Capítulo veintidós

Esta vez Arroyo Negro reconoció su mundo onírico. Abrió los ojos y se sentó en la cama de Kaitlin. La colcha estaba manchada de sangre, que habían vertido sus muchas heridas. No sabía con seguridad qué era lo que lo llevaba a creer que estaba en un sueño: puede que el hecho de que la visión apenas pareciera una ilusión, trémula, preparada para cambiar en el instante mismo en que apartara los ojos. ¿Qué significaría, se preguntó, que en el sueño él estuviera ileso mientras su sangre manchaba la colcha? El mundo onírico, al igual que la Umbra, estaba lleno de significados ocultos para aquéllos que sabían cómo interpretarlos. Pero Arroyo Negro no era uno de los nacidos bajo la luna creciente. Él era un Ahroun, guerrero de nacimiento. Para él, el mundo onírico y la Umbra, al igual que el mundo físico en ocasiones, eran caprichosos, crueles e impredecibles.

Se volvió hacia la puerta del dormitorio y allí estaba Meneghwo, el gran lobo de pedazos cosidos, sentado sobre los cuartos traseros.

—Pensé que estarías por aquí —dijo Arroyo Negro. Trató de impedir que la amargura le empañara la voz. Meneghwo le había salvado la vida, al fin y al cabo… y a Kaitlin. ¿Pero de qué había servido?

Meneghwo no respondió. Se limitó a mirarlo con sus ojos desparejados, uno pardo, otro verde.

—¿Qué? —preguntó Arroyo Negro, suspicaz—. ¿Qué quieres? —no hubo respuesta. El silencio lo irritó. Así como la mirada levemente entristecida, decepcionada, del lobo—. ¿Qué? —el lobo siguió sin responder. A Arroyo Negro se le erizó el pelaje—. He tratado de hacer lo que dijiste. «Mira al futuro» —dijo con voz burlona—. He tratado de advertirlos. He querido forjar mi propio futuro. Y mira lo que he conseguido.

Arroyo Negro señaló las manchas de sangre de la colcha, pero la colcha ya no estaba hecha de tela, sino que era una colección de pedazos de pelaje diferentes, como Meneghwo. Salvo que cubierta por completo de sangre, no sólo las manchas que habían dejado sus heridas. Levantó las manos empapadas en sangre.

—¿Por qué no puedes dejarme en paz? —gruñó al lobo espíritu—. Sé que no sólo dijiste que mirara al futuro. «Olvida el pasado». Bueno, lo mejor que puedo hacer es olvidar el pasado, así que me largo. No le estoy dando la espalda a la amenaza del Wyrm, así que no me mires de ese modo. Les he advertido. Si no han querido escuchar… —apartó la piel sanguinolenta que había sido la colcha. A cada momento que pasaba, la silenciosa acusación del Lobo de Retazos lo enfurecía más.

Y también el hecho de que no tenía la menor idea de lo que el futuro le deparaba. Si se marchaba, se marcharía a un mundo de incertidumbres. Por primera vez contempló y comprendió de verdad la posibilidad de abandonar aquel lugar, de abandonar su clan y todo lo que conocía, por muy desagradable que fuera. De abandonar a Kaitlin.

Esto último no hubiera debido importarle. Al fin y al cabo no era más que una humana, más o menos. Pero lo había ayudado cuando nadie más lo hubiera hecho. Se había puesto de su lado. Durante algún tiempo había asumido de alguna manera que se marcharía con él y hasta que se había negado a hacerlo no había comprendido lo mucho que había deseado que lo hiciera. Por encima de todo lo demás, admitir esto en su interior —admitir que quería que se quedara con él, que valoraba su compañía— fue lo que más lo enfureció.

—¡No estoy huyendo! —le gruñó a Meneghwo, quien ladeó la cabeza pero no le ofreció ni reprimenda ni consuelo—. ¡No estoy huyendo! —volvió a decir, mientras adoptaba su forma guerrera. Ya había soportado suficiente el silencio de Meneghwo. Saltó de la cama y cuando sus pies tocaron el suelo, éste cedió debajo de él.

No como lo hubiera hecho un suelo, con un gran estrépito y el crujido de la madera, tras de lo cual se hubiera precipitado al piso inferior. Aquel suelo estaba hecho de la materia de los sueños y cedió como un océano, aceptando a Arroyo Negro entre sus aguas.

Se hundió profundamente en ellas y, mientras la sorpresa remitía y trataba de superar con su mente los pérfidos caprichos del mundo onírico, descubrió que se estaba ahogando. No en agua. Estaba sumergido en corrupción pura. Tenía la boca y la garganta llenas de alquitrán viscoso y burbujeante. Los pulmones le ardían. Toser y escupir no servía de nada. No había aire. Arroyo Negro se debatió y dio patadas, pero estaba perdido en un mar de podredumbre y putrefacción, tan negro como el charco burbujeante que Kaitlin y él habían visto, tan negro como su propio nombre. Trató de escapar, lleno de terror y de furia. La maldad de la corrupción lo enfurecía, al mismo tiempo que le arrebataba el aliento. No podía encontrar otro olor que su peste y era incapaz de ver nada en la absoluta oscuridad.

Y entonces, de repente, emergió a la superficie. Estaba a cuatro patas, hundido hasta los codos y las rodillas en un pútrido limo de color gris. Un espasmo sacudió su cuerpo, tosió y vomitó. El hirviente caos de corrupción remitió y no quedó más que agua estancada e inmóvil. Sentía en la boca el olor y el sabor punzante de la corrupción del Wyrm. Su estómago y su garganta seguían sufriendo espasmos, tratando de expurgarlo del todo de la funesta sustancia.

Se puso en pie… o trató de hacerlo, al menos, porque se golpeó la cabeza y volvió a caer de rodillas. Las paredes de un túnel subterráneo hecho de piedra sin trabajar lo rodeaban, lo enjaulaban. ¿Dónde, se preguntó, estaba el profundo océano de corrupción que lo había abrumado? Aquel agua despedía el mismo tufo pero era muy poco profunda…

Algo atrajo su atención, un destello de luz en medio de las aguas turbias. Arroyo Negro metió la mano y tanteó de forma frenética… allí. Su mano aferró una empuñadura desgastada por el uso y sacó del agua una hoja de plata, un klaive Garou. Mientras se preguntaba cómo podía haber acabado en un lugar tan desolado y olvidado de Gaia, descubrió que el arma no estaba en absoluto escondida bajo la superficie de las sucias aguas.

Una onda que perturbaba el agua por lo demás inmóvil atrajo su atención, seguida por la sensación de algo que le acariciaba la rodilla. Arroyo Negro retrocedió a rastras. Hundió la punta del klaive en el agua como si el líquido, al igual que el negro océano antes, pudiera tratar de aniquilarlo. Pero el agua, aunque repugnante, era pasiva, inerte. Lo hundió aún más. Trató de escudriñar las profundidades…

… El tentáculo salió del agua como un rayo y lo golpeó en la cara. Arroyo Negro cayó de espaldas. Cogió el tentáculo con la mano derecha y le propinó un corte con el klaive que empuñaba en la izquierda. La hoja atravesó la forma tenebrosa, que, seccionada, se hundió con un chapoteo en el agua.

Recibió el segundo ataque casi de inmediato, y el tercero, y el cuarto. Las puntas de varios tentáculos salieron despedidas hacia la oscuridad como si hubieran sido escupidas por un ventilador. Pero otro tentáculo se deslizó por el agua, se enroscó en su pie y subió hasta su rodilla. Más tentáculos cayeron desde el techo mientras el agua parecía un hervidero de apéndices gomosos que trataban de atrapar al Garou. Utilizando las garras y el klaive. Arroyo Negro logró cortar muchos de ellos pero no tenía espacio para maniobrar y los tentáculos lo acosaban desde todas direcciones. Le sujetaron los brazos, disminuyendo su capacidad de lucha; apretaron el klaive contra una pared, aunque todavía logró destrozar media docena de ellas usando la fuerza bruta; se enroscaron como serpientes alrededor de su cuello y lo constriñeron hasta que empezó a ver puntos luminosos frente a los ojos.

Antes de que pudiera darse cuenta, lo estaban alzando en vilo. Lo arrastraron, a pesar de que aún se debatía y luchaba, sobre las fétidas aguas estancadas que cubrían el suelo del túnel. En algún momento el klaive cayó de su mano, pero para entonces ya no podía blandido. Sintió que las fuerzas abandonaban su cuerpo y estuvo a punto de resignarse a su suerte… hasta que vio adónde lo estaban arrastrando los tentáculos.

Sólo lo vio al final. Primero sintió que el túnel de piedra y roca daba paso a una cámara mucho más grande. Luego olió el húmedo, mustio hedor de la corrupción, aún más intenso que antes. Escuchó el ominoso sonido del rozar de huesos… no verdaderos huesos, sino dientes. Dientes más grandes que su brazo, como estalactitas y estalagmitas, abriéndose, preparados para destrozar lo que quiera que los horripilantes tentáculos pudieran traer. Eso fue lo que vio. Empezó a debatirse de nuevo, pero los zarcillos lo arrastraron más y más.

Y entonces, de repente, estuvo libre. Había hecho trizas la colcha de Kaitlin, así como el colchón y los postes de la cama. Había fragmentos de la almohada por toda la habitación. La luz del día brillaba tras la ventana: era por la tarde allí en el mundo real.

Arroyo Negro se volvió hacia la puerta pero no vio señal de Meneghwo. Enfurecido, empezó a quitarse las astillas de entre el pelaje y las garras y los trozos de lo que había sido la colcha de los dientes. Aún albergaba un fuerte sentido de cólera hacia el lobo espíritu pero una furia aún más intensa ardía en su interior. Aunque ya estaba del todo despierto, no podía librarse del hedor y el sabor nauseabundos del Wyrm. A regañadientes tuvo que reconocer que Meneghwo se había salido con la suya: no podía darle la espalda a la amenaza. No se evadiría, no buscaría excusas. Por vez primera en toda su vida, sintió que la más pura de las rabias brotaba de los rincones más profundos de su corazón, una rabia que acalló todas sus furias y sus odios anteriores, una rabia que le dio razón para existir.