Capítulo dieciséis

—Apestas —dijo Arroyo Negro casi antes de que Kaitlin hubiera cerrado la puerta. Le salió al paso en el vestíbulo.

—Gracias. Yo también me alegro de verte —dijo ella.

El tono de su voz hizo que se encogiera. Parecía que desde la primera vez que le había puesto los ojos encima no había sentido otra cosa que temor o furia hacia él. No estaba tratando de insultarla pero si algo había sido toda su vida era franco. Nunca se le había dado bien utilizar la mano izquierda cuando los sentimientos de otro estaban implicados… y nunca había sentido la inclinación a intentarlo.

—No es una peste normal… humana —trató de explicarse.

—Oh, así que ahora ni siquiera huelo como un ser humano. ¿Y a qué huelo, a cerdo?

—Wyrm.

—Huelo como un gusano, estupendo. ¿Sabes?, no esperaba «hola cariño, ¿qué tal tu día en el trabajo?». No sé lo que esperaba. Pero esto no.

—Tienes que llevarme allí —dijo él.

¿Qué?

—Al lugar en el que trabajas.

—¿La incineradora?

—Sí.

—Acabo de venir de allí. No voy a volver y…

—Pues más tarde, entonces. Pero esta noche —añadió con voz llena de urgencia—. Cuando no haya nadie.

—No pienso ir caminando hasta…

—Te llevaré en brazos.

¿Qué?

Arroyo Negro empezó a caminar arriba y abajo del vestíbulo. Trató de no cerrar los puños y gruñirle, pero la resistencia de Kaitlin lo enfurecía. No podía decírselo. No tenía manera de explicarle lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué no podía sencillamente hacer lo que él le decía? Lo estaba mirando. Con mucha atención. Podía sentir cómo seguía con una mirada cautelosa hasta el último de sus movimientos. Miedo y resentimiento: aquéllas eran las únicas lentes con las que lo enfocaba. Uno o el otro, a veces los dos. Y Arroyo Negro lo odiaba. Apoyó la frente en la pared y soltó un gruñido de frustración. Kaitlin pasó a su lado en dirección a la cocina.

Tras respirar hondo, fue tras ella tratando de tener presente su plan, pues corría el peligro de olvidarlo por culpa de su agitación. Cuando había mencionado al Wyrm, ella había reaccionado como si ignorara lo que significaba; una prueba más de que la muchacha no era una criatura espiritual, como había pretendido su imaginación y de que no era un sicario de la corrupción. O quizá es que fuera lo bastante hábil como para engañarlo, como para atraerlo.

Esperó y se calmó mientras ella abría un armario y lo registraba. ¿Era la peste del Wyrm más fuerte que ayer?, se preguntó ¿O le estaban jugando una mala pasada sus sospechas? Cuando ella se hubo decidido por un plátano y una barrita de cereales y se hubo sentado a la mesita, volvió a respirar hondo e hizo un nuevo intento, hablando lenta, metódica, casi dolorosamente:

—Kaitlin, no puedo explicártelo… o sea… tienes… tienes que dejar de ir a ese lugar —balbució estas palabras mientras la frente de Kaitlin se arrugaba y entonces empezó a darle puñetazos a la pared—. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

Al cabo de un momento se calmó, recuperó el control y dejó de dar golpes a la pared. El ceño fruncido de Kaitlin había cedido paso a una expresión de alarma que para Arroyo Negro resultaba igualmente ofensiva. Parecía ser la dinámica de su relación: ella salía al mundo de los humanos y volvía llena de arrogancia y desdén. Él se enfadaba y la asustaba hasta la muerte. Arroyo Negro no quería enfadarse con ella; no quería asustarla. Miró a Kaitlin y su miedo lo hirió.

—No te estoy diciendo lo que tienes que hacer —dijo a modo de disculpa tras un prolongado y contenido silencio—. Quiero convencerte, hacerte ver —tantos años habían pasado desde la última vez que le importara lo que otro pudiera pensar de él. Enfurecerse, saltar, era su forma de ser, agravada por una incesante repetición. Hasta en sus sueños se había revuelto contra Meneghwo, quien por dos veces había tratado de ayudarlo.

También Kaitlin había tratado de ayudarlo. ¿Y aquel estallido era su manera de darle las gracias? Lo estaba mirando muy quieta, con el plátano pelado en la mano pero olvidado por completo. No era de extrañar que lo temiera y desconfiara de él. Nunca le había dado razones para pensar de otra manera. Pero lo más terrible, sin embargo, era que precisamente eso era lo que estaba intentando hacer: demostrarle que se preocupaba por ella, que quería impedir que le hicieran daño. ¡Y ella no se lo permitía! Estaba intentando seguir los consejos de Meneghwo, al menos hasta cierto punto. No podía forzarse a perdonar a sus antiguos compañeros de clan; no podía forzarse a temer por la suerte del mundo de los Garou o el de los humanos, que lo habían rechazado y despreciado durante tanto tiempo. Pero aquella chica había tratado de ayudarlo y de una manera extraña parecía tan atrapada como él entre los mundos.

—Kaitlin… yo… tú… —la expresión de escepticismo que se dibujó en el rostro de la chica lo cortó en seco. Las palabras y los gruñidos se mezclaron en su garganta. La calma lo abandonó. Con gran esfuerzo, logró contener una explosión de furia y reproches. ¿Cómo podía resultar tan complicado ayudar a una sola joven? Arroyo Negro cerró los ojos y con un gran suspiro se tragó el fuego.

—¿Sabes? —dijo Kaitlin con voz vacilante, todavía un poco acobardada por su histrionismo—, no eres la persona más sencilla del mundo. O sea… mira, no soy una cobarde ni nada parecido y no provengo de la situación más normal del mundo pero… es que no entiendo de dónde vienes. No creo que pueda. Y probablemente tú no puedas entender de dónde vengo yo. Es como si los dos viniéramos de lugares realmente extraños… o sea, realmente extraños… pero los dos son completamente diferente, sólo que no… normales. ¿Sabes? Y tú… o sea, tus amigos te dan una paliza y te dejan en el bosque para que mueras congelado y… Bueno, tu nombre, por el amor de Dios. ¿La gente te llama Blackie el Jorobado, Chepa? Eso tiene que dejar cicatrices. Y tu nombre de verdad no es mucho mejor. Arroyo Negro. ¿Qué clase de… quiero decir, en qué demonios estaba pensando tu madre?

—Mi madre murió hace tres noches —dijo Arroyo Negro con la mirada fija en el mugriento linóleo—. La noche antes de que me encontraras.

La boca de Kaitlin se abrió un poco. No dijo nada durante largo rato y entonces:

—Oh. Lo… lo siento. No… no pretendía… No sé qué decir.

Arroyo Negro levantó la mirada hacia ella.

—Di que vendrás conmigo esta noche —insistió—. Puedo encontrar la incineradora sin ti. Conozco la zona. Se suponía que no debíamos… nunca nos acercamos demasiado. Tengo que descubrir lo que pasa allí… y enseñártelo.

—¿Debíamos? ¿Quiénes? —le preguntó.

—Di que vendrás conmigo.

—Dime a quiénes te refieres. ¿Tus amigos? ¿Los amigos que te dieron una paliza de muerte? ¿Esos amigos? No te gusta hablar de ellos.

—No, no me gusta. Y sí, son mis antiguos amigos. Si tienes suerte, nunca los conocerás.

—Si ellos tienen suerte —dijo ella mientras le daba un bocado al plátano—. Tendría una o dos cosas que decirles.

—O sea que vendrás —dijo Arroyo Negro.

Kaitlin cruzó los brazos, masticó el plátano y lo fulminó con la mirada.

Salieron varias horas después de anochecer. Arroyo Negro se ofreció de nuevo a llevar a Kaitlin en brazos pero ella se negó. Él tenía la sospecha de que no creía que pudiera hacerlo. Era comprensible: cojeaba al caminar y su joroba no le hubiera permitido llevarla a la espalda con comodidad. Pero era tan pequeña que no hubiera supuesto problema alguno, ni siquiera en forma humana.

Cuando pasaron junto a la Casa del Barril, estaba desierta. Habían clavado unos tablones sobre el panel de cristal roto. Arroyo Negro jugueteó con la idea de volver a entrar y robar una botella. Llevaba casi veinticuatro horas sin tomar un trago, desde que se terminara la cerveza ceremonial de Kaitlin. La sensación de sobriedad prolongada —veinticuatro horas seguidas era un tiempo prolongado para él— no era completamente, ni siquiera en su mayor parte, agradable. Había muchas cosas en las que no quería pensar. Si hubiera estado borracho todo el día y toda la noche, no habría pensado en Galia; no habría pensado en Evert, en el odio que le profesaba o en lo que Balthazar había dicho: que la tierra se estaba muriendo. No le habría importado tanto que Kaitlin llegara a casa oliendo a Wyrm…

No era verdad, comprendió, habría estado pensando en esas cosas de todas maneras, sólo que no se hubiera sentido obligado, o acaso capacitado, para hacer algo sobre ellas.

El complejo de la incineradora estaba a unos ocho kilómetros de la casa de Kaitlin. Arroyo Negro era engañosamente rápido y fuerte; estaba acostumbrado a que lo subestimaran por culpa de su joroba y su cojera. En varias ocasiones tuvo que detenerse para esperar a Kaitlin. Ella estaba haciendo lo que podía, pero no había manera de que sus cortas piernas le permitieran seguir su ritmo. Cuanto más se acercaban al complejo, más despacio marchaba Arroyo Negro y más fácil le era a Kaitlin mantener su paso. El último kilómetro lo recorrieron en completo silencio. En un momento dado la chica empezó a hablar y Arroyo Negro le hizo callar, cosa que le hizo enfurecer. Pero guardó silencio.

Siguieron el camino hasta la última curva. Una vez que el complejo estuvo a la vista, Arroyo Negro llevó a Kaitlin al bosque. A esas horas la puerta principal estaría cerrada; eso era seguro. Así que Arroyo Negro cubrió corriendo los últimos cien metros. Para cuando Kaitlin, maldiciendo y casi sin aliento, lo alcanzó junto a la valla, había adoptado de nuevo su forma humana y, aparentemente muy satisfecho de sí mismo, estaba señalando un pequeño desgarrón en la malla metálica lo bastante ancho como para que una persona pasara arrastrándose.

—¿Qué? —susurró Kaitlin—. Así que has encontrado un agujero en la valla. Qué bien —él hizo un nuevo gesto para acallarla pero ella le clavó un dedo en el pecho y susurró con voz enfática—. ¡Y como vuelvas a salir corriendo y me dejes atrás…!

Lo siguió al otro lado de la valla. En el interior los árboles clareaban enseguida, así que los dos intrusos permanecieron en el perímetro interior del complejo, escondidos lo mejor posible entre las sombras. Arroyo Negro empezó a olisquear el aire. Ahora podía percibir con toda claridad el tufo a Wyrm que se había pegado a Kaitlin. En más de una ocasión, los ancianos de la tribu le habían enseñado que no era un verdadero olor lo que estaba captando; no era su nariz sino su alma la que seguía el rastro al Wyrm. Arroyo Negro siempre lo había dudado —a él le parecía un olor de verdad— y se había ganado las reprimendas de los ancianos por expresar en voz alta su escepticismo.

—¿Porqué haces eso constantemente? —susurró Kaitlin. Lo preguntó de una manera que sugería que ya conocía la respuesta… pero deseaba estar equivocada.

—Enséñame dónde trabajas —dijo en voz baja.

—Si querías hacer una visita, podíamos haber venido mañana —dijo ella.

—Enséñamelo.

Avanzaron a rastras. Unos pocos focos iluminaban partes del camino de gravilla que discurría por la parte central del complejo. Arroyo Negro y Kaitlin avanzaron por detrás de uno de los almacenes metálicos. Al llegar a la esquina, se detuvieron y Kaitlin señaló al otro lado del camino.

—Ése. Ahí —dijo refiriéndose a un pequeño edificio de ladrillo.

Arroyo Negro tenía sus dudas: no de que ella trabajara allí, sino de que aquel edificio fuera el lugar que estaba buscando. El perturbador tufo a corrupción del Wyrm parecía pegarse a todo lo que había en la zona. ¿Por qué, se preguntó, no habría Evert Nube de Muerte ordenado al clan que investigara el lugar y llevara a cabo las acciones necesarias? El macho alfa les había ordenado siempre que se mantuvieran lejos del complejo.

—¿Qué más hay aquí? —le preguntó.

Kaitlin contó con los dedos.

—La incineradora, el laboratorio y el sitio de los ladrillos.

—¿El qué?

—He olvidado cómo lo llaman. Es donde hacen los ladrillos. El sitio del reciclaje.

—Enséñamelo.

Regresaron junto a la valla y a continuación se internaron más en el complejo siguiendo el perímetro y aprovechando la protección de los árboles y las sombras más densas. Al cabo de unos cientos de metros, se volvieron en dirección al camino de gravilla y avanzaron hasta encontrarse en la parte trasera del segundo edificio de ladrillo, mucho mayor que el primero y rodeado por otra valla cubierta de pinchos.

Kaitlin parecía confundida por la escena que, sin duda, veía de manera muy diferente, consumida como estaba por los caprichos de la noche.

—No creía que fuéramos tan lejos —dijo— pero eso es el laboratorio.

El edificio no tenía ventanas y desde la parte de atrás no había forma de saber si había alguien en su interior.

—Espera aquí —dijo Arroyo Negro.

—¿Qué?

—Volveré enseguida —le aseguró. Su forma humana no era la más sigilosa pero haría menos ruido moviéndose agazapado hasta la parte delantera del edificio del que habrían hecho los dos juntos. Tras acercarse tanto como se atrevió, vio que la cancela que había delante del edificio estaba cerrada. Las luces del interior estaban encendidas y había tres coches aparcados cerca del edificio, al otro lado de la valla. Aparte de esto, Arroyo Negro no pudo discernir movimiento o encontrar evidencia alguna sobre el número de personas que podía haber en su interior. Sin embargo, en aquel lugar, en el interior del complejo, podía sentir con más claridad la corrupción del Wyrm que en la carretera estatal, cerca de la oficina de Kaitlin.

—Sigamos —le susurró a ella cuando regresó.

La valla que rodeaba el laboratorio no se extendía por todo el perímetro. De hecho, terminaba en una de las esquinas traseras del edificio; no había entradas o salidas traseras que proteger, sólo un terraplén acusado que discurría por detrás del laboratorio. Arroyo Negro estaba pensando en la incineradora propiamente dicha y en el «sitio del reciclaje» mientras Kaitlin y él descendían por el terraplén para poder subir por el otro lado y cruzar el laboratorio sin tener que pasar por la zona iluminada. Estaba pendiente de la chica; era liviana y ágil y se le daba bien trepar. Conforme descendían por la oscura cuesta, la peste del Wyrm se hizo más pronunciada; ahora parecía estar en movimiento. Al principio pensó que el viento le estaba jugando una mala pasada pero en el interior del oscuro terraplén no había viento… sólo un chorrillo de agua salobre que discurría por el fondo.

Arroyo Negro tenía mejor olfato para el Wyrm que algunos Garou, que muchos Garou. Siempre había sospechado que ésa era la razón del resentimiento que los ancianos sentían hacia él… eso y su carácter recalcitrante. Mientras descendía hasta la base del terraplén, la peste se hizo abrumadora. Kaitlin llegó a su lado pero no pareció notar nada raro. El agua no les llegaba más allá de las suelas de las botas pero a pesar de ello Arroyo Negro tenía el estómago revuelto. Controló la sensación de repulsión física y siguió el rastro al agua hasta una amplia tubería que sobresalía de la cuesta, justo detrás del laboratorio y que estaba tapada con una gruesa placa de metal con un diminuto agujero que permitía que saliera el agua. Se tapó la boca y la nariz con el brazo.

—¿Qué? —inquirió Kaitlin.

A Arroyo Negro le costaba creer que no fuera capaz de percibir la presencia de la corrupción, de la podredumbre y de la malignidad. Puede que fuera sólo humana, después de todo. No una criatura del espíritu. Puede que hubiera otra explicación para el hecho de que no hubiera sufrido el Delirio.

—No lo hueles, ¿verdad?

—Es agua estancada —dijo ella sin dejarse impresionar por la intensidad de su reacción—. Apesta un poco. Eso es lo que pasa con el agua estancada. No irás a decirme que esto es a lo que huelo cuando vuelvo a casa, porque yo no bajo aquí y meto los pies en este agua. Ni siquiera sabía que esto estuviera aquí.

Arroyo Negro asintió.

—Por eso te he traído para que lo vieras —y entonces dio un paso y entró en el mundo espiritual.

Un instante Kaitlin lo estaba mirando y al siguiente había desaparecido. Era como si Arroyo Negro, a mitad de paso, hubiera dejado de existir. Pestañeó varias veces y esperó a que la mala pasada que le habían jugado las luces de la noche se corrigiera por sí sola pero por mucho que miró a su alrededor no recibió más recompensa que una oscuridad vacía. La tubería de drenaje, la zanja, el terraplén, la parte trasera del laboratorio… pero ni rastro de Arroyo Negro.

¿Arroyo? —susurró con urgencia a la noche y no recibió respuesta—. ¿Dónde demonios te has ido?

Y entonces oyó una voz: no la voz de Arroyo Negro. Dos voces. Dos hombres en el exterior del terraplén, cada vez más próximos.

—¿Qué has oído?

—Ya te lo he dicho: alguien que hablaba.

—¿Por qué iba a haber alguien aquí a estas horas?

—¿Por qué iba a haber alguien en la granja esta mañana?

Un haz de luz, y luego un segundo, cruzaron el borde superior del terraplén por encima de la cabeza de Kaitlin. Los dos hombres no estaban aún tan cerca como para poder ver el interior. Habían dejado de hablar pero un sonido diferente, el sonido metálico de un arma amartillada, hizo que se encogiera. Se acurrucó, aterrorizada, sola en la oscuridad. Al principio había temido que la despidieran por allanamiento. Ahora eso parecía insignificante. Si AgriTec era tan paranoica con respecto al espionaje industrial como Floyd había dicho, ¿dispararían primero y preguntarían después? ¿Qué pensarían de una muchacha negra aterrorizada y escondida en una zanja llena de barro?

Los rayos de luz bajaban más y más conforme los hombres se aproximaban. Kaitlin se apartó todo lo que pudo, arrastrándose a cuatro patas sobre el agua estancada, que a tan corta distancia que apestaba. Pero no le importaba. Se hubiera bebido un litro de aquella basura si con eso hubiera podido evitar que los tíos de las linternas y las armas la encontraran. Cuando se estaban acercando se preguntó si no sería mejor que los llamara para que no se toparan con ella por sorpresa. Puede que de ese modo fueran menos propensos a disparar.

Cuando Arroyo Negro le dio una palmadita en el hombro, tuvo que tragarse un jadeo sobresaltado, así como una serie de imprecaciones referidas a la práctica de desaparecer y abandonarla. Levantó la mirada hacia la parte alta del terraplén. Las siluetas de los hombres resultaban ya visibles contra el cielo de la noche. Los haces de luz se estaban moviendo hacia el fondo de la zanja y justo cuando estaban a punto de llegar sobre Kaitlin, Arroyo Negro la tomó de la mano y el mundo normal dejó de existir.