Canción de Víspera encontraba consuelo en la proximidad de sus hermanos, aunque Gaia sabía que quedaban muy pocos. Cinco en total. Recordaba el tiempo en que habían sido más del triple. Debía de haber por lo menos uno más pero nadie sabía donde estaba Evert Nube de Muerte.
Tendido sobre un féretro de maderos cubiertos de resina, Frederich Noche de Terror parecía más en paz, más en calma, de lo que había estado en los últimos tiempos de su vida. Él era —había sido, se corrigió Canción de Víspera— uno de los nacidos bajo la luna llena que menos disfrutaban de la caza y más de la matanza; y había muerto igual que había vivido: cubierto de sangre hasta los codos. Canción de Víspera había visto morir a otros Garou pero hubiera esperado ver cómo dejaba de salir Luna por el oeste antes que presenciar el fin de Noche de Terror.
El narrador de cuentos de Claro Aullante miró a su alrededor una vez más, esperando ver a Nube de Muerte. Quizá estuviera entre las sombras, tratando de lidiar con la desaparición de su guerrero de mayor renombre. Escudriñó las sombras pero Nube de Muerte no estaba a la vista.
Los demás se encontraban presentes. No muy lejos estaba Claudia Permanece Firme, impávida, con una expresión tan severa como una tormenta, toda ella energía contenida pero a punto de desencadenarse. La desazón de Ladra-a-las-Sombras resultaba más visible. El Lunático yacía cerca del féretro, con las patas delanteras extendidas frente a sí y la barbilla apoyada en el suelo entre ellas. De tanto en cuanto, profería un suspiro lastimero, casi un gemido. Tenía las orejas gachas. Astillabedules y Cynthia Oreja Suelta guardaban una vigilia silenciosa sobre el caído. Como compañeros de jauría de Frederich que eran, habían pasado la mayor parte del día construyendo el féretro: maderos de roble empapados en resina de pino. Cuando llegara el momento prenderían con facilidad y arderían durante largo tiempo y con fuerza.
Si llegaba el momento.
Tras lanzar otra mirada al claro, Canción de Víspera rodeó el féretro y se aproximó a Permanece Firme.
—¿Dónde está? —le preguntó. No era necesario que dijera a quién se refería.
Claudia no levantó la mirada hacia él —había adoptado su forma lupina— pero gruñó casi entre dientes.
—Vendrá. Estoy segura de que vendrá.
—¿Se lo has dicho?
A modo de respuesta para una pregunta que no hubiera debido ni formularse, ella le mostró los dientes. ¿Acaso no era la Guardiana? Por supuesto que se lo había dicho.
Canción de Víspera contempló la escena con tristeza. Cinco Garou eran todo lo que quedaba de un clan antaño orgulloso. Su número menguaba a cada día que pasaba. Galia estaba muerta. Balthazar, quien en realidad no formaba parte del clan pero había estado entre ellos durante muchos meses, se había marchado. Chepa había sido exiliado. Noche de Terror había caído. ¿Quién, se preguntó Canción de Víspera, sería el siguiente? ¿Quién más caería y le serían negados los ritos apropiados? La ausencia de Nube de Muerte era aún más grave aún porque tres días después de la muerte de Galia, aún tenían que prestarle a ella el debido homenaje. Habían sido más que pacientes, pensó Canción de Víspera. Todos habían asumido que el pesar de Evert debía de ser casi insoportable así que no habían insistido. El alfa los dirigiría en los ritos cuando pudiera y hasta entonces se consolarían solos, cada uno con su luto propio y privado. Pero la tragedia había vuelto a abatirse sobre el clan. ¿Y dónde estaba Nube de Muerte a la hora señalada?
—Esto tiene que terminar —musitó Canción de Víspera mientras se apartaba de Claudia Permanece firme, del féretro y de los demás dolientes.
Canción de Víspera fue primero a la cueva, el estrecho lugar en el que Galia había pasado sus últimas semanas, cada vez más enferma y más débil, el lugar en el que había muerto. Balthazar Caminante del Espíritu la había velado allí. Había llegado al clan después de que cayera enferma y no pudiera seguir hablando con sus hermanos. El Caminante les había dicho que los espíritus le habían encomendado su cuidado. Canción de Víspera y los demás habían asumido que traía consigo una curación. Nunca había abandonado su lado. Pero Galia Hija de la Lluvia no había recobrado las fuerzas, no se había recuperado de su mal; y cuando había muerto, Balthazar había escapado con su cuerpo.
Canción de Víspera se había enfurecido. Evert Nube de Muerte no había dicho nada; había seguido enfadado y en silencio, igual que durante los últimos meses, pero no había proferido siquiera un gruñido de cólera por la injusticia cometida con el clan.
Cabía la posibilidad, pensó Canción de Víspera, de que Evert estuviera en la cueva, expresando en privado el dolor que parecía incapaz de mostrar frente a los demás. La cueva, sin embargo, estaba tan vacía como una promesa olvidada, tan silenciosa como una tumba.
Canción de Víspera no podía ver aquel lugar sin ponerse a pensar en Galia, en Evert, en Caminante del Espíritu… y en Chepa. El hosco metis había acudido allí a menudo para sentarse junto a Galia, para observar su cuerpo silencioso e inmóvil con ojos doloridos e incluso para derramar lágrimas por ella. Chepa, de manera tan ardiente como cualquiera de ellos, había esperado un desenlace diferente para su enfermedad. Por su sentimiento de culpa, tuvo que recordarse Canción de Víspera para no empezar a sentir lástima por el desgraciado. Demasiado poco y demasiado tarde. Claro que Chepa había lamentado que su nacimiento condenara a su madre. Más hubiera valido que el monstruo no naciera nunca. Escupió en la tierra y aplastó el denso salivazo con el talón de la bota, tratando de borrar el recuerdo del exiliado.
A continuación se dirigió al círculo de fuego menor. El agujero manchado de hollín y el anillo de piedras que lo rodeaba eran mucho menores que el círculo grande, donde se prendería fuego al féretro de Frederich, donde Chepa —maldito fuera su nombre por negarse a abandonar sus pensamientos— se había enfrentado a su sire y había sido expulsado del clan. Nube de Muerte no se encontraba allí. Canción de Víspera no había confiado en encontrarlo, pero en el fondo había albergado la esperanza de que…
Aquél era el lugar en el que los tres —Evert, Galia y él mismo— se habían sentado a menudo hasta altas horas de la noche y habían conversado, debatido, compartido canciones o simplemente habían aullado a Hermana Luna. El hecho de que Nube de Muerte hubiera estado allí podía haber significado que estaba haciendo las paces con su pesar, aventando su tristeza, lamentando la pérdida del pasado para poder seguir adelante hacia el futuro. Por lo que Canción de Víspera sabía, Evert no había estado en el círculo desde que Galia cayera enferma. De hecho, apenas había pronunciado palabra. Durante meses había sido esclavo del dolor de su corazón… No, el dolor por la muerte de Galia les pertenecía a todos ellos pero Nube de Muerte lo había reclamado para sí y al hacerlo les había negado a los demás cualquier parte en la angustia que era aquella porción de la Gran Rueda. Y lo que era aún peor, sin la aceptación comunitaria de la pérdida, hasta que el clan como un todo pudiera llorarla, la Rueda no seguiría girando ni les traería la renovación que acompaña siempre a la muerte.
—¿Por qué has tenido que abandonarnos? —les dijo a las piedras silenciosas, aunque sus palabras eran para Galia. Entonces le habló al ausente Nube de Muerte—. ¿Es que no has tenido ya suficiente tiempo?
El recuerdo de Galia se merecía algo mejor. El clan se merecía algo mejor. Frederich Noche de Terror se merecía algo mejor.
Pensar en el caído Ahroun, en su cuerpo que Evert ni tan siquiera había visto aún, hizo que se inflamara la furia de Canción de Víspera. Galia se había ido. Ahora, también Frederich se había ido. Debían observar los ritos. Preparado o no, Evert tenía que ocuparse, tenía que hacerlo. Era un alfa. Un nacido bajo la luna creciente. Era su lugar, su deber.
La determinación y un creciente sentimiento de indignación impulsaron a Canción de Víspera hacia delante. Volvió el rostro al oeste, la dirección en la que el sol se hundía bajo la tierra, la dirección de la oscuridad y el fin de las cosas. Lejos de los anillos del fuego, lejos de las capillas a Búho y Serpiente de Agua, lejos de la sucia caverna en la que Galia había exhalado su último aliento, había un lugar que no debía ser perturbado, un lugar que los espíritus se encargaban de vedar a pájaros e insectos, un lugar cuyos árboles estaban a salvo aún de los soplidos más fuertes del Viento del Norte. Aquél era el lugar al que todos ellos hubieran debido ir, una vez que se hubieran celebrado los ritos por la muerte de Galia, una vez que el fuego hubiera reclamado el cuerpo roto de Frederich. Aquél era el lugar al que los Garou del Clan del Claro Aullante iban juntos o no iban. Aquél fue el lugar en el que Canción de Víspera encontró a Evert Nube de Muerte.
El alfa se encontraba de pie frente al Fresno. Tenía la cabeza inclinada a un lado y un hombro más alto que el otro, como si una contractura dolorosa en el cuello le impidiera erguirse en toda su estatura. El pelo oscuro de Nube de Muerte estaba salpicado de gris; su cara era como el cuerpo, expuesta durante años al sol y la lluvia y el frío, cubierta de arrugas más profundas de lo que Canción de Víspera había advertido hasta entonces, cañones de preocupación abiertos por ríos de lágrimas.
—Evert —dijo Canción de Víspera en voz baja, reacio a molestar a su alfa pero impelido por las necesidades de su pueblo. Nube de Muerte no respondió, no pareció percibir siquiera la presencia de su narrador, así que Canción de Víspera volvió a llamarlo, un poco más fuerte esta vez—. Evert.
Nube de Muerte oyó su nombre esta vez. Se volvió lentamente y con la primera mirada a aquellos ojos de color verde pálido, Canción de Víspera vio… nada.
Nada y todo.
Ya no estaban allí el fuego y el acero de un líder de los Garou. Ya no los destellos de la perspicacia más profunda y más ancha que el mayor de los lagos. Ya no la seguridad con que Nube de Muerte había mirado en los corazones de los demás y en el suyo propio. Aquél era un anciano cansado y apesadumbrado, tan quebrado en espíritu como el cuerpo de Frederich sobre su féretro.
—Evert —dijo Canción de Víspera de nuevo, esta vez con mayor gentileza, por miedo a que una palabra dura pudiera hacer añicos a aquel hombre al que el clan necesitaba con tanta desesperación.
—Ella debería estar aquí —dijo Nube de Muerte, perplejo, desorientado, incapaz de comprender la gran distancia que existía entre lo que debiera ser y lo que era.
Canción de Víspera, quizá por vez primera en toda su vida, se quedó sin palabras. «Ella debería estar aquí». No era una afirmación de pesar o cólera; era más bien un lamento, una súplica. Las palabras de Nube de Muerte supuraban confusión y pérdida, eran descarnadas como una herida infestada de gusanos.
Harano Canción de Víspera había visto el rostro de la desesperación en el pasado y ahora lo miraba desde los ojos dolientes de Nube de Muerte. Se hundía en el alma y lo consumía a uno desde dentro. Canción de Víspera se tambaleó, golpeado por un gélido lanzazo en el pecho que pareció ir a partirle el esternón y arrancarle el corazón para mostrárselo a los elementos. No, eso no podía ser.
—Ya sabes lo de Frederich —dijo. Nube de Muerte no podía estar tan mal como parecía. No podía ser. La responsabilidad de Canción de Víspera era traerlo de regreso, recordarle quién era, recordarle el deber y la esperanza. Pero Nube de Muerte lo miraba con ojos vidriosos, ojos que no comprendían—. Claudia te lo ha dicho —insistió, con firmeza, tratando de guiarlo de regreso a la realidad. El alfa sólo necesitaba tiempo, dirección.
—Ella debería estar aquí —repitió Nube de Muerte al fin. Con los ojos consumidos por las dudas miraba de hito en hito a Canción de Víspera y al Fresno.
El nombre con el que conocían al Fresno estaba equivocado en cierto modo. En realidad no era un fresno sino un viejo roble muerto, partido años atrás por un rayo que había vaciado su interior hasta que sólo había quedado de él la firme corteza. El árbol recibía su nombre y su santidad por aquello que llenaba su interior: las cenizas de los muertos, tres puñados recogidos del féretro consumido de cada Garou que fallecía. Tres ofrendas de cada uno de los muertos: la primera honraba a Búho, la segunda a Serpiente de Agua y la tercera a Madre Gaia, que las convertía a todas ellas en una sola.
Ella debería estar aquí. Galia. Nube de Muerte sólo era consciente de su ausencia y de que eso estaba mal. Pero la Rueda no podía detenerse por una dolorosa injusticia.
—Frederich está esperando —dijo Canción de Víspera con gentileza—. Eres el alfa. Eres uno de los nacidos bajo la luna llena. Está tendido en su féretro.
—Ella debería estar aquí —el pesar de Nube de Muerte, el sonido de su forzada soledad, resonó por todo el claro.
—Se ha ido, Evert. Fue nuestra en vida pero Balthazar se la ha llevado a los suyos en la muerte.
—Balthazar —La mención del nombre del Caminante inflamó la cólera de Nube de Muerte—. ¡Balthazar Caminante del Espíritu! —rugió desafiante hacia los cielos, con un fuego renovado en la mirada—. ¡Maldito sea el día que te permití entrar en este túmulo! ¡Maldito sea el día en que saliste arrastrándote del vientre de tu madre! ¡La haría pedazos para impedir que nacieras!
La sorpresa de Canción de Víspera cedió rápidamente, cedió a la esperanza. Donde había furia, había esperanza. Puede que la solución no fuera tratar de arrullarlo. Al ver una oportunidad, se aferró a la furia del macho alfa.
—Entonces vayamos tras él y enseñémosle una lección —conminó a Nube de Muerte—. Enseñémosela con sangre para que nunca la olvide. Galia vino aquí por su propia voluntad. Era uno de los nuestros. Los Uktena no pueden reclamarla. Debería estar aquí, sus cenizas entre nosotros.
El pecho de Nube de Muerte se hinchó mientras la furia se apoderaba de él. Aún seguía en forma humana pero ¿por cuánto tiempo? Se arañó la cara con las uñas, dejando regueros sangrientos en su propia piel. Un alarido de pesar negado y furia renovada se alzó desde las profundidades de su vientre.
Canción de Víspera contempló el efecto de sus palabras y midió con cuidado las siguientes:
—Pero primero debemos ocuparnos de Frederich.
Nube de Muerte se quedó rígido, como si de repente le hubieran echado encima un cubo de agua fría. Tenía el rostro entre las manos y resbalaba sangre entre sus dedos.
—Tú eres el macho alfa, Evert —dijo Canción de Víspera, tratando de llegar a ese lugar que media entre la desesperación y la rabia, entre Harano y el ansia de sangre—. Eres uno de los nacidos bajo la luna llena y Frederich descansa en su féretro.
Canción de Víspera esperó, las manos lacias a los costados, preparado para responder con su forma de batalla a la de Nube de Muerte si lo había presionado demasiado y demasiado deprisa. Evert temblaba de manera tan violenta que parecía que sus músculos fueran a partirse en cualquier momento.
Y entonces, lentamente, la tensión cayó de los hombros de Nube de Muerte, de sus brazos, de todo su cuerpo. Bajó las manos y reveló un rostro cubierto de sangre y lágrimas saladas.
Canción de Víspera sintió que su forma de batalla lo llamaba. Tan cerca del precipicio habían llegado y sin embargo no era seguro que pudiera sacar a Nube de Muerte del negro abismo del Harano. Pero aún había fuego allí, y también furia.
—Vamos con Frederich —dijo Canción de Víspera, con la frente empapada de sudor a pesar del frío. Una brisa fresca sopló sobre su nuca, haciendo que se encogiera y tiritara. En el interior del árbol, las cenizas de los Garou se arremolinaban y arañaban las paredes de su tumba. Algo en el sonido se le antojó extraño a Canción de Víspera pero Nube de Muerte atraía en ese momento toda su atención. El narrador alargó la mano y, al cabo de un largo momento, Evert se la estrechó—. Vamos con Frederich —dijo Canción de Víspera en voz baja. El alfa esbozó una sonrisa débil y entonces, juntos, con el viento en el cabello, abandonaron aquel lugar.