Capítulo 13

QUE ARDA

El saqueo de Asia y «la caída de un segundo Muro de Berlín»

El dinero fluye hacia donde están las oportunidades y, ahora mismo, Asia parece un lugar barato.

GERARD SMITH, banquero de instituciones financieras en UBS Securities, en Nueva York, a propósito de la crisis económica asiática de 1997-1998.[1]

Los buenos tiempos son mala política.

MOHAMED SADLI, asesor económico del general Suharto de Indonesia.[2]

Parecían preguntas sencillas. ¿Cuánto puedes comprar con tu salario? ¿Llega para pagar tu alojamiento y tu manutención? ¿Te queda algo después para enviar dinero a tus padres? ¿Y los costes del transporte hasta la fábrica? Pero las planteara como las planteara, yo siempre obtenía las mismas respuestas: «depende» o «no lo sé».

«Hace unos meses», me explicaba una trabajadora de diecisiete años que cosía ropa de Gap en un taller cercano a Manila, «tenía suficiente dinero para enviar algo a casa, a mi familia, todos los meses, pero ahora no gano siquiera para comprarme la comida».

—¿Os han bajado el salario? —le pregunté.

—No, creo que no —me respondió, un tanto confusa—. Lo que pasa es que ya no se puede comprar lo mismo con él. Los precios no dejan de subir.

En el verano de 1997 yo me encontraba en Asia investigando las condiciones de trabajo en el interior de las florecientes fábricas para la exportación que proliferaban por toda la región. Lo que descubrí fue que los trabajadores y las trabajadoras se enfrentaban a un problema mayor que el de las horas extra forzadas o el de los capataces abusivos: sus países se estaban hundiendo rápidamente en lo que pronto se convertiría en una depresión en toda regla. En Indonesia, donde la crisis era aún más profunda, el ambiente se tornó peligrosamente volátil. La moneda nacional caía entre la mañana y el anochecer un día tras otro. Los mismos obreros industriales que habían podido comprar pescado y arroz con su sueldo el día anterior, se veían obligados a subsistir sólo con el arroz al día siguiente. En las conversaciones de los restaurantes y los taxis, todo el mundo parecía tener la misma teoría acerca de quiénes eran los culpables de aquello: «los chinos», me dijeron. Eran las personas de etnia china, la clase comerciante de Indonesia por excelencia, las que parecían estar sacando partido más directamente de la subida de los precios y, por ello, en ellas se concentraban la mayoría de las iras populares. Eso era lo que Keynes había querido explicar cuando advirtió de los peligros del caos económico: nunca se sabe qué combinación de rabia, racismo y revolución se desatará.

Los países del Sureste asiático eran particularmente vulnerables a las teorías de la conspiración y a la búsqueda de chivos expiatorios de carácter étnico porque, en apariencia, la crisis financiera no tenía una causa racional. En la televisión y en la prensa, los análisis se referían una y otra vez a la situación de la región como si ésta hubiera contraído una especie de enfermedad misteriosa pero altamente contagiosa: el crack de los mercados fue inmediatamente bautizado como la «gripe asiática», aunque su categoría sería posteriormente elevada a la de «plaga asiática» cuando sus efectos se extendieron a América Latina y a Rusia.

Sólo unas semanas antes de que todo empezase a ir mal, estos países eran señalados como epígonos de buena forma y vitalidad económica; eran los llamados «Tigres asiáticos», los éxitos más rotundos de la globalización. Pero, de un día para otro, los mismos operadores bursátiles que habían estado indicando a sus clientes que no había una ruta más segura hacia la riqueza que afincar sus ahorros en fondos de inversión de los «mercados emergentes» de Asia pasaron a desinvertir en masa, mientras que los cambistas empezaron a «atacar» las monedas de esos países (el baht, el ringgit, la rupia), creando lo que The Economist denominó «una destrucción de ahorros de una magnitud sólo conocida en tiempos de conflicto bélico».[3] Y, aun así, dentro de las economías de los Tigres de Asia, nada visible había cambiado: en su mayor parte, seguían siendo dirigidas por el mismo círculo reducido y elitista de amigos y conocidos; no habían sido sacudidas por un desastre natural, ni por una guerra; no padecían grandes déficits (de hecho, algunas no tenían el más mínimo desequilibrio presupuestario). Muchos de los grandes conglomerados empresariales de la zona arrastraban fuertes deudas, pero seguían produciendo toda clase de artículos (desde zapatillas deportivas hasta automóviles) y sus ventas eran tan elevadas como siempre. Así que ¿cómo era posible que, en 1996, los inversores hubiesen considerado apropiado invertir hasta 100.000 millones de dólares en Corea del Sur y, al año siguiente, el balance de inversiones del país arrojase un déficit de 20.000 millones (lo que significa un diferencial de 120.000 millones de dólares con respecto al año anterior)?[4] ¿Qué podía explicar esta especie de traumatismo monetario?

Lo cierto es que aquellos países fueron simplemente víctimas del pánico, un pánico que se volvió letal por la velocidad y la volatilidad del funcionamiento de los mercados globalizados. Lo que comenzó como un rumor —que Tailandia no disponía de dólares suficientes para respaldar su moneda— desencadenó la estampida de la manada electrónica. Los bancos reclamaron sus préstamos y el mercado inmobiliario, que había crecido con rapidez hasta formar una burbuja especulativa, estalló al momento. La construcción se paralizó y dejó a medias las obras de nuevos centros comerciales, rascacielos y centros turísticos; decenas de grúas inmóviles apuntaban sus siluetas sobre el atiborrado perfil del paisaje urbano de Bangkok. En eras anteriores —más lentas— del capitalismo, la crisis podría haberse quedado solamente en eso, pero como los Tigres asiáticos habían sido comercializados por las gestoras de fondos como parte de un paquete integrado de inversiones, cuando uno de ellos cayó, cayeron todos: tras Tailandia, el pánico se extendió el dinero empezó a huir de Indonesia, Malasia, Filipinas e, incluso, Corea del Sur, la undécima economía del mundo y toda una estrella del firmamento de la globalización.

Los gobiernos asiáticos se vieron obligados a drenar sus reservas de divisas en un intento de apuntalar sus monedas, lo que convirtió el miedo original en una realidad: ahora sí que esos países iban verdaderamente camino de la bancarrota. El mercado reaccionó entonces con más pánico. En un año, 600.000 millones de dólares desaparecieron de los mercados bursátiles asiáticos (una riqueza que había llevado años construir).[5]

La crisis movió a muchos a tomar medidas desesperadas. En Indonesia, los empobrecidos ciudadanos asaltaban comercios en las ciudades y se llevaban todo lo que podían. En uno de esos incidentes, todo un centro comercial de Yakarta se incendió mientras estaba siendo saqueado y centenares de personas se quemaron vivas en su interior.[6]

En Corea del Sur, las cadenas de televisión emitían campañas a gran escala pidiendo a los ciudadanos que donasen sus joyas de oro para que el Estado pudiera fundirlas y utilizarlas para pagar las deudas del país. En apenas unas pocas semanas, 3 millones de personas habían acudido a la llamada y habían entregado collares, pendientes y medallas y trofeos deportivos. Al menos una mujer donó su alianza de boda y un cardenal hizo lo mismo con su crucifijo de oro. Las televisiones organizaron programas y maratones especiales (y un tanto chabacanos) de donación de joyas, pero pese a las 200 toneladas de oro recogidas —suficientes para impulsar a la baja el precio mundial de ese metal precioso—, la moneda coreana prosiguió su desplome.[7]

Como ya ocurriera durante la Gran Depresión, la crisis generó una oleada de suicidios, debido a que muchas familias vieron cómo sus ahorros se evaporaban por completo y decenas de millares de pequeñas empresas y negocios tuvieron que cerrar sus puertas. En Corea del Sur, la tasa de suicidios aumentó un 50% en 1998. El repunte fue más acusado entre las personas de más de sesenta años, porque muchos padres y madres de edad más avanzada intentaron así aminorar la carga económica que sus hijos e hijas tenían que soportar. La prensa coreana también informó de un alarmante incremento de los suicidios familiares pactados, en los que el padre inducía a los demás miembros de la familia (abrumada por las deudas) a ahorcarse en grupo. Las autoridades señalaron que, como en esos casos, «la única muerte clasificada como suicidio es la del cabeza [de familia] y las demás son consideradas asesinatos, el número real de suicidios es muy superior al reflejado en las estadísticas».[8]

La crisis de Asia fue ocasionada por un clásico círculo de miedo y la única medida que podía haberlo detenido era la misma que había rescatado la moneda mexicana durante la llamada crisis del tequila de 1994: un préstamo inmediato y sustancioso (una prueba dirigida al mercado de que el Tesoro estadounidense no permitiría que México entrase en bancarrota).[9] Ninguna medida oportuna de ese tipo se tomó en el caso de Asia. De hecho, nada más declararse la crisis, una sorprendente pléyade de pesos pesados del establishment financiero se dedicó a lanzar un mensaje unificado: no ayudar a Asia.

El propio Milton Friedman (que, por entonces, tenía ochenta y cinco años de edad) hizo una de sus contadísimas apariciones televisivas para explicar al presentador del informativo de la CNN, Lou Dobbs, que él se oponía a cualquier clase de medida de rescate y que consideraba que debía dejarse que el mercado se corrigiera por sí solo. «Bien, profesor, no sabe lo mucho que significa para nosotros contar con su ayuda en este debate semántico», acertó a decir Dobbs, lamentablemente hechizado por el carácter estelar de su invitado. Esa misma postura favorable a «dejar que se hundieran» fue luego reiterada por un viejo amigo de Friedman, Walter Wriston, antiguo presidente de Citibank, y por George Shultz, quien trabajaba entonces junto a Friedman en la derechista Hoover Institution y era también miembro del consejo de administración de la correduría de bolsa Charles Schwab.[10]

Morgan Stanley, uno de los principales bancos de inversión de Wall Street, también compartía abiertamente esa opinión. Jay Pelosky, un estratega de mercados que era toda una celebridad emergente dentro de la firma, explicó en una conferencia organizada en Los Angeles por el Milken Institute (famoso por los bonos basura) que era fundamental que ni el FMI ni el Departamento estadounidense del Tesoro hicieran nada para aminorar el sufrimiento de una crisis que estaba adquiriendo proporciones propias de los años treinta del siglo XX. «Lo que actualmente necesitamos en Asia es más malas noticias. Y se necesitan para seguir estimulando el proceso de ajuste», comentó Pelosky.[11]

La administración Clinton siguió el ejemplo de Wall Street. Cuando, en noviembre de 1997, se celebró en Vancouver la cumbre de la APEC (la Cooperación Económica del Asia-Pacífico), hacía ya cuatro meses que se había iniciado el crack de los mercados asiáticos; Bill Clinton indignó entonces a sus homólogos asiáticos al restar importancia a lo que éstos consideraban que era una apocalipsis económica calificándola de «unos pequeños problemas técnicos durante el viaje».[12] El mensaje era claro: el Tesoro estadounidense no tenía ninguna prisa para poner fin a aquel padecimiento. En cuanto al FMI, el órgano mundial creado para impedir cracs como aquél, volvió a adoptar la actitud pasiva de «no hacer nada» por la que se venía caracterizando desde la crisis de Rusia. Acabó por reaccionar en última instancia, pero no aprobando el préstamo inmediato y de emergencia destinado a la estabilización que una crisis puramente financiera como aquélla exigía, sino presentando un largo listado de exigencias, mentalizado por la certeza chicaguense de que, tras la catástrofe de Asia, se ocultaba una autentica oportunidad.

Años atrás, a principios de la década de 1990, cuando los partidarios del libre mercado querían tener algún ejemplo de éxito que invocar en los debates, señalaban enseguida a los Tigres asiáticos. Aquellas economías milagrosas crecían a pasos agigantados, supuestamente, porque habían abierto por completo sus fronteras a una globalización sin restricciones. Para ellos era una historia útil —los Tigres crecían sin lugar a dudas a una velocidad de vértigo—, pero sugerir que la expansión de aquellas economías estaba basada en el libre comercio era pura ficción. Malasia, Corea del Sur y Tailandia seguían aplicando políticas marcadamente proteccionistas que prohibían a los extranjeros ser propietarios de terreno y comprar participaciones en sus empresas nacionales. También habían reservado un papel significativo para el Estado y habían mantenido sectores como el de la energía y el del transporte en manos públicas. Asimismo, los Tigres habían bloqueado la entrada de numerosas importaciones procedentes de Japón, Europa y Norteamérica, mientras construían y consolidaban sus propios mercados domésticos. Eran ejemplos incuestionables de éxito económico, pero lo que demostraban, en realidad, era que las economías mixtas y gestionadas crecían más rápida y equitativamente que las que se adherían al escenario, más propio del Salvaje Oeste, que fijaba el llamado Consenso de Washington.

Aquella situación no era precisamente del agrado de las multinacionales y los bancos de inversiones occidentales y japoneses, que, como era lógico, viendo el boom que experimentaba el mercado de consumo en Asia, ansiaban disponer de un acceso ilimitado a la región para vender sus productos. También querían el derecho a comprar las mejores corporaciones empresariales de los Tigres (y, en particular, los impresionantes conglomerados coreanos, como Daewoo, Hyundai, Samsung y LG). A mediados de los años noventa, presionados por el FMI y por la recién creada Organización Mundial del Comercio, los gobiernos asiáticos acordaron alcanzar una solución intermedia: mantendrían las leyes que protegían la propiedad de las empresas nacionales de las adquisiciones extranjeras y se resistirían a las presiones sobre la privatización de sus compañías estatales clave, pero levantarían las barreras de acceso a sus sectores financieros y, con ello, permitirían un aumento de las inversiones en títulos y del comercio de divisas.

El hecho de que, en 1997, aquella riada de dinero caliente invirtiera súbitamente su curso en Asia fue consecuencia directa de esa inversión especulativa, que había sido legalizada únicamente por la presión occidental. Ni que decir tiene que Wall Street no lo veía de ese modo. Los principales analistas de inversiones reconocieron enseguida la oportunidad que aquella crisis les abría para abatir de una vez por todas el resto de barreras que aún protegían una parte de los mercados asiáticos. Pelosky, el ya mencionado estratega de Morgan Stanley, se mostró especialmente franco a la hora de explicar aquella lógica subyacente: si se dejaba que la crisis empeorara, la región se quedaría sin moneda extranjera y las compañías de propiedad asiática se verían obligadas a cerrar o a venderse por pedazos a las empresas occidentales, y tanto un escenario como el otro eran beneficiosos para la propia Morgan Stanley. «Me gustaría asistir al cierre de empresas y a la venta de activos. […] La venta de activos es muy difícil; lo normal es que los propietarios no quieran vender a menos que se vean ciertamente forzados a ello. Por consiguiente, necesitamos que lleguen más malas noticias y que éstas hagan aumentar la presión sobre esos empresarios para que vendan sus compañías».[13]

Hubo quien valoró esa quiebra de Asia con términos más grandilocuentes. José Pinera, ministro estrella de Pinochet que, por entonces, trabajaba en el Cato Institute de Washington, D.C., recibió la crisis con indisimulado alborozo proclamando que «ha[bía] llegado el día del Juicio Final». Precisamente a juicio de Pinera, la crisis era el último capítulo de la guerra que él y sus compinches, los de Chicago, habían iniciado en Chile en la década de 1970. La caída de los Tigres, dijo, no representaba otra cosa que «la caída de un segundo Muro de Berlín», el desmoronamiento definitivo de «la noción de que existe una “tercera vía” entre el capitalismo democrático de libre mercado y el estatalismo socialista».[14]

La de Pinera no era una perspectiva marginal. Era abiertamente compartida por Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos y, probablemente, el más poderoso decisor de la política económica mundial. Greenspan describió la crisis como «un acontecimiento muy traumático conducente a un consenso sobre el tipo de sistema de mercado que ya tenemos en nuestro país». También señaló que «la crisis actual probablemente acelerará el desmantelamiento en muchos países asiáticos de los restos de un sistema con abundantes elementos de inversión dirigida por el Estado».[15] Por decirlo de otro modo, la destrucción de la economía gestionada de Asia constituía, en realidad, un proceso paralelo de creación de una nueva economía conforme al modelo estadounidense (lo que la nueva Asia sufría en aquel momento eran los dolores típicos del parto, por emplear una metáfora que se utilizaría años después en un contexto aún más violento).

Michel Camdessus, quien en su condición de presidente del FMI era, posiblemente, el segundo decisor más poderoso del mundo en materia de política monetaria, expresó un parecer similar. En una de las pocas entrevistas que concedía, se refirió a la crisis como una oportunidad para que Asia mudase su vieja piel y renaciera de nuevo. «Los modelos económicos no son eternos», declaró. «Hay ocasiones en que son útiles y otras […] en las que se vuelven obsoletos y han de ser abandonados.»[16] Aquella crisis, desencadenada por un rumor que acabó convirtiendo lo que era ficción en realidad, parecía ofrecer una de esas ocasiones.

Deseoso de no dejar escapar aquella oportunidad, el FMI —tras meses de pasividad ante el empeoramiento de la situación de emergencia— inició por fin negociaciones con los maltrechos gobiernos asiáticos. El único país que se resistió a la intervención del Fondo durante aquel período fue Malasia, gracias a la magnitud relativamente reducida de su deuda. El controvertido primer ministro malasio, Mahathir Mohamad, dijo que no creía que hubiera que «destruir la economía para mejorarla», unas declaraciones que le valieron el calificativo de extremista radical por aquel entonces.[17] El resto de economías nacionales asiáticas golpeadas por la crisis estaban demasiado desesperadas buscando reservas de moneda extranjera como para rechazar la posibilidad de decenas de miles de millones de dólares en forma de préstamos del FMI: Tailandia, Filipinas, Indonesia y Corea del Sur se sentaron a negociar. «No se puede obligar a un país a que venga a pedirnos ayuda. Tiene que pedirla él. Pero cuando se queda sin dinero, tampoco tiene muchos otros sitios a los que acudir», declaró Stanley Fischer, que era quien dirigía las conversaciones por parte del FMI.[18]

Fischer había sido uno de los más destacados defensores de la terapia de shock en Rusia y, a pesar de los angustiosos costes humanos que ésta había tenido en aquel país, su actitud seguía siendo igual de inamovible en el caso de Asia. Varios gobiernos sugirieron que, puesto que la crisis había sido causada por la facilidad con que el dinero podía entrar y salir a espuertas de sus países sin que nada pudiera aminorar aquel flujo, quizás sería lógico volver a instaurar algunas barreras (los temidos «controles de capitales»). China había mantenido sus propios controles (haciendo caso omiso del consejo de Friedman en ese sentido) y había sido el único país de la región que no se había visto arrasado por aquella crisis. 'Y Malasia los había vuelto a instaurar y parecían estar funcionando.

Fischer y el resto del equipo del FMI desecharon la idea de plano.[19]

De hecho, el FMI no mostró interés alguno en saber qué era lo que, en realidad, había provocado la crisis. El Fondo se comportaba como un funcionario de prisiones que trataba de doblegar la voluntad de sus presos: lo único que le interesaba era determinar cómo podía aprovechar la crisis como elemento de influencia sobre aquellos países. La debacle financiera había obligado a un grupo de países que se habían mostrado tercos y tenaces hasta aquel momento a suplicar clemencia; no sacar partido de aquella oportunidad habría sido, para los economistas de la Escuela de Chicago que dirigían el FMI, algo así como un caso manifiesto de negligencia profesional.

Con sus tesorerías vacías, los Tigres, en lo que al FMI respectaba, estaban en quiebra; ahora estaban preparados para su reconstrucción.

El primer estadio de ese proceso era despojarlos de todo rastro del «proteccionismo en materia de comercio en inversiones y el intervencionismo estatal activo que habían constituido los ingredientes fundamentales del “milagro asiático”», según lo definió el politólogo Walden Bello.[20] El FMI también exigió que los gobiernos afectados efectuaran drásticos recortes presupuestarios, con los consiguientes despidos masivos de empleados del sector público en países donde la proporción de personas que se quitaban la vida alcanzaba ya cifras récord.

Fischer admitiría con posterioridad que el FMI había llegado ya a la conclusión de que, tanto en Corea como en Indonesia, la crisis no tenía nada que ver con un exceso de gasto público. Aun así, él utilizó la extraordinaria influencia que la crisis brindaba al Fondo para extraer aquellas dolorosas medidas de austeridad. Tal como un periodista del New York Times escribió por aquel entonces, las acciones del FMI fueron «como las de un cirujano cardiólogo que, en plena intervención a corazón abierto, decide operar también los pulmones y los riñones».[*] [21]

En cuanto el FMI hubo despojado a los Tigres de sus viejos hábitos y costumbres, éstos ya estuvieron listos para renacer al más puro estilo de la Escuela de Chicago: con servicios básicos privatizados, bancos centrales independientes, fuerzas laborales «flexibles», gasto social reducido y, obviamente, una liberalización total del comercio. Según lo establecido en los nuevos acuerdos, Tailandia autorizaría a los extranjeros a ser propietarios de participaciones importantes de sus bancos, Indonesia reduciría los subsidios para la adquisición de alimentos y Corea derogaría la ley que protegía a sus trabajadores frente a los despidos masivos.[22] El FMI llegó incluso a fijar para el caso de Corea unos objetivos determinados en términos de trabajadores despedidos: para obtener el préstamo, el sector bancario del país tendría que deshacerse del 50% de su plantilla de empleados (porcentaje que después se reduciría y quedaría fijado en el 30%).[23] Esta exigencia era de vital interés para muchas multinacionales occidentales, que querían contar con garantías de que podrían reducir radicalmente las plantillas de las compañías asiáticas que se preparaban para adquirir. El «Muro de Berlín» del que hablaba Pinera estaba cayendo por fin.

Semejantes medidas habrían sido impensables un año antes del azote de la crisis, cuando los sindicatos surcoreanos estaban en su momento más álgido de militancia. Por entonces, se habían movilizado contra una nueva propuesta de ley laboral que pretendía reducir la seguridad de los puestos de trabajo y habían convocado la serie más numerosa y radical de huelgas jamás organizada en la historia de Corea del Sur. Pero, gracias a la crisis, las reglas del juego habían cambiado. La depresión económica fue tan extrema que dio a los gobiernos licencia para proclamar estados de excepción provisionales que les permitieron ejercer durante un tiempo como gobiernos autoritarios (tal como había sucedido con motivo de crisis parecidas en Bolivia, Rusia y otros lugares); aquello no duró mucho, sólo lo suficiente para imponer los decretos dictados por el FMI.

El paquete de medidas de terapia de shock para Tailandia, por ejemplo, fue aprobado por la Asamblea Nacional de aquel país no por medio de un proceso normal de debate, sino como resultado de cuatro decretos de emergencia. «Hemos perdido nuestra autonomía, la capacidad de decidir nuestra política macroeconómica. Es una desgracia», reconocía el viceprimer ministro tailandés, Supachai Panitchpakdi (que sería más tarde recompensado por tan cooperativa actitud con el nombramiento como director general de la OMC).[24] En Corea del Sur, la subversión de la democracia llevada a cabo por el FMI fue aún más descarada: el final de las negociaciones con el Fondo coincidió allí con las elecciones presidenciales y dos de los candidatos se presentaban a ellas con programas electorales anti-FMI. Así que, en un extraordinario acto de interferencia en el proceso político de una nación soberana, el FMI se negó a hacer entrega de dinero alguno hasta que no contara con el compromiso de los cuatro principales candidatos de que quien saliera vencedor respetaría las normas acordadas. El país estaba secuestrado y su captor pedía un rescate, así que al Fondo no le costó mucho salirse con la suya: todos los candidatos prometieron su adhesión a los acuerdos por escrito.[25] Nunca antes se había hecho tan explícita la misión central de la Escuela de Chicago consistente en resguardar los asuntos económicos del alcance de la democracia: a los surcoreanos se les dijo que podían acudir a las urnas, pero que su voto no tendría incidencia alguna en la gestión y la organización de la economía. (El día en que se firmó el acuerdo fue inmediatamente bautizado como el «Día de la Humillación Nacional» de Corea.)[26]

En Indonesia, uno de los países más duramente castigados por la crisis, no hubo necesidad de semejantes actos de contención de la democracia. El país, que había sido el primero de la región en abrir sus puertas a las inversiones extranjeras desreguladas, se hallaba aún bajo el control del general Suharto tras más de treinta años. De todos modos, con la edad, Suharto se había vuelto menos dócil ante Occidente (como suele suceder con los dictadores). Tras décadas vendiendo el petróleo y la riqueza mineral de Indonesia a las grandes empresas extranjeras, el general se había cansado de que sólo se enriquecieran otros y había dedicado el último decenio a preocuparse por sí mismo, sus hijos y los amigotes con los que jugaba al golf. Así, por ejemplo, Suharto había concedido abultadas subvenciones a una empresa automovilística —propiedad de su hijo Tommy— para mayor consternación de Ford y Toyota, que no entendían el motivo por el que tenían que competir con lo que los analistas denominaban «los juguetes de Tommy» (en referencia a los coches que fabricaba la compañía del hijo del general).[27]

Suharto trató de oponer resistencia al FMI durante unos meses y dictó un presupuesto que no contenía los recortes masivos que el Fondo exigía. Así que éste contraatacó incrementando los niveles de dolor que tendría que soportar el país. Oficialmente, los representantes del FMI no están autorizados a hablar con la prensa durante una negociación, ya que el más mínimo indicio de por dónde están yendo las conversaciones puede ejercer una influencia espectacular en el mercado. Eso no disuadió a un «alto cargo del FMI» (cuyo nombre nunca llegó a trascender) de explicar al Washington Post que «los mercados se preguntan hasta qué punto los dirigentes indonesios están comprometidos con este programa y, en concreto, con las principales medidas de reforma». En aquel artículo se lanzaba también la predicción de que el FMI castigaría a Indonesia congelando la concesión de miles de millones de dólares prometidos en préstamos. Nada más publicarse la noticia, la moneda indonesia se desplomaba, perdiendo un 25% de su valor en un solo día.[28]

Ante semejante golpe, Suharto cedió. «¿Puede alguien traerme un economista que sepa lo que está pasando?», se dice que suplicó en una ocasión el ministro de Exteriores de Indonesia.[29] Pues bien, Suharto dio con ese economista; en realidad, dio con varios de ellos. Para asegurarse unas negociaciones finales con el FMI sin problemas, volvió a llamar a la mafia de Berkeley, que, tras haber desempeñado un papel central durante los primeros tiempos del régimen, había perdido ascendencia sobre el general con el paso de los años. Tras un largo tiempo de marginación política, los miembros de aquel clan volvieron a asumir el mando: Widjojo Nitisastro, que por entonces contaba ya setenta años de edad y era conocido en Indonesia como «el decano de la mafia de Berkeley», fue quien encabezó las negociaciones. «Cuando son tiempos de bonanza, a Widjojo y a los economistas se los aparta a un rincón oscuro y el presidente Suharto habla sólo con los amigotes», explicaba Mohamed Sadli, un ex ministro de Suharto. «El grupo de los tecnócratas adquiere todo el protagonismo en épocas de crisis. En esos momentos, Suharto les hace más caso y ordena al resto de ministros que se callen».[30] Las conversaciones con el FMI adquirieron entonces un tono más típico de seminario o reunión de compañeros de universidad, algo más «parecido a un debate intelectual, sin presiones de un lado ni del otro», según lo describió uno de los miembros del equipo de Widjojo. Naturalmente, el FMI consiguió casi todo lo que quería, con un total de 140 «ajustes».[31]

LA REVELACIÓN

En lo que al FMI respectaba, la crisis estaba yendo de maravilla. En menos de un año, había logrado imponer mediante negociaciones transformaciones económicas radicales en Tailandia, Indonesia, Corea del Sur y Filipinas.[32] Por fin estaba listo para ese momento definitivo en toda escenificación de transformación: la Revelación, el instante en que el sujeto, tras haber sido cosido, estirado, arreglado y abrillantado, es mostrado por vez primera a un sobrecogido público (en este caso, los mercados bursátiles y de divisas globales). Si todo había salido a pedir de boca, cuando el FMI levantase el velo que cubría sus más recientes creaciones, el dinero caliente que había huido de Asia el año anterior regresaría a raudales para comprar las que serían irresistibles acciones, divisas y emisiones de deuda pública de los Tigres. Pero sucedió algo muy distinto: al mercado le entró el pánico. La lógica que finalmente prevaleció fue la siguiente: si el Fondo creía que los Tigres eran casos tan perdidos que necesitaban una reconstrucción desde cero, no había duda entonces de que Asia estaba en mucho peor forma de lo que se había sospechado previamente.

Así que en lugar de acudir de vuelta en tropel, los operadores respondieron a la gran Revelación del FMI retirando de inmediato mucho más dinero y atacando nuevamente las monedas asiáticas. Corea perdía 1.000 millones de dólares diarios y vio degradado el crédito de su deuda a la categoría de los bonos basura. La «ayuda» del FMI había convertido la crisis en catástrofe. O, como dijo Jeffrey Sachs, que para entonces ya se había declarado abiertamente en guerra contra las instituciones financieras internacionales, «en vez de sofocar las llamas, lo único que hizo el FMI fue gritar que había un incendio en el teatro».[33]

Los costes humanos del oportunismo del FMI fueron casi tan devastadores en Asia como lo habían sido en Rusia. La Organización Internacional del Trabajo estima que unos 24 millones de personas (una cifra asombrosa se mire como se mire) perdieron sus puestos de trabajo durante ese período y que el índice de desempleo en Indonesia pasó del 4% al 12%. En Tailandia, en el punto álgido de las reformas, se perdían 2.000 empleos diarios (o, lo que es lo mismo, 60.000 al mes). En Corea del Sur, 300.000 trabajadores y trabajadoras eran despedidos cada mes, principalmente, como consecuencia de las exigencias —del todo innecesarias— que había impuesto el FMI en cuanto a la reducción de los presupuestos públicos y la subida de los tipos de interés. En 1999, las tasas de paro de Corea del Sur e Indonesia casi se habían triplicado con respecto a las de dos años antes. Como en América Latina durante los años setenta, lo que desapareció en estas zonas de Asia fue el elemento que había sido tan destacado en el anterior «milagro» de esa región: su numerosa y creciente clase media. En 1996, el 63,7% de los surcoreanos se identificaban como clase media; en 1999, ese porcentaje había descendido hasta el 38,4%. Según el Banco Mundial, 20 millones de asiáticos se vieron empujados a la pobreza durante ese período de auténtica «miseria planificada», como Rodolfo Walsh la habría denominado.[34]

Tras cada una de esas estadísticas había una historia de sacrificios desgarradores y decisiones degradantes. Como siempre ocurre, las mujeres y los niños fueron quienes se llevaron la peor parte de la crisis. Numerosas familias rurales de Filipinas y Corea del Sur vendieron sus hijas a traficantes de personas que se las enviaron como trabajadoras sexuales a Australia, Europa y América del Norte. En Tailandia, las autoridades de salud pública informaron de un aumento del 20% en la prostitución infantil en sólo un año: justamente, el año siguiente a las reformas del FMI. En Filipinas se reprodujo la misma tendencia. «Los ricos fueron los que se beneficiaron del boom, pero ahora somos los pobres los que pagamos el precio de la crisis», se quejaba Khun Bunjan, una líder local en el noreste de Tailandia que se vio obligada a enviar a sus hijos a buscar comida y enseres domésticos entre los desperdicios después de que su marido hubiese perdido su empleo en una fábrica. «Hasta el limitado acceso que teníamos a la educación y a la sanidad está empezando a desaparecer.»[35]

En ese contexto se produjo la visita de la secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, a Tailandia en marzo de 1999 y la regañina que a ésta le pareció oportuno dar a la población tailandesa por haber recurrido a la prostitución y el «callejón sin salida de las drogas».

Es «imprescindible que no se explote a las niñas ni se abuse de ellas y se las exponga al sida. Es muy importante contrarrestar esta tendencia», dijo Albright, henchida de determinación moral. Al parecer, no apreciaba relación alguna entre el hecho de que tantas y tantas niñas tailandesas estuvieran siendo obligadas a introducirse en el comercio sexual, y las políticas de austeridad que ella declaró «apoyar firmemente» durante aquel mismo viaje. Su actitud fue el equivalente en la crisis financiera asiática de la contradicción expresada en su momento por Milton Friedman al condenar las violaciones de los derechos humanos que habían cometido Pinochet y Deng Xiaoping y, al mismo tiempo, elogiar la audacia con la que ambos líderes se habían adherido a la terapia económica de shock.[36]

ALIMENTARSE DE LAS RUINAS

La historia de la crisis asiática suele concluir en ese punto: el FMI intentó ayudar, pero la cosa no funcionó. Incluso la propia auditoría interna del FMI llegó a esa misma conclusión. La Oficina de Evaluación Independiente del Fondo concluyó que los ajustes estructurales exigidos fueron «desacertados» y «más amplios de los aparentemente necesarios», además de «no cruciales para la resolución de la crisis». También advirtió de que «la crisis no debería utilizarse como una oportunidad para imponer un amplio programa de reformas sólo porque la influencia durante ese momento es muy elevada y con independencia de lo justificables que puedan ser sus méritos».[*] En un apartado especialmente contundente de aquel informe interno, la Oficina acusaba al Fondo de haber actuado cegado hasta tal punto por la ideología del libre mercado que el simple hecho de considerar algo tan lógico como la instauración de controles sobre los flujos de capitales había resultado institucionalmente inimaginable. «Si ya era una herejía sugerir que los mercados financieros no estaban distribuyendo el capital mundial de un modo racional y estable, contemplar [la posibilidad de establecer controles de capitales] constituía sencillamente un pecado mortal».[37]

Lo que pocos estaban dispuestos a admitir por aquel entonces era que, si bien el FMI le falló (y de qué manera) al pueblo de Asia, no decepcionó en absoluto a Wall Street. Puede que el dinero caliente se hubiese asustado ante las drásticas medidas impuestas por el FMI, pero no las grandes casas de inversiones y las empresas multinacionales, que, muy al contrario, se envalentonaron. «Claro que se trata de mercados sumamente volátiles», reconocía Jerome Booth, director de investigación de la londinense Ashmore Investment Management. «Eso es lo que los hace divertidos.»[38] Todas aquellas firmas que iban en busca de diversión comprendieron que, a consecuencia de los «ajustes» del FMI, prácticamente todo lo que había en Asia había pasado a estar en venta y que, cuanto más cundiese el pánico en los mercados, más desesperadas estarían las compañías asiáticas por vender, lo que aún impulsaría los precios más a la baja. Jay Pelosky (de Morgan Stanley) había llegado a decir que lo que Asia necesitaba eran «más malas noticias y que éstas hagan aumentar la presión sobre [los] empresarios para que vendan sus compañías», y eso fue exactamente lo que ocurrió, gracias al FMI.

Hoy sigue debatiéndose si el FMI planeó el ahondamiento de la crisis en Asia o su actitud de indiferencia fue debida simplemente a la imprudencia y la temeridad. Quizás la interpretación más benévola de lo sucedido es que el Fondo sabía que no podía perder: si sus ajustes inflaban una nueva burbuja en títulos y acciones de mercados emergentes, habría logrado su objetivo; si estimulaban una mayor huida de capitales, habría creado un filón para los capitalistas más oportunistas. De cualquier modo, el FMI se sentía suficientemente cómodo con cualquiera de los resultados de una posible debacle económica total en aquellos países como para estar dispuesto a jugársela. Hoy está claro quién ganó la partida.

Dos meses después de que el FMI alcanzara su acuerdo final con Corea del Sur, el Wall Street Journal publicó una noticia titulada «Wall Street escarba entre los restos del Asia-Pacífico». En ella se comentaba que la empresa de Pelosky, así como algunas destacadas casas de inversiones más, habían «desplegado ejércitos de banqueros en la región del Asia-Pacífico para ojear corredurías, gestoras de activos e, incluso, bancos que puedan llevarse a precios de saldo. La caza de adquisiciones en Asia es urgente porque muchas firmas estadounidenses de valores —encabezadas por Merrill Lynch & Co. y por Morgan Stanley— han hecho de su expansión internacional una prioridad».[39] No tardaron en producirse varias ventas de gran relumbrón: Merrill Lynch compró la japonesa Yamaichi Securities y la mayor gestora tailandesa de valores, mientras que AIG adquirió Bangkok Investment por sólo una pequeña parte de su valor real. J. P. Morgan se hizo con una participación importante de Kia Motors, al tiempo que Travelers Group y Salomon Smith Barney compraban una de las mayores compañías textiles de Corea, entre otras empresas. No deja de ser interesante comprobar que el presidente de la International Advisory Board (la Junta de Asesores Internacionales) de Salomon Smith Barney, que asesoraba a su compañía matriz durante aquel período acerca de las posibles fusiones y adquisiciones, era Donald Rumsfeld (nombrado en mayo de 1999). Dick Cheney también era miembro de dicha junta. Otro de los ganadores del momento fue el Carlyle Group, una empresa con sede en Washington tan hermética y reservada en sus asuntos como famosa por ser el lugar de «aterrizaje suave» favorito de numerosos ex presidentes y ex ministros, desde el anterior secretario de Estado James Baker al antiguo primer ministro británico John Major, pasando por Bush padre, quien ejerció allí de asesor. Carlyle usó sus contactos al más alto nivel para hacerse con la división de telecomunicaciones de Daewoo, Ssangyong Information and Communication (una de las mayores empresas de alta tecnología de Corea) y para convertirse en uno de los accionistas principales de uno de los mayores bancos surcoreanos.[40]

Jeffrey Garten, antiguo subsecretario de Comercio de Estados Unidos, había predicho que, cuando el FMI hubiese acabado su tarea, iba «a haber un Asia significativamente distinta, y [sería] un Asia en la que las empresas estadounidenses [habrían] conseguido una penetración mucho más profunda y un acceso mucho más amplio».[41] Y no bromeaba. En dos años, la faz de buena parte de Asia se transformó por completo y cientos de marcas locales fueron reemplazadas por los gigantes multinacionales. El fenómeno en su conjunto fue descrito por el New York Times como «la mayor liquidación por cierre de negocio jamás vista en el mundo» y Business Week lo llamó un «bazar de compraventa de empresas».[42] Fue, de hecho, un avance del capitalismo del desastre que se convertiría en la norma de los mercados tras el 11 de septiembre de 2001: una terrible tragedia había sido aprovechada para hacer posible que las empresas extranjeras irrumpieran en Asia y la tomaran por asalto. Y no estaban allí para construir sus propios negocios y competir, sino para llevarse la maquinaria, la mano de obra, la clientela y el valor de marca construidos durante décadas por las compañías coreanas (y, en muchos casos, para desguazarlos, reducirlos o clausurarlos definitivamente a fin de eliminar una posible fuente de competencia para sus exportaciones).

Por ejemplo, el gran titán coreano, Samsung, fue dividido y vendido por partes: Volvo se quedó con su división de industria pesada, SC Johnson & Son con su rama farmacéutica y General Electric con su división de iluminación. Unos pocos años después, la otrora poderosa división automovilística de Daewoo —que la compañía había valorado en su momento en unos 6.000 millones de dólares— fue vendida a General Motors por sólo 400 millones (un robo digno de la terapia de shock rusa, aunque, en este caso, y a diferencia de lo que había ocurrido en Rusia, las empresas locales estaban siendo barridas por las multinacionales).[43]

Otros jugadores de renombre que se hicieron con algún pedazo del afligido pastel asiático fueron Seagram's, Hewlett-Packard, Nestlé, Interbrew y Novartis, Carrefour, Tesco y Ericsson. Coca-Cola compró una empresa embotelladora coreana por 500 millones de dólares; Procter & Gamble adquirió una compañía coreana de paquetes y embalajes; Nissan se hizo con una de las mayores empresas automovilísticas de Indonesia. General Electric adquirió una participación mayoritaria del fabricante surcoreano de frigoríficos LG, y la británica Powergen se aseguró el control de LG Energy, una gran compañía coreana de electricidad y gas. Según Business Week, el príncipe saudí Alwaleed bin Talal se dedicó por entonces a «recorrer Asia en su Boeing 727 privado de color crema recogiendo gangas de aquí y allá», entre las que se incluyó una importante participación en Daewoo.[44]

Como era de suponer, Morgan Stanley, una de las firmas que con mayor ahínco había reclamado una profundización de la crisis, se introdujo en muchas de aquellas operaciones y recaudó ingentes sumas de dinero en concepto de comisiones. Actuó, por ejemplo, como asesora de Daewoo en la venta de su división automovilística e intermedió en la privatización de varios bancos surcoreanos.[45]

No sólo se vendían en aquellos momentos empresas privadas asiáticas a los extranjeros. Como anteriores crisis en América Latina y en Europa, ésta también obligó a los gobiernos a vender diversos servicios públicos para recaudar un capital del que sus Estados andaban terriblemente necesitados. El gobierno estadounidense había previsto con anterioridad ese efecto y lo esperaba con entusiasmo. En sus argumentos ante el Congreso sobre por qué éste debía autorizar los miles de millones de dólares que el FMI iba a destinar a la transformación de Asia, la representante de Comercio Exterior de Estados Unidos, Charlene Barshefsky, aseguró que los acuerdos crearían «nuevas oportunidades de negocio para las empresas estadounidenses»: Asia se vería obligada a «acelerar la privatización de ciertos sectores clave, incluida la energía, el transporte, los servicios públicos y las comunicaciones».[46]

Dicho y hecho: la crisis provocó una oleada de privatizaciones y las multinacionales extranjeras barrieron con todo. Bechtel logró el contrato para la privatización de las redes de traída de aguas y alcantarillado del este de Manila, y otro para la construcción de una refinería de petróleo en las islas Célebes, Indonesia. Motorola se hizo con el control total de la coreana Appeal Telecom. El gigante energético Sithe, con sede en Nueva York, obtuvo una importante participación de la empresa pública tailandesa de gas, Cogeneration. Los sistemas de suministro de agua de Indonesia se repartieron entre la británica Thames Water y la francesa Lyonnaise des Eaux. La canadiense Westcoast Energy se llevó un enorme proyecto de construcción de una central eléctrica indonesia. British Telecom adquirió una parte importante de los servicios postales malasios y coreanos. Bell Canadá se hizo con un pedazo de la compañía de telecomunicaciones coreana Hansol.[47]

En total, se produjeron 186 fusiones y adquisiciones empresariales de importancia en Indonesia, Tailandia, Corea del Sur, Malasia y Filipinas, a cargo de multinacionales extranjeras en el plazo de apenas veinte meses. Viendo cómo se desarrollaba toda aquella masiva operación de compraventa, Robert Wade (un economista de la LSE) y Frank Veneroso (un consultor económico) predijeron que el programa del FMI «podría llegar a precipitar la mayor transferencia de activos en tiempo de paz jamás producida entre propietarios nacionales y extranjeros en los últimos cincuenta años en todo el mundo».[48]

El FMI, aunque admite haber cometido algún que otro error en sus respuestas iniciales a la crisis, asegura que los corrigió con rapidez y que los programas de «estabilización» funcionaron muy bien. Y cierto es que los mercados asiáticos acabaron por calmarse, pero a un coste descomunal que aún hoy están pagando. Ya lo había advertido Milton Friedman en el momento álgido de la crisis: el pánico «se acabará. […] Verán cómo vuelve el crecimiento a Asia en cuanto se estabilice este caos financiero, pero nadie puede decir de momento si eso será dentro de un año, de dos o de tres».[49]

La verdad es que la crisis asiática aún no ha terminado del todo una década después de que comenzara. Cuando 24 millones de personas pierden sus empleos en el plazo de dos años, arraiga una nueva desesperación que ninguna cultura puede absorber tan fácilmente. Esta se expresa de formas distintas por toda la región, que pueden ir desde un auge significativo del extremismo religioso en Indonesia y Tailandia hasta el explosivo crecimiento registrado en el comercio sexual infantil.

Las tasas de empleo no han vuelto a alcanzar los niveles que registraban antes de 1997 en Indonesia, Malasia y Corea del Sur. Y ello no se debe únicamente a que los trabajadores que perdieron sus empleos durante la crisis no han podido recuperarlos, sino también a que los despidos han proseguido como consecuencia del incremento de rentabilidad que los nuevos propietarios extranjeros están exigiendo a sus inversiones. Tampoco han remitido los suicidios: en Corea del Sur, el suicidio es, en la actualidad, la cuarta causa más común de muerte y se registran más del doble que antes de la crisis (en aquel país, cada día se quitan la vida un promedio de 38 personas).[50]

Ésa es la historia no contada de las políticas que el FMI denomina «programas de estabilización», como si los países fuesen barcos sacudidos por las agitadas aguas del libre mercado. No hay duda de que, al final, se estabilizan, pero el nuevo equilibrio sólo se consigue después de haber arrojado a millones de personas por la borda: empleados del sector público, propietarios de pequeños negocios, agricultores de subsistencia, sindicalistas… El desagradable secreto que esconde la «estabilización» es que la gran mayoría de la población nunca llega a subirse a la nave. Acaba hacinada en suburbios marginales y poblados de chabolas (donde actualmente viven 1.000 millones de personas en todo el mundo). Muchas de esas personas acaban dando con sus huesos en un burdel o en el contenedor de un carguero. Son los desheredados que el poeta alemán Rainer Maria Rilke describió como aquéllos «a los que ni el pasado ni aun el futuro inmediato pertenecen».[51]

Estas personas no fueron las únicas víctimas de la exigencia del FMI de una aplicación perfecta de la ortodoxia en Asia. En Indonesia, el sentimiento antichino que advertí en el verano de 1997 continuó acumulándose, avivado por una clase política encantada de desviar toda atención posible de sí misma. Aún empeoró más tras la subida de precios de diversos artículos de supervivencia decretada por Suharto. La medida hizo estallar disturbios por todo el país y muchos de éstos fueron dirigidos contra la minoría china. Unas 1.200 personas murieron asesinadas y decenas de mujeres chinas fueron objeto de violaciones colectivas.[52] Todas ellas deberían ser contadas también entre las víctimas de la ideología de la Escuela de Chicago.

Las iras indonesias acabaron finalmente dirigidas hacia el propio Suharto y su palacio presidencial. Durante tres décadas, el recuerdo del baño de sangre que había llevado al general al poder había bastado prácticamente para mantener a raya a los indonesios (un recuerdo que el gobierno había reavivado periódicamente con otras masacres en diversas provincias y en Timor Oriental). El fuego de la indignación contra Suharto había continuado quemando bajo la superficie todo aquel tiempo, pero los ánimos contenidos sólo estallaron en llamas bien visibles gracias al combustible que proporcionó la intervención del FMI (irónicamente, exigiendo el incremento del precio de la gasolina). Tras aquello, los indonesios se levantaron y expulsaron a Suharto del poder.

Al más puro estilo de un interrogador de prisioneros, el FMI había utilizado el extremo dolor provocado por la crisis para doblegar la voluntad de los Tigres asiáticos, para reducirla a una sumisión total. Pero los manuales de interrogación de la CIA ya advierten de que ése es un proceso que puede irse de las manos: si aplican demasiado dolor directo, en vez de regresión y obediencia, los interrogadores pueden estimular la determinación y la rebeldía de sus interrogados. En Indonesia se sobrepasó esa línea, lo cual constituyó todo un recordatorio de que la terapia de shock puede llevarse demasiado lejos y provocar una especie de rechazo que pronto resultaría muy familiar por su repetición en diversos escenarios (desde Bolivia hasta Irak).

Sin embargo, a los cruzados del libre mercado les cuesta aprender cuando la lección que toca es la de las consecuencias no intencionadas de sus políticas. La única conclusión que parecen haber extraído de la inmensamente lucrativa liquidación de activos en Asia es una nueva confirmación de la validez de la doctrina del shock (como si les hicieran falta aún más pruebas), de que no hay nada mejor que una catástrofe auténtica (una verdadera sacudida de toda una sociedad) para abrir una nueva frontera. Transcurridos unos años desde el apogeo de aquella crisis, aún había varios comentaristas destacados dispuestos a afirmar que lo sucedido en Asia había sido, bajo toda la devastación aparente, una bendición. The Economist señaló que había sido «precisa una crisis nacional para que Corea del Sur se transformara de la nación encerrada en sí misma que era en un país que acepta encantado el capital extranjero, el cambio y la competencia». Y Thomas Friedman, en la obra que ha sido su mayor éxito de ventas hasta el momento, Tradición versus innovación, declaró que lo que había ocurrido en Asia no había sido en absoluto una crisis. «Creo que la globalización nos hizo un favor a todos colapsando las economías de Tailandia, Corea, Malasia, Indonesia, México, Rusia y Brasil en la década de 1990, porque puso al descubierto un gran número de prácticas e instituciones corrompidas», escribió, para inmediatamente añadir que «poner en evidencia el capitalismo de amigotes que prevalecía en Corea no es lo que yo entiendo por crisis».[53] En los artículos que escribía para el New York Times en apoyo de la invasión de Irak, el mismo autor exhibió una lógica similar, salvo que, en ese caso, el colapso podía ser obra directa de los misiles de crucero y no de las operaciones de compraventa de divisas.

La crisis asiática mostró sin duda lo bien que funcionaba la explotación de los desastres. Pero, al mismo tiempo, la destructividad del crack del mercado y el cinismo de la reacción de Occidente alentaron el surgimiento de poderosos movimientos de oposición.

Las fuerzas del capital multinacional se salieron con la suya en Asia, pero provocaron nuevos niveles de indignación popular y ésta acabó dirigida de lleno hacia las instituciones promotoras de la ideología del capitalismo sin restricciones. Tal como lo explicaba un editorial inusualmente equilibrado del Financial Times, Asia fue una «señal de advertencia de que el malestar popular ante el capitalismo y las fuerzas de la globalización está alcanzando un nivel preocupante. La crisis asiática mostró al mundo cómo hasta los países de más indiscutible éxito económico podían acabar hundiéndose por culpa de una súbita salida de capitales. La población estaba enfurecida al ver que los caprichos de unas misteriosas “instituciones de inversión alternativa” o gestoras de hedge funds podían ser la causa aparente de un masivo aumento de la pobreza en la otra punta del mundo».[54]

A diferencia de lo acaecido en la antigua Unión Soviética, donde la miseria planificada de la terapia de shock pudo disimularse entre las consecuencias de la «dolorosa transición» del comunismo a la democracia de mercado, la crisis de Asia fue obra, lisa y llanamente, de los mercados globales. Pero cuando los sumos sacerdotes de la globalización enviaron sus misiones a la zona del desastre, lo único que pretendieron fue hacer más profundo el sufrimiento.

El resultado fue que dichas misiones perdieron el cómodo anonimato del que habían gozado en ocasiones precedentes. Stanley Fischer (del FMI) recordaba el «ambiente circense» que se respiraba en torno al hotel Hilton de Seúl cuando viajó a Corea del Sur al inicio de las negociaciones. «Me encarcelaron en mi habitación del hotel; no podía salir porque [si] abría la puerta, había diez mil fotógrafos al acecho.» Según otro relato de la situación, para alcanzar la sala de banquetes donde las negociaciones tenían lugar, los representantes del FMI eran obligados «a dar un rodeo por un acceso trasero, lo que suponía subir y bajar varios tramos de escaleras y atravesar la enorme cocina del Hilton».[55] Aquello sorprendió a los altos cargos del FMI, porque, por aquel entonces, no estaban acostumbrados a semejante atención. La experiencia de sentirse prisioneros en hoteles de cinco estrellas y en centros de convenciones acabaría siendo completamente familiar para los emisarios del Consenso de Washington en los años siguientes, a medida que sus reuniones por todo el mundo empezaron a ser recibidas con manifestaciones masivas allí adonde fueran.

Tras 1998, empezó a hacerse cada vez más difícil imponer transformaciones en forma de terapia de shock por medios pacíficos, es decir, a través de las intimidaciones y las presiones habituales del FMI en las cumbres comerciales. La nueva actitud desafiante procedente del Sur tuvo su estreno oficial cuando fracasaron las conversaciones de la Organización Mundial del Comercio en Seattle en 1999. Aunque los jóvenes manifestantes allí congregados fueron quienes recibieron la mayor parte de la cobertura mediática, la rebelión real tuvo lugar en el interior del centro de convenciones, donde los países en vías de desarrollo formaron un bloque en las votaciones y rechazaron toda exigencia de mayores concesiones comerciales mientras Europa y Estados Unidos continuaran subsidiando y protegiendo su agricultura y su industria internas.

En aquel momento, aún hubiera sido posible minimizar la importancia del fracaso de Seattle calificándolo de una pausa menor en el decidido avance del corporativismo. Pero en cuestión de unos pocos años, la profundidad del giro se ha hecho innegable: el ambicioso sueño del gobierno estadounidense de crear una zona unificada de libre comercio que abarque todo el Asia-Pacífico ha sido ya abandonado, como también lo ha sido el proyecto de firma de un tratado sobre inversores globales y los planes para establecer un área de libre comercio para toda América, desde Alaska hasta Chile.

Quizás el mayor impacto del llamado movimiento antiglobalización haya sido su contribución a situar la ideología de la Escuela de Chicago en el centro mismo del debate internacional. Durante un breve instante, en el momento del cambio de milenio, no hubo ninguna crisis urgente hacia la que desviar la atención: los shocks de la deuda habían remitido, las «transiciones» estaban finalizadas y todavía no había llegado una nueva guerra global. Lo único que quedaba era el historial de los efectos en el mundo real de la cruzada del libre mercado: el deprimente rastro de desigualdad, corrupción y degradación medioambiental que habían ido dejando los gobiernos cuando, uno tras otro, habían aceptado el consejo que Friedman diera a Pinochet años atrás y habían optado por considerar que era un error tratar de «hacer el bien con el dinero de otras personas».

Echando la vista atrás, resulta francamente sorprendente que el período de monopolio del capitalismo (cuando dejó de tener otras ideologías o contrapoderes con las que competir) fuese tan sumamente breve (sólo ocho años, desde la desaparición de la Unión Soviética como tal en 1991 hasta el fracaso de las conversaciones de la OMC en 1999). Pero el auge de una fuerte oposición no iba a amilanar a sus partidarios en su propósito de imponer el extraordinariamente lucrativo programa del capitalismo ilimitado; éstos estaban perfectamente dispuestos a surcar las salvajes olas del miedo y la desorientación que iban a ser desatadas por unos nuevos shocks, más colosales que todos los anteriores.