SEIS

Gazelle había muerto. Dos años antes, en 1987, había despeñado su motocicleta por un acantilado. Tras su muerte, Kiku había dejado gradualmente de recordar el rostro de Gazelle mientras corría por la playa. Y a medida que sus músculos se hacían más fuertes y maduros, ya no tomaba a Gazelle por el barbudo del cuadro de la capilla.

Cuando estaba en el tercer curso de secundaria, las marcas de Kiku en el encuentro nacional de atletismo llamaron la atención: 10,9 en los cien metros y 22,2 en los doscientos. Recibió invitaciones por parte de universidades privadas de todo el país, pero las rechazó todas, ni él mismo sabía por qué; hubiera estado bien tener la oportunidad de practicar salto con pértiga en un centro importante, con equipo de buena calidad. Hashi apenas dijo nada mientras Kiku anduvo decidiéndose, pero señaló que ninguna de las universidades en cuestión estaba cerca del mar. Kiku pensó que quizá las había rechazado todas, al final, sólo por no dejar a Hashi que, sorprendentemente, había resultado ser el más popular en clase. Al contrario que a Kiku, a Hashi le era fácil hacer amigos y ser agradable con la gente. Kiku era lo opuesto: callado por naturaleza, y además dedicaba mucho tiempo a correr solo para entrenarse. A veces incluso lamentaba haber elegido dedicarse al atletismo. Estar solo encajaba en su carácter y él se daba cuenta, pero sentía en ocasiones la necesidad de tener más amigos. Era incapaz de tomar parte en ningún juego de equipo; en realidad, incapaz de cooperar en nada en absoluto. Tiempo atrás había jugado al baloncesto en clase de educación física, pero cuando le llegaba la pelota nunca encontraba el momento de pasarla y acababa por hacer un lanzamiento en cada jugada. En consecuencia, sus compañeros no lo apreciaban mucho y pronto perdió interés en el juego. Los impresionantes músculos que se le iban desarrollando nunca hallaron la forma de ser útiles en algo que implicara a un grupo y le daba la impresión, cada vez que sentía llenarse su cuerpo de energía, de que el resto de la gente se evaporaba. Al final, decidió que lo mejor era concentrarse en el atletismo.

Ya en el instituto, Kiku empezó a practicar el salto con pértiga en serio, como llevaba tanto tiempo planeando. Y tenía para ello un motivo muy simple: quería volar. Había acariciado este sueño desde el mismo día en que Gazelle les había puesto el documental de los saltos récord en los Juegos Olímpicos de Tokio, cuando Hansen y Rheinhardt habían competido por la medalla de oro. Al contemplar esas imágenes, Kiku se había visto a sí mismo propulsado hacia el espacio desde el extremo de una pértiga de fibra de vidrio. Para Hashi el éxtasis se encarnaba en un sonido pero, cuando Kiku cerraba los ojos, lo que se le aparecía era una larga pértiga y una barra situada a una altura espantosa, que había que saltar con cada nervio y cada tejido, cada músculo y cada tendón, unidos en el esfuerzo que requería volar por encima. Le hacía sentirse en trance.

Kiku aprendió a saltar sin entrenador, devorando todos los libros sobre entrenamiento y técnica que encontró. Al principio ni siquiera tenía una pértiga de verdad, así que usaba una larga vara de bambú y se concentraba en desarrollar una buena condición física y en hacer bien la carrera y el trabajo de suelo. Aunque había rechazado invitaciones para centros educativos en los que hubiera tenido más medios, ni una sola vez se quejó de las condiciones tan primitivas con las que trabajaba, ni siquiera cuando tuvo que fabricarse una colchoneta rellenando una bolsa con las esponjas y trapos viejos de Kazuyo. Sólo había una cosa que le resultaba difícil de aceptar: la falta de una pértiga de fibra de vidrio, pero concentró la frustración en fortalecer aún más su cuerpo. Y pasaba cada vez más tiempo en soledad, aunque muy a menudo encontraba a Hashi esperándolo, al acabar una larga sesión de entrenamiento.

Era innegable que Hashi estaba orgulloso de Kiku. Cuando le veía por la ventana de la clase, mientras se entrenaba, solía señalárselo a sus compañeros.

—Es mi hermano mayor —decía, obligándoles a mirarlo intento tras intento.

Cada vez que Kiku saltaba con éxito la barra, Hashi aplaudía desde la ventana.

Un día, en verano, Hashi fue a buscarle a la puerta del colegio tras el entrenamiento y los dos se dirigieron juntos a casa. Cuando se bajaban del autobús, al pie del sendero de las azucenas, Hashi le contó que una chica de la clase había dicho que Kiku era «mono». Kiku se puso colorado.

—Eres tú quien les gusta —dijo.

Hashi arrancó una de las flores y le fue quitando los pétalos uno por uno, soplando el polen al viento.

—No —respondió—. Sólo es que yo hablo con ellas. Sé lo que quieren oír. A veces me harto, ¿sabes? Siempre ha sido igual. ¿Te acuerdas en el orfanato, cuando me hice amigo del lechero? Tú siempre estabas buscando pelea, incluso conseguiste que te pegaran alguna vez. ¿Te acuerdas?

Kiku asintió. Hashi siguió hablando mientras se limpiaba el polen de los pantalones.

—Pero al final fuiste tú el que realmente llegó a ser amigo suyo… Y yo estaba todo el tiempo deseando ser como tú y darle una paliza a alguien.

Kiku se rio al oír esto.

—¿Dónde está la gracia? —preguntó Hashi.

—Yo siempre quería hablar como tú para caerle bien a la gente —dijo Kiku—. Pero, por mucho que hiciera, no me salía, y siempre acababa pegándome con ellos.

Una cigarra aterrizó sobre un árbol en mitad de la colina y plegó las alas. El sol, a punto de ponerse, teñía el camino de naranja.

—Quién lo iba a decir —repuso Hashi, dando una patada a una lata vacía.

La lata rodó por la pendiente y fue a chocar con gran estruendo contra el techo de uralita de un gallinero.

Kiku miró fijamente al frente, sujetando la pértiga de fibra de vidrio, que apenas se combaba cuando hacía presión. Era el campeonato de otoño entre los institutos de Nagasaki y había llegado a la final de salto de pértiga. Quedaban nueve finalistas; todos, excepto Kiku, de último curso. Pero él no pensaba en competir ni en saltar más que los otros; lo único que tenía en la cabeza era una imagen de sí mismo superando una barra blanca y negra colgada del cielo, y concentraba toda su energía en hacer que su cuerpo real se solapase con el de su imaginación. Para eso saltaba. Se dibujaba a sí mismo con la mente, desafiando la gravedad y flotando por el espacio; una vez que tenía la imagen completa, en el momento del salto de verdad, esa imagen se adhería a su cuerpo, liberado por un instante, y los dos se convertían en uno solo, remontándose sin peso. Ése era el sistema de Kiku.

Sin casi darse cuenta de que la competición había empezado, la barra ya estaba a 4,70 metros, una altura que nunca había superado antes, y sólo quedaban tres finalistas más. El favorito era un chico con gafas, pero también había uno alto que tenía muy buena marca en los cuatrocientos metros, y otro chico de un instituto para superdotados que dependía de una universidad con muy buena reputación por su programa de atletismo.

Kiku iba a ser el primero en saltar. La zona de salto con pértiga estaba en un lado de la pista pero, como ya habían acabado las demás competiciones, el público se había desplazado hacia allí para mirar. Kazuyo había asistido también; Kiku le había insistido en que no había ninguna necesidad de que fuera, pero ella cerró el salón de belleza, se hizo un paquete con el almuerzo y viajó hasta allí desde la isla.

—Ese es mi hijo —le decía a cualquiera que la escuchara.

Hashi estaba sentado varios asientos más allá, un poco avergonzado.

Kiku empezó por comprobar la altura que tenía que superar, poniendo la pértiga recta sobre la caja que estaba debajo. Luego midió la distancia de la carrera de aproximación, añadiendo un poco más porque la altura era la mayor a la que se había enfrentado nunca; manteniéndose en equilibrio sobre el punto de partida, contó los pasos hasta el inicio de la carrera, empezando con el otro pie, no con el que caería el último, y asegurándose del número exacto de zancadas. Tenía que empezar la carrera con el pie sobre el que despegaba.

Así que aquí estaba, con la vista fija al frente, imaginando que se elevaba y caía luego, mirando entonces desde la colchoneta hacia arriba, a la barra que seguía en su sitio. Empezó a correr y casi de inmediato se le relajaron todos los músculos con el sprint. No te pongas nervioso, se recordó a sí mismo, simplemente asegúrate de que vas a la máxima velocidad en el momento de llegar a la marca. La suela de sus botas retumbaba sobre la pista mientras se inclinaba al correr; todo el estadio quedó en silencio. La pértiga se clavó suavemente en su lugar, se dobló casi en dos mitades y de repente ya estaba propulsado hacia lo alto, con las piernas perpendiculares al suelo. Un estremecimiento recorrió la pértiga, los brazos de Kiku se pusieron en tensión y empezó a volar por el aire. Lo conseguí, pensó, mientras recorría el camino inverso, bajo el cielo que parecía girar como un torbellino sobre él. Aplausos… y ya estaba tumbado en la colchoneta mirando a la barra que permanecía en su sitio. Un salto impecable.

Los demás chicos parecían algo aturdidos. Todos, excepto el de las gafas. Los otros dos trataron de darse ánimos diciéndose que no podían permitir que les ganara uno de primero. El de la carrera medía los pasos para la aproximación una y otra vez, mientras que el otro chico hacía estiramientos sin parar, pero ambos fallaron el salto. Tras perder un intento cada uno empezaron a sentir la presión, y sólo consiguieron desconcentrarse. Mientras tanto, Kiku los contemplaba con frialdad, murmurando para sí:

—Planta la pértiga demasiado pronto, carrera sin ritmo, dobla el brazo de arriba, gira las caderas demasiado tarde…

En ese momento se le acercó el chico de gafas.

—¿Eres de primero? —Kiku le miró a los ojos y asintió—. No lo haces mal. ¿Quién te entrena?

Esta vez Kiku negó con la cabeza. Detestaba que le dieran conversación.

—No tienes entrenador, ¿eh? Ya me di cuenta de que confías demasiado en tu intuición. Haces muy bien la aproximación, pero me gustaría ver cómo te las arreglarías con el viento de frente.

Ya sólo quedaban Kiku y el de gafas. Al llegar a 4,75 metros, el otro decidió abstenerse, pero Kiku, que nunca dejaba que los oponentes le humillasen, quiso hacer un intento. Tras fallar dos veces, se agachó y arrancó unas briznas de hierba, que desperdigó en el aire. Se había levantado una ligera brisa con el inicio de la puesta de sol, un suave viento de frente. Mirando hacia las gradas, le asaltó un sentimiento incómodo: no veía a Hashi por ningún lado. Por qué me siento tan mal, se preguntó. No puede ser por este viento imbécil; debe de ser por culpa de Hashi. Pero, ¿qué tiene que ver Hashi con todo esto? Entonces se le ocurrió por primera vez: ¿puede ser que yo esté saltando sólo para que Hashi me vea? Suena demasiado estúpido. Trató de concentrarse en la barra, de verse a sí mismo proyectado por encima, pero no funcionó. No era sólo que la imagen estuviera desenfocada; es que se sentía como si hubieran desenchufado el proyector. ¿No he practicado tantas veces yo solo? ¿Voy a perder la concentración sólo porque Hashi no esté mirando?

Midió de nuevo la distancia de aproximación y la posición de la barra, pero seguía sintiendo que le pesaba el cuerpo. Hashi debe de haber ido a comprarse un helado, pensó, fastidiado por tener la cabeza ocupada con tales tonterías justo antes de saltar. Bajando la pértiga, caminó hacia la pista principal, vacía ahora que todos los demás juegos ya habían acabado y, pasando junto a los empleados que limpiaban tras el encuentro, empezó a dar una vuelta a la pista a toda velocidad. La gente que quedaba en las gradas lo contempló con admiración mientras ganaba ritmo y se dejaba llevar por el viento, obligándose a dejar de pensar en Hashi. Si fuera capaz de hacer bajar la sangre que tengo en la cabeza y llevarla a los músculos… Mientras rompía a sudar, revivió la imagen de sí mismo saltando sobre la barra y consiguió enfocarla. Acabada la vuelta, Kiku no miró ni una vez a las gradas. No me importa nada en absoluto, se dijo. Estoy solo, como siempre he estado. Yo y la barra, nada más… y es la hora. Levantó la mano para avisar al juez de que estaba preparado y empezó la carrera. El sonido de los listones se le metió en las venas como un relámpago y le subió hasta la cabeza, mientras la imagen empezaba a cristalizar en un espejismo de fuerza y tierra removida. De nuevo podía verse ahí arriba, por encima de la barra. El hueco para la pértiga, la marca, su cuerpo zambulléndose levemente y por fin el estirón como un estallido. Pero en el mismo instante en que se doblaba sobre la pértiga la imagen se fragmentó, saliéndosele por los poros como vapor y disolviéndose en el aire. Chocó contra la barra con la rodilla y fue a impactar contra la colchoneta. Se oyeron suspiros aquí y allá entre el público mientras Kiku yacía inmóvil de espaldas, con expresión de total perplejidad.

No se preguntaba por qué había fallado; se le había aparecido una nueva imagen, algo que nunca había visto antes, en el mismo instante en que salía propulsado hacia el cielo, y aún la veía desde la colchoneta. Se había enfrentado a un obstáculo diferente, algo rojo, blando y palpitante que sobrepasaba con facilidad. Qué era esta cosa húmeda y roja. Le dio vueltas al enigma durante unos segundos, hasta que otra imagen captó su atención: Hashi, sonriendo y aplaudiendo, mientras lamía un cono de helado.

Kazuyo se acercó a la pista corriendo y blandiendo un papel, que le alargó a Kiku con manos temblorosas:

Kiku,

por favor, cuídame a Milk. Recuerda que no puedes darle nada salado. Me voy a Tokio. Estoy seguro de que vas a ganar el campeonato nacional. Dales una lección. Nos veremos pronto,

Hashi.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué sucede? —Kazuyo estaba frenética—. Kiku, ¿tú sabes algo de esto?

La mujer estaba al borde de las lágrimas. Aunque no se lo dijo, Kiku tenía una idea bastante clara de por qué se había escapado Hashi: se había ido a buscar a su madre.

Tres días antes habían estado viendo un programa de entrevistas en la tele. La invitada era una mujer de setenta y dos años, novelista, que había sido cleptómana desde la infancia y había cumplido condena por robo cuatro veces. Un libro suyo titulado Manganas y agua caliente, basado en sus propias experiencias, se había convertido por lo visto en un enorme éxito de ventas, ganando algún premio. La primera pregunta de la entrevista fue por qué había escrito esa novela.

—No hay una razón especial —había contestado la mujer—. Cuando era pequeña me gustaba escribir redacciones, pero en algún momento, más adelante, mi interés se centró en robar y la cosa fue a más hasta ahora que soy vieja y ya no me da por los robos tan a menudo. Supongo que no había nada más que de verdad quisiera hacer, así que me puse otra vez a escribir después de todos estos años. Mire, lo importante es que me di cuenta de que conocía a cientos de mujeres infelices, mujeres que no tenían otra forma de expresarse que delinquir, y quería contar sus historias en mi libro. Una de esas mujeres —¿tenemos tiempo?— había matado a su marido a puñaladas, pero se asustó tanto de lo que había hecho que vomitó manchando toda la alfombra y luego gastó hasta la última gota de su perfume tratando de quitar el olor. Creo que el perfume se llamaba Vol de Nuit… ¿existe un perfume con ese nombre? Sí, ése era.

»Otra mujer desfalcó cien millones de yenes al banco donde trabajaba, para su novio. Sólo usó 350 para ella, y eso porque de repente le vino el periodo y no tenía dinero para comprarse lo necesario. Y otra pobre criatura me contó que había abandonado a su propio hijo recién nacido en algún sitio, con sólo unas buganvillas para acompañarlo; le compró buganvilla porque era lo más caro que había en la tienda… Con historias como éstas quería contar las adversidades y triunfos cotidianos que son parte de la vida de la delincuente femenina…

—¿Has oído eso, Kiku? —había dicho Hashi, con la cara blanca, escupiendo trocitos del huevo frito que se estaba comiendo.

Eran buganvillas las flores prensadas que llevaba años guardando. Fue a buscarlas al cajón de su pupitre y miró el diccionario para asegurarse de que el color y la forma de los pétalos coincidían.

—¿Qué tendría que hacer? —dijo, empezando a temblar—. Kiku, esa señora conoce a la mujer que me dejó en la taquilla de monedas. ¿Qué hago?

Al día siguiente se había comprado Manganas y agua caliente, pero en el libro no se decía nada de la mujer de la buganvilla. Kuwayama y Kazuyo no habían visto el programa y no sabían nada de las flores prensadas, así que sólo tenía a Kiku para aconsejarle. Pero Kiku no era de mucha utilidad; todo el asunto le había puesto de un terrible mal humor. Por qué, se preguntaba, tiene que aparecer ahora esta historia imbécil y alterar a Hashi de esta forma.

Hashi le pidió dinero prestado y empezó a hacer planes.

—¿Y qué vas a hacer si encuentras a tu madre? —quiso saber Kiku.

—No estoy seguro —contestó Hashi sacudiendo la cabeza—. Sólo quiero verla, nada más. Ni siquiera hace falta que hable con ella. Le he estado dando muchas vueltas, y supongo que hablar con ella me daría un poco de miedo; así que creo que sólo quiero mirarla a cierta distancia, ver cómo habla, cómo anda. Ese tipo de cosas.

Desde entonces, sólo había llegado una postal, diciéndoles que estaba vivo y bien. El matasellos era de Tokio, pero no había remite. Kazuyo le dio vueltas a la postal por todas partes una y otra vez, la puso a contraluz e incluso la olió, buscando algo que pudiera conducirle hacia Hashi. Ya había denunciado la desaparición y puesto anuncios en las páginas de contactos de los periódicos de Tokio, pero no habían recibido ninguna respuesta. Cuando Kiku cogió la postal de Hashi, sin embargo, su reacción fue un poco diferente de la de Kazuyo; la tarjeta le hizo sentir que a él también le gustaría irse a algún sitio, muy lejos, y mandarle a alguien una postal como ésa.

Kiku hacía lo posible para no pensar en Hashi, aunque en cierta manera perdió el interés por todo, hasta por el salto con pértiga. Pero no tenía nada que ver con Hashi, se decía a sí mismo; era sólo que de repente todo parecía un poco estúpido: la isla, la forma en que brillaba el mar, el olor del pescado secándose, las azucenas en la ladera, los ladridos de Milk… todo. Me aburro, pensó, de pie en la pista de entrenamiento. La brisa cálida y suave que soplaba desde el mar resultaba particularmente insoportable.