Capítulo nueve

Al acabar su quinto Jack Daniels, Arroyo Negro estaba convencido de que la vida había sido terriblemente injusta con él. No había abuso o calamidad que no se hubiera abatido alguna vez sobre él. A decir verdad, había llegado a esta conclusión antes de llegar al fondo del quinto, antes siquiera de tomarse el primer trago. Había alcanzado ese estado mental antes, en muchas ocasiones, al decidir que todas las eventualidades desgraciadas que podían llegar a ocurrirle le habían ocurrido. Aparentemente su fatalismo superaba con creces su imaginación.

Pero no esta vez. Los posos marrones que flotaban en el fondo de la botella así lo aseguraban. Algunas veces, cuando apretaba el suave cristal contra el costado de su cara, casi podía oír las palabras. «No te preocupes. Tú no podías hacer nada. No se podía hacer nada. Lo peor ha pasado ya. Toma otro trago».

Pero lo peor nunca pasaba. Y Arroyo Negro nunca podía dejar del todo atrás el recuerdo de los agravios sufridos. El recuerdo era la menor de sus maldiciones. Con la suficiente bebida, podía bloquear durante unas pocas horas el desprecio que los demás le profesaban pero siempre, después de que el efecto del güisqui se hubiera disipado, seguía estando allí su deformidad, el recuerdo físico e imposible de olvidar de lo que era: un maldito de Gaia, bastardo metis de los Garou, paria, objeto de burla y desprecio.

—Esta vez no —gruñó—. Esta puta vez no.

Dejó la botella y apretó la frente contra la barra. Hasta con los ojos cerrados, podía ver los chillones destellos de la luz de neón en la ventana. El anuncio de cervezas era la única luz que Arroyo Negro había encendido. Por lo demás, la Casa del Barril estaba a oscuras y el parpadeo anaranjado se reflejaba en los fragmentos de cristal del suelo. La ventana estaba ya rota; Arroyo Negro sólo había tenido que ayudarla un poco y una vez que el panel había quedado reducido a añicos, no había encontrado ninguna razón para no pasar y tomar un trago.

—¿Y por qué no? —se preguntó. No tenía otro lugar al que ir; era un exiliado del único hogar que jamás había conocido, por muy inhóspito que fuera. Horas antes de venir al bar, había parado en casa de la chica: la chica que lo había visto y no había corrido, la chica que había abandonado la manta. Arroyo Negro miró la manta, que estaba ahora sobre la barra. Encontraba un extraño alivio en tenerla cerca, un alivio que no era capaz de explicarse ni siquiera a sí mismo. Cuando recordaba el suceso, pensaba que le hubiera gustado hablar con la chica, pero las cosas no habían funcionado así.

Enfermo de una vida entera de lo que podía haber sido pero no era, levantó su quinta copa y la apuró hasta la última gota. Dejó que la botella cayera al suelo; rebotó y no se rompió. Arroyo Negro gruñó, enfurecido por su incapacidad hasta para romper una botella como Dios manda. Volvió a apretar su fea cara humanoide contra la barra y se pasó los dedos por la grasienta cabellera. Dentro de un momento cogería otra botella pero por ahora prefería prolongar su soledad.

Pero no estaba solo.

—Esperaba encontrarte aquí —dijo Balthazar Caminante del Espíritu, que acababa de entrar en el mundo material a poca distancia de la entrada. Bajo sus patas crujieron fragmentos de cristal. El Nubio se erguía alto y orgulloso, lleno de una fuerza que contradecía la aparente esbeltez de sus músculos.

Arroyo Negro lo miró con ojos acuosos. Debería de estar alarmado, lo sabía, pero no era capaz de reunir las fuerzas necesarias.

—Sé que esto sigue siendo territorio del clan y que yo no tendría que estar aquí —resultaba difícil articular las palabras. Su forma humana era susceptible a las manipulaciones del alcohol, que era precisamente la razón por la que recurría a ella con tanta frecuencia—. No tendría que estar aquí —dijo de nuevo, mientras trataba de levantar la barbilla de la barra.

—Eso no es asunto mío —dijo Balthazar—. Ni la cruel proscripción del Evert ni tu insignificante desafío son asunto mío.

Arroyo Negro entornó la mirada, tratando de aclarar su visión. Caminante del Espíritu hubiera debido de estar enfurecido con él, hubiera debido de amenazar con denunciarlo, con llamar al resto del clan. En cambio, el Caminante se mostraba tan sólo desdeñoso… y no sólo hacia él.

—Eh —balbució Arroyo Negro— será mejor que tengas cuidado con lo que dices. Estás hablando de mi viejo y te dará una patada en el…

—Ahórrame tu palabrería —dijo Balthazar—. No es tu padre sino tu madre quien me preocupa.

La mención de Galia logró de alguna manera aclarar la mente de Arroyo Negro.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir —dijo Balthazar— que está muerta.

El vértigo de una vida entera de güisqui se abatió de una sola vez sobre Arroyo Negro. De no haber sido por el sólido peso de la barra, hubiera caído al suelo.

Muerta. Galia Hija de la Lluvia. Muerta. Su madre y el único Garou que jamás le hubiera dirigido una palabra cariñosa.

Arroyo Negro se echó a reír. Hacía tiempo que se había quedado sin lágrimas y la histeria era lo más parecido a una emoción sincera que podía experimentar. Se rió de su propio aislamiento, que si hasta entonces había creído absoluto, ahora lo era de verdad. Se rió del cruel relámpago que había convocado sobre sí mismo. Se había preguntado cómo podían empeorar las cosas. Y claro, semejante desafío no podía quedar sin respuesta. ¿Cuándo había el Destino desaprovechado la oportunidad de abofetearlo?

Así que se rió. Balthazar le dirigió una mirada de desaprobación: nada nuevo, salvo la ocasión.

—He informado a su compañero —dijo el Caminante del Espíritu— y he informado al malhadado fruto de esa unión. Ahora la devolveré con los suyos.

El insulto no tenía peso; era casi una lisonja comparado con lo que llevaba toda la vida oyendo. Pero el Caminante había dicho algo sobre Galia, sobre la madre de Arroyo Negro… la desesperada, embriagada risa se le enredó como carne cartilaginosa en la garganta.

—¿Que vas a hacer qué? ¿De qué estás hablando?

Balthazar puso los brazos en jarras y alzó su estrecho hocico con aire desafiante. Sus mandíbulas se movieron de manera concisa, brusca para escupir las palabras con las que cortaba todo lazo con los Garou entre los que había vivido durante tantos meses.

—¿Acaso crees que vine a este lugar para disfrutar de tu compañía o de los tiránicos dictados del hipócrita de tu padre?

—Valientes palabras… considerando que Nube de Muerte no está aquí —señaló Arroyo Negro con sarcasmo, pero en cierto modo sentía envidia; él nunca había sido capaz de denunciar a su padre salvo al fondo de un vaso.

—Yo sirvo a los espíritus —dijo Caminante del Espíritu— y es su voluntad la que me ha conducido a este lugar agonizante. Ya has oído la historia sobre cómo llegó tu madre aquí, cómo vio la nobleza en el corazón de Nube de Muerte y viajó con él. ¿Crees que a la Madre de las Aguas le gustó que Galia abandonara a su pueblo? Por supuesto que no. Pero los sabios Uktena no se interpusieron en su camino. En lugar de hacerlo, enviaron a Serpiente de Agua pata vigilarla y junto con Búho, hubiera hecho que esta tierra y los Garou que moran en ella prosperaran. Pero ya no queda sabiduría alguna en el Claro Aullante.

Arroyo Negro tenía que esforzarse por permanecer en el banquillo. No era capaz de absorber todo lo que Balthazar estaba diciendo. Todas las imágenes de la historia de Canción de Víspera se estaban confundiendo en su mente: Nube de Muerte, los Danzantes de la Espiral Negra, Galia, Serpiente de Agua…

—Ya no queda sabiduría aquí y ahora tampoco está Galia —dijo Balthazar.

¿Qué significaban las palabras de Caminante del Espíritu más allá de la muerte de la madre de Arroyo Negro? ¿Es que no podía dejar al huérfano —porque Evert jamás se había comportado como un padre— a solas con su pena? ¿Por qué tenía Balthazar que contar aquella historia, la historia que nunca incluía a Arroyo Negro, que siempre ignoraba su existencia como un hecho desgraciado, prescindible?

—No queda sabiduría —musitó Arroyo Negro—. Supongo que también eso es culpa mía.

Caminante del Espíritu esbozó una sonrisa despectiva.

—¿En tan alta estima te tienes? —sacudió la cabeza con incredulidad—. Tú no eres más que un síntoma. Nada más. A menos que aprendas a mirar más allá de ti mismo, ya has alcanzado tu destino y Nube de Muerte tenía razón en todo lo que dijo.

—¿Destino…? Ya te mostraré yo mi destino, bastardo arrogante —se inclinó para coger la botella pero perdió el equilibrio y cayó hacia delante. Finalmente, sus dedos encontraron el cuello de la botella y la lanzó hacia la puerta… pero Balthazar ya no se encontraba allí.

—Eres un síntoma. Nada más —dijo desde lejos la voz de Caminante del Espíritu, pero Arroyo Negro no estaba seguro de si sonaba en el caos de su propia mente o en el mundo que había más allá de él. «A menos que mires más allá de ti mismo…».

—Pero es que tengo que mirar dentro de mí —balbució Arroyo Negro—. Nadie más va a hacerlo —empezó a ponerse en pie pero aquello resultó también demasiado complicado, así que se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la barra y una mano en el banquillo caído. Como si fuera la primera vez que la veía, reparó en su mano; la levantó y la examinó como si fuera alguna criatura independiente en lugar de una parte de sí. Tenía la misma forma que la de un ser humano; un observador casual nunca hubiera advertido la diferencia. Pero en ese aspecto no era parte de él. Porque Arroyo Negro nunca había pertenecido a los humanos. Puede que aún menos que a los Garou, aunque si pertenecía o no a aquéllos que lo habían criado era ahora una cuestión discutible.

Dejó que su mano volviera a caer. Durante los momentos que transcurrieron entre dos destellos del cartel de neón, no vio nada. El intermitente resplandor rojizo hacía que la oscuridad que lo seguía resultara aún más impenetrable. En su mente, Arroyo Negro le daba vueltas y vueltas a la noticia de la muerte de su madre. Bajo aquella luz inconstante, trató de encontrar su pesar; trató de llamar a sus lágrimas, pero éstas no acudieron.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo aquí? —Ryan Canción de Víspera no parecía complacido de encontrar a Arroyo Negro en el suelo de la Casa del Barril. El Fianna estaba en el umbral, como había estado Balthazar… ¿hacía cuántas horas? Arroyo Negro no sabía cuánto tiempo había pasado; puede que hubiese perdido el conocimiento.

—¿Es que no bastaba —preguntó Canción de Víspera enfurecido y enmarcado por el resplandor rojo y pulsante de la señal— con que no fueras capaz de mantenerte calladito en la fogata, con que no pudieras dejar que la gente disfrutara de mi historia…?

—¿Tu historia? —dijo Arroyo Negro entornando la mirada—. Debería haber sido mi historia. Debería haber sido mía. Pero nunca lo es.

—Serás gusano apestoso… —en la oscuridad, Canción de Víspera le dio una patada a algo. La botella. Rodó por el suelo del local con gran estrépito.

—Déjame tranquilo. ¿Es que no puedes dejarme a solas con mi pena?

—¿Pena? Ya te daré yo pena… —Canción de Víspera había ganando un metro y cien kilos cuando llegó junto a Arroyo Negro. Aun con el anuncio de cerveza a su espalda, se veían los destellos rojizos que despedían sus ojos. Su retahíla de amenazas e imprecaciones era interrumpida a menudo por gruñidos guturales—. Pena… serás bastardo… te voy a dar… pero qué me has hecho… levanta… ya te daré yo pena… —cogió a Arroyo Negro por el cuello, lo arrastró hasta la puerta y lo zarandeó— … Sabes… no deberías estar aquí… largo… mira que romper mi ventana… te parto el… te rompo la…

Arroyo Negro no entendió la mayor parte de la invectiva pero las intenciones y el propósito de Canción de Víspera estaban bastante claros. Sabía que debía cambiar de forma: eso era lo que Canción de Víspera quería, una pelea de verdad. Y a menos que su Crinos pudiera contener la cólera de Canción de Víspera, lo más probable es que lo matase. Pero por segunda vez en aquella noche, no pudo reunir las fuerzas necesarias. Arroyo Negro era como una muñeca de trapo, carente de voluntad. Estaba vacío, gastado, privado de toda emoción con que alimentar a la bestia furiosa de su interior.

La falta de respuesta de Arroyo Negro no logró más que enfurecer a Canción de Víspera. Sus fauces exhalaban espumarajos de saliva caliente mientras ladraban y gritaban a escasos centímetros de la cara de Arroyo Negro. Le dio un cabezazo; sólo un sorprendente vestigio de autocontrol impidió que cáscara el cráneo humano de Arroyo Negro como si fuera un huevo. Éste, aturdido por el golpe y el alcohol, apenas advirtió que Canción de Víspera lo arrojaba al interior de la sala. Derribó sillas y mesas en su vuelo y se quedó inmóvil en el suelo.

Canción de Víspera se acercó. Se irguió sobre el inerte exiliado. Consumida parcialmente su furia por el momento, adoptó su forma de hombre. Su pecho subía y bajaba con profunda inhalaciones mientras trataba de calmarse. Sus manos eran sendos puños a ambos lados de la cintura.

—Levanta, sucio borracho —dijo con los dientes apretados.

Arroyo Negro se agitó.

—Sí, la verdad es que me vendría bien una copa.

Murphy le dio una patada.

—¡Levanta! Sal de mi bar. Será mejor que te largues. De la ciudad. De Michigan.

—Está muerta, Murphy. Caminante del Espíritu se la ha llevado —Arroyo Negro pensó que las lágrimas acudirían ahora que había compartido la noticia con otro. Pero como en tantas otras cosas, estaba equivocado.

—¿De qué coño estás hablando? —le espetó Murphy.

No lo sabía, pues. ¿Pero es que Balthazar no se lo había dicho a los demás, a Evert al menos? Arroyo Negro miró las sillas tiradas.

—Galia. Está muerta. Mi madre. Aunque nadie lo diría escuchando tus historias.

Murphy le dio otra patada, un golpe casi mecánico provocado más por la repugnancia que por el enfado.

—¿Cuántas botellas te has bebido, cerdo? ¿Cuántas botellas de mi güisqui? Tienes un minuto para sacar tu repugnante carcasa de aquí y sólo te lo doy porque eres un antiguo miembro de mi clan.

—Ella ha muerto, Murphy. ¿Qué puede importar lo que me hagas?

Murphy le dio otra patada.

—Importa esto: estoy cansado de limpiar sangre de mi suelo, así que será mejor que saques tu culo de aquí a toda prisa. Cuarenta y cinco segundos…

—Evert no se lo ha dicho a nadie, ¿verdad? —lo desafió Arroyo Negro—. Que está muerta. No le importa. Hace tiempo que no le importa. Todo tiene que ver con él y lo importante que es.

—Treinta segundos.

—Y tus historias… tus putas historias no hacen más que alimentarle el ego, que es justo lo que necesita. Sólo sirves para eso, probablemente es la única razón por la que te mantiene a su lado, para hacerle sentir importante.

Murphy le dio otra patada, esta vez en la boca del estómago.

—Veinte segundos. Y será mejor que vigiles tu boca, capullo…

—Y mientras tanto todo se está muriendo —dijo Arroyo Negro, aún encogido de dolor—. ¿Qué puede importar lo que nos ocurra a nosotros si todo se muere?

—Es el alcohol el que habla, gilipollas. Y me da igual cuántos segundos queden: se te acabó el tiempo.

Canción de Víspera volvió a cambiar de forma, esta vez a la intransigente y furibunda de lobo hombre lobo.

Arroyo Negro vio los colmillos, las garras y desde las profundidades de su vacío, dio la bienvenida al fin.