Capítulo doce

—¿Está el señor Robesin?

—Sí. Por ahí, muchacha —el hombre del mono aislante y la tablilla con sujetapapeles en la mano, sujetó a Kaitlin del brazo mientras ésta se volvía—. Espera —dio un respingo y trató de soltarse pero la mano del hombre era fuerte. La sujetó hasta que un camión de basura de grandes dimensiones pasó rugiendo desde la dirección de la carretera principal—. No siempre miran por dónde van —dijo el hombre mientras el camión se alejaba.

—Vale —dijo Kaitlin, resentida por el hecho de que la hubiera sujetado. ¿Se creía que era tan tonta como para ponerse delante de un camión? Pero enseguida lo reconsideró: estaba tratando de ayudarla, de asegurarse de que no le pasaba nada, no pretendía decir nada con ello—. Gracias —se forzó a decir. Era ella la que estaba un poco nerviosa aquella mañana. Puede que si se hubiera puesto delante del camión. Últimamente parecía empeñada en matarse.

Mientras se dirigía hacia el pequeño edificio se tapó la cara para protegerse de la nube de polvo que había levantado el camión al pasar. Había en el aire un olor tenue de algo que se quemaba; no el característico aroma del fuego de madera sino algo más parecido al acre tufo de la basura quemada, un olor químico, sintético. Kaitlin había esperado algo mucho peor. No había una densa y grasienta nube de hollín y humo, ningún residuo de cenizas extendido en varios kilómetros a la redonda.

Miró hacia atrás y descubrió con sorpresa que el trabajador ya no le estaba prestando atención. Se sentía como si todo el mundo la estuviera observando pero un rápido examen de la zona le reveló que el puñado de trabajadores que había entre los edificios de ladrillo y los almacenes de metal tenían otras ocupaciones aparte de espiarla.

—Lo que pasa es que estás asustada —dijo y al instante deseó no haberlo hecho. No quería que toda aquella gente pensara que hablaba sola; no quería que pensaran que estaba loca.

Pero sí que estaba asustada. Arroyo seguía en el suelo cuando había despertado. Hecho un ovillo en la manta… como una mascota. Qué extraño. Y no es que se estuviera quejando. Era infinitamente preferible eso a que hubiera subido a su cuarto para matarla. Por la mañana Kaitlin se había dado cuenta de que su reacción de la pasada noche había sido excesiva. Resultaba más fácil desechar las visiones. Aquél era el mundo, el mundo real: camiones y edificios feos y gente trabajando. Allí era donde tenía que encontrar asidero. Su mente dejaría de jugarle malas pasadas muy pronto. Puede que si le iban las cosas bien por allí regresara con su familia, o a Detroit.

Pensar en la ciudad le provocó un repentino ataque de ansiedad. No importa, se dijo. Tómate las cosas con calma. Un paso detrás de otro por el camino cubierto de polvo.

El edificio de ladrillos era una oficina llena de archivadores y estantes y entre ellos, detrás de una mesa, se sentaba una mujer muy fea vestida con un jersey grueso de lana. Esbozó una cálida sonrisa al ver a Kaitlin.

—¿Puedo ayudarte?

—Eh… ¿está el señor Robesin?

—Sí, claro. ¿Quién le digo que quiere verlo?

—Kaitlin Stinnet. Pero… pero no creo que conozca mi nombre. Me ofreció un empleo.

—Oh. ¿En la oficina? Eso es maravilloso. Llevo meses pidiéndole que contrate a alguien para ayudarme. Me llamo Frances. Sólo un segundo —marcó una extensión en su teléfono—. Floyd, hay una mujer aquí que viene por lo del trabajo. Kaitlin Stinnet —colgó—. Saldrá ahora mismo.

Kaitlin asintió. Se entretuvo mirando la habitación y tratando de ignorar el hecho de que, a diferencia de los hombres del exterior. Frances sí que la estaba observando, aunque no como las mujeres de la tienda, llenas de suspicacia y de una curiosidad digna de la prensa amarilla; Frances era toda sonrisas.

—Disculpa el desorden —dijo la secretaria al ver que Kaitlin parecía interesada en los diversos archivadores y estantes llenos a rebosar de papeles de aspecto oficial—. Verás, lo que hacemos aquí es fabricar papeleo. Se supone que la incineradora se encarga de la basura de la zona, pero aquí dentro tenemos nuestra propia basura —se echó a reír con naturalidad y dio unas palmaditas a una de las montañas de documentos que tenía sobre la mesa—. No sé cuántos árboles han pasado por esta oficina en el último año pero te apuesto algo a que podríamos reforestar todo el camino de aquí a Tejas y aún nos quedaría algún archivador lleno.

Kaitlin volvió a asentir. Se sentía como si se esperara una respuesta de ella, pero no sabía qué decir. En algún momento del tiempo que había pasado recluida, había perdido la habilidad para la charla intrascendente; había perdido la habilidad para la gente. Estaba acostumbrada a estar sola, a no tener que hablar con nadie. ¿Qué es lo que quería de ella la tal Frances? ¿Por qué estaba mostrándose tan amigable? Seguro que quería algo. La gente era cruel por naturaleza y sólo se mostraba amistosa cuando le convenía.

—¿Vives por aquí? —preguntó Frances.

Ahí estaba: alguien más que quería saber dónde vivía Kaitlin. ¿Para qué?

—No muy lejos —dijo, al tiempo que empezaban a asaltarla las dudas sobre su nueva incursión en el mundo real. Puede que no fuera tan buena idea, pensó mientras veía cómo se volvía rígida y ligeramente tensa la sonrisa de Frances.

—¿Llevas mucho tiempo en la zona? —le preguntó ésta.

—Algo.

—Oh. Ya veo. Qué bien.

—Ah, Kaitlin —dijo el señor Robesin mientras abría la puerta de la pared opuesta—. Me alegro de que hayas venido. El otro día no se me ocurrió preguntarte tu nombre, pero supuse que serías tú. Ya conoces a Frances.

—Sí —dijo Kaitlin, avergonzada de repente por su paranoia. Puede que sólo los primeros encuentros fueran los malos y que ya hubiera superado en su mayor parte la desconfianza que sentía hacia el señor Robesin pero lo cierto era que parecía muy amistoso y genuinamente alegre de verla—. Ha sido… de gran ayuda. Y es muy amable.

—Por supuesto que sí —dijo el señor Robesin—. Entonces, ¿te quedas a trabajar hoy mismo o sólo has venido para ver el lugar?

—Um… supongo que puedo quedarme.

—Estupendo. Ya nos preocuparemos luego del papeleo: ya sabes. W-4, I-9, todo eso —el señor Robesin se frotó las manos—. Frances, ¿puedes irle enseñando, para empezar, a diferenciar los tipos de informes y a clasificarlos?

—Con mucho gusto.

—Estupendo. Como ya te dije, Kaitlin, al principio sólo podremos pagarte el salario mínimo pero lo iremos revisando periódicamente y puede que te concedamos un aumento cada tres meses. Quince horas a la semana. Somos bastante flexibles por lo que se refiere a los horarios. Sólo necesitamos ayuda para salir de debajo de esta avalancha de papel —indicó la sala entera— y permanecer fuera de ella. Puede que archivar documentos no parezca algo muy importante pero lo cierto es que estamos constantemente achicando agua.

—Floyd —dijo Frances— estás mezclando las metáforas.

—¿Ah, sí? Oh. Bueno, ya me entendéis. En todo caso, estamos encantados de tenerte entre nosotros. Te dejaré en las capaces manos de Frances. Tengo que ocuparme de algunas cosas. Cuando termine te llevaré a hacer una visita. ¿Te parece bien?

Kaitlin asintió. Estaba un poco aturdida por el casi maniático y amistoso frenesí de actividad desplegado por el señor Robesin. Lo mismo que le había pasado en la tienda, salvo, claro, durante el tiempo que sí que había estado aturdida de verdad.

—Estupendo —dijo él mientras se enderezaba la corbata—. Entonces os dejaré trabajar.

—Muy bien, querida —dijo Frances cuando las dos mujeres estuvieron a solas—. Vamos a tomarnos las cosas con calma y hacerlas bien. No hay por qué apresurarse, porque no acabarías con todo ni en un mes entero de domingos. Pero cualquier ayuda, por pequeña que sea, es de agradecer. Así que empezaremos con este montón…

Arroyo Negro despertó sin la familiar molestia de una resaca… que no era lo mismo que sin dolor. Ni de lejos. Su oreja, o lo que quedaba de ella, había sangrado sobre la manta mientras dormía; su rostro, a pesar de que las magulladuras e hinchazones habían desaparecido milagrosamente, era un mapa de costras supurantes. Los dos dedos rotos habían vuelto a la normalidad, aunque estaban un poco rígidos. Las heridas, hasta la oreja desgarrada, no tardarían en curarse; probablemente al día siguiente, o al otro como más tarde.

Canción de Víspera, a pesar de lo enfurecido que había estado, se había asegurado de no hacerle ningún daño duradero. Lo más probable era que le quedaran algunas cicatrices para recordar la paliza: la oreja, algunas pequeñas marcas en la cara, por no mencionar las señales de arañazos de la espalda, pero al menos éstas no se veían. Estaba tan borracho y abatido que Canción de Víspera podría haberlo matado. Con facilidad. Pero el Galliard se había contenido.

—Mala suerte —dijo Arroyo Negro—. Todo el mundo sería más feliz.

El sonido de sus cáusticas palabras remarcó lo dolorosamente vacía que estaba la casa. Por la mañana había oído que la muchacha se levantaba y salía temprano pero la vaciedad que sentía trascendía su presencia o ausencia física. Aun cuando estaba allí, en la habitación. Arroyo Negro se sentía como si estuviera a solas. Era extraño: era como si pudiera ver a través de ella, como si no proyectara una sombra propia. Ni siquiera sabía su nombre.

Gruñó para sus adentros. ¿Qué diferencia suponía su nombre? Sólo era una humana.

No, pensó, no era sólo una humana. Lo había visto en una forma que los humanos, sencillamente, no podían comprender. Perdían la razón. Sus mentes se quebraban. Y sin embargo, la noche que Canción de Víspera y él habían salido del bar, ella no había huido; no había caído al suelo como una idiota babeante. No era sólo humana.

Era liviana, insustancial, estaba pero no estaba. ¿Podía ser del mundo espiritual? Él no era de la luna creciente pero los espíritus habían estado agitados durante los últimos tiempos. Búho y Serpiente de Agua se le habían aparecido y Meneghwo… Arroyo Negro sospechaba que el feo lobo era más espíritu que Garou. Ponderó la posibilidad durante largo rato: que la chica fuera alguna clase de espíritu. Dudoso, seguía pensando. ¿Por qué trataría de hacerse pasar por humana, una raza que tan a menudo era contraria a los intereses de Gaia? Pero definitivamente había algo atípico en ella. No había podido determinarlo por el olfato y tampoco había servido de nada encontrarse con ella y hablar cara a cara. Sin embargo…

Al mirar a su alrededor. Arroyo Negro podía ver las señales de su naturaleza etérea… o más bien las señales que él no veía eran las que demostraban lo que pensaba. A sus ojos, la chica no dejaba casi huellas. Dejaba huellas literales —la cocina estaba llena de ellas— pero por la impresión espiritual que provocaba, la casa hubiera podido estar igualmente vacía. Lenta, metódicamente, Arroyo Negro fue recorriendo las habitaciones. En el piso de arriba, el baño y el dormitorio eran las únicas que usaba y las únicas pruebas de que la casa estaba habitada: unos pocos artículos de tocador en el estante, una toalla deshilachada, una caja de cartulina con una camiseta y una muda extra, una cama sin hacer y, debajo de ella, una caja de cigarros con un poco de dinero y con una bolsa autoadhesiva llena de maría.

Dejó la caja donde la había encontrado, sin tocar su contenido. El dinero no le hubiera durado mucho y no le interesaba la marihuana. Más que eso, no obstante, la caja le parecía una especie de capilla minúscula o relicario oculto, inscrita no con las runas de los Garou sino con unas letras que proclamaban: Rey Eduardo Imperiales. La chica, a diferencia de la mayoría de los humanos, poseía muy pocas cosas y estas pocas eran las que contenían poder para ella, sus fetiches.

El piso de abajo era más o menos igual. Sólo la cocina y la habitación contigua, llena de envases reciclables, mostraba alguna señal de uso. El resto de la casa estaba lleno de polvo, era frío y estaba a oscuras. En la cocina, los estantes llenos de comida enlatada parecían un poco fuera de lugar y sin lugar a dudas había otro olor humano en la mayoría de las cajas y envases. Arroyo Negro había captado el rastro la pasada noche pero no le había prestado demasiada atención, un mal hábito que sabía que debía remediar.

La comida, a diferencia de los objetos personales que había encontrado bajo la cama, no le pareció inútil. Puede que la comida humana no fuera tan interesante como el fruto de una cacería pero tenía la ventaja de ser estacionaria y estar disponible. Al instante olvidó por completo a la muchacha y se concentró en el botín de su cocina.

—¡Ten cuidado! —le advirtió Floyd Robesin a voz en grito sobre el rugido del camión que pasaba a su lado—. No siempre miran por donde van.

Al menos no le cogió el brazo. Kaitlin no pudo evitar una risa: todos esos hombres preocupados de repente por ella y creyendo que corría peligro a causa del tráfico. Aun así, se sentía aliviada de encontrarse en el exterior después de tantas horas archivando. Observó al camión que se alejaba.

—Eso no es un camión de la basura. Parece un transporte de gasolina o algo así.

—Productos químicos —dijo Floyd. La estaba llevando por el camino de grava, lejos de la oficina y de la carretera estatal, hacia el interior del complejo—. Será una visita rápida —dijo—. Sólo lo más interesante. La oficina ya la has visto… probablemente más de lo que te gustaría. Así que nos queda la fosa y la incineradora propiamente dicha, el laboratorio y las instalaciones de recuperación.

—¿Para qué necesitáis un laboratorio? —preguntó Kaitlin—. ¿Es que no estáis quemando basura?

—Sí y no. Esto es lo que uno llamaría un complejo de incineradora «amigable con el medio», de última generación. Adelantado a su tiempo desde un punto de vista científico. Estamos poniendo a prueba algunos procesos y tratamientos experimentales que se extenderán por todo el país en el transcurso de los próximos diez años. Podrás decir que estuviste presente cuando todo empezó —dijo con un guiño bromista.

—Ahá.

—Almacenamos los residuos peligrosos de veinte condados —continuó Floyd, ajeno al parecer a la falta de entusiasmo de Kaitlin.

—¿Quieres decir… radiactivos?

—¿Eh? Oh, no, no, no. No tan peligrosos. No trabajamos con sustancias tóxicas. Nuestros procesos de combustión y filtrado impiden que los metales y productos químicos dañinos contaminen el aire y las aguas subterráneas. Mercurio, PCBs. Tratamos gran cantidad de basura industrial y doméstica: pilas, fluorescentes, desechos médicos, fertilizantes, cargamentos de pintura vieja, transformadores eléctricos… esa clase de cosas.

—Ahá. ¿Y no se va todo a la atmósfera cuando lo quemáis?

—No. Ésa es precisamente la cuestión. Ven.

El camino de grava continuaba una corta distancia. Tras pasar por uno de los edificios de metal de techo ondulado, Kaitlin y Floyd alcanzaron al camión que antes los había adelantado. Al otro lado de una valla metálica, unos trabajadores ataviados con lo que parecían trajes espaciales de película estaban conectando unas gruesas mangueras del camión a unas válvulas situadas en un costado de un edificio de ladrillo mucho mayor que su oficina.

—Ése es el laboratorio —dijo Floyd—. Acceso restringido por razones de seguridad. Están descargando los componentes que se utilizan para formar nuestro disolvente químico. Se inyecta en el fregador, o sea, después del horno, junto con una mezcla de agua y barro, y seca los gases de humero y los gases ácidos. Eso —dijo mientras se inclinaba hacia un edificio bajo de cemento con una chimenea situado a varios cientos de metros— es la incineradora propiamente dicha. ¿Quieres ver cómo funciona?

—Claro —dijo Kaitlin—. Lo que sea antes de seguir archivando —se arrepintió en cuanto las palabras abandonaron sus labios. Floyd, pues desde que había oído que Frances lo llamaba así no podía seguir pensando en él como el señor Robesin, le había dado un empleo. Lo menos que podía hacer era no comportarse como una bruja en su presencia.

Pero Floyd se echó a reír y no se tomó en serio el comentario. Parecía tan encantado de poder salir del edificio y hacer la visita como Kaitlin lo estaba de no tener que seguir archivando. Era un trabajo tedioso y repetitivo pero ¿qué otra cosa iba a hacer? ¿De qué otro modo iba a volver a entrar en el mundo normal y cotidiano? Las gafas de Floyd hacían que se pareciera un poco a un sapo, una imagen que su calva cabeza no contribuía a deshacer. Era un sapo bastante agradable, pero un sapo en cualquier caso. Kaitlin seguía sospechando un poco de lo amable que era, lo bueno que era. Lo mismo le ocurría con Frances. La gente no actuaba así… al menos no con Kaitlin.

Floyd la llevó hasta el extremo de «la fosa», donde un camión estaba descargando su basura. Señalo la grúa que movería la basura hasta el suelo móvil, por el que resbalaría el cargamento para caer en el horno propiamente dicho. De pie junto a la fosa, Floyd no parecía reparar en el olor que hacía que Kaitlin arrugara constantemente la nariz.

—Pensabas que haría más calor a tan poca distancia del horno, ¿a qué sí? —le preguntó—. Las temperaturas son muy altas pero utilizamos una tecnología de aislamiento realmente notable. No puede ser de otra manera. Si no, el edificio, el cemento mismo, empezarían a desmoronarse. Los árboles en cien metros a la redonda arderían.

—Uau.

—Eso es.

Floyd señaló el mecanismo de fregado, el tanque de grandes dimensiones donde se introducía el secante químico y trató de explicarle en mayor detalle el proceso de filtrado, pero para entonces a Kaitlin había empezado a dolerle la cabeza —puede que a causa del frío, o del trabajo, o de la terminología técnica que él estaba utilizando constantemente— y no comprendió gran parte de los detalles.

—Creo que ésta es la mejor parte —dijo Floyd mientras la llevaba hasta el otro lado de la incineradora, a un área llena de pilas y más pilas de ladrillos—. ¿Tú qué crees que es?

—No lo sé. ¿Una zona en construcción? ¿Van a levantar otro edificio?

—Lo que se construye aquí son los ladrillos. ¿Qué consigues cuando quemas algo? ¿Qué te queda?

—Nada. Bueno… cenizas.

—Exacto. Cenizas. En el pasado, al filtrar sustancias peligrosas y eliminar el residuo gaseoso, o sea el humo, a las incineradoras les quedaba un remanente de cenizas muy densas y extremadamente tóxicas. Lo mejor de este sistema de AgriTec es que separamos por completo las toxinas. De modo que las emisiones al aire son inocuas, así como el residuo de cenizas. Básicamente, convertimos la basura en material de construcción. Y el año que viene añadiremos varias calderas y un generador de vapor que nos permitirán producir energía y enlazarnos a la red de energía local.

—Parece… impresionante —dijo Kaitlin, sabiendo que se suponía que debía estar impresionada—. Pero las sustancias tóxicas no desaparecen, ¿verdad? O sea, no están en el humo ni en las cenizas, pero están en alguna parte.

—Oh, sí. Pero el volumen se reduce exponencialmente y es casi insignificante en comparación a lo que tendríamos si tuviéramos que disponer de toneladas y toneladas de cenizas venenosas. Y los chicos del laboratorio están trabajando en algunas aplicaciones para descomponer estas sustancias del todo y volverlas inertes. No estoy familiarizado con los procedimientos científicos utilizados…

—Ya, ni yo. Oye, ¿no tienes frío?

—¿Qué? Oh, perdona. Te he tenido aquí fuera mucho tiempo y eso que dije que sería una visita corta. Volvamos dentro y veremos tu horario con Frances.