Capítulo dieciocho

Kaitlin cayó al lago más frío que jamás hubiera sentido. La sorpresa y el miedo le robaron el aliento de los pulmones. Boqueó y sacudió los brazos durante un momento antes de darse cuenta de que no había agua. No se estaba ahogando. Sin embargo sus pies no encontraban sitio donde apoyarse. Estaba ciega, si por causa de una luz brillante o una oscuridad completa, no hubiera podido decirlo. Ciega del todo. O muerta. Linternas y armas. Luces que se movían por el terraplén. El sonido de unas pistolas amartilladas. El pánico volvió a apoderarse de ella. Tosió y sacudió los brazos en… ¿qué, agua, aire, oscuridad?

—Quieta —dijo la voz de Arroyo, calmada, calmante—. Quieta un momento.

Estaba allí, entonces. Dondequiera que fuese allí. No estaba sola.

—¿Dónde estás? ¿Ves algo? Yo no… Estoy ciega. ¿Soy sólo yo? ¿Dónde estás?

—Quieta —estaba muy cerca y había pronunciado las palabras en voz baja, en su oído. Sintió su aliento en el cuello.

Alargó la mano. Las yemas de sus dedos encontraron sustancia al fin, tocaron… su cuerpo, un hombro. Enterró los dedos en el tejido de la deshilachada camisa, la estrujó en el puño, se aferró a él ansiosa de vivir.

—¿Me han disparado? ¿Me estoy muriendo?

—No te estás muriendo. Sólo permanece quieta un momento. Confía en mí.

Que confiara en él. En la experiencia de Kaitlin, las únicas personas que decían «confía en mí» eran precisamente aquéllas en las que no se podía confiar. Ella no quería confiar en él; quería ver.

Lentamente, unas siluetas indistintas empezaron a cobrar forma. Trató de mirar a su alrededor. ¿Dónde estaban los hombres de las linternas y las armas? No estaba segura. Unas manos firmes le sujetaban la cabeza por los dos lados.

—Quieta —dijo Arroyo de nuevo, esta vez con menos delicadeza—. ¿Alguna vez prestas atención?

—¿Y ? —replicó ella.

Arroyo gruñó, literalmente. Kaitlin trató de apartarse pero sus manos eran demasiado fuertes. Pensó por un momento que veía la cara de lobo que la había mirado la otra noche, pero entonces se dio cuenta de que no era más que su tosco rostro sin afeitar y su cabello despeinado. El rostro al que se había acostumbrado. Estaba confundida, atrapada entre su alivio por poder ver de nuevo y su alivio por verlo a él.

Mientras su visión se iba expandiendo gradualmente y volvía a la normalidad, comprendió que su alivio había sido prematuro. Mirase donde mirase, viera lo que viese, nada era normal en aquel lugar.

Arroyo y ella no estaban ya en la zanja de la parte trasera del laboratorio. Se encontraban en una pequeña e irregular península que sobresalía en mitad de un lago de alquitrán apestoso y resplandeciente. En lugar del terraplén y la tubería metálica casi cegada, había un agujero de grandes dimensiones que escupía el alquitrán entre borboteos. Las burbujas de aire que ascendían a la superficie y estallaban expulsaban vapores nauseabundos a la noche. Se tapó la boca y la nariz.

—Me he muerto —dijo—. Me he muerto y estoy en el infierno.

Estaba de rodillas y de no ser porque Arroyo la sujetaba, se hubiera desplomado.

—No has muerto —le dijo él—. Pero esto era lo que quería mostrarte.

—Pero yo no olía así —dijo ella mientras dirigía una mirada al alquitrán que los rodeaba por casi todas partes—. Dijiste que apestaba. Me hubiera dado cuenta de algo así.

—No podías. No en el mundo físico.

El mundo físico. El mundo normal. Dejó que sus palabras se escurrieran sobre ella sin hacerle el menor efecto. Su mente lidiaba con cuanto la rodeaba con menos éxito que sus sentidos, que empezaban a hacer inventario. No había ningún otro olor que penetrase la viscosa miasma del alquitrán. Los vapores le llenaban la boca, la lengua, la garganta, las fosas nasales.

—¿Podemos salir de aquí? —preguntó.

Arroyo la ayudó a ponerse en pie y se la llevó de aquel lodo burbujeante. Más allá del foso, la noche no parecía… vaya, normal. No había edificios a la vista. El complejo de la incineradora había desaparecido. Una densa niebla flotaba a baja distancia del suelo y los pocos árboles que Kaitlin alcanzaba a ver eran cáscaras secas y sin ramaje de cuyos troncos cubiertos de heridas brotaba pus.

—Corrupción. Podredumbre —dijo Arroyo—. Ésta es la peste del Wyrm. ¿La hueles ahora?

¿Que si la olía? Le costaba un enorme esfuerzo no vomitar. Sintió que se le formaba una bola de alquitrán denso y negro en la boca del estómago.

La pútrida corrupción resultaba difícil de ignorar pero lo que se estaba insinuando con más lentitud en su consciencia era, no una presencia, sino una ausencia, el silencio ominoso. Aparte del siseo y burbujeo del foso de alquitrán, la noche nublada estaba en silencio. No había el menor sonido de criaturas nocturnas, la brisa no agitaba las ramas de los árboles. Sólo el crepitar y zumbar de la espesa y burbujeante podredumbre.

—Muy bien. Ya me lo has enseñado. ¿Podemos irnos ahora?

Arroyo asintió.

—No te separes de mí. En este lugar los caminos son diferentes.

Kaitlin no entendió pero quería salir de allí; demandar una explicación sobre lo ocurrido y sobre el lugar en el que se encontraran sólo serviría para que tardaran más en marcharse. Así que siguió de cerca a Arroyo Negro. Se había mostrado comedido con ella pero saltaba a la vista que también estaba inquieto por todo lo que les rodeaba. Constantemente vigilaba los alrededores y escudriñaba la niebla como si temiera que algo fuera a salir de ella en cualquier momento. No se movía con torpeza pero sí con rigidez, como si tuviera todos los músculos tensos. Su agitación socavaba la determinación de Kaitlin de permanecer en calma, pero luchó contra el pánico; resistió el impulso de discutir, de condenarlo por llevarla hasta aquel lugar alienígena.

Mientras caminaban, Kaitlin advirtió una sensación peculiar: no era falta de peso, porque en aquel lugar seguía existiendo el arriba y el abajo, pero en ocasiones era como si sus pies no se apoyasen sobre nada. No sentía la presión del suelo bajo las suelas. Sólo que la sensación era como ver algo por el rabillo del ojo y, al volverse hacia allí, no encontrar nada. Cuando bajaba la mirada, veía que sus pies estaban tocando el suelo. Si pensaba en ello, empezaba también a sentirlo. Pero cuando sus pensamientos empezaban a vagar. —¿Dónde demonios estaban? ¿Qué era aquel lugar? ¿Cómo habían llegado allí?— la disociación de la realidad física empezaba a avanzar a rastras por los mismos límites de su consciencia, para desaparecer en cuanto ella se daba cuenta.

Al levantar la mirada del suelo, advirtió que el paisaje había cambiado de manera inexplicable: los árboles por los que Arroyo y él estaban caminando ya no estaban secos, ni carecían de ramas y copas —con la niebla persistente, nunca se veía más de un puñado de ellos al mismo tiempo— sino que eran robustos especímenes, gruesos y viejos y sanos. El hedor del alquitrán —la mancha del Wyrm, lo había llamado Arroyo; la peste de la corrupción— no era tan abrumador allí, aunque parecían estar siguiendo un curso paralelo al de la zanja por la que fluía la burbujeante y densa sustancia como sangre medio coagulada.

—¿Lo estamos siguiendo? —preguntó Kaitlin.

—Sí.

—¿Por qué? Creía que querías apartarte de la peste.

—Esto me da mala espina.

—¿Y por eso quieres seguirlo?

—Ya casi estamos… Allí —con esta última palabra, el mundo vibró alrededor de Kaitlin como la superficie de un lago golpeada por una piedra. Arroyo despidió un brillo trémulo por un instante pero no desapareció, a pesar de que parecía como si se le hubiese perdido un paso en alguna parte. El resto del bosque cambió también. Kaitlin se encontró de repente con que los árboles y la zanja estaban ordenados de manera diferente y el cargamento de negro icor que transportaba ésta desembocaba ahora en un pequeño arroyo. Allí donde se tocaban los residuos y el agua, brotaba con un siseo un vapor funesto que se elevaba serpenteando con lentitud.

Arroyo se detuvo allí mismo, con el rostro contraído de preocupación. Se frotó la incipiente barba.

—Mira —dijo mientras señalaba a un árbol situado junto al arroyo. El árbol aún estaba sano pero allí donde sus raíces se hundían en las aguas, estaban negras y podridas y, para asombro de Kaitlin, podía ver cómo circulaba el agua por su interior, podía ver cómo circulaba la savia negra por el tronco y las ramas, como sangre contaminada; podía ver cómo se volvían frágiles las hojas.

¿Hojas?

—Esto es una locura —dijo—. Aún estamos en invierno. No debería de haber hojas en ese árbol y además… puedo ver en su interior. O sea, no está abierto ni nada parecido pero puedo ver su interior.

Arroyo le habló con calma. Con demasiada calma, como si fuera una niña.

—Las estaciones no son tan pronunciadas en este lugar. Y me sorprende que puedas ver la corrupción en el interior del árbol.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Justo lo que he dicho. Durante algún tiempo he creído que podías ser una criatura de este mundo, un espíritu de la Umbra, pero estaba equivocado. No obstante, pareces poseer una visión muy potente. Es curioso.

—Tienes muchas cosas que contarme, señor Nunca-He-Matado-A-Nadie-Que-No-Se-Lo-Mereciera —había sabido desde el principio que había algo raro en él, aparte de eso que ya sabía en el fondo de su corazón: que no era humano. Pero el hecho de que pareciera saber lo que estaba ocurriendo allí… eso probaba la cuestión de una vez y para siempre. Aquél no era el mundo que se extendía al otro lado de su puerta; aquél no era el bosque que rodeaba su casa… o al menos no como ella lo veía. Aunque se hubiera vuelto total e irrevocablemente loca, seguiría estando la cuestión del trastorno de Arroyo. Y cuanto más lo pensaba Kaitlin, más deseaba haberse vuelto loca. Eso significaría que nada de todo aquello estaba ocurriendo. Aquel extraño bosque, aquella repugnante y burbujeante corrupción, aquella niebla que no remitía: nada de eso sería real.

Pero Kaitlin había visto cosas muy extrañas antes. Cosas imposibles. Y ni siquiera en su determinación por escapar de ellas, por ignorarlas o por negarlas había podido convencerse de que no las veía. Había cosas imposibles, inexplicables en el mundo. ¿Por qué no un mundo imposible e inexplicable? Miró a Arroyo. Tenía el rostro sombrío y parecía haberla olvidado y estar perdido en sus propios pensamientos.

Arroyo Negro miraba fijamente los enrevesados zarcillos de corrupción que flotaban en el arroyo. Le había mostrado a Kaitlin lo que había venido a mostrarle —no creía que ella pudiera volver a trabajar allí— pero también había descubierto mucho más de lo que esperaba. Aquel arroyo no le era extraño. No lo había seguido hasta allí desde hacía muchos años, porque Nube de Muerte había ordenado que todos los miembros del clan permanecieran apartados de las zonas que frecuentaban los humanos. Pero Arroyo Negro conocía el lugar. La incineradora, o lo que quiera que estuviera engendrando aquella corrupción, no era demasiado antigua. Trató de recordar con exactitud cuándo había sido construida y cuándo había quedado prohibida el área para los Garou. ¿Hacía tres años? ¿Cuatro?

No albergaba la menor duda sobre la naturaleza de lo que estaba viendo. Su indecisión se refería a lo que tenía que hacer al respecto. Se le revolvía el estómago con sólo mirar u oler el manchado arroyo. Quería combatir al Wyrm. Para eso le habían puesto en el mundo… si le daba crédito a las viejas historias que contaba Canción de Víspera.

Pero pensar en Canción de Víspera y sus historias le asqueaba tanto como el tufo de la corrupción. No podía combatir aquella amenaza solo, de eso estaba seguro. Pero el Clan del Claro Aullante, la única familia que jamás hubiera conocido o tenido, lo había rechazado, lo había expulsado. ¿Cómo podía acudir ahora a ellos? El problema era de ellos. Le habían dejado bien claro que no querían volver a tener nada que ver con él.

Sin embargo, cuando volvió la vista hacia Kaitlin, sintió la necesidad de protegerla. Aunque nunca volviera a la incineradora, con una amenaza como aquélla acechando en los bosques, extendiéndose, nunca estaría a salvo. Lo embargó una extraña inquietud por tener que asumir esa clase de responsabilidad hacia ella, pero la sentía en el fondo de su corazón. Trató de entenderlo así: no quería regresar al túmulo; no quería volver a ver a aquéllos que con tanta intensidad lo despreciaban; no quería sentir el desdén de Canción de Víspera, la profunda animosidad de su propio padre. Pero para salvar a Kaitlin tenía que salvar al clan. Tenía que advertirlos.

Volvió a mirar a Kaitlin y recordó todos los problemas que había tenido que soportar por su causa. ¿Merecía de veras aquel sacrificio?

A Kaitlin no le gustaba el lugar. No era su lugar y lo sabía. Lo sentía en las tripas, en los huesos. Además, Arroyo seguía mirándola de forma curiosa. Había estado mirando fijamente el riachuelo y entonces se había vuelto hacia ella… de manera extraña. Extraña hasta para él. Puede que fuera su imaginación. Pero no lo creía.

—Vamos —dijo él por fin.

Kaitlin se sentía demasiado confundida por el lugar como para discutir. Trató de registrarlo todo en su mente mientras seguía adelante pero el paisaje fluía a su alrededor de una manera que desafiaba a sus sentidos. Tenía la impresión de que recorrían kilómetros con cada paso.

Cada vez que su pie tocaba el suelo, el mundo era nuevo. El riachuelo seguía a su lado, igual que la niebla y los árboles pero el lugar que tocaba su pie no era el mismo hacia el que se había dirigido; cuando miraba atrás, la escena no era la misma que un instante antes.

Arroyo no parecía confundido. Su atención estaba concentrada en el riachuelo y los zarcillos de corrupción que se extendían por él como venas líquidas de color obsidiana a través de una superficie de mármol. Conforme avanzaban, las venas se fueron haciendo menos pronunciadas, menos evidentes. A veces se sumergían bajo la superficie del agua y otras desaparecían del todo para reaparecer poco después.

Antes de que pasara mucho tiempo, el asalto de irrealidad al que sus sentidos estaban siendo sometidos empezó a pasarle factura. Se le nubló la visión y sintió que empezaba a cruzar los ojos; sólo con grandes esfuerzos lograba evitar que el esquivo paisaje desapareciera del fondo de su visión. Empezaron a dolerle los ojos y el dolor no tardó en extenderse a sus sienes, sus oídos y la base de su cráneo.

«Una criatura de este mundo, una criatura de la Umbra». Eso era lo que Arroyo Negro le había dicho que creía que era.

—Me parece que no —murmuró. Podía sentir que no pertenecía a aquel lugar, que no podría sobrevivir en él demasiado tiempo sin quebrarse. Fuera lo que fuese esa Umbra, no quería tener nada que ver con ella. En aquel lugar su ser se sentía mal, ajeno de alguna manera. De manera similar a como se sentía cuando veía a alguno de los espectros etéreos en la ciudad o uno de los fantasmas que acechaban dentro de una persona que caminaba por la calle. Veía cosas que no debía ver y verlas era como abrir una ventana a un mundo prohibido.

Ahora se había adentrado del todo en un mundo prohibido. Puede que no fuera el mismo porque no le transmitía la misma futilidad y nostalgia que los fantasmas pero igualmente era un mundo que no estaba hecho para ella.

No quería pedirle a Arroyo que se pararan a descansar. Si acaso, él marchaba cada vez más deprisa y conforme avanzaban más y más, la desconexión entre lo que Kaitlin veía y lo que sentía y experimentaba se hacía más intensa. ¿Habían cubierto con ese paso un kilómetro, dos o acaso cientos? Los músculos, tensos por la ansiedad, empezaron a dolerle. El martilleo que palpitaba en el interior del cráneo acalló el burbujeo del arroyo, que a estas alturas parecía casi libre de las venas negras. Cuando la presión llegaba a un punto en que Kaitlin estaba segura de que iba a estallarle la cabeza, Arroyo se detuvo.

Cayó de rodillas y boqueó como una persona a punto de ahogarse, pero él pareció no darse cuenta. Estaba concentrado en un extraño montón de rocas; parecía una especie de muro, uno de cuyos extremos se hundía en el arroyo.

Tocó las piedras y pareció confundido.

—¿Serpiente de Agua? —dijo—. Serpiente de Agua, ¿nos has abandonado?

A estas alturas Kaitlin no confiaba ya en sus percepciones pero tenía la impresión de que Arroyo le estaba hablando a las piedras. Por muy perturbador que esto fuera, al menos la presión de su cabeza empezaba a remitir. Ahora que se habían detenido, parecía que la desorientación estaba esfumándose de manera gradual. Puede que tras unos pocos minutos hubiera podido prestarle atención al comportamiento de su salvador, pero no tuvieron unos pocos minutos.

Kaitlin y Arroyo ya no estaban solos. Una enorme y gruñente criatura lobo se erguía al otro lado del muro, donde un segundo antes no había habido más que niebla. A Kaitlin se le hizo un nudo en la garganta y el estómago al recordar que ya había visto una criatura como aquélla antes.

Y entonces apareció otra. Salida de la nada. Simplemente estaba allí, erguida, con el pelaje erizado, gruñendo. Empezaron a aparecer visiones en la mente de Kaitlin, visiones de cuerpos desmembrados tendidos en el suelo del bar. Aunque la muerte le estaba mirando la cara, estaba demasiado exhausta como para correr. Se volvió hacia Arroyo…

… y también él era un colosal y enfurecido hombre lobo.