Arroyo Negro limpió el espejo del baño con una toalla blanca pero el cristal volvió a empañarse casi al instante. No le importó demasiado; la verdad es que no le gustaba mirar su cara más que a los demás.
El mundo parecía echársele encima… pero no era más que la hinchazón de los ojos, que casi le impedía ver. El mundo, tal como lo veía en aquel momento, era un cuarto de baño estrecho en una casa medio en ruinas que evidentemente pertenecía a la chica de la manta… así era como Arroyo Negro pensaba ahora en ella: la chica de la manta que los había visto a él y a Canción de Víspera varias noches atrás y que no había salido corriendo y gritando.
Canción de Víspera. Arroyo Negro se miró en el empeñado espejo pero el rostro apaleado que había allí no lo conmovió. No pudo encontrar en su corazón cólera contra Canción de Víspera por lo que le había hecho: darle una paliza y luego arrojarlo al bosque como si fuera una vieja nevera, para que se oxidara y fuera olvidado. Puede que para congelarse o para morir. A Canción de Víspera no le importaba. A Arroyo Negro no le importaba. Probablemente lo mejor para todos hubiera sido que en efecto muriera.
Como Galia. Ahora estaba mejor. Más allá del alcance de Evert y de su deforme retoño. Su ausencia empobrecía a aquéllos que se quedaban atrás… algo que nadie diría cuando Arroyo Negro muriera. No, él aún seguiría tirado en el bosque, convirtiéndose en comida para los buitres… de no haber sido por la chica de la manta. ¿Qué era, se preguntó, lo que la había llevado a preocuparse por él, a no dejarlo en paz? Probablemente algo parecido a lo que lo había llevado a él a no dejarla en el suelo la pasada noche. Había decidido devolverle la estúpida manta. ¿A qué otro sitio iba a ir? Pero cuando había llamado y le habían abierto la puerta, ella se había aterrorizado y había perdido el conocimiento. A pesar de que él estaba en forma humana. Curioso.
La había llevado al piso de arriba y la había dejado sobre su cama. Pero se había quedado la manta. Y luego se había marchado a beber y a que le dieran una paliza.
Mientras se miraba en el espejo, Arroyo Negro no estaba demasiado preocupado por su cara destrozada. Se rió en voz alta. De todos modos nunca había sido demasiado guapo. Las magulladuras se curarían enseguida. Las marcas de garras tardarían más, hasta para él. Supuso que se había ganado la paliza; después de todo, había entrado en el bar por la fuerza; como estaba demasiado borracho y apático para responder, Canción de Víspera no le había hecho ningún daño permanente; el camarero Fianna se había asegurado simplemente de que lo que le hacía doliera. Arroyo Negro se hurgó el trozo de carne y cartílago colgante que había sido su oreja.
A su espalda, la bañera estaba casi llena. Le costó desvestirse con los dedos rotos y aun con el vapor del agua caliente, seguía haciendo frío en el cuarto. Cuando por fin estuvo desnudo y se volvió para meterse en la bañera, se volvió un momento y vio su joroba en el espejo. Limpió el cristal y volvió a mirar.
La joroba, más que cualquier otra parte de su cuerpo, más que su cara hinchada, estaba llena de magulladuras y cortes. Puede que Canción de Víspera estuviera enfurecido por el daño provocado a su propiedad y por la negativa de Arroyo Negro a defenderse, pero también parecía que se hubiera sentido agraviado por la mera existencia del metis: así era como Arroyo Negro interpretaba la especial atención deparada a su deformidad.
—No pasa nada —dijo Arroyo Negro mientras se introducía con cuidado en el agua caliente—. A mí también me da asco mi existencia.
Sus heridas, que en su mayor parte se habían entumecido, reducidas a un palpito o un dolor sordo, volvieron a la vida. La perspectiva del jabón tampoco ofrecía demasiado consuelo.
—Sabía que odiaba el baño por alguna buena razón —murmuró. Puede que después encontrara un poco de sal para echarse en las heridas.
Estaba tardando una eternidad en el baño. Kaitlin trataba de ser paciente. Estaba malherido, después de todo, y se movía muy despacio… y tenía mucho que limpiar. Se preguntó cuándo habría sido la última vez que viera el interior de una bañera.
Se sentó en la cama y esperó. Se estaba bien en la habitación gracias al sol del atardecer. De tanto en cuanto, no obstante, se acercaba de puntillas a la puerta de la bañera y escuchaba. No estaba muy segura de qué era lo que estaba esperando oír… puede que sólo señales de vida. Y eso era todo lo que oía: el chapoteo del agua en la bañera, nada alarmante o dramático; lo bastante sólo para dejar claro que alguien estaba tomando un baño. Al cabo de un rato, no obstante, llamó a la puerta con los nudillos.
—¿Va todo bien por ahí?
—Sí —sin más explicaciones.
—Vale… bien… vale.
Salió una media hora más tarde. Lo primero que Kaitlin advirtió fue lo que faltaba: el hedor. Así estaba mucho mejor. Pero seguía teniendo un aspecto horrible. El agua y el jabón no sirven de mucho contra las magulladuras y los cortes. Su oreja seguía dando pena; los cortes de su cara estaban limpios pero algunos de ellos eran alarmantemente profundos; y se apretaba la mano izquierda contra el cuerpo.
—Tienes los dedos rotos —le dijo. Él le dirigió una de esas miradas del tipo «No me jodas»—. Tiene que verte un médico. También necesitas que te den puntos.
—Me pondré bien.
Kaitlin lo miró, boquiabierta y a todas luces un poco irritada por su negativa a aceptar ayuda.
—Mira —dijo él— no me des consejos médicos y yo no te diré cómo decorar tu casa.
Kaitlin se quedó aún más perpleja. Impulsada por el comentario, vio su casa como podría haberlo hecho un extraño: el vestíbulo desnudo, el piso de arriba vacío de todo mobiliario aparte de la cama y la bañera. ¿Pero quién era aquel gusano jorobado e ingrato para criticarla?
—Puedes irte —le dijo.
Él permaneció un segundo inmóvil y entonces se volvió y empezó a bajar las escaleras. Se había vuelto a poner la sudadera y la camisa con los que ella lo había encontrado. Estaban manchados de barro y sangre. Al cabo de un instante, Kaitlin lo siguió escaleras abajo. Al llegar al final, él se detuvo pero no se volvió.
—Lo siento —dijo.
—¿Qué?
—Lo siento —aspiró profundamente y su joroba se alzó y bajó como si fuera una criatura viva—. Me has ayudado. No debería portarme como…
—¿Un gilipollas? —sugirió Kaitlin.
Él permaneció inmóvil y entonces, aún sin mirarla, asintió.
—Sí —empezó a caminar hacia la puerta.
—Blackie el Jorobado —dijo Kaitlin y él se detuvo—. Así es como te llaman los niños en el pueblo.
—No sólo ellos. Qué creativo, ¿eh? ¿De dónde crees que se lo habrán sacado?
—¿Cuál es tu verdadero nombre? —preguntó.
Ahora sí se volvió hacia ella y la miró con frialdad.
—Arroyo Negro.
—¿Te llamas así? —le preguntó con incredulidad.
—Sí.
—Estás bromeando.
—No.
Durante un prolongado momento permanecieron mirándose el uno al otro desde una distancia de cinco o seis metros.
—Bueno, de lo que estoy segura es de que no voy a llamarte «Chepa». «Blackie» me suena a Retriever del Labrador y «Negro» a secas no es mucho nombre que digamos, así que creo que voy a llamarte «Arroyo» —él siguió mirándola—. Supongo que estás muerto de hambre.
—Sí —respondió sin más.
Bajó los últimos escalones y pasó junto a él.
—Ven. Estás de suerte. Tenemos comida de sobra en la casa.
Tras limpiar un poco avergonzada los restos de la vomitona de antes, le hizo unos perritos calientes. El señor Robesin no le había comprando ninguna salsa y ella no tenía panecillos, así que hizo las salchichas hervidas y las metió en pan blanco. Se comió una; él las otras siete. Sólo había una silla plegable en la mesita de la cocina, así que Kaitlin se apoyó en la encimera. Su invitado no parecía saber demasiado sobre maneras en la mesa. No la miró una sola vez. No dijo nada.
Impelidos por el incómodo silencio, los pensamientos de Kaitlin empezaron a dar vueltas, a arremolinarse y a bullir.
Se preguntó por qué le había dejado entrar en su casa, y no tanto porque hubiera sido maleducado con ella —cosa que ya resultaba molesta por sí sola— como porque era… algo. No comprendía todos los detalles. No comprendía ningún detalle. Y no quería hacerlo. Estaba tratando de no pensar en sus visiones y en lo que podían significar con respecto a él; era algo que nunca había visto. Pero estaba tratando de volver a encontrar su sitio en el mundo normal; tenía que pensar que no era más que un vagabundo al que habían dado una paliza. Pero era absurdo ignorar que aquel tío había matado a alguien. No tenía pruebas per se, nada que hubiera podido enseñar a la policía aun en el caso de que se hubiera sentido inclinada —y no era así— a entregarlo, pero a juzgar por lo que había visto…
—¿Es cerveza eso de la nevera? —le preguntó el hombre, rompiendo al fin el silencio.
—¿Eh? Oh, sí. Sírvete.
Él se levantó y sacó dos latas.
—No gracias —dijo Kaitlin.
La miró, perplejo por un instante y entonces pareció comprender a qué se refería. En el mismo instante, Kaitlin comprendió que no había sacado la segunda cerveza para ella. Abrió la primera y se la bebió en menos de treinta segundos; la segunda la apuró en un tiempo más razonable.
—Tienes sed, ¿eh? —dijo, al tiempo que cruzaba los brazos—. Hay más.
—Ya lo sé.
Su brusca y despreocupada respuesta hizo saltar todas las alarmas en el cerebro de Kaitlin. Había algo predatorio en su tono, algo que sugería que tomaría sencillamente lo que quería. Hundió las yemas de los dedos en la encimera mientras rápidos destellos de colmillos y garras cruzaban por su mente. ¿Su visión especial, un bombardeo residual?
¿O la visión de un futuro posible, la manera en que se desarrollarían los acontecimientos si permitía que aquella criatura se quedara en su casa? Aquella clase de visión, un destello de presciencia, no la había asaltado desde hacía bastante tiempo y no quería tener nada que ver con ella. Pero ¿acaso tenía elección? ¿Es que había abierto la ventana al otro mundo y ahora todas aquellas influencias malignas eran libres para acosarla?
—¿Qué? —preguntó él.
—¿Qué? —balbució como respuesta, sorprendida, alarmada—. ¿A qué te refieres con «qué»? —¿Quién era aquel hombre? ¿Qué era? Más de lo que parecía a primera vista… para la mayoría de la gente. Herido o no, era letal. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Kaitlin se hubiera arrancado los ojos. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida y haberlo metido en su casa?
—¿Qué pasa? Me estabas mirando como si… no sé, como si…
—¿Quién te ha dado la paliza? —inquirió Kaitlin. Los destellos de sangre y cuerpos desmembrados que no podía sacarse de la cabeza la aterrorizaban; tenía un miedo espantoso a que él se diera cuenta de que conocía su secreto, a que lo que había visto no fuera sólo el pasado sino también el futuro.
—¿Qué?
—Ya me has oído —dijo con voz beligerante, tratando de abrirse camino a codazos entre su propio miedo—. ¿Quién te ha dado la paliza? No has sido tú sólito el que se ha dado un repaso ahí fuera.
—No sabes de qué estás hablando, muchacha —respondió él, indignado al instante.
Kaitlin contuvo el aliento, aterrada. ¿Hasta dónde podía presionarlo? Quería distraerlo para que no advirtiera la realidad sobre ella. Pero ¿hasta dónde podía llegar? Si su desafío ahondaba demasiado, si llegaba hasta el depósito de furia y violencia que ella había visto, puede que sus visiones resultaran proféticas. No podía arriesgarse a cruzar aquella línea en la oscuridad. Conciliación.
—Por eso lo pregunto —dijo, aún firme pero menos desafiante—. Si vas a quedarte aquí…
—¿Quién dice que voy a hacerlo?
—¿En qué otro sitio ibas a estar?
Kaitlin oyó las palabras pero no pudo creer que las estuviera pronunciando. ¿Él estaba sugiriendo que iba a marcharse y ella trataba de convencerlo de que se «quedara»? ¿Aquel asesino inhumano —literalmente inhumano— que probablemente la destripara y devorara sus entrañas antes de la mañana siguiente? «Estúpida, estúpida, estúpida». ¡Hacía un minuto estaba rezando para que se marchara y ahora le pedía que fuera su invitado!
Parecía que Arroyo no tenía respuestas para su pregunta y ella no podía explicar por qué la había formulado. De nuevo se vieron abrumados por un silencio prolongado.
—Como quieras —dijo Kaitlin al fin y salió hecha una furia de la habitación. No tenía valor para rescindir la invitación pero confiaba en que si dejaba la puerta abierta, de manera figurada, al menos, la tozudez del hombre se apoderaría de él y desaparecería.
Subió al piso de arriba y se dirigió a su cuarto tras pasar un momento por el baño para recoger su manta. Arroyo la había dejado tirada en el suelo. La tela estaba mojada y olía como él antes de bañarse. Kaitlin cambió de idea y la dejó donde estaba. Se metió en la cama y esperó.
Y esperó.
Durante algún rato, escuchó sonidos procedentes del piso de abajo: ruidos inocuos, normales, los ruidos de alguien que se movía por la casa; no como si Arroyo estuviera destrozando cosas, o desgarrando gente ni nada por el estilo. Entonces se hizo un largo silencio por toda la casa. No se oía nada. Mientras trataba de aguzar el oído el sol se hundió en el horizonte y comenzó a esperar contra toda esperanza que se hubiera marchado. De alguna manera, había logrado que los goznes no chirriaran y se había ido. No iba a matarla y violarla en la oscuridad de la noche. Se había tomado un paquete de salchichas, un par de cervezas y se había largado tan feliz. De nuevo contra lo que le dictaba el juicio, empezó a sentir lástima por él. Se contuvo y entonces sus emociones se columpiaron en la dirección contraria. Las preguntas y respuestas no dejaban de acumularse en sus pensamientos. ¿Por qué no debía ayudarlo? Porque iba a matarla. ¿Por qué no iba a matarla? Porque lo había ayudado. Se hubiera muerto ahí fuera. Necesitaba un lugar para quedarse. Necesitaba protección. Pero ¿cómo iba ella a protegerlo? ¿Y si quien le había dado la paliza venía a buscarlo? Ésa no es la cuestión, se dijo. Entonces, ¿cuál era la cuestión? La cuestión era que a pesar de que ella lo había ayudado, aún era posible que fuera un asesino enloquecido. No, ésa no era la cuestión, en realidad no. Él era diferente… peligroso… necesitaba ayuda… ella necesitaba ayuda…
Kaitlin se cubrió la cabeza con la manta. No podía pensar con claridad. No podía concentrarse en un solo pensamiento el tiempo necesario para desarrollarlo apropiadamente. Era un peatón ciego, sin posibilidad de atravesar una autopista llena de tráfico. Aquél era el caos que creía haber dejado atrás en la ciudad. Aquello era lo que el aislamiento debiera de haber curado. Pero el mundo había venido a buscarla, ambos mundos…
Mientras permanecía aterrorizada debajo de la manta, no podía dar crédito a la absurda valentía que había demostrado antes. ¿En qué estaba pensando? ¿Es que estaba tratando de enfurecer a ese tío? Era una criatura que vivía de la furia…
¿Cómo sabía eso? ¿De dónde había venido ese conocimiento? ¿De dónde habían venido las imágenes de la carnicería dentro del bar, cuando lo único que había hecho era tocar el cristal de la puerta delantera? Kaitlin sollozó. ¿Cómo podía escapar del otro mundo si sus fragmentos irrumpían en su interior sin ser invitados?
Pero el otro mundo estaba allí. La arrastraría consigo. Por mucho que ella quisiera evitarlo. Sintió la humedad de las lágrimas resbalando por sus mejillas. Igualmente podía haberse quedado en casa, cerca de su familia y sus amigos. Pero el mundo estaba cambiando, descomponiéndose, enfermando, muriendo y ella no podía quedarse para ver que eso les ocurría. Le hubiera partido el corazón.
Aquélla era una de las razones por las que se había marchado. Puede que la razón. En aquel momento no se había dado cuenta y tampoco durante el período que había estado enganchada a las drogas y la prostitución. Pero durante sus dos años de soledad, había terminado por comprenderlo. Sí, los detalles de su drama personal habían desempeñado un papel, pero la sensación de impotencia se extendía más allá de la violación. Si los únicos monstruos que hubiera tenido que contemplar hubieran sido humanos, habría podido soportarlo, pero saber lo que había ahí fuera, la clase de cosas… ¿Qué hubiera hecho si un espíritu malévolo se hubiera introducido en su madre? Eso era lo que le había pasado a la señora Mjonski, dos manzanas más allá de su casa. La extraña cara que asomaba tras los ojos de la anciana había fascinado a Kaitlin… hasta que un día la señora Mjonski se había clavado dos agujas en el cerebro a través de los ojos. Y algo igualmente horrible podía haberle pasado a su hermano. ¿Cómo hubiera protegido su curiosidad a Anthony de los muertos vivientes? No hubiera podido soportar que le ocurriera algo tan espantoso a su familia.
Así que la había abandonado. Y había tratado de fingir que ni ellos, su familia, ni las criaturas sobrenaturales, existían. Como cuando se cubría la cabeza con la colcha, abandonar a todos aquéllos a los que amaba no significaba que aquellas cosas horribles y aterradoras no les pasarían a ellos… sólo que ella no tendría que experimentar su dolor y su sufrimiento. Marcharse era un acto de egoísmo. Pero ella era demasiado sensible; se hubiera roto por dentro. ¿Lo hubiera hecho? ¿Quién podía decir que no?
El crujido de una tabla del suelo en el piso de abajo interrumpió las introspecciones de Kaitlin. Contuvo el aliento. Después de pasar tantas horas, semanas, meses a solas en aquella casa había terminado por reconocer su manera de respirar y asentarse: el roce de las ramas contra el tejado, el traqueteo de las ventanas cuando el viento soplaba con fuerza, el agitarse de las ardillas que anidaban en la chimenea… así como el sonido del peso en el linóleo de la cocina o en la madera del vestíbulo. Esto último fue lo que oyó ahora.
Su corazón latía con mucha fuerza en sus oídos, una salva de veinte, treinta latidos, pero no exhaló.
Él se encontraba de pie en el vestíbulo. ¿A qué estaba esperando? ¡Lárgate!, quería gritar. Entonces oyó un nuevo crujido, pero no el de la puerta principal al abrirse, sino el del primer escalón. El pulso le martilleaba en el cerebro. Tenía que respirar. Se formaron silenciosas maldiciones en sus labios mientras trataba de hacerlo —de forma tranquila, lenta y controlada— y fracasaba.
Siguió en su mente la progresión de los pasos. El séptimo escalón crujió exactamente cuando debía de haberlo hecho. Kaitlin estaba paralizada. Podía salir por la ventana, alejarse por el tejado del porche y descender por el poste para… ¿para escapar? O para ser cazada en la oscuridad del bosque. ¿Podía escapar de aquella criatura…?
No era una criatura. Era un hombre. Pero ella la había visto…
Un gemido sordo escapó de sus labios, apenas un susurro pero a ella se le antojó un grito de angustia primaria. Un alarido de muerte. No podía controlar su miedo, no hubiera podido convencer a su cuerpo de que se moviera aunque hubiera querido. Siguió escuchando. ¿Se le había pasado por alto el crujido del décimo escalón? Hubiera debido de estar… Allí. Debía de haber hecho una pausa. La había oído. Seguramente quería que estuviera despierta cuando le abriera la garganta y desparramara sus entrañas por toda la casa; seguro que le encantaba que supiera que se estaba acercando. Olería el sudor de su miedo.
Pasos en el pasillo del piso de arriba. Kaitlin trató de sentirse alegre por no tener que tomar más decisiones difíciles… se había equivocado en todas ellas pero al menos no tendría que tomar más. Imaginó cómo sería el dolor: las garras adentrándose en su carne, más profundas que la jeringuilla de la heroína, desgarrando piel y músculo, separando la carne de los huesos. Pensó que preferiría un tiro —un tiro y luego nada— a sentir cómo la hacían pedazos. ¿Tardaría mucho en morir? Esperaba que no. Pero en ese caso puede que él la reservara. Como el día anterior, cuando estaba inconsciente y no la había matado.
Estaba en el umbral. Ella quería cerrar los ojos, fingir que estaba dormida, aunque no fuera para engañarlo, que no podría, sino para no ver el golpe. Pero los ojos casi se le salían de las órbitas. ¿Era una lágrima lo que resbalaba por su mejilla o la sangre de un capilar que había reventado?
Entró en el cuarto. Ella sintió que se formaba otro gemido de horror en su garganta pero lo contuvo con su aliento. La habitación estaba a oscuras. No podía saber si él la estaba mirando. Sólo era una silueta. Y entonces se inclinó, se arrodilló. Tenía algo en las manos: la manta. La extendió sobre el suelo y, mientras Kaitlin lo miraba sin comprender, con el corazón helado de terror, se tumbó hecho un ovillo junto a su cama y se echó a dormir.
En algún momento volvió a respirar. Empapada de sudor, empezó a temblar bajo la colcha. Tembló hasta que se le pinzaron los músculos: los brazos, los pies, las piernas, el estómago, la mandíbula. Pero el frío y el dolor significaban que seguía viva. Cuando la fatiga la reclamó al fin, durmió como los muertos.