Capítulo 15

UN ESTADO CORPORATIVISTA

Quitar la puerta giratoria para poner en su lugar una entrada en arco

Creo que es anormal y una tontería. Sugerir que todo lo que hacemos es porque estamos ansiosos de dinero es una locura. Creo que usted tendría que volver al colegio.

GEORGE H. W. BUSH en respuesta a la acusación de que su hijo había invadido Irak con la intención de abrir nuevos mercados para las empresas estadounidenses.[1]

Los funcionarios del Estado tienen algo que el sector privado no tiene, y es el deber de lealtad al bien mayor, al interés colectivo de todos frente al interés de unos pocos. Las empresas tienen deberes de lealtad para con sus accionistas, no con el país.

DAVID M. WALKUR, Interventor General de Estados Unidos, febrero de 2007.[2]

No ve la diferencia entre los intereses públicos y los privados.

SAM GARDINER, coronel retirado de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, sobre Dick Cheney, febrero de 2004.[3]

En plenas elecciones de mitad de legislatura, en 2006, y tres semanas antes de anunciar la dimisión de Donald Rumsfeld, George W. Bush firmó la Ley de Autorización de Defensa en una ceremonia privada en el Despacho Oval. Entre las 1.400 páginas se oculta una cláusula que en su momento pasó inadvertida, y que otorgaba al presidente la facultad de declarar la ley marcial y «recurrir a las fuerzas armadas, incluyendo la Guardia Nacional», pasando por encima de los deseos de los gobernadores, en el caso de una «emergencia pública» con el fin de «restaurar el orden público» y «suprimir» el desorden. La emergencia en cuestión podía ser un huracán, una manifestación o una «emergencia de salud pública», en cuyo caso el ejército podría imponer cuarentenas y vigilar los suministros de vacunas.[4] Antes de la ley, el presidente sólo podía ejercer estos poderes en caso de insurrección.

Con sus colegas en plena campaña, el senador demócrata Patrick Leahy fue la única voz de alarma al afirmar que «utilizar al ejército para hacer cumplir la ley va contra uno de los principios básicos de nuestra democracia». Además, señaló que «las implicaciones de cambiar la ley son enormes, pero este cambio se deslizó en el documento como una cláusula que apenas se estudió. Otros comités del Congreso con jurisdicción en estos temas no tuvieron ocasión de comentar estas propuestas».[5]

Además del ejecutivo, que asumió nuevos y extraordinarios poderes, había al menos otro ganador claro: la industria farmacéutica. En caso de producirse cualquier tipo de epidemia, era posible recurrir a los militares para proteger los laboratorios y los medicamentos, e imponer cuarentenas (un objetivo político perseguido por la administración Bush desde mucho tiempo atrás). Eran buenas noticias para Gilead Sciences, la empresa en la que había participado Rumsfeld y propietaria de la patente de Tamiflu (medicamento para tratar la gripe aviar). La nueva ley, junto con el temor a la gripe aviar, podría haber contribuido a la actuación estelar de Tamiflu incluso después de la marcha de Rumsfeld: en sólo cinco meses, su cotización en bolsa subió un 24%.[6]

¿Qué papel jugaron los intereses empresariales en la aplicación de la ley? Tal vez ninguno, pero merece la pena hacerse esa pregunta. De forma similar, pero a mayor escala, ¿qué papel desempeñaron los beneficios para contratistas como Halliburton y Bechtel, y para petroleras como ExxonMobil, en el entusiasmo del equipo de Bush ante la invasión y la ocupación de Irak? Resulta imposible responder con precisión a estas preguntas sobre la motivación, ya que las personas implicadas destacan por mezclar los intereses empresariales con el interés nacional hasta el punto de que ellas mismas parecen incapaces de establecer las diferencias.

En su libro Overthrow, publicado en 2006, Stephen Kinzer —antiguo corresponsal del New York Times— intenta llegar al fondo de lo que motivó a los políticos estadounidenses a ordenar y orquestar golpes de Estado en el extranjero durante el siglo pasado. Tras estudiar la implicación de Estados Unidos en operaciones de cambio de régimen desde Hawai (1893) hasta Irak (2003), Kinzer ha observado que casi siempre se repite un proceso en tres fases. En primer lugar, una multinacional con sede en Estados Unidos se enfrenta a algún tipo de amenaza financiera a consecuencia de las acciones de un gobierno extranjero que exige a la empresa «que pague impuestos o que respete el derecho laboral o las leyes de protección ambiental. En ocasiones, la empresa se nacionaliza o bien se le exige que venda parte de sus terrenos o de sus bienes», explica Kinzer. En segundo lugar, los políticos estadounidenses se enteran del contratiempo y lo reinterpretan como un ataque contra su país: «Transforman la motivación económica en política o geoestratégica. Dan por sentado que cualquier régimen que moleste o acose a una empresa norteamericana debe ser antiamericano, represivo, dictatorial y, probablemente, la herramienta de algún poder o interés extranjero que pretende debilitar a los Estados Unidos». La tercera fase se produce cuando los políticos tienen que vender la necesidad de la intervención a la opinión pública. En este punto, el asunto se convierte en una lucha forzada del bien contra el mal, «una oportunidad de liberar a una pobre nación oprimida de la brutalidad de un régimen que creemos dictatorial, porque ¿qué otro tipo de régimen importunaría a una empresa norteamericana?».[7] En otras palabras, gran parte de la política exterior de Estados Unidos es un ejercicio de proyección en el que una reducidísima élite con intereses propios identifica sus necesidades y sus deseos con los del mundo entero.

Kinzer señala que esta tendencia ha sido especialmente pronunciada en los políticos que pasan directamente del mundo de la empresa a ocupar un cargo público. Por ejemplo, el secretario de Estado de Eisenhower, John Foster Dulles, trabajó como abogado de multinacionales durante casi toda su vida. Representó a algunas de las firmas más poderosas del mundo en sus conflictos con gobiernos extranjeros. Como Kinzer, los diversos biógrafos de Dulles coinciden en que el secretario de Estado fue incapaz de distinguir entre los intereses de las empresas y los de su país. «Dulles tuvo dos obsesiones durante toda su vida: combatir el comunismo y proteger los derechos de las multinacionales», escribe Kinzer. «En su mente estaban […] “interrelacionadas y se reforzaban mutuamente”.»[8] Esto significaba que no necesitaba elegir entre sus obsesiones: si el gobierno guatemalteco emprendía una acción que perjudicaba a los intereses de la United Fruit Company, por ejemplo, suponía un ataque de facto contra Estados Unidos y merecía una respuesta militar.

En su dedicación a sus dos obsesiones —combatir el terrorismo y proteger los intereses de las multinacionales—, la administración Bush (repleta de directores generales recién llegados de las salas de juntas) se halla sujeta a las mismas confusiones y mezclas. No obstante, existe una diferencia significativa. Las empresas con las que Dulles se identificaba eran multinacionales con importantes inversiones internacionales en países extranjeros (en minería, agricultura, banca y petróleo). En general, esas empresas compartían un objetivo muy sencillo: querían un ambiente estable y beneficioso para hacer negocios, es decir, leyes de inversión relajadas, trabajadores flexibles y nada de sorpresas desagradables en forma de expropiaciones. Los golpes y las intervenciones militares suponían un medio para conseguir ese fin, no el fin en sí mismo.

Como capitalistas del protodesastre, los arquitectos de la guerra contra el terror forman parte de una raza distinta de empresarios-políticos frente a sus predecesores; constituyen un grupo para el que las guerras y demás desastres son en realidad fines en sí mismos. Cuando Dick Cheney y Donald Rumsfeld mezclan lo que es bueno para Lockheed, Halliburton, Carlyle y Gilead con lo que es bueno para Estados Unidos, y en realidad para el mundo entero, están practicando una forma de proyección de consecuencias muy peligrosas. Y eso es porque lo que resulta incuestionablemente bueno para los resultados de esas empresas son los cataclismos —guerras, epidemias, desastres naturales y escasez de recursos—, razón por la cual sus fortunas han aumentado de manera espectacular desde la llegada de Bush al gobierno. Lo que hace que sus actos de proyección sean todavía más peligrosos es que los políticos más importantes de Bush han mantenido sus intereses en el complejo del capitalismo del desastre, hasta un nivel sin precedentes, incluso cuando han iniciado una nueva era de guerras y respuestas privatizadas a los desastres. Eso les ha permitido beneficiarse simultáneamente de los desastres en los que participan.

Veamos un ejemplo. Cuando Rumsfeld dimitió después de la derrota de los republicanos, en las elecciones de 2006, la prensa informó de que regresaba al sector privado. Lo cierto es que nunca se había marchado. Cuando aceptó el cargo de secretario de Defensa ofrecido por Bush, a Rumsfeld —como a todos los funcionarios públicos— se le exigió que se desvinculase de cualquier empresa que pudiese perder o ganar a raíz de las decisiones que tomase desde su cargo. Sencillamente, eso significaba vender todo lo relacionado con la seguridad o la defensa nacional. Sin embargo, Rumsfeld tenía un gran problema. Estaba tan metido en varias empresas relacionadas con desastres que afirmó que le resultaba imposible desvincularse a tiempo, de manera que ató cabos para intentar seguir participando en el mayor número posible de compañías sin contravenir las normas éticas.

Vendió sus acciones de Lockheed, Boeing y otras empresas de defensa, y agrupó acciones por valor de 50 millones de dólares en un fideicomiso ciego. Aun así, seguía formando parte o era el propietario de firmas de inversiones privadas dedicadas a la defensa y la biotecnología. Rumsfeld no estaba dispuesto a afrontar pérdidas por la venta rápida de esas empresas, de manera que optó por solicitar dos prórrogas de tres meses, algo extremadamente raro en ese nivel de gobierno. Eso significaba que seguía buscando lo que él consideraba compradores adecuados para sus empresas y activos cuando ya llevaba seis meses en su puesto de secretario de Defensa (o, probablemente, desde hacía más tiempo).[9]

Cuando llegó el turno de Gilead Sciences, la empresa que Rumsfeld presidía y poseedora de la patente de Tamiflu, el secretario de Defensa no cedió. Simplemente, se negó a elegir entre sus intereses empresariales y su deber público. Las epidemias son un tema de seguridad nacional y, por tanto, encajan perfectamente en el programa del secretario de Defensa. A pesar de este manifiesto conflicto de intereses, Rumsfeld no llegó a vender sus acciones de Gilead mientras permaneció en su cargo (conservó entre 8 y 39 millones de dólares en acciones de la firma).[10]

Cuando la Comisión de Ética del Senado intentó obligarle a acatar las normas, Rumsfeld se mostró abiertamente beligerante. Escribió una carta a la Oficina de Ética del Gobierno explicando que se había gastado 60.000 dólares en contables que le habían ayudado con los «excesivamente complejos y confusos» formularios de divulgación. Para un hombre empecinado en conservar 95 millones de dólares en acciones mientras permanecía en su cargo, 60.000 dólares en honorarios para salirse con la suya no parecían un gasto desproporcionado.[11]

La firme negativa de Rumsfeld a dejar de ganar dinero a costa de desastres mientras ocupaba el cargo de mayor responsable de la seguridad influyó en varios aspectos concretos de su rendimiento. Durante casi todo el primer año en el cargo, mientras intentaba reubicar sus bienes, Rumsfeld tuvo que inhibirse de una alarmante cantidad de decisiones políticas cruciales: según Associated Press, «ha evitado las reuniones del Pentágono dedicadas a hablar sobre el sida». Cuando el gobierno federal tuvo que decidir si intervenía en varias fusiones y ventas importantes con contratistas de defensa de primer orden —incluyendo General Electric, Honeywell, Northrop Grumman y Silicon Valley Graphics—, Rumsfeld se recusó también de estas reuniones de alto nivel. Según su portavoz oficial, tenía lazos comerciales con algunas de las compañías citadas. «Hasta el momento he intentado mantenerme al margen», explicó Rumsfeld a un reportero que le preguntó sobre una de las ventas.[12]

Durante los seis años que permaneció en el cargo, Rumsfeld tuvo que abandonar la sala cada vez que en las conversaciones se planteaba la posibilidad de un tratamiento contra la gripe aviar y la compra de los medicamentos necesarios. Según la carta que describía el acuerdo por el que se le permitía conservar sus acciones, tenía que permanecer al margen de decisiones que «pudiesen afectar de manera directa y previsible a Gilead».[13] Sus colegas, no obstante, cuidaron bien de sus intereses. En julio de 2005, el Pentágono adquirió Tamiflu por valor de 58 millones de dólares. Unos meses más tarde, el Departamento de Salud y Servicios Sociales anunció un pedido del medicamento por valor de 1.000 millones de dólares.[14]

Definitivamente, el desafío de Rumsfeld resultó muy rentable. Si hubiese vendido sus acciones de Gilead en enero de 2001, cuando tomó posesión del cargo, habría recibido nada más que 7,45 dólares por cada una. El miedo de la población mundial a la gripe aviar, la histeria ante el bioterrorismo y las decisiones de su propia administración de invertir en la empresa hicieron que Rumsfeld terminase su mandato siendo propietario de acciones por valor de 67,60 dólares (un aumento del 807%; en abril de 2007, el precio de cada acción había subido a 84 dólares).[15] Por lo tanto, cuando Rumsfeld dejó el puesto de secretario de Defensa era un hombre bastante más rico que antes, algo poco frecuente para un multimillonario en un cargo público.

Si Rumsfeld nunca se desvinculó del todo de Gilead, Cheney se mostró igualmente reacio a romper sus lazos con Halliburton (un arreglo que, a diferencia del de Rumsfeld con Gilead, ha sido objeto de gran atención por parte de los medios). Antes de dejar su puesto de director general para convertirse en el candidato de George Bush a la vicepresidencia, Cheney negoció un plan de pensiones que le dejaba cargado de acciones y opciones de Halliburton. Después de algunas preguntas incómodas de la prensa, accedió a vender algunas acciones de Halliburton, proceso tras el cual se embolsó nada menos que 18,5 millones de dólares. No obstante, no las convirtió en efectivo en su totalidad. Según el Wall Street Journal, Cheney se aferró a 189.000 acciones de Halliburton y 500.000 opciones sin derecho de posesión aun cuando ya ocupaba la vicepresidencia.[16]

El hecho de que Cheney todavía conserve las acciones de Halliburton significa que durante su mandato ganará millones de dólares en forma de dividendos, además de recibir de Halliburton unos ingresos diferidos anuales de 211.000 dólares (aproximadamente, el equivalente a su salario en el gobierno). Cuando deje el puesto, en 2009, y pueda hacer efectivos esos ingresos, Cheney tendrá la oportunidad de sacar un provecho desmesurado del espectacular aumento de la fortuna de Halliburton. El precio de las acciones de la empresa ha pasado de 10 dólares antes de la guerra en Irak a 41 dólares tres años más tarde, un aumento del 300% gracias a la combinación de subida de los precios de la energía y contratos en Irak, dos factores surgidos directamente de la entrada del país en la guerra de la mano de Cheney.[17] El caso de Irak parece encajar a la perfección en la fórmula de Kinzer. Sadam no representaba una amenaza para la seguridad de Estados Unidos, pero sí para las empresas energéticas del país, ya que acababa de firmar contratos con una gigante petrolera rusa y estaba en negociaciones con Total (Francia). Las petroleras estadounidenses y británicas veían que se quedaban sin nada; las terceras reservas más importantes de petróleo del mundo se estaban escapando de las manos angloamericanas.[18] La retirada de Sadam del poder ha abierto perspectivas de oportunidades para los gigantes del petróleo, incluyendo a ExxonMobil, Chevron, Shell y BP (todos ellos han puesto las bases para nuevos negocios en Irak), y también para Halliburton (perfectamente situada, después de su traslado a Dubai, para vender sus servicios energéticos a todas esas compañías).[19] A estas alturas, la guerra en sí misma ya es el acontecimiento más beneficioso de la historia de Halliburton.

Tanto Rumsfeld como Cheney podrían haber tomado medidas sencillas para desvincularse por completo de sus empresas relacionadas con el desastre. De ese modo, habrían eliminado cualquier duda sobre el papel que han desempeñado los beneficios en su entusiasmo por las situaciones provocadoras de desastres, pero entonces se habrían perdido los años del auge de sus propias empresas. Ante la disyuntiva de elegir entre el beneficio privado y la vida pública, han optado una y otra vez por el lucro personal y para ello han obligado a las comisiones de ética del gobierno a adaptarse a sus posturas desafiantes.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el presidente Franklin D. Roosevelt expresó su opinión contra los que se aprovechan de las guerras: «No quiero ver ni un solo millonario en Estados Unidos surgido como resultado de este desastre mundial». Una se pregunta qué habría hecho con Cheney, cuyos millones en beneficios procedentes de la guerra aumentaron mientras ocupaba el sillón de vicepresidente. O con Rumsfeld, que en 2004 no pudo resistirse a canjear unas cuantas acciones de Gilead, ganando así 5 millones de dólares fáciles (según su informe anual) mientras era secretario de Defensa: un pequeño aperitivo de los beneficios que le esperaban cuando dejase el cargo.[20] En la administración Bush, los que han aprovechado la guerra no sólo exigen entrar en el gobierno, ellos son el gobierno y no hay distinción entre las dos facetas.

Por supuesto, los años de la administración Bush se caracterizan por algunos de los escándalos de corrupción más sórdidos y evidentes de la historia reciente: Jack Abramoff y su ofrecimiento de vacaciones con golf a los miembros del Congreso; Randy «Duke» Cunningham, hoy cumpliendo una condena de ocho años en prisión, con su yate The Duke-Stir como parte de un «menú de sobornos» mencionado en un papel timbrado oficial del Congreso entregado a un contratista de defensa, o las fiestas en el hotel Watergate con prostitutas de cortesía… Todo recuerda demasiado a Moscú y Buenos Aires a mediados de los años noventa.[21]

Y no podemos olvidar la puerta giratoria entre el gobierno y la empresa. Siempre ha estado ahí, pero las figuras políticas acostumbraban a esperar hasta que su administración dejaba el poder para hacer efectivo lo conseguido a través de las conexiones con el gobierno. Con Bush, la bonanza del mercado de la seguridad nacional ha resultado ser demasiado tentadora para muchos cargos públicos. Así, en lugar de esperar al final de sus mandatos, cientos de personas de numerosas agencias gubernamentales ya han cobrado su parte. Según Eric Lipton, que ha estudiado este fenómeno en el Departamento de Seguridad Nacional para el New York Times, «los grupos de presión y los organismos de control veteranos de Washington afirman que el éxodo de tal cantidad de ejecutivos antes del final de una administración apenas tiene paralelismos en la época moderna». Lipton identificó 94 casos de funcionarios públicos que habían trabajado en seguridad nacional y que actualmente participan en algún sector de la industria de seguridad nacional.[22]

Existen demasiados casos para citarlos todos, pero destacan algunos porque implican a los principales arquitectos de la guerra contra el terror. John Ashcroft, antiguo fiscal general y principal impulsor de la Patriot Act, dirige hoy Ashcroft Group, especializado en facilitar contratos federales a empresas de seguridad nacional. Tom Ridge, cabeza del Departamento de Seguridad Nacional, trabaja actualmente en Ridge Global y es asesor de Lucent, empresa de tecnología de la comunicación que participa activamente en el sector de la seguridad. Rudy Giuliani, antiguo alcalde de Nueva York y héroe de la respuesta frente al 11-S, fundó Giuliani Partners cuatro meses después para vender sus servicios como asesor en situaciones de crisis. Richard Clarke, zar del contraterrorismo con Clinton y Bush y crítico explícito de la administración, preside Good Harbor Consulting, especialista en seguridad nacional y contraterrorismo. James Woolsey, jefe de la CIA hasta 1995, trabaja en Paladin Capital Group, empresa privada de inversiones que participa en compañías de seguridad nacional; además, es vicepresidente de Booz Alien, uno de los líderes de la industria de la seguridad. Joe Allbaugh, jefe de la FEMA durante el 11-S, fundó New Bridge Strategies (que prometía ser el «puente» entre las empresas y el lucrativo mundo de los contratos gubernamentales y las oportunidades de inversión en Irak) sólo dieciocho meses más tarde. Fue sustituido por Michael Brown, que dos años después se marchó para poner en marcha Michael D. Brown LLC, especialista en preparación frente a los desastres.[23]

«¿Puedo renunciar ya?», preguntó Brown en un infame correo electrónico a un colega de FEMA en medio del desastre del huracán Katrina.[24] Ésa es, más o menos, la filosofía: permanecer en el gobierno el tiempo justo para conseguir un rango importante en un departamento que maneja grandes contratos y recopilar información interna sobre qué se va a vender; después, hay que marcharse y vender esa información a los antiguos colegas. El servicio público se reduce a poco más que una misión de reconocimiento de futuros trabajos en el complejo del capitalismo del desastre.

En ciertos aspectos, sin embargo, las historias de corrupción y puertas giratorias transmiten una falsa impresión. Implican que todavía existe una línea nítida entre el Estado y el complejo, cuando en realidad esa línea desapareció hace mucho tiempo. La innovación de la era Bush no radica en la rapidez con la que los políticos han pasado de un campo al otro, sino en cuántos se sienten facultados para participar en ambos mundos de manera simultánea. Gente como Richard Perle y James Baker hacen política, ofrecen consejos de primer orden y hablan con la prensa como expertos y estadistas desinteresados, al tiempo que participan activamente en el negocio de la guerra y la reconstrucción privatizadas. Representan la culminación de la misión corporativista: una fusión total entre élites políticas y empresariales en nombre de la seguridad, con el Estado en el papel de presidente del gremio (y como la gran fuente de oportunidades gracias a la economía de los contratos).

Dondequiera que haya surgido en los últimos treinta y cinco años, desde Santiago hasta Moscú, Pekín o el Washington de Bush, la alianza entre una reducida élite empresarial y un gobierno de derechas se ha descrito como una aberración: capitalismo mafioso, capitalismo oligárquico y ahora, con Bush, «capitalismo de amiguetes». Pero no es una aberración, sino el punto al que ha llevado la cruzada de la Escuela de Chicago (con su triple obsesión: privatización, liberalización y supresión de los sindicatos).

La tenaz negativa de Rumsfeld y Cheney a elegir entre sus intereses relacionados con el desastre y sus deberes públicos fue la primera señal de la llegada de un auténtico Estado corporativista. Pero hay muchas más.

EL PODER DE LOS EX

Una de las características de la administración Bush ha sido la confianza que ha depositado en asesores externos y delegados free lance para llevar a cabo funciones de gran importancia: James Baker, Paul Bremer, Henry Kissinger, George Shultz, Richard Perle y los miembros del Comité de Política de Defensa y el Comité para la Liberación de Irak, por citar sólo algunos. Mientras el Congreso actuó como autorizador sin cuestionamientos durante los años fundamentales de la toma de decisiones, y los fallos del Tribunal Supremo se tratan como meras sugerencias, estos asesores (en gran parte voluntarios) han ejercido una gran influencia.

Su poder deriva del hecho de que esos asesores tuvieron papeles decisivos en el gobierno: son ex secretarios de Estado, ex embajadores y ex subsecretarios de Defensa. Todos han estado fuera del gobierno durante años, y en ese tiempo han emprendido lucrativas carreras en el complejo del capitalismo del desastre. Dado que tienen el rango de contratistas, no de personal contratado, no están sujetos a las mismas normas que provocan conflictos de intereses en los políticos elegidos o nombrados (algunos no tienen restricciones de ningún tipo). El efecto ha consistido en eliminar la llamada puerta giratoria entre el gobierno y la industria para colocar en su lugar «una entrada en arco» (así me lo describió Irwin Redlener, especialista en gestión de desastres). De esa forma, las empresas relacionadas con los desastres han podido montar un negocio dentro del gobierno utilizando como tapadera la reputación de tan ilustres ex políticos.

En marzo de 2006, cuando James Baker fue nombrado copresidente del Grupo de Estudio sobre Irak —la comisión asesora encargada de recomendar un nuevo camino a seguir en Irak—, se produjo un alivio palpable en los dos partidos: era un político de la vieja escuela, uno que había guiado el país en una época más estable, un hombre experimentado. Sin duda, Baker es un veterano de una era menos irreflexiva que la actual en la política exterior de Estados Unidos. Pero eso fue hace quince años. ¿Quién es James Baker hoy?

Como Cheney, cuando dejó su cargo con el final del mandato de Bush padre, James Baker III ganó una fortuna gracias a sus contactos en el gobierno. Resultaron especialmente lucrativos los amigos que hizo en Arabia Saudí y Kuwait durante la primera guerra del Golfo.[25] Su bufete de abogados con sede en Houston, Baker Botts, representa a la familia real saudí, a Halliburton y a Gazprom (la petrolera más grande de Rusia), y es uno de los principales especialistas del mundo en petróleo y gas. Además, Baker se convirtió en socio accionista del Carlyle Group. Se calcula que con esta reservada empresa ganó 180 millones de dólares.[26]

Carlyle se ha beneficiado muchísimo de la guerra gracias a las venias de sistemas robóticos y de comunicaciones de defensa, y a un gran contrato con Irak para formar a la policía a través de su compañía, USIS, que dispone de 56.000 millones de dólares. Ésta, a su vez, cuenta con una empresa de inversiones dedicada a la defensa y especializada en reunir contratistas de defensa y hacerlos públicos (una iniciativa muy rentable en los últimos años). «Son los mejores dieciocho meses que hemos tenido nunca», dijo Bill Conway, director de gestión de Carlyle, a propósito de los primeros dieciocho meses de la guerra en Irak. «Hemos hecho dinero, y lo hemos hecho rápido». La guerra en Irak, por entonces ya un desastre obvio, se tradujo en un récord de 6.600 millones de dólares a pagar a los selectos inversores de Carlyle.[27]

Cuando Bush hijo recuperó a Baker para la vida pública al nombrarle enviado especial en materia de deuda en Irak, Baker no tuvo que dejar sus puestos en el Carlyle Group y en Baker Botts a pesar de sus intereses directos en la guerra. Al principio, varios comentaristas mencionaron estos conflictos potenciales. El New York Times publicó un editorial solicitando a Baker que dejase sus puestos en el Carlyle Group y en Baker Botts para preservar la integridad de su posición como enviado en materia de deuda. «El señor Baker está demasiado inmerso en una matriz de relaciones comerciales privadas y lucrativas que le convierten en un participante potencialmente interesado en cualquier fórmula de reestructuración de la deuda», afirmaba el editorial. Y concluía que no era suficiente que Baker «renunciase a las ganancias procedentes de clientes con conexiones obvias con la deuda iraquí. […] Para llevar a cabo su nuevo cargo público de manera honorable, el señor Baker debe dejar los dos cargos privados».[28]

Siguiendo el ejemplo de los altos cargos de la administración, Baker se limitó a negarse y Bush apoyó su decisión. Así, Baker tenía en sus manos el esfuerzo de convencer a los gobiernos de todo el mundo de que condonasen la agobiante deuda exterior de Irak. Cuando llevaba casi un año en el puesto, Baker obtuvo una copia de un documento confidencial que demostraba que se encontraba inmerso en un conflicto de intereses mucho más grave de lo que había imaginado. El documento era un plan de negocios propuesto por un consorcio de empresas (incluyendo el Carlyle Group) al gobierno de Kuwait, uno de los principales acreedores de Irak. El consorcio ofrecía sus contactos políticos de alto nivel para recaudar de Irak 27.000 millones de dólares en deudas impagadas a Kuwait a raíz de la invasión de Sadam; en otras palabras, la operación equivalía a hacer exactamente lo contrario de lo que se suponía que Baker debía hacer en su papel de enviado: convencer a los gobiernos de que cancelasen las deudas de la época de Sadam.[29]

El documento, titulado «Propuesta para ayudar al gobierno de Kuwait a proteger y hacer efectivas demandas contra Irak», se entregó casi dos meses después del nombramiento de Baker. En él se cita a James Baker once veces y se deja claro que Kuwait se beneficiaría del trato con una compañía en la que trabajaba el hombre encargado de borrar las deudas de Irak. Pero había un precio que pagar. A cambio de esos servicios, indicaba el documento, el gobierno de Kuwait debería invertir 1.000 millones de dólares en el Carlyle Group. Era un caso claro de tráfico de influencias: pagarían a la compañía de Baker para obtener protección de Baker. Mostré el documento a Kathleen Clark, profesora de derecho de la Universidad de Washington y gran experta en ética y normas de gobierno, y me explicó que Baker se encontraba en un «clásico conflicto de intereses. Baker está en los dos lados de la transacción: se supone que representa los intereses de Estados Unidos, pero también es asesor de Carlyle, y Carlyle quiere su parte por ayudar a Kuwait a recuperar sus créditos a Irak». Después de examinar los documentos, Clark concluyó que «Carlyle y las otras compañías están explotando la actual posición de Baker para intentar lograr un acuerdo con Kuwait que socavaría los intereses del gobierno estadounidense».

El día siguiente a la publicación de mi artículo sobre Baker en The Nation, Carlyle se retiró del consorcio, renunciando así a sus esperanzas de cobrar los 1.000 millones de dólares. Varios meses más tarde, Baker dimitió de su puesto de consejero general. Sin embargo, el daño ya estaba hecho: Baker había desempeñado un papel penoso como enviado honorífico, no había logrado la condonación de la deuda a la que Bush se había comprometido y que Irak necesitaba. En 2005 y 2006, Irak entregó 2.590 millones de dólares en concepto de compensaciones por la guerra de Sadam, principalmente a Kuwait (unos recursos que se necesitaban desesperadamente para afrontar la crisis humanitaria en Irak y reconstruir el país, sobre todo después de que las empresas estadounidenses se marchasen con el dinero para las ayudas despilfarrado y el trabajo sin hacer). El cometido de Baker era borrar entre el 90% y el 95% de la deuda de Irak, pero lo que se hizo fue reprogramar la deuda, que todavía equivale al 99% del producto interior bruto del país.[30]

Otros aspectos clave de la política en Irak también se dejaron en manos de enviados free lance cuyas empresas se estaban forrando con la guerra. George Shultz, ex secretario de Estado, encabezó el Comité para la Liberación de Irak, un grupo de presión formado en 2002 a petición de la Casa Blanca para presentar a la opinión pública los argumentos a favor de la guerra. Shultz cumplió a la perfección. Dado que su papel guardaba las distancias con la administración, pudo desatar la histeria sobre el peligro inminente que representaba Sadam sin tener que aportar pruebas de ningún tipo. «Si hay una serpiente de cascabel en el patio, no esperas a que te ataque: te defiendes», escribió en el Washington Post en septiembre de 2002, en un artículo con el titular «Actuar ahora: el peligro es inminente. Sadam Husein debe ser depuesto». Shultz no reveló a los lectores que en aquel momento era miembro del consejo de dirección de Bechtel, donde años antes había sido director general. La compañía se embolsaría 2.300 millones de dólares por reconstruir el país que Shultz deseaba ver destruido.[31] Así, en retrospectiva, parece conveniente hacerse la siguiente pregunta: cuando Shultz urgió al mundo a actuar, ¿estaba hablando como estadista veterano preocupado o como representante de Bechtel… o tal vez de Lockheed Martin?

Según Danielle Brian, directora ejecutiva del Proyecto de Supervisión Gubernamental (un organismo de control sin ánimo de lucro), «es imposible decir dónde termina el gobierno y dónde empieza Lockheed». Todavía más difícil resulta decir dónde termina Lockheed y dónde empieza el Comité para la Liberación de Irak. El grupo que Shultz encabezó y utilizó como plataforma pro guerra fue organizado por Bruce Jackson, que sólo tres meses antes ocupaba el cargo de vicepresidente de estrategia y planificación en Lockheed Martin. Jackson afirma que «gente de la Casa Blanca» le pidió que organizase el grupo, pero él lo llenó de viejos colegas de Lockheed. Además de Jackson, entre los representantes de Lockheed figuraban Charles Kupperman —vicepresidente de misiles espaciales y estratégicos de Lockheed Martin— y Douglas Graham, director de sistemas de defensa. Aunque el comité se formó a petición expresa de la Casa Blanca para ser el arma de propaganda de la guerra, nadie tuvo que marcharse de Lockheed o vender sus acciones. Sin duda, algo muy positivo para los miembros del comité, ya que el precio de las acciones de Lockheed aumentó un 145% (de los 41 dólares que costaban en marzo de 2003 a los 102 dólares de febrero de 2007) gracias a la guerra que ellos ayudaron a diseñar. [32]

Pasemos ahora a Henry Kissinger, el hombre que dio comienzo a la contrarrevolución con su apoyo al golpe de Pinochet. En su libro State of Denial, de 2006, Bob Woodward revela que Dick Cheney mantiene reuniones mensuales con Kissinger. Bush, por su parte, se reúne con Kissinger aproximadamente la mitad de veces, «lo que le convierte en el asesor externo más regular y presente sobre política exterior». Cheney confesó a Woodward que, probablemente, habla «más con Kissinger que con cualquier otra persona».[33]

¿A quién representaba Kissinger en todas estas reuniones de alto nivel? Como Baker y Shultz, él también fue secretario de Estado, pero hacía ya tres décadas. Desde 1982, cuando puso en marcha su empresa privada (Kissinger Associates), su trabajo ha consistido en representar a numerosos clientes, entre los que figuran, al parecer, Coca-Cola, Union Carbide, Hunt Oil, el gigante de la ingeniería Fluor (uno de los destinatarios de los mayores contratos para la reconstrucción de Irak) e incluso su viejo socio en la acción secreta en Chile, ITT.[34] Por tanto, cuando se reunía con Cheney, ¿actuaba como un estadista veterano o como un caro defensor de sus clientes?

Kissinger indicó muy a las claras hacia dónde se dirigían sus lealtades en noviembre de 2002, cuando Bush le nombró presidente de la Comisión del 11-S (tal vez, el papel más crucial que cualquier patriota podría desempeñar). Aunque las familias de las víctimas solicitaron a Kissinger una lista de sus clientes, señalando los potenciales conflictos de intereses con la investigación, él se negó a colaborar con este gesto básico de responsabilidad y transparencia. En lugar de revelar los nombres de sus clientes, dimitió como presidente de la comisión.[35]

Richard Perle, amigo y socio de Kissinger, realizaría ese mismo gesto un año más tarde. Perle, oficial de defensa durante el mandato de Reagan, recibió de Rumsfeld el cargo de presidente del Comité de Política de Defensa. Antes de que Perle tomase el control, el comité era una silenciosa junta asesora, un modo de transmitir los conocimientos de las anteriores administraciones a las nuevas. Perle la convirtió en una plataforma personal y utilizó el ostentoso nombre del comité para defender con vehemencia en la prensa los ataques preventivos contra Irak. Y también hizo otros usos. Según una investigación de Seymour Hersh para The New Yorker, Perle pregonó el nombre para solicitar inversiones en su nueva compañía. Resultó que Perle era uno de los primeros capitalistas surgidos del desastre del 11-S: tan sólo dos meses después de los ataques fundó Trireme Partners, que invertiría en firmas fabricantes de productos y servicios relacionados con la seguridad y la defensa de la patria. En las cartas para intentar acuerdos, Trireme alardeaba de sus conexiones políticas: «En la actualidad, tres de los miembros del grupo de gestión de Trireme asesoran al secretario de Defensa de Estados Unidos mediante su participación en el Comité de Política de Defensa». Esos tres personajes eran Perle, su amigo Gerald Hulman y Henry Kissinger.[36]

Uno de los primeros inversores de Perle fue Boeing —el segundo contratista más grande del Pentágono—, que puso 20 millones de dólares para que Trireme siguiese adelante. Perle se convirtió en firme defensor de Boeing y firmó un editorial en el que apoyaba el controvertido contrato con el Pentágono para comprar tanques por valor de 17.000 millones de dólares.[*] [37]

Aunque Perle puso a sus inversores al corriente de todo el asunto del Pentágono, varios de sus colegas del Comité de Política de Defensa afirmaron que no les informó sobre Trireme. Al saber de la existencia de la compañía, uno de ellos afirmó que estaba «al borde o fuera de los límites éticos». Al final, todos los nudos del conflicto alcanzaron a Perle, que tuvo que elegir (igual que Kissinger) entre hacer política de defensa o beneficiarse de la guerra contra el terror. En marzo de 2003, justo cuando la guerra en Irak acababa de estallar y la bonanza de los contratistas estaba a punto de empezar, Perle dimitió como presidente del Comité de Política de Defensa.[38]

No hay nada que enfurezca más a Richard Perle que la insinuación de que su defensa de la guerra sin límites para acabar con el mal está bajo la influencia de la enorme rentabilidad personal que supone. En la CNN, Wolf Blitzer planteó a Perle la observación de Hersh según la cual «ha fundado una compañía que podría beneficiarse de una guerra». A pesar de ser una verdad innegable, Perle explotó y calificó a Hersh, ganador de un premio Pulitzer, como «lo más cercano que tiene el periodismo americano a un terrorista, francamente». «No creo que una compañía pueda salir beneficiada de una guerra. […] La insinuación de que mis puntos de vista guardan algún tipo de relación con el potencial de inversiones en defensa nacional no tiene ningún sentido».[39]

Fue una afirmación extraña. Si una empresa de inversiones que había sido fundada para invertir en compañías de seguridad y defensa no obtenía beneficios de una guerra, sus inversores se sentirían engañados. El episodio planteó más preguntas sobre el papel desempeñado por personajes como Perle, situados en una zona gris entre el capitalismo del desastre, el intelectual público y el político. Si un ejecutivo de Lockheed o de Boeing participase en Fox News para justificar el cambio de régimen en Irán (como hizo Perle), su interés personal obvio invalidaría cualquier argumento intelectual que pudiese plantear. Sin embargo, a Perle siguen presentándole como «analista» o asesor del Pentágono, a veces como «neoconservador», pero nunca se menciona ni de pasada que podría ser un comerciante de armas con un vocabulario impresionante.

Cada vez que a los miembros de esta pandilla de Washington se les pregunta por sus intereses en las guerras que apoyan, invariablemente responden al estilo de Perle: la sola sugerencia es absurda, simple y un punto terrorista. Los neoconservadores —un grupo que incluye a Cheney, Rumsfeld, Shultz, Jackson y yo diría también a Kissinger— se esmeran mucho en presentarse como intelectuales geniales o realistas duros, guiados por la ideología y las grandes ideas, y no por algo tan mundano como el beneficio. Bruce Jackson, por ejemplo, afirma que Lockheed no aprobó su trabajo extracurricular en política exterior. Perle asegura que su relación con el Pentágono le ha perjudicado porque «significa que hay […] cosas que no puedes decir y hacer». El socio de Perle, Gerald Hulman, insiste en que éste «no tiene ningún deseo de lograr beneficios económicos». Cuando fue subsecretario de política de defensa, Douglas Feith afirmó que «la antigua conexión del vicepresidente [con Halliburton] hizo que la gente del gobierno se mostrase reacia a otorgar el contrato, aunque dárselo a KBR [Kellogg, Brown and Root, la antigua filial de Halliburton] fue lo correcto».[40]

Incluso sus críticos más acérrimos tienden a retratar a los neoconservadores como verdaderos creyentes cuya única motivación es el compromiso con la supremacía del poder americano e israelí, compromiso que les absorbe hasta el punto de que están preparados para sacrificar sus intereses económicos en favor de la «seguridad». Esta distinción resulta artificial y amnésica. El derecho a buscar beneficios ilimitados siempre ha sido el protagonista de la ideología neoconservadora. Antes del 11 de septiembre, las exigencias de una privatización radical y los ataques contra el gasto social dieron alas al movimiento neoconservador (friedmanita hasta la médula) en think tanks como el American Enterprise Institute, Heritage y Cato.

Con la guerra contra el terror, los neoconservadores no renunciaron a sus objetivos económicos: encontraron un nuevo modo, todavía más eficaz, de conseguirlos. Por supuesto, estos tiburones de Washington están comprometidos con el papel imperialista de Estados Unidos en el mundo y de Israel en Oriente Medio. Sin embargo, resulta imposible separar el proyecto militar —guerras interminables en el extranjero y un Estado de la seguridad en casa— de los intereses del complejo del capitalismo del desastre, que ha generado una industria multimillonaria basada en esos supuestos. En ningún lugar se ha visto más clara la fusión entre los objetivos políticos y los económicos que en los campos de batalla de Irak.