DOS

Por fin, en el verano del año en que empezarían a ir al colegio, se concertó la adopción de Kiku y Hashi. Las monjas convencieron a una pareja que había solicitado gemelos para que se quedara con los niños. La solicitud había llegado a través de la Asociación de Beneficencia de la Virgen María de una islita junto a la costa oeste de Kyushu. Al principio, los chicos se negaron a considerar siquiera la idea de abandonar el orfanato, pero les enseñaron una fotografía de las personas que iban a ser sus padres adoptivos y acabaron por acceder: la pareja se había fotografiado con el mar al fondo.

Acompañados por un asistente social, hicieron el largo viaje hacia el sur por barco, sentados en la parte de dentro, sobre unos asientos forrados de plástico, bajo un calor que parecía aún más insoportable con aquellas emanaciones de gasóleo. Sus nuevos padres los fueron a recibir al puerto. Quizá por causa de la luz mortecina, a Hashi le pareció que tenían más aspecto de madre e hijo que de marido y mujer. Mientras el asistente social hacía las presentaciones pertinentes, Kiku observó con desagrado a su nuevo padre, Shuichi Kuwayama. No sólo era bajito, sino que tenía los brazos y las piernas flacos y pálidos: la carne parecía hundida en el cuerpo. Iba totalmente afeitado y el cabello empezaba a clarearle; en absoluto tenía algo en común con el Padre del cuadro de la capilla.

Del cuello para arriba, la mujer iba densamente maquillada con unos polvos blancos que habían empezado a disolverse con el sudor, goteando hasta formarle un charquito en la clavícula. Kazuyo Kuwayama era en realidad seis años mayor que su marido, y acababa de cumplir los cuarenta. Tras abandonar a su primer marido, se había ido a vivir a la isla con un tío suyo, que era minero, antes de que se clausuraran las minas submarinas. Era de complexión fuerte, tenía los ojos muy rasgados y una nariz demasiado grande para su rostro; había hecho prácticas como esteticista y trabajado luego en un bar antes de irse a vivir con Kuwayama, que tenía un pequeño taller contiguo a su vivienda, en el que fabricaba fiambreras desechables de poliestireno.

En cuanto llegaron a casa, mandaron a Kiku y a Hashi a la cama, con unos pijamas a juego que tenían dibujos de locomotoras. Hashi estaba agotado y tenía un poco de fiebre, por lo que Kazuyo le preparó una bolsa de hielo y se quedó abanicando al niño dormido mientras su marido salía a despedir al asistente social. En cuanto éste se hubo ido, Kuwayama volvió directamente al trabajo. Por la ventana entró volando un bicho que Kiku nunca había visto antes, y se bajó de la cama para mirar al exterior en la oscuridad. Le gustaba contemplar desde las ventanas del orfanato las luces de la ciudad y los coches que pasaban, pero aquí estaba totalmente oscuro, aunque creyó distinguir un árbol de grandes hojas negras que susurraban con la suave brisa. Pero cuando Kuwayama puso en marcha la prensa de poliestireno, el estruendo ahogó el agradable zumbido de los insectos.

—Hace un ruido de mil demonios, pero no puede dormir si no trabaja un poco antes de meterse en la cama —le explicó Kazuyo.

Sin hacerle caso, Kiku siguió con la mirada al extraño escarabajo y, cuando se posó a su lado, le dio un pisotón.

—¡No se mata así a un ser vivo! —le reprendió Kazuyo.

Volviendo a la ventana, Kiku distinguió un puntito de luz en la lejanía; una estrella, pensó, pero Kazuyo le dijo que era un faro.

—Está encendido toda la noche para que los barcos no se choquen contra las rocas.

La luz giraba en círculos, dejando ver durante un instante la superficie irregular del mar.

—Hora de acostarse —dijo Kazuyo—. Tú también debes de estar cansado, duérmete.

Kiku sintió de repente ganas de gritar, de convertirse en un enorme avión reactor que destrozara a bombazos los bichos, las hojas, esta ventana, la maquinaria de Kuwayama, el faro. Le parecía insoportable el aroma de la noche de verano, de los árboles caldeados por el sol que se refrescaban en la oscuridad.

—Hashi y las monjas me llaman Kiku, pero mi verdadero nombre es Kikuyuki —consiguió decir antes de romper a llorar.

Kazuyo siguió con el abanico, sin decir nada. Mientras se metía en la cama, Kiku se dio cuenta de que no tenía ni idea de por qué lloraba. No tardó mucho en quedarse dormido, empapando de sudor las sábanas nuevas.

Para cuando los chicos se levantaron a la mañana siguiente, la prensa de Kuwayama ya estaba zumbando. Kazuyo les dio unos pantalones cortos, camisas y zapatillas de deporte antes de salir para el salón de belleza en el que trabajaba y del que era la dueña.

—Vosotros dos podéis mirar la tele o hacer lo que queráis. Yo volveré a mediodía —les dijo.

Kiku y Hashi tomaron un poco de arroz con un huevo crudo y sopa de miso, y luego contaron los barcos que tenían estampados en las camisas. La televisión no ofrecía más que programas de cocina, así que la apagaron y pasaron un rato haciendo lucha libre en el suelo. Luego descubrieron un punzón de zapatero encima de un escritorio y probaron a tirarlo contra las puertas de papel desde varios pasos de distancia, pero pronto se aburrieron y salieron al jardín, en el que crecían tomateras y berenjenas. Veían la espalda cubierta de sudor de Kuwayama inclinada sobre la máquina en el cobertizo que estaba al fondo del jardín, subiendo y bajando una barra de acero.

—¿A que parece un robot, eh?

El sendero escarpado y estrecho que partía desde la fachada de la casa estaba bordeado de exuberantes varas de azucena; desde allí cruzaba la carretera principal, que recorría la isla en sentido longitudinal y llegaba hasta el mar. Bajo un árbol enorme, tres chicos muy morenos se afanaban en cazar cigarras. Cuando Hashi y Kiku se les acercaron, todos miraron con atención sus ropas nuevas.

—¿Qué hacéis? —les preguntó Hashi.

Uno de ellos levantó una jaula llena de insectos, que chisporroteaba como una radio estropeada. Hashi la cogió y observó atentamente el contenido. Después todos levantaron la vista hacia el árbol, a donde señalaba uno de los niños, pero por mucho que se fijaran no eran capaces de distinguir las cigarras que se escondían por la corteza, en los huecos de las grandes ramas. Sin embargo, cuando la trampa —una concha llena de ajonje pegada al extremo de un palo— se acercaba suavemente al tronco, el ruido de sierra de aquellos insectos se intensificaba, las alas empezaban a batir como las de un pájaro de juguete y los bichos se dejaban engañar con facilidad. Kiku y Hashi estaban tan emocionados como si hubieran visto un truco de magia. Uno de los chicos señaló un insecto de gran tamaño sobre una ramita y le pasó el palo a Kiku, que era el más alto de todos.

—No la veo —protestó Kiku, pero varios dedos sucios le señalaron a lo que parecía un nudo de la rama.

Kiku contuvo el aliento y se acercó: la cigarra gorjeaba a pleno pulmón sobre una rama, justo a la altura que él podía alcanzar poniéndose de puntillas. Se subió a un bloque de hormigón roto que estaba debajo del árbol y los chicos le explicaron cómo manejar el palo para acercárselo a la cigarra por su zona ciega. Mientras ajustaba el ángulo, el bloque empezó a tambalearse. Hashi dio un grito y Kiku enarboló el palo como si quisiera pinchar a la cigarra por la cola, consiguiendo por poco agarrarle las alas en movimiento y bajar con el insecto mientras los demás le vitoreaban. La enorme cigarra forcejaba para liberarse, haciendo bailar en el suelo el palo de la trampa, pero los chicos la soltaron enseguida y, limpiándole el ajonje, se la ofrecieron a Kiku. Hashi les preguntó si aquel sendero escarpado era el mejor camino para ir a la playa, pero le dijeron que acababa en un acantilado desde el que no había bajada. La mejor ruta, explicaron, era coger la carretera principal hasta la segunda calle lateral, que llevaba a la playa.

El salón de belleza de Kazuyo estaba junto a una parada de autobús, no lejos de la calle principal, y cuando vio pasar a los niños salió gritando:

—¿Adónde creéis que vais?

Kiku señaló al mar sin decir nada.

—Bueno, de acuerdo, pero no os acerquéis a las antiguas minas.

Kiku y Hashi no habían oído hablar de las «minas».

La segunda calle lateral, la que los otros chicos les habían recomendado, estaba tan llena de maleza que pasaron por delante sin verla. En su lugar, tomaron un camino que les pareció el correcto, pero que enseguida se bifurcó en dos ramales tortuosos y, tras cambiar de dirección varias veces, ya no fueron capaces de saber cómo se volvía a la carretera principal. Atacados por enjambres de mosquitos, entre las hierbas altas que les hacían cortes en las piernas, los niños empezaron a sentir pánico. Tenían ganas de gritar para que alguien les ayudase, pero sabían que no había nadie cerca. El camino volvía a dividirse: hacia la derecha se veía un túnel, así que tomaron la izquierda, pero se toparon allí con una serpiente que se arrastraba por el camino frente a ellos. Con un grito, volvieron a dirigirse hacia el túnel.

Una ligera curva dejaba ver el otro extremo como un lejano tubo de luz. Dentro hacía frío, y los niños se encontraron caminando sobre barro húmedo. Antes de que hubieran podido llegar muy lejos, una gota de agua se desprendió del techo y le cayó a Hashi en el cuello, lo que le hizo perder los nervios y gritar con tanta fuerza que dio la impresión de que el túnel se iba a desplomar sobre ellos. Unos pasos más adelante, tropezó y cayó llorando ruidosamente sobre el barro.

—Ya basta —le ordenó Kiku—. Levántate y sigue andando. Ya casi estamos saliendo.

Orillando los apestosos charcos de agua estancada, siguieron caminando hacia la salida pero, cuando por fin la alcanzaron, cubiertos de porquería, se encontraron con que una maraña de maleza y alambre de espino bloqueaba el sendero. A la derecha, sin embargo, había un agujero del tamaño justo para que un niño se colara por él; con cierto perjuicio de los barquitos estampados en sus camisas nuevas, consiguieron atravesarlo. Ya en el otro lado, Hashi se negó a moverse, pero Kiku le recordó que había serpientes si daban la vuelta, así que siguieron avanzando a rastras, impulsándose con los codos. Por fin la hierba dio paso al hormigón y, al ponerse de pie, contemplaron una escena extraordinaria: una versión a escala real de la ciudad de juguete que Hashi había construido junto a su cama el año anterior.

Ante ellos se extendía el reino de Hashi, de tamaño natural pero aparentemente sin vida. Las ordenadas filas de barracones grises para los mineros presentaban un aspecto del todo normal, excepto por los mechones de maleza que aparecían aquí y allá saliendo de ventanas rotas. Flotaba en el ambiente una misteriosa calma, como si hubiese sonado una sirena para evacuar el lugar, dejando a los niños como sacrificio humano. Los habitantes estarían ahora esperando, desde dondequiera que se hubieran escondido, a que los chicos fueran sacrificados. Vieron carteles pegados a los tablones de anuncios: un concierto de la Kyushu Brass Band de la Armada que iba a tocar La Marcha del Río Kwai, lleven anclas y Barrasy estrellas para siempre. Los chicos se quedaron parados un instante; luego, espantados por el silencio, echaron a correr. Pasaron a toda velocidad entre las casas, sin oír más ruido que el eco de sus propias pisadas. Se detuvieron al encontrarse con un triciclo abandonado, de cuyo asiento de plástico desvaído brotaba la hierba, casi esperando que aparecieran por algún lado los niños cazadores de cigarras. Hashi tocó con cautela el manillar y todo se vino abajo con un quejido herrumbroso, como el de un cerdo al que se le clava un pincho en la cabeza, y una mezcla acuosa de grasa y herrumbre rezumó por los tubos. Muertos de miedo, salieron corriendo entre las filas de casas y subieron por unas escaleras empedradas cubiertas de madera seca, desde las que vieron un panorama que parecía súbitamente teñido de rojo, con el sol brillando a través de las grietas de una pared de ladrillos que se extendía hacia la lejanía, hasta donde los niños alcanzaban a ver. Asomándose a través de los agujeros en el muro, descubrieron un grupo de construcciones que no se parecían a nada que ellos hubieran visto antes: una torre en forma de embudo unida por medio de una zanja con un estanque de hormigón que se dividía en varios compartimentos iguales, estructuras de acero desnudo, cilindros de ladrillos atascados de hiedra, A Hashi todo le parecía familiar, pero cuando se volvió para preguntarle a Kiku si él sentía lo mismo, vio que éste se había quedado pálido. Más que una maqueta hipertrofiada, la nueva visión le parecía a Hashi una réplica exacta, toda en hormigón, del esquema del sistema digestivo humano que colgaba de una pared en la sala de espera del hospital donde habían ido a lo de las películas. Pero para Kiku era otra cosa: las ruinas, bañadas por el calor y las sombras, representaban también la pista de despegue del gran cohete girador que le obsesionaba.

Cuando se sintieron capaces de seguir avanzando, encontraron un colegio en las inmediaciones, casi en ruinas y a punto de desplomarse, y frente a él una fuente desecada llena de plantas crasas cuyas hojas se habían abierto camino entre las grietas del hormigón. Al inspeccionarlas más de cerca, sin embargo, las hojas claveteadas resultaron no ser de una planta, sino parte de una máquina, quizá de una de esas que se utilizan para perforar túneles submarinos. Alrededor de la fuente se veían macizos florales pero las semillas se habían dispersado, y la única señal que habían dejado eran unas cuantas flores tiradas en la tierra, reunidas en el fondo de un retrete volcado. El colegio estaba parcialmente cubierto de toldos, que flameaban ruidosamente cuando soplaba el viento, sobresaltando a una bandada de cuervos posada sobre el tejado. Al emprender el vuelo, los pájaros daban la impresión de ser una parte del edificio desplomándose.

Hashi estaba aún preguntándose dónde estarían, qué clase de sitio sería éste, y si podría ser que estuviera soñando. Todo parecía transparente hasta el momento en que habían entrado en el túnel; estaba seguro de todo hasta ahí porque tenía la camisa llena de barro seco y apestaba a aceite y a agua estancada. Kiku, por su parte, acababa de darse cuenta de que el sol estaba empezando a ponerse y se le ocurrió que, a oscuras, las ruinas ya no les parecerían tan emocionantes. Tenían que empezar a buscar la forma de volver.

Cruzaron el patio del colegio abandonado, saltando una barra horizontal retorcida y rota. Los cactus crecían ferazmente en el cajón de arena y la superficie de un estanque cercano, lleno de agua oscura, estaba cubierta de pinchos. Tres cabinas telefónicas, podridas y deshechas, servían de nido a miles de termitas, que llenaban el aire como nubes de alas transparentes. Más allá de esta cortina translúcida, los niños distinguieron una ciudad, o más bien una fila de tiendas vacías frente a otra de burdeles y bares abandonados, divididas por una calle a la que le faltaba casi todo el pavimento.

—¡Mira! ¿No es precioso? —gritó Hashi, señalando de repente un foso que contenía, al parecer, todos los tubos rotos de los letreros de neón de los bares y restaurantes.

Los fragmentos formaban una alfombra luminosa que destellaba con las ráfagas de viento, haciendo moverse los trozos de vidrio y cambiar el ángulo de los reflejos. Mientras miraban, torbellinos de color recorrían el foso, creando un enorme, informe letrero de neón. Kiku se acercó y eligió un trozo de vidrio ligeramente curvado, suave y rosa en el exterior y de un amarillo áspero por dentro. Lo levantó para lanzarlo y lo siguió con la vista mientras caía sobre el polvo, un poco más allá. Cuando se acercó para recogerlo, sin embargo, hizo un descubrimiento sorprendente. Se puso a gatas y avanzó un poco, mirando el suelo con atención.

—¿Kiku? —dijo Hashi, sosteniendo aún un tubo de neón en forma de ese que estaba casi intacto.

—Huellas de neumáticos. Y frescas. Sólo hay una, así que tiene que ser una motocicleta. Alguien ha estado aquí —dijo Kiku.

Las huellas acababan en un cine situado al inicio de una calle cuajada de burdeles. En el letrero torcido de la fachada se leía Piccadilly. Kiku observó los alrededores: no había otras huellas ni ninguna señal de que el motociclista hubiera girado para regresar. Mientras tanto, Hashi miraba el medio cartel que todavía colgaba bajo el letrero, anunciando los próximos espectáculos, y una serie de fotografías promocionales de la película, que se habían quedado incrustadas en una grieta de la pared del cine. El cartel, la fotografía de una mujer, estaba arrancado por encima de los ojos, dejando sólo una nariz, lengua y mandíbula, junto con un pecho que parecía extrañamente desconectado. Entre las fotografías había una de un hombre extranjero que blandía un revólver, otra de una mujer rubia tumbada boca abajo, chorreando sangre, y otra más con dos mujeres que cabalgaban hacia la puesta de sol. Con cuidado de no rasgar el papel apergaminado, Hashi limpió la arena que las cubría y las examinó una por una. Hacia la mitad del montón encontró una de una mujer desnuda, que trató de guardarse en el bolsillo, pero sólo consiguió que se le desintegrase entre las manos. Mientras tanto, Kiku comprobaba las ventanas del local, clausuradas con listones.

De repente, Hashi miró hacia arriba y se quedó helado. Alguien les estaba observando desde el segundo piso del cine: un hombre joven, vestido sólo con unos pantalones de cuero. Kiku también lo había visto. El hombre miró primero a uno de los niños, al otro luego, y contrajo la mandíbula como para decirles «largaos». Petrificados, los niños se quedaron donde estaban, hasta que la voz le transmitió el mensaje con claridad:

—¡Largaos!

En ese momento, Hashi hubiera puesto pies en polvorosa, pero Kiku no se movió.

—¡Kiku! —gritó Hashi, pero los ojos de Kiku seguían fijos en aquel joven delgado y en su larga barba.

—Así que al final te he encontrado —musitó—. Aquí es donde estabas. El hombre que se suponía que me iba a llevar hasta el cielo vive en una ciudad destruida por el cohete que gira.

Pero mientras hablaba, la cabeza del hombre volvió a meterse en el edificio, y oyeron una puerta que se cerraba en alguna parte.

Kiku se estremeció y gritó:

—Pero, ¿dónde está la motocicleta?

No hubo respuesta.

—Anda, vámonos a casa —dijo Hashi, a punto de llorar y tirándole de la manga.

Al final Kiku se rindió, pero mientras bordeaban la esquina del cine oyeron un ruido áspero y una lámina de delgado metal acanalado se desplomó hacia el suelo. Entonces, de repente, apareció por el hueco de la pared una motocicleta que se alejó entre una nube de polvo. El ruido del motor se desvaneció en la lejanía, pero Kiku estaba seguro de haber visto sonreír al conductor mientras aceleraba al pasar.

Cuando Kazuyo les preguntó por el barro de las camisas, Hashi confesó que habían ido a investigar la zona cerca de las minas. La mujer les regañó mucho rato por ello: ¿no sabían lo peligroso que era?, ¿no les había hablado de los vagabundos a los que habían picado las serpientes mientras curioseaban por aquellos edificios? Y además estaba lo de aquel niñito que se había caído en un pozo… Los tablones que cubrían las bocas estaban todos podridos, les dijo Kazuyo, y los mismos túneles estaban llenos de gases. Si te tropezabas allí, caías tres mil metros hasta el fondo, donde servías de comida a todo tipo de serpientes y bichos horrorosos. Y en los viejos almacenes había productos químicos que podían comerte en un segundo toda la carne hasta el hueso si tenías la mala suerte de salpicarte con ellos, por no mencionar a los viejos locos que vivían en los edificios abandonados y que les hacían cosas asquerosas a las niñitas, y seguramente a los niños pequeños también. Y si te pasaba algo, no había nadie que pudiera ayudarte: nunca podrías gritar tan alto como para que te oyeran en el pueblo. Cuando acabó la charla, consiguió arrancar a Kiku y Hashi la promesa de que nunca se acercarían de nuevo a las minas.

Kuwayama y Kazuyo decidieron que habría que cerrar el salón de belleza hasta que los niños se hubieran acostumbrado a la vida en la isla, de forma que Kazuyo tuviera tiempo de salir con ellos y presentarles a todas las familias del vecindario. Además les compró trajes de baño para llevarlos a nadar.

La primera vez que bajaron a la playa, los niños sintieron una ráfaga de aire salino a través de la hierba crecida y se precipitaron sendero abajo gritando de placer. Justo cuando sus pies desnudos se hundían en la arena, rompió una ola, salpicándolos de espuma. Unos cangrejitos diminutos se escondían excavando huecos, y los peces más pequeños, varados durante la bajamar, les miraban desde los charcos sombríos que dejaba la marea alta. Kiku y Hashi metieron las manos tratando de atrapar aquellos pececillos, más pequeños que el dedo pulgar, pero no tuvieron suerte. Aun así, aprendieron a hurgar con los dedos en las anémonas de brillantes colores para sentir la agradable succión que producían al cerrar la boca. Luego contemplaron a los cangrejos ermitaños bullendo como un enjambre sobre los restos de su almuerzo, y más tarde hicieron carreras desde las dunas hasta la orilla del mar.

Hashi saludó con la mano a los niños de las cigarras, cuando les vieron bajar a la playa equipados con gafas de bucear y arpones. Enseguida desaparecieron en el mar, y poco después emergía un arpón en la superficie, coronado con algo que tenía el aspecto de un trozo de plástico.

—¡Un pulpo! —gritó el chico, blandiendo su arpón.

Hashi y Kiku corrieron a mirar mientras el otro niño salía con esfuerzo del agua. El pulpo era distinto al que ellos vieron en un acuario que habían visitado con el orfanato. Aquél era rojizo, con una cabeza, ocho patas e incluso unos ojos pequeños; éste, una masa informe y oscura que rezumaba un líquido de color pardo al tiempo que se retorcía sobre el pincho, más parecido a un harapo desgarrado que a un ser vivo. Mientras lo arrancaban del arpón, aquella cosa consiguió liberarse y se dirigió hacia el agua arrastrándose, con lo que llegó justo hasta donde estaban Hashi y Kiku.

—¡Agárralo! —gritó uno de los niños.

Hashi alargó un brazo, al que el pulpo se adhirió firmemente. Mudo de miedo, el niño se quedó mirando cómo aquella masa viscosa, informe y reluciente le trepaba por el brazo hacia el rostro. Cuando al fin se dio cuenta de lo que estaba pasando y le clavó las uñas al bicho con la mano libre, sólo consiguió que se le agarrara al otro brazo, dándole además un impulso que le permitió ponerle uno de los tentáculos sobre el hombro. Desde cierta distancia, los giros de Hashi se hubieran podido tomar por un baile, pero Kazuyo se acercó corriendo al oír los gritos, encontrándose a Hashi tirado en el suelo con el pulpo a punto de cubrirle el rostro. Kiku y los demás hacían lo que podían para librarle del monstruo, pero se le había pegado a tal velocidad que parecía parte de su piel. Kazuyo se arrancó la blusa, se envolvió la mano con la tela seca y empezó a soltar los tentáculos uno por uno. Una vez que tuvo al pulpo pegado a la blusa, la estrelló una y otra vez contra las rocas.

Hashi tenía el hombro y el cuello hinchados y rojos, y las ventosas le habían dejado marcas redondas, pero consiguió ponerse de pie para contemplar al pulpo muerto antes de echarse a llorar. Kazuyo lo cogió en brazos: el pecho que se le hundía en el costado le hacía unas cosquillas muy agradables, y al esconder el rostro en su hombro sintió el sabor salado de su piel.

Las flores de las varas de azucena se estaban cayendo: los pétalos parduzcos desprendidos se convertían en polvo al pisarlos. Luego vino un tifón, que hizo caer las flores del verano y las nueces demasiado maduras, y Kazuyo les enseñó a Hashi y a Kiku cómo recoger castañas por las colinas, que ahora empezaban a verse secas y marchitas. Primero había que dar un pisotón a las bolitas con pinchos y luego sacar de la cáscara el fruto del interior, tres en cada castaña, y cada uno de un tamaño. El que se había quedado en el medio era siempre el mayor, ya que había chupado todo el alimento de los otros dos, que frecuentemente estaban secos y arrugados.

—Mira qué solo te quedas cuando eres un egoísta y te lo guardas todo para ti —les decía Kazuyo.

Kiku encontró una castaña con dos frutos del mismo tamaño exacto, pegados espalda contra espalda dentro de la cáscara.

—Esto sí que es raro —dijo Kazuyo—. Generalmente las que son como ésta tienen una burbuja pequeña dentro y acaban pudriéndose.

Kiku y Hashi se guardaron una mitad cada uno en el bolsillo.

Dos veces al mes Kuwayama alquilaba un barco pequeño para salir a pescar. Estas salidas empezaban mucho antes del amanecer, cuando hacía un frío espantoso, pero se empeñaba en llevar a los niños por mucho que ellos lo odiasen. Tomaban a sorbitos té verde condimentado con sal y se acurrucaban en la cabina mirando los primeros rayos del sol sobre la superficie del mar. Por fin el aire se caldeaba un poco, y entonces empezaban a acumularse pescados en el fondo del bote, con las aletas azuladas y finas como cuchillos destacando sobre un charco de sangre oscura. Sentían el olor de las escamas secándose, las olas amarillentas que lamían el casco, el leve silbido de los copos de nieve fundiéndose al contacto con el mar.

Por la época en que miles de pequeñas mariposas blancas empezaban a salir de sus huevos en los campos de coles, Kazuyo les regaló a los niños unas cajas atadas con lazos. Dentro encontraron sus carteras del colegio.