En algún momento después de la salida del sol, Kaitlin decidió que lo que había visto frente al bar no iba a irrumpir en su casa para matarla. Estaba acurrucada en la esquina más apartada de su sótano, lo había estado durante horas. Había pasado el tiempo pensando en lo que había visto, pensando en su respuesta, esperando a que la criatura viniera a matarla. Tenía frío y estaba sucia. El suelo del sótano era de tierra y las paredes, de cemento, estaban llenas de grietas. Las piernas se le habían quedado rígidas de pasar tanto tiempo en cuclillas. También sus vaqueros estaban helados y rígidos, húmedos contra la piel. Apestaba a orina.
Había dos ventanas en el sótano, pequeñas y cercanas al techo. En el exterior se encontraban a la altura del suelo. No había encendido la luz cuando había huido al sótano; la desnuda bombilla que colgaba del techo hubiera sido como un faro, que hubiera atraído a las bestias para violarla y destruirla. Así que había permanecido allí, acurrucada y sumida en un terror ciego hasta que, gradualmente, los dos patéticos ventanucos habían ido iluminándose. El amanecer se había insinuado con titubeos en el sótano, y casi con los mismos titubeos, Kaitlin había abandonado su escondite.
Se sintió un poco mejor una vez que hubo subido las escaleras y salido al pasillo trasero. Apenas reparó en el rastro de mugre que sus botas dejaban en el linóleo antes blanco de la cocina. Estaba demasiado aliviada por poder ver, por encontrarse de pie, bajo la luz de la mañana; había dudado que volviera a ver otra y allí como estaba, de pie en el linóleo cubierto de porquería, el grisáceo y cubierto amanecer se le antojaba el más espectacular que jamás hubiera presenciado.
Su casa no era cálida; había corrientes de aire y los fuerte vientos hacían traquetear las ventanas. Pero recibía una generosa cantidad de luz; eso y el precio era lo que la había convencido para comprarla. Las ventanas eran grandes y tenían aquel antiguo cristal ondulado que hacía que las cosas del exterior trepidasen si uno se movía mientras las miraba. Por designio o por accidente, las ventanas estaban situadas de tal manera que aprovechaban la poca luz que había durante el largo invierno de Michigan. La mañana daba vida a la cocina. El mediodía iluminaba el comedor… lo que se suponía que era el comedor. Kaitlin nunca comía allí; comía en la mesita de la cocina, con su fría silla plegable de metal. El comedor estaba lleno de botellas y latas que pensaba llevar algún día al centro de reciclaje. Pero no tenía coche así que ese algún día, al igual que el mañana, nunca llegaba. De este modo las cajas y los cajones se iban llenando, uno detrás de otro y luego se apilaban unos encima de otros; cada semana que pasaba, resultaba visible menos parte del suelo de parqué arañado. La casa era tan grande que pasaría mucho tiempo antes de que la visita al centro de reciclaje se convirtiera en un asunto perentorio.
El sol de la mañana, cuando las sombras crecían y la luz, por unos breves momentos, hacía que el mundo no pareciera una completa cloaca, brillaba en el salón delantero, que Kaitlin nunca utilizaba, y en su dormitorio, en el piso de arriba. Se sentaría en la cama bajo la colcha deshilachada y puede que leyese un poco o se hiciese un porro, mientras en el exterior los colores del mundo se apaciguaran pasando del rojo y el naranja al amarillo y el pardo y luego al púrpura y el gris y por fin al negro.
Aparte de la mesita y de la silla plegable de la cocina, la cama de Kaitlin era el único mueble de la casa.
Aquella mañana, tras las horas de confinamiento solitario pasadas en el sótano, Kaitlin prestó especial atención a su brillante y (al menos en comparación con el sótano) lustrosa cocina. Además de tiesa y helada y mojada, estaba hambrienta. Sacó los macarrones con queso de la nevera, echó la parte cubierta de moho en el fregadero y se llevó el resto escaleras arriba. Comió mientras subía.
Dejó la comida a un lado mientras se quitaba los vaqueros y la ropa interior y los arrojaba en la bañera de metal con patas en forma de garra. Después de asearse de cintura para abajo, se puso ropa interior limpia y lavó a mano sus únicos vaqueros. Escurrir la dura y pesada tela vaquera resultó difícil pero lo que realmente amenazó con volverla loca fue el secado. Medio desnuda, salió a la terraza del piso superior y los colgó de la barandilla para que el viento pudiera secarlos y a continuación volvió a entrar a toda prisa y se agazapó bajo la colcha. Se sentó, dobló las rodillas y las apretó contra el pecho y sacó las manos y la cabeza de debajo de la colcha para poder cubrirse todo el cuerpo con ella. No estaba ansiosa por volver a ponerse los vaqueros, ni siquiera una vez que estuvieran secos; estarían fríos y tiesos pero la secadora, lo mismo que la lavadora, estaba rota, así que no le quedaba más remedio que hacerse a la idea. A lo mejor, pensó, los metía un rato en la cama para que se calentaran antes de volver a ponérselos.
Ahora que sus necesidades inmediatas —higiene, comida, marihuana— estaban ya cubiertas, las manos de Kaitlin empezaron a temblar. Y luego su cuerpo entero. Aspiró profundamente y dejó que el áspero humo le hormigueara en la garganta y los pulmones; contuvo el aliento y exhaló lenta y parsimoniosamente varios segundos más tarde. Las siguientes veces que respiró despidió bocanadas de vaho helado: su dormitorio no se calentaba de manera apreciable hasta más tarde. Trató de concentrarse en respirar y en nada más: inhalar honda, profundamente, exhalar con lentitud y regularidad, un acto purificador. Al ver que eso parecía funcionar y que el temblor remitía, dio otra calada al porro.
Ahora que volvía a sentirse relativamente calmada, se obligó a afrontar lo que había visto la pasada noche: no era humano. Eso lo sabía con toda certeza. Sus observaciones confirmaban esta creencia —el tamaño de la criatura, su velocidad sobrenatural y poderoso porte, la manera en que sus ojos resplandecían en la oscuridad— pero su seguridad provenía de un sentido más profundo. Un sentido que había confiado en dejar tras de sí en la ciudad, donde los muertos caminaban entre los vivos, algunas veces dentro de los vivos, y nadie parecía darse cuenta.
Se estremeció. Alargó el cuello, como una tortuga asomando la cabeza desde el interior del acolchado caparazón y volvió a llevar los labios al porro. Aislamiento, simplicidad: le habían permitido devolver una semblanza de control y estabilidad a su vida. Pero ahora aquella visión no deseada le había salido al paso. Si no hubiera oído los disparos la pasada noche… si se hubiera quedado en casa… si aquella criatura, aquella cosa, no la hubiese visto… si…
Llevaba un cuerpo consigo, se recordó para sus adentros, aunque hubiera preferido olvidar el hecho. Había matado a alguien. Los monstruos que veía parecían inofensivos algunas veces; otras mataban gente. Kaitlin se echó a reír; tosió y escupió una bocanada de humo al cuarto. Por alguna razón, las dos caras de la moneda no le parecían equilibradas: cara, triste espíritu solitario; cruz, asesino en serie perturbado.
Aunque la criatura no hubiera estado cargando con un cuerpo muerto la pasada noche, la reacción visceral de Kaitlin le hubiera bastado. Así era como ocurrían aquellos episodios. No siempre podía identificar con toda claridad los detalles que la llevaban a saber lo que sabía —a menudo no era capaz de hacerlo— pero la abrumadora oleada de terror que la había embargado allí en la oscuridad, junto a la carretera, era una advertencia. Algunas veces, al toparse sin esperarlo con alguno de aquellos seres sobrenaturales, sentía un arrebato de simpatía, como por ejemplo hacia la madre e hija etéreas a las que había visto cruzar la misma calle, una vez tras otra, hora tras hora, día tras día. Algunas veces Kaitlin sentía aprensión, pero nunca hasta aquella noche había sentido un terror tan completo y abrumador. Nunca antes había visto algo semejante a lo de la pasada noche o sentido una furia tan a duras penas contenida. Instintivamente, se llevó la mano a la garganta para protegerse.
Una advertencia para los sabios. Para los curiosos.
Para el atardecer, el viento había hecho su trabajo. Kaitlin recogió los vaqueros de la barandilla y los metió consigo debajo de la colcha hasta que hubo conseguido que se calentaran un poco. Aún estaban un poco húmedos alrededor de los bolsillos pero después de haber recuperado el cuenco del baño y de haberse acabado los macarrones con queso era muy consciente de que no quedaba comida en la casa y la tienda estaba a casi ocho kilómetros. No le quedaba más remedio que ponerse en marcha.
No se dio cuenta de que había perdido la manta hasta que se puso la parka. Normalmente la rutina que seguía para salir cuando hacía frío era quitarse la manta, que llevaba en todo momento sobre los hombros desde finales de otoño hasta principios de primavera, y ponerse la parka. Había estado acurrucada en el sótano, helada hasta los huesos, pero su ansiedad había sido demasiado intensa y sus pensamientos demasiados dispersos como para reparar en su ausencia y el resto de la mañana lo había pasado bajo la colcha.
Reconstruir los acontecimientos resultó bastante sencillo: había tenido la manta al salir de la casa la pasada noche; no recordaba haberla tenido al volver. No era ninguna tragedia, se dijo. Puede que la encontrase de camino a la tienda, o si no, podría conseguir otra en el almacén del Ejército de Salvación en Winimac si era necesario. Pero una inquietante sensación acompañó a la constatación de que había perdido la manta. Un efecto secundario e inesperado de contar con tan escasas posesiones era el hecho de que cada una de ellas tenía un enorme valor emocional además de práctico; la manta no era sólo una posesión, era una amiga, una confidente. La sencillez, aunque reducía el número de vínculos, intensificaba a su propia y perversa manera la naturaleza de los que restaban.
«Perspectiva —se dijo Kaitlin—. Debes mantener la perspectiva. No es más que una sencilla y deshilachada manta».
Protegida por la parka y una bufanda, trató de rehacer sus pasos de la pasada noche, desde la parte trasera de la casa, por el lateral y hasta la carretera. Mientras caminaba, unos pensamientos desagradables hormigueaban en el fondo de su mente: sabía que en el pasado había encontrado… cosas, seres sobrenaturales, durante el día, a plena luz del día, y eso hacía que el sol de la tarde resultara menos reconfortante. Pero lo peor, tuvo que recordarse, parecía ocurrir de noche. El día, incluso un día tan encapotado como aquél, parecía seguro. Los espacios abiertos, la vegetación y los árboles parecían normales; trataron de convencer a Kaitlin de que no había visto lo que creía haber visto en la oscuridad. Y ella estaba más que dispuesta a aceptarlo. Era posible… hasta parecía probable ahora que el sol estaba en alto, a despecho de las nubes que ondeaban en lo alto. Se sintió un poco mejor con sólo considerar la posibilidad de que hubiera estado equivocada. Le complacía poder ser tan razonable.
No encontró la manta en las cercanías del arcén. La habría hallado sin dificultades de haberse encontrado allí. ¿Eran las briznas aplastadas de hierba las señales de su paso la última noche?, se preguntó. Dirigió la mirada hacia los árboles de su derecha. Lo más probable era que el viento hubiese arrastrado la manta hasta el otro lado de la zanja; se habría enredado con el ramaje o se habría enganchado en algún tocón.
Pero cuando estuvo en el lugar más alejado al que, según creía, había llegado la pasada noche, seguía sin ver la manta. ¿Podía haberla llevado el viento al otro lado de la carretera?, se preguntó. Deshizo el camino, cruzó la calzada y recorrió la misma distancia por el otro arcén. No había nada más que basura, y nieve antigua en los rincones a los que no llegaban los rayos del sol.
Kaitlin suspiró y su aliento formó una nubécula. Aunque su misión de búsqueda y rescate había sido un fracaso, seguía teniendo que ir a la tienda. Había cogido quince dólares de la caja de cigarros que escondía bajo la cama, lo suficiente para comprar sesenta paquetes de macarrones con queso… o quizá mejor cincuenta y algo de fruta para prevenir el escorbuto.
Su primer impulso fue el de cruzar de nuevo al otro lado de la carretera, interponer el pavimento entre ella y el bar, pues no tenía más remedio que pasar delante de él. Pero se sintió tonta y cobarde por pensar en hacer tal cosa a plena luz del día. Nunca había nadie en el bar hasta última hora de la tarde. No le pasaría nada por cruzar el aparcamiento.
En especial si se había confundido la pasada noche, lo que parecía cada más probable.
Puede que alguien hubiera estado llevando al hombro un simple barril vacío. No, la forma no era la de un barril. Puede que bolsas de basura. O aun en el caso de que fuera una persona, podía no ser más que un borracho… y el tío de casi tres metros de altura y ojos resplandecientes y músculos hinchados sólo lo había estado llevando a la camioneta. Puede que todo el asunto no hubiera sido más que un efecto secundario de su pasado como consumidora de ácido.
Kaitlin respiró hondo y trató de no pensar en la pasada noche. Siguió adelante. Se negaba a cruzar la carretera por razones tan estúpidas.
Cuando se encontró más cerca, descubrió que el bar parecía en efecto desierto. El anuncio de cerveza no estaba encendido; las persianas de ventanas y puertas estaban echadas. La camioneta del propietario seguía aparcada en la parte de atrás. ¿Estaría bien?, se preguntó. ¿Estaba allí o sería el suyo uno de los cuerpos que se habían llevado?
Cuerpos no, se corrigió. Bolsas de basura o… o lo que fuera.
El recuerdo de la tienda y los macarrones con queso quedó confinado al fondo de la mente de Kaitlin mientras su implacable curiosidad emergía a la parte delantera. ¿Qué tenía de malo comprobar que las persianas estaban bajadas del todo? Si echaba un vistazo al interior y se aseguraba de que todo iba bien, entonces… ¿entonces qué? No estaba segura. Eso no demostraría que la noche anterior no había ocurrido nada, que dos bestias gigantescas no habían estado sacando cuerpos muertos al exterior. Nada era algo difícil de demostrar. Pero estaba segura de que si echaba un vistazo y el suelo y las paredes no estaban cubiertos de sangre, al menos se sentiría un poco mejor. ¿Y acaso no era importante la paz interior? Por ella se había mudado allí, al quinto pino.
Caminando con más confianza de la que en realidad sentía, Kaitlin llegó a la parte delantera de la Casa del Barril de Murphy. Era un edificio bajo de ladrillos grises con sólo dos ventanas en la fachada y una en la puerta. Ninguna a los lados. Por desgracia las persianas sí que estaban echadas del todo. Kaitlin pegó la cara al cristal y trató de ver por los lados, pero no pudo distinguir nada. Hasta llegó a probar con mano vacilante el picaporte, a pesar del temor que sentía a que el propietario estuviera dentro, pero la puerta estaba cerrada.
Con un suspiro, apoyó la frente en el cristal de la puerta y los dedos de las dos manos a ambos lados de la cara, como patas de una araña de agua posadas sobre la superficie de un estanque opaco y lleno de barro. Cometió el error de pensar de nuevo en lo que había ocurrido la noche anterior… y las visiones empezaron.
Sintió que se le doblaban las rodillas, pero ya se encontraba muy lejos: dentro de sí, asistiendo a lo que no había visto. Kaitlin no había visto, pero el cristal sí, y los ladrillos sí, y con la misma seguridad con la que cada aspecto de la creación forma parte de una misma mente y un mismo espíritu, le revelaron sus secretos.
Las formas eran familiares, grandes y poderosas. Más grandes de lo que debieran ser si fueran humanas, más grandes de lo que unos humanos podrían ser. Y más de cerca, parecían más coléricas. Una borrosa confusión de pelaje, dientes, garras. Furia. Vio también dos cadáveres. Vio cómo se convertían en cadáveres, cómo les era arrancada la vida en sanguinolentos jirones. Rostro y garganta. Vientres abiertos en canal, intestinos derramados sobre el suelo. Estaba cubierta de sangre, sangre vital que fluía para trocarse en una nada, que goteaba sobre el indiferente suelo de hormigón. Perdido en medio del horror se oyó un disparo, el tercero. Fútil. Inútil contra la sonrisa babeante de sangre de la criatura. Entonces la otra bestia se irguió, con una maraña de entrañas humanas colgando de las fauces. Y vio los ojos. Los mismos ojos que había visto la pasada noche. Los mismos ojos que la habían visto.
Se apartó de la puerta de un salto. La ventana se quebró y ella gritó. El cristal seguía intacto pero había una telaraña de fisuras que cubría el panel entero a partir de diez puntos separados: los puntos que sus dedos habían tocado. Kaitlin se miró las yemas de los dedos. Una de ellas estaba sangrando.
—¿Puedo ayudarla, señorita?
Volvió a saltar, pero esta vez no gritó. Giró sobre sus talones y vio a un hombre a unos cinco metros de ella. Se estaba acercando. Tenía el pelo negro, corto y bien peinado, al igual que la barba, y llevaba una camisa de franela, vaqueros y unas botas usadas. Mientras se aproximaba, las visiones volvieron a asaltar a Kaitlin. Su visión parpadeaba con destellos como de luz estroboscópica y con cada paso que el hombre daba, parecía cambiar. Era él mismo, y de repente era una de las monstruosidades lupinas; era él mismo y de pronto era un gigante cubierto de sangre cuyos ojos y garras despedían destellos de muerte.
—¿Señorita? —volvió a decir al tiempo que alargaba el brazo hacia ella.
Kaitlin no podía moverse; si hubiera podido, habría corrido. Pero las piernas le fallaron de nuevo. Se tambaleó y a duras penas logró permanecer erguida. El hombre estaba mirando más allá de ella, mirando la ventana, el panel roto de cristal.
—Alguien le ha roto la ventana —dijo ella, al tiempo que comprendía de forma consciente lo que parte de su mente ya sabía: aquél era el hombre que había visto entrando y saliendo de la furgoneta; el propietario del vehículo, el propietario del bar. Y era una de aquellas bestias.
—Ya veo —dijo, con voz y expresión más frías que antes—. Debería curarse ese dedo —dijo.
Kaitlin volvió a mirarse el dedo herido. La herida no tenía ni dos centímetros de largo, apenas llegaba a la primera articulación, pero sangraba copiosamente. Se cubrió el dedo con la otra mano y apretó.
—También debería limpiarse la nariz —dijo el hombre y al mismo tiempo alargó la mano hacia ella, le tocó la nariz con un dedo y se lo mostró a ella. Estaba manchado.
Boquiabierta, le miró el dedo y a continuación se volvió hacia la puerta. Vio la grasienta huella de su nariz sobre el polvoriento y quebrado cristal y entendió. Trató de no pestañear; si pestañeaba, puede que él se convirtiera de nuevo en el monstruo que había visto. Si no le miraba los ojos, no la haría pedazos con aquellas garras afiladas como navajas. No podía hablar; de repente tenía la boca tan seca como si se hubiera tragado un puñado de gravilla del aparcamiento. Se miró los nudillos blanquecinos, manchados ahora por el reguero de sangre que resbalaba por entre sus dedos.
—Yo… —tenía la lengua reseca: hinchada e inútil. Bajó la mirada al suelo y vio que sendos charcos de sangre se estaban formando alrededor de los zapatos del hombre. Ahora sí que pestañeó, mantuvo los ojos cerrados por un momento y la sangre desapareció.
—Déjeme que vea eso —la cogió por la muñeca, la atrajo hacia sí, con fuerza pero sin brusquedad, hasta que ella abrió la mano y le mostró el dedo—. No creo que necesite puntos, ni tampoco un médico. ¿Quiere que la lleve a alguna parte?
La idea horrorizó a Kaitlin. Tenía tan pocas ganas de subir a su coche como de entrar en su bar manchado de sangre.
—No… no. Vivo… —empezó a volverse y señaló en dirección a su casa, que resultaba apenas visible desde donde se encontraban pero entonces se dio cuenta de que lo último que quería era que aquel hombre supiera donde vivía.
Él la observó con aire expectante. Su mirada iba y venía entre su cara y su dedo tembloroso.
—¿Vive… por allí?
Siguió la mirada del hombre, contempló su propio dedo como si fuera una cabeza seccionada o un ave de presa a punto de caer sobre ella y lo devolvió con gran parsimonia a la vecindad de su cuerpo.
—No muy lejos —balbució.
El hombre asintió como si entendiera pero su expresión contradecía esa posibilidad.
—Bueno, como quiera. Está muy pálida.
—Estoy… bien.
—Si usted lo dice. Sólo es un poco de sangre, ¿sabe? No debe de ser cazadora. La caza lo acostumbra a uno a la sangre.
—Gracias —dijo Kaitlin, aunque no sabía con seguridad qué era lo que le estaba agradeciendo. Puede que el hecho de que no le hubiera arrancado la cara o hubiera desparramado sus entrañas sobre la gravilla. Se apartó de él y empezó a caminar con aire ausente de regreso a su casa. Aguzó el oído tratando de captar las pisadas del hombre para ver si la seguían o regresaban al bar pero debía de seguir parado, observándola.
Kaitlin pensaba casi sin darse cuenta en macarrones con queso pero ya no quería comer. Se preguntó si volvería alguna vez a tener hambre después de lo que había visto. Lo dudaba.