Arroyo Negro despertó con un fuerte dolor. No había pretendido quedarse dormido: no allí, apoyado en el muro de la caverna mientras velaba a Galia. Balthazar estaba despierto; él velaba a Galia con fidelidad, a pesar de que ningún vínculo familiar los unía. Él contemplaba cómo subía y bajaba su pecho con cada trabajosa respiración y cómo se retorcían las garras y arañaban el suelo. Puede que estuviera cazando en sus sueños. Galia nunca había hablado con Balthazar —él había llegado al túmulo después de que cayera enferma— y a pesar de ello era su guardián incansable y pasaba día y noche sentado a su lado, con las piernas cruzadas… mientras Arroyo Negro dormía.
El cuello rígido le dolía a Arroyo Negro al despertar en aquella luz agonizante, pero la contractura no era nada comparada con los remordimientos que le provocaba su propia debilidad, su propia falta de fidelidad. Estaba acostumbrado al dolor; su forma humana nunca se libraba de él, salvo gracias al alcohol, y el pesar de la maldición nunca estaba muy lejos de su corazón, fuera cual fuese la forma de su cuerpo.
—¿Ha hablado? —dijo Arroyo Negro.
Balthazar Caminante del Espíritu volvió lentamente la cabeza para mirar al intruso, para dirigirle la dura mirada que un juez dirigiría al culpable.
—Su espíritu se debilita. No despierta. No habla —para su asombro, el Caminante llevaba a cabo su vigilia en forma Crinos pero ésta no revelaba la cólera que sin duda debía de estar sintiendo. A Arroyo Negro le maravillaba este control estoico, aunque sospechaba que el desdén que dirigía Balthazar a los demás miembros del clan era una grieta en la armadura de control del guardián. Puede que tras su fachada de superioridad estuviera creciendo un torrente de presión cada vez más intenso, que un día se desbordaría. O puede sencillamente que Caminante del Espíritu fuera un Garou mejor, de voluntad más fuerte, más dedicado y persistente, y que su desprecio hacia los demás estuviera justificado. En especial su desprecio hacia Arroyo Negro.
Balthazar mantenía una pequeña fogata encendida para calentar a Galia; en aquel espacio cerrado, el humo le quemaba la garganta y los ojos. La caverna era poco más que un espacio abierto bajo una roca de grandes dimensiones, pero servía para proteger de los elementos la madriguera de Arroyo Negro.
—¿Ha estado aquí Evert? —preguntó Arroyo Negro.
—Viene casi todo los días, pero nunca se queda. Y ni siquiera vendrá mientras tú estés aquí —las llanas palabras de Balthazar transmitían lo que el centinela no decía abiertamente: «la culpa es tuya, Arroyo Negro. Y Evert Nube de Muerte no es mucho mejor que tú».
Arroyo Negro se hubiera sentido ofendido, hubiera sucumbido a la cólera, de no haber sido ciertas las acusaciones. Galia Hija de la Lluvia se debilitaba un poco más a cada día que pasaba y lo mismo le ocurría al túmulo. Muchos de los Garou no se daban cuenta… pero aquéllos que sí lo hacían sabían de quién era la culpa. Arroyo Negro lo sabía. Balthazar Caminante del Espíritu lo sabía. Sin embargo nadie decía nada. Evert Nube de Muerte lo sabía… pero no hacía nada.
Tras agitarse en el lugar en el que había cedido al sopor sin darse cuenta, Arroyo Negro se arrastró hacia Galia. La vio allí, atrapada en un sueño inquieto, y deseó poder tomar sobre sus hombros su dolor y su fiebre. Ojalá hubiera podido morir en su lugar… Haberle dado a luz, años atrás, había sido su único acto imprudente, el único pecado por el que podía merecer un castigo. Hubiera sido mucho mejor para todos que hubiera devorado al cachorro mientras emergía deformado de su vientre, pero ella había permitido que viviera. Al dar la vida a un maldito, había aceptado su maldición sobre sí; con el tiempo eso la había podrido y muy pronto la mataría.
Arroyo Negro alargó los brazos y puso las manos sobre el costado del cuerpo lupino. Y por un momento, el sufrimiento y la congoja parecieron abandonarla. Sus pezuñas quedaron inmóviles y respiró profundamente, como si estuviera suspirando en sueños. Arroyo Negro levantó la mirada hacia Balthazar, pero no pudo encontrar el menor rastro de comprensión en la mirada del Caminante, ninguna señal de que creyera que su contacto pudiera haberla aliviado. Apartó las manos, temiendo haberla hecho daño, temiendo que ese aliento fuera a ser el último. ¿De qué crímenes lo acusarían entonces los demás, a él, el hijo indigno?
Se atrevió a tocarla una vez más, y sus dedos acariciaron su oreja, antes de apartarse a rastras de ella y salir de la cueva. No miró atrás. ¿Qué necesidad tenía de encontrarse con la mirada implacable de Balthazar?
Más allá de la caverna y del hilo de humo que ascendía sinuosamente y con indiferencia hacia el cielo, el túmulo estaba inmóvil, silencioso, como muerto. El arroyo, casi seco, esperaba sediento el deshielo de la primavera. Abedules y arces, severos, ataviados de invierno, se mecían a merced del frío viento que llegaba desde el oeste. El velo de color que tejían los pinos blancos parecía desgastado. Arroyo Negro no era ajeno al malestar que parecía flotar sobre el Clan del Claro Aullante; hasta el mismo bosque parecía mudo, fatigado. ¿Cómo podían no verlo los demás Garou? ¿Eran incapaces o no querían? Evert Nube de Muerte, como macho alfa y Theurge que era, hubiera debido saberlo, pero de ser así habría advertido a los demás. También Balthazar era Theurge, pero desde su llegada sólo había prestado atención a Galia, que era también una hija de la luna creciente. Galia sí que lo hubiera sabido; ella habría advertido al clan… de no haber estado agonizando. Pero parecía afectada por el mismo mal. Desde hacía varias semanas no se había comunicado con nadie, ni siquiera había abandonado su forma lupina. Y en todo ese tiempo, Evert no había dicho nada. Si los Theurge, las voces espirituales de su pueblo, no hablaban, ¿cómo podía Arroyo Negro, maldito entre los Garou, esperar que lo escucharan? No podía. No tenía esperanzas.
El cielo, cubierto de nubarrones agobiantes, pesaba sobre Arroyo Negro tanto como el silencio, tanto como la enfermedad de la tierra. El túmulo se le antojaba una sombra de su antiguo yo, una carcasa esquelética a la que se le pudría la carne y se le secaba el tuétano. O puede, pensó, que la enfermedad estuviera sólo en su interior. Puede que unas copas limpiaran la palidez de la podredumbre de la cara del mundo. A esa hora Canción de Víspera habría abierto ya el bar; había que limpiar la sangre; exiliado o no, probablemente la ayuda de Arroyo Negro sería bienvenida. Le daba lo mismo no ver a los demás miembros del clan aquella noche… o cualquier otra noche. Lo más probable era que la partida de caza estuviera en el bosque. Sin duda Evert Nube de Muerte estaría lamentándose. Aparte de éstos, quedaban muy pocos Garou, pero uno de ellos, para gran disgusto de Arroyo Negro, se le acercaba en aquel momento muy contento.
—¿Te has enterado? —preguntó Ladra-a-las-Sombras con aire excitado—. Esta noche hay cuentos. Fuego y ciervo recién cazado. Canción de Víspera contará historias.
Arroyo Negro no se detuvo, no dio muestras de haber reparado en la presencia del otro. Ladra-a-las-Sombras era uno de los pocos a los que Arroyo Negro podía desairar con impunidad… si nadie lo veía. Los demás miembros del clan trataban hasta al Lunático, al Colmillo caído en desgracia, con más respeto que a él.
—¡Historias! —dijo Ladra-a-las-Sombras mientras se colocaba a su lado y seguía caminando con él—. ¡Canción de Víspera nos va a deleitar con canciones y cuentos!
En su forma humana, los ojos de Ladra-a-las-Sombras nunca parecían enfocar el mismo punto; su cabeza estaba ligeramente ladeada, siempre.
—A Canción de Víspera no hay nada que le guste más que escuchar su propia voz —gruñó Arroyo Negro—. De no haber nacido Galliard, habría vuelto a entrar en el vientre de su madre y habría esperado hasta que Luna Gibosa volviese a salir.
El juvenil entusiasmo de Ladra-a-las-Sombras se tornó confusión desolada.
—Pero las historias… son sobre nuestro pasado. Sin ellas no somos mucho mejores que los humanos.
—Tú no eres mucho mejor que los humanos —dijo Arroyo Negro—. Puede que hasta peor.
A pesar de no ser el más rápido de los Garou, Ladra-a-las-Sombras era capaz de reconocer el sonido de un insulto.
—Tú deberías haber nacido en Luna Gibosa, todo hinchado y jodido y con esa joroba.
—Chepa —dijo Canción de Víspera, mientras salía de repente de entre las cada vez más densas sombras del bosque—. Lo llamamos Chepa, Lunático. Pero no hables de joder si no quieres encontrártelo en la pata.
Ladra-a-las-Sombras se echó a reír, más por nerviosismo que porque hubiera entendido. No le gustaba pelearse pero siempre parecía olvidar lo huraño que era Arroyo Negro. En cuanto a Ryan Canción de Víspera, Ladra-a-las-Sombras sabía que era inteligente, así que se reía por casi todo lo que el Galliard decía.
Arroyo Negro los dejó. A lo mejor, pensó, iba al bar de Canción de Víspera y robaba algo de licor. Eso le enseñaría al pomposo montón de basura. Peor aún que las puyas, lo que Arroyo Negro había sufrido desde sus primeros tiempos era el hecho de que el clan valorara más al idiota Lunático que a él. El Colmillo, expulsado por sus petulantes y endogámicos hermanos, rechazado por los suyos… pero no de forma tan completa como él.
Cuentos. La perspectiva no colaboró demasiado a animarlo. No había historias heroicas ni canciones triunfantes sobre los malditos de Gaia… o, si las había, Canción de Víspera no las contaba. El metis deformado era siempre el idiota, el manchado por el Wyrm, el villano. Hasta los Roehuesos y los estúpidos humanos tenían papeles dignos en algunas de las historias, pero nunca alguien como Arroyo Negro. Aunque, al menos, habría comida alrededor del fuego. Y bebida.
Cuando llegó al lugar en el que había dejado su nueva manta colgada de un árbol, Arroyo Negro descubrió con desagrado que otro miembro del clan la estaba toqueteando en el suelo.
—Es mía —le gruñó a Claudia Permanece Firme.
La loba se volvió hacia él y le enseñó los dientes. Antes de que llegara a su lado, cambió a su forma natural de humana, más pequeña que la de Arroyo Negro pero fuerte y llena de confianza.
—¿Me hablas a mí en ese tono, Chepa? —lo fulminó con la mirada.
Arroyo Negro bajó la vista. La Guardiana hubiera olisqueado cualquier cosa nueva que apareciera en el túmulo; debía de haber advertido su olor en la manta pero investigar era su naturaleza, su deber.
—Es mía —dijo de nuevo, esta vez con mayor timidez, y recogió la manta. La olisqueó. El aroma de la mujer humana seguía siendo intenso.
—Vigila tu lengua, Chepa —dijo la loba—. ¿O he oído en tu tono que estás dispuesto a desafiarme? —su mano descansaba sobre el klaive que llevaba al cinto. Arroyo Negro no levantó la mirada; su silencio fue respuesta más que suficiente—. Ya decía yo.
Arroyo Negro hizo una bola con la manta y se la apretó contra el pecho mientras se alejaba cojeando de Permanece Firme.