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PRÓLOGO

No cabe imaginar un lugar menos mainstream que el Harvard Faculty Club. Ese restaurante, reservado a los profesores, se encuentra en el campus de la prestigiosa Universidad de Harvard, en Massachusetts, Estados Unidos. Precisamente en el lugar donde Henry James tenía su casa, haciendo honor a ese espíritu protestante, blanco y masculino, hecho de puritanismo y de alimentación frugal (en el Harvard Faculty Club se come bastante mal), los universitarios más prestigiosos de Harvard celebran actualmente sus tertulias. En el comedor, sentado a una mesa cubierta con un mantel blanco, me espera Samuel Huntington.

Durante los años que pasé en Estados Unidos trabajando en este libro, me reuní varias veces con Huntington, conocido en todo el mundo por su obra El choque de civilizaciones, cuya tesis es que hoy las civilizaciones se enfrentan unas a otras en nombre de unos valores para afirmar una identidad y una cultura, y no ya sólo para defender sus intereses. Es un libro Opinionated, como se dice en inglés, muy comprometido, que habla de Occidente y «el resto del mundo», un Occidente único frente a los demás países no occidentales, que son plurales. Huntington hace hincapié en el fracaso de la democratización de los países musulmanes a causa del islam. La obra ha sido comentada, y a menudo criticada, en el mundo entero.

Durante la comida en Harvard, interrogo a Huntington sobre su gran teoría, sobre la cultura de masas, sobre el nuevo orden internacional desde el 11 de septiembre y sobre cómo va el mundo. Me contesta con unos cuantos tópicos y con voz titubeante. Por lo visto no tiene nada que decir sobre la cultura globalizada. Luego me pregunta —como todo el mundo en Estados Unidos— dónde estaba el 11 de septiembre. Le digo que aquella mañana me encontraba en el aeropuerto de Boston, precisamente a la hora en que los diez terroristas tomaban los vuelos American Airlines 11 y United Airlines 175 que unos minutos más tarde se estrellarían contra las dos torres del World Trade Center. El anciano —Huntington tiene 80 años— se queda pensativo. El 11 de septiembre fue una pesadilla para Estados Unidos y la hora de la consagración para Huntington, cuyas tesis sobre el choque de civilizaciones de pronto parecieron proféticas. Cuando terminamos de almorzar, tengo la impresión de que se está echando una siesta (murió unos meses después de nuestras conversaciones). En silencio, me pongo a mirar los cuadros de grandes pintores que adornan las paredes del Harvard Faculty Club. Y me pregunto si este hombre tan elitista, símbolo de la alta cultura, ha podido entender realmente los desafíos de la guerra de las culturas. ¿Habrá visto siquiera Mujeres desesperadas, la serie que todo el mundo ve en este momento en Estados Unidos y dos de cuyas heroínas se llaman Kayla y Nora Huntington? No me atrevo a preguntárselo: sé que Samuel Huntington, con su rigidez puritana, no es muy partidario del entertainment (el entretenimiento). Que es justamente el tema de este libro.

Unas semanas más tarde, estoy en el despacho de Joseph Nye, a la sazón presidente de la Kennedy School, la prestigiosa escuela de ciencias políticas y diplomacia, también en el campus de Harvard. Lleno de energía a sus 70 años, ese antiguo viceministro de Defensa de Bill Clinton también está comprometido con la guerra cultural a escala mundial. Pero mientras que las ideas de Huntington han preparado la era Bush, las de Nye anuncian la diplomacia de Obama. Nye ha puesto de relieve las «interdependencias complejas» de las relaciones entre las naciones en la era de la globalización y ha inventado el concepto de soft power. Es la idea de que, para influir en los asuntos internacionales y mejorar su imagen, Estados Unidos debe utilizar su cultura y no su fuerza militar, económica e industrial (el hard power). «El soft power es la atracción, y no la coerción —me explica Joe Nye en su despacho—. Y la cultura norteamericana está en el corazón mismo de ese poder de influencia tanto si es high como si es low, tanto en el arte como en el entertainment, tanto si se produce en Harvard como si se produce en Hollywood». Nye, al menos, me habla de la cultura de masas globalizada y parece bien informado sobre el juego y las dinámicas de los grupos mediáticos internacionales. Y prosigue: «pero el soft power también es la influencia a través de los valores, como la libertad, la democracia, el individualismo, el pluralismo de la prensa, la movilidad social, la economía de mercado y el modelo de integración de las minorías en Estados Unidos. Y si el power puede ser soft también es gracias a las normas jurídicas, al sistema del copyright, a las palabras que creamos y a las ideas que difundimos por todo el mundo. Y no hay que olvidar que actualmente nuestra influencia se ve reforzada por Internet, Google, YouTube, MySpace y Facebook», Nye, que es un inventor de conceptos que calan en la opinión pública, ha definido la nueva diplomacia de Barack Obama, de quien es amigo, como la del smart power, que debe combinar la persuasión y la fuerza, lo soft y lo hard.

Por muy opuestas que sean, ¿son pertinentes en definitiva esas famosas teorías de Huntington y Nye en materia de geopolítica de la cultura y de la información? ¿Las civilizaciones han entrado inexorablemente en una guerra mundial por los contenidos o dialogan tal vez más de lo que la gente cree? ¿Por qué domina el mundo el modelo estadounidense del entertainment de masas? ¿Este modelo, que es estadounidense por esencia, se puede reproducir en otros países? ¿Cuáles son los contramodelos emergentes? ¿Cómo se construye la circulación de los contenidos por todo el mundo? La diversidad cultural, que se ha convertido en la ideología de la globalización, ¿es real o se descubrirá que es una trampa que los occidentales se han tendido a sí mismos? Estas cuestiones relativas a la geopolítica de la cultura y de los medios son las que aborda este libro.

En la playa de Juhu en Mumbai —el nuevo nombre de Bombay en India—, Amit Khanna, director general de Reliance Entertainment, uno de los grupos indios de producción de películas y programas de televisión más poderosos, que acaba de comprar una parte del estudio estadounidense DreamWorks de Steven Spielberg, me explica la estrategia de los indios: «Aquí hay 1.200 millones de habitantes. Tenemos dinero. Tenemos experiencia. Junto con el sudeste asiático representamos una cuarta parte de la población mundial; con China, una tercera parte. Queremos desempeñar un papel determinante, políticamente, económicamente, pero también culturalmente. Creemos en el mercado global, tenemos unos valores, los valores indios, y queremos promocionarlos. Vamos a enfrentarnos a Hollywood en su propio terreno. No simplemente para ganar dinero, sino para afirmar nuestros valores. Y estoy convencido de que seremos capaces de lograrlo. En adelante habrá que contar con nosotros».

Unos meses más tarde, estoy en Egipto, después en Líbano y luego en el Golfo, con los dirigentes del grupo Rotana. Fundado por el multimillonario saudí Al Waleed, Rotana se propone crear una cultura árabe: tiene la sede en Riad, los estudios de televisión en Dubai, la rama musical en Beirut y la división cinematográfica en El Cairo. La estrategia cultural multimedia y panárabe del grupo también consiste en defender unos valores y una visión del mundo. Se basa en miles de millones de dólares procedentes de Arabia Saudí y en una audiencia potencial de unos 350 millones de árabes (tal vez 1.500 millones si incluimos a todos los musulmanes, especialmente del sur y del sudeste de Asia). «Daremos esta batalla», me confirman los directivos del grupo Rotana.

Durante otro viaje, en el piso 19 de una torre de Hong Kong, entrevisto a Peter Lam, un dirigente comunista que está al frente del grupo eSun, un gigante del cine y de la música en la China continental y en Hong Kong. «Tenemos 1.300 millones de chinos; tenemos el dinero; tenemos la economía más dinámica del mundo; tenemos experiencia. Vamos a conquistar los mercados internacionales y a competir con Hollywood. Seremos el Disney de China».

Durante los cinco años que ha durado esta investigación, en el cuartel general de TV Globo en Río de Janeiro, en la sede de la multinacional Sony en Tokio, en Televisa en México y en Telesur en Caracas, en la sede de Al Yazira en Qatar, con los dirigentes del primer grupo de telecomunicaciones indonesio en Yakarta y en las sedes de China Media Film y de Shanghai Media Group en China, he oído discursos muy parecidos. En la actualidad, cada día se inaugura de promedio una nueva pantalla de multicine en China, en India y en México. Y más de la mitad de los abonados a la televisión de pago se hallan ahora ya en Asia. A medida que aparecen nuevos gigantes en la economía mundial —China, India, Brasil, pero también Indonesia, Egipto, México y Rusia—, su producción de entretenimiento y de información aumenta. Está emergiendo la cultura de los países emergentes.

Frente al entertainment estadounidense y a la cultura europea, esos nuevos flujos mundiales de contenidos empiezan a tener su peso. Se está dibujando una nueva cartografía de los intercambios culturales. Las estadísticas del Banco Mundial y del FMI todavía no los miden, las de la UNESCO los silencian (o reproducen las cifras de la propaganda china o rusa); en cuanto a la OMC, los mezcla con otras categorías de productos y servicios. Aún no hay nadie que haya explicado esta revolución importantísima que se está produciendo, ni nadie que haya investigado sobre el terreno para «cubrir» la nueva batalla mundial de los contenidos.

¿Serán estos nuevos rivales de Occidente enemigos culturales? ¿Son pertinentes las predicciones acerca del «choque de civilizaciones»? En Asia, en América Latina, en Oriente Medio y en África, el crecimiento progresivo de potentes industrias de la producción audiovisual y de la información plantea nuevos interrogantes que desbordan los esquemas antiguos. Aquí hablaré de «industrias creativas» o de «industrias de contenidos», unas expresiones que incluyen los medios y lo digital, y que considero preferibles a la expresión demasiado connotada ya, y que hoy resulta imperfecta y obsoleta, de «industrias culturales». Porque ya no se trata simplemente de productos culturales, se trata también de servicios. No sólo de cultura, sino también de contenidos y de formatos. No sólo de industrias, sino también de gobiernos que buscan soft power y de microempresas que buscan innovaciones en los medios de comunicación y en la creación desmaterializada.

Gracias al contacto con esos grupos de comunicación planetarios, a menudo dirigidos por nuevas generaciones de gestores y de artistas desconcertantemente jóvenes, uno descubre los problemas complejos de interdependencia con Estados Unidos, la atracción y la repulsión que el modelo estadounidense suscita, las tensiones entre una afirmación identitaria regional y una búsqueda de éxito planetario, las dificultades para defender unos valores en un mundo en el que los contenidos se están globalizando. También aparecen muchas desigualdades entre países dominantes y países dominados: algunos emergen como productores de contenidos, otros se ven sumergidos por los flujos culturales mundiales. ¿Por qué a Egipto y al Líbano les va bien y a Marruecos no? ¿Por qué Miami y no Buenos Aires, México y no Caracas? ¿Por qué Hong Kong y Taiwán y todavía no Beijing? ¿Por qué Brasil y no Portugal? ¿Por qué cada vez más los cincuenta estados norteamericanos y cada vez menos la Europa de los veintisiete?

Para ir más allá de las respuestas simplistas imaginadas en el Harvard Faculty Club, había que investigar sobre el terreno. Por eso durante cinco años me he paseado por todo el mundo, recorriendo las capitales del entertainment y entrevistando a más de 1.250 actores de esas industrias creativas en 30 países. El resultado es a la vez inédito, fascinante y preocupante. Es una investigación sobre la guerra mundial por los contenidos. Y esa guerra ya ha comenzado.

Cultura mainstream es un libro sobre la geopolítica de la cultura y de los medios de comunicación en todo el mundo. Esta obra sobre la globalización del entertainment se interesa por lo que hacen los pueblos cuando no trabajan: lo que se denomina su ocio y sus diversiones. A menudo se habla de «industrias del entertainment». Al concentrarme en las industrias que producen contenidos, servicios y productos culturales, hago hincapié en la cantidad, y no sólo en la calidad. Aquí hablo de los blockbusters, de los hits y de los best sellers. Mi tema no es el «arte» —aunque Hollywood y Broadway también produzcan arte—, sino lo que yo denomino la «cultura de mercado». Porque las cuestiones que plantean esas industrias creativas en términos de contenidos, de marketing o de influencia son interesantes, aunque no lo sean las obras que producen. Permiten comprender el nuevo capitalismo cultural contemporáneo, la batalla mundial por los contenidos, el juego de los actores para ganar soft power, el auge de los medios del sur y la lenta revolución que estamos viviendo con Internet. En este libro intento captar lo que el escritor Francis Scott Fitzgerald llamaba, a propósito de Hollywood, «the whole equation», el conjunto del problema: la aritmética del arte y del dinero, el diálogo de los contenidos y de las redes, la cuestión del modelo económico y de la creación de masas. Me intereso por el business del show-business. Trato de comprender cómo se habla, a la vez, a todo el mundo y en todos los países del mundo.

Las industrias creativas ya no son hoy un tema exclusivamente estadounidense: son un tema global. Esta investigación me ha conducido por consiguiente a Hollywood, pero también a Bollywood, a MTV y a TV Globo, a los barrios residenciales estadounidenses para descubrir los muchísimos multicines que hay, y al África subsahariana donde hay poquísimos cines, a Buenos Aires en busca de la música «latina» y a Tel Aviv para comprender la americanización de Israel. Me he interesado por el plan de conquista de Rupert Murdoch en China y por el plan de batalla de los multimillonarios indios y saudíes contra Hollywood. He intentado comprender cómo se difunden el J-Pop y el K-Pop, el pop japonés y el coreano, en Asia, y por qué las series televisivas se llaman «dramas» en Corea, «telenovelas» en América Latina y «culebrones del ramadán» en El Cairo. He acompañado a los lobbystas de las agencias culturales y de los estudios estadounidenses y he asistido a sus comparecencias en el Congreso; he estado con Robert Redford ante el Senado estadounidense. Pero todavía he pasado más tiempo en los grandes guetos negros de Estados Unidos. He seguido la producción de El rey león en Broadway con el jefe de Disney y el rodaje de una película de Bollywood en Mumbai, interrumpido por los chimpancés. He investigado en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza para comprender la importancia de los medios y de los cantantes árabes, me he reunido con el servicio de prensa de Hezbolá para poder visitar Al Manar, su cadena de televisión en el sur de Beirut. Y al entrevistarme con los jefes de Al Yazira en Doha, en Beirut, en El Cairo, en Bruselas, en Londres, en Yakarta y hasta en Caracas, he querido saber si el fundador de la cadena, el emir de Qatar, tenía razón al decir: «Creemos en el matrimonio de las civilizaciones, no en el conflicto de las civilizaciones».

Mi tema, pues, es muy amplio porque abarca, en los cinco continentes, a la vez la industria del cine y de la música, el entretenimiento televisado, los medios de comunicación y la edición, el teatro comercial, los parques de atracciones e incluso los videojuegos y los mangas. Para comprender las mutaciones fundamentales que están atravesando estos sectores, este libro también tiene, como telón de fondo, la cuestión digital. En esta obra, no visitaremos ni Google, ni Yahoo, ni YouTube (que pertenece al primero), ni MySpace (que pertenece a Murdoch). Es una opción. Lo que me interesa no es Internet en sí, sino cómo Internet revoluciona, indirectamente, el sector de las industrias creativas. En todas partes, en Arabia Saudí como en India, en Brasil o en Hong Kong, me he entrevistado con los que están levantando las industrias creativas digitales del mañana. Son emprendedores optimistas y con frecuencia jóvenes, que ven en Internet una oportunidad, un mercado, una suerte, cuando en Europa y en Estados Unidos, mis interlocutores, a menudo mayores, lo ven como una amenaza. Es una ruptura generacional, y tal vez un cambio de civilización.

Ante lo amplio del tema, he decidido concentrarme en la investigación sobre el terreno, en las personas que he entrevistado y en los lugares a los que he ido. De ahí la opción, a la que no estoy acostumbrado, de escribir en primera persona para demostrar que la investigación en marcha también es el tema del libro. Hablo de lo que he visto. Confío prioritariamente en fuentes de primera mano, no en informaciones de segunda mano, sacadas de libros o de la prensa. Asumo por tanto los defectos, innumerables, que esta opción implica, al hacer hincapié en las cuestiones originales y recurrentes en todas las industrias pero sin pretender ser exhaustivo. Por ejemplo, desarrollo casos de estudio sobre los grupos Disney y Rotana, describo la Motown, Televisa o Al Yazira, así como las redes de Rupert Murdoch o de David Geffen, porque son representativos del entertainment y de la cultura mainstream, pero sólo menciono de pasada Time Warner, Viacom, Vivendi o la BBC, pese a que son esenciales y a que también los he estudiado. Es una opción difícil y que se debe en gran parte al formato y a la metodología de la investigación de este libro. Por otra parte, creo que es mejor que el análisis de las industrias creativas no se limite a su economía. Tengo una gran admiración por la sociología estadounidense, por el valor que atribuye a la observación rigurosa del terreno y a las entrevistas. Finalmente, he querido escribir esta obra sobre el entertainment de forma «entretenida», como un eco del tema mismo al que está dedicado el libro.

Investigación, por lo tanto, pero también reflexión. Si bien este libro es sobre todo un relato, sus análisis están agrupados en la conclusión, y sus fuentes y los innumerables datos estadísticos que he manejado figuran en la página web que es su prolongación. A menudo, los profesionales de las industrias creativas que he visto sobre el terreno me han comunicado sus intuiciones, y muchos de ellos, como he adivinado, también tienen su agenda. Pero he encontrado pocas personas que, en una época de globalización en la que se está imponiendo lo digital, tuvieran una visión. Este libro intenta presentar, en su conclusión, esa visión geopolítica global.

Pero debo decir que durante mi investigación me he topado con un problema importante: el acceso a la información. Ya me imaginaba que las fuentes serían escasas en China por la censura del Estado; comprendí enseguida que era difícil obtener citas con antelación en Mumbai, en Río o en Riad; pero no me imaginaba que sería tan difícil investigar en Estados Unidos, en las majors del disco y en los estudios hollywoodenses. En todas partes, he tenido que insistir para obtener entrevistas y mis «antecedentes» periodísticos han sido cuidadosamente escudriñados por las personas encargadas de las public relations, los famosos PR people. Muchas veces, la información estaba guardada internamente bajo siete llaves por el departamento de «comunicación», y externamente por una agencia especializada, a la cual me remitían. Me llevó un tiempo comprender que esa PR people, que yo ingenuamente creía que estaba para facilitar la comunicación, de hecho estaba para impedirla, no para difundir la información sino para retenerla. Y me recibieron mejor en Al Yazira y en Telesur —la televisión de Chávez en Venezuela— que en Fox o en ABC.

Frente a esa omertá, ¿quién habla entonces? Todo el mundo, claro: los dirigentes de las majors hablan de sus competidores, los independientes hablan de las majors, unos en off y otros para un diálogo en background, information only, sin posibilidad de citarlos (todas las entrevistas utilizadas en este libro son de primera mano y se han evitado las palabras en off, salvo en algún caso justificado, y entonces se ha especificado en el texto). Los sindicalistas hablan, los creativos hablan, los agentes y los banqueros hablan (cuando se trata de sociedades que cotizan en bolsa, también he tenido acceso a las cifras reales). Todo el mundo habla para satisfacer su ego, para hacerse publicidad, sobre todo cuando uno sabe encontrar los canales de acceso que permiten saltarse a los PR people. En el fondo, si China censura la información por razones políticas, las majors estadounidenses la censuran por razones comerciales, ya que una película o un disco son un producto estratégico del capitalismo cultural. El resultado es prácticamente el mismo: una cultura del secreto y a menudo de la mentira. Y ese paralelismo con la China seudocomunista no dice mucho en favor de Estados Unidos.

Queda una cuestión central: ¿qué lugar ocupa el modelo estadounidense en mi investigación, y cuál es el papel particular de Estados Unidos en los sectores del entertainment y de los medios en todo el mundo? Su poderío es evidente y su máquina cultural en el flujo de los contenidos mundiales es por ahora invencible. Es lo que podríamos llamar, parafraseando una fórmula del Che Guevara, la «América con una A mayúscula». Por consiguiente, debía empezar mi investigación por Estados Unidos y tratar de comprender cómo funciona el entertainment en Hollywood y Nueva York, pero también en Washington a través de sus lobbys, en Nashville y en Miami para la industria del disco, en Detroit, donde se ha generalizado la música pop, en las periferias de las ciudades donde se han inventado los multicines y en los campus de las universidades donde se hace la investigación y el desarrollo de Hollywood. Antes de describir la globalización de la cultura y la nueva guerra de los contenidos en los cinco continentes —la segunda parte de este libro—, hay que empezar por entender la increíble máquina americana de fabricar imágenes y sueños, la máquina del entertainment y la cultura que se convierte en mainstream.

Fue en Estados Unidos, en un avión que me llevaba de Los Ángeles a Washington, donde se me ocurrió la idea de titular este libro como Cultura mainstream. La palabra mainstream, difícil de traducir, significa literalmente «dominante» o «gran público», y se emplea generalmente para un medio, un programa de televisión o un producto cultural destinado a una gran audiencia. El mainstream es lo contrario de la contracultura, de la subcultura de los nichos de mercado; para muchos, es lo contrario del arte. Por extensión, la palabra también se aplica a una idea, un movimiento o un partido político (la corriente dominante), que pretende seducir a todo el mundo. A partir de este estudio sobre las industrias creativas y los medios en todo el mundo, Cultura mainstream permite pues analizar la política y los negocios que, a su vez, también quieren «dirigirse a todo el mundo». La expresión «cultura mainstream» puede tener una connotación positiva y no elitista, en el sentido de «cultura para todos», o más negativa, en el sentido de «cultura barata», comercial, o cultura formateada y uniforme. También es la ambigüedad de la palabra lo que me ha gustado, con sus diferentes sentidos; es una palabra que he oído en boca de cientos de interlocutores en todo el mundo, que tratan todos de producir una cultura mainstream, «como los americanos».

Y fue entonces, al llegar a Washington, en el momento de empezar esta larga investigación sobre la circulación de los contenidos globalizados, cuando conocí a uno de los más famosos promotores de la cultura mainstream: Jack Valenti.