Arroyo estuvo a punto de herir a Kaitlin cuando la obligó a ponerse en pie de un tirón y ella misma casi se cortó el labio entero de un mordisco. Pero le estaba agradecida.
Durante los pocos minutos que había estado en el claro entre aquellas bestias, había tenido la certeza de que iba a morir. Eso aún podía ocurrir. Ocurriría de hecho, a menos que Arroyo —uno de los monstruos— pudiera dar esquinazo a los demás. A pesar de su joroba y su cojera, corría por aquel bosque de esquivos contornos llevándola aferrada al pecho, como si fuera una niña. Si antes le había dolido la cabeza a causa de la discontinuidad del paisaje, ahora, arrastrada a la velocidad de la potencia y la desesperación de Arroyo, se retiró a su lugar de soledad. No comprendía la escena que había presenciado; trató de dejar que la niebla cubriera sus pensamientos. No había más que el brusco avance y la trabajosa respiración de Arroyo. Cerró los ojos e imaginó que volvía a estar bajo la colcha, a salvo del mundo.
Pero no pudo escapar a los aullidos. Los gritos hambrientos, maniáticos de unas bestias que pretendían asesinarla. No había forma de que pudiera saber lo que había ocurrido entre ellos. Durante unos momentos la habían estudiado con atención. Su patente hostilidad sugería que se avecinaba un fin con garras y dientes. Cruzó los brazos y se los apretó contra el vientre. Puede que la mataran deprisa. No quería que le desparramaran los intestinos por el suelo de aquel bosque que ni siquiera parecía de verdad. ¿Alguien la encontraría alguna vez? ¿Sabría su familia lo que le había ocurrido? ¿Les importaría?
Los aullidos parecían más próximos ahora. Una mala pasada que le jugaba el bosque, pensó. Con lo veloz que se movía Arroyo, ¿cómo podían ser los otros más rápidos?
Saboreó sus lágrimas y la sangre de su labio. Trató de contener sus sollozos, para no distraer a Arroyo. Un paso en falso podía significar el fin para los dos. Los otros no cejaban ni perdían terreno.
Cuando volvió a levantar la mirada, Kaitlin vio lo que supo por instinto que tenía que ser su casa. No la casa que siempre había visto. La carretera había desaparecido y el patio era una extensión abierta de gladiolos en flor, una alfombra violeta que se le habría antojado hermosa de no ser por su frenética carrera y los aullidos ávidos de sangre que les pisaban los talones. La casa propiamente dicha no era una casa: no tenía tejado ni paredes y sólo se veían los suelos de madera y la escalera que aparentemente sostenía el piso superior. En éste, suspendido en el aire, no había más que la cama de Kaitlin, cubierta por su colcha. Ningún mueble más, ninguna otra señal de su presencia.
Mientras Kaitlin trataba de absorber lo que estaba viendo, Arroyo pareció tropezar y durante un momento también ellos, como el segundo piso de la casa, estuvieron suspendidos en el espacio. Y también en el tiempo, se hubiera dicho. La respiración de Arroyo, entrecortada a causa de la fatiga, hizo una pausa… y volvió a empezar a mitad de jadeo. Durante ese instante, Kaitlin volvió a sentir el contacto del agua fría, como si hubiera saltado de nuevo al lago… o hubiera emergido de él. Porque el mundo cambió mientras ella contenía el aliento, cambió para volver a ser lo que debiera haber sido todo ese tiempo. Apareció de nuevo el bosque de maleza y árboles densos. Apareció de nuevo un cielo que no estaba oculto tras la niebla, una casa que tenía tejado y ventanas y puertas. Kaitlin sintió el alivio que se siente al despertar de una pesadilla.
Pero entonces volvió a oír los aullidos tras ella. Sintió cada paso inseguro mientras Arroyo, aún con la forma de una bestia monstruosa, atravesaba a toda velocidad su patio. La pesadilla no se había quedado en el otro mundo. Estaba allí. La estaba siguiendo. Y quería su sangre.
Arroyo apenas frenó para destrozar su puerta. Una ventana en la habitación contigua se hizo añicos, una figura casi invisible atravesó el cristal. Unas garras se hundieron en la madera del parqué mientras la desesperada carrera llegaba abruptamente a su fin. Kaitlin no podía respirar. Habían logrado regresar a casa… pero no había servido de nada. Las bestias de la furia lo habían hecho también.
Por la cocina. Arroyo derribó la puerta que llevaba al sótano, bajó las escaleras de dos en dos. Arrojó a Kaitlin a una esquina y se volvió para enfrentarse a unas garras que estaban ya sobre su garganta.
Todos los gruñidos y aullidos que había oído hasta ese momento no fueron nada comparados con el estrépito que estalló a escasos metros de ella. Se arrastró hasta la esquina, la misma esquina en la que se había escondido una vez de Arroyo. Alguien le echó agua a la cara… no, agua no; se limpió y olió a sangre. Tenía la mano manchada.
En la oscuridad, lo único que podía ver era un torbellino de movimiento y el destello de colmillos y garras. Ahora los gruñidos eran subrayados por el chasquido de las fauces que se cerraban: sobre el aire, con el rozar de colmillos contra colmillo o sobre la carne, acompañados de aullidos de rabia y dolor. Allí cargó otra forma oscura, aquí un cuerpo se arrojó, o fue arrojado, al otro lado de la habitación. ¿Era eso un destello de plata? Kaitlin trató de contar cuántos enemigos estaban atacando a Arroyo: más de uno desde luego pero ¿cuántos más? ¿Dos, tres, todos los que habían estado reunidos junto al arroyo?
A menos que Arroyo pudiera vencerlos a todos, estaban condenados. Las aullantes bestias querían sangre. No ofrecerían cuartel.
Y entonces, de repente, todo cesó. Los salvajes aullidos y ladridos quedaron reducidos a gruñidos sordos. Los cuerpos ya no se abalanzaban unos sobre otros, mordiendo y desgarrando. Una figura medio agazapada retrocedió hacia Kaitlin. Tras decidir que si era uno de los otros, ya estaba muerta, extendió un brazo, sintió la tosca curva de la joroba de Arroyo y supo que era él. También tocó sangre en su pelaje. Cuando apartó la mano la tenía llena de mechones de pelo ensangrentados.
—¿Estás bien? —le preguntó… y lo absurdo de sus palabras casi hizo que vomitara en cuanto salieron de sus labios. ¿Que si estaba bien? ¿Cómo podía él, cómo podía cualquier cosa, estar bien? Ahora ese bien sólo podía medirse en términos de: aún con vida.
Arroyo gruñó, significara eso lo que significase. Pero seguía en pie.
Mientras sus ojos empezaban a adaptarse a la oscuridad. Kaitlin distinguió más ojos, rojos y furiosos, aún muy lejos de renunciar a su ansia de sangre. Formaban un arco, parecido al que los monstruos habían trazado junto al muro de piedra. Arroyo extendió el brazo hacia ella y le tocó el hombro.
—¿Tú… salir? —preguntó, aunque ella apenas reconoció la voz, profunda, gutural, trabajosa. Trató de imaginar una voz humana saliendo de aquellas fauces mortales y decidió que se alegraba de que no hubiera luz. Pero la pregunta estaba clara.
¿Podía salir? No en medio de los monstruos, por las escaleras. Pero aquél era un sótano sin terminar. Aparte de dos diminutos ventanucos a los que no llegaba, ¿no había en alguna parte un lugar por el que pudiera arrastrarse? ¿Podía llegar sin que la descubrieran hasta la parte delantera de la casa y arrastrarse por debajo del porche? Tal vez. ¿Y en la oscuridad, sin toparse con una de aquellas bestias? Y si era así, ¿luego qué? ¿Correr al bosque para que la cazasen allí cuando hubieran acabado con él?
—No —dijo mientras le apretaba el brazo—. No —no lo abandonaría.
Él volvió a gruñir y casi al instante se abalanzó de nuevo sobre los otros monstruos. Los grotescos sonidos del combate a muerte volvieron a alzarse, con más fiereza aún que antes, si es que eso era posible. Kaitlin no podía mirar. En la oscuridad, llena de impotencia, se miró las manos, miró la sangre que las manchaba. Esperó en vano algún sentimiento de repulsión hacia ella pero el miedo la había reducido a la insensibilidad; no podía estar más asustada; por Arroyo, al que no podía ayudar; por su propia piel, si aquella noche incomprensible era real; por su mente, si no lo era. Pero rezó con todo fervor pidiendo la locura mientras los gruñidos y las dentelladas se le acercaban.
Una de las bestias rugió de agonía. ¿Era Arroyo? No era capaz de diferenciar los sonidos; no podía ver más que cuerpos arremolinados que se debatían con violencia.
Pero entonces, de repente, pudo verlos: una confusa melé de bestias cubiertas de sangre y espumarajos, los licántropos de los mitos y las leyendas. Arroyo estaba entre ellos, con el pelaje manchado de sangre y un lado de la cara desgarrado. Uno de los demás se alejaba cojeando, con un brazo inútil colgando a un costado y abierto hasta el hueso. Los tres o cuatro restantes golpeaban y mordían y desgarraban. Kaitlin no era capaz de determinar cuántos eran de tan feroz y rápida como era la acción. Pero todos estaban atacando a Arroyo. Sus garras estaban húmedas de sangre. Lo matarían. Pronto. Cada centímetro de su cuerpo brillaba como si estuviera cubierto por una capa de aceite.
No. Había otro. Otro que no luchaba contra Arroyo sino a su lado, si Kaitlin podía dar crédito a sus ojos. Al principio no había reparado en él en medio de la confusión de cuerpos, todo fuerza y pelaje y furia. De repente volvió a perderlo de vista. No recordaba haberlo visto junto al muro pero era difícil de saber con seguridad. Se movían demasiado deprisa. Toda la manada estaba cambiando constantemente de posición, saltando, golpeando, esquivando. Para el horror de Kaitlin, había al menos un brazo tirado en el suelo… y no unido a ningún cuerpo. Buscó con desesperación a Arroyo en la batalla. Allí. Un brazo, dos brazos. Aunque la sangre que cubría su cara apenas le dejaba ver.
Volvió a ver al recién llegado. Entonces se percató de que era más grande que los demás. No había dado mucho crédito a su primera impresión pero sí que estaba luchando con Arroyo. Un golpe con el dorso de una mano poderosa destrozó el cráneo de otro atacante. Éste retrocedió un paso tambaleante y se desplomó. Las fuerzas se estaban igualando.
Conforme se alargaba la lucha, Kaitlin comprendió por qué resultaba tan difícil seguir la pista del recién llegado entre los demás. Mientras que los pelajes de éstos tenían un solo color o eran moteados, el suyo era un mosaico de retazos entremezclados, cada uno de un color diferente. Ahora que sabía lo que estaba buscando, Kaitlin se dio cuenta de que entre todos los combatientes él era el único que no estaba cubierto de sangre. Y más aún, la repentina luz que le había revelado la letal batalla parecía emanar de aquel gran lobo.
La suerte de la lucha siguió cambiando y conforme más enemigos se retiraban destrozados, el gran tamaño del Lobo de Retazos se hizo evidente: era dos veces más alto que Kaitlin, y más aún y le resultaba imposible permanecer completamente erguido en el sótano. Pero la estrechez del espacio no parecía suponer un obstáculo para él. Paraba todos los ataques que le dirigían y algunos de los que buscaban a Arroyo. Cuando la apretada maraña de cuerpos se separó, los tres atacantes restantes lo miraron con aire exhausto. Ninguna de las criaturas, salvo él, había salido ilesa.
Siguió una breve pausa, mientras los oponentes se miraban, tratando de determinar el estado de los otros y buscaban una debilidad o herida que les permitiera propinar un golpe mortal. El respiro fue breve, unos pocos segundos nada más y entonces, por designio o por accidente, los tres atacantes volvieron a la carga al mismo tiempo.
Dos de ellos golpearon a Arroyo. Logró esquivar al primero pero el segundo le hundió los colmillos en el costado. Lanzó un grito de dolor mientras con sus propios colmillos lanzaba una dentellada al antebrazo del primero de los atacantes. El segundo, superada la guardia de Arroyo, atacó con unas zarpas que se movían a la velocidad del rayo…
… y fue apartado por el gran Lobo de Retazos, quien lo sujetó por el cuello y lo levantó medio metro del suelo. La criatura no pudo resistir la fuerza del gigantesco hombre lobo. El Lobo de Retazos lo golpeó contra otro de los suyos y a continuación los arrojó sin esfuerzo contra la pared opuesta.
La única lucha que aún continuaba era la que enfrentaba a Arroyo y el animal cuyo brazo tenía entre éste las fauces. Mordió y dio una sacudida con todas sus fuerzas y su víctima aulló de dolor, incapaz de escapar. Un fuerte golpe del Lobo de Retazos derribó esta vez a Arroyo y el otro monstruo se retiró tambaleándose y aferrando su brazo destrozado.
Durante un momento, reinó el silencio. Aparte del luminoso Lobo de Retazos, todas las criaturas estaban aturdidas y lastimadas. Kaitlin observaba llena de asombro, temiendo que el vencedor continuara su ataque contra Arroyo… contra ella. No entendía por qué los había ayudado para luego volverse de aquel modo contra ellos. Mientras Arroyo sacudía la cabeza y parecía recobrar el sentido, parecía estar preguntándose la misma cosa.
Y entonces el Lobo de Retazos habló:
—Esto-Debe-Terminar —las palabras brotaron tronando de las profundidades de su pecho y sacudieron los cimientos de su casa. La ferocidad que había demostrado en la batalla no se había extinguido ni de lejos; era como si tuviera que contenerse para no seguir luchando… pero ¿de qué lado? Su mirada furiosa recorrió la habitación y contempló uno detrás de otro a todos los hombres lobo—. Los Garou no matan a los Garou.
Al mirarlo, Kaitlin supo a qué se había referido Arroyo al hablar de una criatura del espíritu. La criatura no era como los espíritus o espectros que había visto en la ciudad. El Lobo de Retazos, aunque horrendo de contemplar, era una bestia magnífica; resplandecía frente a sus ojos; luminosa, sobrenatural, era una criatura del espíritu. Y al mirar a los demás, ya no cegada por el miedo o la negación, pudo ver una chispa de él en cada uno de ellos, un fragmento de espíritu que daba vida a sus pasiones.
El Lobo de Retazos alargó la mano y ayudó a Arroyo a incorporarse.
—Éste no es el enemigo —dijo el lobo espíritu. Puso una mano en el pecho de Arroyo y le limpió la sangre de los ojos—. Y ellos no son tus enemigos —dijo—. Debéis olvidar el pasado y mirar hacia el futuro. Éste es mi regalo para vosotros.
Arroyo se tambaleó bajo el peso de aquella mano colosal pero no cayó; acudieron lágrimas a los ojos de Kaitlin; no sabía muy bien por qué. La tensión acumulada de estar perdida, el temor por su vida, la inesperada salvación. Se desplomó, vencida por el peso de la esperanza y el futuro.
Pero el Lobo de Retazos se acercó a ella, la ayudó a incorporarse, la sostuvo cuando las piernas estaban a punto de fallarle.
—Tampoco ésta es vuestra enemiga —dijo—. Debéis miraros a vosotros mismos. Los espíritus no olvidan a sus hijos sin razón. Sed sabios. Sed fuertes.
Y desapareció. Y la luz con él. Pero mientras los demás licántropos empezaban a apartarse en confundido silencio, se encendió una luz en lo alto de las escaleras. Kaitlin corrió hacia Arroyo. Lo abrazó sin importarle la sangre que lo cubría. Trató de sostenerlo cuando las rodillas se le doblaron pero era demasiado pesado para ella. Cayeron juntos al suelo y cuando se quedaron inmóviles, volvía a ser un hombre, sangrando y exhausto y delirante, y ella le acunó la cabeza en su regazo.