TRECE

Sin el menor deseo de volver al apartamento que D le había alquilado, Hashi paseó para quitarse los efectos del alcohol por las calles húmedas, pensando en Neva. Ahora sabía que tenía treinta y ocho años y que había perdido los dos pechos por un cáncer, que la dejó convertida en mujer sólo de cintura para abajo. Pero era su primera mujer. Hashi no tenía la menor idea de por qué se había empalmado al verla desnuda, cosa que nunca le había sucedido con una mujer. Pudo haber sido porque tenía el pecho plano, o por la calidez con que su lengua firme le había recorrido el surco entre las nalgas, o quizá simplemente porque estaba borracho. Ahora ni siquiera la lluvia le importaba mucho, sólo quería caminar. De todas formas, casi había parado ya, y las nubes, desgajándose, se desplazaban lentamente hacia el este. Hashi sabía por experiencia que cuando el cielo estaba así era porque iba a despejarse.

Sabía mucho sobre lluvia, de tanto como había rezado pidiéndola allá por la época del instituto, cuando una densa manta de agua era lo único que podía librarle de la clase de educación física. Cuando tocaba gimnasia, se pasaba la mayor parte del tiempo deseando que lloviera. Y de todos los deportes que odiaba, la gimnasia era el peor, sobre todo porque era el único chico de la clase que no sabía hacer la voltereta trasera sobre la barra. Lo que le resultaba aún más insoportable era que Kiku, que siempre quedaba el primero de la clase, tuviera que presenciar su fracaso. En una ocasión, ante la amenaza inminente de la clase de educación física, Hashi se había metido en un buen lío por ponerse a hacer un conjuro de los indios centroamericanos para invocar la lluvia que había leído en un libro. Como parte del ritual, había que colgar unos ratones del alero de la casa, así que se había ido a la ciudad abandonada para capturar una jaula llena. Lo que más duro le resultó fue ahogarlos, y pensó mientras lo hacía que, si después de eso no se ponía a llover, seguramente sería castigado por ese repugnante crimen. Se odiaba a sí mismo, pero lo cierto era que no se le ocurría ninguna forma de librarse de la gimnasia sin causarse cierto autodesprecio. Y, si lo ponía en una balanza, odiaba más la barra de ejercicios de lo que se odiaba a sí mismo.

Colgó la docena de pequeños cadáveres de los bordes del tejado con trocitos de alambre, una tarea que le afectó tanto que estuvo a punto de que le diera un ataque de nervios. Mientras lo hacía, trataba de pensar una excusa para cuando lo descubrieran, y al final decidió que diría que era una especie de experimento de ciencias naturales. Cuando acabó y retrocedió unos pasos para contemplar su obra, Hashi había sentido que los ratones podían concederle casi cualquier deseo, incluso la habilidad de hacer una voltereta trasera. Y había creído de verdad, allí de pie contemplando los animalitos que se mecían recortados contra el limpio cielo azul, que iban a aparecer grandes nubes negras por el horizonte en cualquier momento.

Pasaron uno o dos minutos hasta que oyó el grito de las aves y vio la sombra de las alas que se cernían sobre el patio. Una docena de halcones voló lentamente en círculos durante un instante antes de instalarse sobre el tejado. Hashi intentó tirarles piedras, pero enseguida se rindió y se quedó mirando en silencio cómo los halcones se elevaban al unísono, se detenían sobre el edificio para contemplar la presa y se abatían luego desde el cielo. Bastó con una pasada: sólo dejaron las grises colas retorcidas balanceándose en los alambres, como gotas de agua suspendidas en el aire.

Bajo la lluvia, a Tokio le faltaba definición. En lugar de destellos brillantes, los charcos mostraban al caminante un reflejo embarrado y distorsionado. Un rato antes, Hashi se había quedado mirando por la ventana, contemplando las gotas diminutas en el cristal.

—La lluvia siempre hace que me acuerde de cosas —le había dicho a Neva cuando se acercaba a él desde atrás, abrochándose el sujetador con relleno.

—Hashi, por ahora tus recuerdos están bien, pero cuando te hagas famoso tienes que olvidarte de todo tu pasado. Tienes que olvidar lo que eres. Una vez que hayas llegado, no puedes pensar en el lugar del que vienes; si lo haces te volverás loco, y no serías el primero.

Hashi vagabundeó sin rumbo fijo, y antes de que se diera cuenta se encontró ante la entrada del túnel que llevaba al Toxicentro. Faltaba poco para el amanecer y El Mercado se estaba aquietando por fin. Los improvisados bares ya habían cerrado, y las prostitutas que no se habían ido a casa con un cliente estaban sentadas en los bordillos, entre basura, vidrios rotos y colillas de cigarrillo. Una extranjera se cambiaba de calzado, poniéndose zapatillas deportivas, y otras dos hacían amplios estiramientos de rodilla; tras pasarse la noche de pie en una calle, si uno no se estira un poco antes de irse a casa, acaba por anquilosarse. No es nada divertido, como Hashi sabía, despertarse en pleno día a causa de una pesadilla y además tener calambres en las piernas. Si te pasaba, no había cortina ni contraventana en el mundo capaz de mantener fuera la luz del sol, ni forma de volver a dormir.

Mientras Hashi miraba, una mujer empezó a tambalearse y cayó al suelo —se le había roto un tacón, al parecer—, rasgándose la falda y exhibiendo la entrepierna sin ninguna ceremonia. No llevaba ropa interior.

—Perdona que te lo diga, cariño —le dijo un chapero de aspecto fantasmal que andaba por allí cerca—, pero me da la impresión de que alguien ha tomado tu coño por un cenicero.

La mujer hizo caso omiso del comentario y, sin la menor preocupación por cubrirse, se concentró en arreglar el tacón. Al cabo de unos pocos minutos, sin embargo, tuvo que rendirse y, arrojando el zapato todo lo lejos que pudo, se alejó cojeando. El otro taconeaba rítmicamente sobre el pavimento hasta que al fin, cuando alcanzaba la salida del túnel, se dio cuenta de que no servía para nada conservar un zapato desparejo. Ya descalza, salió del subterráneo, estiró los brazos con las palmas hacia arriba y echó la cabeza hacia atrás. Había dejado de llover. Perdiéndose de vista en dirección al sol, la mujer se cruzó con un chico que iba en una bicicleta cargada de envases de yogur, para vendérselos a las prostitutas tras la larga noche de trabajo, una noche que en El Mercado se daba por finalizada cuando una docena de manos se limpiaban lentamente los pegajosos restos blancos alrededor de las bocas agrietadas.

Casi de inmediato, Hashi se encontró con un hombre al que conocía, uno que había sido antes colega suyo y que aún seguía en el oficio. Aunque era sordomudo, le expresó con señas su admiración por la camisa de seda que Hashi llevaba puesta.

El Toxicentro tenía un olor familiar, reconfortante. Los charcos seguían arrojando reflejos absurdos, como siempre, y las calles y las casas estaban igual que antes. Sólo hacía dos meses que se había ido, así que no había ninguna razón real para esperar que algo hubiese cambiado. Pero de todas formas, Hashi había albergado la esperanza de que aquel mundo rodeado de alambre de espino se hubiera desvanecido durante ese tiempo. Y no sólo ese lugar; se hubiera sentido mejor si ya no existieran ninguno de los sitios del pasado: la isla sureña, la casucha de Kuwayama, la cuesta bordeada de azucenas en flor en verano, la caseta de Milk, la playa, el orfanato, las hileras de cerezos, el cajón de arena, la capilla, todo. Pero, ¿por qué? Muy simple: porque él, Hashi, se había convertido en cantante.

Aunque de hecho, cuando reflexionaba sobre el asunto, no es que se hubiese «convertido» en cantante; en realidad, había nacido queriendo ser cantante y ahora estaba cerca; era sólo cuestión de convencerse de que, hasta entonces, no había existido otra cosa. Antes, durante todo el tiempo, había sido un chaval con una sonrisa falsa en una instantánea desenfocada; o quizá, si se miraba hacia atrás del todo, mucho antes de que hubiera empezado a cantar, se encontraría un bebé desnudo, asustado y berreando a pleno pulmón… un bebé metido en una caja, espolvoreado de talco y dado por muerto. Eso es lo que había sido durante todo el tiempo, y hasta convertirse en cantante no había conseguido salir de la caja, ni de aquella taquilla de monedas. Pero ahora que estaba fuera, sentía desprecio por su antigua existencia sofocante y quería borrar todos los trazos, todos los lugares en los que había estado, todo lo que había hecho.

Mientras caminaba, recordó la sensación de la lengua de Neva bajándole por la columna, explorándole entre las nalgas, pasando livianamente sobre su sexo mientras bajaba de nuevo hacia los dedos de los pies. Podía sentirla aún, rugosa y flexible aunque firme, como si guardara dentro una veta cartilaginosa, larga y húmeda, perfectamente ahusada en el extremo. Y se había tragado su semen, recordó; sabía por experiencia cómo era el sabor, cómo se quedaba adherido a la garganta y se negaba a desaparecer aunque hicieras gárgaras. Se pegaba a las encías, y lo sentías al tomarte luego una taza de té, como un recuerdo de las felaciones anteriores. Pero Neva le había dicho que era la primera vez que lo hacía.

—Hashi —le había dicho al terminar—, te voy a dar un consejo muy importante. Cuando estés con una mujer, debes cuadrar los hombros y sacar el pecho, no encorvarte como estás haciendo ahora.

Neva nunca hubiera podido sospechar que era la primera vez para él; le había tratado como a un hombre, y había hecho que Hashi se sintiera diferente. Ya no soy un maricón, se había dicho a sí mismo.

Justo entonces, se detuvo en seco, al reconocer al hombre que venía de frente. Era su antiguo vecino, el Terremoto.

—¡Eres tú! —le dijo el viejo—. Te vi por la ventana, y pensé que me sonaba la cara. ¿Te quedas?

—No, sólo vine a echarle un vistazo al viejo barrio —contestó Hashi.

—Está muy tranquilo ahora que os habéis ido todos. A veces da un poco de miedo, y ya no duermo tan bien como antes.

—¿De verdad? En fin, tengo que irme —añadió Hashi.

—¿Por qué no te quedas un rato y te comes unos fideos? Acabo de comprarlos y han sobrado muchos.

—Gracias de todas formas, pero de verdad que tengo que irme a casa.

El viejo llevaba un desteñido pijama de franela y sandalias de mujer. Despedía un ligero olor amargo. Hashi sintió una premonición: sabía que no tenía que quedarse más tiempo allí, pero cuando se dio la vuelta para seguir andando, el hombre le agarró por la solapa.

—Mira, si no puedes quedarte a comer, hay un favor que quiero pedirte.

—Lo siento, pero tengo que irme. Vendré de visita en otra ocasión —le dijo Hashi, dándose cuenta por primera vez de que el hombre llevaba en la mano una caja de cartón.

—No se lo puedo pedir a nadie más —dijo—. Quiero que entierres esto.

—¿Qué es?

—¿Te acuerdas de la buscona que vivía en la casa de al lado? ¿La de la tripa grande? Bueno, pues se dejó esto cuando se largó.

—¿Y por qué no te lo quedas? No le importaría a nadie.

—No lo entiendes. No es algo que se pueda conservar. Es un cadáver.

La premonición había sido acertada. El viejo dejó la caja en el suelo y se volvió para salir corriendo, pero Hashi consiguió agarrarle por la chaqueta del pijama.

—Un segundo. ¿Por qué tengo que hacer esto? —le preguntó.

La piel de la nuca del Terremoto estaba tan fría y húmeda que Hashi le soltó con un escalofrío. Cayendo de rodillas, el hombre empezó a llorar y a temblar. Luego se inclinó hacia adelante y clavó las uñas en la tierra húmeda, farfullando una retahíla de insultos incomprensibles. Las lágrimas que le brotaban de los ojos inyectados en sangre se le rebalsaban en las profundas arrugas costrosas que le cubrían el rostro.

—¡Eres un monstruo! —le gritó—. ¡El castigo de Dios caerá sobre ti! El Señor te juzgará por profanar a los muertos. En el Apocalipsis de san Juan se dice que la tierra se abrirá en dos y el mundo entero quedará partido y entonces incluso aquellos que invoquen el nombre del Señor descubrirán que ya es tarde para arrepentirse.

Habían empezado a encenderse luces en las ventanas de toda la calle, y una voz gritó al viejo loco que se callara. Hashi se escondió en la sombra de un barril de aceite vacío cuando vio aparecer en una ventana a un hombre y una mujer, ambos desnudos de cintura para arriba. El Terremoto, todavía agachado en el suelo, continuaba su críptica diatriba con voz chillona y gimoteante. Levantando los ojos al cielo, empezó a rezar:

—Señor, envía Tu juicio sobre estos miserables pecadores —rogó.

Una taza de té salió volando de una ventana próxima y fue a estrellarse a los pies del viejo; a continuación, desde algún sitio situado a su espalda, le lanzaron con mejor puntería una botella de whisky, que le impactó en la nuca, rompiéndose en mil pedazos.

—¡Viejo loco! ¡Ahí te mando tu juicio! —gritó una voz.

El viejo se dejó caer bruscamente a tierra y se quedó inmóvil, mientras desaparecían los rostros y las luces de las ventanas y el vecindario recuperaba el silencio.

Hashi se aproximó lentamente a él. El Terremoto gemía en voz baja mientras Hashi le ayudaba a levantarse y le conducía a su habitación, una pieza pequeña en la que se amontonaban hasta el techo raciones para casos de emergencia: combustible, medicamentos y agua embotellada. Tras meterlo en la cama, Hashi le puso un desinfectante en la herida y después se la vendó con las tiras desgarradas de una toalla. Al acabar, volvió a la calle para recuperar la caja, que parecía totalmente corriente excepto porque estaba cerrada por todas partes con cinta adhesiva y atada con vueltas y más vueltas de cuerda. Sacudiéndola un poco, Hashi notó el movimiento del cuerpecito rígido que estaba dentro.

Llevó la caja hasta un solar lleno de chatarra, donde pensó que encontraría una pala. Pero no vio ninguna, así que cogió un trozo de un guardabarros y empezó a hacer con él un agujero en un claro entre los vehículos abandonados. Se puso a cavar como en trance y pronto rompió a sudar, hasta que la camisa de seda se le pegó al cuerpo. Siguió rascando hasta donde pudo con aquel cacharro romo, pero pronto se puso a sacar la tierra con las manos. Si no lo entierro a bastante profundidad los perros escarbarán para sacarlo, pensó, o se abatirán sobre él los halcones para hacerle trizas el cuerpecito… Siguió trabajando, hasta que los brazos empezaron a entumecérsele y le dolieron las caderas. Hashi nunca había tenido mucho aguante para el esfuerzo físico; siempre se cansaba mucho antes que nadie que él conociera. Había llegado a la conclusión de que, además de estómago, pulmones o intestino, como todo el mundo, debía de poseer algún órgano especial, una especie de glándula del cansancio o algo así. Pero ahora terna la cabeza en otro lado; cavaba furiosamente, arañando la tierra con las uñas o con cualquier objeto de metal o madera que tuviera a mano, y murmurando para sí al mismo tiempo:

—No señor, no haré más conjuros para pedir la lluvia. Nada de colgar más ratones, ni hablar, porque si ahora se pone a llover, se moja la caja y el bebé se pudre…

Cuando se cortó la mano con un cristal, se dio cuenta de que ya era de día. El vidrio brillaba a la luz del sol que se colaba entre los rascacielos. Se sintió como si el cuerpo se le hubiera estirado hasta convertirse en un hilo de alambre brillante y alargado, creciendo hacia el horizonte por encima de la valla de espinos hasta superar los árboles y los edificios a lo lejos.

—Pero tú, amiguito —pensó para sí, recogiendo la caja—, tú ya no brillarás nunca. Ahora eres comida para los gusanos.

Tras depositar la caja en el hoyo, empezó a cubrirla de tierra.

—Y yo —añadió—, yo me he librado. Yo me escapé.