Una de las últimas cosas que Kaitlin hubiera esperado del cielo o del infierno era que tuviera el techo manchado de humedad. Contempló el extenso patrón gris pardo durante varios minutos antes de superar la sorpresa por seguir con vida. Y lo que resultaba aún más sorprendente era el lugar en el que se encontraba: en su propia cama, tapada con la colcha.
Recordó todo de pronto, y se incorporó al instante: el hombre lobo en la puerta, con un cadáver sobre el hombro. Miró a su alrededor y a continuación se sentó en perfecto silencio y escuchó tratando de encontrar… no sabía el qué. ¿Un monstruo, un licántropo? Fuera lo que fuese lo que esperara, no lo oyó. Lo único que percibió fue algún aleteo ocasional y el picoteo de las urracas que buscaban su desayuno entre los canalones cubiertos de hojas de la casa.
En el exterior el cielo estaba iluminado pero el sol no se había levantado lo bastante para llegar hasta la cama. Mañana. Otra mañana atormentada por las imágenes confusas de lo que podía o no haber visto. ¿Un monstruo en su puerta o simplemente un hombre sucio y desaliñado? Su hedor pendía aún de sus fosas nasales como una película de polvo pero era más real que lo que había visto… lo que creía haber visto. Como le había pasado con el dueño del bar, había un conflicto entre lo que veía y lo que veía. Aunque Kaitlin no había dejado su visión especial tras de sí, en la ciudad, renegaba de ella de todas maneras. Pero a veces la asaltaba por sorpresa; no quería dejarla sola. Los meses de soledad no la habían debilitado. Las visiones no se habían marchitado por la falta de uso. ¿Podía fingir que no existían? Se tapó la cabeza con la colcha y decidió que sí, que podía al menos intentarlo.
Se quedó así hasta que su estómago empezó a gruñir, un sonido sordo y burbujeante, y por una vez no pudo hacer nada al respecto. Salió de la cama y en un acto reflejo buscó la manta para ponérsela sobre los hombros…
… De nuevo imágenes conflictivas asaltaron su sentido de la memoria: el hombre de la puerta no era ya un monstruo; lo que llevaba sobre los hombros, no un cuerpo sino una manta. Su manta. Volvió a percibir su hedor y se sonó la nariz en la manga, tratando de liberarse del desagradable recuerdo.
Había perdido el conocimiento. Se había desmayado, o lo que fuera, otra vez. Joder. Y había despertado a la mañana siguiente, vestida, en su cama. Bajó con cuidado las escaleras, lanzó una mirada suspicaz a la puerta delantera, como si la dislocación temporal y espacial fuesen de alguna manera culpa suya. Había despertado a la mañana siguiente, en la cama, no en el suelo delante de una puerta abierta. Si hubiera subido las escaleras seguramente se habría acordado. ¿La había subido el desconocido, la había dejado en la cama?
—¿Y me ha tapado, por el Amor de Dios?
La puerta delantera estaba cerrada. No había señales de… ¿qué, un robo? ¿Qué coño iban a robarle? Kaitlin subió corriendo, se aseguró de que la caja de cigarros seguía bajo la cama y de que el dinero que contenía estaba intacto. Aparte de eso, lo único de valor que había en la casa —asumiendo que el ladrón no quería el producto de varios meses acumulando envases reciclables— era la comida. Se dirigió a la cocina. Todo parecía igual a como lo había dejado ella, salvo la caja de El Amigo de la Hamburguesa, que estaba de pie sobre la mesita.
Se la había llevado consigo a la cocina; no se le había ocurrido dejarla. De modo que alguien la había llevado a su cama y había colocado pulcramente la caja de El Amigo de la Hamburguesa en la mesita. Extraño. No, más que extraño. Espeluznante.
Kaitlin derribó la caja. No le gustaba su aspecto de monumento a un desconocido que nunca hubiera debido poner el pie en su casa y mucho menos tomarse libertades con su comida.
Impulsada de nuevo por su estómago vacío, sacó una caja de mazorcas de maíz y un cartón de cuatro litros de leche de la nevera. El horno no parecía funcionar así que asó las mazorcas en uno de los quemadores. Mientras engullía su desayuno y bebía directamente del cartón, la asaltó una sensación extraña. Al principio pensó que probablemente se tratara de las partes chamuscadas de la mazorca, que estaban haciendo que se le encogiera el estómago como un puño. Entonces olisqueó la caja de El Amigo de la Hamburguesa; puede que la peste residual del vagabundo la estuviera poniendo enferma.
No fue hasta después, mientras trataba de encontrar un sitio para guardar el resto de la comida, cuando comprendió que ésta era precisamente el problema… o al menos, parte de él. Su cocina estaba llena de comida que le había regalado el señor Robesin, un hombre al que no conocía de nada hasta ayer mismo. Y otro hombre al que no había visto nunca —esto no era del todo cierto pero se negaba a reconocer que lo había visto con una forma no del todo humana aquella noche, en el exterior del bar— había estado también en su casa. Aquel lugar que era suyo, que era su refugio contra todo aquello que había abandonado en la ciudad, había sido invadido, violado, con su permiso o sin él… Ambas cosas, en realidad.
La constatación de este hecho le revolvió el estómago. Fuera por causa del tufo del vagabundo o del desayuno inusualmente copioso, Kaitlin se dobló sobre sí misma. El dolor de su vientre la hizo caer y se hizo un ovillo en el suelo. Vomitó un chorro de maíz sin digerir sobre el linóleo.
Se quedó en el suelo hasta que las arcadas remitieron. Tras ponerse en pie con dificultades, metió la mano en el fregadero, abrió el agua, se lavó la boca.
—Tengo que salir de aquí —gimió. Aquel lugar que había sido su refugio era ahora parte de su tormento.
Estaba fuera antes de haber empezado a pensar adónde iría. No se detuvo para recoger la parka a pesar del frío que hacía aquella mañana. Se quedó allí fuera, tiritando y mirando su nueva casa a través de las nubes de vaho de su aliento. Por primera vez desde que abandonara la ciudad quería estar lejos de su nuevo hogar. Se había escondido allí, pero el mundo había venido a buscarla… los mundos, tanto el físico como el sobrenatural.
Le dio la espalda a la nueva casa, mientras se preguntaba si alguna vez volvería a servirle como fortaleza o si los muros que la protegían de todas las cosas exteriores se habrían agrietado para siempre. Con cada paso que daba se sentía más insegura, más desesperada. La casa era su capullo; estaba emergiendo, pero no había cambiado, no era ninguna mariposa desplegando sus alas. Seguía sintiendo náuseas en su interior, vestigios de la purga, pero apretó los dientes y siguió adelante, alejándose de la casa. Era necesario. Tenía que afrontar el mundo… uno de ellos, al menos.
—Dios bendito —le dijo a la mañana mientras empezaban a resbalar lágrimas por su rostro. Se limpió las mejillas pero el temblor de sus dedos la enfureció. La mayoría de la gente no tendría por qué soportar aquello. La gente «normal» no tendría por qué soportar aquello. Pero la mayoría de la gente no había pasado por lo que ella había pasado; la mayoría de la gente no había visto lo que ella había visto. Por eso seguían siendo normales.
Kaitlin gritó:
—¿Por qué no puedo ser yo? —el áspero y penetrante temblor de su voz resonó entre los árboles—. ¿Por qué?
Quería recuperar su vida… la vida que le había sido negada. No pensaba en los ricos, felices en sus casas de lujo con sus coches caros y sus piscinas y sus quinientos canales de televisión. No quería esa vida, su vida. Quería la que hubiera sido suya… si no hubiera empezado a ver cosas, si aquellos hombres no la hubieran arrastrado al callejón y le hubieran arrebatado su inocencia y su voluntad. Había estado tan consumida por la curiosidad hacia las criaturas del otro mundo que había estado ciega a los monstruos que moran en éste. Malditos todos ellos: los vivos y los muertos. Y ahora ya no podía esconderse de unos ni otros.
—Sigue andando —se dijo—. Sigue andando y llegarás a alguna parte —pasó junto a la Casa del Barril pero no la miró. Ver el cristal agrietado de la ventana hubiera sido admitir que existía su ventana al otro mundo y ahora mismo no podía aceptarlo. Tenía las dos manos ocupadas en éste, tratando de conservar la cordura. Los dedos le hormiguearon al recordar la sensación del cristal y la espeluznante escena del interior del edificio de ladrillo. Advirtió que el corte de su dedo palpitaba y se preguntó si acababa de empezar. Aún no se había puesto una tirita; los bordes de la herida estaban separados y tenía toda la zona roja e hinchada. El señor Robesin le había comprado tiritas. Debería haber usado una y algo de desinfectante. Pero no había tenido ocasión. Había estado guardando la maldita comida y entonces la llamada en la puerta…
El señor Robesin. Se aferró a ese nombre, a su rostro, para impedir que sus pensamientos se adentraran por la otra senda. Él pertenecía al mundo normal, el mundo adulto del que Kaitlin había siempre asumido que un día formaría parte. Mientras sus pies la llevaban adelante, supo de repente adónde iría. Él le había ofrecido un empleo, un asidero al mundo normal.
El pensamiento hizo que volviera a sentir náuseas, pero no le quedaba nada en el estómago para vomitar. Siguió andando, cada vez más deprisa.
—Tienes que hacerlo —dijo. Los años de aislamiento le habían dado un respiro, pero el aislamiento no era en sí mismo la respuesta; por muy tentador que resultara, apartarse del mundo no era, a la larga, una solución práctica. Y puede que el tiempo transcurrido en el capullo no hubiera pasado en vano; puede que sí fuera diferente ahora. Era más fuerte, era dueña de sí… o al menos estaba cerca de serlo. Tenía que creerlo porque si no, ¿de qué serviría el tiempo pasado lejos… de todo, de todos?
Aparte de tener que sonarse la nariz de tanto en cuanto, Kaitlin logró casi olvidarse del frío. No era el viento helado sino la intensa, desesperada concentración la que hacía que le doliera la cabeza. Tenía la mirada fija en el pavimento; con cada paso que daba construía una especie de impulso existencial, rompía con el pasado y se movía con osadía, aunque también con inquietud temblorosa, hacia el futuro. Cuando el palpitar de sus sienes superó al de su dedo, empezó a frotarse la cara, a pasarse las manos por los cabellos, a darse masaje en la cabeza. Lejos ya de la Casa del Barril, cruzó la carretera y siguió su camino por el lado izquierdo, para estar de cara al tráfico. Qué irónico resultaría: aventurarse por fin al mundo para ser atropellada por un camión.
Se detuvo de improviso, casi antes de que su mente consciente percibiera el movimiento en el bosque. Durante un prolongado momento se quedó mirando hacia allí, absorta; sus desesperados pensamientos habían sido desbaratados de tal modo por la inesperada visión que de pronto su mente se sintió benditamente vacía. Volvió a limpiarse la nariz. Entonces abandonó el pavimento, cruzó el estrecho arcén y se adentró en los bosques.
La maleza era más densa cerca de la carretera, donde la luz llegaba al suelo con más facilidad y florecían las trepadoras y los matorrales. Se abrió camino con cuidado entre el follaje partiendo sólo unas pocas ramitas. El movimiento que había visto podía no ser más que algún resto de basura enredado en un tocón y sacudido por el viento… podía ser, pero no lo era. El objeto parecía enredado en una rama pero no era una bolsa de basura hecha jirones ni un periódico levantado por el viento de la parte trasera de una camioneta. Era su manta.
Al acercarse, Kaitlin vio también lo que, por culpa de una leve hondonada, no había advertido desde la carretera: un cuerpo, tendido en el suelo, inmóvil.
Se detuvo. El repentino acceso de alegría infantil que había sentido al descubrir la manta se volvió piedra en su estómago. No podía estar pasando, aquello no podía ser un cuerpo, un cuerpo vivo —o muerto— de verdad.
Escuchó un coche que pasaba en la carretera y consideró la posibilidad de correr para pedir ayuda. Pero no estaba más preparada para una confluencia de ambulancias y policías y servicios de emergencia de lo que lo había estado el día anterior, en la tienda.
¿Pero y si estaba muerto? Lo pensó durante un minuto. Si estaba muerto, todo sería más fácil. Cogería su manta y se marcharía y nadie saldría herido. Si no estaba muerto… las cosas podían complicarse.
Como se estaba acercando en contra del viento, Kaitlin no lo olió hasta que estuvo muy cerca. El olor se arrastró al interior de su consciencia, como el aroma muerto y terroso que hubiera brotado en burbujas de haber estado ella metida hasta las rodillas en el barro de una ciénaga. El tufo desperezó sus recuerdos y volvieron en tropel las imágenes del día anterior: el hombre de pie en su puerta, con una manta alrededor de los hombros, su manta. Alargó la mano y se apoyó en un árbol joven para no caer.
Lo que había allí, tendido en el suelo, era un hombre, se decía una vez tras otra… no una horripilante criatura lupina, no un monstruo babeante. Al mirarlo, supo que era uno de los dos… individuos que había visto frente a la entrada del bar tres noches atrás, pero no permitió que sus pensamientos siguieran por ese camino. Por aquel entonces aún no había perdido la manta; lo que quiera que había llevado sobre sus hombros aquella noche…
Aún respiraba, vio de repente. Estaba cubierto de sangre y magulladuras, pero seguía vivo. ¿Qué podía hacer por él? No era médico. Ella hubiera dejado que su propio dedo, que apenas tenía un corte de ésos que uno se hace con un papel, acabara gangrenándose; probablemente se le caería un día cualquiera o, si no, contraería trismo y moriría. Vale, puede que la cosa no fuera tan grave, pero la cuestión seguía siendo la misma: ¿qué podía hacer por él?
Con toda cautela, lo rodeó hasta llegar al árbol retorcido en el que se había enredado su manta. La recuperó con cuidado para no desgarrarla; ya estaba empezando a deshilacharse por los bordes. Cuando volvió a tenerla a su alrededor, se acercó al cuerpo.
No tocó aquella criatura —aquel hombre— aún; no se acercó tanto. Tenía el rostro hinchado y numerosas heridas aún abiertas. Casi le habían arrancado la oreja izquierda; la tenía llena de lo que parecía sangre medio coagulada. Kaitlin deseó en el fondo de su corazón que estuviera muerto para poder darle la espalda y marcharse. Estaba un poco sorprendida por su capacidad contemplar la horripilante visión sin pestañear. Puede que fuera una suerte que hubiera vomitado antes.
Tras vencer al fin su renuencia, se acercó un poco más. Su estado, cubierto de heridas, magulladuras y sangre, resultaba más lastimero que repugnante su olor. Lo que Kaitlin había tomado al principio por un efecto provocado por lo antinatural de su posición era en realidad una joroba de tamaño considerable que sobresalía de su espalda. Al instante recordó una conversación entre un grupo de chicos que había oído en el pueblo muchas semanas atrás. Blackie el Jorobado. Uno de ellos le había llamado eso al otro; en aquel momento le había parecido bastante curioso, fuera de lugar, esa clase de cosas absurdas que los chicos se llaman unos a otros, como una especie de chiste privado, pero ahora cobraba sentido. Los chicos de los pueblos, igual que los de las ciudades, se cebaban en los desamparados, los locos, en cualquiera que fuera radicalmente diferente. Kaitlin lo sabía bien…
Blackie el Jorobado. Desde luego había tenido días mejores. Kaitlin se arrodilló a su lado. Alargó el brazo muy despacio, lo tocó en el hombro, un contacto muy suave. Nada. Volvió a hacerlo, con un poco más de fuerza esta vez. Tampoco nada. Suspiró. Naturalmente no esperaba que despertara sin más, se levantara y volviera como si tal cosa a su casa… eso sería tan sencillo que le pondría los pelos de punta. Se enfureció con él, lo bastante para vencer su repulsión y sacudirlo con más fuerza.
—Oiga, señor —dijo, asqueada—. ¿Me oye? Despierte —no quería estar allí; no quería estar tratando con aquel vagabundo medio muerto. Pero no podía obligarse a marcharse sin más y después de todas las molestias que el señor Robesin se había tomado el día anterior por ella, se sentía obligada, aunque sólo fuera por karma, a ayudarlo. Se inclinó sobre la oreja de Blackie el Jorobado que no estaba llena de sangre—. ¡Oiga, señor!
Los ojos del hombre se abrieron al instante. Kaitlin retrocedió dando un respingo. Él sólo podía ver el mundo por la más fina de las rendijas; la hinchazón de su cara parecía resuelta a mantenerle los ojos cerrados.
Kaitlin tardó un momento en recobrar el aliento y calmar su acelerado corazón mientras el desconocido, a todas luces desorientado, miraba a su alrededor sin mover otra parte de su cuerpo que los ojos.
—Santo Dios —susurró Kaitlin. Estaba temblando de nuevo, a pesar de la manta. Se preguntó si el hombre, que presumiblemente había pasado toda la noche a la intemperie, sufriría hipotermia; se preguntó si iba a morir a su lado después de que se hubiera tomado tantas molestias para despertarlo.
—¿Puede moverse? —le preguntó. Él no respondió, no parecía haberla oído, de modo que preguntó de nuevo, más despacio esta vez, como si estuviera hablando con un extranjero o un idiota—. ¿Puede-moverse?
Los ojos del hombre se movieron en su dirección. Se pasó lentamente la lengua sobre los labios agrietados y cubiertos de costras. Trató de mover los dedos pero al hacerlo se encogió de dolor. Dos de los dedos de su mano izquierda apuntaban en direcciones diferentes a las que hubieran sido naturales.
—No mueva esa mano —le advirtió Kaitlin.
Los ojos volvieron a mirarla. Por vez primera pareció reparar en su presencia, oír sus palabras. Puede que fuera cosa de la hinchazón pero sus ojos parecían estar mirándola con furia y desprecio a un tiempo; parecían decir: No me jodas. O algo por el estilo.
Kaitlin volvió a enfurecerse.
—¿Sabe?, no tengo por qué hacer esto —le dijo—. Así que guárdese esas miradas. ¿Estamos? Bien, no le conviene mover la mano izquierda más de lo necesario. ¿Puede mover los brazos…? Sólo un poco. Muy despacio. Estupendo. ¿Y las piernas? ¿Están rotas o puede moverlas? Tómeselo con calma.
Considerando el mal aspecto que tenía el tipo, Kaitlin descubrió con asombro que, hasta donde ella veía, no parecía tener ninguna lesión o herida que amenazase su vida… lo cual no quería decir que no tuviera una hemorragia interna y no fuera a morir en cualquier momento. Tras muchos esfuerzos, logró que se incorporara. Al hacerlo, se dio cuenta de que su mano estaba apoyada contra la joroba y la apartó de una sacudida. Avergonzada, se quitó la manta y lo cubrió con ella.
—No me hagas favores —tosió el hombre y escupió una mezcla de sangre y flemas.
La rabia de Kaitlin volvió a inflamarse pero se mordió la lengua. Puede que se mereciese aquellas palabras pero a pesar de todo estaba tratando de ayudarlo.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
El hombre inclinó el torso hacia delante. Probablemente hubiera caído de nuevo y hubiera muerto de haberlo dejado así. Estaba exhausto, destrozado, abatido y poseído por lo que parecía un cansino sentido de resignación.
—Chepa. Me llaman Chepa.
Kaitlin pudo oír el tono burlón de los chicos a los que había escuchado; imaginó las burlas de los niños: Bla-ckie Che-pa, Bla-ckie Che-pa…
—¿Chepa? —dijo con voz más seca de lo que pretendía—. ¿Qué clase de nombre es ése? No pienso llamarle así.
La fulminó con la mirada.
—Blackie, entonces.
Kaitlin se encogió de hombros.
—Eso está un poco mejor, supongo. Blackie. ¿Cree que puede andar?
No era un hombre increíblemente alto pero le sacaba entre quince y veinte centímetros a Kaitlin y puede que unos cincuenta kilos. Con lo que a ella se le antojó una desmesurada dosis de gemidos, se puso en pie y le pasó un brazo alrededor de los hombros. Mientras empezaban a caminar sobre las ramas y hojas caídas, reconoció el aroma acre del güisqui como uno de los elementos de su pronunciado aroma, uno de los más pronunciados junto con su olor corporal.
—¿Necesita un médico? —le preguntó. Él sacudió la cabeza—. ¿Está seguro? No tiene mucho sentido hacerse el tipo duro si eso le va a costar…
—Mira —la interrumpió—, no te he pedido tu ayuda, ¿sabes?
Kaitlin se detuvo y él estuvo a punto de caer; lo hubiera hecho si ella no lo hubiera sujetado de la camiseta. Al cabo de un momento siguieron andando, en un silencio roto sólo por el crujido de las hojas muertas y el agudo gorjeo de los pájaros.