—¿Por qué demonios querría nadie llevar la contabilidad de su basura? —preguntó Kaitlin mientras se enfrentaba a una más de las aparentemente interminables montañas de formularios y facturas que esperaban su atención.
—Cariño, no es el dinero lo que hace que el mundo gire, ni tampoco el amor —dijo Frances—. Es el papeleo.
—Pero si lo único que hacemos es quemar basura —insistió Kaitlin. En aquél, su segundo día de trabajo, ya se sentía parte del nosotros. Estaba cómoda trabajando con Frances, y ésa era una sensación nueva para ella. Al igual que Floyd, Frances parecía genuinamente amable y no parecía desconfiar de Kaitlin porque fuera negra o viniera de otra parte del estado. Los dos parecían dispuestos a cuidar de ella… y encantados de hacerlo. Como una familia.
—Bueno, por dos razones —le explicó Frances—. Para empezar, está AgriTec, Corporación Multinacional. A los ejecutivos, la gente trajeada que gana todo el dinero mientras tú y yo trabajamos casi por el suelo mínimo, les encanta el papeleo. Les gusta que todo esté por triplicado. Les gustan las copias amarillas y rosas. Son abogados y contables. Cuantos más papeles se crean y distribuyen, más importantes se creen ellos y mayor salario pueden demandar.
»En segundo lugar, la incineradora es un consorcio entre la administración y la empresa privada. El gobierno local está implicado, así como el gobierno estatal, los federales y la EPA. Todo lo que te he dicho sobre los ejecutivos es válido para el gobierno, sólo que por partida doble o puede que triple. El papel baja por la ladera de una colina y en la falda de esa colina es donde entramos tú y yo en el cuadro. Para limpiar el estropicio, encontrarle sentido y archivarlo todo.
Kaitlin levantó una hoja.
—¿Ésta dónde va?
—Déjame ver… Es una lista de envíos próximos. Aún no está sellada, así que hay que contrastarla con la factura de la persona jurídica implicada, el Condado de Roscommon. Así que va en este archivador, segundo cajón de abajo. Si ya estuviera sellada, habría que fotocopiarla y archivarla en el tercer cajón.
—¿Y la copia?
—Grapada junto con la copia azul de la factura. Luego se la enviaríamos a Floyd.
—¿Por qué no está nuestro formulario en papel autocopiativo como el de la factura? Necesitamos copias de los dos, ¿no?
Frances se atragantó y estuvo a punto de vomitar sobre su café.
—Cariño, da gracias porque no sea así. Podría estar en papel carbón. Tenemos suficientes formularios en papel carbón para los próximos quince años y a este lado de la incineradora no hay nada peor para la manicura que el papel carbón. Ese formulario que tienes ahí es más reciente pero alguien se confundió al encargarlo, así que no utilizamos los autocopiativos. En su lugar hacemos fotocopias. Cuando se acabe esa hornada de formularios, volveremos al papel carbón.
—Ah, ¿cuántos formularios del tipo equivocado tenemos?
—Bueno… nos deben de quedar unos 250,000. Bastará con unos pocos años.
—Oh —perderse en las tediosas minucias de los diferentes formularios, literalmente centenares, era más que suficiente. Kaitlin no tenía que pensar en nada que no fuera el cajón y la letra del alfabeto correctos; no tenía que pensar en Arroyo… ¿Y qué clase de nombre era ése, por cierto? Tenía que preguntárselo alguna vez. O puede que no debiera poner su suerte a prueba con alguien que había admitido haber matado gente como si tal cosa. ¿Lo había dicho en serio? Por supuesto que sí. Ella había visto…
Pero lo que había visto no parecía tener tanto peso a la luz del día, lejos de él. Todo era como un mal recuerdo. No podía ser real; desde luego no formaba parte del mundo normal y allí era donde Kaitlin quería estar. Allí era donde Frances y Floyd vivían sus vidas; allí era donde la gente tenía empleos y recibía su paga, aunque fuera el salario mínimo; allí era donde la gente tenía comida en la cocina y no pasaba días escondida bajo la colcha, encerrada por miedo a ver otras cosas.
Ojalá pudiese convencerse de eso cuando estaba en su casa, sola a excepción de un hombre al que había visto destripar a otro con los dientes. Ojalá pudiera convencerse de que no había visto nada de eso cuando sentía un reguero de sudor frío en el costado y unos ojos predatorios que la examinaban tratando de decidir cuál era el mejor trozo de su carne. Todo estaba en su mente, se decía una vez tras otra. Pero sólo a la luz del día, lejos de él, llegaba, apenas remotamente, a convencerse de ello.
—¿Algún problema? —preguntó Frances al ver que Kaitlin estaba dirigiendo una mirada vacía al siguiente formulario del montón—. ¿Es de un tipo nuevo? Tenemos como un millón de formularios diferentes, así que no esperes aprendértelos todos en un día, o dos, o diez.
—No, no hay problema —dijo Kaitlin, avergonzada—. Éste lo conozco. Sólo me he perdido un segundo —esbozó una sonrisa de disculpa. Lo último que quería era causarle a Frances la impresión equivocada… o puede que fuera la impresión acertada, sólo que mala: que era una persona problemática en la que no se podía confiar y que no había conservado un trabajo regular desde… bueno, nunca—. ¿Hoy viene Floyd… quiero decir, el señor Robesin, o estará fuera?
Frances se echó a reír.
—Puedes llamarlo Floyd —dijo—. Aquí no somos muy dados a las formalidades y, además, si le llamas a él señor Robesin, querrás llamarme señora Oliver a mí y eso hará que me sienta como tu abuela y se me pondrá todo el pelo gris… o lo poco que aún conserva su color natural. Creo que está por aquí pero no estoy segura. Esta mañana había un mensaje en el contestador, enviado anoche muy, muy tarde. Decía que no estaría aquí por la mañana, que probablemente llegaría tarde. No dijo por qué.
—Oh. De acuerdo —dijo Kaitlin con un leve encogimiento de hombros y siguió archivando. Había preguntado sobre el paradero de su jefe más que nada para cambiar de tema, para apartar la atención de su propia falta de concentración.
—Cuando se presente —dijo Frances con aire de conspiradora— fíjate: se disculpará por llegar tarde. Da igual que sea el jefe. Se disculpará.
Los pensamientos de Kaitlin no tardaron en volver a divagar. Ahora que la imagen del furioso semblante de Arroyo Negro devorando a un hombre se había abierto paso en su mente, el trabajo no suponía distracción suficiente para bloquearla. Hablar con Frances era mejor pero Kaitlin tampoco quería que la tomaran por una charlatana. Así que trató de hacer preguntas relacionadas con el trabajo.
—¿Por qué lo de AgriTec? —preguntó—. O, sea, lo de «Agri» es por agricultura, ¿no? Pero nosotros quemamos basura. ¿Qué tiene eso que ver con la agricultura? ¿Es sólo porque ayudamos a conservar el medio ambiente en general?
—También por eso —dijo Frances— pero la compañía trabaja en muchos campos diferentes. Hemos desarrollado un montón de alimentos híbridos para el ganado. Más saludables. Lo mismo que en general llevan años haciendo los científicos y granjeros, sólo que ahora todo el mundo se pone como loco y arma escándalo con lo de la ingeniería genética. Si la gente supiera la mitad de lo que come…
Eso era algo en lo que Kaitlin no quería pensar demasiado. Por suerte para ella, al cabo de unos pocos minutos, Floyd entró en la oficina. Estaba silbando. Kaitlin nunca había conocido a alguien que de verdad silbara mientras caminaba con aire alegre. Le recordó a uno de los Siete Enanitos. ¿Feliz? ¿Gruñón? ¿Puede que Mudito?
—Buenos días, Frances. Buenos días, Kaitlin. Siento llegar tarde. Una reunión de padres de alumnos. La había olvidado hasta… —se detuvo al ver que Kaitlin se echaba a reír—. ¿Qué pasa? ¿Es algo que he dicho? ¿Reuniones de padres de alumnos? ¿Qué?
—¿Te están ardiendo las orejas? —le preguntó Frances—. Estábamos hablando de ti.
—Oh. Muy bien —parecía aliviado de que no fuera que se había dejado la bragueta desabrochada o algo así—. Bueno, entonces…
—¿Eso es para nosotras? —preguntó Frances señalando un puñado de documentos que traía.
—¿Hm? Oh, sí. Me he topado con Larry de camino aquí… Larry Evans —le dijo a Kaitlin—. El Dr. Evans. Es el administrador del laboratorio. Toma —le entregó los formularios a Frances.
Ella los hojeó y pareció sorprenderse levemente.
—Cinco traslados a la vez. Qué raro, ¿no?
Floyd se encogió de hombros.
—Bueno, Larry es un tipo raro. Deben de haber terminado un proyecto.
—¿No eres tú el que manda? —preguntó Kaitlin y entonces se dio cuenta de que la pregunta resultaba peyorativa, cosa que ella no deseaba—. O sea, eres el director. Él trabaja para ti… ¿no?
Floyd soltó una risilla.
—El laboratorio forma parte de la división de I+D de la compañía. Nosotros llevamos parte de los aspectos administrativos de sus operaciones pero desde un punto de vista funcional yo diría que es semiautónomo.
—Lo que significa —añadió Frances— que los peces gordos piensan que cualquiera que se encuentre al otro lado de la verja puede ser un espía de otra compañía, así que no nos cuentan nada sobre lo que están haciendo.
Floyd lanzó a Frances una mirada que parecía decir «No empieces a propalar rumores».
—Eso no es del todo cierto —dijo—. Ayer mismo le estuve hablando a Kaitlin sobre el fregado y algunas de las técnicas de reciclaje. Lo cierto es que no entendería gran parte de los aspectos científicos de las operaciones aunque decidieran informarme sobre ellas. Así que simplemente nos atenemos al plan que nos marcan.
Frances, detrás de Floyd, asintió y le guiñó un ojo a Kaitlin.
—Sí, señor Robesin —esto pareció exasperar enormemente a Floyd, que suspiró y abandonó la oficina, mientras las dos mujeres rieron en silencio.
Al llegar a la puerta se detuvo y se volvió hacia Kaitlin.
—Oh, casi lo olvido —dijo, al tiempo que se daba unos golpecitos con el dedo en la cabeza—. Kaitlin, le he mencionado a Anne, mi mujer, que habías empezado a trabajar y me ha pedido que te invite a cenar. ¿Tienes planes para el viernes?
Por un instante Kaitlin sintió pánico y al instante se avergonzó de haber tenido aquella reacción sin razón alguna.
—El viernes. Eso es mañana.
Floyd lo pensó un momento.
—Sí. Supongo que tienes razón. Si ya tienes planes o si te viene mejor en otro…
—No, mañana será perfecto —dijo con demasiada rapidez, tratando de disimular su agitación y haciéndola aún más patente. ¿Por qué estaba Floyd haciendo aquello? ¿Es que su esposa quería ver a la nueva empleada, asegurarse de que no era demasiado guapa?
—Estupendo —dijo Floyd. Había intentado parecer agradable y entusiasmado pero sólo había conseguido dar la sensación de que estaba confundido—. Um… puedo llevarte desde aquí… mañana, me refiero. Y luego acercarte a casa. O sea… no tienes coche, ¿verdad?
—No, no tengo —dijo, forzándose a guardar la calma—. Será estupendo… muy amable de tu parte.
—Estupendo —repitió él y a continuación desapareció en su oficina.
—Te gustará Anne —dijo Frances con voz tranquilizadora—. Es un auténtico encanto. Y tú le gustarás a ella.
Kaitlin sonrió y asintió y luego trató de perderse de nuevo en el trabajo.
Arroyo Negro alzó la cabeza. Estiró sus quejumbrosos huesos y se levantó de la sucia y gastada manta que se había convertido en su único consuelo. «Ahora es como tu caseta —le dijo una voz baja, vitriólica, seductora—. Eres como su perro».
Con lentitud, lanzó a su alrededor una mirada entornada, pero nadie había pronunciado las palabras, seguía siendo la misma habitación vacía con la colcha hecha un ovillo sobre la cama y la manta en el suelo. Aparte de los restos de pintura agrietada y descascarillada, las paredes estaban vacías. Había manchas de humedad por todo el techo, señales visibles de una amenaza invisible que, si nadie le ponía coto, iría pudriendo la madera y el yeso hasta que al fin la estructura resultara inhabitable. Arroyo Negro vio en las ventanas su propia imagen distorsionada y tras el cristal sólo la oscuridad, la impenetrable noche negra.
¿Tanto había dormido? No lo creía. Kaitlin debía de haber vuelto del trabajo pero no la oía. Se detuvo un instante para escuchar y oyó… nada. Absolutamente nada. «No oyes nada, no ves nada, no haces nada. Inútil metis, perrillo faldero», dijo la voz.
Arroyo Negro salió del dormitorio y sus pies de Homínido fueron de repente las zarpas de su forma lupina. Ya a cuatro patas se encontró, no en el pasillo del piso de arriba sino en lo profundo del bosque, bajo un cielo tan negro como antes, un océano tranquilo que no perturbaba el tosco reflejo de una parodia deformada. Se adentró por el camino que se abría frente a él, atraído inextricablemente hacia delante, trotando al principio y luego a la carrera, sin que a sus sentidos lupinos se les escapara un solo detalle del gran bosque que se extendía a su alrededor: la visión del diminuto Lagarto que cruzaba a rastras el camino; el aroma terroso de las hojas caídas, capa sobre capa, pudriéndose desde abajo; el crujido de las ramas inquietas. «Éste es el lugar al que perteneces —dijo la voz—. Solo en la espesura. No como un esclavo de los humanos. Oculto a los ojos de los Garou».
Arroyo Negro percibía la verdad que escondían las palabras. Mientras estuviera ausente no recordaría a los demás la desaprobación expresada por Gaia con su creación y ellos no podrían seguir abusando de él. Por lo que a los humanos se refería, no les había encontrado utilidad en toda su vida. Estaría mejor, más feliz por sí solo. Todo el mundo estaría mejor.
—Entonces, ¿te vas a quedar aquí? —preguntó el otro lobo.
La senda boscosa había desaparecido. Arroyo Negro se encontraba en un claro apartado. En uno de sus extremos una fuente vivaz y burbujeante se vertía sobre una hondonada y, sentado junto al estanque, se encontraba el lobo horrorosamente feo que Arroyo Negro conocía como Meneghwo.
—Me quedaría —dijo Arroyo Negro con brusquedad— si creyera que iba a estar a solas.
Meneghwo reflexionó sobre esto; al cabo de un rato pareció comprender la indirecta.
—No te preocupes —dijo, neutro en el tono y en las maneras—. No me quedaré mucho tiempo. Éste es tu mundo onírico, no el mío.
Mundo onírico. Arroyo Negro volvió a mirar a su alrededor.
—Entonces, ¿nada de esto es real?
—Es tan real como quieras o necesites —dijo Meneghwo—. ¿Te quedarías aquí? —preguntó de nuevo—. ¿Dejarías atrás a tu clan, a tu familia, a tu humana?
«No es una simple humana —reapareció la voz—. Es peligrosa. Nos ve. Lleva la mancha del Wyrm».
—No tengo familia y no tengo clan —replicó Arroyo Negro—. ¿Por qué no me dejas solo? Los dos seremos más felices.
—No soy yo el que ha venido a tu sueño ha buscarte —respondió Meneghwo—. Tú has venido a buscarme a mí.
«El lobo espíritu miente. Quiere que sigas sufriendo. Ni siquiera te dejará soñar en paz. Nadie quiere que regreses».
Meneghwo frunció el ceño.
—Creo que ya es suficiente —dijo. De repente, era una gran bestia Crinos que se abalanzaba sobre Arroyo Negro.
El miedo se apoderó de éste pero, como en sus peores pesadillas, fue incapaz de moverse. Sus pies estaban pegados al suelo. Pies. Volvía a estar en forma de hombre. Su cuerpo adoptaba formas a su capricho, no por decisión suya. Su consciencia no era lo bastante tenaz para prevalecer en el mundo onírico.
Meneghwo alzó una zarpa… pero no golpeó. En lugar de hacerlo, puso la mano sobre el pecho de Arroyo Negro, sobre lo que éste vio lleno de asombro: una segunda boca. La boca se arrugó, llena de cólera y frustración. «No está pensando en ti, sólo en sí mismo —dijo la boca—. Es estúpido y feo y quiere que compartas su destino. ¡Criatura fea y patética…!». Las últimas palabras, un chirrido agudo y áspero, terminaron abruptamente mientras la boca se cerraba. Y entonces desapareció, como si nunca hubiera estado allí.
Arroyo Negro escuchó el silencio, completo a excepción del chapoteo de la fuente.
Meneghwo volvió a darle unas palmadas en el pecho y a continuación se apartó, de nuevo en forma de lobo gigante, y Arroyo Negro era también un lobo.
—Así que te quedarías —dijo el Lobo de Retazos sacudiendo la cabeza—. Cuánto te pareces a tu padre.
—Yo no tengo padre —dijo Arroyo Negro, que seguía mirándose el pecho con asombro.
—¿Recuerdas las palabras que Búho te dijo? —preguntó Meneghwo.
Arroyo Negro asintió.
—Dijo que la furia y el odio no son lo mismo.
—¿Y…? —lo instó Meneghwo.
—Que debía servirme de la furia sin sucumbir al odio.
—¿Entonces porqué las ignoras? —Meneghwo pronunció estas primeras palabras con voz severa pero luego continuó con mucha más amabilidad—. ¿Es que eres más sabio que Búho?
—Yo… yo… —balbució Arroyo Negro, incapaz de responder hasta que su furia se encendió y le prestó voz—. Yo soy al odio lo que el desierto al ardiente sol de la tarde. Cuando pase el calor, miraré con buenos ojos el sol. ¿Pero ocurrirá esto antes del fin de los tiempos?
—Cuánto te pareces a tu padre —dijo Meneghwo, más triste que enfadado—. ¿Es que no ves que Búho se ha marchado? No queda nadie digno de él, así que, ¿cómo puede mantener a raya el mal de la tierra? Y lo mismo ocurre con Serpiente de Agua. Ahora que Galia está muerta, no tiene razones para quedarse.
Arroyo Negro no había sabido que los espíritus se habían marchado pero la acusación de ignorancia había lastimado su orgullo.
—Sé que la tierra está enferma pero también sé que nadie me escuchará a mí, el maldito de Gaia. ¿Qué voy a hacer yo solo?
—¿Tan diferentes del odio son el resentimiento y la amargura? —preguntó el Lobo de Retazos.
—Eres feo y estúpido —saltó Arroyo Negro—. Aún más maldito que yo —reprimió la tentación de mirarse el pecho, tan familiar le resultaban a sus oídos aquellas palabras.
—Cuánto te pareces a tu padre —dijo Meneghwo una tercera vez, como si las palabras formasen parte de un ritual—. Te quedarías aquí, entre las cosas que no son, mientras el mundo se derrumba a tu alrededor. Pero la culpa es siempre de otros. ¿No podrías pedir a Búho que regresara?
—¡Eres un necio! ¡Un idiota! —gruñó Arroyo Negro al gran lobo—. Si éste es mi mundo onírico, déjame solo.
—Así como el mundo es la tierra del corazón y la Umbra la del espíritu, éste lugar es la tierra de la mente —dijo Meneghwo—. Si descuidas cualquiera de ellos, hazlo por tu cuenta y riesgo.
—¡Fuera! —gritó Arroyo Negro—. ¡Déjame solo!
El gran Lobo de Retazos miró a Arroyo Negro sin dejarse impresionar durante un prolongado momento y entonces bajó la cabeza. Al instante siguiente había desaparecido… así como el bosque, el claro, la fuente. Arroyo Negro se encontraba en mitad de un vasto y desnudo desierto, azotado igual que la tierra endurecida y cubierta de grietas por la furia inmisericorde del sol.
Al despertar seguía en su manta. La manta de Kaitlin. En el dormitorio de Kaitlin, en la casa de Kaitlin. El sol no se había puesto del todo. Tenía la boca y la garganta secas pero durante mucho tiempo fue incapaz de reunir la energía necesaria para levantar sus huesos quejumbrosos del suelo. Así que yació en silencio y contempló las manchas de humedad en el techo, señales visibles de una amenaza invisible.