Capítulo trece

Kaitlin olió la cerveza en cuanto abrió la puerta. El aroma le devolvió varios recuerdos que creía casi olvidados. También trajo consigo una punzada de nostalgia… y por eso hubiera deseado que estuvieran olvidados del todo. Encontró a Arroyo en la cocina, sentado a la mesita. Tenía los ojos hinchados y estaba rodeado por una impresionante colección de latas de cerveza vacías y desparramadas por todas partes. Se detuvo en el umbral de la puerta y lo fulminó con la mirada. Él la observó sin el menor interés.

—¿Qué demonios…? —había visto cosas peores. Había hecho cosas peores. Pero no en aquella casa—. ¿Qué es todo esto? —preguntó.

—Has vuelto —dijo Arroyo—. Si es que alguna vez has estado aquí de verdad.

¿Qué? —hizo un recuento mental de las latas—. Era una caja entera de cervezas.

Arroyo habló lenta, cuidadosamente, pero a pesar de ello no logró articular las palabras con claridad.

—No. Veintiuna. Con las dos de anoche eran veintitrés. Te faltaba una lata para tener una caja.

—Sí, y ahora me falta una caja para tener una caja. ¿Qué estás haciendo? —le dio una patada a las dos latas vacías que habían caído al suelo. Él la miró con aire burlón, como si no entendiera la pregunta—. ¿Sabes por qué estaba esa cerveza ahí?

La miró con mayor perplejidad.

—Esa cerveza —le explicó, en absoluto complacida— esa caja de cervezas que había comprado, ha estado en esa nevera desde que me mudé a esta casa, hace dos años. Me bebí la lata que falta la primera noche que pasé aquí y ésa ha sido la última vez que he probado el alcohol y la última vez que pienso hacerlo.

Arroyo la miró y parpadeó. Su frente se arrugó.

—No compren…

—Es evidente que no —le interrumpió ella—. Durante dos años he mirado esas latas cada día y aunque hay muchas cosas que no sé, lo que sí sé es que no tienen ningún poder sobre mí. Ya no.

—¿Para qué… para qué tenerlas si no es para beberlas?

—Si no lo entiendes, no servirá de nada que trate de explicártelo. El no bebérmelas es mi manera de… era mi manera de, no sé… de tener el control. Podía mirarlas y saber que era mejor que eso. Podía beberlas o podía no hacerlo. La decisión era mía.

Empezó a hacerse luz en los ojos de Arroyo. Asintió con lentitud.

—Era una capilla.

¿Qué?

—Era una capilla a tu fuerza de voluntad —continuó, ya no reservado sino malhumorado— y yo la he profanado. Ahora querrás que me vaya.

—¿De qué estás…? Eres muy raro, ¿sabes? —raro, pensó, y letal. Las imágenes de aquel hombre de pie frente al bar, con un cuerpo cargado al hombro, empezaron a pasar por sus pensamientos. El sol invernal casi se había puesto y sus racionalizaciones diurnas empezaron a ceder terreno frente a los temores de la noche. ¿Por qué estaba desafiando a aquel asesino? Que no la hubiera matado la noche anterior no significaba que no fuera a hacerlo ésta. Y sin embargo había en su sarcasmo de la pasada noche y en sus remordimientos de aquel día algo que la enfurecía—. También eres patético —dijo antes de pensárselo dos veces. Extraño y patético.

Él empezó a ponerse en pie y al hacerlo se apoyó sobre la mesita, que se inclinó peligrosamente.

—Me equivoqué —dijo, consternado— creyendo que tu capilla estaba en el piso de arriba. Ésta era tu capilla y yo la he destruido.

—¿De qué estás hablando? —Kaitlin levantó las manos—. Mira… —Dio un paso adelante, le puso una mano en el hombro y empujó. A pesar de la enorme ventaja de tamaño con que contaba Arroyo, su posición no era demasiado estable y no pudo evitar caer de nuevo en la silla—. Puedes marcharte si quieres —dijo Kaitlin con un suspiro— pero si prefieres quedarte, eres bienvenido. No has destruido nada. Sólo te has bebido una cerveza que yo no iba a beberme. Nunca —al mismo tiempo que pronunciaba las palabras, la voz del fondo de su cabeza, la voz de la razón, la voz que ignoraba casi por rutina, le estaba gritando que «lo dejara marchar». Puede que fuera el hecho de que resultara tan patético. No solía encontrarse con gente más patética que ella. Fuera cual fuese la razón, quería que se quedase—. Sé que eres… diferente.

Arroyo alzó la cara y la observó con ojos entornados. De repente Kaitlin sintió que había hecho algo que no debía. Una oleada de temor renovado se llevó la simpatía que había albergado apenas un instante antes. El aliento se le trabó en la garganta. ¿Por qué había permitido que el hecho de que hubiera dormido en el suelo, en una manta, la llevara a creer que no era peligroso?

—¿A qué te refieres? —dijo él. Ya no parecía tan borracho, tan impotente ni tan inofensivo.

Ahora que era ella la desafiada en lugar de la desafiante, Kaitlin sintió que se le escapaba todo el aire de los pulmones.

—A nada.

—¿Te refieres a esto? —se volvió para mostrarle la joroba con toda claridad.

—No… no me refería a nada.

—Sí que te referías a algo. ¿El qué? —su voz era baja, amenazante.

Kaitlin se apartó un paso. De repente vio escenas del interior del bar: los intestinos de un hombre desparramados por el suelo, una velluda bestia negra mordisqueando esos intestinos. No dijo nada. ¿Qué podía decir? Si le decía la verdad, si le revelaba su secreto, ¿la destriparía también? ¿Dejaría trozos de su cuerpo por toda la casa para las ratas? Salió muy despacio de la habitación, embargada por el temor a que saltara sobre ella en cualquier momento.

Arroyo la observó mientras se marchaba. Se dio cuenta de que la estaba mirando como si fuese una presa. Su timidez aguijoneaba sus instintos de depredador. ¿Lo temería una criatura del espíritu? Los espíritus resultaban difíciles de predecir. Puede que fuera una criatura débil, quebrada. No obstante, cuando uno ofendía a un ser del otro lado del Velo, aunque fuera un espíritu aparentemente débil, corría riesgos.

Cuando la chica dejó de estar a la vista, Arroyo Negro oyó que sus pasos titubeantes se convertían en una carrera hacia el piso de arriba. Los tablones del pasillo, justo sobre su cabeza, apenas crujieron a su paso, tan liviana e insustancial era. Sabía lo que iba a hacer antes de oír el chirrido de su somier. Se había escondido debajo de la colcha. Era su lugar de refugio. Por eso se había equivocado con la cerveza. Los objetos de su caja de cigarros no eran más que minucias del mundo material y aunque si los hubiera robado la habría enfurecido, lo que había hecho era violar algo que era de importancia espiritual para ella, la cerveza de la nevera, importante por razones muy diferentes a las que hacían que el alcohol lo fuera para él. O quizá no tanto.

Varios minutos más tarde Arroyo Negro se dio cuenta de que seguía mirando el umbral, el último lugar en el que la había visto. Estaba confundido por los estallidos alternantes de preocupación y antagonismo que demostraba hacia él. Se había enfurecido con él pero después no lo había echado de la casa. Recordaba haberla visto aquella noche en la carretera. Había tenido miedo pero no había huido; se había quedado paralizada pero no había sucumbido a la crisis total que afecta a los humanos al contemplar un Garou. Y ahora, de alguna manera, lo sabía. Le había dicho que era diferente y no se había referido a su deformidad. Puede que lo hubiera sabido desde el principio. Pero ¿cómo? Veía lo que los humanos no podían ver. ¿Cómo?

Se obligó a levantarse de la liviana mesa. El alcohol seguía abriéndose camino por su cuerpo y su cerebro. Un cambio rápido a Crinos lo cambiaría, eliminaría las toxinas de su cuerpo, pero Arroyo Negro prefería esta visión del mundo, más irreal; enmascaraba algunas de sus aristas más afiladas. La claridad no era amiga suya.

Cuando estuvo de nuevo en movimiento, advirtió un tenue aroma que no había atraído hasta entonces su atención: un olor insidioso y desagradable. Husmeó el aire en el umbral en el que la chica se había parado. Ahora que era consciente de su presencia, resultaba tan evidente como la joroba de su espalda. Siguió el persistente tufo escaleras arriba, hasta la habitación a oscuras. Con cada paso que daba, crecía la curiosidad que sentía hacia la mujer… y con ella, por vez primera, su desconfianza.

—No has comido —dijo desde el pasillo, tratando de provocar alguna respuesta. Necesitaba verla, olería, a causa de aquel nuevo hedor que le erizaba el vello de la nuca—. No puedes irte aún a la cama. Es demasiado pronto —la chica no respondió pero él sabía que no estaba dormida—. ¿Cómo te llamas? —le preguntó—. No me lo has dicho.

Sabía que no habían hablado mucho pero ¿qué le había ocultado?

—Kaitlin —seguía titubeando pero al menos hablaba—. No me lo habías preguntado —dijo con voz débil y una osadía que no resultaba nada convincente.

—Kaitlin, ¿dónde has estado hoy? Apestas.

Hubo una larga pausa. Entre las sombras cada vez más alargadas del cuarto, Kaitlin se sentó en la cama y dejó que cayera la colcha. Seguía vestida.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—He dicho… —empezó a decir él en tono acusador, pero ella lo interrumpió.

—Tú tampoco olías muy bien cuando te encontré —le espetó. Se tumbó con un movimiento brusco, arrojándose casi sobre el colchón, y a continuación se tapó de nuevo con la colcha.

Su renovada combatividad cogió desprevenido a Arroyo Negro. Sólo un momento antes había parecido acobardada. ¿Y ahora…?, casi sin darse cuenta descubrió que estaba enfadándose con ella; con los dedos hundidos en la madera del marco de la puerta, luchó por contener la más familiar de sus emociones. Después de todo, ¿y si de verdad era una criatura espiritual? ¿De verdad quería ofenderla? Volvió a intentarlo.

—Quiero decir… no apestas. Hueles a algo… malo. No, o sea… algo que es… algo que no deberías… algo que no eres tú. —¿Cómo había conseguido enredar tanto las cosas? Mancillado por el Wyrm, quería decir, pero si era inocente de verdad esas palabras no significarían nada para ella. Se dijo que debía recordar que posiblemente no fuera tan inocente ni estuviera tan indefensa como pretendía, no si había logrado de alguna manera sobreponerse al Delirio—. ¿Dónde has estado? —preguntó de nuevo.

—He ido a trabajar —dijo ella.

—No volverás a ir.

Era así de simple. Estaba dispuesto a darle el beneficio de la duda y creer que no era un astuto sicario del Wyrm, que aquella peste a Wyrm que se le había pegado al cuerpo era de alguna manera producto de la casualidad.

Aparentemente, las cosas no estaban tan claras en la mente de Kaitlin.

—Mira, tú —dijo con voz temblorosa, balanceándose entre el miedo y el resentimiento—. Eres bienvenido aquí porque no creo que tengas otro lugar al que ir y no me gusta la idea de que vuelvan a darte una paliza para que mueras congelado. Pero no voy a permitir que me digas lo que tengo que hacer. Si vas a matarme, adelante, hazlo, pero ya he tenido suficiente de ese rollo tuyo de yo-Tarzán-tú-Jane.

—¿Qué es lo que has dicho?

La voluntad de resistirse abandonó el cuerpo de Kaitlin. Se llevó una mano temblorosa a la boca, como si de alguna manera pudiese contener las palabras que ya había pronunciado.

—¿Qué es lo que has dicho? —volvió a preguntar él. Kaitlin lo miraba, sin palabras, boquiabierta—. ¿Has dicho que si iba a matarte?

Kaitlin le dirigió una mirada enloquecida por un instante, con la actitud de un animal atrapado, pero al ver que no hacía ademán alguno hacia ella, se calmó un poco. Pero seguía asustada, temerosa.

—¿No es eso lo que haces?

La pregunta, la acusación, pendió entre ambos, apartándolos con la fuerza invisible de sendos imanes de igual carga. Arroyo Negro estaba desgarrado; quería presionar más, descubrir qué sabía ella exactamente. Pero además, a pesar del tufo de corrupción que la rodeaba, se negaba a creer que esa muchacha perteneciera al Wyrm. Le miró los ojos y se dio cuenta de que no era así como quería que ella lo mirara. No quería intimidarla; no quería que le tuviera miedo.

—Nunca he matado a nadie que no se lo mereciera —dijo, pero al instante supo que las palabras no parecían decir lo que él había pretendido. ¿Cómo iba eso a tranquilizarla? Se maldijo en silencio.

Con un suspiro, Kaitlin dejó que sus hombros se hundieran hacia delante, exhausto su diminuto cuerpo por los tumultos alternativos de la cólera y el terror. Lo único que parecía quedarle era resignación. Miró el suelo.

—Este lugar —dijo— es lo único que me queda —hizo una pausa, respiró hondo—. Era una especie de… como una fortaleza. He sido tan estúpida como para dejarte entrar, así que… si ya no es segura… —respiró hondo de nuevo—. Bueno, como ya he dicho, si vas a matarme, hazlo y acaba de una vez.

La severa desesperación de sus palabras hizo que Arroyo Negro se encogiera. Reconocía muy bien la mezcla de miedo y resentimiento que socavaba su voluntad. En ellas se reconoció a sí mismo apenas un par de noches atrás, cuando había esperado que Canción de Víspera lo matara, cuando había deseado que Canción de Víspera lo matara. Dio un paso hacia ella. Levantó una mano y, muy despacio, se la puso en el hombro.

—No voy a hacerte daño, Kaitlin —dijo con tono sombrío—. Tú me aceptaste cuando nadie más lo hubiera hecho. He abusado de tu hospitalidad y… lo siento. Siento haberte dado órdenes pero esta noche hay en ti un olor a…

—A basura —murmuró ella, aún abatida, derrotada. Si existía un atisbo de alivio debajo de su desesperación, Arroyo Negro no pudo percibirlo—. Hoy he ido a la incineradora, trabajo allí —dijo—. Queman cosas. Para eso son las incineradoras. Tenía pensado darme un baño, muchas gracias.

Aquel intento de sarcasmo alentó a Arroyo Negro, le demostró que ella no se había hundido del todo en la impotencia… como él mismo había hecho tantas veces.

—No es ese tipo de olor —dijo sacudiendo la cabeza—. Puede que no te des cuenta. Puede que no sea la clase de cosas que tú puedes percibir.

Kaitlin se encogió de hombros.

—¿De veras has matado a alguien alguna vez? —preguntó. Parecía querer que le dijera que había sido una broma.

—¿Porqué lo preguntas? —la observó con atención. ¿De veras le preocupaba tan poco el rastro del Wyrm? ¿Estaba tratando de distraerlo o simplemente no entendía de qué estaba hablando? Quería decirle que sabía que ella lo había visto con su forma de hombre lobo. Quería que admitiera que lo sabía. Tal vez entonces pudiese confiar en ella.

Kaitlin titubeó pero no se rindió.

—Parece algo razonable que preguntarle a alguien que se aloja en tu casa.

Arroyo Negro cruzó los brazos, molesto por sus constantes disimulos. Seguía ocultándose, aquella mujer que lo había visto a pesar del Delirio. Sin embargo no lograba convencerse de que era una enemiga, una amenaza. ¿Era esta razón o mera simpatía por una persona que lo había acogido? Le dio la espalda y bajó al piso inferior. Había dicho todo cuanto se atrevía a decir por el momento.

Esperó allí mientras oía cómo se bañaba. Kaitlin bajó algún tiempo después y comieron en silencio. Tres horas después de que ella volviera a subir, fue a su cuarto. La vio durmiendo —esta vez sí que estaba durmiendo— y se acurrucó con la manta en el suelo, junto a su cama.