DIECINUEVE

El cocodrilo estaba sumergido en el estanque artificial que ocupaba gran parte del salón de Anémona, con un solo ojo asomando sobre la superficie del agua, siguiendo la trayectoria del palo con comida que daba vueltas por encima de su cabeza. Kiku había atado al palo dos grandes trozos de carne roja, cada uno del tamaño de la cabeza de un bebé, y se lo acercaba cautelosamente a Gulliver. Según las instrucciones de Anémona, había que mantener la cena en constante movimiento hasta que Gulliver fuera a por ella; la intención era engatusarle para que saliera del agua y obligarle a pasear un poco antes de comérsela. Gulliver tenía propensión a una enfermedad de los cocodrilos que los hacía engordar demasiado para poder andar, dejándoles los dientes y huesos débiles y quebradizos. Anémona temía que, si no se le controlaba, se muriera de eso.

Normalmente, ella misma le daba la comida a Gulliver, pero hoy se había levantado temprano y llevaba todo el día preparando una cena de Navidad especial para Kiku. El menú consistía en ensalada de patatas con gambas, batata caramelizada con castañas, sopa de besugo, pavo teriyaki y tarta de chocolate. Kiku dijo que siempre había pensado que las batatas se comían en año nuevo, pero Anémona le explicó que en el instituto había elegido la asignatura de Economía Doméstica y que era el único plato por el que el profesor la había felicitado… además, un día festivo era un día festivo. Había comprado un cesto entero de castañas.

Por mucho que Kiku agitara la comida, Gulliver no hacía el menor intento de ir tras ella. Tenía los brazos agotados de sostener los dos trozos de cinco kilos colgados de un palo de secar pescado partido en dos; pero, justo cuando iba a decirle a Anémona que no había forma, Gulliver dio una brutal sacudida con la cola que le hizo saltar casi un metro por fuera del estanque y engulló uno de los trozos de un solo bocado. Kiku no tuvo tiempo de apartar el palo y las salpicaduras le dejaron empapado de los pies a la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Anémona, asomando la cabeza por la puerta de la cocina y viendo a Kiku aún con un trozo de carne en el palo.

—Parece que lo agarró —repuso Kiku.

—Creo que tendré que enseñarte cómo se hace —dijo Anémona, pasándole un cuenco lleno de batata y cogiendo el palo.

Tras haberse zampado el primer trozo de carne de caballo, Gulliver se había vuelto a sumergir hasta el fondo del estanque, pero empezó a removerse cuando Anémona hizo oscilar el segundo trozo sobre su nariz.

—Se sabe cuándo va a lanzarse por cómo tensa la cola.

Anémona empezó a sacudir el palo cuando vio que se formaban leves ondas sobre el agua; un instante después, Gulliver dio un fuerte coletazo y emergió como una flecha, pero Anémona fue más rápida y, quitando la comida de su alcance, prosiguió con la lección:

—¿Ves? Un cocodrilo no se mueve en línea recta; va dando sacudidas cinco o seis pasos, usando la cola para mantener el equilibrio, y luego se queda quieto como una piedra. Pero no es que esté pensando ni nada parecido; lo que hace es acumular fuerzas para el siguiente ataque. Parece que extrae la energía de todo: de ti, de mí, de las paredes, del techo y hasta del aire; cuando la tiene, da unos cuantos pasos más. Pero a veces, en el caso de Gulliver, yo creo que le asquea vivir encerrado y trata de convertir ese asco en instinto asesino.

Mientras Anémona terminaba de hablar, Gulliver se agitó como si tratara de dar una voltereta en el aire, y al hacerlo derribó el segundo trozo con la cola. La cuerda que sujetaba la comida al palo se partió con un chasquido, pero el tirón estuvo a punto de hacer caer a Anémona al estanque por encima de la barandilla. Kiku la sujetó rápidamente y, mientras los dos retrocedían trastabillando, Gulliver y la carne desaparecieron bajo el agua. Un instante después, una fina película de grasa y sangre empezó a extenderse sobre la superficie de Urano.

El árbol de Navidad que adornaba la mesa del comedor estaba hecho de unas laminitas de plástico entrecruzadas, con unos tubos muy finos llenos de un líquido brillante que parecían agujas de pino luminosas y que además cambiaban de color según el ángulo de la luz. Al soplar en el árbol se ponía en marcha un pequeño espectáculo luminoso; si el soplo de aire venía desde abajo, el efecto recordaba a una nube triangular durante la puesta de sol: la parte inferior estaba blanca, el centro de un naranja llameante y por arriba se iba degradando hacia el rojo, con sólo un leve toque de azul. Anémona había comprado cinco botellas de champán Pommery, que se enfriaban en una cubeta llena de hielo y había sacado del aparador dos copas decoradas con una guirnalda de flores. Esa mañana, en la peluquería le habían hecho un peinado con todo el pelo recogido a la derecha y sujeto con un alfiler que llevaba en relieve una ninfa a lomos de una libélula. Era nochebuena.

Kiku pensaba en las nochebuenas del orfanato. Por la tarde, vestían a los niños con unas túnicas rojas y blancas con pompones en las mangas y el dobladillo, y todos en fila se dirigían a la capilla para cantar himnos. Las cortinas estaban corridas, y la única luz era la de las velas que llevaban los niños, con los deditos entumecidos de frío. Para calentarse las manos y evitar que se les cayera la vela, todos cantaban a pleno pulmón. Al acabar la misa, aparecía tocando el trombón un Santa Claus con un paquete envuelto en papel de regalo para cada niño. Entre los suyos, Kiku recordaba caramelos, cacao en polvo, un balón de rugby de plástico, un globo con forma de oso panda y una goma de borrar que era un tanque de guerra.

Por la mañana, Anémona le había dado un paquete a Kiku, diciéndole que no lo abriera hasta que ella se lo indicara. Kiku también tenía una cosa para ella: un libro titulado Todas las recetas de tortillas, en el que venía la de la tortilla de arroz. Ya había terminado el resto de los platos, y ahora se afanaba con la tarta de chocolate. Kiku iba a ponerse el traje negro que ella le había comprado cuando sonó el teléfono. Anémona respondió y le pasó el auricular con una expresión extraña:

—Es para ti —le dijo.

—¿Te acuerdas de mí, chaval? Lo siento si estuve un poco brusco contigo.

La voz, dulce y rasposa, era inconfundible: el señor D.

—¿Cómo ha conseguido este número? —preguntó Kiku.

—¿Qué más da? Me han contado que vives con una verdadera muñequita. Así que Hashi no es el único de vosotros dos que tiene, digamos, «talento»…

—Adiós —dijo Kiku.

—Un momento. Sólo quería saber si está Hashi contigo.

Kiku sintió al instante un mal presentimiento.

—¿Por qué iba a estar aquí? ¿Qué le ha pasado?

—¿No lo has visto? Vale, perdona que te haya molestado —repuso D, como si se dispusiera a colgar.

—¡Espere! —dijo Kiku—. ¿Qué le ha pasado a Hashi?

—¿Es que no lees los periódicos? —contestó D, antes de interrumpir la comunicación.

En cuanto colgó, Kiku cogió el diario y empezó a revisarlo desde la portada, buscando el nombre de Hashi. Mientras volvía las páginas, el mal presagio se le iba convirtiendo en una densa nube asfixiante. Llegó a las columnas que anunciaban los programas de radio y televisión y dio un salto en la silla: había una foto de Hashi y, debajo, un pie en el que decía que era un cantante al que habían abandonado en una taquilla de monedas y que iba a encontrarse con su madre por primera vez en sus diecisiete años.

Anémona trató de detenerle mientras recorría a toda prisa el apartamento preparándose para salir, pero él le tapó la boca antes de que pudiera decir nada.

—Volveré, te lo prometo. No abras mi regalo hasta que regrese —le dijo, arrancando un muslo del pavo que humeaba encima de la mesa y metiéndoselo en la boca mientras abría la puerta.

—¡Kiku! —gritó Anémona. Pero ya había salido.

Se abrió la puerta del ascensor y Kiku cruzó el vestíbulo a pasos rápidos, para echar a correr en cuanto alcanzó la calle, sin dejar de mordisquear el muslo de pavo:

—Espérame, Hashi —repetía—, yo te ayudaré.

Entró corriendo en el parque Yoyogi, se dirigió en línea recta a una grada del estadio y empezó a excavar debajo. Unos minutos después sacó un paquete envuelto en grueso papel encerado; dentro había cuatro escopetas y un montón de cartuchos; no tardó nada en cargarlas y salir corriendo hasta desaparecer en la oscuridad.

Un débil aleteo de alas sobre el agua, patos probablemente, y un grito flotando en el aire. El aliento de Hashi formaba una nube blanca mientras cruzaba el parque por segunda vez. La ropa de dos amantes que se besaban en un banco crujía cuando se acariciaban. El hombre tenía un cigarrillo colgando de una mano; el pelo de ella se veía seco, como quemado. El cigarrillo se apagó con un siseo, pero los dos siguieron besándose. Había empezado a nevar con unos copos blancos, esponjosos y tan ligeros que parecían no tocar el suelo, sino quedarse enredados en los árboles, en los amantes, en las farolas y las alas de los pájaros. Una chica joven apareció corriendo, sujetando con la correa a un perro que empezó a ladrar al verle. La chica dio un tirón a la correa, se disculpó y siguió corriendo. Al pasar, Hashi vio que sonreía débilmente y sintió un deseo urgente de llamarla, de detenerla y hablar con ella. Quería hacerle la pregunta que le daba vueltas en la cabeza: ¿qué le dices a una madre que te abandonó cuando por fin la conoces?

Había sido Neva quien se lo contara, tres días antes.

—Es cosa hecha, Hashi, ya no hay forma de evitarlo. Tienes que pasar por ello. Ninguno de los dos tiene el valor de pararlo ahora. Yo he intentado buscar una escapatoria, porque sabía cuánto daño iba a hacerte… y te juro que quiero que a mí me duela tanto como a ti. Pero, en mi opinión, sólo tenemos dos opciones: la primera es que actúes durante todo el encuentro; vas allí, conoces a esa mujer (que puede ser tu madre o puede no serlo), diciendo te que no significa nada para ti, que sólo dio la casualidad de que tomaste prestado su útero durante unos meses. Haga lo que haga ella, tú no te enfades, no llores, quédate allí quieto con expresión apenada y ya está. Durará media hora, y luego todo el mundo se va a su casa y se olvida del asunto. Se olvida el público, te olvidas tú, y ya es historia. La otra opción es que te dejes llevar por los sentimientos; puede ser peligroso, pero también más fácil, creo yo. Simplemente, haces lo que en ese momento te salga de forma natural, si te resulta imposible controlarte. Pero dudo de que sientas nada especial: estoy segura de que, cuando conozcas a esa mujer, sólo verás a una desconocida, como cualquier persona a la que te presenten por primera vez, y que no será para tanto.

Pero es que Neva, pensó Hashi, no entendía nada, nada de nada. No se daba cuenta de lo que era; no era capaz de entender el infierno de haber imaginado qué tipo de mujer podía ser su madre. En su imaginación, nunca era agradable, nunca sonreía; llevaba marcado en la cara todo el horror de haber tirado a su hijo. Las mujeres que danzaban en la cabeza de Hashi se retorcían de remordimientos, sentenciadas para siempre, eternamente, por la culpabilidad. Eran mendigas viejas y locas, feas como un demonio, cubiertas de andrajos apestosos, con el cuerpo tan lleno de llagas que ni los perros querían morderlas. En las fantasías de Hashi, estas mujeres rotas se caían continuamente, abatidas por los golpes, ensangrentadas, torturadas hasta que se meaban encima… una y otra vez, las necesarias para que él se sintiera apaciguado.

Tras pensar en esto, siempre se le quedaba erizada la piel de todo el cuerpo y un sabor de boca asqueroso; de alguna forma, mientras lo imaginaba, llegaba a sentir pena y ganas de llorar por ellas. Quería remediar su locura, volver el tiempo diez años atrás para borrarles las arrugas. Sentía el deseo de sacarlas de aquel basurero, peinarlas, bañarlas, vestirlas, volver a ponerles los zapatos y dejarlas que regresasen a su casa andando a trompicones. Quería llevarlas al hospital para que les curasen las llagas, y borrarles después las feas cicatrices que les quedaran. Quería secarles las lágrimas y organizarles una velada agradable en la ciudad, con un hombre simpático que les hiciera compañía. Deseaba buscarles un bonito lugar en el que desvestirse para exhibir su piel ahora curada, quizá algo flácida, pero limpia y rosada. Y hasta quería que aquel hombre les metiese la cabeza entre los muslos, haciéndolas gemir de placer. Y en ese punto, lo oía: la mujer se estaba riendo. Riendo, inconfundiblemente. Y eso bastaba para indignarle de nuevo… como siempre, era más de lo que podía aguantar; un instante después, la mujer estaba de nuevo en la calle, pobre, loca y enferma. Una cosa estaba clara: no, Neva no entendía nada.

Aun así, hasta el día anterior Hashi había pensado que iba a poder enfrentarse al programa, había confiado en que sus dotes como actor le permitirían controlarse. Incluso había llegado a ensayarlo, convenciéndose de que aquella mujer a la que iba a conocer, cualquiera que fuese al final su aspecto, no significaba nada para él, que no era más que una desconocida. Lo último que pensaba era salir corriendo justo antes del espectáculo. Pero entonces, aquella mañana, había visto a Kimie Numata desde lejos. D le había llevado en su coche, y los dos la habían estado espiando mientras hacía la compra para la cena. Era una mujer grande, alta, con el cuello grueso. A pesar del frío, no llevaba medias, y las bolsas de plástico que cargaba parecían baratas y sucias. Se había parado en la tienda de comestibles a comprar unos rábanos y pepinillos. Mientras se los envolvían, había cogido una naranja, pero la volvió a dejar en su sitio a desgana cuando le dijeron el precio. No es precisamente rica, observó Hashi.

Desde el coche se veía que tenía el pelo teñido y unas manos muy bastas. Llevaba un poco de maquillaje, pero no mucho. La siguieron a continuación hasta una pescadería, donde compró un trozo de bacalao seco. Sólo uno: debía de vivir sola. Sin marido y sin hijos. Charló un rato con el pescadero, que debió de contarle algo gracioso, porque él mismo soltó una carcajada. La mujer no rio. Hashi la miró con atención para asegurarse: no se reía. Se echó a temblar, a punto de las lágrimas. Tuvo que agarrarse al asiento para no ponerse a gritar, de tan feliz que se sentía. No se había reído.

Al final, no pudo soportado más y trató de saltar del coche, pero D lo sujetó y le tapó la boca con la mano en el momento justo en que gritaba «¡Madre!».

Estaba ardiendo por dentro: su madre, la mujer que le había dado a luz, ¡no estaba loca! No era una mendiga, ni fea ni enferma. ¡Era una mujer normal! Sin suerte, quizá, que vivía sola. Probablemente se sentía sola y no tenía ganas de reírse. Pero no era más que una mujer… Cuando por fin recuperó el control de sí mismo, Hashi empezó a asustarse un poco: ¿y qué si esta mujer que parecía perfecta volvía a rechazarle? Se vio a sí mismo corriendo para abrazarla, esperando que correspondiera a sus sentimientos, y encontrándose con que estaba enfadada, que quería apartarle de un empujón. La idea lo dejó completamente aturdido.

Esa tarde, se escapó por la ventana del baño para evadir la vigilancia de D y se dirigió corriendo hacia donde vivía aquella mujer. No estaba en casa, así que Hashi había acabado en aquel parque, cruzándolo en dirección a otra vivienda del barrio de enfrente. Para cuando encontró la verja y llamó al timbre, nevaba tanto que apenas se veía. Una mujer joven salió a preguntarle qué quería y Hashi le respondió hablando con un tono mecánico, como si tuviera un pequeño robot incrustado en la garganta:

—Me llamo Hashio Kuwayama. Soy cantante. Tengo diecisiete años. Me encontraron recién nacido en una taquilla de monedas de Yokohama con un ramo de buganvillas. Hace un año vi en televisión a la señora que vive aquí y le oí decir que conocía a una mujer que había abandonado a un bebé junto a unas buganvillas en una taquilla. Estaba en la cárcel por entonces. Quiero preguntarle por esa mujer; creo que puede ser mi madre. Ya sé que es tarde, pero me temo que tiene que ser ahora mismo.

La joven había fruncido el entrecejo. Hashi se fijó en que iba vestida de enfermera.

—Lo siento. La señora está enferma y no puede ver a nadie —le dijo, como repitiendo una frase aprendida, y le cerró a Hashi la puerta en las narices mientras él pensaba en qué más decirle.

—Váyase, por favor —añadió a través de la puerta cerrada, mientras volvía a echar el cerrojo.

Pero él no se movió. La nieve estaba demasiado húmeda para cuajar, pero se le estaba empapando el pelo mientras seguía allí, contemplando la casa. Aunque las luces estaban encendidas, dentro no se veía ningún signo de vida. Hashi se puso a contar los copos de nieve que iban apareciendo en el círculo de luz de la farola más cercana. La nieve creaba remolinos y se dispersaba en la dirección del viento, no como las polillas y los insectos, que generalmente se agolpan alrededor de las bombillas; de hecho, parecía amortiguar todos los sonidos, ahogando los gritos de los pájaros del parque, que un momento antes se oían perfectamente. También el rugido de los coches en la distancia parecía haber menguado hasta volverse casi inaudible, silenciado por cada copo que aparecía en el círculo de luz. Hashi se apoyó en la valla y se regodeó en la humedad helada que le cubría, haciendo que le castañetearan los dientes y se le entumecieran las piernas y los brazos. En ese momento, cuando tenía ya tanto frío que apenas podía pensar, había oído el sonido de una falleba abriéndose a sus espaldas. Al darse la vuelta, vio la silueta de una anciana enmarcada en un cuadrado de luz y nieve limpia.

—No hace tanto frío como parece —dijo la sombra, como si no viera la nieve que se acumulaba en el pelo de Hashi, mientras abría la verja.

Al rodear la casa, Hashi se había fijado en una jaula con dos pavos reales que había en la parte de atrás. La hembra dormía sentada sobre el nido, mientras su pareja montaba guardia bajo la nieve, con la cola extendida lanzando destellos verdosos bajo la luz que se filtraba por las contraventanas. El abanico de plumas brillantes se tragaba la nieve en el mismo momento en que le caía.

—Entre, por favor —dijo la anciana escritora, haciendo una seña a Hashi.

Cuando acabó con el cliente al que estaba dando un masaje, la mujer se fue a la sala de espera para fumarse uno de sus cigarrillos mentolados y extralargos. Otra chica, que también había acabado ya por esa noche y se había puesto su ropa de calle, picoteaba un trozo de tarta mientras señalaba por la ventana a la nieve. La mujer se quitó los pantalones cortos y se frotó las piernas con una toalla. Mientras culebreaba para ponerse los panties, se le enganchó una uña y se hizo una carrera en el tobillo. Mierda. Luego se acordó de que aquel día se había puesto las botas nuevas. Todavía peor suerte: las estaba pagando a plazos y sólo había abonado tres. El dependiente le había advertido que no las mojara con la lluvia o la nieve; de hecho, había puntualizado que la nieve era lo peor, que haría que las botas le duraran la mitad. La mujer se quedó mirando por la ventana con expresión malhumorada; la calle aún se veía despejada, pero empezaba a acumularse una capa fina sobre los tejados aquí y allá. Otra chica, que leía una revista, levantó la mirada.

—¿Hay algo interesante ahí fuera? Hace un rato estaban unos tipos con sombrero trasteando con unos focos enormes. Parecía que iban a hacer una película o algo. ¿Siguen ahí?

La mujer negó con la cabeza. Ya había decidido lo que iba a hacer: en cuanto entrara en su casa, se quitaría las botas y las frotaría con vaselina. Después de cenar siempre se sentía desfallecida y no había forma de decir cuándo se decidiría a hacerlo, así que sería lo primero de lo que se iba a ocupar en cuanto llegara. Esa era la decisión que había tomado Kimie Numata.

Ya había cuatro cámaras de vídeo y una docena de focos de gran potencia, instalados y listos para rodar, colocados discretamente en varios puntos alrededor del salón de masajes. En un solar vacío, a cincuenta metros de distancia, se había situado el generador portátil, la furgoneta del equipo técnico, las unidades móviles y los vehículos de diversos medios de comunicación. En uno de ellos estaba D, contemplando el monitor con la pantalla en blanco pero echando frecuentas vistazos a su reloj. A su lado se sentaba Neva, con la cara escondida entre las manos.

—De verdad creo que sería mejor si él no apareciera —decía sin levantar la cabeza. En ese momento sonó el teléfono del vehículo y Neva se lanzó a descolgarlo—. ¿Le habéis encontrado? —preguntó casi chillando, pero en su rostro apareció enseguida una expresión decepcionada y le alcanzó el teléfono a D.

D escuchó durante un buen rato en silencio, asintiendo de vez en cuando, luego dijo «No, ni hablar de eso» varias veces y colgó. El que llamaba era Manitas, desde la oficina; al parecer, había pasado por allí un joven vestido de negro y armado, preguntando por D. Cuando le dijeron que D no estaba, había preguntado dónde iba a tener lugar el encuentro de Hashi con su madre. Manitas había tratado de guardar el secreto, pero el chico había disparado al techo, le hizo un agujero enorme y aterrorizó a las secretarias. Llevaba un arma del demonio. Al final, Manitas había cantado y ahora quería saber si tenía que llamar a la policía o qué. Era a esta última sugerencia a lo que D había contestado que «nada de eso». Lo que hizo fue coger el walkie-talkie y ordenar a los hombres que tenía apostados en los lugares clave que, si aparecía un joven con un traje negro, lo condujeran de inmediato a la unidad móvil.

—Decidles que Hashi está aquí conmigo, decidle lo que queráis, pero sin brusquedades. Conseguid que venga hasta aquí.

D volvía a mirar su reloj.

Junto a Neva, se sentaba en el vehículo el presentador del programa, repasando el guión por última vez:

—Señoras y señores, la atmósfera está cargada de electricidad ahora que nuestro drama real en vivo se encuentra a punto de comenzar. Deténganse por un instante a pensar en ese tipo de horribles sucesos de los que todos hemos oído hablar: abandono de recién nacidos, infanticidio… Pero hoy, en mitad de una nevada, uno de estos niños, dado por muerto y arrojado a la consigna de una estación, y su madre, la mujer que lo dejó allí, van a verse por primera vez desde aquel día, hace diecisiete años. No hay forma humana de negar la culpabilidad de la madre, ni perdón para su crimen; sin embargo, aquel niño, su hijo, ha superado todas esas penalidades y ha llegado a convertirse en un cantante famoso. Y hoy, esta misma noche, tenemos el privilegio de asistir a este increíble reencuentro. La fuerza de las palabras nunca será suficiente para hacer justicia a lo que estamos a punto de ver, pero, como escribió un joven filósofo francés: «Una madre, la mar, ambas tan capaces de matar violentamente a sus hijos… como de darles la vida».

Neva estaba acordándose de la forma en que Hashi se revolvía y agitaba en la cama la noche anterior, incapaz de dormir. Normalmente, cuando tenía los nervios alterados y le costaba conciliar el sueño, le pedía que le hiciera una felación. Esa noche, fue Neva quien lo sugirió para tranquilizarle, pero él le había contestado que prefería que hablaran de algo agradable. Así que ella empezó a contarle detalles de la luna de miel que estaban organizando para después de año nuevo; dos semanas en Canadá y Alaska. Le contó lo mucho que le iba a gustar esquiar y lo fácil que era aprender; él la había escuchado en silencio, con la cara apretada contra la almohada. Al cabo de un rato, le había interrumpido:

—Neva, ¿crees que se puede amar a alguien a quien no conoces? ¿O que se puede odiar, que es lo mismo?

Neva no contestó, pero se pasó a la cama de Hashi y lo abrazó.

—Estoy bien —había murmurado él—. Estoy bien. Cuando la conozca, sólo voy a decirle «Tiempo sin verte, mami», y ni una palabra más.

Ahora Neva sentía no haberle contestado la noche anterior, sentía no haberle dicho que una mujer tiene el deber de criar al niño al que da a luz, y que sería la cosa más natural del mundo, y aun lo correcto, odiar a esa mujer que le había fallado. Deseaba haberle dicho que tenía todo el derecho a odiar a alguien a quien no conocía. Pero no tuvo tiempo de seguir sintiéndose culpable, porque en ese momento se abrió la puerta trasera del vehículo y uno de los ayudantes de D gritó:

—¡Rápido! ¡Va a salir!

Mientras todos saltaban al exterior, el generador se puso en marcha con un largo zumbido y D empezó a gritar:

—¡En cuanto salga, rodeadla! ¡Si trata de escapar, enchufadle los focos y las cámaras para que se quede atrapada, y si se meten los de las otras televisiones, qué le vamos a hacer, pero que no se os escape! Y doblad las guardias para que no vaya a entrar el chaval del traje negro… Ni él ni ningún otro patoso que ande por ahí. Pero si aparece Hashi, traédmelo; no importa lo que tengáis que hacer: atarle, dejarle K.O.… lo que sea, ¡pero ponedlo delante de estas cámaras!

—Espere aquí —ordenó Kiku, bajándose del taxi sin pagar—. Voy a buscar a otra persona y vuelvo ahora mismo.

Antes de que el taxista pudiera protestar, ya se había ido. Unos minutos después, mientras corría pensando cómo se las iba a arreglar para encontrar a Hashi en ese laberinto de calles a oscuras, una de ellas se iluminó de repente como si fuese de día.

—Gas, supongo, pero, ¿dónde está la explosión? —murmuró un hombre que empujaba un carrito mientras Kiku echaba a correr en dirección a la luz.

Pero en la entrada de la calle de donde venía, se topó con cuatro hombres que le cortaban el paso.

—Lo siento, chaval, pero hay un rodaje. Tienes que ir por otro lado —le dijo uno de ellos.

—Escucha, gilipollas, soy amigo de Hashi.

—No puede pasar nadie. Órdenes.

—¡Pero Hashi es amigo mío! —gritó Kiku.

La calle empezaba a llenarse de mirones. El zumbido del generador hacía temblar la tierra bajo el círculo de luz lleno de nieve. A lo lejos, se oían voces hablando muy alto.

—¡Llévenme con el señor D, entonces! ¡Él sabe quién soy! —dijo Kiku a los hombres que le impedían pasar.

Silencio y gestos de negación. El edificio al que se dirigía la luz de los focos estaba tras una esquina, bajando veinte metros por la calle cortada y girando a la derecha. Kiku vio cómo se dirigían hacia allí otros hombres, la mayoría con cámaras y otros equipos al hombro. La multitud que se apretujaba por detrás de él intentando mirar seguía creciendo. Desde el lugar donde él estaba oía la voz chillona de una mujer.

Alguien gritó:

—¡Está aquí!

Los apretujones se intensificaron.

—¡Hashi! —gritó una mujer.

El zumbido constante del generador aumentó de volumen, como contrapunto a la algazara reinante. A Kiku se le atragantó la voz en la garganta cuando vio a Hashi al otro extremo de la calle, a punto de desaparecer entre el enjambre de periodistas. Le dio la impresión de que estaba sonriendo.

Entonces volvió a intentar cruzar la barrera de guardias empujando, pero el que tenía más cerca lo sujetó por un brazo. De un puñetazo, Kiku lo lanzó rodando sobre los charcos de nieve sucia y, cuando se acercaron los de los lados y empezaron a darle empellones para que retrocediera, Kiku metió con toda calma la mano en el cinturón, sacó una de las escopetas recortadas y disparó a la fila de pies que tenía delante. La nieve húmeda salpicó a dos de los hombres, que cayeron al suelo sujetándose las piernas y el grito de Kiku, «¡Atrás!», hizo salir corriendo al tercero calle abajo. Kiku lo siguió. En la esquina, se encontró con un montón de espaldas en máxima tensión y cámaras disparando: enfrente estaba el presentador, al que se oía empezar su discurso. Tras intentar una vez más colarse entre el gentío, sacó otra arma del cinturón. En esta ocasión disparó por encima de las cabezas de los fotógrafos y en un segundo todos se dieron la vuelta para mirarle. Poniendo el arma en línea recta, Kiku echó a andar lentamente entre la multitud que se abría a su paso.

—¡Hashi! —gritó en mitad del silencio repentino—. ¡Vamos! ¡Tengo un taxi esperando! ¡Vámonos a casa!

Hashi apareció entre dos fotógrafos, con el rostro apenas visible a contraluz de los enormes focos, pero Kiku vio que le hacía señas con la mano.

—Kiku, ven aquí un momento. Te quiero presentar a una persona —dijo.

Kiku siguió avanzando, rodeado de ojos que lo contemplaban fijamente en mitad de aquel mediodía artificial, rodeado de unos marcos de acero que sujetaban las cajas negras de las que salía la luz. Se quedó mirando de frente a una y sintió que se mareaba, empezó a ver sólo una mancha amarillenta y, durante un segundo, creyó quedarse ciego. Cuando recuperó la vista, se fijó en D, que estaba junto a la mujer alta que había visto en la televisión con Hashi. El presentador había encendido un cigarrillo. Y había otra mujer con ellos, una a la que Kiku no reconoció, que por alguna razón se había agachado y trataba de cubrirse la cara con el jersey. Temblaba, tenía las botas y la falda cubiertas de barro y se negaba a levantar la vista aunque las luces se dirigían sobre todo a ella. Había cuatro cámaras de televisión, observó Kiku, dos de ellas montadas sobre un andamiaje, otra sobre una estructura con ruedas junto al presentador y una de mano, que el técnico hacía circular entre la multitud. D se quedó mirando a Kiku larga y atentamente, y luego murmuró algo para sí:

—Que me maten si no se parecen.

Cuando alcanzó a Hashi, Kiku vio que tenía los ojos húmedos y esperó recibir el típico «Gracias» que le había oído mil veces cuando le rescataba. Pero Hashi señaló a la mujer que se tapaba con el jersey y dijo:

—Kiku, ésta es tu madre.

Kiku no supo de qué le estaba hablando.

—Fui a visitar a aquella escritora vieja que vimos en la tele. Me dijo que mi madre murió el año pasado, así que ésta tiene que ser la tuya.

El presentador pensó que éste era el momento adecuado para coger el micrófono y salir corriendo hacia la mujer:

—Señora Numata, su hijo está aquí; esta vez es el de verdad. Por favor, dígale algo. Ha venido sólo a conocerla y debo decir que se le parece mucho. Es un chaval alto y sano, un joven muy atractivo. Vamos, seguro que hay algo que quiera decirle a su hijo después de tantos años. Parece un atleta. ¿No quiere ni mirarlo? Está aquí mismo, frente a usted, ese bebé al que usted dejó en una taquilla hace diecisiete años. Seguro que ha venido para decirle que la perdona. Por favor…

El operador de la cámara móvil se lanzó en picado hacia Kiku para tomarle un primer plano; Kiku le apartó de un empellón y trató de cruzar por la fuerza el tembloroso círculo de gente que se cerraba sobre él como una trampa de lazo que quisiera ahogarle. Docenas de fotógrafos le bloqueaban el paso haciendo destellar sus cámaras.

—Atrás, por favor —les dijo, con voz vacilante—. Me voy de aquí ahora mismo.

Ya sólo pensaba en volver a casa de Anémona; pero algo, que no era un pensamiento ni tampoco un recuerdo, empezó a agitarse en el interior de su cabeza. Algo metálico, plateado, pesado y brillante, algo que había tenido escondido tras las paredes del cerebro, empezaba a calentarse, a zumbar y girar. De repente sintió náuseas y cerró los ojos pero, por debajo de los párpados, vio una muñeca de goma a la que le rezumaba un líquido por la boca; una muñeca con las piernas rígidas de Kazuyo.

—¡Dejen de mirarme! ¡Déjenme salir de aquí! ¡Apaguen esa luz y dejen que me vaya a mi casa ahora mismo!

Al abrir los ojos, un remolino de nieve le rodeó y durante un instante lo vio todo borroso otra vez. Lo primero que volvió a su campo visual, en mitad de aquella extensión blanca, fue la mujer del jersey, que seguía temblando. ¿Y dicen que ésa es mi madre? Para él era un personaje de pesadilla. Aquel cuerpo rígido y desmañado que se estremecía bajo la nieve podía representar todo el miedo y el asco que había sentido en su vida, metidos bajo un jersey. No era ni humana, parecía más bien una… burbuja… metálica. A Kiku le empezaron a doler los ojos, bajo la agresión de aquella luz violenta de las cajas negras. Sentía que se le secaban los globos oculares en las cuencas, que todo volvía a desenfocarse y perdía a la vez el sentido de dónde estaban la izquierda y la derecha. Así es cómo aparecían los colores, los brillantes colores primarios que después empezaban a extenderse. Y ahora se derramaban sobre el rostro de la gente que le estaba mirando, resbalándoles por las mejillas y los labios hasta bajarles por el cuello. Ya sé lo que está pasando, Hashi. Te has montado uno de tus munditos de juguete y ahora me haces venir fingiendo que lloras. Kiku ya no veía nada más que una enorme rueda de metal en llamas, de la que salían dardos de luz mientras giraba, unos dardos resplandecientes que se te clavaban en la piel. Oía el zumbido furioso que hacía al dar vueltas.

Cuando el cámara se le volvió a aproximar, tan cerca que estuvo a punto de tocarle el rostro blanco, Kiku soltó un grito y sacó la tercera escopeta.

—¡Atrás! —vociferó D.

El cámara se apartó justo en el momento en que sonaba el disparo y las lentes se convertían en añicos que se mezclaban con la nieve. Sintiendo que la cabeza le pesaba, Kiku tiró la segunda arma, ahora descargada, y sacó la última.

—Ya basta —dijo una voz—. Por favor.

Kiku giró sobre sí mismo. Era la mujer; ya no tenía el jersey por encima de la cabeza y le miraba de frente.

—Para, por favor —repitió—. Si vas a disparar a alguien —dijo en voz baja—, dispárame a mí.

La mujer estaba ahora de pie y caminaba lentamente hacia él.

¡Estoy atrapado! Atrapado en un círculo de luz. ¡Tengo que salir de aquí! ¡Tengo que apagarlo! Kiku apuntó a los dardos luminosos y apretó el gatillo. Por un segundo, aquella mujer alta siguió plantada directamente delante de él, con la cabeza a la altura del cañón del arma. Un instante después, tenía la cara arrancada y los brazos abiertos en cruz, y caía hacia la misma postura en que estaba antes, cubriéndose ahora con lo que parecía un jersey rojo. Su cabeza era un globo liso y encarnado, sin ningún trazo de ojos, nariz, labios, orejas ni cabello. El globo cabeceó en dirección a Kiku, y un charquito opaco y rojo empezó a caer entre los copos de nieve desde el cielo, exhalando un precioso vaho muy fino.