Capítulo veintiuno

Arroyo Negro se estremeció y respiró entrecortadamente.

—Lo siento, lo siento —dijo Kaitlin mientras utilizaba un paño húmedo para limpiar con suavidad los bordes del corte de su hombro—. Estoy intentando tener cuidado pero tiene que dolerte. No creo que haya forma de impedirlo. Toma —le llevó un vaso de agua a los labios. Sus manos temblaban todavía un poco a causa de lo que Arroyo Negro y ella acababan de vivir.

—Preferiría algo más fuerte —dijo él, mientras bebía un sorbito de agua.

—Sí, bueno, pues eso no va a pasar. Alguien se bebió toda mi cerveza y puedes estar muy seguro de que no voy a cruzar la carretera para ir a la Casa del Barril de tu amigo.

Arroyo Negro estaba llegando rápidamente a la conclusión de que la sobriedad estaba sobrevalorada. Estaba tumbado en la cama de Kaitlin mientras ella se ocupaba de las dolorosas y profundas heridas que le habían infligido las garras y los colmillos de sus compañeros de clan. No sólo le hubiera dolido mucho menos de haber estado borracho sino que si lo hubiera estado durante los últimos días, nunca se habría metido en aquel embrollo. Si hubiera estado borracho no se habría molestado en husmear en la incineradora; si hubiera estado borracho, no habría seguido el curso del arroyo hasta el túmulo; y no le habrían dado una paliza de muerte. Una vez más.

Suspiró y hasta eso le dolió.

—He tratado de seguir sus consejos y así me ha ido —rezongó.

—¿De qué estás hablando? ¿Los consejos de quién?

—De Meneghwo.

—¿Mene-qué?

—El que me salvó —dijo Arroyo Negro—. Nos salvó.

A pesar de la presencia evidente de las profundas heridas que cubrían todo el cuerpo de Arroyo Negro, la mención de la lucha pareció acabar con la relativa calma de Kaitlin. Sus manos empezaron a temblar de forma violenta, tan violenta que derramó parte del agua del vaso que Arroyo Negro le había devuelto.

—El Lobo de la Colcha —dijo.

—¿Colcha? —Arroyo Negro la observó con mucha atención. ¿Se había dado un golpe en la cabeza sin que se dieran cuenta?

—Colcha. Retazos. Todo encaja —dijo Kaitlin—. Todos esos pelajes diferentes —dio unas palmaditas a la colcha, donde Arroyo Negro estaba tendido sangrando—. Es como esto. Pequeños trozos sacados de… Dios sabe dónde, pero cada uno de un lugar diferente. Y entonces los unes y tienes esto, entero, nuevo…

—Feo, mestizo… —Arroyo Negro puso los adjetivos.

Precioso —insistió Kaitlin, mirándolo con el ceño fruncido—. ¿Sabes una cosa? Para ser alguien que tiene una joroba en la espalda estás muy pendiente de la apariencia física.

Arroyo Negro se apartó de ella, se negó a dejar que siguiera ocupándose de sus heridas.

—No necesito tu ayuda —le espetó.

Kaitlin apartó las manos y las levantó como si se estuviera rindiendo.

—Lo sé, lo sé, no necesitas la ayuda de nadie. Ya lo he visto —al cabo de unos pocos minutos siguió limpiándole la herida del hombro y Arroyo Negro se lo permitió de mala gana—. Sólo estaba pensando en esta mañana, nada más —dijo— y él me ha recordado a mi colcha. ¿Cómo dices que se llama?

—Meneghwo.

—Joder —hizo una pausa para lavarlo—. ¿Es que ninguno de tus amigos tiene un nombre normal? Aunque tengo que decir —continuó antes de que él tuviera tiempo de responder— que me alegro de que te llames Arroyo Negro y no Blackie Chepa. Blackie no te pega.

—¿Y por qué?

—No lo sé. Blackie suena a alguien que se divierte de vez en cuando. Pero tú siempre estás de mal humor. Eres la persona más malhumorada que he conocido en mi vida. Y para una vez que me sacas por ahí, casi consigues que me maten.

Arroyo Negro le dirigió una mirada feroz, a partes iguales ofendida y asombrada. ¿Aquélla era su manera de enfrentarse al trauma? ¿Insultarlo?

—Pues tú —respondió— tampoco eres unas pascuas, que digamos.

Kaitlin le limpió la herida con un poco menos de cuidado y él se encogió de dolor.

—Eres tan crío… —dijo—. Sí, vas por ahí arrancando brazos, pero un poco de agua y jabón y empiezas a chillar como…

—¿Como una chica?

—Como un cerdo. Chillas como un cerdo.

Arroyo Negro decidió que ignoraría el comentario. Sospechaba que si seguía agitando a Kaitlin sólo conseguiría un exceso de celo en su manera de limpiarle las heridas. Sin embargo, desde que era un cachorro y Galia se ocupaba de él, nadie había querido ayudarlo. Cerró los ojos, trató de ignorar el dolor y descansó tranquilo en la certeza de que aquella mujer quería ayudarlo. No lo estaba haciendo por miedo. ¿Por obligación? Puede. Pero ¿acaso importaba? ¿Cuándo había sido la última vez que alguien se había sentido obligado hacia él? Unos pocos sarcasmos eran un precio muy pequeño a cambio del consuelo. Además de que no ignoraba que la noche pasada había sido traumática para Kaitlin. Mucho más que para él. Él también había afrontado una muerte casi segura pero a manos de unos individuos a los que conocía desde siempre: de una raza de criaturas cuya existencia siempre había conocido. Debía de haber sido aterradoramente irreal para ella. Si estaba un poco agitada, era normal. Ella no le había pedido que la arrastrara a la Umbra y la soltara en mitad de un clan de Garou enfurecido y ávido de sangre.

—¿Por qué estaban tan enfadados? —le preguntó al fin, pensativa, como si hubiera captado el sentido de su silencio—. ¿Por qué querían matarnos? ¿Nos lo merecíamos?

Arroyo Negro mantuvo los ojos cerrados; no quería ver en su rostro el dolor que oía en su voz. Parecía tomarse como algo personal el hecho de que hubieran querido matarla. Los humanos reaccionaban así.

—Ellos hubieran dicho que sí.

—¿Por qué?

—A mí, porque mi existencia es un signo de corrupción. A ti… porque estabas allí y ellos estaban enfurecidos, y porque puedes vernos.

—¿Y eso me convierte en… peligrosa?

—Podrías serlo. La mayoría de los humanos, cuando nos ven, pierden el sentido, se desmayan, se vuelven locos. Al menos durante algún tiempo. Y luego no recuerdan. Recuerdan algo, pero no mucho. Se sienten enfermos y aterrados y puede que se extiendan algunos rumores extraños. Pero tú…

—Te vi delante del bar la semana pasada —dijo Kaitlin.

—Lo sé.

Silencio.

—Tenías un cuerpo sobre los hombros, ¿verdad?

—Sí —dijo Arroyo Negro—. Y sí, se lo merecía. Su amigo y él nos hubieran matado a Canción de Víspera… o sea, Murphy, y a mí por veinte pavos. Sin razón alguna, en realidad. Sólo por el placer de hacerlo.

—¿Y tú? ¿Para ti también es un placer?

Arroyo Negro abrió los ojos. No estaba dispuesto a aceptar… Pero no podía desechar la pregunta del todo. Nunca se sentía tan vivo, tan unido a Gaia y a toda la creación, como en aquellos pocos segundos de la caza que precedían a la muerte de la presa.

—Nunca es tan sencillo —volvió a cerrar los ojos.

Estaba claro que Kaitlin sabía cuándo no debía cruzar una línea. Siguió limpiando sangre de las heridas. Sus cuidados volvieron a ser gentiles y cuando, varios minutos más tarde, habló de nuevo, su pregunta no fue tan acusadora.

—¿Qué has querido decir con eso de que tu existencia es un signo de corrupción?

Arroyo Negro suspiró.

—Los de nuestra raza no pueden emparejarse entre sí. Debemos encontrar compañero fuera de nuestro pueblo, entre los humanos o los lobos.

—¿Os apareáis con lobos?

—Algunos de los nuestros están muchos más próximos a los lobos que a los humanos.

—Pero ¿qué tiene ese tabú que ver con…?

—Yo soy la prueba de lo que ocurre cuando dos de nosotros se emparejan: un cachorro maldito, una afrenta para Gaia.

Abrió los ojos y se sentó; parecía que ella no tenía intención de dejarlo en paz.

—¿Por eso te odian? —le preguntó Kaitlin con incredulidad. La respuesta la enfureció—. Pero si no es culpa tuya

—No importa de quién es la culpa —dijo él—. La carga es mía y debo llevarla.

Pero ella no estaba dispuesta a dejarlo así.

—Es sólo que… está… está mal. Es tan malo como la gente que me odia por ser negra. Es de ignorantes. Es de idiotas.

—Entre los humanos, ¿no es un crimen que los hermanos se emparejen entre sí?

—Bueno… sí, pero no es exactamente lo…

—No es exactamente lo mismo, no —dijo—. Pero yo soy deforme. No soy humano ni lobo y entre los Garou me desprecian.

—Garou —repitió Kaitlin—. Usáis ese nombre constantemente. Meneghwo también lo utilizó. Tu pueblo, tu raza, son los Garou.

Arroyo Negro trató de incorporarse un poco más para poder mirarle directamente los ojos.

—Algunas de estas cosas las descubres por ti sola. Otras las aprendes de mí. Pero no puedes revelar nada a otros humanos. Nuestro nombre no es para los humanos de esta era del mundo. No sé cómo es posible que nos veas, pero es una de las razones por las que querían matarnos. Te ven como una amenaza y lo mismo le ocurrirá a otros de mi raza.

—Pero ¿por qué? —quiso saber—. ¿ piensas que soy una amenaza? Cuando cambias, cuando te conviertes en un licántropo, te vuelves grande y poderoso y feroz. ¿Cómo podrían los humanos hacerte daño?

—Podrías decir lo mismo de los osos, los leones o los tiburones. ¿Cómo podrían los humanos hacerles daño? Los cazan. Destruyen su hábitat. Los humanos forman parte del problema. Ellos son los que despojan a Gaia de todo.

—Como la mancha del Wyrm —dijo Kaitlin—. La Corrupción.

—En cierto modo, pero no es tan sencillo —la corrigió Arroyo Negro—. La devastación extendida por los humanos facilita la difusión de la corrupción del Wyrm y la corrupción del Wyrm alimenta la devastación humana. Cuál es la causa y cuál el efecto… la respuesta a esta cuestión está enterrada en el tiempo. También está la Tejedora, pero su poder es menor en las tierras boscosas. Ve a una de las costras, una de vuestras ciudades y…

Kaitlin levantó las manos.

—Vale, vale, vale. Creo que es más de lo que puedo asumir de una vez. Y, sí, lo recordaré, mis labios están sellados. ¿Y sabes otra cosa? Tus amigos son unos bastardos ignorantes.

Arroyo Negro hizo ademán de responder, de devolver la ofensa, pero se encontró sin palabras frente a alguien que criticaba a sus compañeros de clan. ¿Por qué iba a defender a aquéllos que lo habían expulsado? Muchas veces había pensado lo mismo que Kaitlin acababa de decir pero siempre se había sentido culpable por su resentimiento. Él era el maldito de Gaia. Por supuesto que los demás lo despreciaban. Nunca —ni una sola vez— lo había respaldado nadie en sus pensamientos. Desde que era un cachorro y Galia lo protegía, nadie se había puesto de su lado y hasta ella, acobardada por los desvaríos de Nube de Muerte, había terminado por callar cuando Arroyo Negro se había hecho mayor.

Ahora tenía a Kaitlin. La había tratado con rudeza y la había puesto en peligro con su temeridad. Y sin embargo era a los otros Garou a quienes ella denunciaba. Salía en su defensa. Arroyo Negro sintió la conocida y habitual punzada de culpa, pero fue la gratitud lo que lo dejó sin palabras.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kaitlin—. ¿Dónde vamos… dónde vas a partir de ahora?

—Han dejado muy claro que aquí no soy bien recibido. Ya oíste lo que dijeron Nube de Muerte y Canción de Víspera.

—En realidad, no pasé de grr y… bueno, ya sabes.

—Oh. Bien.

—Pero sí, supongo que sus intenciones estaban muy claras. ¿Qué hay de lo que dijo Meneghwo?

—Dijo que miráramos al futuro. Eso no significa que el futuro tenga que estar ya aquí —señaló Arroyo Negro—. Será mejor para todos que me vaya. Es lo que quieren.

—¿Y qué hay del asunto del alquitrán, el arroyo, la mancha del Wyrm? —preguntó Kaitlin—. ¿Les advertiste sobre eso? ¿Lo saben?

—Les advertí. Pero no me escucharon.

—¿Y seguirá extendiéndose? ¿Qué significa eso? ¿Qué pasará?

—Si nadie le pone remedio, con el tiempo la tierra morirá.

—¿La tierra morirá? —un tono duro empezaba a insinuarse en sus palabras—. ¿Eso qué significa? La tierra morirá…

Arroyo Negro se encogió de hombros. No tenía ganas de explicarlo. Él no estaría por la zona cuando ocurriera, así que no iba a pensar en ello.

Su negativa a responder estaba enfureciendo a Kaitlin.

—¿Y tú puedes marcharte sin más y dejar que ocurra eso… sea lo que sea?

Ella era como Canción de Víspera, en cierto modo, decidió Arroyo Negro. No podía dejarlo tranquilo. Siempre tenía que decir una cosa más, siempre tenía que hacer una pregunta más. Sintió la tentación de levantarse y marcharse, por mucho que le doliera, por mucho que ella se hubiera puesto de su lado frente a sus torturadores. ¿Pero cómo no iba a haberlo hecho? Ellos trataban de matarla. Él había tratado de salvarla. Por supuesto que se había puesto de su lado. Pero lo peor de todo era que ella tenía razón. Por mucho que lo jodiera y lo enfureciera, tenía razón. No podía darle la espalda sin más a la amenaza de la mancha del Wyrm. O quizá sí pudiera pero no quisiera. Aún podía oler cómo se propagaba el insidioso veneno por debajo de la tierra, corrompiendo el espíritu de las aguas, de los árboles. ¿Cuántos años quedaban hasta que la podredumbre de la Umbra se manifestara también en el mundo físico? ¿Cinco, tres, uno? ¿Florecerían los árboles esta primavera? ¿Moriría el bosque y se convertiría en un yermo el hogar de los Garou? Pero aunque él pudiera hacer algo, ¿qué razones tenía para quedarse? La capilla a Serpiente de Agua era ahora un montón de rocas, nada más. ¿Dónde estaba la sabiduría de Búho? Meneghwo había confirmado que los espíritus le habían dado la espalda al Claro Aullante. ¿No debería Arroyo Negro tomar eso como señal y hacer lo mismo? Y sin embargo allí estaba Kaitlin, diciéndole que debía quedarse y luchar. Ella veía las cosas de otra manera.

—Puedo irme —dijo—. Y tú puedes venir conmigo.

Kaitlin se quedó callada, pensativa. Apartó la mirada, como si Arroyo Negro hubiera dicho algo que ella estaba pensando pero que no se atrevía a proponer. Finalmente sacudió la cabeza, lo rechazó como todos los demás.

—Ya he escapado otras veces —dijo—. Acabo de empezar a volver al mundo. A mi mundo. No puedo abandonar de nuevo.

Arroyo Negro asintió. Había tardado años en llegar a ese punto: años de burla y abuso arrojados sobre sus espaldas. Su pueblo lo había abandonado; su propio padre lo había abandonado. ¿Por qué iba a ser diferente aquella pequeña y frágil humana?

—Estoy cansado —dijo y entonces cerró los ojos hasta que oyó que los pasos se alejaban de él por el pasillo.