CONCLUSIÓN.
UNA NUEVA GEOPOLÍTICA DE LA CULTURA Y LA INFORMACIÓN EN LA ERA DIGITAL
Ha estallado la guerra mundial de los contenidos. Es una batalla que se libra a través de los medios por controlar la información; en las televisiones, por dominar los formatos audiovisuales de las series y los talk shows; en la cultura, por conquistar nuevos mercados a través del cine, la música y el libro; finalmente, es una batalla internacional por los intercambios de contenidos en Internet. Esta guerra por el soft power enfrenta a fuerzas muy desiguales. En primer lugar, es una guerra de posiciones entre países dominantes, poco numerosos y que concentran prácticamente casi todos los intercambios comerciales. En segundo lugar, es una guerra de conquista entre estos países dominantes y los países emergentes por asegurarse el control de las imágenes y los sueños de los habitantes de muchos países dominados que no producen o producen muy pocos bienes y servicios culturales. Y por último, también son batallas regionales para obtener una nueva influencia a través de la cultura y la información.
En los flujos de contenidos internacionales, tal y como se miden cuantitativamente, y hoy día de forma muy imperfecta, por el FMI, la OMC, la UNESCO y el Banco Mundial, hay un gigante que exporta masivamente a todas partes sus contenidos: Estados Unidos, que tiene alrededor del 50 por ciento de las exportaciones mundiales. Si añadimos Canadá y México, Norteamérica domina estos intercambios sin una competencia seria (con cerca del 60 por ciento de las exportaciones mundiales). Detrás tenemos a un competidor potencial, pero posiblemente en declive: la Unión Europea de los veintisiete, con un tercio de las exportaciones. Unos diez países siguen a este pelotón que va en cabeza, a bastante distancia y sin tener por ahora un peso decisivo en los intercambios mundiales de contenidos: Japón, líder de los aspirantes, China y sobre todo Hong Kong, Corea del Sur, Rusia y Australia. Por ahora, Brasil, India, Egipto, Sudáfrica y los países del Golfo no aparecen de forma significativa como países exportadores de contenidos, aunque están aumentando considerablemente sus importaciones y desarrollando sólidas industrias creativas.
En general, los países que exportan bienes y servicios culturales e información son aproximadamente los mismos que los que importan estos contenidos. Con una diferencia notable: Estados Unidos tiene una balanza comercial muy positiva (son el primer exportador y sólo el quinto importador). La Unión Europea, en cambio, es el primer importador y sólo el segundo exportador. En gran medida, excepto Estados Unidos una vez más, la mayoría de los intercambios son intrarregionales. Por ejemplo, en la Unión Europea, las exportaciones y las importaciones intraeuropeas superan a las extraeuropeas. La globalización no sólo ha acelerado la americanización de la cultura y la emergencia de nuevos países, sino que también ha promovido flujos de información y de cultura regionales, no sólo globales, sino también transnacionales.
Estas estadísticas sobre los flujos de contenidos internacionales subestiman no obstante las tendencias más recientes. Son muy imperfectas y, por otra parte, los economistas hablan de «alta volatilidad». Más allá de los problemas metodológicos que plantean la compilación y las comparaciones, es evidente que estas estadísticas, a menudo en dólares, reflejan una realidad muy falseada por el peso respectivo de las monedas y los tipos de cambio. Hablan de cifras pero no dicen nada de la influencia real. En efecto, medir flujos culturales en divisas más que por el número de libros o de entradas de cine vendidos contribuye a marginar automáticamente a todas las economías emergentes. Por ejemplo: en el mundo se venden cada año 3.600 millones de entradas para ver películas de Bollywood, frente a 2.600 millones para las de Hollywood; pero comparado en términos de recaudación, el box office indio apenas supera los 2.000 millones de dólares anuales en tanto que Hollywood recauda casi 40.000 millones de dólares (cifras de 2008). Finalmente, si las estadísticas internacionales son poco fiables en lo que a intercambios de productos materiales se refiere, todavía son menos operativas para la información, los servicios, los formatos de las series televisivas e Internet. Por no hablar de la piratería. Por todas estas razones, la globalización de los contenidos es un fenómeno insuficientemente analizado. Deberíamos pensar en otras unidades de medida para evaluar la influencia: número de citas, difusión de los formatos y códigos narrativos, impacto sobre los valores y las representaciones. Es fácil comprender que ni la superpotencia ni los países dominados tienen interés en promoverlas.
Esta nueva cartografía de los intercambios también revela problemáticas mucho más complejas de analizar de lo que creían los teóricos de las «industrias culturales» o de lo que dicen hoy los altermundistas y los antiamericanos, que tienden a confundir la CIA con la AFL-CIO. La teoría del imperialismo cultural estadounidense presupone que la globalización cultural es una americanización unilateral y unidireccional de una «hiperpotencia» hacia los países «dominados». La realidad es más matizada y más compleja: hay homogeneización y heterogeneización a la vez. Lo que tenemos es un auge del entertainment mainstream global, en gran parte estadounidense, y la constitución de bloques regionales. Además, las culturas nacionales se refuerzan en todas partes, aunque el «otro» referente, la «otra» cultura sea cada vez más la estadounidense. Por último, todo se acelera y todo se mezcla: el entertainment estadounidense es producido con frecuencia por multinacionales europeas, japonesas o ahora también indias, en tanto que las culturas locales son cada vez más producidas por Hollywood. En cuanto a los países emergentes, su intención es estar presente en estos intercambios y competir con el «imperio». Esta guerra cultural pone por lo tanto en juego a numerosos actores. La globalización e Internet reorganizan todos los intercambios y transforman a las fuerzas contendientes. De hecho, redistribuyen las cartas.
En el sector del entertainment y de los medios, Estados Unidos ocupa un lugar único, y por ahora es un líder indiscutible que se adapta constantemente a la nueva situación y sigue progresando (exportaciones de productos y servicios culturales en aumento a un ritmo de alrededor de un 10 por ciento anual actualmente). ¿Cómo y por qué?
El sistema estadounidense de producción de contenidos es un modelo complejo, fruto de una historia, de un territorio inmenso y de una inmigración de todos los países, todas las lenguas y todas las culturas. No voy a extenderme sobre ello aquí. ¿Cuáles son las explicaciones de esa dominación cultural? Se deben a causas múltiples, que hemos recordado a grandes rasgos: aguas arriba, un cruce original entre la investigación fomentada en las universidades, la financiación pública muy descentralizada, una contracultura puesta de relieve en innumerables lugares alternativos, la energía procedente de la movilidad y de la idea de ascenso social tan arraigada en la sociedad estadounidense, la confianza que se concede a los artistas singulares y la vivacidad excepcional de las comunidades étnicas merced al modelo original de integración y defensa de una «diversidad cultural» a la americana. En Estados Unidos, la formación, la innovación, la asunción de riesgos, la creatividad y la audacia imperan en las universidades, las comunidades y el sector sin afán de lucro, fuera del mercado y de forma muy descentralizada.
Aguas abajo, dominan unas industrias creativas con capitales poderosos. Las más visibles son, naturalmente, los estudios y las majors. Lo primero que se plantea aquí es la cuestión del accionariado. Es cierto que cinco de los seis principales estudios de cine son estadounidenses, aunque Columbia sea japonés. Pero las inversiones extranjeras, especialmente las procedentes del Golfo, la India y Hong Kong (es decir China), son considerables hoy en los principales conglomerados mediáticos estadounidenses. En la música, una sola de las cuatro majors internacionales es estadounidense (Warner), de las demás una es británica (EMI), otra francesa (Universal) y otra japonesa (Sony). En la edición, la situación aún es más contrastada: el gigante Random House pertenece a la alemana Bertelsmann y el grupo Time Warner Books ha sido adquirido por la francesa Lagardère. Sería pues un error de óptica ver estas industrias creativas como exclusivamente estadounidenses.
¿Un error de óptica? En realidad, en términos de contenidos, estos datos sobre el capital o la nacionalidad de las multinacionales tiene poca influencia. Las películas producidas por Sony y Columbia son caricaturescamente estadounidenses, la música difundida por Universal y EMI es mayoritariamente anglófona, y los best sellers más típicamente estadounidenses son publicados por Bertelsmann. Paradójicamente, al adquirir el estudio Columbia y las discográficas CBS Music, Arista o RCA, los japoneses de Sony no han debilitado la cultura estadounidense; al contrario, al aportar los medios financieros que estas filiales necesitaban, la han reforzado. A pesar de su accionariado y de la nacionalidad de sus sedes sociales, estas majors y estos estudios siguen siendo muy estadounidenses. Esto pone en entredicho las lecturas neomarxistas que consideran que lo importante para analizar las industrias creativas es saber quién dispone del capital y quién es el propietario de los medios de producción, presuponiendo que el que las posee las controla.
Por consiguiente, en una época de financierización de la economía, es menester encontrar nuevas parrillas de análisis de lo que yo llamo aquí el «capitalismo hip», un nuevo capitalismo cultural «avanzado» global, a la vez muy concentrado y muy descentralizado, una fuerza a un tiempo creativa y destructiva. Y por todas esas razones, y porque la cultura, los medios e Internet ahora ya están mezclados, ya no cabe hablar de «industrias culturales», verdadero oxímoron, sino de industrias de contenidos o industrias creativas.
Con los conglomerados mediáticos de nuevo cuño, el capitalismo hip no es monolítico: se transforma constantemente, se adapta permanentemente, pues las industrias creativas ya no son fábricas como los estudios de la edad de oro de Hollywood, sino redes de producciones constituidas por centenares de miles de pymes y empresas emergentes. Ya no hay majors sino miles de sellos, de imprints y de unidades especializadas e independientes que poco a poco se convierten en majors, y majors que son dirigidas por independientes que se han convertido en mainstream. Ya no se trata de «oligopolios con flecos competitivos» (majors que producen mainstream, rodeadas de independientes que explotan los nichos), como repite la vulgata económica, sino de un sistema verdaderamente descentralizado en el que majors e independientes están imbricados y no compiten entre sí, siendo indispensables los unos para los otros. Es un modelo dinámico, raras veces estático, que a menudo en realidad prefiere la creatividad a la homogeneidad, el hip y el cool a la reproducción idéntica, el cambio constante a la estandarización de la experiencia, el original a la copia (aunque también existe la tendencia contraria, menos arriesgada, por ejemplo con las franquicias en el cine). En cuanto a la globalización y a Internet, característicos del «capitalismo hip», acentúan y aceleran estas lógicas y la dominación estadounidense, como demuestra este libro. En este sentido, las industrias de contenidos parecen preceder a movimientos profundos que muy pronto acaban afectando al conjunto de la economía.
Este sistema alcanza en Estados Unidos un nivel de tecnicidad, de complejidad y de trabajo en colaboración absolutamente espectacular y que desde el exterior no se puede ni llegar a sospechar. Contrariamente a lo que a veces se piensa, es extremadamente difícil producir entertainment mainstream. En el centro del dispositivo están las agencias de talentos, el controlador aéreo del mercado global de los contenidos. Gestionan el «capital humano» de una forma fundamentalmente diferente del antiguo sistema de los estudios, e incluso del star system, pues se ocupan de todos, los pequeños y los grandes, creando una inflación general de los costes pero contribuyendo también a regular todo el sistema, junto con los abogados, los mánager y los sindicatos. Los estudios, las majors y los conglomerados mediáticos, que son los bancos del sistema y los que realmente ejercen el poder, recuperan el capital más precioso que producen las industrias creativas: la IP, la famosa Intellectual Property o propiedad intelectual. De hecho, el sistema del copyright estadounidense, y en particular la cláusula especial del derecho laboral —el dispositivo denominado work for hire—, propician la circulación mundial de los contenidos y su adaptación a todos los soportes. Al no definir al artista como único propietario de los derechos sobre la obra, al eliminar el final cut como derecho moral y no necesitar autorización previa, como ocurre con el sistema denominado «derecho de autor» europeo, el copyright y el work for hire resultan particularmente idóneos para la mundialización y la era digital. Permiten multiplicar un contenido en todos los soportes y facilitan el versioning y el Global Media. En cambio, reducen al mismo tiempo la dimensión artística de las obras y disminuyen los medios de protección de los creadores frente la industria.
El modelo estadounidense de producción de contenidos es pues un ecosistema particular en el que todos los actores son independientes y están interconectados, en tanto que las normas públicas sobre la competencia, cuando existen, y las regulaciones colectivas, cuando funcionan, intentan siempre corregir los excesos. En definitiva, el modelo está constituido por millares de actores autónomos que, al perseguir objetivos «privados» y compitiendo entre sí, acaban, aun siendo imprevisibles, por dar al conjunto del sistema su coherencia y una forma de estabilidad. Contrariamente a lo que repiten los observadores superficiales, la cultura, la información y hasta el entertainment no son mercancías como las demás en Estados Unidos. Pertenecen a una esfera específica, y existe en efecto una «excepción cultural» en el territorio estadounidense.
La fuerza de este sistema ya era manifiesta en la primera mitad del siglo XX cuando el jazz y el cine estadounidense invadieron Europa. Pero en la era de la globalización y de la revolución tecnológica, este modelo resulta más eficaz que nunca. La privatización de las cadenas de televisión en Europa, Asia, América Latina y Oriente Medio ha incrementado la demanda de contenidos estadounidenses. La diversificación de los soportes multimedia, el cable, el satélite, la TDT e Internet ha favorecido su circulación. Y sobre todo, frente a la escasez de productos populares en muchos países, los estadounidenses han aprendido muy pronto a adaptarse a las realidades locales: practican una globalización activa, que combina una difusión de contenidos de masa, indiferenciados y mainstream, con una difusión especializada de nichos que tienen en cuenta a los países importadores. En materia de televisión, como los mercados son sobre todo nacionales, venden formatos. En la música y el libro, son mercados mixtos con una cuota nacional importante, y por lo tanto venden hits y best sellers globalizados pero también producen discos y libros locales. En cuanto al cine, sus blockbusters tienen éxito en todo el mundo, porque lo que producen no son tanto películas estadounidenses como productos universales y globales. Los franceses hacen películas para los franceses, los indios para los indios, los árabes para los árabes; sólo los estadounidenses hacen películas para todo el mundo. Además, son los únicos que hoy día hacen películas para la exportación, antes incluso de pensar en su mercado interior.
Así pues, la prioridad de los estudios y de las majors no consiste sólo en imponer su cine o su música y en defender un imperialismo cultural. Lo que quieren es multiplicar y ampliar sus mercados, lo cual es muy distinto. Si pueden hacerlo con productos «americanos», mejor que mejor; si no, lo hacen con productos «universales», formateados para gustar a todo el mundo y en todo el mundo, y no vacilan en atenuar, a golpe de focus groups, la americanidad. Y si eso no basta, tampoco vacilan en financiar y realizar productos locales o regionales, fabricándolos en Hong Kong, en Mumbai, en Río o en París, para públicos concretos (los estudios de Hollywood realizan cada año unas 200 películas locales en lengua extranjera, que raras veces se distribuyen en Estados Unidos). Estados Unidos produce a la vez una cultura mainstream y contenidos de nicho diferenciados, lo cual también es muy diferente. Los estudios y las majors son menos ideológicos y más apátridas de lo que se cree. Como Bank of America, como HSBC, quieren el mercado indio, chino y brasileño, en dólares o en moneda local. Y sobre todo, teniendo en cuenta las numerosas minorías que hay en Estados Unidos y que son un elemento central del sistema, las industrias creativas estadounidenses pueden probar sus productos a domicilio y a escala real para saber si son capaces de seducir al mundo. Más que de una estrategia para imponer simplemente al mundo unos valores y una hegemonía cultural, se trata de un modelo económico original.
Estados Unidos produce por lo tanto lo que en este libro he denominado una «diversidad estandarizada», profundamente perturbadora pero extraordinariamente eficaz en cuanto a difusión. Es un modelo de cultura tex mex: ni verdaderamente texana ni mexicana, la cultura tex mex es una cultura local americanizada de los mexicanoamericanos mismos en territorio estadounidense. Y a menudo lo que se exporta es esta cultura, que va de El rey león a Aída, de Kung Fu Panda a Infiltrados, del Tintín de Spielberg a Shakira, y que no es ni del todo original ni del todo estadounidense.
Se puede ir más lejos incluso. Estados Unidos no sólo exporta sus productos culturales, también exporta su modelo. En Damasco como en Beijing, en Hué como en Tokio, e incluso en Riad como en Caracas, me ha sorprendido la fascinación de todos mis interlocutores por el modelo estadounidense del entertainment. Las palabras están en hindi o en mandarín, pero la sintaxis es estadounidense. E incluso los que luchan contra Estados Unidos, en China o en los países árabes, lo hacen imitando el modelo estadounidense. Esta es la fuerza de Estados Unidos, con la cual ningún otro país, ni siquiera la Europa de los veintisiete, ni siquiera China con sus 1.300 millones de habitantes, puede competir. Por ahora.
¿Puede Estados Unidos perder ese liderazgo mundial en materia de contenidos culturales, como ha perdido el primer puesto en lo tocante a los rascacielos más altos, que hoy están en Taipei y en Dubai? Es difícil de decir. No hay que dar por sentado el poderío estadounidense, ya que nada es definitivo, pero tampoco subestimarlo. De todos modos, lo que este libro demuestra es el auge de los países emergentes, no sólo en el terreno económico —cosa que ya se ha analizado ampliamente—, sino ahora también en las industrias de contenidos —un diagnóstico que pocos habían hecho—. ¿Estamos entrando en un mundo «posamericano» en materia de industrias creativas? No lo creo. ¿En un mundo multipolar en cuanto al entertainment y a los medios? Es probable. Lo que es evidente es que los países emergentes también quieren producir y defender sus contenidos. Cabe la hipótesis de que este auge de los «otros» no sea a expensas de Estados Unidos, sino que le beneficie, abriendo mercados y ocasiones de producción local. En todo caso, lo que está ocurriendo no es tanto el declive del imperio estadounidense como la aparición de nuevos competidores. Es the rise of the rest, la aparición de los «demás» países, por utilizar la fórmula del periodista indioamericano Fareed Zakaria.
Asistimos pues a una transformación radical de la geopolítica de los intercambios de contenidos culturales y mediáticos. El miedo a la hegemonía estadounidense —una obsesión en París como en Roma— parece ahora ya un concepto no pertinente en Mumbai o en Tokio. En Irán, en India o en China hay millones de personas que no conocen a Michael Jackson ni a Madonna. En Seúl, en Taiwán y en Hong Kong hoy temen más la hegemonía china o japonesa que la estadounidense; en Argentina tienen más miedo a México o Brasil; en Japón y en India desconfían de China más que de Estados Unidos. Estados Unidos sigue siendo un socio o un adversario, pero ya no es el único que maneja el soft power, que produce contenidos y los exporta.
En esta nueva distribución de las cartas, están los que ganan (Estados Unidos y los países emergentes, sobre todo los BRIC) y los que pierden (los países dominados). Después están los países que ven disminuir sus cuotas de mercado. Al no haber construido unas industrias creativas poderosas, están en declive; al no haber abrazado la globalización y sus mercados potenciales, van a la zaga; al no haber considerado Internet como una fuente de oportunidades y no haber visto en la red sino amenazas, podría ser que muy pronto dejasen de contar en el mercado de los contenidos. Es el caso de Europa principalmente, donde países como Portugal, Italia, España, pero también en menor medida Alemania y Francia, pierden posiciones en cuanto a intercambios culturales.
Se está configurando una nueva geografía de la circulación de los contenidos, la del siglo XXI. Sus grandes líneas: intercambios norte-sur cada vez más asimétricos; intercambios sur-sur cada vez más desiguales entre países emergentes y países desfavorecidos; un país dominante cada vez más poderoso pero que, con la llegada de nuevas potencias, pronto dejará de ser el único dominante; países emergentes que se desarrollan también a través de sus contenidos; y finalmente antiguos países dominantes —empezando por Europa— que pueden quedar sumergidos. El paso de la cultura y de la información a la economía inmaterial y global es un acontecimiento decisivo en estos albores del siglo XXI.
De todos los países emergentes, Brasil es uno de los más apasionantes. Por su población y su economía, es el único gigante de América del Sur y en gran parte ya ha emergido. Al mismo tiempo, es un país aislado, una isla en América Latina, por su historia y sobre todo por su lengua: el portugués. Desesperadamente en busca de su identidad, Brasil ha encabezado, junto con India, el combate a favor de la diversidad cultural en nombre de los países del «sur». Le importa mucho defender sus intereses frente a Estados Unidos, pero también (cosa que los europeos no han visto) luchar contra la arrogancia cultural de la vieja Europa, en particular de Lisboa y Madrid. Por eso Brasil quiere reavivar las relaciones económicas y culturales con sus vecinos, incluida la Venezuela de Chávez, con China y con India, tanto como con Estados Unidos y Europa.
Con la excepción de las telenovelas y los potentes géneros musicales regionales, son pocos los contenidos «latinos» de masas que circulan hoy por todo el subcontinente americano. A menudo, el entertainment «latino» se fabrica en Miami y Los Ángeles, capitales exógenas de la América Latina mainstream. Si Brasil y México pueden defender sus industrias y compensar su balanza comercial cultural desequilibrada con Estados Unidos gracias a su tamaño y al dinamismo de su mercado interior, Argentina, Colombia y Venezuela no pueden. Por otra parte, todos se creen singulares y se organizan contra sus vecinos en vez de favorecer los intercambios entre ellos. En el cine, el videojuego, y cada vez más en la música pop y los best sellers, Estados Unidos es quien se lleva el gato al agua. Poco a poco, gracias a la globalización y al papel de intermediario que adopta México, la separación entre América del Norte y América del Sur se va difuminando.
Los problemas que dividen a América Latina se encuentran multiplicados en el mundo árabe, que hoy es, junto con China y Venezuela, el principal contradictor cultural de Occidente. Por otra parte, cabe señalar que no hay diferencia entre los europeos y los estadounidenses en el discurso crítico sobre los valores que defienden Riad, Damasco y Teherán. En la actualidad, han aparecido grupos multimedia poderosos en el Golfo, como MBC, ART, Rotana y Al Yazira; se proponen construir unas industrias creativas fuertes para dirigirse al conjunto del mundo árabe, defender los valores del islam y conquistar nuevos mercados. Con ello, pretenden luchar contra la dominación cultural e ideológica de «Occidente». Pero, visto desde los países árabes, «Occidente» es una imagen, a veces incluso un espejismo, más que una realidad geográfica. Es una mezcla de actitudes y valores, George Bush y Disney, el hard y el soft power, los derechos humanos y el cristianismo, la liberación de la mujer y los derechos de los gays, una cultura dominante externa pero también unos enemigos interiores. Cuando uno entrevista sobre el terreno a los combatientes musulmanes de las industrias de contenidos y de los medios, se da cuenta de que reivindican contra Occidente los valores de la familia, la tolerancia religiosa, el rechazo de la violencia y de la sexualidad, en definitiva casi exactamente los mismos valores mainstream y familiares de Disney y de la MPAA. Las contradicciones de esa batalla contra «Occidente» saltan a la vista.
A pesar de todo, esta estrategia antioccidental existe en los contenidos, se elabora en Riad, Doha, Damasco y Teherán y se aplica en Dubai, Beirut y El Cairo. Primera etapa: reunificar la cultura panárabe, desde Marruecos a Irak. Segunda etapa: ampliarla a una cultura musulmana y conquistar a los públicos desde Irán a Indonesia, pasando por Afganistán, Pakistán e incluso Turquía e India. Tercera etapa, la más difícil: llegar al resto del mundo. El objetivo consiste en apoyarse en los musulmanes de Asia y los emigrantes del Magreb tomando como diana principal a los del Reino Unido, las banlieues francesas o las «barriadas» españolas. Este plan, que me presentaron en detalle los directivos de los grupos MBC, ART, Rotana y Al Yazira, tropieza sin embargo con las tensiones internas del mundo árabe-musulmán. Primero está la oposición entre chiítas y suníes, probablemente menos pertinente en cuanto a contenidos de lo que se cree. Luego está la oposición entre, por una parte, la tradición del nacionalismo panárabe, más bien laico y de inspiración socialista que encarna la Liga Árabe y está muy presente en Egipto, Jordania y Túnez, y, por otra, el nuevo islamismo que encarnan los Hermanos Musulmanes, la Organización de la Conferencia Islámica y el eje Siria-Irán-Qatar. En la actualidad, los conservadores de Riad son hostiles a las tendencias modernizadoras de los grupos del entertainment panárabe financiados por sus propios hijos, pero aún son más hostiles a Teherán. Y el multimillonario saudí Al Waleed, dueño del grupo Rotana y contra el cual los religiosos radicales han pronunciado una fatwa, se parece más a los estadounidenses, en muchos sentidos, que a sus mulás. No es ésta la menor de las paradojas de una cultura panárabe que se está configurando y que no ha alcanzado en todas partes el mismo estadio de infitah, ese espíritu de «apertura» y de modernización del mundo árabe. Pero el problema de los países árabes no es sólo moral, también es industrial y económico. Los Estados del Golfo desempeñan el papel de banco para hacer que emerjan industrias creativas poderosas, pero no tienen ellos mismos los creadores necesarios, ni las historias que contar, y deben gastar su buen dinero para comprarlas en Egipto y en Líbano. En otros lugares, en el Magreb o en Siria, lo que faltan son los capitales y los agentes mediáticos. Por último, las canciones producidas por Rotana en Beirut, los culebrones del ramadán desarrollados en El Cairo y en Damasco, y los programas televisivos difundidos por Dubai tienden a reproducir una forma de subcultura mainstream americanizada que ya sólo tiene un vago acento egipcio. Esto puede dar el pego en Damasco o en Túnez, pero la exportación masiva de los contenidos árabes con destino a los mercados internacionales no ha llegado aún. Y el entertainment de los países árabes deberá, además, probar que es capaz de seducir a los musulmanes de Asia, de Indonesia y de la India.
La India es el gigante asiático que actualmente suscita más interés. La emergencia del subcontinente indio es el símbolo del despertar de todo el sur de Asia. Los estadounidenses tienen puestas en India tantas más esperanzas cuanto que su decepción en China ha sido grande. En India no hay ni cuotas contra las importaciones de productos culturales ni censura; y en vez de un mercado de 1.300 millones de chinos, los estadounidenses están dispuestos a conformarse con un mercado de 1,200 millones de indios. Pero India no sólo es el número; ahora además tiene dinero y domina la tecnología del mainstream. La entrada por la puerta grande del gigante indio Reliance en Hollywood, a través de una gran inversión en DreamWorks, ilustra la nueva ambición de los indios. Con ello, se proponen construir unas industrias creativas poderosas en su país, enfrentarse a los estadounidenses en su propio terreno del entertainment mainstream, pero también pararle los pies a China, Como este último objetivo también lo persiguen últimamente los estadounidenses, cabe la hipótesis de que las relaciones económico-culturales entre Estados Unidos e India estén llamadas a tener un brillante porvenir. Los indios necesitan a los estadounidenses para contrarrestar a China, y Estados Unidos necesita a India para triunfar en Asia después de haber fracasado en China.
Pero el proyecto de los indios de levantar potentes industrias de contenidos destinados al mundo entero topa con problemas difíciles de resolver. O bien conservan lo que hace la fuerza de su cine y de su música —los songs & dances de Bollywood, por ejemplo— y esa cultura demasiado singular frenará su difusión en el extranjero; o bien empiezan a producir sus propios Slumdog Millionaire, un cine anglosajón con tintes de indianidad, y se arriesgan a que los estadounidenses les coman el terreno. Por ahora, el box office indio está despegando en Estados Unidos y en Europa, pero todavía dependen mucho del consumo de las minorías indias que viven en el extranjero, los famosos Non Resident Indians o NRI. Es un éxito en dólares, un éxito más relativo en número de entradas vendidas y un fracaso si lo que se trata es de convencer al joven «blanco» de Kansas City o de Madrid para que vaya a ver una película india. Hoy día las películas de Bollywood, tan influyentes en la década de 1970 a causa de su precio y sus valores «no alineados», están perdiendo cuotas de mercado incluso en el mundo árabe, en Europa del Este, en Rusia y en Asia a manos del cine estadounidense. El éxito internacional de Bollywood está por confirmar.
El mercado interior indio es más prometedor. El desarrollo económico del país es espectacular, un gigante está saliendo de la miseria y la pobreza. La clase media aumenta en millones de personas cada año. Y aunque los indios, como individuos, siguen siendo muy pobres en su mayoría, sobre todo comparados con los chinos, India como país es ahora ya una importantísima potencia económica. Su crecimiento en la era de la globalización se ha incrementado en las industrias creativas, el número de televisiones y teléfonos móviles crece exponencialmente, Internet y la banda ancha se extienden a toda velocidad, el mercado del videojuego y el de la televisión de pago se desarrollan enormemente y cada día laborable se inaugura una nueva pantalla de multicine. Si estas industrias logran satisfacer las necesidades de contenidos culturales de 1.200 millones de personas, el éxito tendrá repercusiones planetarias. Una vez que este mercado interior esté cubierto, las perspectivas de exportación son inmensas. Y hay que tener en cuenta otra ventaja: la diversidad. Bollywood, por ejemplo, es hoy el cine mainstream que unifica la India, sus minorías, sus múltiples culturas y su centenar de lenguas regionales. Son muchos los artistas musulmanes que trabajan allí; es un ejemplo poco frecuente de auténtica diversidad cultural, que sólo puede compararse con Estados Unidos.
En el sudeste asiático, las diferencias económicas, lingüísticas y políticas, así como la dificultad para cerrar las heridas provocadas por las hostilidades regionales del pasado, hacen difícil la emergencia de industrias creativas panasiáticas poderosas. Todos los países están un poco divididos entre un afán de autonomía, cuando no de aislamiento (Tailandia, Vietnam) y, más raras veces, una voluntad de acercamiento al gigante cultural de la zona que es China (como es el caso de Singapur). Un caso aparte es Indonesia, que es el coloso demográfico de la región, con sus 230 millones de habitantes, su presencia en el G20 y su religión musulmana. Su relativa libertad de creación constituye su fuerza, porque no es frecuente en el sudeste asiático: sus industrias creativas son poderosas localmente y alimentan la demanda de un mercado interior inmenso, además de difundirse por toda la región, especialmente en Malasia. Indonesia también es una potente democracia, y en Yakarta tuve la intuición de que éste sería el país de la zona, con su equilibrio entre los valores de Asia y los del islam, que más nos sorprendería en cuanto a su producción cultural en el futuro.
Finalmente está Taiwán, tan cercana y a la vez tan alejada de China: políticamente, la isla sigue aferrada a su independencia y preocupada por las intenciones de su gran vecino; pero económica y culturalmente, se está acercando a él sin vacilar (los hits del J-Pop y del K-Pop se graban hoy en Taiwán en mandarín y se hacen famosos, como cover songs, desde Shangai hasta Shenzhen). Por una parte, los grupos mediáticos, en Asia como en todas partes, recrean a través del entertainment lo que la historia ha destruido. Cuando los turcos instalan sus televisiones en los Balcanes, cuando los grupos españoles Prisa y Telefónica invierten en América Latina, cuando Japón y Corea del Sur se pelean por las cuotas culturales, cuando los estadounidenses se anexionan en detrimento de los ingleses toda la Commonwealth, cuando los franceses y los ingleses luchan por sus empresas mediáticas en África, cuando Dubai, respaldada por los saudíes, apunta a Irán, están rehaciendo a través de los contenidos y el soft power lo que ya no pueden hacer con el colonialismo. Esta misma representación, con sus vaivenes, es la que está teniendo lugar entre Taiwán y China, mientras toda la región tiene la mirada puesta en el nuevo gigante asiático.
El país decisivo, y el más opaco, naturalmente es China. Y los estadounidenses lo han comprendido, ellos que se han gastado tanto dinero para penetrar en ese mercado y hoy sienten la amargura de haber fracasado. De ahí que Estados Unidos se repliegue temporalmente en la India y denuncie a China ante la OMC. Y han ganado. Para China, que se debate entre su capitalismo descarado y su régimen autoritario, entre el control del Estado y el dinamismo económico, lo que está en juego es considerable si quiere incrementar sus intercambios comerciales a nivel internacional. Pero lo que es indudable es que China está decidida a producir sus propios contenidos, a difundirlos en todo el mundo, y además tiene los medios para hacerlo. Algunos creen que China no entrará jamás en la «sociedad del espectáculo» al estilo occidental. Yo no estoy tan seguro. Basta mirar los cientos de cadenas chinas para darse cuenta de que muchos programas están calcados de los formatos televisivos importados de Estados Unidos. Debajo del mandarín, el formato del entertainment estadounidense es más visible que en ninguna otra parte.
A China la guerra mundial de los contenidos le plantea en realidad problemas más complejos de lo que parece, tanto en lo relativo a la producción, como a la difusión y a la exportación. En cuanto a la producción de películas, por ejemplo, China es un enano: oficialmente (y según los datos de la UNESCO), crea más de 400 películas al año; la realidad, si dejamos a un lado la propaganda, es que produce anualmente 100 largometrajes. En este campo, pues, y debido a la censura y a la ausencia de libertad de creación, China es un país del tercer mundo. Esto hace que los estadounidenses, pese a las cuotas drásticas y a una censura propia de otra época, alcancen el 50 por ciento del box office chino con solamente diez blockbusters autorizados al año. Atrapada entre la modernización y un nacionalismo cultural exacerbado, China es la ejemplificación de una regla que es válida en todas partes: cuanto más se protege una cultura, con cuotas o con la censura, más se precipita su declive. Porque protegerse no sirve de nada en una época de globalización y de Internet, como confirman los ejemplos chino y egipcio; a menudo es el mercado el que más armas tiene para luchar contra el mercado y sólo una producción fuerte, mainstream y popular permite evitar las importaciones. La única forma de luchar eficazmente contra las industrias extranjeras son unas industrias nacionales más fuertes y que exporten.
Desde el punto de vista de la distribución y la explotación, China es un país realmente emergente donde se inaugura de media una pantalla de cine al día. Pero como no hay suficiente producción local de contenidos, las autoridades chinas están condenadas, a su pesar, a abrir sus multicines recién estrenados a las producciones estadounidenses para responder a la demanda. En la edición y la música, los productos nacionales chinos satisfacen mejor este gran mercado interno, aunque los productos que se venden en China (por no hablar de los productos piratas, que son la gran mayoría) a menudo están fabricados o reformateados en mandarín en Taiwán y en Singapur, y en cantonés en Hong Kong. La situación es por tanto paradójica: es el dinero chino el que financia el cine y la música de Hong Kong y Taiwán, pero la ciudad de Hong Kong supera ella sola a la China continental en cuanto a exportaciones internacionales, y las exportaciones de Taiwán y Singapur son casi equivalentes, cuando estas pequeñas islas son insignificantes comparadas con los 1.300 millones de chinos. Por último, tratándose de las exportaciones, a China le cuesta mucho por ahora vender sus contenidos culturales fuera de sus mercados tradicionales (Hong Kong, Taiwán, Singapur y los chinos que viven en Estados Unidos). También apunta a Corea del Sur y al sudeste asiático, sobre todo a Indonesia, pero ni India ni Japón, enemigos persistentes, quieren oír hablar de su cultura. De ahí que haya vuelto la mirada hacia África, donde invierte masivamente, y trate de establecer lazos con Venezuela, y sobre todo con Rusia, para crear un «campo del capitalismo autoritario», sin ningún éxito por ahora.
La modernización de China tiene unos límites que se ven claramente en las industrias creativas. En definitiva, China maneja menos bien, por ahora, el soft power que el poder clásico. Muchos piensan que estas contradicciones serán insostenibles a la larga, pero nadie se atreve a hacer pronósticos en cuanto a la apertura de China: open up es la expresión que está en boca de todos, pero nadie sabe realmente cómo traducirla al chino.
¿Por qué Hong Kong? ¿Por qué Taiwán y Singapur? ¿Y por qué, a mayor escala, Nueva York, Miami y Los Ángeles? ¿Por qué Beirut, El Cairo, Dubai, Río y Mumbai? ¿Por qué París (para el África francófona) y por qué Londres (para el África anglófona)? ¿Cómo han hecho estas ciudades para convertirse en capitales del entertainment? Las situaciones son heterogéneas y las explicaciones variadas. Todas esas ciudades son encrucijadas geográficas, capitales de inmigración y hubs (centros) tecnológicos. Ofrecen una protección financiera (bancos más seguros en Miami que en Caracas, en Hong Kong que en Beijing, en Singapur que en Ho Chi Minh City). Permiten una mayor seguridad jurídica y, a veces, cierto tipo de copyright. A menudo, en el caso de Miami y de Los Ángeles, las condiciones de trabajo y la protección sindical de los artistas están relativamente aseguradas.
Estas ciudades capitales disponen además de infraestructuras internacionales en materia de redes de televisión, de agencias de talentos (con frecuencia filiales de agencias estadounidenses), de estudios profesionales modernos para la producción y la posproducción digital y de personal técnico cualificado. Son cabezas de puente para el mercado publicitario, y hay muchas agencias de comunicación y de compra de espacios. Sobre todo, los medios están muy presentes, especialmente los corresponsales de Variety, Billboard, Hollywood Reporter, Screen Daily y los de los programas de entertainment de MTV y CNN, capaces de transmitir las cifras del box office, los títulos de los best sellers y los nombres de los artistas premiados con los Grammy, Emmy, Oscar y Tony. Esta inmensa red mediática establecida por los estadounidenses en los cinco continentes es una formidable máquina para fabricar buzz a escala mundial.
Estas capitales del entertainment, como Miami, Los Ángeles, Beirut, Mumbai, Singapur y Hong Kong, también son destinos de la emigración, y en ellas la diversidad étnica, lingüística y cultural es importante. Todas estas ciudades ofrecen una gran libertad de expresión y de modos de vida para los artistas, tanto en términos de libertad política, en la expresión de las transgresiones, como en la valorización de la contracultura y las vanguardias. A ello se añaden —otro rasgo común a estas ciudades— la defensa de las minorías étnicas, una diversidad cultural real, pero también una valorización de los derechos de las mujeres y una cierta tolerancia para los homosexuales, todos ellos elementos que no son baladíes en los medios artísticos. Una actriz de formas sensuales o una cantante sin velo quizás no tengan una libertad ideal en El Cairo, en Dubai o en Beirut, pero sin duda mucho más que en Riad, Damasco o Teherán. El artista quizás no tenga todos los derechos de expresión en Hong Kong o en Singapur, pero no pueden compararse con la libertad de que goza el que vive en Beijing o Shangai, o incluso en Bangkok o Hanoi. París respecto al África francófona, Londres para el África anglófona, Miami para América Latina (especialmente para Cuba y Venezuela) pueden desempeñar un papel parecido y ser un asilo para artistas víctimas de regímenes autoritarios.
En el conjunto de todos estos factores es donde hay que buscar la explicación del éxito de estas capitales del entertainment y el fracaso de otras muchas ciudades. En Estados Unidos hay más capitales de este tipo que en otros países. Y resulta fácil ver los problemas que tienen los países recién llegados al club: todos construyen hubs creativos y mediacities para promover sus industrias creativas, pero al mismo tiempo quieren conservar el control sobre los contenidos y los «valores», sin darse cuenta de la contradicción. La libertad de los artistas y las expectativas del público no se establecen por decreto.
Japón no es el importante actor de los contenidos que muchos imaginan en los intercambios internacionales. Tan sólo ocupa la posición número doce entre los países exportadores de películas, programas de televisión y música, por detrás de Corea, Rusia y China (aunque sea el primero en lo relativo a los mangas y uno de los líderes en el dibujo animado y las películas de animación). Por una parte, esto se explica por su cultura muy etnocéntrica, un cierto repliegue identitario y un deseo, antiguo y persistente, de no dar la impresión de ser imperialista a través de su cultura. El precio relativamente bajo de sus dibujos animados, del J-Pop y de las películas de animación respecto a lo que recauda un blockbuster, por ejemplo, también explica que Japón no aparezca casi en las estadísticas, pese a que exporta masivamente sus productos. Además, los contenidos culturales japoneses, originales y potentes, son sobre todo productos para el mercado interno, que es inmenso, y son poco exportables (Japón es hoy el segundo mercado de la música y de la televisión del mundo, detrás de Estados Unidos, pero es en gran parte un mercado nacional). Aquí no estamos hablando, claro está, de los productos informáticos para el gran público, de la telefonía o de las consolas de juegos como la PS3 o la Wii, sectores en los cuales Japón es líder incontestable, sino de los contenidos. Porque si bien los japoneses fabrican estas consolas, los productores de los videojuegos cada vez son más europeos o estadounidenses. Y hemos visto que la música y las películas de Sony también eran estadounidenses (y aparecen como tales en las estadísticas internacionales). Desde hace algunos años, sin embargo, ante el auge de China, India y Corea del Sur, Tokio ha decidido reaccionar. Convencido de la importancia del soft power, el gobierno japonés ha elaborado un plan internacional muy ambicioso en materia de contenidos, sobre todo en lo relativo al cine, la animación y la cultura juvenil. Lo ha hecho apoyándose en el éxito mundial de los mangas y está dispuesto, si hace falta, a perder algo de su identidad. En cuanto a las majors japonesas, como Sony y Nintendo, se han propuesto versionar sus contenidos en todos los soportes mediante todas las posibilidades que ofrecen los nuevos medios. En definitiva, Japón quiere volver a entrar en Asia, comerciar con China y con todo el sudeste asiático, y luego reconquistar el mundo uniendo su software con su hardware. Es un actor de tamaño mundial, y seguirá siéndolo, pero sabe que la competencia en Asia será feroz si quiere volver a ser un gigante cultural regional sin dejar de ser un líder mundial.
Queda Europa. Durante mucho tiempo, durante siglos incluso, la cultura producida y la información difundida por Europa gozaban de una influencia considerable en todo el mundo. Hoy, en los intercambios culturales internacionales, Europa tiene numerosos competidores y la competencia es más dura. Las estadísticas internacionales demuestran que, desde hace unos diez años, están disminuyendo las exportaciones de películas, programas de televisión y música europea (la edición resiste mejor) a un ritmo de un 8 por ciento anual. Lo contrario de Estados Unidos, que progresa un 10 por ciento cada año. El presente libro ha querido explicar este importante cambio. Y si también sirve para que los europeos tomen conciencia de la importancia del soft power y eso los incita a reposicionarse dentro del nuevo sistema internacional, el libro habrá cumplido su misión.
¿Por qué se produce este declive? No es fácil contestar a esta pregunta, dada la heterogeneidad de las situaciones, las imbricaciones de las causas y las interdependencias. Pero podemos avanzar cinco hipótesis. El primer factor, evidente, es que los europeos ya no están solos. De hecho, Europa no se hunde, simplemente se enfrenta a la aceleración del éxito de los contenidos estadounidenses y a la emergencia de nuevos países exportadores de cultura y de información, que inevitablemente le roban cuotas de mercado. No hay declive pero, a causa de la globalización, Europa se encuentra en un sistema mucho más competitivo que antes.
El segundo factor es la demografía. El envejecimiento de la población europea priva a las industrias creativas del principal mercado del entertainment: los jóvenes. Esta es una regla que se cumple en todas partes: el éxito de las industrias creativas depende mucho de la demografía. La demanda inagotable de productos culturales por parte de la juventud india, brasileña o árabe (una gran parte de la población de esos países tiene menos de 25 años) es un elemento decisivo para el futuro éxito del entertainment en estas regiones. Y el envejecimiento es una de las razones del estancamiento en Japón. La demografía cierra el porvenir cuando la población envejece y abre los mercados del entertainment hacia horizontes inagotables cuando la población es joven.
La tercera hipótesis sería que la definición europea de la cultura, histórica y patrimonial, con frecuencia elitista, antimainstream también, ya no está necesariamente en sintonía con la era de la globalización y de lo digital. La «Cultura» a la europea, con C mayúscula, ya no es el estándar internacional en materia de flujo de contenidos. Sigue siendo un producto de nicho para importantes segmentos del mercado, pero ya no es una cultura de masas. Los europeos quizás todavía sean líderes cualitativamente en artes plásticas, música clásica, danza posmoderna o poesía de vanguardia, pero eso ya apenas cuenta cuantitativamente en los intercambios internacionales frente a los blockbusters, los best sellers y los hits. ¿No será que Europa se preocupa demasiado de la oferta cultural y demasiado poco de la demanda, contrariamente a Estados Unidos? ¿No será que una definición demasiado estrecha del arte frena la producción y la difusión de las obras en la era de la economía inmaterial y global? ¿No será que una jerarquía cultural demasiado rígida, demasiado sofisticada, hecha de distinciones y de rechazo de lo comercial, se ha vuelto inoperante cuando los géneros se mezclan en todas partes y cuando, de Mumbai a Río, ya no hay una sola definición de la cultura? ¿No será que una separación excesivamente estricta entre las culturas clásicas y las técnicas está superada en la era de Internet? Las industrias creativas y la globalización de los contenidos se preocupan poco de esas jerarquías y de esas distinciones: no están ni a favor ni en contra del arte, simplemente no tienen opinión. ¿Debe la cultura, para ser valorizada, estar necesariamente «fuera» de la economía y del mercado? En la propia Europa, ¿no hay acaso sectores enteros del arte regidos y producidos por el mercado (una gran parte del cine, de la edición, de la música, pero también del arte contemporáneo)? Así pues, el mercado en sí quizás no sea ni bueno ni malo para la cultura. Depende. Habría que analizar estas cuestiones de una forma menos ideológica de lo que se hace actualmente. Las industrias creativas valoran los números, no las obras, y no se discute con Billboard, Variety o con Nielsen Soundscan. Los europeos harían bien en reflexionar sobre estos cambios de paradigma.
El cuarto problema de Europa es la masa crítica y la ausencia de un verdadero mercado interior. Gracias a una zona ampliamente unificada de 300 millones de habitantes y a una lengua común, el mercado interior estadounidense es potente; esta masa crítica también existe en China, en India, en Brasil, y quizás en los países árabes, pero no existe en Europa, ni en el sudeste asiático, ni en América Latina, por la diversidad de naciones que las componen y las diferencias de lengua y de cultura. Al carecer de una masa crítica, de unidad lingüística, de un mercado interior coherente y de crecimiento económico, Europa no es un continente sino una sucesión de mercados nacionales que culturalmente dialogan poco entre sí.
El último problema para Europa, tal vez el más grave y el que sin duda la distingue de Estados Unidos y también del mundo árabe, probablemente de África y quizás incluso de Asia, es la desaparición de su cultura común. Si miramos con atención las estadísticas culturales en Europa, constatamos que cada país logra proteger bien su música y su literatura nacionales, a veces su cine y a menudo sus programas de televisión, pero el resto de los contenidos no nacionales cada vez es más estadounidense y menos europeo. Parafraseando un célebre dicho de Thomas Jefferson, es como si cada europeo ahora tuviese dos culturas: la de su propio país y la cultura estadounidense. Por supuesto hay excepciones, como Luc Besson y Pedro Almodóvar, pero ¿cuántas? Me parece, pues, que el problema no es tanto la existencia de una cultura estadounidense dominante como la desaparición de una cultura común europea. ¿Cómo se ha llegado a eso?
Este libro ha propuesto pistas para responder a esta pregunta a través de la comparación internacional. Esta comparación nos permite ver la debilidad de las universidades europeas, que no garantizan el trabajo de experimentación en la cultura y no tienen lazos con las industrias, la fragilidad de los grandes grupos mediáticos europeos, la ausencia de redes de televisión comunes, el retraso tecnológico y la insuficiencia de la innovación, la desconfianza repetida respecto a Internet y a lo digital, la emigración a Estados Unidos de los creadores más innovadores y el rechazo frecuente de las culturas producidas por los inmigrantes y sus hijos. Si hubiera que defender una única opción, ésta sería dar una oportunidad a los europeos hijos de la inmigración, por ejemplo los procedentes del Magreb (en Europa del Sur y en Francia), de Turquía (en Alemania), de Pakistán (en el Reino Unido), de África o de Europa Central y Oriental. Este realce de la diversidad cultural, real y concreta, en el territorio europeo debería ser una prioridad. Así sería posible revitalizar la cultura del Viejo Continente, permitir que Europa volviera a ser una sociedad dinámica, una sociedad menos estática y más abierta al mundo. Es una paradoja, en efecto, además de una hipocresía, ver que los países europeos emplean como un mantra el discurso a favor de la «diversidad cultural» en los foros internacionales de la OMC y la UNESCO, pero que luego la defienden tan poco en sus propios territorios. Lo contrario, justamente, de lo que hace Estados Unidos.
En el fondo, la Europa de los veintisiete acumula los problemas de Asia (una lengua dominante que todo el mundo rechaza, aquí el inglés, allí el mandarín o el hindi), los problemas de América Latina (una cultura popular común débil en el subcontinente) y los problemas de los países árabes (vivas tensiones en el interior sobre los valores comunes). Pero estas debilidades no se ven compensadas, como en Asia, por el dinamismo demográfico y económico, o como en Brasil, por la juventud y la vitalidad del país, o como en el Golfo, por unos recursos financieros inagotables. Frente a estos jóvenes países que despiertan, la «vieja Europa» parece inevitablemente dormida.
En esta nueva geopolítica del conjunto de los contenidos, podríamos explorar otros muchos filones que superan el marco de este estudio. Habría que profundizar, por ejemplo, en la cuestión de la búsqueda de una identidad cultural en Rusia, en el margen de las fronteras actuales de Europa, y ver cómo éstas pueden verse afectadas; habría que estudiar el papel específico del Reino Unido, un país anglófono y europeo, que tiene unos vínculos fuertes y ambivalentes con Estados Unidos y que influye singularmente por su música y la BBC, pero no por el cine; habría que estudiar la búsqueda de identidad de México y su influencia sobre el cambio de cultura en Estados Unidos; también son interesantes los nuevos flujos de contenidos entre Australia y China, así como el papel decisivo que desempeñará Indonesia entre Asia y Oriente Medio. He aquí algunas pistas para futuras investigaciones.
Para terminar, me gustaría decir unas palabras sobre el centenar de países totalmente «dominados» y que están sometidos a los contenidos culturales producidos por los demás. Por no hablar de Mongolia, Camboya, Paraguay o Corea del Norte, me bastó pasar una semana en Vietnam o en Camerún para hacerme una idea de esa desigualdad cultural. En el nuevo orden cultural mundial, en esta nueva cartografía de los equilibrios mundiales, hay países totalmente tachados del mapa de los intercambios de contenidos que se contentan con importar las imágenes y los sonidos de otros. No producen apenas y no exportan nada. Esta dominación no impide que haya una creatividad local muy rica, como pude ver en Yaundé o en Hanoi, pero estos países están excluidos del diálogo cultural mundial. ¿Cómo hacerlos entrar en el juego de los intercambios de contenidos? ¿Cómo llamar la atención sobre su cultura? ¿Cómo contribuir a darles voz? Son preguntas difíciles en las cuales influyen sin duda el debate sobre la diversidad cultural y los cambios que se han producido en la economía inmaterial global, aunque no sean éstos los únicos elementos.
El conjunto de estas mutaciones geopolíticas se amplifica por la desmaterialización de los contenidos y la entrada en la era digital. Este estudio, cuyo tema principal era la producción y la difusión de la información y la cultura mainstream en el mundo, también es pues, de alguna forma, constante e inevitablemente, una obra sobre Internet y sobre el futuro de las industrias creativas en la era de lo digital. Ambos fenómenos, el de la cultura de masas globalizada y el de Internet, se observan paralelamente ya que en ambos casos las fronteras desaparecen. La gran novedad de principios del siglo XXI es la conjunción de estos dos fenómenos. Durante siglos, los bienes culturales han transitado por las carreteras, los puertos y los aeropuertos; para difundirlos se necesitaba tiempo, aranceles y comercio al por menor. Actualmente, la cultura transita por las autopistas de la información, una expresión que por otra parte ya está quedando obsoleta. Todo se acelera y nada será como antes.
Podemos decir incluso que lo que caracteriza a las industrias creativas, respecto al arte o al deporte, por ejemplo, es el hecho de que son vulnerables y susceptibles de ser engullidas por lo digital. Este libro describe el proceso en el que estamos inmersos. Durante mi encuesta, todos mis interlocutores de los cinco continentes me han transmitido su optimismo, sus inquietudes y sus hipótesis.
Ya tenemos una idea bastante precisa de lo que ha ocurrido, y adivinamos lo que a corto plazo va a ocurrir: la muerte del CD y del DVD, la desaparición de las cadenas hi-fi y de los lectores de CD, la muerte de las tiendas de discos y de vídeos, la difusión digital de las películas sin bobinas y sin transportes, la generalización del cine digital y del 3D, la atenuación de la diferencia entre la televisión hertziana, el cable e Internet, el auge del libro electrónico, que conquistará su aura y su legitimidad científica, la digitalización por Google de los libros que vayan cayendo en el dominio público, así como de los fondos huérfanos y probablemente de los fondos sujetos a derechos con el permiso de los editores, la digitalización de todos los archivos. Más globalmente, estamos asistiendo también a la toma de poder por parte de las redes y los distribuidores sobre los contenidos, unas redes que han abandonado su neutralidad histórica sobre lo que transportaban y ahora quieren tener sus propios contenidos, como demuestra, entre otros ejemplos, la compra reciente de NBC-Universal por Comcast. Este destino de las industrias creativas en la era de la reproducción digital está escrito.
Pero ¿qué pasará realmente a medio y largo plazo? ¿Seguirá habiendo salas de cine? ¿Cuál será el futuro de las televisiones generalistas y las radios después de la muerte del tuner, quizás del televisor, y la generalización del modelo on demand en lugar del flujo, cuando los podcasts y la match up TV sean la regla? ¿Cuál será el futuro del periodismo tras la muerte de la prensa diaria en papel? ¿Asistiremos a la evolución masiva del libro hacia lo digital y la lenta agonía de las librerías y los quioscos de periódicos que esto provocará? ¿Invadirá el silencio las bibliotecas cada vez más inútiles y abandonadas por el público? ¿Cuál será el futuro de los editores si ya no hay librerías, si las bibliotecas están vacías y los libros de papel se han convertido en una rareza? ¿Cuál será el futuro de los ordenadores de escritorio si dominan los portátiles y los smart phones y todo está almacenado «en las nubes» (cloud computing)?
Mis interlocutores me han comunicado sus hipótesis. Un escenario posible, por el cual apuesta la mayoría de los entrevistados, consiste en pensar que Internet es una revolución que desembocará en el statu quo ante. Se seguirá escuchando música y radio, se leerán libros y periódicos, y se verán películas, aunque estén digitalizadas. Que esto se haga en Internet o en un smart phone no afectará en profundidad a los medios y los modos de lectura. Lo único que hará falta es construir un modelo económico, pero esto se hará. Como muy bien han descrito los historiadores, la industria del disco rechazó violentamente la llegada de la radio en la década de 1920, la industria del cine denunció la llegada de la televisión a principios de la década de 1950, y luego del magnetoscopio en la década de 1980, pero todos aprendieron a convivir, y les fue incluso mejor que antes. Lo mismo pasará con Internet: después de un largo periodo de adaptación, inevitable, las industrias creativas vivirán tan bien con la difusión digital como antes.
Otros escenarios, descritos por algunos de mis interlocutores, son más radicales. Tienen en cuenta los cambios fundamentales provocados por Internet, como la participación, la hibridación cultural, la contextualización de Google, las redes sociales, la agregación de los contenidos, la desintermediación, los intercambios peer to peer y la cultura basada en compartir, la web 2.0 y la cultura de la movilidad. Según esto, el copyright quedaría obsoleto, los intermediarios serían inútiles, los críticos perderían su razón de ser y todo el proceso de selección y distribución de la cultura y de la información sería prescindible. Se puede imaginar todo. Resultaría fundamental aquí la cuestión de la piratería y la necesaria remuneración de los creadores.
Algunos de mis interlocutores creen que no estamos sino al principio de una larga revolución mucho más fundamental aún: la transformación total de la cultura y de la información en la era de la reproducción digital. No sólo es un cambio cultural importantísimo, dicen, sino un cambio de civilización. El objeto disco y el objeto libro desaparecerán, pero con ellos desaparecerá también la idea misma de libro y de disco; el concepto de radio y de televisión y la prensa desaparecerán también; el blog, el post, el hipertexto, lo colaborativo y los contenidos denominados U-GC (por User Generated Content, que no serán sólo vídeos de bulldogs haciendo skateboard) son los que anuncian lo que va a pasar, algo que todavía nos resulta inimaginable.
¿Qué ocurrirá con la cultura mainstream en la era digital? Aquí también las hipótesis difieren. Muchos creen que en vez de una difusión masiva y uniforme asistiremos a la victoria del modelo por cable (y el narrow casting) sobre la televisión hertziana mainstream (y el broadcasting). Se producirán una segmentación por géneros en la música, una división por públicos potenciales en la edición y una hibridación en la producción de Internet. Los contenidos se distribuirán en tantos nichos como públicos. Si esta hipótesis de la fragmentación se cumple, asistiremos a un debilitamiento de la cultura mainstream y tal vez como consecuencia a un debilitamiento del entertainment estadounidense.
Yo no creo en ese escenario. Paradójicamente, la reproducción digital e Internet han reforzado el mainstream más de lo que lo han fragilizado. Hoy si los productos de nicho efectivamente se multiplican, los blockbusters y los best sellers también tienen más éxito que nunca. En vez de desaparecer, los fenómenos de syndication se extienden, a veces más allá de las fronteras. Los internautas también migran de la teledescarga al streaming, confirmando que Internet es menos un contenedor que un medio en el que vuelve a plantearse el problema de la editorialización. El público desea muchas veces compartir en masa la misma cultura popular, comulgar colectivamente. No porque el abanico sea más amplio prefiere el público los productos más oscuros; al contrario, elige a la vez los productos de nicho que lo acercan a sus propias microcomunidades y los más mainstream, porque lo conectan con lo colectivo. El mundo digital, más aún que el mundo analógico, es hit driven: el éxito refuerza el éxito. Existe un fenómeno curioso, al que llamaré «efecto Robin de los Bosques invertido» de Internet: el que más tiene se ve reforzado y el que menos tiene, debilitado. Sin duda estas tendencias aún no están estabilizadas, y los pronósticos a medio plazo son difíciles. Pero creo que Internet y el mainstream se completan: participan de un mismo movimiento que es el de la difuminación de las fronteras y la globalización de los contenidos que le hablan a todo el mundo en el mundo entero. Sobre todo confirman el predominio de los Estados Unidos que, en California justamente, albergan Hollywood y el Silicon Valley, las máquinas de producir el entertainment mainstream y las start up del Internet globalizado.
Como al comienzo de toda revolución, no percibimos todavía las formas del mundo que está por venir, porque estamos demasiado asustados por lo que vemos desaparecer ante nuestros ojos, sentados en medio de los escombros del mundo del pasado e incapaces de imaginar el mundo que nos espera. Bajo nuestros pasos se abren las extraordinarias posibilidades de las redes, Y muchos de mis interlocutores creen que YouTube, Wikipedia, Flickr, Facebook, Twitter, el Kindle, el iPod, el iTunes, el iPhone y el iPad, y sus innumerables sucesores futuros, inventan nuevas formas culturales y nuevos medios que transformarán en profundidad la naturaleza misma de la cultura, del arte, de la información y del entertainment, que por cierto quizás un día se confundan. Es difícil decir si estamos al inicio del proceso o en mitad del vado.
En todo caso, ahí estamos. En medio de una revolución cuyo final no conocemos. A la economía de las industrias creativas, que ya es difícil de analizar, Internet añade la imprevisibilidad del porvenir, lo cual acentúa en unos la sensación de peligro y en otros el deseo de aprovechar estas nuevas oportunidades. Esta es la paradoja que sentí sobre el terreno. La entrada en la era digital parece una situación incómoda para mis interlocutores europeos y estadounidenses; pero es vivida con gran alegría por los indios, los chinos, los brasileños y los saudíes que he entrevistado. Aquí, es fuente de preocupación y de miedo; allí, está henchida de oportunidades y ofrece unas posibilidades inauditas de acceso al mundo. Aquí, se habla de proteger la cultura del pasado y de límites que hay que fijar; allí, se quiere inventar la cultura del mañana y se habla de libertades que hay que extender. Aquí, se habla de libros y de CD, es decir, de productos culturales; allí, se habla de flujos y contenidos, es decir, de obras desmaterializadas y de servicios. Porque de esto se trata, de cambiar una cultura de «productos» por una cultura de «servicios» y de flujos. Y si el mundo antiguo se desploma, los jóvenes directivos de las industrias creativas de los países emergentes están ahí, dispuestos a construir el mundo nuevo que no se hará, repiten, sin ellos. En Río, México, Mumbai, Yakarta, Hong Kong y Seúl, igual que en Beirut y Riad, los actores ya están dispuestos y no faltarán a la cita, ellos que durante tanto tiempo han sido dominados por nuestros productos culturales y que ahora quieren difundir sus servicios por todo el mundo. Como no tenían nada, lo digital no les puede quitar nada; creen que se lo dará todo.
Estas dos formas de ver resumen este libro y anuncian el mundo en el que estamos entrando. La globalización de los contenidos se ha multiplicado con la revolución de Internet. La cultura mainstream se amplifica, pero ahora ya hay varios mainstream, en función de las regiones y de los pueblos: un mainstream «a la turca» en Estambul, un Bollywood massala en India, una «fusión» en el sudeste asiático, un mainstream «animado» en Japón, un mainstream «imperialista» en China dispuesto a no dejarse avasallar por los imperialismos competidores, y un mainstream «panárabe» en Oriente Medio, entre otros. La diversidad cultural se convierte en la ideología de la globalización. Las naciones dialogan mucho más entre ellas de lo que se cree, todas luchan por el soft power y, al hacerlo, hablan con sus vecinos, pero también con los estadounidenses. Hay intercambios culturales interregionales, no estrictamente basados en bloques de civilización. Estados Unidos, por ser el mundo en miniatura, porque nadie domina como ellos el entertainment mainstream y son los amos de Internet, seguirá siendo el polo de referencia que se dirige al mundo entero. Los europeos también pueden desempeñar este papel de pivote en el campo occidental o, por el contrario, si la cultura se «descentra» cada vez más de la mirada puramente europea, ser las víctimas de ese nuevo diálogo internacional. Los europeos estarían entonces buzz off, una forma graciosa de decir que su voz sería inaudible en el concierto mediático mundial. Si Europa no reacciona, se verá marginada y, frente a los países emergentes, quedará sumergida. Sería una mala noticia para el Viejo Continente. Pero los europeos se consolarán tal vez, en este nuevo mundo menos eurocentrado, recordando que ellos fueron los defensores de una idea que finalmente toma forma: la diversidad cultural. Porque, en cualquier caso, tanto si los europeos consiguen emerger de nuevo como si quedan anegados, la globalización y la revolución digital están significando un reajuste inevitable en los equilibrios internacionales, incrementando la circulación de la información y haciendo posible a la vez el reforzamiento de las culturas nacionales y la globalización del mainstream.