante un trágico accidente, sin más.
Kiku se removía en el asiento con evidente incomodidad y empezó a temblar cuando el forense presentó unas radiografías del cráneo de la fallecida, estremeciéndose ante los detalles más escabrosos, que le hicieron cerrar los ojos y taparse los oídos. Al final rompió a llorar. El juez interrumpió entonces el testimonio del médico y ordenó un receso de media hora. Hicieron salir de la sala a Kiku, encorvado y cubriéndose el rostro con las manos. Nadie parecía dudar de la sinceridad de su sufrimiento.
Cuando el fiscal empezó su alegato, se vio que ni siquiera él tenía la intención de probar que Kiku había abrigado el deseo deliberado de matar. No hizo el menor intento de menoscabar el testimonio de los testigos de la defensa, y se limitó a presentar un breve resumen de los puntos fundamentales del caso, en menos de media jornada. El único aspecto nuevo en el que insistió fue en que había usado, de hecho, un arma mortal. Cuando acabó, dio la impresión de que todos los presentes, incluso Kiku, se sentían aliviados por cómo se había desarrollado el asunto. Todos los presentes, esto es, excepto Anémona.
La defensa procedió entonces a presentar su recapitulación:
—Soy el primero en aceptar que debemos ser cautelosos a la hora de permitir que nos influyan las dramáticas circunstancias de este caso. La ley, como es su función, ha de pasar enteramente por alto el complejo entramado humano y psicológico que sirve de telón de fondo a estos sucesos; ha de aplicarse severamente y con la mayor imparcialidad. Pero aun teniendo todo esto muy en cuenta, no puedo evitar pensar en el origen de esa misma ley, que es el respeto inquebrantable por la vida humana; y tampoco puedo evitar el sentir que aquí el delito no lo ha cometido este joven, sino la sociedad que hemos creado, con la ayuda de todos y cada uno de nosotros. No se engañen: hace diecisiete años, cuando fue abandonado en la más absoluta indefensión dentro de aquella taquilla, este joven que hoy tienen ante ustedes en calidad de acusado ya era, en sí mismo, una víctima. Lo que, me apresuro a aclarar, no es justificación para sus actos; pero debemos tener en cuenta que esos actos —por atroces que nos resulten— surgen del nada reprensible deseo de ayudar a un hermano que ha compartido el mismo dolor y la misma infamia. Si lo analizamos a fondo, resulta claro y manifiesto que este trágico accidente no demuestra en modo alguno el desprecio del acusado por la vida humana… sino, más bien, lo contrario.
El fiscal insistió entonces en que la sala tenía la responsabilidad de juzgar la naturaleza del crimen, y no las circunstancias particulares del criminal.
—Tenemos que decirlo alto y claro: no es, no debe ser, prerrogativa de esta corte el conceder clemencia sobre la base de la desgraciada historia vital de un acusado. Y afirmo esto aunque yo sea el primero en reconocer que éste ha sido un crimen provocado en gran medida por el deseo ajeno de beneficiarse con la revelación de unos secretos que los implicados hubieran preferido, muy razonablemente, que siguieran guardados…
El día en que se iba a anunciar la decisión del tribunal, Kiku parecía tan nervioso como durante todo el juicio. Sentado en su silla, temblaba y dejaba vagar la vista por toda la sala. El veredicto fue el que casi todo el mundo esperaba: se le halló culpable de tenencia ilegal de armas de fuego, destrucción intencionada de bienes y de agresión con lesiones, pero la acusación de asesinato en primer grado se redujo a homicidio involuntario, en ausencia de prueba alguna que demostrase la premeditación por parte de Kiku. En total, se le sentenció a cinco años por todos los delitos. Una vez disuelta la corte, el público se puso en pie para marcharse. El señor D estrechó la mano del abogado de Kiku. El fiscal sonreía y miraba a su alrededor con aspecto avergonzado, como para hacer saber a todos lo difícil que le había resultado cumplir con su deber en aquel asunto. Y Hashi hundió el rostro en el hombro de Neva, que le acariciaba la cabeza:
—Saldrá en tres años como mucho, te lo prometo. Y entonces puede venirse a vivir con nosotros —le susurraba.
Un funcionario había cogido ya a Kiku por el brazo y estaba a punto de sacarlo de la sala. Mientras le miraba, Anémona empezó a sentir una opresión en el pecho. Pensó al principio que se debía al aire enrarecido de la sala y trató de carraspear; abriendo la boca, se apretó con la mano la fina garganta para hacer salir el aire a la fuerza por la nariz y la boca. Pero, en lugar de la tos que esperaba, le salió un chillido agudo y penetrante:
—¡Kiku! —gritó, inclinándose sobre la barandilla de los bancos del público y agitando su boina blanca—. ¿Qué pasa con la datura? ¡No vas a dejar que te hagan esto!
El resto del público se detuvo súbitamente a medio camino y se dio la vuelta para contemplar a aquella muñequita con traje y botas de blanco inmaculado, un broche en forma de rosa y rizos brillantes. Kiku fue el último en detenerse: la palabra «datura» le hizo dar un paso atrás.
—¡Esto no acaba aquí! —gritó Anémona.
Kiku le sonrió un instante, poniéndose muy recto por primera vez desde que había empezado el juicio, hasta que el alguacil le dio un empujoncito y le hizo salir de la sala a trompicones. Llevaba aún el mismo traje negro que ella le había comprado para la cena de nochebuena, aunque ahora ya no era la mejor ropa que podía ponerse, con unos cuantos botones de menos, los puños deshilachados y brillos en los codos y las rodillas. Cuando lo perdió de vista, Anémona se dirigió a la salida, sin prestar atención a las miradas del gentío. A su espalda, oyó la voz de Hashi hablando del pobre Kiku, de lo mal que lo debía de estar pasando. Al llegar a la puerta de la sala, se volvió y miró a los amigos del acusado con ojos asesinos, sobre todo al rostro inexpresivo de Neva:
—Algún día le servirás de cena a Gulliver —masculló.
Esa noche, Anémona abrió el regalo de navidad de Kiku, el libro de cocina Todas las recetas de tortillas. Kiku había rodeado con un círculo rojo la receta de la tortilla de arroz, en la página 182. A continuación, salió a comprar doscientos huevos y empezó a practicar; desde entonces, excepto cuando necesitaba ir a la tienda a por más ingredientes, no hizo otra cosa que tortillas de arroz desde que se levantaba hasta que se acostaba, hasta que el apartamento entero quedó inundado de huevos con arroz y ketchup. Cuando no quedó en toda la casa ni una sola superficie horizontal, excepto su cama, que no estuviera cubierta de tortillas, Anémona se detuvo y miró a su alrededor, se rio un momento de su propia locura y luego se echó a llorar.
Cuando pasó el llanto, cogió el plato más cercano y lo estrelló contra el mapa de la isla Garagi que tenía colgado en la pared. El sonido del destrozo hizo que apareciera ante sus ojos una imagen de Kiku desnudo, con sus gruesos músculos cubiertos de una piel tan fina como el papel, y súbitamente se apoderó de ella el pensamiento de que quizá nunca volvería a tocarle. Empezó a temblar y de nuevo brotaron las lágrimas, aunque creía que ya no podía llorar más. Seguro que voy a volverme loca, pensó. Para evitarlo, se bajó las bragas y se metió un dedo entre las piernas, como solía hacer Kiku; el dedo estaba tan frío que se le erizó toda la piel alrededor, pero lo mantuvo allí hasta que dejó de temblar. Por fin, algo empezó a humedecerse en su interior, y entonces deslizó el dedo entre sus nalgas y cogió unas medias que estaban detrás de ella, encima de la cama, para metérselas. Sintiendo el chapoteo del nylon contra su vello púbico y el perfume amargo del jugo que fluía ahora a borbotones, trató de visualizar la erección de Kiku, recordando que siempre le parecía similar a un espárrago hervido. Pero no funcionó: al final, sólo veía el espárrago o, aún peor, el pene de su padre, al que había sorprendido en el baño mucho tiempo atrás. Dejó de concentrarse en el pene y le fue mejor al pensar en el denso vello que le cubría el pecho, los pliegues perfilados de los músculos de su estómago, los tendones anchos que le recorrían el costado y las durezas de la planta de los pies. Pero, justo en el momento en que se hundía el dedo en el sexo, se dio cuenta de que había olvidado por completo su rostro, y saltó de la cama chillando. Con las medias colgándole aún entre las piernas, se abrió paso entre los montones de arroz con ketchup y cogió una fotografía enmarcada de Kiku que estaba sobre la mesa. No tardó entonces ni treinta segundos en tomar una decisión: tenía que ir tras él.
Al día siguiente vendió el apartamento y todo lo que contenía, desde sus joyas hasta las raquetas de tenis. Todo. Ingresó el dinero en siete cuentas corrientes distintas en diversos bancos de la ciudad; en total, sumaba algo más de doscientos millones de yenes. Les dijo a sus padres que se iba a Londres y luego llamó por teléfono a su agencia para decirles que quería romper su contrato como modelo. En contraprestación por los cuatro meses que aún tendría que cumplir, les propuso renunciar a los pagos que tenía pendientes todavía por trabajos del año anterior. Aceptaron sin protestar.
Ahora, con todas las maletas ya hechas, Anémona se sentó a comerse la última tortilla. Gulliver ya estaba abajo esperando, con la cola doblada para encajarla en el acuario que ocupaba la mayor parte de la trasera del remodelado Ford Bronco del 87. Había dudado mucho sobre si llevárselo, pero al final no tenía otra opción:
—Sólo estarás metido ahí unas diez horas —le dijo mientras colocaba el equipo de buceo para dos y una bolsa pequeña en el escaso espacio restante—. Y luego nos dejarán ver a Kiku. Le echas de menos tanto como yo, ¿verdad, amigo?
A las tres de la madrugada, el Ford salía de Tokio.
Se dirigió al norte por la autopista de Tohuku. La cárcel a la que iban a enviar a Kiku estaba en la ciudad costera de Hakodate, donde acababa la autopista, cruzando un pequeño estrecho. El pie de Anémona, calzado con una babucha china de flores de col bordadas en hilo de oro, mantuvo una presión constante sobre el acelerador. El Bronco ronroneaba a 130 kilómetros por hora y a 4.500 revoluciones. Anémona silbaba. Pero aún no tenía el sentimiento de que dejaba Tokio atrás: las luces de la ciudad se habían quedado enganchadas en las fibras de su blusa de lamé dorado.
Anémona detestaba viajar; de hecho, hasta este momento no había hecho más que un viaje largo en toda su vida. Fue en el instituto, el viaje de estudios: cuatro días y tres noches en Kioto y Nara. En el primer hotel, había cenado tres veces más de lo que tenía por costumbre, y luego se había pasado la noche en vela, charlando con sus amigas. Dedicó después el resto del viaje a dormir en el autobús. Era consciente de que, en teoría, habían visitado muchos edificios viejos y jardines, pero apenas recordaba nada de todo ello. Lo único que había registrado, y eso de una forma vaga, casi física, era el movimiento de un sitio a otro. Hundida en su asiento, se había despertado de vez en cuando por el ruido y la vibración y, abriendo apenas los ojos, miraba lo que se veía por la ventanilla, que invariablemente era algo distinto en cada ocasión. La escena se disolvía y las luces del horizonte se iban acercando. Así que esto es viajar, recordaba haber pensado entonces. ¿Para qué tomarse la molestia, si esto es todo?
Mantuvo el pie en el pedal del acelerador, contemplando la forma en que las luces recortaban un trozo a la oscuridad, lo congelaban un instante como iluminado a la luz del día, y luego lo devolvían violentamente al olvido. La franja grisácea que se adivinaba a lo lejos empezaba a crecer: pronto saldría el sol. Se desvió entonces a un área de servicio: pararía un rato para poner gasolina y comer algo. Sacó un trozo de carne de caballo de la nevera portátil que llevaba en el asiento del copiloto, echó un vistazo al acuario del maletero y, tras tirarle el desayuno a Gulliver, cruzó el aparcamiento en dirección al restaurante. A aquella hora, la clientela estaba formada en su mayor parte por camioneros y Anémona, con su permanente rizada, abrigo de zorro plateado, pantalones de cuero negro y babuchas chinas, llamó poderosamente la atención. Cuando se levantó para ir al baño, con la idea de refrescarse un poco mientras esperaba el curry y la sopa miso con almejas, todas las cabezas del local se levantaron de los platos y cuencos en los que estaban escondidas para seguir el movimiento de sus caderas estrechas por la sala.
Los lavabos, situados al fondo y detrás de la cocina, parecían recién fregados, con el suelo todavía húmedo. Allí no había calefacción, y Anémona vio en el espejo roto que su aliento formaba una vaharada de color blanco. El agua helada del grifo le sentó bien cuando se lavó la cara con ella. El vapor que se filtraba a través de las grietas en la puerta de la cocina traía un leve aroma de repollo. De repente, se abrió la puerta de una de las cabinas y salieron dando tumbos dos hombres; uno de ellos, desnudo de cintura para abajo, temblaba violentamente.
—Ya basta —lloriqueaba.
El otro se reía, blandiendo una jeringuilla hipodérmica. Ambos se percataron de la presencia de Anémona junto al lavabo.
—¡Una mujer! —bisbiseó el primer hombre, a la vez que resbalaba y se caía sentado en el suelo húmedo.
Al caer, el hombre se agarró la entrepierna con las dos manos para taparse la erección y allí se quedó sin moverse, delante de la puerta de salida, bloqueando el paso y dejándole a Anémona como única opción el contemplar la ropa de su compañero: chaqueta de piel de serpiente, boina, pantalones de montar muy holgados y zapatos gruesos de trabajo. Este, un hombre bajo, con un cuello poderoso y manos enormes, dejó de reírse por un momento pero, cuando vio a su amigo tratar de ponerse unos calzoncillos tapándose el bulto con los faldones de la camisa, estalló de nuevo en carcajadas aún más altas.
—¡Nooooo! —suplicaba el del suelo—. ¡Delante de ella no!
Luego se puso de pie él solo y se vistió a toda prisa: pantalón amarillo, calcetines de color rosa y unas botas de cuero negro que se ataban en el lateral. Los calcetines estaban gastados por los talones. Mientras se vestía, miraba al suelo para evitar los ojos de Anémona. Era todavía más bajo que el hombre de la jeringuilla: no le llegaba a Anémona ni a la boca. Aunque no podía tener más de treinta años, lucía ya un parche calvo en el centro de la cabeza, cubierto por los pocos pelos que le quedaban, engominados y peinados cuidadosamente hacia un lado.
El hombre empezó a darle explicaciones a Anémona, contándole que le había criado su abuela y que era culpa de la mujer si él había salido así, porque le hacía meterse aquel aparato eléctrico por el trasero, debido a que siempre tenía mal la barriga y tal y cual… Su aliento olía amargo y al hablar escupía pequeños perdigones de saliva, salpicándole el brazo a Anémona, que empezó a sentir náuseas. El otro había tirado la jeringuilla y se dirigió a la ventana, por la que empezaba a entrar a raudales la luz del día.
—Usted no me considera un gusano, ¿verdad, señorita? Sólo le da pena de mí, ¿a que sí?
Le latían las venas del cuello y las sienes, y sudaba profusamente aunque en los lavabos hacía un frío glacial. Anémona trató de colarse por debajo de su brazo para salir de allí.
—No se vaya todavía, señorita… Verá, mi abuela está muy enferma ahora, a punto de morirse, o eso dicen, pero yo no puedo dejar de trabajar, así que me pongo estas inyecciones de vitaminas coreanas para mantener el tipo… No soy tan malo, ¿verdad que no le parezco tan malo?
Había agarrado a Anémona por el brazo y ahora le chillaba casi al oído.
—¡Eh, usted! —gritó ella al de la ventana—. ¡Haga algo!
El forzudo de la boina miró a su amigo frunciendo el entrecejo y sacudió la cabeza.
—Tómatelo con calma, amigo —le dijo—, que te estás poniendo muy pelma otra vez.
A continuación, se volvió hacia Anémona:
—¿Quiere que le haga callar?
Cuando ella asintió, el tipo arremetió contra el otro hombre y le golpeó con el enorme puño carnoso justo entre los ojos. El calvo se tapó la cara con las manos y se dejó caer al suelo, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida. Al cabo de un segundo, había sangre por todas partes.
Anémona escapó, a punto de vomitar a esas alturas, pero en cuanto llegó a su mesa apareció el forzudo pisándole los talones.
—Eh, ¿no me debe un pequeño «gracias»? —le dijo.
Ella hizo como que no le veía. El curry estaba frío y, de todas formas, ya no tenía hambre. Tomó sin ganas un sorbito de sopa, mientras el hombre se deslizaba en el asiento frente a ella.
—Bueno, ¿qué? ¿No me debe algo? ¿Dónde está mi «gracias»?
Tenía los dientes cubiertos de fundas doradas y, cuando se inclinó por encima de la mesa, Anémona vio su colgante justo delante de los ojos: una miniatura de una mujer haciendo una felación.
—Le machaco de un puñetazo por usted, ¿y ni siquiera es capaz de decirme «gracias, señor»?
Los demás camioneros sonreían mirándoles. Anémona alcanzó su bolso, sacó dos billetes de dos mil yenes y se los ofreció. El hombre los sujetó un instante a contraluz, examinándolos con aspecto pensativo; después escupió en el suelo y, usándolos a modo de cuchara, empezó a esparcir curry sobre la mano de Anémona, que reposaba sobre la mesa. Unos trocitos marrones le salpicaron la cara y el abrigo de piel.
—¡Zorra! —siseó el hombre.
Anémona volvió a meter los billetes en el cuenco y se limpió la mano con un pañuelo. Pero, cuando ya estaba acabando, levantó la vista: el otro hombre estaba de pie frente a ella, con la cara cubierta de sangre. Había apoyado una mano en la mesa para no perder el equilibrio y con la otra se apretaba la nariz intentando detener la hemorragia, aunque de otro corte en la frente le manaba un reguero continuo de sangre.
—¿Duele mucho? —le preguntó su amigo.
El otro asintió. Al ver la sangre, se acercaron corriendo varias camareras.
—No se pongan nerviosas —dijo el forzudo, despidiéndolas con un gesto de la mano—. Se ha resbalado en el baño, nada más. Se pondrá bien; parece que sólo se ha roto la nariz.
Con la mano todavía pegada al rostro, el otro hombre asintió para mostrar que estaba de acuerdo, se dejó caer en el otro asiento, frente a Anémona, y empezó a comerse el curry frío. Al cabo de un minuto, se detuvo, sacó los dos billetes del cuenco y los examinó con expresión de asombro. Luego empezó a reírse sin control, salpicando de sangre toda la comida.
—¡Es la pri… la pri… jaja… la prime… la primera vez que… jajajaja… que me como un curry con… jaja… dinero dentro!
Mientras salía del restaurante, Anémona miró por encima de su hombro. Los dos hombres seguían allí, señalando los billetes pringosos y riéndose.
Cruzó el aparcamiento pasando por delante de una fila de camiones enormes. No vio ni rastro de los dos tipos mientras ponía combustible al Bronco. Una hora después, escuchaba la voz de Hashi en la radio, cantando… te haré enloquecer, esta historia no ha hecho más que empegar y estaba justo extendiendo la mano para alcanzar sus gafas de sol, cuando sonó una bocina a sus espaldas. Sorprendida, miró por el retrovisor y se encontró con un camión pegado a su coche por detrás, a menos de un metro del guardabarros. El camión era demasiado alto para que pudiera ver el asiento del conductor con el espejo, en el que sólo aparecía una enorme parrilla delantera, así que cambió a una velocidad más corta y apretó el acelerador, ganando terreno por unos instantes. Vio entonces el cristal delantero del camión y reconoció a los dos tipos del área de servicio. El calvo iba al volante; se había lavado la cara, pero aún tenía la camisa llena de manchas de sangre. Anémona bajó la ventanilla y les hizo señas para que la adelantaran, pero le lanzaron otra ensordecedora ráfaga de claxon y el camión se acercó aún más. Se dijo a sí misma que tenía que mantener la calma; esperaría hasta que hubiera una cuesta arriba y trataría de ganarles terreno subiendo; si ahora perdía la cabeza, le darían alcance y acabaría en la cuneta, dando vueltas de campana.
Por desgracia, estaban en una larga y suave pendiente cuesta abajo. Anémona redujo drásticamente la velocidad. No estaba segura de qué era lo que pretendían los hombres pero, en cualquier caso, le resultaría más fácil enfrentarse a ello yendo más despacio. No superaba ya los 30 kilómetros por hora cuando el camión frenó hasta casi detenerse, dejándole una ventaja de más de cien metros. Pero al cabo de unos cuantos kilómetros, Anémona volvió a mirar por el retrovisor y se encontró con que el camión había acelerado y se acercaba ahora a marchas forzadas. Al instante, pisó a fondo, pero era demasiado tarde. Haciendo sonar el claxon, el camión impactó contra el lateral derecho trasero del vehículo, desgarrándolo. La rueda motriz tembló mientras Anémona trataba de recuperar el control del coche; cambió a una velocidad más corta, pisó al mismo tiempo el freno y se las arregló a duras penas para evitar salirse de la carretera así, pero el lateral del Bronco hizo un ruido atroz al pasar raspando el guardarraíl de acero y cemento. Anémona sujetó el volante, apretó los dientes firmemente y obligó al vehículo a volver hasta su carril; pero, en ese momento, cuando empezaba a relajarse, volvió a mirar por el retrovisor y dejó escapar un grito:
—¡Gulliver!
El portón trasero se había abierto a causa del golpe y no se veía ni rastro del cocodrilo. Anémona pisó el freno a fondo, hizo girar al vehículo 180 grados y empezó a desandar la autopista hasta que aparecieron otros coches, obligándola a detenerse a un lado. Se bajó entonces y siguió corriendo por el asfalto hasta que lo vio, tumbado panza arriba en el borde de la mediana. Volvió a gritar y estaba a punto de cruzar cuando una densa fila de vehículos le cortó el paso. Gulliver yacía muy quieto, probablemente conmocionado por la caída y el frío pero, al oír la voz de Anémona, empezó a agitar la cola.
—Está bien, Gulliver, está bien —murmuró Anémona para darse ánimos—. Tiene la piel muy dura y pesa como una tonelada… seguro que ese camión imbécil se ha llevado la peor parte. Pero ¿cómo voy a ayudarle?
Siguió gritando su nombre y el animal empezó a intentar ponerse derecho, bamboleando su pálida tripa grumosa y agitando las patitas en el aire. Los coches que pasaban se las iban arreglando para esquivarlo mientras él doblaba la cola para ponérsela bajo el cuerpo y arquearse, como un luchador que tratara de no dejarse inmovilizar. Anémona vio que tenía un rasguño en el costado, del que empezaba a manar sangre. Luego, el animal cambió de táctica y empezó a levantar la cola todo lo posible, para luego azotarla contra el asfalto mientras torcía el cuerpo hacia un lado; fue así como al final consiguió darse la vuelta.
Ya de pie, Gulliver miró a su alrededor y se dirigió hacia los arbustos que decoraban la mediana. Probablemente, eso le pareció preferible a enfrentarse con la autopista, que temblaba bajo las ruedas de las largas filas de camiones.
Anémona, todavía al otro lado, exhausta de tanto gritar el nombre de Gulliver, sintió súbitamente que algo salía del suelo y la inundaba entera, atravesando las babuchas chinas y los pantalones de cuero; una ola de pena —de compasión, quizá— por aquel animal que trataba de esconderse entre unos arbustos polvorientos. Era algo que nunca había sentido antes: se parecía al frío, y le hizo temblar todo el cuerpo. De repente, deseó que lloviera; el cielo azul tan alto, sobre la línea de las montañas en el horizonte, le pareció insoportable. El tráfico se estaba haciendo ahora más denso y, con cada nube de polvo que levantaba un camión al pasar, ella soltaba un quejido. Los vehículos parecían haber crecido hasta alcanzar un tamaño inmenso y ella se sentía como una hormiga que está esperando que la aplaste algo todavía más enorme. Empezó a sollozar:
—¡Mamá, ayúdame! ¡Por favor, mamá!
Poco después, se oyó un fuerte impacto en el lado más alejado de la mediana y Gulliver salió volando, recortado contra el cielo azul. Se combó al máximo y luego el cuerpo se partió en dos: la cabeza fue a caer entre los arbustos mientras que la parte trasera aterrizó en la calzada y fue arrollada por el siguiente camión, que siguió su marcha a toda velocidad. Las ruedas dibujaron dos líneas paralelas de color rojo, que se perdían a lo lejos.