Kiku contemplaba al cocodrilo, que masticaba ruidosamente las cabezas de pollo del almuerzo, con la sangre goteándole por entre los dientes. El termostato de Urano se había ajustado a 25°C y los ocho humidificadores desperdigados por el apartamento bombeaban una niebla fina sobre un estanque que ocupaba la mitad de la enorme habitación. Toda la superficie del agua estaba densamente cubierta de unas algas verdes que reflejaban la luz y daban la impresión de hervir y barbotar con cada ondulación del agua, rompiendo en olas de un color verde brillante cuando pasaba Gulliver. Una capa de lodo cubría el fondo, sobre un grueso acolchado acrílico perforado con miles de agujeros diminutos conectados al sistema de aireación. Rodeando el estanque se veían macizos de buganvilla, mangles y ficus, plantados directamente sobre el mismo compost oscuro que alfombraba el suelo, y las blancas paredes de hormigón estaban decoradas con dibujos infantiles de soles, pájaros, una pantera y siluetas de nativos. Del techo colgaban veinte lámparas de rayos infrarrojos, iluminando todo el ambiente con un resplandor deslumbrante.
—Tu recibo de la luz debe ser para morirse —observó Kiku.
Anémona le abrió la puerta de la habitación adyacente, para que viese el generador de potencia industrial.
—Tenía muchas ganas de que vinieras —dijo ella—. Pensé que, si tú vivieras aquí, podrías ayudarme a pensar qué tipo de pájaros serían los más adecuados.
—A mí siempre me han gustado mucho esos guacamayos grandes —contestó Kiku tras pensarlo un poco—, pero seguramente harías mejor en elegir esos que se ven todo el rato en los documentales de naturaleza, los que se sientan en la boca de los cocodrilos y les limpian los dientes.
—Pues yo creo que esos no me gustarían. Limpiarle los dientes a Gulliver es mi trabajo… lo hago una vez al mes, con un destornillador. Es un momento entre nosotros, y no creo que me fuera a gustar que los pájaros me lo quitaran.
Para cambiar de tema, Anémona dijo que le gustaría cocinarle a Kiku su plato favorito.
—Una tortilla de arroz —respondió él sin pensarlo.
Anémona se quedó algo desencantada. Se había imaginado que a él le gustarían las mismas cosas que a ella, las únicas que sabía cocinar sin tener que mirar la receta: estofado de carne, espinacas en salsa de soja y huevas de arenque marinadas. Y, además, ni siquiera sabía qué era una «tortilla de arroz». Cuando se lo preguntó, Kiku, que estaba hojeando una revista en la que salía ella, contestó sin levantar la vista:
—Una tortilla rellena de arroz al ketchup.
—¿Y qué es «arroz al ketchup»?
—Arroz y ketchup mezclados, nada más.
—¿Y ésa es tu comida favorita del mundo entero? —preguntó ella con sarcasmo.
—Sin duda —contestó él—. Y acompañada con un poco de sopa miso si tienes, pero no te preocupes si no. No voy a ponerme exigente, encima.
Anémona lavó el aparato de cocer arroz, que no había utilizado en varios meses, y midió tres tazas. Una vez cocido, lo vertió en un cuenco grande y empezó a removerlo pero, mientras lo hacía, se preguntó si existiría realmente eso de la «tortilla de arroz». A lo mejor Kiku le estaba tomando el pelo.
—Kiku, el arroz se ha puesto color rojo brillante.
—¿Y qué? Se supone que se tiene que poner así.
—¿De verdad que no lleva nada más? ¿Sólo arroz y ketchup?
—¿Quieres decir que no le has puesto los guisantes? —respondió Kiku, con tono de gran sorpresa.
—¿Qué guisantes? ¡No dijiste nada de guisantes!
Kiku se acercó a la cocina y se encontró a Anémona a punto de llorar, sujetando el enorme cuenco, que parecía contener un iceberg bañado en un mar de sangre. Al final, por sugerencia de él, sirvió el arroz al ketchup sobre una cama de espaguetis, decorado con la tortilla cortada en forma de confetti amarillo. Cuando acabaron de comer, Kiku se tiró en la alfombra y se quedó dormido de inmediato, sin siquiera moverse cuando Anémona le quitó los calcetines y le tapó con una manta.
Ella no tenía mucho sueño, así que decidió leer un rato. De vez en cuando, Kiku daba un respingo y murmuraba en sueños algo como: «¡Milk, no entres ahí! ¡Es peligroso! ¡Milk! ¡No!». Anémona se bebió una copa de coñac y apagó las luces pero, justo cuando se estaba quedando dormida, Kiku se sentó de golpe dando un grito. Cuando llegó hasta él, boqueaba tratando de respirar y le temblaba todo el cuerpo. En la oscuridad, no pudo ver qué expresión tenía, pero cuando Kiku se levantó y empezó a recorrer la habitación con pasos largos, ella pensó que debía de haber tenido una pesadilla. Si era sólo un mal sueño, pensó, debería volver a dormirse, pero si se trataba de una pesadilla de verdad se pasará la noche levantado. Esos pensamientos diabólicos se cuelan en la habitación y se esconden entre las cortinas para mirarte… ¿cómo vas a dormirte de nuevo?
Kiku se acercó a la cama. Anémona fingió dormir, pero abrió los ojos cuando él alargó una mano para tocarle el pelo.
—Cerdito aquí, cerdito allá, cerdito aquí. Cerdito allá, cerdito allá, reloj, mariposa —canturreó—. Eso es lo que decíamos de pequeños para que se fueran las pesadillas.
—Cerdito aquí, cerdito allá, cerdito aquí. Cerdito allá, cerdito allá, reloj, mariposa —repitió Kiku.
Anémona le hizo sitio para que se acostara a su lado. El colchón estaba algo hundido en el centro y cuando ella se acercó a él sintió que el temblor de su cuerpo húmedo la recorría también a ella y notó los músculos de Kiku, duros como la piel de Gulliver. Le dio sed.
—Estaba en la isla donde vivía de pequeño —dijo Kiku—. Habíamos ido a la playa y mi hermano aplastaba cangrejos con una piedra y se reía. Yo le decía que parara, pero él movía la cabeza y seguía matándolos. Así que se lo decía otra vez, pero no me hacía caso. Al final yo le gritaba y él empezaba a llorar y decía que lo sentía. Yo le decía que lo sentía también, que no tenía que haberle gritado, pero cuando me acercaba a él, me miraba y me sacaba la lengua, y luego empezaba a reírse y a aplastar otra vez a los cangrejos, que soltaban un olor horrible y yo estaba furioso porque se había reído de mí, así que entonces le daba un puñetazo… No muy fuerte, pero se ponía a llorar de verdad. Se sentaba en la arena, diciendo que no entendía por qué no podía matar a los cangrejos. Y yo le decía entonces que estaba bien, pero que lo que no podía hacer era reírse mientras lo hacía. «¿Y si lloro mientras los aplasto está bien?». Yo le decía que sí. Entonces empezaba a darles con la piedra otra vez, sólo que llorando, cada vez más y más alto, casi como una alarma; pero, aunque lloraba, se le veía en la cara que seguía riéndose. Entonces yo me asustaba un poco, porque todo era tan raro y, no sé cómo, de repente yo tenía la piedra con la que golpeaba a los cangrejos y empezaba a darle con ella a Hashi. Y le pegaba y le pegaba hasta que se le hinchaba la cara como un globo, pero seguía riéndose: «¿No sabes hacer nada mejor?». Y empieza a burlarse de mí, y entonces salgo corriendo por la playa pero él va detrás, riéndose sin parar, y luego él es un globo gigante, como un enorme bebé hinchado, y me aprieta, pesa muchísimo, y va a ahogarme…
Cuando Kiku terminó de relatar el sueño, parecía que Anémona iba a decir algo, pero él le tapó la boca con la mano.
—No lo digas, por favor. Ya sé que tengo que tener un poco de paciencia y tarde o temprano las cosas se arreglarán con mi hermano.
Ella le mordió en un dedo antes de que pudiera terminar.
—¿Paciencia? ¿Qué dices? A veces parece que no tienes ni idea —dijo—. La paciencia es lo que más odio en el mundo entero. Ya tenemos todos bastante paciencia. Así nos han educado: quédate ahí esperando educadamente, sonríe y aguántate, y ya verás como todo sale bien. Tenemos tanta paciencia que el cerebro se nos ha convertido en papilla —Anémona se iba excitando mientras hablaba, hasta que se zafó de la mano con la que Kiku seguía sujetándole la mandíbula.
Ahora que los ojos se le iban acostumbrando a la oscuridad, Kiku veía cómo le temblaba el delicado perfil del cuello. Tenía en la mejilla las mismas marcas de dedos color rojo en las que él se había fijado aquella noche, cuando se escondieron en los arbustos. Había cerrado con fuerza los ojos y tenía el cuerpo girado para el lado contrario de la cama; se le veían las venas de los párpados, de color azul pálido. Kiku la cogió por los lóbulos de las orejas y tiró hasta que ella dejó escapar un quejido y se soltó bruscamente: más marcas, éstas de un rojo intenso. Anémona rodó sobre sí misma, tratando de escapar, pero él la inmovilizó poniéndole un codo sobre la espalda. Luego le sujetó la cabeza con las dos manos, contemplando cómo se desvanecían lentamente aquellas marcas, de escarlata a blanco. A continuación probó a pasarle las yemas de los dedos a lo largo de la mandíbula, bajar por el cuello y llegar hasta el pecho, dejando líneas onduladas y rojizas. Pensó que le gustaría teñirle todo el cuerpo de rojo, de la cabeza a los pies; entonces podría pincharla con un alfiler, y ella desaparecía dejándole sólo un charquito de ketchup en la palma de la mano.
Cuando trató de levantarle el camisón por detrás, Anémona dobló las piernas y empezó a retorcerse y a negar con la cabeza. El la agarró por el pelo y le hizo levantar el rostro, a ver qué se le veía en la cara; no estaba seguro de qué iba a hacer si la encontraba llorando. Pero tenía una expresión neutral, la boca cerrada, los ojos quietos. Trató de desgarrarle el camisón de nylon de arriba abajo, pero el tejido era resistente y se hizo un corte en la mano. En algunos sitios, se había pegado al cuerpo de Anémona por el sudor que le caía de la frente, y le transparentaba la piel. Desesperado, usó los dientes para empezar a desgarrarlo, y toda la prenda se abrió en dos de golpe. En ese momento, los dientes de Kiku se le clavaron en la pierna y ella dobló las rodillas haciendo que el culo se le proyectara hacia arriba. Kiku la agarró por las caderas y le arrancó las bragas.
Anémona se dejó entonces caer con el cuerpo relajado, los ojos cerrados con fuerza, mientras él empezaba a desvestirse. Intentaba dejar de temblar, pero sin mucho éxito, y cuanta más prisa trataba de darse, más temblaba y más rechinaba la cama. Mientras trataba de quitarse a patadas el pantalón, Anémona abrió los ojos y le sonrió. Sentándose en la cama, le lamió el costado cubierto de sudor, y luego se colgó de su cuello, riendo bajito. A Kiku le flaquearon los brazos bajo el peso y ambos cayeron sobre la cama, golpeándose la nariz uno al otro. El «ayyy» simultáneo y casi gritado les hizo estallar en carcajadas.
Agitando las piernas, Kiku consiguió librarse al fin del pantalón, pero dudaba si quitarse los calzoncillos; no sabía muy bien qué se hace con una chica, ni si hay que estar desnudo para ello. Cuando haces pis no te los quitas, razonaba.
—Bésame, Kiku —dijo Anémona, poniendo morritos.
En cuanto sus labios se unieron, Kiku sintió la lengua de ella colándose en su boca, buscando la de él. Cerró los ojos y dejó que se le desenroscara lentamente, saliendo de las cercanías del paladar para llegar hasta los dientes. Siguieron besándose durante un buen rato, hasta que Kiku reunió el valor suficiente para meter la lengua en la boca de Anémona, pero aún no había acabado de hacerlo cuando ella se la mordió con todas sus fuerzas. Al principio, él no se dio cuenta de lo que había pasado, pero entonces el dolor le sacudió y se encontró tirado junto a la cama, con la mano apretada contra la boca mientras Anémona se sentaba con los ojos abiertos como platos, mirando la sangre que goteaba. El charquito rojo que se le iba formando en la mano se parecía mucho al ketchup.
Cuando Kiku consiguió ponerse en pie, ella chilló y saltó de la cama para huir, pero él la sujetó por el cabello y la tiró al suelo.
—Yo… yo… yo —reía, casi sin poder hablar—, yo sólo es que… me hizo tan feliz… lo blanda que estaba tu lengua y lo dura que tenías otra cosa…
Kiku iba a decirle que se callase, pero cuando abrió la boca le salpicó de sangre todo el rostro. Ella hizo una mueca de dolor cuando él la abofeteó y la agarró por los tobillos para abrirle las piernas. Kiku tenía los dedos resbaladizos de la sangre, y ella se puso un poco rígida cuando se los pasó por entre las nalgas y siguió subiendo; luego movió las caderas para que él pudiera acercarle el pene. En cuanto sacó los dedos y la penetró, Kiku se corrió de inmediato.
Unos minutos después, Anémona se separó de él y se dirigió hacia el cuarto de baño, mientras la sangre y el semen le corrían por las piernas cayendo sobre la moqueta. Para cuando Kiku se reunió con ella, ya estaba bajo la ducha. Él se lavó las manos y luego limpió el vaho del espejo para examinarse la lengua. Tenía la punta desgarrada y aún le salía sangre. Cuando acabó de ducharse, Anémona se envolvió en una toalla y salió del baño sin decir ni una palabra mientras que Kiku, aún empapado de sudor, se ponía los pantalones. Una vez vestido, se dirigió a la entrada y murmuró que ya se verían. Ella empezó a decir algo, dudó, carraspeó y al final consiguió articular:
—No te vayas. No puedes irte. Te tienes que quedar aquí.
Kiku no pudo decir nada. Se dirigió hacia la ventana, respirando pesadamente, y musitó un débil «Yo…» mientras abría las cortinas. Mirando hacia fuera, con la cabeza apoyada en el cristal, le hizo un gesto a Anémona para que se acercara. Ella fue de puntillas hacia él, los tendones de los pies tensándose en un delicado arco mientras las uñas pintadas de rojo se hundían en la moqueta.
—Yo… —trató de continuar Kiku—… yo nací en una taquilla de monedas —dijo al fin. Y añadió—: Me gustas, pero no creo que una chica tan guapa como tú…
Esta vez fue Anémona la que le puso una mano sobre la boca.
—No tienes que decir nada —susurró, juntando una mejilla a la suya.
Unas gotas de agua se le cayeron del cabello, sobre la piel de gallina que le cubría la espalda.