Anémona se despertó pasadas las doce del mediodía, pero se quedó en la cama un par de horas más. Con un cigarrillo sin encender entre los labios, se preguntaba por qué no había tenido ni una pesadilla. ¿Podría deberse al oxígeno extra de las plantas nuevas, o al calor, o al colchón de plumas recién comprado? ¿A cuál de esos factores? Del frigorífico que tenía pegado a la cama extrajo varias botellas: zumo de verduras, zumo de mango, una bebida láctea de sabor ácido y agua de seltz. Alcanzó el termómetro y el medidor automático de presión arterial y se hizo un chequeo. Temperatura normal, tensión algo baja, así que realizó diez minutos de yoga encima de la cama y bebió un poco de zumo de verduras y otro poco de mango. Devolvió las botellas a la nevera y encendió el cigarrillo. Con el humo dándole vueltas dentro de la boca, que aún tenía un poco dormida por la combinación de dulce y ácido, pensó que tenía que acordarse de que el peor sabor del mundo era la mezcla de mango y menta. Tenía razón su amigo del restaurante turco, pensó, recordando un anuncio que había visto en una revista, en el que se veía a una mujer gorda haciendo publicidad de un laxante: Una experiencia que te removerá por dentro. Su amigo decía que todas las gordas son mentirosas habituales: tienen el centro de gravedad más bajo o algo así, y más presión sobre el lóbulo frontal del cerebro. Los músculos flácidos en el abdomen y los hombros rígidos son síntomas de falta de escrúpulos.
Fijándose en el calendario móvil que colgaba del techo, se dio cuenta de que no tenía ningún trabajo comprometido para toda esa semana. Tiempo de sobra para jugar al tenis, pensó, pero luego se acordó de que sus dos raquetas tenían las cuerdas rotas desde hacía tres meses y el tipo de la tienda seguía dándole largas, diciendo que tenía que pedir cuerdas de tripa natural a Nueva Zelanda. El muy idiota debía de haber encargado ovejas vivas, visto lo que estaba tardando. Intentó pensar en qué otra cosa hacer para matar el tiempo durante una semana entera, pero el esfuerzo le resultó agotador y acabó por rendirse.
Anémona había nacido diecisiete años antes, de la unión entre un empresario que fabricaba un conocido descongestionante nasal y una cantante infantil, que ahora tenía cuarenta años, a la que habían operado las cuerdas vocales para que nunca le cambiara la voz. Anémona era hija única y, a diferencia de la mayoría de los niños, cuya primera palabra suele ser «mama», designando a partes iguales «madre» y «comida», lo primero que dijo Anémona fue «linda». Y es que todos los días, desde que no era más que un bebé, todo el mundo a su alrededor le repetía constantemente «¡qué linda!».
La madre de Anémona se había operado las cuerdas vocales a los nueve años, pero para cuando cumplió los dieciocho sus discos habían dejado de venderse de todas formas, así que decidió operarse otra vez, en esta ocasión el rostro. Los ojos rasgados, que habían sido encantadores en una niña, resultaban casi grotescos para una adolescente, de forma que se los redondearon, y así nació una nueva cara, que parecía ser capaz de seguir cantando melodías infantiles hasta bien pasados los treinta. Poco después, ese rostro se las arregló para hechizar al padre de Anémona, y se casaron.
A la madre de Anémona le encantaba ser una guapa mujercita casada hasta que le llegó el momento de dar a luz. Según se aproximaba la fecha, iba creciendo su ansiedad: ¿y si el niño resultaba ser feo, qué pasaría? Eso dejaría en evidencia sus propias mejoras quirúrgicas… y quizá no sólo las del rostro sino aquel pequeño asuntillo de la reconstrucción del himen, además de lo de las cuerdas vocales. Su marido le pediría el divorcio, y tendría que volver a cantar cosas como Un banco de pececitos y Luna de noche lluviosa para los borrachos de algún club nocturno. Por tanto, era fácil comprender que, al salir la pequeña Anémona tan linda, su madre estuviera siempre ávida de halagos, incluso los que provenían de los criados, más aún de lo que lo suelen estarlo los padres chochos. Pero al ir creciendo Anémona ya no hubo necesidad de forzar a nadie; aquella niña cantante reconstruida y remodelada había traído al mundo a una verdadera belleza. La madre de Anémona, buscando explicación para su buena suerte, llegó a la conclusión de que quizá durante alguna de sus operaciones el cirujano le había dejado dentro por descuido unas pinzas y un bisturí que de alguna manera se habían colado en su útero y realizado sobre el feto una operación de cirugía estética progresiva y natural con el mayor de los éxitos.
Cuando aún estaba en secundaria, Anémona apareció en el anuncio de televisión de un nuevo producto de la empresa de su padre. Allí la vio una agencia de modelos, y desde entonces trabajaba como maniquí. Un año antes, había dejado el instituto. No era lo bastante alta para hacer pases de moda, así que se centraba en los anuncios de televisión y los de revistas, para los que le ofrecían regularmente contratos por parte de diversas empresas. En cierta ocasión le habían propuesto hacer una película, pero le pusieron de galán a un actor que tenía piorrea, de modo que abandonó el plato en la primera jornada de rodaje.
El año en que dejó los estudios se fue también de casa de sus padres para mudarse al apartamento que ocupaba ahora. El cambio de vivienda se debió a dos razones básicas. Una era que tanto su padre como su madre tenían nuevas parejas, más jóvenes que ellos, con el total conocimiento del otro, y manteniendo la más cordial de las relaciones igual que antes. Lo que más le asqueaba de todo el asunto era que estaba segura de que sus padres realmente se querían, que no estaban fingiendo por el bien de ella. En una ocasión cenaron todos juntos, los cinco: madre, padre, respectivos amantes jóvenes y Anémona. Durante la sobremesa, mientras todos jugaban a las cartas, Anémona rompió a llorar.
—Pero si ahora no hay por qué llorar, cielo —le había dicho su padre—. No debes seguir llorando y compadeciéndote de ti misma. Anémona, tu madre y yo estamos haciendo lo que de verdad deseamos hacer, pero tú sabes que siempre nos querremos el uno al otro. Aún eres muy joven, pero algún día lo entenderás: no es que seamos infelices con el otro, en absoluto; es que ser una persona adulta no es fácil, y te sientes muy solo en el mundo. A mamá y a mí nos ha llevado mucho tiempo, años incluso, arreglar esto, pero hemos acabado por darnos cuenta de que nos amamos. Y, una vez seguros de eso, elegimos llevar nuestra relación de forma totalmente abierta. Lo más importante es que recuerdes que papá y mamá son personas adultas; tú misma crecerás algún día, y entonces sabrás lo que quiero decir. Esto es mejor que andar con engaños y mentiras, mucho mejor… Y si te empeñas en seguir llorando, puedes decirte algo a ti misma, jovencita: la vida no es fácil, y si me porto como una niña mimada la haré todavía más difícil.
La otra razón tenía que ver con la mascota que cuidaba Anémona desde hacía seis años: un cocodrilo. Se lo habían comprado sus padres en unos grandes almacenes, con la garantía de que al crecer no sobrepasaría el metro de largo. Come carne o pescado crudos. Cámbiale el agua cada semana, ponle un ficus al lado ¡¡y ya estás en el Amazonas!!, decía la publicidad. A Anémona también le gustaban las pirañas, pero cuando le dijeron lo mucho que vivía un cocodrilo se decidió. Instalaron a la fiera en un acuario de un metro cuadrado y todo fue bien en el Amazonas hasta que una noche, al cabo de unos seis meses, Anémona se despertó con el ruido de los cristales al romperse. Nadie se había dado cuenta de que al cocodrilo se le había quedado la pecera más que pequeña. Los padres de Anémona telefonearon al departamento de mascotas de los grandes almacenes.
—La especie que vendemos procede de Sri Lanka, de la cría selectiva de ejemplares del cocodrilo pigmeo del Congo, en el África ecuatorial. Es imposible que ninguno alcance más de cincuenta centímetros de largo, como máximo. Pero, por supuesto, existe la posibilidad de que al enviarlo desde Singapur se haya mezclado con alguna otra variedad, con otro que fuera destinado al famoso jardín de cocodrilos de Singapur.
El cocodrilo de Anémona crecía por días. Al cabo de un año, medía nada menos que dos metros. Un reportaje en el periódico provocó la visita de unos científicos de un centro de estudios sobre reptiles, que llegaron a la conclusión de que el animal era un gavial indio. El orden de los cocodrilos incluía al menos tres familias: cocodrilos, caimanes y gaviales. Estos últimos tenían un hocico largo y fino, achatado de forma octogonal en el extremo. Ese morro estrecho, junto con los extraños ojos saltones, conferían al gavial un aspecto ligeramente cómico, lo cual quizá explicaba que los ejemplares recién nacidos hubieran alcanzado en su momento una inmensa aunque efímera popularidad como mascotas en cierta ciudad de los Estados Unidos. Los niños norteamericanos, al parecer, adoraban a los bebés de gavial, pero no les resultaban tan fascinantes a los padres, y cuando el capricho se acabó cientos de ellos fueron arrojados por los retretes de toda la ciudad. Al desaparecer por el desagüe no eran mayores que un dedo humano, pero algunos consiguieron sobrevivir e incluso prosperar en las alcantarillas, y llegó el día en que atacaron y mataron a un trabajador del servicio de alcantarillado. El gobierno de la ciudad, al verse frente a docenas de monstruos que vivían en sus propias tripas, pidió ayuda al Ejército; se arrojó gasolina por las tuberías y se quemó vivos a los animales. Fin del cuento.
Pero la mascota de Anémona era ya demasiado grande para tirarla por el retrete y, además, ella se había decidido por fin a ponerle un nombre: hasta ese momento, había sido «cocodrilo» sin más. Lo llamó Gulliver. Le daba un escalofrío al pensar lo lejos que estaba Gulliver de su río tropical, y otro cuando caía en que ella era su dueña. ¿Cuántas posibilidades tiene Gulliver de vivir en una bañera en el barrio de Meguro de la ciudad de Tokio?, se preguntaba. Una contra millones, como poco…
Cuando las cosas llegaron a este punto, el daño causado por la factura de la comida de Gulliver (diez kilos de carne al día) ya era severo, por no mencionar el que infligía a los nervios de la madre de Anémona, que ya no podía usar la ducha. Su padre le puso las cosas claras a la chica lo mejor que pudo e incluso empezó a hacer preguntas en el zoo, pero Anémona se negó a hablar siquiera de la posibilidad de deshacerse de Gulliver.
A Gulliver no lo podía tocar nadie más que Anémona, y ella misma se impuso la norma de entrar en su habitación reptando. Dado que los cocodrilos se pasan la vida arrastrándose pegados al suelo, razonaba ella, deben de tener la sensación de que uno les mira desde arriba, y a nadie le gusta mucho que le miren así. Si se ponía a su nivel, la vería como a una amiga. Descubrió que a Gulliver le gustaba mucho la música, y que se quedaba sentado pacíficamente escuchando lo que ella le pusiera mientras le limpiaba los dientes con un destornillador. Lo que más le gustaba era el Uranus de David Bowie.
El día en que vinieron del zoo para llevárselo, como su padre había acordado, Anémona amenazó con suicidarse, pero eso no fue nada comparado con el espectáculo que organizó Gulliver. Los cuidadores no disponían allí de los lujosos espacios que ofrece un río en la selva, así que en el atestado cuarto de baño perdieron un poco el control de la situación. Cuando uno de los hombres trataba de dormirlo, Gulliver le rompió una pierna con un solo golpe de cola y arrancó luego de un mordisco dos dedos al otro, que trataba de cerrarle la boca con un alambre. Entre la confusión, el animal se las arregló para escaparse por la puerta del cuarto de baño, que habían hecho ensanchar para sacarlo, y refugiarse en la sala de estar. Cuando apareció Anémona en mitad del cuadro, su madre estaba bailando por toda la sala, tratando de esquivarlo.
—¡Tírate al suelo y repta! —gritó Anémona, mientras Gulliver, dejando una estela de muebles rotos y moqueta arrancada, le ganaba terreno.
La madre de Anémona se arrojó al suelo gritando, con las cicatrices de la cirugía tirando y escociéndole.
—¡Mamá, intenta cantar! ¡No te comerá si estás cantando!
Así que la mujer, a punto de desmayarse, se puso a cantar Muñeca de ojos azules con toda la fuerza de sus cuerdas vocales perfeccionadas quirúrgicamente, mientras Gulliver la escuchaba con una zarpa plantada en el mismo centro de su espalda.
Cuando se fue a vivir a su propio apartamento, Anémona tenía diecisiete años de edad y Gulliver tres metros de largo. La chica hizo algunos cambios en el nuevo hogar de Gulliver, derribando tabiques y añadiendo un humidificador, con el termostato siempre a temperatura muy alta para parecerse lo más posible al hábitat original del cocodrilo, el delta del río Irawadi de Birmania. Y tenía el proyecto de, en el futuro, colgar una docena de focos de luz ultravioleta del techo. Llamó a la nueva estancia de Gulliver «Urano», el Rey de los Cielos, un planeta lejano en el que un año equivale a ochenta y cuatro de aquí, y en el que la atmósfera es tan densa que sólo podrían sobrevivir los líquenes que están pegados al suelo y algunos helechos, junto con reptiles como el cocodrilo, que caminarían entre ellos. El viento de Urano silbaba una larga y suave melodía mientras Anémona se imaginaba el jardín tropical que iba a organizar en su apartamento: un reino de colores brillantes, con el cocodrilo como dueño y señor y ella como diosa de la selva; el aire estaría impregnado del aroma de las flores y la fruta madura, y habría arrecifes de coral aquí y allá, además de estanques de algas marinas en los que pulularían las tortugas… junto a las palmeras y la cerveza de baja graduación.
—Otra vez lloviendo —dijo el taxista, buscando la mirada de Anémona por el espejo retrovisor y tratando de darle conversación.
Parecía ser del tipo charlatán. Anémona siguió mirando fijamente por la ventanilla, contemplando el tráfico que empezaba a hacerse denso.
—Lloviendo otra vez —repitió el conductor—. El hombre del tiempo dijo ayer que había pasado la estación de las lluvias, pero todavía está tan húmedo que no hay forma de evitar que se empañen los cristales. Mi abuela siempre me decía que sólo te puedes fiar de dos cosas en esta vida: del diccionario inglés-japonés Sanseido y del pronóstico del tiempo de la cadena NHK. De eso y de los cartelitos de las jaulas en el zoo de Ueno… Y quizá también de los jueces de la liga estudiantil de béisbol. Mi abuela se sacó un título universitario en los años veinte, cuando casi nadie de donde éramos nosotros iba a la escuela… ¡Mierda! Mire a ese gilipollas tratando de cruzarse… Era una viejita muy lista… El maldito cristal sigue empañándose… Eh, señorita, perdone si me meto donde no me llaman, pero ¿a qué universidad va? Me apuesto algo a que a una de música.
Anémona siguió sin hacerle ningún caso, y el hombre continuó parloteando solo y maldiciendo a los demás conductores. Había parado el taxi frente a una carnicería al por mayor, desde donde le habían llevado al coche los grandes bultos de carne congelada. Era pura mala suerte que hubiera descubierto, cuando ya estaba allí sentada, que el conductor se pasaba un poco de amistoso.
—¿Sabe cómo distingo a los que estudian música? Se les nota a la legua: si tienen los hombros muy fuertes son pianistas, el cuello grueso es de cantantes, los violinistas tienen callos en la barbilla y los que tocan el violonchelo, las piernas arqueadas. ¿A que está bastante bien, eh? Supongo que ya se imaginará que no soy el típico taxista del montón. Siempre he tenido este don para darme cuenta de las cosas, y todos mis amigos me dicen que es una pena malgastarlo en un trabajo como éste. Dicen que tendría que haber sido escritor, o capitán de barco o algo así. Capitán de barco… eso sí que es un buen trabajo. Tienes que ser capaz de tomar bien la medida a tu tripulación o acabas con problemas… Sí, hay que ser un lince para eso… Un lince de verdad… ¿Señorita?… ¿Señorita? ¿Se ha dormido?
La gente cada vez habla más, estaba pensando Anémona. Se acercan y se ponen a hablar contigo en el tren, esperando en una cola en cualquier parte, en el cine o en una cafetería o en el supermercado, y con que les digas aunque sólo sea «mu», estás sentenciada: ya no paran nunca de hablar. Cada vez hay más gilipollas por ahí: te ponen su bonita sonrisa, se ofrecen a llevarte las bolsas o a pagarte un café y de repente eres su mejor amiga. Parecen peligrosos, esos charlatanes patológicos. Anémona había leído el caso de un hombre que había tratado de alejarse de un desconocido que le estaba hablando y se había encontrado con un cuchillo clavado en la espalda.
—Está cansada, ¿eh? Es malo agotarse de esa forma, le pone a uno de mal humor… ¡Mierda de lluvia! Hace polvo a los parabrisas y más aún a los conductores. No hay forma de ver nada con tantos reflejos… Te ciegan, ¿verdad? Sí, te ciegan… Es usted callada de verdad, señorita. Ehhhh… ¿adónde me dijo que iba? Está usted tan callada ahí atrás que se me ha olvidado por completo… No es broma, de verdad que no me acuerdo…. Vamos, señorita, ya basta —suplicó, dándose la vuelta para mirar a Anémona.
Se frotó las sudorosas palmas de las manos en los pantalones y abrió la ventanilla una rendija para que entrara un poco de aire. Un olor a hormigón mojado y caliente entró flotando en el vehículo. El olor de la primera hora de la noche.
—No, de verdad, lo digo en serio… tiene que decírmelo, ¿adónde quiere ir? No me acuerdo.
El conductor detuvo el taxi en mitad de la calle y puso las luces de emergencia. Un concierto de bocinas surgió de los coches parados detrás.
—A Daikanyama —musitó Anémona.
El hombre lo oyó a duras penas, pero de inmediato se le relajó la expresión.
—¡Eso! ¡Daikanyama, eso era! A la avenida Yamata, creo. Se me había ido de la cabeza en este momento… Perdone que se lo diga, señorita, pero no es usted como las mayoría de las demás chicas. En este tipo de trabajo se aprende mucho de la gente —conoces a cincuenta personas al día, o más— pero, lo que yo le diga, es usted un poco diferente… en el buen sentido, por supuesto. O sea, por ejemplo, coges a una chica normal, y por lo menos te da un poco de conversación, dice hola o algo… Supongo que quiero decir que las chicas normales tienen un poco de educación. Por ejemplo, hace unos minutos, cuando le dije «Otra vez lloviendo», y me acuerdo de eso porque justo pasábamos bajo un paso elevado, el cuentakilómetros marcaba 70.092 kilómetros y el taxímetro 1.780 yenes… como decía, no hay muchas cosas que se me escapen… En fin, una chica normal hubiera dicho algo, «Sí, hay muchísima humedad hoy» o «La estación de las lluvias tendría que haber acabado ya» o algo así. La gente siempre habla del tiempo para poner en marcha las cosas; no es más que buena educación.
»Sabe, señorita, yo soy un tipo de buen carácter en general. Hombre, tengo mis lados malos, pero mirándolo en conjunto soy bastante abierto de mente… pero he de decirle que es usted la señorita con la boca más cerrada que he conocido nunca. ¡Mierda, qué tráfico! Va a paso de tortuga, y encima la lluvia. Y una cliente que no habla y con cara de funeral. Esto es lo que sacas con ser un buen tipo.
El taxi apenas se había movido y entre el borrón rojizo de las luces de frenos se veía brillar el pavimento. Ya que no podía hacer otra cosa, el taxista se puso a examinar el perfil de Anémona en el espejo, iluminado por las luces de los coches que iban en sentido contrario, dejando ver el cutis pálido y transparente y esparciendo sombras de color malva sobre sus párpados y mejillas.
En ese punto la carretera empezaba a descender suavemente hacia una parte de Tokio conocida como el Toxicentro, una zona contaminada justo en el centro de la ciudad. Unos cinco años antes, los peces y los pájaros se habían empezado a morir de repente en todo el barrio; los análisis mostraron un nivel anormal de cloro en el subsuelo, lo bastante alto como para causar erupciones en la piel de los que se expusieran a él, o daños en el hígado y el sistema nervioso de los que lo asimilaran. Se alertó a las mujeres embarazadas sobre el peligro de aborto y de malformaciones fetales. Pero no se dio ninguna otra explicación; nadie dijo cómo había podido llegar todo ese cloro al subsuelo, aunque hubo todo tipo de especulaciones. Dado que no había ninguna planta química en la zona, algunos decían que lo había derramado un camión cisterna al pasar. Se habló de vertidos ilegales, de prácticas de construcción chapuceras e incluso de alguna peculiar reacción química natural que se hubiera desencadenado a causa de la alta temperatura del suelo. Cualquiera que fuera la causa, el vertido no podía limpiarse con los medios habituales: no era soluble en agua, resultaba impermeable a los tratamientos de calor y ni siquiera podían usarse los microorganismos criados para alimentarse de residuos tóxicos. Al final, los responsables de Salud Pública consiguieron una subvención para realojar a los vecinos y la zona quedó clausurada.
Se cubrió el suelo con cemento, se rodeó todo el perímetro con alambre de espino y se habilitaron unas garitas de vigilancia.
Había dos teorías sobre por qué se había empezado a llamar a la zona Toxicentro: una, porque constituía un peligro para la salud, y la otra porque el área clausurada se convirtió en un semillero de delincuencia, especialmente para el tráfico de drogas. Los delincuentes habituales encontraron la forma de entrar y salir del Toxicentro a pesar de los guardias que patrullaban por el perímetro con trajes de protección; los policías iban armados con lanzallamas para disuadir a cualquiera que intentara entrar pero también, y sobre todo, para evitar que los vándalos desvalijaran la zona. Dado que cuando se descubrió la contaminación se hizo desalojar las viviendas dejando allí todo su contenido, las autoridades se temían que el barrio fuera presa de los saqueadores, así que difundieron el aviso de que los guardias prenderían fuego no sólo a los objetos contaminados sino a quienquiera que los llevara. Sin embargo, el aviso no resultó muy eficaz sobre el tráfico entre el interior y el exterior del Toxicentro, ya que la gente a la que se suponía que tendría que asustar era precisamente la que sentía más interés por el nuevo territorio, el único barrio de Tokio a cuyo interior no alcanzaba la jurisdicción policial. Y en cuanto los gángsters y las bandas colonizaron la zona, empezó a reunirse allí gente marginal de todo tipo: errantes y vagos, enfermos mentales desinstitucionalizados, putas del nivel más bajo, chaperos, delincuentes en busca y captura, tullidos, degenerados y evadidos de todas clases fijaron su residencia en el Toxicentro, y empezaron a configurar allí una especie de sociedad paralela. Al parecer, al final incluso la policía prefería mirar para otro lado, gracias al inesperado efecto secundario de que tantos fuera de la ley se reunieran en una misma zona: la tasa de delincuencia, particularmente de ataques sexuales, empezó a bajar de forma drástica en otros barrios de la ciudad. De hecho, la situación hubiera tenido extraoficialmente satisfecho a todo el mundo, si no fuera por un pequeño detalle: el recinto alambrado se extendía justamente bajo la sombra del nuevo grupo de rascacielos de Shinjuku Oeste, de forma que la cima del perfil de Tokio se alzaba en realidad sobre un pozo negro.
—Es cuestión de sentido común —decía el conductor—. Sólo hay que usar el sentido común, como siempre digo yo. Toda esa gente que carece de sentido común… lo mejor que podíamos hacer era reunirlos a todos y pegarles un tiro. Fíjese en este atasco, por ejemplo: si todos los tarados de Tokio quieren ir al mismo sitio a la misma hora entonces, por supuesto, la cosa acaba así. Lo que necesitamos es alguien que presente alternativas, que encuentre una solución creativa. Debe de haber todo tipo de sistemas para evitar esto: coches voladores, o autopistas subterráneas, o lo que sea… Y esta mierda de lluvia no ayuda en nada, precisamente…
»¡Un momentooo! ¡Pero espera un momentito! Eh, señorita… ¿es usted, verdad? Sí, sí que es. Usted es la que sale en ese anuncio de la tele, que se le mete el champú en los ojos, se le ponen todos rojos y entonces se convierte en un conejito. ¡Mierda! ¡Esta sí que es buena! ¡Una modelo!
La lluvia caía ahora con más fuerza, mientras se aproximaban al Toxicentro, que se veía ya a la izquierda del coche. La pálida luz que bañaba la garita de vigilancia y los coches blindados dejaba ver un letrero: Área contaminada por vertidos. Prohibido acercarse. Todo estaba lleno de reflejos trémulos, como si grandes tiras de luz se hubieran desprendido de los rascacielos y hubieran ido a caer sobre la fortaleza alambrada. Al darse cuenta de que llevaba a una famosa en el taxi, el conductor todavía se volvió más charlatán.
—¿Sabe a quién me recuerda usted? A esa actriz de Hollywood de antes que hacía esas escenas bajo el agua y guiñaba un ojo a la cámara. Tiene usted los mismos ojos grandes y preciosos…
Y seguía:
—¡Eo! ¿Qué día es hoy? ¡Viernes! ¡Tenía que haberlo supuesto! La semana pasada una mujer me echó la buenaventura y me dijo que este viernes conocería a la persona que iba a cambiar mi vida, alguien que determinaría todo mi futuro. ¡Se refería a usted! ¡Y es hoy! Y ciertamente tiene usted el aspecto de alguien que puede cambiar la vida de un tipo. ¡Qué cara!… ¡Y qué ojos! ¡Menudos ojos! Parecen los de aquellos bebés de goma con los que jugaba mi hermana, que bebían leche de verdad. Tiene usted el arco iris en los párpados, señorita, ¿lo sabía? Son preciosos de verdad, todos esos colores que tiene en los ojos… Ay, perdone si digo tonterías, pero tiene usted una cara que puede hacer perder la cabeza a un hombre… Aunque supongo que todo el mundo se lo dice.
Por detrás de ellos sonó un bocinazo tan largo que parecía como si alguien se hubiera quedado pegado al claxon, y varios conductores se asomaron para ver qué pasaba. Se oyó un grito haciendo eco con la lluvia:
—¡Cierra el pico, cretino!
Se unieron entonces otras dos bocinas y el ruido de los motores acelerando en vacío. En el interior del taxi, la emoción del conductor había empañado todas las ventanillas, mientras que en la calle, varias personas indignadas por el ruido o aburridas sin más empezaron a tirar piedras a los vehículos. Una chocó contra el parachoques del taxi y en ese momento Anémona empezó a sentirse incómoda. La superficie lisa y brillante de la calzada parecía deslizarse y ondular, capturando y lanzándole todos los reflejos de la ciudad a la cara. El taxista bajó del todo su ventanilla y gritó «Cállate la boca» once veces seguidas, según las contó Anémona; después de gritar, el conductor dejó escapar un profundo suspiro que le desprendió una gota de lluvia desde la barbilla.
—Qué mierda, qué mierda más total —murmuró moviendo la cabeza hacia los lados—. Mire lo que le digo, señorita: este puto tráfico va a acabar conmigo si no me largo de aquí.
Su voz se había vuelto aguda y chillona, y las palabras le salían a trompicones, atropelladas y silbantes.
—¡Ya lo tengo! Nos escaparemos juntos. ¿Qué le parece? Mi empresa tiene una pequeña casa junto a la playa, en la costa este de Chiba; nos podríamos ir allí los dos juntos. Será una forma de escaparse de este tráfico. ¿Y usted qué dice? ¿Cómo le suena, estar juntos en Chiba?… Si no fuera que… hace falta dinero para fugarse, sobre todo con una chica como usted. Me apuesto a que nunca se iría con un tipo pobre. En esa casa de la playa seguro que no hay más que licor peleón, y una chica como usted debe de beber algún vino elegante. Y los colchones… seguro que están todos llenos de moho, y harán falta sábanas nuevas. Sí, se necesita dinero para largarse…
»¡Pero espera! ¿No estamos en la avenida Yamata? Espera un minuto. Conozco a un corredor de apuestas que tiene la oficina justo en ese edificio de ahí. El tipejo ése lleva años tomándome el pelo, pero ahora voy a ajustarle las cuentas, y de paso arreglaré lo nuestro también. Si no le importa quedarse aquí sentadita un minuto, subo y vuelvo con un poco de pasta en metálico y, ya que estamos… jajaja… ¡la verdad es que no me importaría nada clavarle un cuchillo a ese cerdo! No tardo ni un minuto —y se bajó del taxi sin más.
El conductor había parado el vehículo en plena calle. Anémona, que no le había estado escuchando, supuso que iba a comprar tabaco o algo así. Empezaba a preocuparse porque las bolsas de carne de caballo y cabezas de pollo del portaequipajes se estropearían si no las metía enseguida en el frigorífico, y casi no prestó atención a los insultos gritados desde los coches que trataban de esquivar a aquel taxi parado en mitad del carril. Cuando pasaron más de cinco minutos y el conductor no volvía, Anémona empezó a ponerse furiosa. Limpió un círculo en el cristal de la ventanilla llena de vaho y al mirar hacia fuera vio a un soldado, metralleta en mano, parado justo al lado del coche. Era un joven vestido con un impermeable de plástico transparente, y llevaba con el pie el ritmo de la música que oía por unos auriculares.
—¡Peeerdone! —voceó el taxista, deslizándose de nuevo en el asiento.
Anémona le echó un vistazo y quiso gritar, pero no fue capaz: el hombre tenía el rostro y la camisa cubiertos de sangre.
—¡Vaya chasco me he llevado! Quién iba a pensar que un cuerpo era una masa tan blanducha. En fin, al menos he pillado el dinero. ¡Vámonos!
La voz del taxista temblaba un poco, pero con técnica impecable se bajó del bordillo, giró en redondo y cruzó por delante de los otros coches atascados. A Anémona no se le ocurría qué podía hacer; sabía que tenía que gritar, pero no le salía. Se le erizó la piel de todo el cuerpo y temblaba de frío, pero le ardía la cabeza. Ahora sí que se me estropeará la carne, pensó, sintiendo que la ira la invadía. Mientras tanto, al taxista se le había acabado la suerte y se encontró de nuevo encajonado en el atasco; para rematarlo, le hizo un abollón al guardabarros del coche que tenían delante. El conductor del vehículo se bajó y se acercó a la ventanilla del taxista, apretando la cara contra el cristal y gritando:
—¡Abra!
Pero a esas alturas el taxista temblaba tanto que no pudo hacer nada. Al no recibir respuesta, el otro hombre empezó a dar patadas en la puerta, junto a otro que viajaba con él y que se puso a golpear el parabrisas con un bate de béisbol metálico. Anémona se tiró al suelo del taxi, mientras el conductor parecía volver a la vida, daba marcha atrás y chocaba contra el bordillo. Al ver un punto en el que se había caído una de las estacas que sujetaban el alambre de espino, pisó a fondo el acelerador y se lanzó contra la abertura hasta que las ruedas se le atascaron con la valla y se le caló el motor.
Al instante, los generadores eléctricos de algún enorme reflector se pusieron en marcha con un quejido y cayó sobre el coche un potente haz de luz. Se oyó un silbato y el soldado de los auriculares les hizo señas para se dirigieran a su garita, corriendo hacia ellos con el arma levantada; otros dos guardias salían del coche blindado con sus uniformes de protección. El taxista consiguió arrancar de nuevo el vehículo y accionó la palanca bruscamente para poner la marcha atrás. Los guardias les dirigieron los lanzallamas, como habían amenazado, pero antes de que pudieran abrir fuego el taxi salió disparado cruzando la valla y desapareció en el interior del Toxicentro.
Avanzaron a poca velocidad durante un par de minutos, hasta que empezaron a ver a la luz de los faros varias siluetas desaliñadas. El taxista exhalaba un olor como de grasa, y Anémona vio que estaba cubierto de una mezcla de sangre y trozos de fideos ramen. Una vena azulada le latía en la frente, y las manos húmedas y temblorosas parecían a punto de resbalar del volante, pero a pesar de todo se las arreglaba para seguir hablando:
—Ya me lo estoy imaginando: nos despertaremos juntos por la mañana, cuando empieza a brillar el mar. Haré tostadas y huevos pasados por agua, pero tú dirás, «Cariño, de verdad que no puedo. Después de lo de esta noche, lo único que quiero es dormir», y yo te diré que tienes que comer para no perder las fuerzas, y te llevaré el desayuno a la cama… A menos que… la verdad, no estoy seguro de que tengan camas en ese sitio… Bueno, y qué más da. Ya te estoy viendo, durmiendo desnuda, con esos ojos de arco iris cerraditos…
En el momento en que se limpiaba un trozo de fideo de la mejilla, Anémona se inclinó hacia delate y tiró del freno de mano con todas sus fuerzas. El taxi se detuvo de un salto pero, antes de que pudiera bajarse, la mano del conductor, pegajosa de sangre y ramen, la agarró por el brazo.
—¿A dónde crees que vas? Creía que nos estábamos fugando.
Anémona, verdaderamente aterrada, le miró de frente a los ojos inyectados de sangre y gritó:
—¡¡Quíteme esas manos asquerosas de encima!!
—Pero si nos vamos juntos a la playa. Te lo prometo, ya verás: un bañito de nada y se me quitará toda esta porquería de encima.
—¡Y mientras tanto se me está estropeando la carne! —gritó ella, mientras el hombre la sujetaba con más fuerza y trataba de besarla.
—Ay, cara de ángel, ¡por favor, por favor!
—¡Déjeme en paz, cerdo! ¡Le odio! —Anémona gritaba más alto de lo que lo había hecho en toda su vida, y no con la voz fina y aflautada que había heredado de su madre sino con otra que parecía venirle del interior y hacerle salir las tripas como una explosión.
El taxista la sujetaba con una mano mientras buscaba a tientas con la otra el cuchillo de cocina que tenía encajado en el cinturón. La hoja todavía goteaba sangre.
—Ajaaa, así que ésas tenemos. De manera que me odias. Bueno, supongo que así es la vida. No hay nada que hacer: se me ocurrió nada más que sería bonito pasar una temporada en la playa con una chica como tú, pero si no te interesa supongo que no saldría bien…
Anémona ya no estaba asustada. De todas formas, todo parecía un sueño; probablemente acabarían matándola, pero soñaba con eso casi todas las noches. La única diferencia respecto a sus sueños era que en ellos siempre estaba callada mientras la mataban, pero ahora había sido capaz de gritar. Y otra diferencia más: se la llevaban los demonios al pensar que la carne de Gulliver se estaría estropeando o probablemente ya lo habría hecho. El mero hecho de pensar en la carne le daba ganas de escupir; por culpa de esa carne había estado escuchando a ese tarado darle a la lengua durante horas… Y de repente la ira la desbordó, convertida en un grito cuyo eco surcó la tranquilidad del Toxicentro.
—¡Loco de mierda! ¿Quién se ha creído que es? Mírese en el espejo, payaso. ¡Da asco! ¡Mírese, mírese! Es usted asqueroso, con esa mierda de fideos por toda la cara. Y además es feo y huele mal. ¡Es usted el peor mamarracho que he visto en toda mi vida!
—¿Huelo mal? ¿De verdad que huelo mal? —preguntó él en voz baja y temblorosa.
Anémona sintió que la rabia le subía de nuevo desde los dedos de los pies. Espero que me apuñale pronto, pensó, decidida a seguir insultándole hasta que cayera sobre ella con el cuchillo.
—Es usted el tipejo más sucio y apestoso que he visto en toda mi vida —añadió.
—Pero no soy así siempre —suplicó él—. Es que, cuando subí a su oficina, aquel tipo estaba con el almuerzo, comiéndose un cuenco de fideos, y en cuanto vio el cuchillo me lo tiró a la cara. Supongo que no estaba deseando estirar la pata. ¿Qué más puedo decirte?
El hombre le soltó el brazo, dejó caer el cuchillo que tenía en la otra mano y salió del coche, gimiendo a gritos. Luego se alejó dando tumbos pero, en cuanto salió del círculo de luz de los faros, dejó escapar un chillido, se le doblaron las rodillas y se derrumbó. Fue entonces cuando ella se fijó en las siluetas humanas que miraban en silencio al vehículo desde la oscuridad. Al cabo de un momento, cuando una se aproximó a la luz, ella se tapó los ojos de miedo: era un niño de nueve o diez años, con la cara cubierta de socavones.
La piel que los rodeaba era tan horrible como los propios agujeros, toda llena de costras y supurando, como si le hubieran pegado sobre la cara unos trozos sueltos de piel de elefante para dejar que se pudrieran allí. A la luz directa de los faros, daba la impresión de que en aquellos huecos negro-rojizos hervía pus, como trozos de carne que se guisan en una cazuela, y el hueso del pómulo sobresalía de uno de ellos en un ángulo extraño. Así actuaba el cloro. El chico, porque aún se podía distinguir que era un chico, se acercó al coche y miró por la ventanilla al interior; aunque temblaba de miedo, Anémona sacó de algún lado el valor para devolverle la mirada. Pero fue incapaz de dirigirle la palabra, aunque deseaba hablar con él. Cuando el niño metió la mano por la ventanilla, ella logró sacar un billete de cinco mil yenes del bolso y dárselo. Sin mirar apenas el billete, el chico lo arrugó en la palma de la mano antes de guardárselo en el bolsillo y volvió a extender la palma de la mano a través de la ventanilla casi al momento. Anémona se dio cuenta de que esta vez señalaba el broche que llevaba sobre el pecho, un aeroplano con diminutas luces de neón. En cuanto se lo dio, el chico se alejó y Anémona, saltando al asiento delantero tan rápido como pudo, puso en marcha el motor. El taxi salió en estampida pero, antes de que hubiera recorrido unos pocos metros, el niño empezó a hacerle señas frenéticamente. Sacando la cabeza por la ventanilla, Anémona le preguntó:
—¿Y ahora qué pasa?
El chico se acercó a la ventanilla: giraba la lengua en círculos y se chupaba los labios de cuando en cuando, articulando las palabras con dificultad:
—¡Queeema! Quedas en el coche y… ¡queeeema!
No entendió nada más, pero fue suficiente para acordarse de los guardias con lanzallamas, así que abandonó inmediatamente el volante. Abrió el portaequipajes y trató de levantar la caja de cartón con la carne, pero el peso de las cinco bolsas de veinte kilos la venció y se le cayó todo al suelo, rompiendo la caja y haciendo que el contenido se dispersara en todas direcciones con un reguero sanguinolento. En un abrir y cerrar de ojos, las sombras que la acechaban se precipitaran sobre la carne caída, y ésta desapareció casi antes de llegar a tocar el suelo.
El niño de la cara destrozada se alejaba ya, volviéndose de vez en cuando para hacer señas a Anémona, que se dio cuenta al instante de que no tenía otra opción que seguirle. Mientras recorrían juntos una calle estrecha, Anémona se fijó en las grandes letras X de algunas casas y, bajo ellas, un signo que advertía de que algún animal había muerto allí. Largas ristras de luces de colores colgaban bajo los aleros, como de un árbol de Navidad, y se veían pilas de bloques de hormigón arrancado de las calles y envuelto en finas láminas de aluminio brillante, como voluminosos objetos decorativos. La misma calle, con el pavimento arrancado, se había convertido en un pantano a causa de la lluvia, y avanzaban con lentitud. Por fin se acabó la hilera de casas y entraron en un parque por el que cruzaba una larga avenida que lo dividía en dos. Sobre un grupo de árboles muertos se veía la silueta del racimo de rascacielos. El chico se detuvo y señaló unas escaleras: al subirlas apareció un hueco abierto en la alambrada de espino, del tamaño justo para que una persona lo cruzase.
—Gracias —dijo Anémona, dirigiéndose a las escaleras. El chico volvió a detenerla.
—Espera noche o te encuentran —profirió.
Una vez más, tuvo que admitir que el consejo tenía sentido, así que se sentó en el único columpio del parque que no estaba roto y se puso a mirar a los rascacielos, que parecían a punto de doblarse y caer sobre ella. Se le ocurrió que si King Kong viniera a Tokio y se subiera a esos edificios para jugar un rato, no tendrían que llamar a los helicópteros ni a los aviones de combate ni usar armas; bastaría con engatusarlo para entrar aquí, dejarlo rebozarse un rato hasta que estuviera cubierto de aquella porquería y al final rociarlo con un poquito de napalm.
Aunque no había ninguna fuente de luz visible en los alrededores, el parque no estaba oscuro del todo. El niño le había dicho que esperara hasta la noche, se acordó, pero nunca es completamente de noche en una gran ciudad. Bajo aquellas trece torres de luz siempre había una ligera fosforescencia que caía desde lo alto. Visto desde el espacio exterior, Tokio debe de parecer una gran burbuja brillante en la que no hay donde esconderse de esa luz que parece traspasar todas las barreras, el cristal más ahumado y la más gruesa de las membranas, colándose hasta la última esquina de todas las habitaciones, al último escondrijo y la última grieta, a todos los nidos de todos los pájaros y a todas las colmenas. No había a dónde correr, ningún sitio en el que no pudieran encontrarte junto a tu sombra.
En el centro del parque se veía un estanque de aspecto tenebroso, del que la brisa traía un olor putrefacto. Mientras Anémona seguía allí sentada, apareció un hombre gordo por el borde del parque, en dirección al estanque. Iba descalzo y caminaba dando unos saltitos que parecían un tic, como si alguien le estuviese disparando a los pies. Probablemente tiene el baile de San Vito, pensó Anémona. El hombre se quedó mirando hacia ella, con el rostro bañado en sudor; parecía querer decirle algo, pero sólo le salía un gritito estrangulado al ritmo de su danza. Decía algo entre «gu» y «gui», como un pájaro enorme que llamara a su bandada, y siguió haciéndolo hasta que se le colapso el aliento en la garganta y entonces, justo cuando el sonido se estaba desvaneciendo, subió con gran esfuerzo otra octava en el tono de voz.
Al llegar al borde del agua, parecía que aquel hombre estaba pensando en zambullirse, pero en ese momento apareció una figura femenina baja y delgada de la sombra de los árboles algo más sanos que bordeaban el extremo oeste del parque y le susurró algo al oído al hombre, esquivando ágilmente las piernas que seguían moviéndose a espasmos de tanto en tanto. Al cabo de un momento, entre los ruidos como de graznido que profería el gordo, Anémona se dio cuenta de que lo que hacía en realidad aquella mujer era cantarle con una voz muy fina y entrecortada, que iba apagando los gritos del hombre. La canción fue aumentando de volumen y a Anemona empezó a resultarle extrañamente familiar; cerró los ojos para intentar recordar dónde la había oído. Estaba segura de conocerla, como si tuviera el recuerdo justo debajo de la piel del cráneo: el título, el cantante, todo lo relacionado con aquella melodía. La canción hablaba del atardecer, del momento en el que el sol estaba a punto de sumergirse en el horizonte, de eso estaba segura. Sólo permanecía la luz más leve; la de la costa… no, una silueta, la de un edificio o de una cordillera de la que ya sólo quedaba una línea oscura y la luz seguía apagándose… Anémona se dio por vencida y dejó de intentar recordar el nombre, pero mientras aquella melodía le llenaba la cabeza, le había ido despertando otros recuerdos, o imágenes de otros recuerdos, que enseguida adquirieron una incontrolable vida propia. No había llegado a dormirse, pero de alguna manera vio una escena con los ojos cerrados: un puerto rodeado de montañas, a la hora del crepúsculo. Era un puerto enorme y justo desde el centro estaban izando un enorme barco hundido. Todas las grúas y los tornos y los postes de anclaje disponibles se habían reunido allí, y unos hombres-rana que llevaban un enorme cable, tan grueso como un brazo humano, desaparecían bajo la superficie del agua. Cuando volvieron a salir, ataron el cable a un remolcador, que lo llevó a tierra, donde lo pasaron con dos vueltas alrededor del edificio más enorme y sólido de la ciudad. Mientras tanto, toda la gente del pueblo se había ido a un restaurante situado en lo alto, desde donde se veía toda la escena, y consumían montañas de gambas al vapor mientras apostaban si se conseguiría sacar el pecio del agua o si se derrumbaría el edificio. Y esa canción sonaba por los altavoces del restaurante.
El puerto estaba ya de color rojo sangre, con el sol a punto de ponerse, cuando apareció la proa del barco emergiendo de las aguas. Sólo esa parte ya era mayor que todas las demás embarcaciones del puerto; el casco plateado, con una costra de percebes adheridos, atrapaba los rayos de luz lanzando destellos cegadores. El cable había llegado a su grado máximo de tensión y empezaba a erosionar el edificio provocando nubes de polvo; cada tirón hacía salir del agua unos centímetros de barco más, enviando un fuerte oleaje hacia la orilla. Allí arriba, la cena había pasado por un momento a segundo plano: todo el mundo contuvo el aliento esperando el desenlace, mientras la melodía seguía fluyendo desde los altavoces. Parecía que el edificio se combaba ligeramente al oír aquella música que volaba hacia el puerto y se perdía en la distancia, tan lejos como llegaba la vista de Anémona. Sentada aún en su columpio, volvió a sentir aquella tensión, riendo, jadeando, y luego a punto de llorar de emoción hasta que por fin cesó la música. Mientras se desvanecían las últimas notas, abrió los ojos y vio un par de zapatillas de tenis sucias que se dirigían a ella en línea recta. Se quedó desorientada un momento y luego se dio cuenta de que había estado soñando.
—Te pone triste, ¿no? —dijo el flaco cantante al que Anémona había tomado al principio por una mujer y que resultaba ser un chico joven—. Ese hombre seguiría dando saltos por ahí hasta agotarse y caer dormido. Es horrible, ¿verdad?
El chico estaba justo al lado de Anémona; llevaba una blusa de mujer, pantalones cortos y un poco de maquillaje. Su rostro ancho se dirigía a ella, pero los ojos parecían vagar en todas direcciones. Al principio ella pensó que tenía algún defecto físico, pero entonces unos faros lejanos le iluminaron los ojos y vio en aquella mirada vacía que, para él, ella era como la mujer invisible.