Capítulo dos

Kaitlin tenía la cabeza dentro de la nevera cuando oyó el primer disparo. Al menos ella pensó que se trataba de un disparo; había vivido el tiempo suficiente en la ciudad como para que un sonido como aquél en mitad de la noche no le resultara extraño. Fue lo bastante parecido a un disparo para que el siguiente, pocos segundos más tarde, hiciera que se golpeara la cabeza contra la balda superior. Ésta era la única balda que tenía la nevera; la de en medio se había roto hacía mucho tiempo, de modo que ahora quedaban un par de espacios cuadrados, ocupados en su mayor parte por sobras en diferentes estados de lo que a Kaitlin le gustaba llamar «reciclaje final», que era como decir descomposición.

El olor no resultaba agradable. Al abrir la puerta de la nevera se había recordado que tenía que limpiarla, del mismo modo que lo había venido haciendo cada vez que la había abierto en los últimos meses. La balda de la nevera estaba llena de latas de cerveza barata. Kaitlin no bebía cerveza ni alcohol de ninguna otra clase; las cervezas eran un monumento a sus dos años de sobriedad. Sobriedad y soledad. Ella nunca había querido beber y normalmente habían sido otras personas las que habían hecho que necesitara beber. El aislamiento le había parecido la mejor solución.

El tercer disparo, inmediatamente después del segundo, era sin la menor duda un disparo. El sonido no resultaba tan aterrador allí en el campo como lo había sido en la ciudad. Allí había gente que cazaba. Había veces en que un cazador hería a otro o una bala perdida se colaba por la ventana de una cocina pero al menos existía la tácita asunción de que, a diferencia de la ciudad, la gente no disparaba a otra gente intencionadamente. Kaitlin había perdido uno de los reflejos que le debía a su vida en la ciudad: dejarse caer al suelo al oír un disparo. Después de todo, para cuando uno oía el disparo, ya era demasiado tarde para reaccionar. Si la bala iba dirigida a ti, ya te habría encontrado. Pero había ocasiones en que se producía más de un disparo y tirarse al suelo al primer indicio de tiroteo podía salvarte la vida. En aquella región tan boscosa, el ruido de las armas de los cazadores formaba parte del paisaje.

Pero normalmente no se trataba de varios disparos en rápida sucesión y a tan corta distancia. Y normalmente no se producían en mitad de la noche.

Kaitlin se dejó caer al suelo. En el proceso tiró la única sobra presumiblemente comestible que quedaba en la nevera, un cuenco de macarrones con queso de hacía varios días.

Permaneció inmóvil contra el frío linóleo. La vieja y ruinosa casa de madera no estaba bien aislada: por eso se la había podido permitir. Estaba acostumbrada a llevar un suéter de lana raída, una camisa de franela, vaqueros, botas, y una manta sobre los hombros para no helarse, pero el linóleo le absorbió todo el calor a su pequeño cuerpo. Al cabo de varios minutos sin oír nuevos disparos, volvió a meter los macarrones en el cuenco con los dedos y lo dejó en la nevera. El aperitivo podía esperar. Ahora que no había sido herida, su imprudente curiosidad le picaba.

Kaitlin no ignoraba el hecho de que en el transcurso de sus veintitrés años de vida, muchos de los objetos de su curiosidad habían sido poco recomendables: el alcohol, las drogas, el sexo, los hombres en general, el Cristianismo fundamentalista, el Islam fundamentalista, el partido Demócrata, el partido Republicano, el anarquismo, el socialismo, el rap… Pero por muy insólito que fuera el debate en particular —y eran tan insólitos como numerosos— por muy desilusionada y escaldada que saliera de la panacea de cada mes, había descubierto, a menudo para gran sorpresa suya, que uno de los aspectos de su personalidad recobraba siempre todas las fuerzas pasado cierto tiempo: su curiosidad, su deseo de buscar respuestas, su necesidad de saber.

Era aquella perversa necesidad de saber la que no le permitía ahora limitarse a asomar la cabeza por la ventana de la cocina y dirigir la mirada hacia el desvencijado bar del otro lado de la calle, desde donde creía que habían venido los disparos. Consideró —durante casi un segundo entero— la posibilidad de llamar a la policía. En su antiguo barrio, los maderos no eran necesariamente la solución a todos los problemas. Dependiendo del oficial que se presentara en su puerta, podían ser el problema. Y Kaitlin tampoco tenía demasiada confianza en los sheriffs a la vieja usanza que podían encontrarse allí en el campo. No había mucho mestizo tan lejos de las grandes ciudades. Tenía la sensación de que todos los oficiales de la ley que se acercaban a menos de kilómetro y medio de ella pensaban que era una prostituta, una fugada, una adicta al crack, si no las tres cosas al mismo tiempo. Claro que, tal vez, la hierba que guardaba en el piso de arriba tuviera algo que ver en su extremada sensibilidad frente a la atención policial. Pero las cosa estaban así. La policía estaba descartada.

Apagó la luz de la cocina para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y pudiera ver en el exterior. Las luces del bar del otro lado de la calle, el No-Sé-Qué de Murphy, brillaban a menos de medio kilómetro de distancia. Podía ver el estúpido cartel de cerveza parpadeando en la ventana. Al principio, recién mudada, aquello la había molestado —encendido, apagado, encendido, apagado, encendido, apagado— pero ahora no era más que el parpadeo lejano de un satélite y hasta resultaba agradable, como las luciérnagas en verano. Normalmente el bar estaba tranquilo; era raro que estuviera abierto y aún cuando lo estaba, no solía tener clientes. El aparcamiento no se veía desde la ventana de la cocina de Kaitlin, así que salió al porche. Desde allí no se veía ningún coche, ni siquiera el viejo Pacer que, según creía, pertenecía al dueño, pero puede que hubiera algún otro vehículo aparcado al otro lado, oculto por el costado del edificio.

Volvió a pensaren llamara los maderos… Pero la verdad era que no había oído más disparos, si es que eran disparos. Conforme los sonidos se perdían más y más en el pasado, su recuerdo se iba haciendo más vago, al igual que su seguridad. Si alguien había disparado a alguien, pensaba, el agresor —sabía por el tiempo pasado en la ciudad que los que disparaban eran casi siempre hombres— se habría marchado hacía ya tiempo. Puede que la víctima no tuviera tanta suerte. Él o ella podía necesitar ayuda. Pero seguramente ni siquiera habían sido disparos. Sólo que…

Diciéndose que sólo iba a acercarse un poco —para comprobar si se oía algo más—, Kaitlin abandonó el porche, cruzó el patio delantero y salió a la carretera. En su mente, el hecho de que aún llevara la manta alrededor de los hombros y que no se hubiera puesto la parka, reforzaba su afirmación de que no quería más que echar un vistazo. Estaba segura de que aquélla no era una de esas situaciones en las que cedía al autoengaño y terminaba donde no debía. Había recorrido ese camino demasiadas veces ya.

Sólo echaría un vistazo.

Una película de escarcha cubría el asfalto y el ruido que hacían las botas de Kaitlin sobre éste parecía reverberar entre los árboles, así que siguió caminando por el arcén cubierto de hierba. Hasta el crujido de la hierba helada era demasiado ruidoso pero no parecía tener otra opción. Si se adentraba más en los bosques, tendría dificultades para ver en la oscuridad y haría mucho ruido al pisar las hojas muertas. La luz de la luna que se colaba entre las copas de los árboles y caía sobre la carretera le permitía ver en aquel espacio abierto; sólo tenía que andar muy despacio para reducir al máximo el crujido y cuidarse de no tropezar con las latas de cerveza oxidadas y otros desperdicios que había junto a la carretera.

Antes casi de darse cuenta de ello, había llegado más lejos de lo que pretendía. Miró al bar, luego a su casa, y se dio cuenta de que ahora se encontraba más cerca del bar. Pero aún no veía más que una parte del aparcamiento. No había coches. Salvo que estuvieran aparcados más lejos, en un extremo. Seguramente bastarían unos pasos más para saber… La luz de la entrada estaba encendida, así como la del interior. Si se acercaba un poco más podría ver si había alguien dentro; desde allí no la verían. Así que siguió acercándose poco a poco. Un cuidadoso paso tras otro.

Fue entonces cuando la luz del interior del bar y la de la entrada se apagaron a la vez. Kaitlin se quedó helada al oír que se abría la puerta. Estaba ciega en la repentina y completa oscuridad. Su corazón latía tan deprisa como las alas de un colibrí. Instintivamente, se agachó para no ser vista.

Gruñidos desde la dirección del bar. Alguien tenía perros, perros de caza. «Que los tengan sujetos con correa», rezó Kaitlin. Pisadas sobre la gravilla.

Pero conforme sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y la luna y las estrellas iluminaban el cielo de la noche, no vio las formas de unos perros, sino las de dos hombres, cada uno de los cuales cargaba un fardo grande sobre el hombro.

Kaitlin contuvo la respiración. Se le estaba erizando el vello de la nuca. De repente tuvo que hacer un gran esfuerzo para no orinarse en los pantalones. Había algo extraño en los dos hombres. Refrenó el impulso de gritar, de regresar corriendo a la casa, de cerrar las puertas con llave y de acurrucarse en el rincón más alejado del sótano. Desde luego los hombres la descubrirían si lo hacía, pero el impulso era muy poderoso y no tenía nada de irracional. Un terror repentino le retorció el estómago y un sudor frío empezó a resbalar por su espalda y por sus costados desde las axilas. Estaba tiritando, y no a causa del frío; apretó los dientes para impedir que castañetearan.

Los pulmones empezaron a arderle. Se obligó a exhalar y el sonido le recordó al que hace el aire al escapar de una rueda pinchada. Era incapaz de aspirar hondo; respiraba a pequeñas bocanadas de aire gélido que le desgarraban la garganta. Al ver que empezaba a sucumbir al pánico, se tapó la boca con una mano que sofocó el sonido de sus jadeos y caldeó el aire que no podía sino aspirar atropelladamente.

Desde el otro lado de la carretera, junto al bar, vio unos ojos. Escudriñando la oscuridad. Buscándola. Uno de los hombres había desaparecido de la vista y se había perdido detrás del edificio. Pero el otro la estaba buscando. Entonces comprendió qué era lo que andaba mal en los hombres. Su tamaño. No estaban proporcionados. Eran demasiado altos como para pasar erguidos por la puerta del bar. Y los fardos que cargaban sobre los hombros… Cuando el que estaba escudriñando la oscuridad cambió de posición, Kaitlin creyó ver con más claridad parte de su forma. Un pie: un pie lacio al final de una pierna lacia.

Se apretó la boca con más fuerza. Respiraba entrecortadamente por la nariz y empezaba a ver puntos. Estaba mareada. No debía hiperventilar, no debía perder el conocimiento.

Ahora los ojos la veían. La mirada animal pasó sobre ella. Volvió a posarse sobre ella. De nuevo el impulso de huir, de gritar. Tenía que respirar. Dejó de importarle orinarse encima.

Se encogió al escuchar un ruido sordo y alto. Algo chocó contra metal. Contra la parte trasera de una camioneta. El hombre —la cosa— la miró un momento más… y entonces apartó la mirada y desapareció detrás del edificio. Era rápida, de movimientos fluidos, gráciles, poderosos. Estaba allí, con su carga sobre los hombros y al instante había desaparecido.

Esta vez, Kaitlin no vaciló. Se volvió y corrió. Entre el ruido de su respiración, los furiosos latidos de su corazón y el crujido de sus botas al aplastar la hierba helada no hubiera podido asegurar que oía un segundo ruido metálico y la verdad es que no le importaba. No se volvió cuando alguien encendió un motor y estaba corriendo por el patio lateral en dirección a la parte trasera de su casa para cuando los faros iluminaron la carretera delante de su casa.