Capítulo ocho

Kaitlin se había equivocado al pensar que no volvería a tener hambre. Para cuando su dedo dejó de sangrar, estaba famélica. Se había lavado la herida con jabón y entonces había empezado a sangrar de nuevo, lo que probablemente fuera una suerte, puesto que no había desinfectante en la casa. La hemorragia, mientras no fuera demasiado importante, impediría que le entrase suciedad en la herida. Tampoco tenía vendas ni tiritas, así que se anudó un trozo de una bolsa de papel alrededor del dedo y se lo ató con una cinta de goma. Tuvo que añadir nuevas tiras de papel a la primera hasta que la sangre dejó de supurar.

Durante todo este tiempo, ignoró los gruñidos de su estómago. Estaba acostumbrada a pasar hambre, a estar varios días sin probar bocado. Hasta que no se levantó de la mesa de la cocina y estuvo a punto de sufrir un ataque de vértigo no decidió que necesitaba tomar algo. Pronto. Pero el sol estaba ya muy bajo en el cielo del atardecer y después de lo que había visto la pasada noche y aquel día, nada en el mundo la obligaría a salir al pueblo tras la puesta de sol. La mesita de la cocina no era especialmente sólida pero por suerte Kaitlin no era alta ni pesada; se aferró a ella unos pocos segundos hasta que el mundo pareció enderezarse de nuevo. Después decidió subir al piso de arriba y meterse en la cama. Así había pasado la mayor parte de sus últimas semanas en la ciudad —acurrucada bajo las mantas, a salvo del mundo exterior o al menos negando su existencia— y la primera semana después de mudarse.

Tenía gracia —gracia perversa, no gracia divertida—, siempre había pensado que los monstruos que en un primer momento la habían obligado a apartarse del mundo eran demasiado humanos. Cuando había empezado a ver a los sobrenaturales, como ella los llamaba, se había sentido… intrigada. Perturbada pero al mismo tiempo fascinada. Estaba viendo cosas que no hubieran debido de estar ahí, que no hubieran debido de existir: resplandecientes figuras espectrales, cadáveres andantes, demonios en el interior de gente inocente. Y sin embargo, después de que la conmoción inicial hubiera remitido, quedaba siempre la curiosidad. Sí, algunas de las criaturas resultaban más aterradoras que otras, pero Kaitlin quería saber por qué estaban ahí y de dónde habían venido, y cuanta más atención ponía al mirar, más descubría sobre ellas.

Curiosidad. No se había percatado entonces, pero Kaitlin había empezado con dos ensayos en su contra —era una adolescente y hasta entonces había vivido una cómoda y segura existencia en los suburbios y estos dos factores le habían hecho pensar que era invencible— y su curiosidad había marcado el tercero. Su observación de los sobrenaturales la había llevado cada vez más hacia el interior de las ciudades: Detroit, en ocasiones Iron Rapids. Los espíritus parecían mucho más activos allí que en los apacibles callejones sin salida de los suburbios. Ella sabía que aquellos lugares no eran seguros, y menos para una joven sola durante la noche. Visto con perspectiva, aquélla era la parte que más la enfurecía: había tratado de tomar precauciones. No había dejado que su madre o su hermano supieran lo que estaba haciendo, por supuesto. Pero había conseguido que otras personas, amigos o conocidos, la acompañaran en sus extrañas incursiones en la ciudad.

Entonces, una noche, había salido con unos amigos de su primo Clarence. Clarence no era tan pipiolo como ella; de hecho, había pasado algún tiempo en prisión. Sus amigos habían aceptado con mucho gusto llevarla a la ciudad, con tanto gusto que la habían arrastrado a la parte trasera de su camioneta y allí la habían violado entre todos.

Al regresar a casa —la habían arrojado en la calle y un amable y paternal taxista la había llevado gratis a su casa— Kaitlin se había arrastrado hasta la cama y se había negado a salir. De repente, al considerar lo que la gente normal era capaz de hacer, los sobrenaturales parecían insignificantes. Se volvió prácticamente catatónica y los días empezaron a confundirse con las noches… Unas pocas semanas más tarde, cuando la insistencia de su madre por saber lo que estaba ocurriendo se había vuelto insoportable, Kaitlin había escapado. Y a qué otro lugar podía ir salvo de regreso a la ciudad.

Al recordarlo ahora se daba cuenta de que había sido una auténtica locura pero en aquel momento nada parecía tener sentido. Por espacio de casi dos años, lo mismo podría haber sido uno de los cadáveres ambulantes, porque había estado tratando de matarse. De hecho lo hubiera conseguido de no ser por Clarence. Había dado con ella tras casi veinte meses de drogas y prostitución, había estado a punto de matarla de una paliza y se la había llevado a la fuerza.

De vuelta a casa, se había retirado de nuevo a su cama. Poco tiempo después había cumplido los veintiuno, la cifra mágica y con ella el acceso al fondo fiduciario que su padre había establecido antes de morir.

Eso había sido justo dos años atrás, dos años que había pasado sin apenas ver o cruzar palabra con otro ser humano. Después de eso, otra noche sintiendo hambre y un miedo vago e insidioso parecía casi algo natural.

Despertó con las primeras luces. Se estaba tan calentito en la cama y el exterior era tan frío y ominoso que tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse. Pero sabía que tenía que conseguir algo de comer. Podía negar las visiones, cerrarse a ellas, pero sólo si era lo bastante fuerte; si su resistencia menguaba, la abrumarían y entonces la depresión y la paranoia volverían a apoderarse de ella. No había punto medio entre la curiosidad y la desesperación. O trataba de abordar al mundo o no lo hacía y las cosas que había empezado de nuevo a ver la empujaban por la solitaria senda de la desolación.

Aquella mañana su mente y su cuerpo parecían estar en letargo: demasiada poca comida, demasiados monstruos acechando tras los muros de su casa. Sin embargo se puso la parka, se envolvió con la bufanda, metió las manos en los bolsillos y abandonó la seguridad de su hogar. El viento parecía disfrutar fastidiándola. Soplaba por debajo de su capucha y hacía que le hormigueara la punta de la nariz: trataba de retenerla, soplando contra ella de tal manera que tuvo que inclinarse y estuvo a punto de caer de bruces al suelo. La capa de nubarrones invernales era tan densa y opresiva que impresionaba. Kaitlin deseó haberse mudado a Florida. Había oído que allí nunca hacía frío ni estaba nublado. No había invierno. Sólo brillante luz de sol durante todo el año y naranjas creciendo en el piso de atrás y Disney World. Pero aquel lugar era lo más lejos que había logrado llegar desde Detroit. Se sentía vieja y cansada. Lo más probable era que nunca llegase más lejos.

Se mantuvo en el otro lado de la carretera de la Casa del Barril de Murphy y sólo miró el edificio una vez. Parecía vacío, por supuesto. La mitad de las noches el dueño no se molestaba en abrirlo. Kaitlin nunca había visto a nadie allí por las mañanas. De los kilómetros que la separaban del pueblo, sólo temía los primeros cientos de metros, los que tenía que pasar junto a aquel lugar.

Al cabo de poco tiempo, se levantó una neblina y empezó a llover. Kaitlin nunca hubiera dicho que la temperatura estaba por encima de cero grados pero parecía que era así. Hubiera preferido caminar bajo la nieve que hacerlo con aquel calabobos, tan frío que le drenaba todo el calor y las fuerzas desde el exterior mientras el hambre hacía lo propio desde el interior.

Lejos ya del bar, cruzó la calzada para seguir por el lado izquierdo de la carretera. El arcén no tardó en volverse resbaladizo y como además estaba lleno de barro, prefería caminar por el pavimento salvo cuando pasaba alguna camioneta arrojando una llovizna de barro en dirección a su cara. Algunas veces el vehículo se hacía a un lado de modo que Kaitlin no tenía que salir de la carretera y meterse en la porquería; otras veces no lo hacía y hasta en ocasiones el conductor frenaba y bajaba la ventanilla para gritarle algo o escupir. El aislamiento de aquel tramo de carretera y el peligro potencial en el que se ponía sólo por ir caminado al pueblo eran hechos que a Kaitlin no se le escapaban. No todos los monstruos que había en el mundo eran los que revelaba su visión especial. Ni de lejos. Pero con el tiempo había terminado por decidir que renunciar a la capacidad de redención de la humanidad equivalía a no volver a salir jamás de la cama. Aunque pudiera ignorar y negar el mundo sobrenatural, no podía hacer lo mismo con el resto de la creación. No si quería seguir viviendo. Ya había recorrido aquel camino antes; no estaba preparada para volver a hacerlo. Así que hacía lo que podía por seguir poniendo un pie delante del otro, por evitar que la atropellasen los coches o los camiones que pasaban y por recordar que todas aquellas incomodidades —el mal tiempo, la soledad, el hormigueo en la nariz, el frío en los dedos de manos y pies— eran señales de que estaba viva.

Cuando uno entraba en el pueblo de Winimac desde el sur, el primer hito con que se encontraba era el campanario de la iglesia luterana. No era especialmente alto ni espectacular, pero tampoco Winimac era espectacular, ni llamativo en absoluto. La sólida cruz de piedra se le antojaba a Kaitlin perfectamente apropiada para la impasible y austera población. No sentía lo mismo por la orgullosa y esbelta cruz que coronaba el campanario de la iglesia baptista, situada al otro lado del pueblo —que era como decir a cien metros de distancia y en la misma calle—. Kaitlin no estaba segura de ello, pero pensaba que tal vez fuera que la aguja de la iglesia baptista le recordara de manera inconsciente a una jeringuilla y le trajera desagradables recuerdos de sus días de adicción. Había tratado de no pensar demasiado en los baptistas, habida cuenta de que la parcialidad de su perspectiva no era culpa de ellos.

Entre las dos iglesias que formaban su portada y contraportada, el pueblo consistía en una serie de casas en buen estado, una ferretería que hacía además las veces de oficina de correos y dos compañías de seguros. El humo de las estufas de leña pendía a baja altura sobre Winimac, sumado al gris de la mañana e impidiendo que se percibiera ningún otro olor. Kaitlin entró tambaleándose en la tienda, como uno de los cadáveres de la ciudad que había abandonado. Una campanilla sobre la puerta la saludó con alegría. Casi al instante empezó a sudar por el calor que hacía allí dentro. Una mujer con un cigarrillo en la boca se sentaba a una mesa situada cerca del mostrador y la cajera, otra mujer de mediana edad que también estaba fumando, se apoyaba en la caja registradora. El silencio expectante de una conversación interrumpida por la llegada de una extraña pendía en el aire. Kaitlin apenas les prestó atención. Su mirada se posó en la silla vacía que había junto a la mujer de la mesa. Se dejó caer sobre ella sin ser invitada. Los casi nueve kilómetros que había desde su casa no eran tanto pero aquella mañana no se sentía muy en forma. Parecía que nunca se sentía así cuando tenía que venir al pueblo; hacía falta la amenaza de la inanición para obligarla a aceptar la compañía de los habitantes de Winimac.

—¿Estás bien, cielo? —preguntó la mujer de la mesa.

Kaitlin no respondió. Su mirada estaba fija en la mesa y no se volvió hacia ninguna de las mujeres. La voz sonó como si hubiera llegado desde el otro lado de la habitación, a pesar de que no se encontraba ni a un metro de la mujer. El calor que hacía en la tienda y el humo de los cigarrillos estaban amenazando con ahogarla. Se concentró en respirar, sin apartar los ojos de la mesa mientras los bordes de su campo de visión empezaban a volverse borrosos.

—¿Cielo?

—Estoy bien —dijo Kaitlin al fin—. ¿Le importaría echar ese humo en otra dirección?

La mujer dejó de respirar. Kaitlin oyó cómo aspiraba, conteniendo apenas un jadeo de sorpresa y desaprobación… y luego nada durante unos segundos que lo mismo podrían haberse extendido durante horas. Se frotó los ojos. Quería que se le aclarara la visión. Sin necesidad de volverse hacia ellas podía sentir las miradas desaprobatorias de las dos mujeres. Sintió la tentación de tirar al suelo el cenicero lleno de colillas. ¿Qué estaban mirando? ¿Es que nunca habían visto a una persona cansada y hambrienta y que no quisiera que la ahogaran con humo de cigarrillo? ¿Es que la odiaban por ser negra? Debían de ser baptistas, pensó, pero al instante se arrepintió de aquel sentimiento tan poco caritativo. Puede que allí hubiera un punto de encuentro.

—Mi mamá era baptista —dijo con todas las fuerzas que pudo reunir.

La confusión de las mujeres no disminuyó la hostilidad que sentían hacia ella. Kaitlin se abrió la parka y aspiró profundamente a pesar del humo. Sólo quería descansar un segundo para poder comprar su comida y marcharse. ¿Es que las mujeres no podían entenderlo y dejarla tranquila?

El alegre tintineo de la campanilla la salvó. Las mujeres dirigieron su atención hacia la puerta y el humo se apartó de ella. Una bocanada de aire frío llegó hasta la mesa.

—Vaya, buenos días, señor Robesin —dijo la cajera.

—Buenos días, Lois —dijo el cliente con tono casi tan alegre como el de la campanilla.

—¿De compras para su señora?

—Sólo unas cosillas —dijo. Parecía avergonzado.

Kaitlin utilizó la momentánea distracción de las mujeres para recomponerse. Se apartó de la mesa. La silla hizo un chirrido horrible sobre el suelo de cemento pero ella se dirigió hacia los estantes, ignorando a las mujeres y al cliente. Sólo veía sus zapatos.

La tienda era demasiado pequeña y los pasillos demasiado estrechos como para permitir el uso de carritos. Kaitlin se acercó al estante de la pasta.

—Espero que hayas repuesto los macarrones con queso —oyó que le decía a Lois la otra mujer.

Kaitlin alargó las manos hacia las cajas azules y amarillas, sin prestar atención a las pocas que tiraba al suelo al hacerlo. Perdió la cuenta en algún momento alrededor de las diez cajas, pero estaba segura de que Lois no la dejaría llevarse más de las que podía pagar. Antes de que tuviera los brazos completamente cargados, pensó en comprobar que se había traído los quince dólares. Mientras extendía la mano hacia el bolsillo, todo se puso negro.

—¿Chica? —la voz estaba muy próxima, pero algo andaba mal en el rostro, vio Kaitlin al abrir los ojos. La nariz no estaba donde debía… no, toda la cara estaba vuelta en la dirección equivocada—. ¿Chica? ¿Estás bien? ¿Me oyes?

Kaitlin asintió. Lo oía. Del resto no estaba demasiado segura. Aquel hombre de gafas y cabeza lustrosa la estaba mirando, arrodillado sobre ella. Estaba tirada en el suelo, comprendió.

—Yo…

—Has… has perdido el conocimiento… creo. Te has desmayado —le dijo con expresión preocupada y acongojada—. ¿Puedes incorporarte? —la ayudó a sentarse.

—¿Pido una ambulancia? —preguntó Lois desde la parte delantera de la tienda—. El condado de Missaukee tiene unos servicios sanitarios de primera. De primera.

—El sobrino de Ida Hawkin trabaja en el equipo de asistencia —dijo la otra mujer.

—Ya —asintió Lois—. ¿Llamo a una ambulancia? Voy a llamar a una ambulancia…

—Estoy bien —murmuró Kaitlin.

—Eh… dice que está bien, Lois —dijo el hombre en dirección al mostrador—. No creo que haga falta que…

—¿Cómo? —dijo Lois—. ¿Está seguro de que no deberíamos llamar a la ambulancia? Los paramédicos son de primera.

—Eh… no creo…

—Estoy bien —gruñó Kaitlin mientras empezaba a imaginar sirenas y luces y camiones de bomberos y ambulancias.

—Eh… se encuentra bien, Lois. No es necesario que llames.

—¿Está seguro?

El hombre titubeó y bajó la mirada hacia Kaitlin. Ésta asintió.

—Estoy seguro —dijo—. Se encuentra bien.

—Muy bien —cedió Lois—. Si usted lo dice…

—El sobrino de Ida Hawkin está en el equipo de asistencia —dijo la otra mujer—. Sobrino por matrimonio. Por el lado de Danny.

—Son de primera —dijo Lois para demostrar que la situación estaba bajo control.

—¿Estás segura de que te encuentras bien? —preguntó el hombre, en voz más comedida esta vez para no volver a alentar el debate con Lois.

Kaitlin asintió y empezó a levantarse. Él la ayudó. El hombre, el señor Robesin, parecía superar de largo la cuarentena. Sus gafas eran de un modelo pasado de moda hace más de diez años y su camisa blanca de traje, su corbata azul y su cazadora a juego apestaban a ejecutivo de nivel medio de empresa industrial. De hecho, en el bolsillo delantero de la cazadora había un pequeño logotipo que rezaba «AgriTec».

—¿Estás enferma? —preguntó mientras se frotaba la cabeza, su rasgo más prominente, que el pelo había abandonado hace bastante tiempo.

—No, no estoy enferma —dijo Kaitlin, que empezaba a sentirse un poco molesta—. O sea, muchas gracias y eso, pero… —en aquel momento su estómago emitió un rugido tan horrible, contenido y retumbante que fue un verdadero milagro que Lois y su amiga no interrumpieran la conversación que estaban manteniendo en la parte delantera de la tienda—. Es que hace mucho que no como.

Por vez primera, el señor Robesin pareció reparar en las numerosas cajas de macarrones con queso que yacían desperdigadas por el suelo, a su alrededor.

—¿Es eso lo que comes? —preguntó, un poco incrédulo.

—A veces.

El hombre examinó el estropicio de cajas durante unos segundos más.

—Mira, ¿por qué no vas a sentarte mientras yo te cojo algunas cosas?

—Oiga, no necesito…

—Lo sé. Sé que no lo necesitas —dijo mientras la llevaba del brazo hacia la mesa—. Pero a mí me gustaría ayudar.

Kaitlin no tenía la fuerza de ánimo o cuerpo necesarias para resistirse mientras él la conducía hasta la parte delantera de la tienda. Lois y su amiga volvieron a perder el hilo de su conversación. Parecían escandalizadas, como si el hombre blanco de mediana edad y la joven negra se hubiesen desnudado y hubiesen empezado a fornicar allí mismo, en el centro de su tienda. El señor Robesin llevó a Kaitlin hasta la silla que había junto a la mesa de la amiga de Lois.

—Lois, ¿te queda algo de sopa caliente en el mostrador de los perritos calientes? —preguntó—. Ponle un plato, por favor —empezó a caminar entre la comida envasada pero se detuvo—. ¿Eres vegetariana? ¿No serás vegetariana…? —preguntó a Kaitlin.

Ésta sacudió la cabeza.

—No.

—Lois, ¿qué tal un poco de tu sopa de verduras y carne? Lois prepara la mejor sopa de verduras y carne del mundo —y a continuación dio la vuelta y empezó a coger cosas de las estanterías. De tanto en cuanto descargaba en el mostrador y regresaba a por más—. ¿Tienes un abrelatas? —le preguntó—. No serás alérgica a los cacahuetes, ¿verdad?

El elogio que el señor Robesin había hecho de la sopa de verduras de Lois la había aplacado en parte pero después de traerle a Kaitlin un cuenco de sopa, ninguna de las dos mujeres volvió a decir palabra. Observaban a Kaitlin u observaban al señor Robesin, con una mueca de desaprobación en el rostro y un cigarrillo entre los labios.

Finalmente, el señor Robesin regresó al mostrador con las últimas cosas.

—¿Qué te debo, Lois?

—¿Se ha acordado de coger sus cosas? —preguntó ésta.

Tras aquel despliegue de actividad y confianza, la timidez del señor Robesin volvió a hacer acto de presencia.

—Oh, tienes razón —desapareció en el fondo de la tienda y regresó con un cartón de huevos y una caja de tampones—. Eh… cóbralo todo junto. Y la sopa.

Aún tardó algún tiempo en cargar la compra en su coche y para entonces Kaitlin ya se había terminado la sopa. Mientras salían, el señor Robesin se detuvo un momento para despedirse de Lois, quien, junto con su amiga, los estaba observando llena de curiosidad estupefacta.

—No tenía por qué hacer esto —dijo Kaitlin cuando estuvieron en el coche y en camino.

—Lo sé —dijo el señor Robesin—. Sé que no. Pero quería ayudar. Tengo dos hijas. Son más jóvenes que tú. Pero me gustaría que alguien las ayudara si alguna vez lo necesitan.

—Yo no lo necesitaba.

El señor Robesin guardó silencio durante varios segundos.

—Eh… ¿dónde vives?

Kaitlin suspiró. Necesitara ayuda o no, no iba a despreciar un maletero lleno de comida y desde luego no podía llevársela andando hasta su casa.

—Por ahí.

No cruzaron una sola palabra durante los minutos que tardaron en llegar. Kaitlin supuso que su benefactor estaría asustado. O puede que no fuera un benefactor.

Puede que pensase que había encontrado una pobre chica negra y que creyese que con sólo comprarle unas cuantas cosas ella fuese a dejar que se la follara en cualquier parte. Casi al instante se sintió avergonzada por haber pensado cosas tan crueles sobre él. No le había dado razón alguna para desconfiar de él… aún no. No se estaba comportando mejor que las mujeres de la tienda. Lo menos que podía hacer era darle el beneficio de la duda. No obstante, seguía sin gustarle la idea de enseñarle a un completo extraño dónde vivía.

Cuando accedieron a la entrada cubierta de maleza de la casa de Kaitlin, decidió que tenía que ser educada, al menos hasta que él le diera razones para dejar de hacerlo.

—¿Qué edad tienen? —preguntó, un poco renuente—. Sus hijas.

—Catorce y once —pensar en ellas le hizo sonreír—. Cuando quieres darte cuenta, ya se han hecho mayores.

Aquélla era toda la charla intrascendente que Kaitlin podía permitirse, hasta con un plato de sopa en el estómago. Pero se sentía mejor y el señor Robesin parecía un poco más cómodo. Descargaron las cosas, una bolsa detrás de otra. Kaitlin no creía haber visto tanta comida junta en toda su vida, aparte de en las tiendas: cajas y latas y manzanas y naranjas. Cuando todas las bolsas estuvieron reunidas en la cocina, que de repente parecía atestada, el señor Robesin regresó a su coche. Kaitlin lo siguió casi sin darse cuenta; estaba perpleja por aquel acto inusitado de caridad, pero una sombra de desconfianza, recuerdo de su pasado, permanecía en el fondo de su mente.

—No puedo pagarle por esto —dijo.

—No te he pedido que lo hicieras.

Kaitlin frunció el ceño. Casi hubiera preferido que aquel silencioso blanco tratara de aprovecharse de ella: de ese modo encajaría mejor en su visión del mundo. Pero él se limitó a sonreír y abrió el coche.

—Si quieres un empleo —dijo—, soy el director de la incineradora que hay en la carretera 30.

—¿Qué quiere decir?

—Un empleo. Si quieres uno. Empezarías con el sueldo mínimo. Trabajo de oficina, más que nada. Archivar y cosas de ésas. ¿Sabes escribir a máquina? —Kaitlin sacudió la cabeza—. Bueno, siempre puedes aprender.

Kaitlin cruzó los brazos.

—¿Por qué está haciendo todo esto?

—Como ya te he dicho, me gustaría que alguien se ocupara de mis hijas algún día si llegan a necesitarlo. Es lo menos que puedo hacer.

—Lo menos que puede hacer es nada.

El señor Robesin se echó a reír.

—Supongo que tienes razón.

—Pero… gracias —dijo Kaitlin. Eso pareció sorprenderlo. Ella sonrió—. Pensé que un hombre que le compra los tampones a su mujer no podía ser demasiado malo —el señor Robesin enrojeció visiblemente—. No necesitaba los huevos, ¿verdad? —preguntó Kaitlin.

El señor Robesin sacudió la cabeza, avergonzado de nuevo.

—No. Sólo…

—¿Dónde está esa incineradora? —preguntó Kaitlin, que había decidido dejar que saliera ileso del asunto de los tampones.

El señor Robesin pareció aliviado.

—Al oeste del pueblo, en la carretera 30. Si vas por ahí —señaló en la dirección por la que habían venido, más allá del bar— y coges la primera a la izquierda en la carretera de Dairy Hill y sigues por la izquierda donde se une a la 30, está a poco menos de un kilómetro. Probablemente más cerca que el pueblo desde aquí. O más o menos lo mismo.

—Lo pensaré —dijo Kaitlin. Se quedó en el porche mientras el señor Robesin se marchaba.

De pie en la cocina, que ahora estaba prácticamente atestada de provisiones, Kaitlin se sentía como si le faltara el equilibrio. No era el mismo vértigo y la debilidad que la habían asaltado durante gran parte del día —la sopa de verduras le había devuelto hacía mucho rato gran parte de las fuerzas— sino una inseguridad interior mucho más profunda. Era como si alguien hubiera ajustado el control vertical de su televisión (de haber tenido una) pero no lo hubiera hecho bien. De tanto en cuanto, la imagen daba un salto. Sin embargo, la imagen regresaba a la normalidad con tal rapidez que Kaitlin no estaba del todo segura de que la imagen hubiera parpadeado. ¿Era todo como debiera o simplemente se había acostumbrado al problema, a la imperfección y la había aceptado como una parte inmutable del estatus quo?

Trató de ignorar la sensación y concentrarse en guardar la compra. Al cabo de unos pocos minutos estaba casi mareada y miraba fijamente la comida. Su cocina era una imagen pervertida de una mañana de Navidad. En vez de árbol, tenía una nevera y por todas partes había cajas y regalos, no juguetes sino comida. Llenó el congelador con perritos calientes y salchichas y bacon. El resto de la nevera, que había vaciado casi del todo de la cerveza que no bebía, no tardó en estar llena. Metió la comida envasada, latas de ravioli y sopa, cajas y bolsas de arroz, pasta, judías y patatas, en los armaritos. La mayoría estaba vacía y algunos de ellos ni siquiera se había molestado en abrirlos hasta entonces.

La brusca llamada en la puerta contribuyó a aumentar la sensación de irrealidad que envolvía aquel día. Al principio Kaitlin no reconoció el sonido; no recordaba la última vez que alguien había llamado a su puerta. Con una caja de El Amigo de la Hamburguesa entre las manos se acercó, perpleja, a la puerta. El señor Robesin debía de haber olvidado algo. Probablemente una lata había rodado debajo de su asiento… Pero ¿por qué iba alguien a dar media vuelta y regresar al cabo de diez minutos por algo tan insignificante? A menos que que quisiera algo de Kaitlin.

El pensamiento surgió con facilidad, con demasiada facilidad para su gusto… con mayor facilidad que la idea de que se había desviado de su camino para ayudarla sin razones tangibles. Se estaba reprendiendo por su suspicacia cuando abrió la puerta y se encontró de cara frente a un gigantesco lobo, erguido como un hombre, con un cuerpo colgado de los hombros. Abrió la boca para gritar pero no tuvo tiempo de articular sonido alguno.