DIEZ

—Mierda de focos —dijo Anémona entre dientes, examinando las instantáneas Polaroid, que habían salido oscuras.

Desde la noche en que había tomado aquellas fotos, Kiku se le aparecía a menudo en sueños, pero al despertarse nunca conseguía recordar qué aspecto tenía exactamente. Se acordaba bien del pelo y de la frente pero, más abajo, alrededor de la nariz y los ojos, ya todo se le volvía confuso y su imaginación empezaba a colocar los rasgos de algún amigo o de un famoso. Estaba segura de que, en lo más profundo, conservaba el recuerdo del rostro de Kiku, pero que simplemente era incapaz de revelarlo como una fotografía bien hecha. Como este tipo de cosas le sucedían muy a menudo, se conformó con situar un marcador mental en el lugar donde debería tener el recuerdo de Kiku.

Pero se preguntaba por qué no podía librarse de él. En sus sueños, siempre lo veía volando, salvando edificios enteros de un solo brinco; no estirado y recto con los brazos extendidos como Superman, sino surcando el aire con su flexible pértiga. Y además notaba que, en lo más profundo de su subconsciente, ese hueco que guardaba para el recuerdo de Kiku parecía dirigirle un susurro, el mismo que había oído mientras estaba escondida en los arbustos, cuando aparecieron los guardias. Era un susurro tenso y forzado: «Cuando me elevo por los aires y os veo allá abajo, me siento como una mariposa que sobrevuela el delta del Amazonas». Algo así. Cuando soñaba con él, siempre se despertaba con una sensación maravillosa.

Esa tarde se encaminó al hospital para visitar a Sachiko, una amiga que conocía de su trabajo como modelo. Sachiko era mayor que ella y siempre se comportaba como tal: la invitaba a cenar, o a pasar unos días en la playa. Pero a pesar de eso, Sachiko insistía en que era Anémona la que tenía más aplomo y autocontrol.

—Las chicas de ojos grandes son así —decía Sachiko—. De hecho, juraría que tú ves más cosas que el resto de la gente.

Sachiko y su larga melena lisa siempre habían tenido mucho éxito con los extranjeros y acabó por casarse con un diplomático italiano. De eso hacía dos años. Desde Italia habían llegado un par de cartas quejándose de los compromisos oficiales a los que tenía que asistir, y luego nada. Pero poco antes le habían contado que se había divorciado del diplomático, que había vuelto a Japón y que estaba en el hospital por algún problema pulmonar. Anémona se detuvo en una confitería para comprar unos marron-glacés.

La habitación del hospital era de un blanco antiséptico, y Sachiko estaba un poco más gruesa de lo que Anémona recordaba.

—… y no es por presumir —decía Sachiko—, pero por entonces yo no estaba nada mal, ¿verdad?

—No sé qué quiere decir «por entonces» —repuso Anémona.

—Sabes perfectamente qué quiero decir. Cuando íbamos a comprar sushi al amanecer, jugábamos desnudas al billar y nos tirábamos a la piscina con nuestros mejores vestidos de noche. No me digas que no te acuerdas.

—Yo creo que sigues siendo guapa —dijo Anémona.

—Pero entonces era más guapa. Me volvían loca las pinturas, todo lo que me hiciera tener mejor aspecto. Y ahora me doy cuenta de lo tonta que era. Pensaba que todos mis sueños se harían realidad si era suficientemente guapa. Pero la belleza no dura siempre; un día te levantas y ya no está, y ¿dónde quedas tú? ¿Sabes qué he aprendido?… Que los sueños se fabrican con sangre, sudor y lágrimas. ¿Sabes qué quiero decir?

—No exactamente…

—Ya supongo que no. Quizá todavía eres muy joven.

—Pero todavía tengo sueños… por la noche, quiero decir.

—Eso es de lo más normal, a tu edad. Pero, ¿sabes lo que me molesta de la gente joven de ahora? Que parece que no les importa nada. Yo he hecho todas las estupideces que me tocaban, y las estoy pagando ahora… por eso estoy aquí. Pero al menos hice cosas, fui a sidos y estuve con más hombres de los que se pueden contar. Quería emociones, quería hacer algo. Puede que me haya destruido en el trayecto, pero el viaje fue alucinante. Pero cuando te miro, Anémona, ni siquiera puedo decir si sientes algo. Lo tienes todo guardado dentro, así que nadie sabe qué estás pensando, y te limitas a dejarte llevar, no sé adónde. Te basta con tener un par de buenos momentos al día, con que la vida te resulte fácil, razonablemente agradable. Pero, en mi opinión, eso no es ni vivir.

—Ni siquiera tiene que ser agradable —dijo Anémona en voz baja. Y luego—: Dime, Sachiko, ¿tú has estado embarazada alguna vez?

—Claro. Hasta he tenido un hijo.

—¿Y qué se siente? Dicen que da muchas náuseas.

—No es sólo eso. Es un sentimiento inmenso, natural, como de ser un verdadero mamífero vivo.

—Yo siento algo parecido a veces, como si toda la sangre del cuerpo se me juntara en un saco debajo del estómago. Es la misma sensación que debe de producir un bebé cuando empieza a crecer; en ocasiones pienso que si llega a crecer lo suficiente se romperá el saco y entonces entenderé un montón de sentimientos que ahora no tienen ni pies ni cabeza…

—Claro, nena, ya sé a qué te refieres, pero tienes que aprender a no hacer caso de esas ideas: son ilusiones, frustraciones, lo que se siente cuando lo quieres todo pero no estás dispuesta a hacer nada para conseguirlo. Te estás tomando el pelo a ti misma y ni siquiera lo sabes.

—¿Ilusiones? Pero a mí eso me parece bien.

Sí, pensó Anémona, las ilusiones están bien.

Tras las ventanas selladas del hospital, la ciudad se horneaba lentamente al sol de finales de agosto; el verano de los dieciocho años de Anémona iba llegando a su fin. Obviamente, Sachiko era incapaz de entender sus ideas sobre el futuro, y seguía charlando de fiestas, joyas y amantes, de un abrigo de zorro plateado que venía en una caja de cristal y de cuánto había sufrido por todo ello, haciendo dieta para conseguir los mejores trabajos como modelo, rodando en plena noche, buscándose la vida de todas las formas posibles. Pero, claro, Anémona debía de haber nacido con un abrigo de zorro plateado, y no se imaginaba siquiera lo que costaba ganárselo…

Las ventanas tenían doble cristal, quizá debido a que el hospital había acogido tiempo atrás a enfermos de tuberculosis y, vistas a través de aquellos gruesos vidrios, las sombras de finales de verano parecían muy largas y finas. Los enormes edificios que rodeaban el hospital creaban una sombra sólida en el interior de la habitación. Pobre Sachiko, pensó Anémona, estás encerrada. Y no sólo en esta habitación de hospital, sino que llevas encerrada toda tu vida.

Y de repente, mientras lo estaba pensando, se le apareció una imagen muy precisa del rostro de Kiku y vio claramente hasta el último detalle. A lo lejos, el sol se estaba poniendo entre el grupo de rascacielos, esos que Kiku había dicho que le gustaban. Nos gustan a los dos, decidió, porque ambos nos imaginamos que serán los únicos que queden en pie cuando todos los demás se hayan hundido en una ciénaga hirviendo. Los pensamientos de Anémona empezaron a dispersarse.

Una vez al mes más o menos, Gulliver perdía el apetito y se dedicaba a recorrer nerviosamente la casa, para explotar al final con un acceso de rabia, azotando la pared con la cola hasta que lo llenaba todo de sangre y hacía temblar el edificio hasta los cimientos. La rabieta duraba unas veinticuatro horas, que Gulliver se pasaba gimiendo y echando un poco de espuma por la boca; luego se calmaba y entonces parecía sentirse muy desgraciado. En el curso de uno de estos ataques, Anémona se dio cuenta de que la sangre tropical de Gulliver servía para manifestar su protesta contra aquel falso trópico de Urano.

Anémona recordaba que también Sachiko solía decir que se ponía nerviosa cuando no tenía nada que hacer. También decía que cada una de las cien mil ciudades del mundo tenía su propia puesta de sol, y que valía la pena visitarla, aunque fuera una vez, sólo por verla. Y luego se ponía a hablar de las escamas plateadas de algún pez enorme de la desembocadura del Amazonas, o se pasaba horas escuchando la música de unos gitanos de las montañas portuguesas. Pero ahora Anémona se daba cuenta de lo que había tras el parloteo de Sachiko; todos sus viajes, todos sus amantes y sus «experiencias» sumaban una única cosa: aburrimiento. Eran exactamente lo mismo que las explosiones de rabia de Gulliver: su forma de azotar las paredes de hormigón entre las que se hallaba encajonada. Y por mucho que forcejease o que consiguiera quedarse tan exhausta que se olvidara, al menos por un rato, de que estaba encerrada, seguía estando a un millón de kilómetros de los trópicos.

—Anémona —le decía ahora—, tú no sabes lo que es querer algo de verdad, ¿no? Naciste en un mundo lleno de supermercados; podías tener cualquier cosa, comer y hacer cualquier cosa, y en consecuencia no necesitas nada. Crees que la gente que tiene que decir en alto «Quiero esto o aquello» resulta un poco pesada.

—Puede que tengas razón. Yo no diría que haya nada que quiera mucho, pero sí que hay algo que espero.

—¿Qué esperas? ¿Y por qué? A lo mejor te pasas la vida esperando… y de ahí nunca sale nada. No es más que auto-indulgencia, ilusiones. Estás perdida en el desierto, y crees que has encontrado agua, cuando está claro que lo que tragas es arena.

¡Otra vez con las ilusiones!, pensó Anémona. Así que no es más que un espejismo, ¿no? ¡Pues me sirve igual! De todas formas, estoy harta de agua, harta y cansada de tanta agua. Prefiero engullir ese espejismo, comer arena hasta escupir sangre, antes que beberme otro trago de ese agua apestosa. La ciudad entera huele a vejez, a podredumbre y a aburrimiento, y a Sachiko le pone tan enferma como a mí; pero ella sigue escuchando las mismas canciones, intenta evitar morirse del tedio, mientras que yo prefiero vomitarlo todo, vomitar una enorme nube de aburrimiento y dejarla que haga llover sobre todo Tokio, que llueva hasta que se os pudran los pulmones dentro del pecho, hasta que las calles se llenen de grietas y se laven con los ríos de vómito que pasan junto a los edificios… y que el vómito siga subiendo y subiendo, y el aire se vuelva tan espeso que te atragante, que broten mangles de las grietas de las aceras… y se empapen las raíces de los árboles viejos y se pudran formando charquitos en los que anidarán bichos venenosos, unos bichos que se reproducirán a millones y se te arrastrarán por encima, Sachiko, como en las peores pesadillas que no se te han ocurrido ni en tus sobredosis de alcohol y esperma, que correrán por encima de ti y pondrán sus huevos en tu propia piel, incubando unos hijitos que saldrán retorciéndose de tu cuerpo en descomposición. Sachiko, querida, esta habitación es ya una incubadora de bichos que reptan y se arrastran, y tú una bolsa podrida, llena de pus, que les servirá de banquete… Y lo que yo espero es lo que va a pasar cuando tú ya no estés, cuando cese la lluvia y un enorme sol hinchado se levante sobre la ciudad; entonces yo tendré lo mío (mira, Sachiko, sí que hay algo que quiero), y Gulliver y yo viviremos en lo alto de uno de esos rascacielos, en medio de un pantano lleno de flores de la selva, de inmensos bosques tropicales y de la poca gente que quede, agonizando por las fiebres.

—Has cambiado mucho, Anémona —musitó Sachiko con la boca llena de marron-glacé. Un trocito se le cayó de los labios y fue a parar a la bata del hospital—. Puede que tú no te des cuenta, pero has cambiado.

A los pocos minutos de abandonar la atmósfera climatizada del hospital, la blusa de Anémona estaba empapada de sudor. Pero cuando llegó a su apartamento, dejó escapar un gritito de placer: Kiku, que parecía estar algo enfermo, la esperaba apoyado en la puerta.

—Vine a ver el cocodrilo —dijo.

El señor D había movilizado a toda su compañía discográfica para el debut de Hashi como cantante, centrando el lanzamiento publicitario alrededor de sus sorprendentes orígenes. Con gran secreto, había comenzado el rodaje de un documental que se iba a emitir en Navidad. El programa, titulado provisionalmente Nacido en una taquilla, seguiría a Hashi desde el orfanato, mostrando su vida en la isla y sus experiencias como chapero en El Mercado. Pero el clímax iba a ser la reunión de Hashi con su madre, en directo y ante las cámaras, y para ello D había contratado ya a un detective privado que encontrara a la mujer. Nadie había contado nada de esto a Hashi.

También se dieron los últimos toques al apartamento que D había comprado para él, así que Hashi regresó al edificio industrial del Toxicentro a recoger las pocas cosas que tenía allí. Un poco sorprendido de que ya no estuvieran ni Kiku ni Tatsuo, Hashi se sentó en el suelo y empezó a poner en fila los chismes que había ido guardando en una caja de cartón: una taza de café, un cenicero, tacos de papel, un mechero estropeado, una lata de refresco vacía, una cuchara oxidada, cortaúñas, una barra de labios gastada, horquillas, semillas de manzano, cordones de zapatos, una tira de goma. Y de repente se acordó de que antes jugaba a eso todo el rato; en el suelo, junto a su cama del orfanato. Entonces hacía una especie de jardín en miniatura… no, una ciudad completa, hecha con restos de cosas… Ahora se acordaba. Recordaba el fervor que sentía al construir aquella maqueta, pero se le escapaba algo… sólo tenía una ligera idea de qué era lo que significaba cada cosa. Lo único que le venía claramente a la cabeza eran las torres hechas con carretes y la lezna; los carretes eran el cuartel de bomberos y la lezna, un cañón. Cogió la lata vacía y la sopesó en la mano. Era una lata, ni más ni menos; no se le disolvía ante los ojos para convertirse en el símbolo de ninguna otra cosa, de algo mayor y más siniestro. La papilla del cerebro se me debe de haber secado al final, se dijo a sí mismo, por fin me he hecho mayor para este juego. Pero entonces le asaltó todo un rosario de viejos recuerdos: la lata… una simple lata… era el depósito de agua; esa cuchara, la cuchara que hacía la pista de aterrizaje; las horquillas, soldados armados con fusiles; las gomas eran camiones, un plato redondo el campo de béisbol, y esas semillas y huesos de frutas eran barcos en el mar.

Mientras contemplaba su colección, con los recuerdos agolpándose para adherirse al objeto apropiado, algo le llamó la atención desde un extremo del cuarto. Al principio, mientras enfocaba la vista, no se acordaba de qué era, sólo un objeto más en el orden reemergente de su ciudad. Pero éste se negaba a cooperar, se mantenía congelado en su forma original y en cierto modo esto molestó a Hashi. Lo cogió y salió de la habitación.

En el corredor a oscuras, la mujer embarazada se cortaba las uñas de las manos. A través de la fina bata casera se le transparentaba la piel, estirada al máximo alrededor de la mole de su barriga.

—Está lloviendo —le dijo a Hashi—. ¿Quieres que te preste un paraguas?

La mujer olía lejanamente a polvos de talco.

—No, pero gracias de todas formas —le dijo Hashi, dándole un apretón suave en la carnosa nuca.

—¡Me haces cosquillas! —dijo la mujer con una risita, mirando hacia la mano en la que Hashi seguía sosteniendo aquel objeto blancuzco—. Oye, ¿qué clase de piedra es esa? —preguntó.

—No es una piedra —le respondió Hashi por encima del hombro mientras bajaba las escaleras—. Es un hueso.