Capítulo siete

Las profundidades del bosque habían sido siempre un refugio para Arroyo Negro. El túmulo era un lugar de humillaciones y la ciudad no era mejor. Entre los humanos, sólo los niños señalaban o gritaban, pero los adultos lo seguían con miradas de lástima o una animosidad que no tenía fundamento. Qué tentador era en tales momentos ceder a su furia, arrancarles los ojos inquisidores de las caras. Si los humanos hubieran sabido lo cerca que los rondaba la muerte, o que si vivían era por la misericordia de Arroyo Negro…

Aquella noche, ni siquiera el bosque le proporcionaba consuelo. Saltaba sobre los troncos caídos y las rocas. Dejó que la furia del hombre lobo se apoderara de él y corrió, como tantas veces había hecho, tratando de purgar los violentos impulsos de su mente y su cuerpo. Pero aquella noche se resistieron al exilio y se aferraron a él con tanta determinación como la pesadumbre y el resentimiento siempre lo acompañaban. El mismo bosque parecía rechazarlo. Las enredaderas trataban de derribarlo; las ramas lo abofeteaban al pasar, como si quisieran arrancarle la sangre y partirle los huesos que tanto ofendían a la Madre. Las zarzas se enganchaban en la manta que llevaba hecha un ovillo alrededor del brazo. En más de una ocasión sintió resistencia y escuchó el desgarrón de un trozo de tela que lo mismo podría haber sido un jirón de su carne. Los árboles sombríos eran tensos bigotes y él una garrapata engordada, o un virulento mosquito que había que aplastar para que no transmitiera su ponzoña.

A pesar de que después de tantos kilómetros le ardían los pulmones, siguió corriendo. A cada paso que daba, su corazón bombeaba furia por sus venas. Su rabia brotaba de una fuente que no se iba a secar, que no se podía secar. Todos los insultos y abusos de que había sido objeto desde los días y noches de su juventud, lo mismo por parte de humanos que de Garou, emergieron a la superficie en tropel. ¡Que el Wyrm se llevara a los humanos del pueblo, pues no eran nada para él! ¡Que el Wyrm se llevara a Nube de Muerte y al clan entero! ¡Nube de Muerte, su propio padre! Arroyo Negro no era el que había violado la letanía y sin embargo era él quien había de cargar sobre sus hombros el castigo de las tribus. Que Gaia lo aplastara si quería, pero que aplastara también a Nube de Muerte. Y a todos los demás. Habían pasado una vida entera rechazándolo; aquella noche sólo era la ruptura más abierta, más pública. No lo rechazarían más si él los rechazaba a ellos, si no se retiraba a rastras buscando su perdón y su aceptación.

Cuando al fin se detuvo, alzó el rostro hacia las estrellas que por derechos de nacimiento eran su legado y profirió hacia los cielos un aullido de angustia. Que Gaia lo aplastara si quería. Que la espesura se tragara su voz como si nunca hubiera existido. Cuánto mejor no sería el mundo de haber ocurrido así.

Pero Arroyo Negro no estaba solo. Su grito sobresaltó a otros moradores del bosque. Giró la cabeza al oír los ruidos que hacían las criaturas que se desperdigaban en todas direcciones. Husmeó el aire y captó su olor en apenas un instante: un ciervo, un venado y una liebre. Y en otro instante, estaba en movimiento, hundiendo las garras en la tierra, impulsándose con zancadas poderosas, rápidas como el rayo. La furia volvió a apoderarse de él mientras cruzaba el rastro de la liebre y seguía el del ciervo. Los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas y los gruñidos le retorcían la cara. Brotaba saliva caliente de su hocico y su aliento expulsaba chorros de vapor a la noche.

Alcanzó al ciervo rápidamente pero no atacó a la primera oportunidad. Por mucho que su corazón ansiase la sangre, esos últimos y escasos segundos en los que la presa estaba a la vista, a su alcance, eran lo más próximo a la paz, al equilibrio de espíritu y deseo que Arroyo Negro había conocido nunca. Saboreó la sensación durante un segundo entero, luego otro… y entonces el ciervo viró abruptamente.

Arroyo Negro volvió a aullar, esta vez de rabia. ¡Hasta las criaturas del bosque se mofaban de él! Cerró las garras y se mordió la lengua. La sangre manó espesa, le quemó la boca. Una neblina roja le oscureció la visión. Su corazón, latiendo con fuerza en los oídos, el pecho y el sexo, parecía a punto de estallar.

El ciervo volvió a virar y esta vez se introdujo en un barranco poco profundo. Arroyo Negro se encaramó de un salto a la pared más próxima. Antes de haber visto a su presa de nuevo, saltó desde allí. Atravesando un manto de ramas de espino, cayó con todo su peso sobre el lomo del ciervo. Las garras de Arroyo Negro le abrieron al animal la garganta antes de que cayeran dando tumbos en medio de una rociada de hojas y tierra levantada.

Sus colmillos terminaron lo que las garras habían comenzado y, cubierto de sangre, Arroyo Negro lanzó a la noche un aullido de victoria.

Después de haber sacado y devorado el corazón, Arroyo Negro se irguió sobre el cadáver del ciervo. Alzó las sanguinolentas garras sobre su cabeza y las bajó a continuación para trazar con los dedos la forma de Hermana Luna en su aspecto Ahroun. El ritual, más aún que la cacería o la muerte de su presa, calmó la furia de Arroyo Negro, lo alivió. Cuando sus manos regresaron a sus costados, casi respiraba con normalidad y el corazón no parecía ya a punto de estallar.

—Te doy las gracias, ciervo-en-la-noche, por tu sacrificio —dijo con voz casi ritual—. Por el presente de tu carne, que mi cuerpo sea fuerte al servicio de Gaia.

Se arrodilló junto al cadáver. Contempló los ojos ciegos del ciervo. A pesar de la oscuridad, se vio reflejado en su vidriosa superficie.

—Te doy las gracias, ciervo-en-la-noche, por tu sacrificio —dijo de nuevo. Cuando volvió a levantarse, el mundo a su alrededor había cambiado… o, más bien, él había cambiado los mundos.

Seguía junto al cadáver del ciervo, pero éste era insustancial, menos real que el de Arroyo Negro; menos real aún que los efímeros y traslúcidos árboles que aparecían y desaparecían con un resplandor trémulo en aquel mundo, mecidos por los vientos; mucho menos real que las estrellas que brillaban al rojo blanco en los cielos, tan próximas a él que casi le parecía que con sólo alargar las manos podría alcanzarlas.

Volvió a mirar los ojos muertos del ciervo y ya no estaban ciegos; siguió su mirada y allí encontró al espíritu de la espléndida bestia, erguido, alto y orgulloso, con el morro alzado y la cornamenta dirigida al cielo. Con una sacudida de la cabeza, el ciervo dispersó las estrellas, que tintinearon como cuentas de vidrio.

—Te doy las gracias, ciervo-en-la-noche, por tu sacrificio —dijo Arroyo Negro una tercera vez, tal como era apropiado—. Por el presente de tu carne, que mi cuerpo sea fuerte al servicio de Gaia.

Alzó las garras sanguinolentas, con las palmas hacia arriba, para que el espíritu pudiera llamar al viento de la muerte y las limpiara.

Pero el ciervo le dio la espalda. El viento de la muerte no vino y el cazador se quedó allí, impotente, con las garras manchadas frente a sí.

—¿Ciervo-en-la-noche…? —empezó a decir Arroyo Negro, pero no sabía cómo complacer al espíritu. ¿Acaso no había pronunciado las palabras rituales? ¿De qué otra manera podía apaciguar al espíritu agraviado? Su confusión endureció; se hizo un ovillo y se volvió sobre sí misma, como una serpiente que devorara su cola—. No te burles de mí, ciervo-en-la-noche —demandó. Ya lo habían rechazado de sobra aquella noche—. He dicho las palabras. Ahora llama al viento para que me limpie la sangre de las manos —el ciervo siguió sin mirarlo; no respondió—. ¡Llámalo!

Cuando Arroyo Negro alzó la voz, el ciervo trató de darse a la fuga… pero su cornamenta se había enganchado en las resplandecientes ramas; entre las estrellas que llenaban el firmamento. Se tambaleó, incapaz de liberarse.

El olor de la sangre que emanaba de sus manos enfureció a Arroyo Negro. El ciervo huiría sin haber llamado al viento de la muerte.

—¡Te está bien empleado! —gritó—. Bestia estúpida. Los árboles y las estrellas saben que estás siendo injusto. Llama al viento de una vez.

Se acercó, pero el ciervo espíritu se encabritó y lo atacó con los cascos. Uno de ellos golpeó a Arroyo Negro en la frente. Se tambaleó; retrocedió un paso. La visión se le enrojeció, nublada por la sangre que brotaba de la herida.

Arroyo Negro saltó sobre él.

—Debes llamar al viento. ¡Te liberaré y luego debes llamarlo!

El ciervo se debatió y trató de defenderse, aterrorizado por el olor de su propia sangre que brotaba de las garras de Arroyo Negro y el de la sangre que corría por el rostro del Garou. Los afilados cascos del espíritu golpearon a Arroyo Negro en el pecho, los brazos y la cara. Pero no se apartó. Cuanto más se debatía el ciervo, más se le enredaba la cornamenta en las ramas. Las estrellas giraban alrededor de sus cuernos, cubriéndolos con un luminoso velo. El dolor y la furia de Arroyo Negro crecieron y crecieron hasta que al fin alargó los brazos, sujetó los cuernos y los partió.

El ciervo espíritu dejó escapar un gran grito de miedo y angustia… pero estaba libre. Se volvió y huyó, abandonando los pedazos de sus cuernos en las manos de Arroyo Negro.

—¡Debes llamar al viento! —gritó tras él. Lo hubiera seguido, le hubiera obligado a llamar al viento pero ahora los cuernos se habían convertido en enredaderas en sus manos. A pesar de que luchó con todas sus fuerzas y bramó de furia, no pudo liberarse de ellas. Y el ciervo espíritu se había marchado.

Si antes había corrido ciento cincuenta kilómetros, Arroyo Negro sintió que ahora corría otros tantos, retorciéndose y tirando y tratando de arrancar las enredaderas. Pero sólo cuando se hubo fatigado hasta la extenuación, sólo cuando la extenuación se hubo llevado su rabia, soltaron las enredaderas sus brazos. Se quedó allí de pie, jadeando y sin fuerzas, mientras la sangre goteaba de sus garras como si acabase de matar en aquel mismo instante, observado por los ojos vidriosos de la traslúcida carcasa del ciervo.

—El ciervo espíritu no va a llamar al viento para ti —dijo una voz.

Arroyo Negro se volvió y vio un lobo grande y magnífico: magníficamente feo, acaso la criatura más fea que Arroyo Negro hubiera visto jamás, más feo aún que él mismo. El lobo era colosal; como Lupus era tan alto como él mismo en forma de lobo hombre. Los ojos que lo estaban observando eran verde uno y castaño el otro. Su postura no era armónica; sus cuatro patas no parecían del mismo tamaño. Y su pelaje… su pelaje era lo más extraño y feo de todo.

El lobo era de muchos colores, pero no tenía manchas o franjas o patrones moteados. En lugar de esto, su pelaje parecía una labor de retazos obrada con trozos diferentes de múltiples colores, como si un millar de Garou hubieran compartido sus pelajes y una porción de cada una de ellas se hubiera cosido con torpeza sobre la carne de aquella horripilante criatura.

—El ciervo no va a llamar al viento de la muerte —dijo de nuevo y ladeó la cabeza, perplejo.

—Hasta los espíritus me escupen —musitó Arroyo Negro.

El lobo ladeó la cabeza en la dirección contraria y miró a Arroyo Negro.

—No —dijo. Sus palabras parecían atravesar una gran distancia antes de que pudiera pronunciarlas. Puede, pensó Arroyo Negro, que el cerebro y la lengua del lobo, al igual que su pelaje, provinieran de diferentes Garou y no estuvieran aún bien afinados—. Eres tú el que escupe al ciervo espíritu.

La confusión que parecía sentir el lobo resultaba contagiosa; Arroyo Negro se lo quedó mirando, sin comprender y no poco irritado.

—He dicho las palabras rituales —insistió—. Él debería haber llamado al viento para que me limpiara la sangre de las manos —extendió las garras manchadas de sangre como para probar lo que estaba diciendo.

El lobo lo miró y le miró las manos pero no respondió durante algún tiempo. Entonces dijo:

—Soy Meneghwo.

Arroyo Negro siguió mirándolo.

—Me alegro por ti. —¿Qué tenía eso que ver? Trató de quitarse la sangre de las manos, de limpiársela en las piernas, la hierba, la piel del ciervo muerto, pero fue en vano. Seguía habiendo sangre en sus manos y seguía mirándolo aquel lobo tan feo—. Yo soy Arroyo Negro —dijo al fin—. El Despreciado.

El lobo lo miró con intensidad y entonces dijo:

—¿Quién te desprecia, Arroyo Negro?

Arroyo Negro soltó un bufido.

—Todos me desprecian. Humanos, Garou, espíritus. Hasta la Madre Gaia estaría mejor si yo no existiera. ¿No te has dado cuenta? —giró sobre sí mismo para que su joroba, siempre visible, resultara más prominente.

—A mí no me parece tan fea —dijo el lobo. De nuevo pareció perplejo al escuchar la carcajada amarga de Arroyo Negro… o puede que fuera la diferencia de color de sus ojos y el ladeo de la cabeza lo que le prestara una apariencia de confusión—. ¿Tenías hambre? —preguntó.

—¿Que si tenía…? —Arroyo Negro volvió a reírse. El lobo parecía un poco lento de pensamiento pero al saltar de idea en idea era Arroyo Negro quien se veía obligado a seguirle el paso.

—¿Por qué has matado al ciervo? ¿Tenías hambre?

La pregunta fue como el contacto de la plata. Arroyo Negro se sintió tan avergonzado como si acabara de recibir una paliza de Ladra-a-las-Sombras. La pregunta pendió entre ellos como un aliento en invierno. El lobo esperaba pacientemente. Arroyo Negro hubiera podido mentir pero ¿qué sentido hubiera tenido?

—No tenía hambre —dijo—. Ya había comido con mi clan, esta misma noche.

El lobo husmeó el aire, sin preocuparse por lo que Arroyo Negro tenía que decir.

—Sígueme —dijo y a continuación se introdujo trotando en el bosque sin esperar a que Arroyo Negro asintiera. Las estrellas seguían bailando en el cielo pero ahora que el espíritu ciervo se había marchado, no parecían inclinadas a interferir con los Garou. A pesar de su tosca apariencia, el Lobo de Retazos se movía con destreza y rapidez por el bosque. En más de una ocasión, Arroyo Negro lo perdió de vista y sólo por el olfato pudo seguirle el rastro por el paisaje de la Umbra. Arroyo Negro corría más deprisa pero siempre parecía estar perdiendo terreno. Los períodos en los que dependía de su olfato para seguirlo se hacían más duraderos y cada vez veía menos al lobo. Estaba tentado de llamar a Meneghwo pero el orgullo no se lo hubiera permitido ni a una criatura como Arroyo Negro.

Justo cuando acababa de desechar la idea de hacerlo, estuvo a punto de tropezar con el lobo. Meneghwo estaba sentado con aspecto paciente, arrancándose con los dientes y el hocico una zarza que se le había enganchado en uno de los dispares retazos del pelaje.

—Estás equivocado —dijo Meneghwo.

—¿Qué? —Arroyo Negro acababa de recuperar el equilibrio y de repente le lanzaban aquella acusación fortuita…

—Yo no te desprecio —dijo Meneghwo—. Así que no todos te desprecian.

Arroyo Negro no tuvo tiempo de responder antes de que el lobo estuviera de nuevo en marcha. Arroyo Negro fue tras él, pensando mientras lo hacía en sus palabras. Si no despreciaba a Arroyo Negro era sólo porque no lo conocía, o no reconocía que la joroba de su espalda era una maldición… o porque, sencillamente, el lobo era tan estúpido como feo. Si pretendía haberlo confortado con sus palabras, no lo había conseguido.

Cuando Meneghwo volvió a detenerse, Arroyo Negro reconoció el lugar en el que se encontraban, pero no el camino por el que habían llegado. Estaban en el claro al que el clan del Claro Aullante debía su nombre, frente a la capilla de piedra erigida por Galia Hija de la Lluvia muchos años atrás. Las piedras estaban apiladas unas sobre otras, formando una especie de muro. Uno de sus extremos se sumergía en el agua del arroyo. Desde allí las piedras se dirigían siguiendo un camino sinuoso hacia el centro del claro y terminaban en una columna corta y retorcida: al menos, así era como se veía el muro en el mundo físico. Allí en la Penumbra, al otro lado de la Celosía espiritual, Arroyo Negro vio las piedras como habían de ser vistas.

Del arroyo emergía una colosal y sinuosa serpiente, cada piedra una escama de reptil que reflejaba el resplandor de Luna. En el centro del claro, la serpiente levantaba la cabeza unos pocos metros sobre el suelo. Serpiente de Agua tenía la boca abierta y en el interior de sus fauces se había posado con tranquilidad asombrosa una Búho espíritu. El ave no parecía preocupada por los venenosos colmillos que había debajo de sus patas ni parecía estar obligando a la serpiente a mantener la boca abierta. El cuerpo de la serpiente se retorcía y la Búho, muy tranquila, observaba a Arroyo Negro y Meneghwo. Entonces habló:

—Tráemela —dijo. Arroyo Negro lanzó una mirada dura al ave espíritu porque había hablado con una voz que le era tan familiar como la luna y las estrellas le eran al cielo: la voz de Galia—. Tráemela —volvió a decir el espíritu.

Arroyo Negro no entendió; no era un Theurge, conocedor por nacimiento de los caminos del mundo espiritual. No sabía cómo habían logrado el feo lobo y él llegar hasta el claro sin pasar por lugares que hubiera reconocido, aun en la Penumbra; además, no habían recorrido ni de lejos la distancia que él mismo había atravesado antes corriendo. No sabía cómo era posible que Búho hablara con la voz de Galia. Pensó en preguntar a Búho pero decidió que por aquella noche ya había enfurecido lo bastante a los espíritus. Hizo lo que el pájaro le pedía.

Sus pasos lo llevaron por lugares que le eran conocidos pero que parecían diferentes a lo que estaba acostumbrado. Él había nacido en aquel claro, había convivido con el mundo espiritual todo el tiempo, aunque nunca se había sentido a gusto en él. Las vetas de color plata y violeta que temblaban bajo la superficie de la tierra lo inquietaban; las estrellas que danzaban sobre su cabeza lo ponían nervioso; la gigantesca y retorcida serpiente y el ave espíritu que descansaba en el interior de sus fauces resultaban más que ominosas. Y sin embargo aquel lugar, tanto como el que más, era un lugar de los Garou. Puede que Arroyo Negro se encontrara allí más cerca de casa de lo que hasta entonces hubiera comprendido… pero no, de haber estado los demás allí, se hubieran burlado de él y el lugar se habría vuelto igual que otro cualquiera. ¿Acaso no le había dado la espalda el espíritu ciervo?

Arroyo Negro no lo había preguntado pero sabía a quién se refería la Búho con la voz de Galia. Fue al lugar en el que había estado a primera hora del día: la caverna bajo la roca. Sólo que ahora no había ninguna roca. Únicamente la abertura, como una tumba poco profunda. Y en ella yacía Galia Hija de la Lluvia.

Que pudiera verla, tocarla, era un completo portento. Se había alejado mucho del otro mundo, tanto que casi estaba por entero en el mundo del espíritu. Arroyo Negro se inclinó para cargar su cuerpo lupino y fue como la nada para él. Tan liviano, tan frágil. No podía ser la misma mujer fuerte que lo había dado a luz. Aquélla era su recompensa: pudrirse y marchitarse hasta morir. Ojalá hubiera podido tomar su lugar para que ella pudiese seguir viviendo. Él debería ser el que sufriera y muriera. Él, maldito de Gaia, era el que nunca hubiera debido nacer.

Enterró el rostro en el pelaje de Galia y sollozó. Su corazón seguía latiendo. Débilmente. Su respiración era tan superficial como su tumba. Pero aun tan enferma como estaba, a pesar de que el lustre de su pelaje se había apagado y apenas le quedaba carne sobre las costillas, seguía siendo una loba preciosa.

Arroyo Negro la llevó hasta la capilla. Serpiente de Agua y Meneghwo seguían donde los había dejado.

—Tan pocos son los que escuchan mis consejos estas noches… —dijo Búho—. Tú eres uno de los últimos.

Arroyo Negro estaba avergonzado. Las lágrimas de su rostro eran tan cálidas como la sangre que sentía aún entre las garras. Había agraviado a los espíritus aquella noche, había agravado al ciervo y a pesar de ello Búho le hablaba con amabilidad.

—La furia y el odio no son la misma cosa, joven lobo —dijo Búho—. Debes servirte de la primera sin sucumbir al segundo.

Arroyo Negro trató de escuchar las palabras de Búho pero la voz del espíritu adquirió una nota distante y vaga, como si el mundo entero estuviera de pronto vacío. Y el tono de la voz de su madre después de una ausencia tan prolongada le devolvió todo el dolor de su pérdida y le arrancó renovadas lágrimas a su rostro. Entonces Arroyo Negro advirtió que, mientras él seguía de pie junto a la temblorosa serpiente, Galia Hija de la Lluvia se agitaba entre sus brazos. Abrió los ojos; trató de formar palabras, de gruñir, pero no pudo reunir las fuerzas necesarias.

Mientras las lágrimas de Arroyo Negro le caían sobre el pelaje, olisqueó el aire; su lengua salió del hocico. Y entonces empezó a lamer a Arroyo Negro, a lamer sus manos y la sangre del ciervo-en-la-noche que aún las manchaba. Antes él no había podido quitársela, pero ahora ella lo hacía, lo limpiaba. No se detuvo hasta que la sangre hubo desaparecido por completo. Parecía haber recobrado las fuerzas gracias a la sangre del ciervo. Le habló a su cachorro:

—Mi Ónice —dijo con voz débil—. Mi precioso Ónice.

Arroyo Negro la estrechó contra su pecho; una vez más, volvió a enterrar el hocico en su calidez. Galia aspiró una vez de forma temblorosa y no dijo nada más. Por un momento, Arroyo Negro temió lo peor pero aún podía notar los tenues latidos de su corazón, sentía su trabajosa respiración. Sus palabras, muy parecidas a las de Búho, resonaban una vez tras otras dentro de Arroyo Negro. «Mi Ónice. Mi precioso Ónice». Alzó el rostro hacia el cielo y profirió un aullido y las estrellas bailaron siguiendo el ritmo de las palabras de Galia. Mi Ónice. Mi precioso ónice.

En algún momento, Arroyo Negro advirtió que el claro estaba en silencio. El único sonido era el de las palabras en su mente. Levantó la mirada y vio que Búho y Meneghwo lo estaban mirando y había otro que lo miraba también: Balthazar Caminante del Espíritu estaba allí, con los brazos en jarras, la mirada fría e impávida. Era tan alto como Arroyo Negro pero más delgado, con unos músculos fibrosos, más dotados para la velocidad y la resistencia que para la fuerza desnuda.

¿Por qué, se preguntó Arroyo Negro, aquel Caminante había venido al clan y se le había permitido ocuparse de Galia? No había abandonado su lado un solo momento, cierto, pero ¿por qué recibía tanto respeto? Se le erizó el pelaje.

—Aún no está preparada para ti, buitre —dijo.

Balthazar no dijo nada y se limitó a extender los brazos para que Arroyo Negro pudiera entregarle a Galia. Arroyo Negro miró a Búho y, con el más lento de los movimientos, el ave espiritual asintió. Arroyo Negro frunció el ceño pero depositó con mucha delicadeza a Galia en los brazos de Balthazar.

—Te he sentido con nosotros —dijo Balthazar—. Y entonces ella ha hablado… ha tratado de hablar. Está muy débil y apenas le queda aliento.

—Ya la he oído —dijo Arroyo Negro. Arrugó el rostro tratando de contener las lágrimas. No quería llorar delante de aquel Garou arrogante. Pero estuvo a punto de no conseguirlo.

—La llevaré de vuelta —dijo Balthazar.

De nuevo, Arroyo Negro miró a Búho, y de nuevo el espíritu asintió. Balthazar se volvió y se llevó a Galia. El Wyrm hubiera podido arrancarle a Arroyo Negro el corazón del pecho en aquel momento y el metis no se hubiera dado cuenta.

—Son tan pocos los que siguen mis consejos estas noches… —dijo Búho de nuevo—. Tú eres uno de los últimos.

Y entonces desapareció.

Serpiente de Agua era de nuevo una colección de piedras, un muro que se extendía entre el arroyo y la columna, cuando Meneghwo le puso una mano en el hombro.

—Te llevaré de regreso —dijo el Lobo de Retazos.

De regreso. Arroyo Negro se dejó llevar. Tenía el corazón entumecido de angustia. Sabía que era preferible que abandonara aquel lugar; si Balthazar había sentido su presencia, otros podían sentirla también. Nube de Muerte podía hacerlo. Pero no era prudencia lo que impulsaba sus pies, sino más bien falta de voluntad de resistir. En lo que se le antojaron apenas unos pocos pasos, Meneghwo y él volvieron a estar junto al cadáver del ciervo.

Arroyo Negro extendió las manos, ahora limpias de sangre, hacia el ciervo muerto.

—Te pido que me perdones —dijo—. Te maté cuando no había necesidad. No por hambre sino por odio.

El cuerpo del ciervo no se movió; su espíritu no regresó ni dio muestras de haber escuchado las palabras. Pero entonces lenta, muy lentamente al principio y luego cada vez más deprisa, la carcasa empezó a cambiar: a oscurecerse y endurecerse. Hasta que se hizo de piedra. Un ciervo inmóvil para siempre, con la garganta y el pecho destrozados.

Arroyo Negro contempló la gracia de los espíritus y sintió hondamente que no era digno de ella. Buscó a su alrededor hasta encontrar los fragmentos rotos de la cornamenta, envueltos aún en un brillante resplandor de estrellas. Recogió el más afilado de ellos y se lo clavó en el pecho para ofrecerle su sangre a los espíritus y que pudieran perdonarle sus pecados.

Meneghwo, apenas a un paso de distancia, apretó la frente contra el rostro de Arroyo Negro, y cuando el feo espíritu se apartó, tenía el rostro manchado de sangre, como si el metis Jorobado que tenía delante le hubiera prestado uno de los retazos de su pelaje.

—No siempre es necesaria la sangre —dijo el lobo mientras sacudía la cabeza con tristeza—. No es necesaria.

Y entonces Arroyo Negro se quedó solo en el bosque, muy lejos del firmamento cuajado de estrellas.