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16. LA CULTURA ANTIMAINSTREAM EUROPEA

A los 41 años, Jonathan Karp, alias Jon, es la estrella de la edición estadounidense. En una larga sala de reuniones climatizada en la que pueden tomar asiento más de cien personas, Karp me recibe cómodamente instalado y a solas. Es el editor in chief, una especie de director literario, de Random House, la editorial estadounidense más importante (Karp me dice: «la primera editorial del mundo»). Estoy en el número 1745 de Broadway, en Nueva York, en la esquina con la calle 56, a tres manzanas al sur de Central Park. En el inmenso vestíbulo de la Random House Tower, la sede del grupo, hay miles de libros expuestos en unos cubos de cristal apilados hasta el techo, lo cual ofrece un panorama espectacular de la producción editorial de la casa. El más conocido de estos títulos —60 millones de ejemplares vendidos en 44 idiomas— es El Código Da Vinci de Dan Brown.

«Publicamos entre 3.000 y 5.000 libros al año —me dice Karp, con una precisión desconcertante—. Somos una editorial mainstream y lo que nos importa son los best sellers». Jonathan Karp persigue sobre todo los instant o runaway best sellers (los que despegan inmediatamente) y los coast to coast bestsellers (los que gustan a todo el mundo, a ambos lados de Estados Unidos). Me explica que también publica autores menos conocidos pero de fuerte potencial cuando piensa que su libro puede alcanzar el tipping point (una expresión famosa en la edición estadounidense y los sectores del marketing para designar el punto de inflexión a partir del cual un producto se vuelve deseable para las masas y adictivo). También está atento a los libros que pueden adaptarse en Hollywood y que, por esta razón, a menudo son objeto de una opción de compra por parte de un estudio antes incluso de ser publicados. Pero ni hablar de editar una monografía o un libro sin una verdadera historia: antes que las novels, esas novelas aburridas, prefiere las fictions, y antes que los libros académicos, con una opinión, unos argumentos y un análisis, que deja para las editoriales universitarias, prefiere lo que él llama pop books.

El instinto medio editorial medio comercial de Jonathan Karp y su capacidad para identificar los libros más mainstream de fiction o de narrative nonfiction (un documento o un ensayo que cuenta una historia que los lectores pueden seguir de principio a fin) le han valido los elogios de la profesión. «Yo no me ocupo de los libros editados por el grupo —me explica sin embargo Jonathan Karp—, sino sólo de los que publica específicamente Random House, con su propio sello». De hecho, trabaja para la casa conocida en el mundo editorial como «Little Random», el imprint Random House dentro del grupo Random House.

La industria del libro está organizada, en Estados Unidos como en la mayor parte de los países occidentales, según el sistema de los imprints. Dentro de un mismo grupo, hay distintos sellos, independientes en apariencia y con su propio nombre. En Random House, por ejemplo, hay un centenar de imprints, como Alfred Knopf, Ballantine, Bantam o Pantheon Books, y cada sello publica unos cien libros al año. «En general, el imprint conserva una fuerte identidad editorial: a este nivel es donde se eligen los autores, se coordinan el marketing, la publicidad y las relaciones con la prensa. Los hombres clave de los imprints son los editores. En cambio, todo lo que tiene que ver con el back office es gestionado por Random House, la casa madre». Lo que Karp denomina el back office comprende la producción, la impresión, la distribución, las ventas, el almacenamiento de los libros, la contabilidad, los asuntos jurídicos y los derechos derivados (ventas al extranjero, plataformas digitales, ventas a e-books y Kindle, adaptaciones audiovisuales). «A nivel de la casa madre, los hombres clave son los numbers people, los que se ocupan de los números», continúa Karp. Este sistema mixto, según dicen en Estados Unidos, favorece la libertad de creación y la diversidad de los títulos en el imprint, y las economías de escala, combinadas con la distribución masiva, en el grupo. Por un lado, la casi autonomía de una start up; por el otro, el poderío de una multinacional. Esta forma de funcionar, característica de todas las industrias creativas, también la encontramos en las majors de la música con los labels. (Columbia Records, Arista o RCA son labels de Sony, por ejemplo) o en las «unidades especializadas» de los estudios de Hollywood (Focus Features en Universal, New Line Cinema en Warner). Y todos los grupos editoriales estadounidenses tienen sus imprints, como Simón & Schuster o The Free Press de Viacom, y HarperCollins de News Corp.

Desde que le entrevisté por primera vez, la estrella de la edición estadounidense, Jonathan Karp, que ha estado en Random House durante 16 años, ha dimitido para pasar al grupo competidor, la rama editorial Warner Books del gigante Time Warner. La sede del grupo está más al sur, en el número 1271 de la Avenue of the Americas, en la misma torre que la revista Time. Karp es ahora el presidente de un nuevo imprint que ha creado él: Warner Twelve. «Publicamos demasiados libros y no tenemos tiempo de ocuparnos de ellos. De ahí el nombre de este imprint, en el que ahora sólo publico doce libros al año», me explica hoy Jon Karp.

Así funciona la edición estadounidense. Con todo, ninguna de estas dos joyas de la corona de la edición del otro lado del Atlántico, ni Random House ni Warner Books, es estadounidense. Random House, la primera editorial de Estados Unidos, pertenece al gigante alemán de los medios Bertelsmann. En cuanto a Warner Books, la editorial fue adquirida en 2006 por el holding francés Hachette Book Group (Lagardère), y el sello Warner Twelve de Jonathan Karp se llama ahora simplemente Twelve, Dos de las principales editoriales estadounidenses son de hecho europeas.

«Estamos muy descentralizados. Intentamos encontrar sinergias pero la edición sigue siendo un oficio muy artesano. La competencia interna es sana», me explica Arnaud Nourry, el presidente ejecutivo de Hachette Livre. Por su parte, Axel Gantz, un editor de éxito y uno de los representantes de Bertelsmann en Francia, al que entrevisto largamente en un tren de alta velocidad, me lo confirma: «Bertelsmann tiene la filosofía de la descentralización total, todas las decisiones se toman al nivel de los que tienen las responsabilidades». En Alemania, en la sede de Bertelsmann, donde se niegan a recibirme y donde las pocas personas a las que pregunto se expresan a condición de conservar el anonimato, me explican que «Bertelsmann es una multinacional muy deslocalizada, pues cada unidad tiene una libertad total para llevar su negocio; sólo se coordina la estrategia y la política de inversiones». La casa madre Bertelsmann, gestionada por una fundación familiar y que no cotiza en bolsa, no pretende ni controlar ni coordinar la política editorial de Random House, como tampoco dirige los programas de RTL, Channel 5, M6 o Fun Radio, que pertenecen igualmente al grupo. «El verdadero jefe de Bertelsmann durante casi sesenta años, Reinhard Mohn, recientemente fallecido, encarnaba una especie de supervivencia del modelo capitalista renano: familiar y regionalizado. Cada rama es por tanto muy autónoma y cada empleado es responsable, gracias a una cultura del partenariado entre la dirección y los trabajadores», me explica uno de los miembros del consejo de vigilancia de Bertelsmann. Aunque no he tenido confirmación de este modelo salarial idílico sobre el terreno, es cierto que en las ramas del grupo que he visitado en Praga, París y Nueva York la descentralización es mucha. «No tenemos que pedir luz verde a Bertelsmann. No nos controlan en cuanto a la edición, ni en cuanto a nuestras decisiones comerciales, sino sólo en cuanto a resultados y cifras de ventas», me confirma en Praga Jan Knopp, el responsable de marketing de la editorial Euromedia, que pertenece a Bertelsmann.

Por eso los libros y las revistas editadas por Bertelsmann, la música comercializada por su filial BMG Publishing, los programas de televisión y de radio del grupo no son alemanes, y a menudo ni siquiera son europeos. Random House es una editorial plenamente estadounidense.

La Europa de los veintisiete es un continente vasto y extraordinariamente diverso que merecería todo un libro en lo que a sus medios y a su cultura de entretenimiento se refiere. Habría que describir el papel crucial de la BBC en el mundo, y el imperio Berlusconi en el contexto italiano, analizar en detalle las multinacionales francesas Vivendi y Lagardère, las británicas EMI y Pearson, el grupo español Prisa, el portugués SIC, el rumano CEM y tantos otros. Por una parte, he realizado la encuesta en estos distintos grupos pero su descripción, repetitiva y ya leída en otras obras, sería fastidiosa. Por eso prefiero dedicar este capítulo final europeo a una visión más sesgada, menos convencional y más impresionista, articulada en torno a cinco relatos: las paradojas del éxito del videojuego francés; el retorno de los checos a Europa; las tensiones culturales en Bélgica; el papel de Londres y París como capitales de la música africana; y finalmente, en los confines del continente, las expectativas europeas de Turquía, que se debate entre la americanización y la islamización.

Cada uno de los países europeos aislado tiene poco peso en el flujo de contenidos internacionales, aunque el Reino Unido, Alemania y Francia aparezcan en él. Pero la Europa de los veintisiete es fuerte: ocupa el segundo puesto, por detrás de Estados Unidos, en cuanto a exportaciones de contenidos. Sobre todo, los europeos intercambian productos e información entre ellos, y de forma significativa, dando una consistencia real al mercado interior del entertainment europeo. El éxito, sin embargo, no pasa de ahí. Las importaciones europeas de contenidos, sobre todo procedentes de Estados Unidos, superan a las exportaciones, lo cual hace que la balanza de pagos europea sea muy deficitaria en materia de cultura y de información (en cambio para los estadounidenses es excedentaria). Y las estadísticas muestran un declive sostenido de las exportaciones de música, de programas televisivos y de películas europeas (el libro resiste mejor) desde hace unos diez años a un ritmo del 8 por ciento negativo anual. Frente a la Europa de los veintisiete, los cincuenta estados norteamericanos conocen una progresión en estos mismos sectores de alrededor de un 10 por ciento anual. A grandes rasgos, Europa, cuya difusión disminuye, se ha convertido en el primer importador de contenidos del mundo, mientras que Estados Unidos, cuya difusión se expande, es con gran diferencia el primer exportador de imágenes y sonido, y esas exportaciones van en primer lugar a Europa. ¿Cómo se ha llegado a eso? A esta pregunta trata de responder el presente capítulo.

EL ENGAÑOSO ÉXITO DEL VIDEOJUEGO EUROPEO

Zhabei. Cuando quise saber dónde se desarrollaban los juegos Tigre y dragón y Brothers in Arms del estudio francés Ubisoft me enviaron a esta dirección. A primera vista, el nombre de Zhabei ya me pareció raro. ¿En qué distrito de París o en qué ciudad de provincias podía estar ese Zhabei?

Ubisoft es uno de los gigantes del videojuego y es europeo. Sus beneficios van en aumento, como los de sus competidoras, la estadounidense Electronic Arts y los estudios Blizzard y Activision (los dos últimos pertenecen ahora al gigante francés Vivendi). Este éxito económico de los videojuegos se explica sobre todo por el auge de los juegos en Internet, los abonos para los productos multijugadores y la conexión total de las consolas de nueva generación a Internet. La Xbox 360 (de la estadounidense Microsoft), la PlayStation 3 (de la japonesa Sony) y la Wii (de la japonesa Nintendo) son verdaderos productos multimedia. Ante el éxito de los juegos de Ubisoft y de Vivendi Games, quise comprender el secreto del french touch en el videojuego, en el que las empresas francesas son ahora líderes mundiales. Y fue así como descubrí Zhabei.

Zhabei es un barrio del norte de Shangai, una zona industrial high tech conocida con el nombre de Shanghai Multimedia Valley. ¿Una Silicon Valley en miniatura que está preparando el futuro de un país mastodóntico? No, una ilustración concreta de la deslocalización de las industrias creativas europeas en China.

Rodeado por Marsupilami, el tigre mono de peluche, y por el perro amarillo de Martin Matin, Zhang Ian Xiao es el presidente de Fantasia Animation, una sociedad privada de producción de películas de animación, de dibujos animados y de videojuegos en la que me encuentro un poco por error, justo antes de ir a Ubisoft. La pasión de Ian Xiao, que fue director de la muy oficial Shanghai Television, siempre ha sido la animación y el «deporte electrónico» (entiéndase: el videojuego). «El nombre de mi sociedad es una mezcla entre la palabra “fantasía” y la palabra “Asia”», me explica Zhang Ian Xiao en su despacho de Shangai. Fantasia Animation realiza los dibujos animados y los juegos por cuenta de muchos productores y editores europeos.

A unos cien metros de Fantasia Animation están Magic Motion Digital Entertainment, uno de los más importantes estudios de animación en 3D de China; Game Center, una de las principales empresas de videojuegos de la región; y, un poco más allá, el anexo offshore de la francesa Ubisoft. Allí desarrollan videojuegos como Tigre y dragón o Brothers in Arms.

«Aquí los empleados están muy bien pagados, mejor que en ningún otro sitio de Shangai —me explica un responsable del estudio—. Ganan entre 1.500 y 10.000 yuan RMB al mes (150-950 euros). Es el doble de un salario normal para este tipo de empleo en Shangai. Pero en euros es menos que el salario mínimo en Francia o en Estados Unidos, y sin cargas sociales». (Cuando pregunto a varios empleados sin la presencia del patrón me dicen que el salario medio es inferior a los 4.000 yuan RMB, es decir, unos 400 euros al mes). El éxito comercial de Fantasia Animation, Magic Motion, Game Center o el anexo chino de Ubisoft se explica por esa mano de obra a la vez altamente cualificada y formidablemente barata, cosa que a los europeos les encanta. Como se necesita mucho «tiempo humano» para producir una película de animación o un videojuego, incluso en nuestra era digital, las sociedades occidentales, que mantienen el control aguas arriba sobre los guiones y aguas abajo sobre el marketing, subcontratan totalmente el resto, es decir, toda la producción de sus películas y sus juegos, a sociedades chinas como las que visito en Zhabei.

Paseando por los locales de Ubisoft y de Fantasia, veo a centenares de jóvenes chinos agolpados en antiguos almacenes, que parecen al mismo tiempo destartalados, a juzgar por el estado general de los edificios, y ultramodernos, habida cuenta del número y calidad de los ordenadores. En cada sala, en cada piso, ingenieros, técnicos, guionistas, animadores y compositores de imágenes dibujan, colorean, inventan. No parecen apasionados ni entusiastas. En vaqueros y zapatillas Nike, todos tienen menos de treinta años. Cada uno en su «cubículo», a la vez con los demás en open space y en su burbuja, escuchando rap estadounidense o pop en mandarín en un iPod, con una Coca-Cola Zero en su mesa de trabajo minúscula y bien iluminada.

En Fantasia Animation me acompañan a visitar una oficina llamada «zona», donde los jefes de proyectos están en contacto con sus comanditarios europeos a los que, a medida que van adelantando, someten en inglés las producciones para su aprobación: están colgados del teléfono a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde para adaptarse al desfase horario. En Ubisoft, este diálogo internacional también existe, pero me sorprende que tenga lugar no hacia el oeste y hacia Europa, sino hacia el este al otro lado del Pacífico: los jefes de proyectos reciben sus órdenes en inglés estadounidense y los pliegos llegan regularmente por Fedex Worldwide de Estados Unidos. Todo el mundo trabaja «a la americana». Acabo de descubrir que los comanditarios de Ubisoft, un estudio que sin embargo es francés, no están en París sino en Norteamérica (en Vancouver, en Montreal y en Quebec en Canadá, así como en Texas y Carolina del Norte en Estados Unidos). Por otra parte, los éxitos recientes de Ubisoft son caricaturescamente estadounidenses: Assassin’s Creed 2, Avatar, por no mencionar las adaptaciones y videojuegos de las novelas de Tom Clancy. En cuanto a Prince of Persia, un juego basado en los cuentos de Las mil y una noches, Disney lo llevó a la pantalla en 2010.

El french touch en el videojuego es pues muy relativo. Como Bertelsmann con la editorial Random House o Sony con la major Columbia, los franceses son los dueños de los estudios de videojuegos probablemente más importantes, pero eso no los convierte en videojuegos franceses. Y lo que es cierto para Ubisoft aún lo es más para la major francesa Vivendi Games, que adquirió en 2007 el gigante estadounidense Activision y el estudio californiano Blizzard (editor del famoso juego «masivo multijugador» World of Warcraft. Desde entonces, Vivendi es líder mundial del videojuego. Pero, ¿son por eso sus contenidos franceses, o por lo menos europeos? «Todos nuestros juegos son inventados, desarrollados y comercializados en Estados Unidos —me confirma un responsable de Blizzard entrevistado en Irvine, cerca de Los Ángeles—. El hecho de pertenecer a una multinacional francesa no tiene ninguna consecuencia en los productos que elaboramos. Si acaso, los juegos tienen una sensibilidad asiática, pues muchos de estos juegos se producen en Asia, pero en ningún caso tienen una sensibilidad europea. Además, no sé qué podría ser eso». Blizzard tenía un estudio en Francia antes de ser adquirido por Vivendi; desde entonces, lo ha cerrado.

Ese mismo día en Zhabei, más tarde, me invitan a comer con los equipos de Fantasia, Magic Motion y Ubisoft. Intento comprender el estatus jurídico de esas sociedades offshore, pero no logro captarlo. Al principio de la comida me explican que son sociedades «privadas»: o sea que la «economía socialista de mercado» china es en primer lugar un capitalismo. Poco a poco, voy comprendiendo que estas sociedades «también» dependen del Shanghai Media Group, un inmenso conglomerado público que cuenta con decenas de televisiones y radios de Estado y estudios de cine que pertenecen a la ciudad de Shangai. La «economía socialista de mercado» china es por lo tanto también un centralismo autoritario socialista, ¿Privadas? ¿Públicas? Insisto para entender los lazos que unen a esas empresas y cómo pueden existir las transacciones financieras, que imagino que son sustanciales, con Europa y Estados Unidos. En China hay que saber esperar y volver a formular la misma pregunta varias veces, en todas las etapas de una conversación, sin insistir pero sin cejar en el empeño, hasta obtener por fin una respuesta. Al final de la comida, mis interlocutores me explican que en efecto cada una de esas empresas hermanas funciona con sociedades «pasarela» que tienen su sede en Hong Kong y que son las que se ocupan de las transacciones financieras. «Para que entre el dinero, la sociedad y la banca de Shangai funcionan bien; pero cuando necesitas que salga, para comprar material, invertir o hacer coproducciones, hay que pasar por la sociedad de Hong Kong». No obtendré más detalles sobre los lazos entre las sociedades públicas chinas y sus sociedades pantalla en Hong Kong. Pero comprendo que para asegurar los fondos, eludir las limitaciones que Beijing pone a los movimientos de capitales internacionales y efectuar transferencias internacionales importantes, Hong Kong resulta imprescindible.

Al abandonar Zhabei y el Shanghai Multimedia Valley, me encuentro con un grupo de mujeres mayores que parecen estar en una pobreza extrema y se manifiestan pacíficamente. Le pregunto a mi traductora qué pone en las pancartas y qué es lo que reivindican. Cada día, estas mujeres vienen a manifestarse delante de los locales modernos de las sociedades prooccidentales. ¿El motivo? Estas empresas se construyeron sobre su pueblo, sobre sus tierras. Las echaron. Piden una reparación y una compensación económica. Desde hace meses, unas mujeres mayores y pobres se manifiestan así, en medio de un silencio general y un frío glacial y seco. Son las víctimas colaterales de las deslocalizaciones europeas.

¿UNA CULTURA PANESLAVA EN EUROPA CENTRAL?

Aunque produzcan videojuegos con Ubisoft o Activision, aunque publiquen libros con Random House o Hachette Book Group, aunque difundan música con EMI (major del disco que pertenece a varios fondos de inversión británicos) o con Universal Music (que pertenece a la francesa Vivendi), los europeos raras veces producen cultura mainstream «europea». En el mejor de los casos, estas multinacionales alemanas, francesas o inglesas producen, a menudo con éxito, bienes y servicios «nacionales» para su mercado interior, que apenas exportan, ni siquiera en Europa; el resto del tiempo lo que fabrican para el mercado internacional es simplemente un entertainment mainstream americanizado. Y cuando viajas a América Latina, a Oriente Medio o a Asia y hablas con los representantes locales de las majors europeas de la música EMI y Universal, te sorprende oír que todo lo que tiene que ver con el aspecto artístico se trata en las oficinas de Nueva York, Miami o Los Ángeles, casi nunca en las de París o Londres. Por ejemplo, Pascal Gaillot, el director de la major inglesa EMI en Oriente Medio y Norte de África, al que entrevisto en su despacho de Dubai, me lo confirma: «Dependo de Londres para las cuestiones financieras pero de un estadounidense, Billy Mann, el director A & R de EMI, que está en Nueva York, para todas las cuestiones artísticas». Y Gaillot me explica que, salvo para la música estrictamente británica, todas las decisiones artísticas de EMI se toman en Nueva York, tanto en lo relativo a América Latina como a Asia, Oriente Medio, África y Europa. En París, Pascal Nègre, el poderoso presidente ejecutivo de Universal Music France, reconoce que la sede del grupo está en Nueva York. ¿Por qué? «Es muy sencillo: porque Estados Unidos es el mercado más importante para la música. Al mismo tiempo, Universal es una major francesa, pues su accionariado es francés», me explica Nègre. Su colega, José Eboli, el presidente ejecutivo de Universal Music Brasil, interrogado en Río, me confirma que las decisiones artísticas para Brasil se toman en Miami, y luego en Nueva York. Las majors del disco son europeas, sí, pero las decisiones artísticas se toman en Estados Unidos.

Para comprender esta situación y la fragilidad de la cultura «común» de los europeos, he estudiado lo que ocurre en Praga, Londres, Roma, Madrid, Bruselas y Copenhague. Y en todas partes he visto un poco lo mismo: una cultura nacional fecunda, con frecuencia de calidad, a veces popular, pero que no se exporta; y frente a ella, una cultura estadounidense omnipresente que constituye el «resto» de la cultura. No hablo aquí del arte ni de la cultura histórica, y menos de los valores que la cultura comporta; hablo de los productos culturales, de la cultura de masas, de la cultura de los jóvenes. Esta cultura europea común ya no existe. La única cultura mainstream común a los pueblos europeos es la cultura estadounidense.

«Antes de la revolución y de la caída del comunismo en 1989, aquí estaba prohibido ver una película estadounidense. Hoy ocurre casi lo contrario: está prohibido no ver una película estadounidense», me explica, autoirónico, Martin Malík, que dirige la oficina de Warner Bros en la República Checa.

Estoy en el número 13 de la calle Soukenická de Praga. En la sede de la Warner, todo el mundo es de nacionalidad checa, pero trabaja para los estadounidenses. Martin Malík: «El box office checo es, como en toda Europa, a la vez nacional y estadounidense. Y si exceptuamos algunas películas concretas, muchas veces alemanas, como Good Bye Lenin o La vida de los otros, el cine europeo en la República Checa apenas existe». Frente a los blockbusters hollywoodenses, el cine nacional aguanta bastante bien. Estos últimos años, la producción checa incluso ha aumentado, y las películas locales alcanzan más de un tercio de cuota de mercado en el box office (en Europa, es la segunda cinematografía que conoce tan buenos resultados en su propio territorio, después de Francia). Mecánicamente, a medida que la producción nacional checa aumenta, la cuota del cine estadounidense se reduce, aunque sigue superando el 50 por ciento y a menudo el 60 por ciento de la taquilla. ¿Cómo se explica el éxito del cine checo? «Nuestro cine es popular gracias a las comedias, y sobre todo a lo que llamamos las teen comedies, que gustan mucho a los jóvenes. Pero a menudo son simples adaptaciones al cine de formatos estadounidenses, una especie de American Pie o de Rent desnaturalizados», me explica la crítica de cine Irena Zemanová. «También existe todo un cine nacional popular que incluye comedias familiares, cine de bulevar, con frecuencia costumbrista y a veces de ambiente rural. Tiene mucho éxito dentro del país, a nuestro presidente nacionalista le encanta, pero es muy anticuado y sobre todo es imposible exportarlo», comenta por su parte Steffen Silvis, el crítico de cine del Prague Post.

La «vuelta a Europa», eslogan de la revolución de 1989, no se ha traducido en el terreno cultural. Salvo con los eslovacos, los checos no intercambian apenas con sus vecinos inmediatos, poco con los alemanes, nada con los polacos y raras veces con sus vecinos más alejados como los húngaros, los eslovenos, los croatas y los rumanos. En cuanto a los actuales dirigentes checos, empezando por el presidente euroescéptico Václav Klaus, se niegan a que la identidad nacional se disuelva en Europa. Antes que la cultura europea, todos tienden a preferir la cultura nacional o, si no hay más remedio, la cultura estadounidense, «A pesar de ser muy nacionalista, al presidente Klaus ya le parece bien la penetración del cine estadounidense: Hollywood vende el sueño americano hecho de individualismo y no de justicia social, de valores familiares y no de fraternidad. Esta es exactamente la política nacionalista de Klaus», me explica en Praga el crítico de cine Michal Procházka. El redactor jefe del Pragae Post, Frank Kuznik, me lo confirma, aunque relativiza algo esta evolución: «En 1989, los checos quisieron unirse a “Occidente”. Veinte años después, se dan cuenta de que “Occidente” no responde a su identidad como tampoco lo hacía el comunismo. Si el presidente Klaus es euroescéptico y proteccionista es porque aspira a una reindigenización de la cultura checa, que ya se está observando en la música y el cine: no es ni una occidentalización ni una americanización, ni un revival del paneslavismo, es simplemente un retorno a la cultura checa. Pero si bien este fenómeno es muy perceptible en las personas que eran adultas antes de 1989, como las que han votado a Klaus, no lo es apenas en los jóvenes, literalmente fascinados por el cine estadounidense». La crítica de cine Irena Zemanová aún es más clara: «Evidentemente, la cultura mainstream en la República Checa es estadounidense y la de los jóvenes está casi totalmente americanizada».

En Europa Central, incluso es probable que la influencia de los estadounidenses sea más fuerte de lo que se cree. Porque los estudios invierten muchas veces en las películas nacionales a través de un sistema sutil de coproducciones, y Praga es, desde 1989, un laboratorio para Hollywood. «Muchas películas checas se producen gracias a inversiones estadounidenses, y esto se nota en los guiones», me comenta Martin Malík, en la sede de Warner Bros en Praga. Como los estudios checos, además, ofrecen una buena relación calidad-precio, las majors estadounidenses también vienen aquí a rodar sus propias películas. Por último, hay que reconocer que aunque el cine checo sea potente dentro del país, es un cine que no se exporta. Como en todas partes, existe un cine nacional, pero the other cinema (el otro cine) sigue siendo estadounidense. «Los checos saben hacer películas para los checos, pero sólo los estadounidenses saben hacer películas para el mundo y para todo el mundo», concluye Martin Malík.

Al cabo de unos días, visito, para recoger otro punto de vista, al principal distribuidor de películas de la República Checa, el gigante local Bonton Film Entertainment. Estoy en la avenida Nádrazní, en la sede del grupo, encima de un enorme centro comercial en un barrio del sudoeste de Praga. Bonton Film fue privatizado cuando la revolución, y desde 1989 desempeña un papel de primer orden en la distribución de las películas tanto nacionales como estadounidenses. «En los grandes mercados, como Alemania o el Reino Unido, los estudios estadounidenses compiten y por lo tanto todos tienen sus propias oficinas. Pero en los países más pequeños, en los llamados «mercados secundarios», como Portugal, Rumania o aquí, son solidarios y se apoyan; han creado joint ventures para distribuir sus películas y pasan por empresas nacionales como la nuestra para estar más pegados al territorio», me explica Ales Danielis, el responsable de la distribución de cine de Bonton Film Entertainment. Danielis distribuye en exclusiva las películas de Universal, Paramount y Fox, mientras que su competidora, Falcon Films, distribuye Disney y Columbia. Pero lo que Danielis no dice es que para tener esta licencia exclusiva renovable cada año se ve obligado a quedarse con todas las películas producidas por los estudios de Hollywood durante un año, los blockbusters por supuesto, pero también las películas menos populares o más mediocres, según el principio del block booking. Este sistema anticompetencia está prohibido en Estados Unidos desde 1948, pero los estadounidenses todavía lo imponen en Europa Central y Oriental.

Con este doble sistema de inversión masiva en coproducciones locales y de saturación del mercado a través de los acuerdos anticompetencia, los estadounidenses tienen la intención de seguir siendo los amos del box office en lo que curiosamente denominan la «zona EMEA». Descubro, en efecto, en un estudio sobre el Global Entertainment de la sociedad estadounidense PricewaterhouseCoopers, que me enseñan en Praga, que vistos desde Estados Unidos todos esos «pequeños países» están catalogados, sin distinción, dentro del mismo grupo EMEA, nada menos que «Europe, Middle-East & Africa». La MPAA también emplea esta categoría.

El poderío de que hace gala Estados Unidos en el cine también lo encontramos en el resto de la cultura mainstream en la República Checa. En la edición, el 60 por ciento de las traducciones lo son de inglés estadounidense. El resto se reparte entre el alemán (20 por ciento), el francés (6 por ciento) y el ruso (2 por ciento). «Traducimos esencialmente del inglés estadounidense y ya casi nada del ruso. Se puede decir que en 1989 pasamos de repente del ruso al inglés», me confirma Denisa Novotna, responsable de la editorial checa Euromedia, que pertenece al gigante Bertelsmann. Y cuando en la plaza Wenceslao visito una de las principales librerías de la ciudad, me sorprende ver de lejos las secciones extranjeras en alemán, en inglés y hasta en francés, símbolos de diversidad cultural aunque sólo en apariencia, porque cuando me acerco a las obras, constato que la mayor parte de estos títulos son idénticos, a menudo best sellers estadounidenses traducidos a diferentes idiomas.

En la música, los grupos anglosajones están igualados con el rock local, cuyo revival se debe principalmente a que antes de 1989 estaba prohibido, pues los cabellos largos asustaban a los comunistas. Pero las salas de conciertos programan poco a los grupos europeos: los cabezas de cartel son checos o anglosajones (entre ellos hay algunos británicos). En cuanto a los programas televisivos, aún están más americanizados, y a menudo consisten en adaptaciones checas de series de éxito y compras de formatos. «Bajo el comunismo, la televisión ponía muchas películas de Bollywood o series hongkonesas, productos baratos y políticamente inofensivos. Ahora, estos productos exóticos están reservados a algún que otro festival, y lo que vemos son sobre todo programas americanizados», me comenta el crítico de cine Michal Procházka.

De hecho, la cultura estadounidense progresa a expensas de la cultura europea y de las «otras» culturas, pero no debilita la cultura checa. «La cultura europea existía y soñábamos con ella antes de 1989. Pero desde la revolución hemos descubierto que eso era una ilusión: actualmente ya no existe una cultura común en Europa Central y Oriental. Todos somos egoístas: intentamos tener una relación específica con Berlín, Londres y Estados Unidos, no con nuestros vecinos. Los checos, que son totalmente ateos, miran a los polacos, que son mayoritariamente religiosos, con aprensión; miran a los eslovacos con odio; con los húngaros no se hablan. ¿Quién quiere ver una película húngara? ¡Nadie! Es difícil constituir una cultura común con unos vecinos si no les hablas. Y los que se benefician de este egoísmo europeo son los estadounidenses», me confirma el crítico de cine del Prague Post, Steffen Silvis.

Lo cierto es que el verdadero perdedor desde 1989 en los intercambios culturales en Europa Central ha sido Rusia. «Lo que ha desaparecido con la caída del comunismo es la cultura “paneslava” —me explica Tomás Hoffman, el director de la productora Infinity—. Ya no tenemos ninguna relación con ellos. Al menos, todos estamos de acuerdo en este punto, tanto los checos como los eslovacos, los húngaros y los rumanos. Ya no queremos oír hablar de los rusos. Ya no nos dan miedo, simplemente no existen. Nos importan un rábano. Rusia ya no constituye una referencia cultural para los checos. El lugar de los coros del ejército ruso ha sido ocupado por MTV Europe».

LA LIBANIZACIÓN DE LA CULTURA EUROPEA

Varias visitas recientes a Bélgica y a la Comisión Europea han sido para mí otra ilustración de las fragilidades de la cultura europea. En materia de entretenimiento, ya no estaba en Bruselas, estaba en Beirut.

En la capital belga, los valones y los flamencos están enzarzados en una guerra de trincheras: los primeros temen al «opresor holandés» (la expresión es una cita exacta de uno de mis interlocutores francófonos de Bruselas), los segundos rechazan una Bélgica que ignora su cultura y su lengua. Por otra parte, uno de los primeros campos que han sido objeto aquí de reparto comunitario ha sido la cultura, y por supuesto no existe un Ministerio de Cultura belga (federal). En su lugar: tres ministerios, uno para los francófonos, otro para los flamencos y uno para la pequeña comunidad de habla alemana; sin contar los ministros delegados para la cultura en la región de Bruselas (uno para los francófonos, uno para los flamencos y uno para los proyectos bilingües). ¡Seis ministros en total!

Al visitar a Alain Gerlache, ex presidente de la RTBF, la radiotelevisión pública francófona, y a Peter Claes, uno de los directores de la VRT, la televisión belga neerlandófona, vi lo que significaba concretamente esta guerra de posiciones. Ambas cadenas están situadas en el mismo edificio, pero cada una tiene su entrada, su servicio de seguridad, sus estudios, y el largo pasillo que las separa se parece al muro de Berlín. Cuando invité a Peter Claes a acompañarme a la «zona francófona» —donde nunca había estado—, vi que este hombre joven e inteligente se dedicaba a comparar la calidad de los sillones, de los distribuidores de bebidas y de los estudios. En cuanto a los estudios, según nuestra comparación, es más puntera la VRT, pero en cuanto a los sillones es mejor la RTBF; y en cuanto a la comida, naturalmente no estuvimos de acuerdo. Peter Claes bromeaba, claro está. Pero, cuando volvimos a la VRT, me recordó a esos cristianos de Beirut que recuperan la tranquilidad cuando vuelven a su casa en Ashrafieh, la zona cristiana, después de las raras ocasiones en que visitan Haret Hreik, el barrio de Hezbolá.

«Lo que me gusta del cantante Amo es que nos dice: “Bélgica es un país pequeño, no somos tan pretenciosos como los franceses ni tan egocéntricos como los ingleses y debemos conformamos con lo que tenemos”. Por eso él, que es flamenco, canta en francés y en neerlandés», me cuenta Peter Claes de la VRT, en un francés perfecto. «Por una parte, están los flamencos que les reprochan a los francófonos su cultura pretenciosa y arrogante, como la de los hermanos Dardenne; por otra, están los francófonos que rechazan el cine flamenco americanizado y su pop nórdico de vikingos», suspira Alain Gerlache, el ex presidente de la RTBF, un francófono que habla flamenco. Gerlache, por otra parte, fue el guionista de un hermoso documental titulado Bye Bye Belgique: inspirándose en La guerra de los mundos de Orson Welles, los programas de la RTBF se interrumpieron de repente para anunciar que los flamencos acababan de escindirse; difundido en directo por la televisión, con entrevistas a auténticos políticos y falsos reportajes, el programa causó sensación… y tal vez no fuera tan de ficción como parece.

«Entre flamencos y francófonos no es que haya guerra, es peor que la guerra —fustiga Peter Van Der Meersch, redactor jefe del Standard, el principal diario belga neerlandófono—. Nuestro problema ahora es la indiferencia. A los neerlandófonos ya no nos interesa lo que hacen los francófonos, y viceversa. Tenemos dos culturas y dos televisiones nacionales, pero lo más grave es que ahora también tenemos dos opiniones públicas. La gente no se habla».

Jan Gossens, flamenco, director del KVS, un importante centro cultural neerlandófono de Bruselas, comparte esta opinión: «Los flamencos están obsesionados por la idea de construir su nación y afirman que Bélgica es una nación artificial. Yo prefiero pensar que todos somos el producto de unas identidades múltiples que no están prefijadas. Y por eso es el inglés —ni el francés ni el neerlandés— el que se está imponiendo y se está convirtiendo en la lengua de los belgas».

La cultura estadounidense progresa gracias a las divisiones europeas. Paso a paso, la única cultura común de los belgas tiende a ser la estadounidense, con la excepción de Tintín naturalmente, el cómic que se lee a ambos lados de la línea Maginot. Pero justamente, Steven Spielberg ya ha previsto adaptarlo para Hollywood. He aquí pues que Estados Unidos se apropia del símbolo belga, como se ha apropiado del kung fu y el panda de los chinos. Entretanto, alguien tuvo la idea en 2008 de poner Bélgica a la venta en eBay.

Toda la cultura mainstream europea está evolucionando hacia el modelo belga. Batallas de lenguas, de identidades culturales, un desconocimiento cada vez mayor de las cinematografías y las músicas de los demás países, pocas lecturas comunes, una fragmentación comunitaria, y la cultura estadounidense que, gracias a estas divisiones, progresa inexorablemente.

Junto a estos puntos débiles, ¿cuáles son las fuerzas y las oportunidades europeas? He hecho la pregunta a muchos interlocutores en distintos lugares de Europa y las respuestas que me han dado son los elementos de un rompecabezas complicado. En Bruselas, uno de ellos me ha dicho: «Recuperar la cultura europea es como reconstruir los pescados a partir de la sopa de pescado». En París, el productor y distribuidor de cine Marín Karmitz es más optimista: «¿Cuáles son nuestras fuerzas? Somos artistas y debemos valorizarlo, valorizar el arte». Al preguntarle por el rodaje de una película en Cinecittà, en las afueras de Roma, el productor italiano Sandro Silvestri me dice por su parte que «lo que caracteriza al cine europeo es la independencia, y esa independencia es vital, sobre todo frente a la televisión, que en todas partes es dependiente, y más en Italia a causa de Berlusconi». Varios diplomáticos culturales franceses interrogados en diferentes países piensan también que «debemos seguir siendo artesanos frente a la industria estadounidense: debemos asumir lo que somos, y nuestra fuerza es la preferencia de los independientes frente a las majors, del arte y ensayo frente al entretenimiento». En Europa, son muchos en efecto los que apuestan por los nichos y la especialización, rechazando la cultura mainstream. Todos han blandido la «diversidad cultural» como una especie de arma: este cajón de sastre parece haberse convertido en el único contrapeso del imperialismo cultural estadounidense. Y luego muchos me han hablado de África. África, donde los estadounidenses no se aventuran, me dicen, «porque no es rentable», «porque no es lo bastante rica para ellos», «porque no la entienden». África, donde parece ser que los europeos son los únicos que actúan. Y eso es lo que he querido comprobar.

LONDRES Y PARÍS, CAPITALES DE LAS MÚSICAS DEL MUNDO AFRICANAS

Para tener una idea de la atracción que continúa ejerciendo la cultura europea y comprender por qué los flujos musicales aún transitan por Londres o París, un viaje a África resulta instructivo.

Estoy en el coche de Etienne Sonkeng, el alcalde de Dschang, una ciudad del noroeste de Camerún. De repente, el alcalde le pide al chófer que pare. Un habitante de Dschang está construyendo una casa sin permiso: el alcalde baja del coche oficial, lo reprende y lo amenaza con mandar demoler la precaria edificación. «Y fíjese en esos espaguetis», me dice al subir de nuevo al coche. He visto muchos de esos «espaguetis» en El Cairo, Shangai, Mumbai, Damasco y en los campos palestinos de Gaza y de Belén: son innumerables hilos que unen las casas entre sí. «No es para la electricidad ni para el teléfono —me explica Etienne Sonkeng—, sino para las señales de televisión por satélite, que también son ilegales y que alimentan a todo un barrio a partir de una sola parabólica. Es una industria pirata muy próspera en África, un verdadero home cinema a escala de toda una ciudad». Observo esos «espaguetis», mal atados y mal disimulados, que pasan de una casa a otra. Con un abonado que pague, mil familias están servidas. Los africanos han inventado el cable aéreo en lugar del cable subterráneo. «Aquí en Camerún hablamos cerca de 200 lenguas nacionales, por lo tanto el francés o el inglés son nuestras lenguas comunes. Y aunque la gente viva en chabolas, todos pueden ver gratis 50 cadenas de televisión francesas, inglesas o estadounidenses», se extasía el alcalde que jamás ha considerado la posibilidad de sancionar a nadie. No es posible construir una casa sin permiso en Dschang, pero se pueden piratear libremente todas las teles del mundo.

Al día siguiente estoy en Yaundé, la capital de Camerún. En los mercados, a lo largo de las avenidas de esta gran ciudad de África Central, se venden innumerables CD y libros en el mercado negro. Películas de Disney en DVD pero en versión francesa, con la carátula fotocopiada en color; muchas comedias musicales estadounidenses, rap de Tupac Shakur y muchas casetes de audio todavía. Los productos culturales no se comercializan en las tiendas de discos, las librerías u otros comercios; los venden los sauveteurs, como llaman en Camerún a los vendedores à la sauvette (callejeros, que salen huyendo). Pero aquí nadie tiene que huir. Aquí el mercado negro es la norma, no la excepción, y la policía, a pesar de que es muy nutrida, no se interesa por los sauveteurs.

En África la cultura de la calle es fundamental: allí está el comercio. Incluso los libros se venden en el mercado negro en ejemplares fotocopiados, por razones de precio: un libro nuevo cuesta 15.000 francos CFA y uno fotocopiado vale 4.500. El cálculo se hace rápido. Es difícil en estas condiciones obtener ninguna estadística fiable acerca de los géneros musicales en boga o las películas y libros más vendidos.

Mal: éste es su verdadero nombre de pila (conservamos el anonimato de su apellido por razones evidentes). En Yaundé, Mal me explica el mercado negro de los discos. «La piratería de los productos culturales es una industria en sí misma —me dice—. Moviliza a centenares de personas, desde la producción hasta la distribución y la reventa». Hay millones de álbumes afectados y este ecosistema, verdadero modelo reducido de la industria cultural legal, también está globalizado. Los CD y los DVD se fabrican en China y se graban en talleres ilegales de Cotonú (Benín), en Duala (Camerún), en Abiyán (Costa de Marfil) o en Lomé (Togo), siempre en puertos. Mal se abastece en Duala, el gran puerto de Camerún, y revende todos los días de la semana, incluido el domingo, los CD por las calles de Yaundé. «El 99 por ciento de los CD vendidos en Camerún son piratas», afirma Mal, que sin embargo no tiene pruebas, aunque todo hace creer que la estadística es plausible.

¿Los CD se piratean en Yaundé? Marylin Douala Bell, la hija de uno de los principales jefes de la etnia bamiléké de Duala, la ciudad más grande de Camerún, me explica detalladamente que toda la vida cultural en África está organizada a través de circuitos paralelos. Se organizan, por ejemplo, «videoclubs», una especie de cineclubs privados, en domicilios particulares que poseen un magnetoscopio, aíslan una habitación de la luz e invitan a los habitantes del barrio a sesiones por las que hay que pagar. Esta red paralela compensa la escasez de las salas de cine en las ciudades del África subsahariana.

Si bien los productos culturales vendidos en las calles africanas son piratas y a menudo americanizados, Europa sigue siendo un paso obligado en los flujos de contenidos interafricanos. En la más pura tradición colonial. Londres y París, en particular, desempeñan un papel fundamental en los intercambios culturales, respectivamente para el África anglófona y para el África francófona. Un poco como Miami para América Latina, Hong Kong y Taiwán para China o Beirut y El Cairo para Oriente Medio, Londres y París son las capitales exógenas de África.

En Camerún, en un restaurante de Yaundé, hablo con Eric de Rosny, un sacerdote jesuíta que se ha convertido en escritor: «En la música de aquí están los que se inspiran en la tradición y los que imitan a Occidente, es decir, a París. La divisoria en la cultura popular es ésta, entre la tradición y Europa. Sin embargo, observo que cada vez más cantantes cameruneses añaden palabras inglesas a sus canciones en francés, porque es más hip. Es un cambio muy importante».

Desde hace tiempo, Londres y París son las que legitiman a un artista africano, le dan el sello «internacional» necesario y el reconocimiento. «Cuando un artista se hace famoso en su país, debe pasar por París para tener credibilidad y acceder al conjunto del continente africano. El maliense Salif Keita, el guineano Mory Kanté, el senegalés Youssou N’Dour, el camerunés Manu Dibango, el congoleño Ray Lema, el grupo senegalés Touré Kunda, todos estos artistas se han hecho célebres en Francia», me explica Christian Mousset, que dirige el festival francés Musiques Métisses, y al que entrevisto unos meses más tarde, en el Womex de Copenhague, la gran cita de las músicas del mundo.

¿Cómo explicar este papel determinante de Europa en África? ¿Será duradero? «En París y Londres hay estudios de calidad, cosa que no hay en África, aunque ha habido buenos estudios en Bamako (Malí), en Abiyán (Costa de Marfil), en Kinshasa (Congo) y en Dakar (Senegal). También hay muchos sellos, que en África escasean. En Londres, hay festivales como el Womad, los BBC Awards para la World Music, y están los agentes, los productores y los organizadores de conciertos», me explica Samba Sene, un senegalés de Dakar que vive en Edimburgo y con el que coincido, también, en Copenhague. La situación política y las tensiones diplomáticas entre países no facilitan los intercambios: a menudo es imposible montar una gira por África, porque los artistas no obtienen el visado, por ejemplo, para ir simplemente de Yaundé a Dakar. Con frecuencia las aduanas no dejan pasar los instrumentos ni el material. Y la guerra civil de Costa de Marfil o de la República Democrática del Congo, por no hablar de Ruanda, aún empeoró más las cosas. «Desde París puedes acceder a toda África, y en cambio no puedes ni dialogar de un país al otro, con tu vecino inmediato, cuando estás en África», lamenta Luc Mayitoukou, el responsable de Zhu Culture en Dakar (entrevistado en Copenhague). En Europa, también están los medios. «Desde París, llegamos a todas las minorías africanas de Francia y a todos los países de África gracias a RFI o a la playlist de France Inter y de Radio Nova, y los ingleses hacen lo mismo con la BBC», me confirma Claudy Siar, el presentador estrella de música africana de RFI y director de Trapiques FM, entrevistado en París. Y además, está la diversidad africana: Londres y París reúnen a minorías de toda África, una diversidad exógena que no existe en ningún lugar del continente negro. Por último, naturalmente, está el dinero. «Un solo concierto pagado en euros o en libras en Europa te da más que todos los conciertos que hagas en francos CFA durante un año en África», constata con tristeza Samba Sene.

En África, la música fue mucho tiempo como la aviación. La compañía aérea Air Afrique, que permitía viajar entre países africanos, quebró. Entonces hubo que pasar con frecuencia por París o por Londres para ir de una capital africana a otra. Durante mucho tiempo, con la música pasó lo mismo.

La distribución geográfica heredada del colonialismo era bastante inmutable: podemos decir que Senegal, Camerún, Costa de Marfil, República Democrática del Congo, Malí y África Occidental miraban hacia París (o hacia Bruselas para la República Democrática del Congo), mientras que Nigeria, Etiopía, Ghana, Uganda, África Oriental, África Austral y naturalmente Sudáfrica miraban hacia Londres. Unos cuantos países lusófonos, Mozambique, Angola, Cabo Verde y Guinea-Bissau estaban más pendientes de Lisboa. La circulación de los productos culturales en África se adaptaba caricaturescamente a las lenguas y a la historia colonial.

Ahora sin embargo estos flujos fijados por la historia están cambiando. Y lo que le ha ocurrido a España con América Latina, es decir, su desaparición lenta de la cartografía de los medios y las industrias creativas con el auge de poderosos grupos como el mexicano Televisa o el brasileño TV Globo, les está pasando a Francia y al Reino Unido en África. Teniendo en cuenta el cambio de la música hacia lo digital, que facilita la producción y la difusión local, gracias al éxito del rap africano en todo el continente y a causa de que cada vez son más difíciles de obtener los visados para Europa, los africanos han empezado a organizarse entre sí, sin necesidad —ni posibilidad— de pasar por Londres o París. A los intercambios norte-sur les suceden los intercambios sur-sur.

Internet ha hecho tábula rasa. En África, cada músico ahora tiene su página MySpace y los grupos ya no necesitan de los europeos para difundir su rap. «Les basta asistir a los Hip Hop Awards de Dakar, al festival de rap Assalamalekoum en Mauritania, al Waga Hip Hop de Burkina Faso», me explica Philippe Conrath, director del festival Africolor, entrevistado en París. Internet ha cambiado totalmente el mapa de los intercambios de contenidos en África, ofreciendo nuevas oportunidades de distribución, cosa que el rap, la música del do it yourself por excelencia, multiplica. Sobre todo cuando la globalización humana se ve frenada por las embajadas europeas: «Los franceses tienen una política de visados inadaptada a la época de la globalización, hecha de desprecio y condescendencia. Castiga duramente a los artistas africanos y los incita a viajar, no ya a París, sino a Dakar o a Lagos, a Brasil, a Estados Unidos o a Sudáfrica», lamenta Claudy Siar.

Estos últimos años han aparecido dos países como nuevos ejes de África, que han favorecido sobre todo el auge del inglés en el continente: Nigeria y Sudáfrica. «Las nuevas capitales culturales de África son anglófonas, y éste es el problema para París», me comenta Luc Mayitoukou, responsable de Zhu Culture en Senegal.

Nigeria, en primer lugar, es un gigante en el África subsahariana: es el país más poblado del continente africano con sus 150 millones de habitantes y uno de los ricos, con una economía dinámica, a causa de sus reservas de petróleo en el delta del río Níger. Aunque la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza y la corrupción jurídica y la inseguridad física son grandes, Nigeria posee unas industrias creativas influyentes. El célebre Nollywood, contracción de Nigeria y Hollywood, produce desde la década de 1990 más de un millar de películas al año. Sería por tanto el tercer productor de cine del mundo tras la India y Estados Unidos. Pero la comparación se detiene aquí: la casi totalidad de esa producción, oportunamente bautizada a nivel local como home video, se hace sin salas y sin película. Se trata casi enteramente de vídeos de bajo presupuesto, con argumentos rudimentarios y actuaciones improvisadas, por no hablar de los fallos técnicos, que son legendarios. Estos home videos se ruedan en pocos días con presupuestos de menos de 1.000 euros, y están reservados al consumo a domicilio por la inseguridad nocturna y la ausencia de una red de salas. Su precio es barato y eso favorece su difusión y frena la piratería. Por eso con actrices rollizas, guiones llenos de brujería y de sexo, de ricos africanos aburguesados y de malos más crueles aún que en la realidad (lo cual no es poco decir en este país), las películas de Nollywood conocen un éxito mainstream en Nigeria y en toda el África Occidental. «Las películas nigerianas son un verdadero fenómeno en el África negra. Si los productores tuviesen la idea de subtitularlas en francés, pronto serían dominantes incluso en el África francófona», asegura Rémi Sagna, director de la Organización Internacional de la Francofonía, entrevistado en Camerún. Para aumentar las exportaciones y la compra de derechos televisivos, Nollywood prefiere por ahora las producciones en inglés y apunta a los mercados del África anglófona, especialmente África Oriental y, naturalmente, Sudáfrica.

Porque Sudáfrica se ha convertido en el modelo a imitar y en el país hacia el cual se vuelven todas las miradas africanas, convencidas de que existe un nuevo eje sur-sur. «Hoy día un artista africano dispone de todo lo que necesita en Johannesburgo: estudios, sellos, dinero y una legislación que protege el copyright. Estamos convirtiéndonos en la capital de la cultura, del entertainment y de los medios en África», me explica Damon Forbes, el director del sello Sheer Sound, que pertenece al grupo Sheer, una importante major musical sudafricana (Forbes, al que entrevisto en Copenhague, es originario de Zimbabue y vive actualmente en Sudáfrica).

Con 49 millones de habitantes y un PIB en fuerte crecimiento, que equivale él solo a una cuarta parte de todo el continente, Sudáfrica es hoy un país emergente, el único que puede ostentar este calificativo en África. Contribuye a ese dinamismo excepcional su riqueza en materias primas, especialmente en metales. Afectado por la crisis de 2008, el país esperaba que la Copa Mundial de Fútbol en 2010 dinamizara su economía.

En el campo del cine, la Sudáfrica posapartheid ha adquirido peso con el éxito reciente de películas como District 9, Desgracia o Tsotsi. Este cine nacional en pleno auge está de hecho sostenido artística, técnica y económicamente por los estudios de Hollywood, que han identificado a Sudáfrica como un país determinante para el futuro de sus producciones locales y de su box office mundial. En la música, el éxito todavía es más evidente. Por ejemplo, el Moshito, el foro de la industria musical de Sudáfrica, se ha convertido en una encrucijada influyente y en un mercado decisivo para la música africana. Los europeos empiezan a darse cuenta de esta nueva distribución de las cartas de la que pueden ser las primeras víctimas. Por eso en enero de 2010 Sudáfrica fue la invitada de honor del MIDEM en Cannes.

Finalmente, si hay un sector en el que esta nueva distribución de las cartas es más llamativa es el de la batalla por los derechos televisivos deportivos. Si tomamos el ejemplo de la liga inglesa de fútbol, cuyos derechos están entre los más caros y los más determinantes para el desarrollo de una oferta de televisión de pago, África en la actualidad está dividida en tres: el mercado árabe, incluido el Magreb, donde Abu Dhabi TV se ha hecho con los derechos por 330 millones de dólares dejando con un palmo de narices a Al Yazira; Nigeria, que es por sí sola un mercado y cuyos derechos están en manos del gigante nigeriano Hi-TV; y finalmente, Sudáfrica y el resto del Africa subsahariana, donde los derechos son de Multichoice del grupo sudafricano Naspers. Un reparto significativo.

«Nuestro problema es que a pesar de todo nos falta masa crítica. El mercado interior sudafricano es insuficiente, sobre todo porque está muy fragmentado en un país con trece lenguas oficiales. Debemos priorizar por lo tanto la exportación. ¿Hacia África? Pero las ventas son flojas a causa de la piratería y nuestra influencia es limitada en el África francófona y lusófona. Para ser capital cultural del continente, a Sudáfrica aún le queda un trecho. Nos queda el mercado europeo y sobre todo norteamericano. Nuestras bazas son muchas y nuestros artistas son bien acogidos en Estados Unidos. Y además está el sur. Estamos entrando por consiguiente en el nuevo diálogo sur-sur», comenta Damon Forbes, el director del sello Sheer Sound de Johannesburgo.

Para los europeos, la competencia no se limita pues a Sudáfrica, Nigeria y Estados Unidos: está emergiendo una competencia sur-sur, nueva y feroz, fuera del continente africano. Primero está el auge de Brasil en África, que se explica históricamente por los lazos con el África lusófona, y más recientemente por la voluntad de Brasil, donde la población en parte es negra, de convertirse en una capital exógena de África. Una ciudad brasileña y negra como Salvador de Bahía quiere ser actualmente la capital de la música africana.

Los chinos no se quedan atrás. Han invertido masivamente en lo que ahora se denomina «Chináfrica». Su presencia todavía es esencialmente industrial, en las infraestructuras, las materias primas y los transportes, donde ya parece que hay 1.000 empresas chinas en suelo africano y 500.000 chinos trabajando. Pero a medida que el comercio bilateral entre China y África aumenta, Beijing va equipando discretamente África de redes sin hilos y fibra óptica, utilizando sobre todo los cables aéreos, una alternativa a los cables subterráneos, más costosos. En Brazzaville, una empresa china está construyendo la nueva sede de la televisión nacional congoleña; y lo mismo en Guinea. Y esto no ha hecho más que empezar. Tras el hard vendrá el soft. Y a medida que la producción cinematográfica china y la de música pop en mandarín aumenten, es posible que se produzcan las exportaciones de contenidos. África entonces se vería inundada de productos culturales chinos, baratos, accesibles y, según me dicen los funcionarios de Beijing, «deseados, porque los valores asiáticos son más compatibles con los valores africanos que los valores occidentales». También vendrá la información. Los chinos ya acaban de lanzar, en 2009, Afrique, un importante magacín de información. Sus cadenas internacionales en inglés se difunden en todo el continente negro, y dicen que ya están implantando también una cadena china de información. Este plan me fue descrito con precisión por Fu Wenxia, un responsable de SMEG (Shanghai Media and Entertainment Group), uno de los principales grupos mediáticos públicos chinos que invierte a nivel internacional: según este funcionario, entrevistado en Shangai, los chinos prevén aumentar sustancialmente sus inversiones en las tecnologías, el audiovisual y la información en África los próximos diez años.

«El riesgo es asistir en el sector de la cultura africana a la sustitución de Francia e Inglaterra por Brasil y China, a causa de los nuevos diálogos sur-sur. Para los europeos será un problema. Pero a los africanos les abriría nuevas perspectivas y nuevos mercados», me explica Marc Benaïche, el presentador de Mondomix, una plataforma francesa especializada en músicas del mundo. ¿Y después de la música, el cine? ¿La televisión? ¿La información? Por ahora no se ven contenidos chinos en África, y la cuestión del idioma seguirá siendo seguramente un problema. Pero, ¿hasta cuándo?

Último ejemplo de esta verdadera revolución geopolítica de los contenidos: el caso de Naspers. Este gigante mediático sudafricano, centrado inicialmente en la prensa y la televisión, se ha diversificado desde la década de 1980 en la televisión y, desde la de 2000, en Internet, las redes sociales y la mensajería instantánea de los teléfonos móviles (una alternativa a los SMS en los países con bajo nivel de vida). Como conocen bien África, los directivos de Naspers saben que el acceso a Internet todavía tiene lugar casi siempre en un marco colectivo, como en la mayoría de países en vías de desarrollo, sobre todo en el puesto de trabajo o en los cibercafés: apuestan por lo tanto por la televisión por satélite y el teléfono móvil para difundir sus contenidos más que por Internet. Paralelamente, Naspers ha invertido internacionalmente: desde la década de 1990, el grupo ha multiplicado las adquisiciones de participación en los medios del África subsahariana y del sudeste asiático y, desde la década de 2000, se ha fijado en los países emergentes, especialmente Rusia, Brasil y China. Tejiendo lazos con Asia y con la América lusófona, el grupo sudafricano espera convertirse en uno de los grupos mediáticos emblemáticos de los países emergentes y fomentar los intercambios de contenidos sur-sur.

He aquí que los europeos, y sobre todo los ingleses y los franceses, ya tienen competencia en el continente africano, donde se creían referentes indestronables, paternalistas ellos y todavía imbuidos de cierto espíritu colonialista. Que la economía del continente negro mire hacia Sudáfrica y, más allá, hacia Brasil y China no es buen augurio para Europa. Pero el fenómeno ilustra un reajuste inevitable de los equilibrios culturales internacionales y de los intercambios de flujos de contenidos en la era de la globalización.

EN LAS FRONTERAS DE EUROPA, ASIA Y EL MUNDO ÁRABE: LA TURQUÍA AMERICANIZADA

Para sopesar las fuerzas y las debilidades de Europa y para cerrar esta encuesta, debía ir a los confines del continente, a su frontera, a sus márgenes. Entre Asia y el mundo musulmán, entre Europa y América, debía ir a Turquía.

Ayşe Böhürler es una intelectual musulmana que lleva velo y se define a sí misma como islamista. Cineasta y documentalista, también es productora de Canal 7, una cadena turca próxima al poder islámico, en la que se ocupa de los programas para las mujeres y los niños.

Voy a verla a su oficina de Estambul y me recibe con una amabilidad contenida, aprovechando el tiempo de la traducción para consultar frenéticamente su cuenta de Gmail en un ordenador Apple, «Nosotros los turcos somos los únicos que hacemos una síntesis de las culturas de Europa y abrimos el continente a una auténtica diversidad. Somos el extremo oriente de Europa y el extremo occidente de Oriente. Frente al bombardeo de la cultura estadounidense, nosotros conseguimos proteger nuestra cultura. El marxismo ayer, el islamismo hoy y el feminismo de las mujeres musulmanas, por ejemplo, son otros tantos medios para conservar esa identidad. Es nuestra manera de seguir siendo turcos frente a Occidente». Ayşe Böhürler se califica de «semifeminista» y cree que el velo es un signo de modernidad y de reacción frente al «bombardeo de la cultura estadounidense» (repite esta fórmula varias veces). Critica la cultura del entertainment que «envilece a la mujer y no ve en ella más que un objeto, un cuerpo, su belleza»; pero queriendo ser moderada también rechaza las prescripciones vestimentarias de los islamistas radicales. «En Turquía somos el símbolo de un islam moderado. La nuestra es una contracultura, con su música islámica, sus televisiones y su cine: es nuestro propio christian rock». Ayşe Böhürler continúa: «El problema con la cultura turca es que es muy peculiar, muy específica de nuestro país. Producimos una cultura space specific que, por definición, no puede exportarse fácilmente, salvo a los países musulmanes». Con ello se refiere a las célebres series televisivas turcas, cuyas historias presentan personajes de las clases medias urbanas, con su acento, sus valores morales y su sentido del humor propio, y en las cuales no es raro encontrar crímenes de honor o vendettas. Estas series televisivas tienen un gran éxito en Turquía y ahora las exportan masivamente al mundo árabe musulmán, pero no a Europa. «¡Nuestra cultura “a la turca” es genial, pero los europeos no lo saben!», concluye.

Al día siguiente, estoy en la sede de la cadena CNN Türk, también muy reveladora de las tensiones entre Oriente y Occidente, sobre todo porque estamos en Europa, en un país históricamente proamericano, pero que es miembro de la Organización de la Conferencia Islámica. «Somos una televisión turca, en lengua turca, que se dirige a los turcos», puntualiza de entrada Ferhat Boratav, el presidente de CNN Türk. Para él, la televisión es un asunto local.

Su oficina está situada en un barrio extremo de Estambul, dentro de un inmenso complejo, sede del grupo mediático privado denominado Doğan TV Center. El grupo Doğan, cuya riqueza procede del petróleo, está presente sobre todo en la prensa, la edición, la música y la televisión, donde posee numerosas cadenas a menudo en partenariado con los estadounidenses de Time Warner. Enfrente de él está el otro gigante mediático, el grupo de telecomunicaciones Çukurova, que posee las cadenas Show. Estos dos grupos compiten entre sí y tratan de diversificar sus contenidos, de desarrollarse en el extranjero dentro de la «zona turca» y aspiran a convertirse en vastos grupos mediáticos regionales.

«No somos un clon de CNN, ¡somos un clon mutante!», me explica, simpático, Ferhat Boratav en CNN Türk. La cadena que dirige es una joint venture entre CNN y el grupo Doğan, a la vez estadounidense y local por lo tanto, pero Boratav insiste de nuevo en la dimensión turca de la cadena. «El nombre de CNN es más fuerte que el de América. Aquí, la cadena no se asocia con Estados Unidos: a uno puede gustarle la CNN y odiar a los estadounidenses. Se nos percibe como una cadena turca». CNN Türk retransmite algunos programas de la CNN, sobre todo programas exclusivos de información y documentales, pero produce la mayor parte de sus imágenes localmente puesto que seguramente el 90 por ciento de sus programas son turcos. «Lo que hacemos es típicamente infotainment: información y entertainment», me confirma, sin gran originalidad, Boratav. Los talk shows son el corazón de la programación de esta cadena, especialmente How come?, La Arena y +1, que tienen una gran audiencia. Los programas musicales también son muy importantes, como Frequency, que mezcla paritariamente los hits turcos, sobre todo el hip hop turco, y los hits estadounidenses. «Queremos ser compatibles», insiste Boratav. ¿Compatible? La palabra ha salido varias veces. Le pido que me la explique: «Quiere decir ser a la vez moderno, estadounidense, seguir la moda, estar con los jóvenes, sin por ello dejar de ser turcos».

Para comprender lo que significa esa «compatibilidad» en el mundo del entertainment voy a ver, un piso más abajo, a Barcu Senbakar, que justamente produce el famoso talk show semanal How come? «CNN Türk es una cadena demasiado seria y nuestro papel es romper esa seriedad. Hacemos un show más divertido, entre la información y el entertainment. Por ejemplo, invitamos a gente famosa al mismo tiempo que a gente corriente, un taxista o una camarera. Organizamos el debate y procuramos que los temas serios se traten de forma amena. El público en el plato aplaude y reacciona en directo. Resulta muy gracioso». El presentador del talk show diario +1 en CNN Türk, Mithat Bereket, se reúne con nosotros: «¿Quiere saber por qué hacemos entertainment aquí? Es muy sencillo. Porque no queremos hacer diarios aburridos. La prensa debe ser crítica, polémica, comprometida. Pero éste no es el papel de la televisión: la televisión debe permitirte huir de las obligaciones y los problemas. La televisión es un medio mainstream y debe hacer entertainment».

La llegada del entretenimiento de masas a la televisión turca se produjo con la desregulación del sector audiovisual, el final de la televisión pública única y la privatización, de la cual el grupo Doğan es el arquetipo. Más conceptual, el escritor Volkan Aytar, de la importante fundación turca TESEF, me explica lo que ocurrió: «Paradójicamente, estos grandes grupos mediáticos se desarrollaron al mismo tiempo que se debilitaba la cultura kemalista, la de la Turquía de antes de la guerra, laica pero también autoritaria y elitista. Aquella élite legitimaba la cultura oficial, turca, nacionalista, y rechazaba la cultura popular y la cultura de las minorías, la de las mujeres o la de los kurdos. Poco a poco, la música clásica fue reemplazada por la música de las clases populares, lo que se llama la música tipo arabesk, una música pop con instrumentos occidentales pero con temas orientales tradicionales. En lugar de los conciertos de élite, se multiplicaron los rockbars, los folk-ballad-bars, el hip hop “a la turca”, y la música estadounidense se ha colado por esa brecha para acabar con cierto nacionalismo turco. ¡Nuestra música hoy pretende ser americano-arabesk! El entertainment se desarrolla paralelamente al ocaso de esa cultura de la élite, muy condescendiente, muy paternalista. El entertainment acompaña el final de la cultura burguesa en Turquía».

Orgullosa de su entertainment y de su nueva cultura mainstream, Turquía ahora quiere exportarla. Se afirma como un poder cultural regional, que difunde sus contenidos en una zona híbrida que va del sur de los Balcanes (Bulgaria, Rumania, Albania y Macedonia) hasta las repúblicas asiáticas o turcófonas de la antigua URSS (Azerbaiyán, Uzbekistán, Kazajistán, Turkmenistán), sin olvidar Armenia, Georgia, Ucrania o Moldavia y algunos países de Oriente Medio (Siria, Irak, Irán y hasta Israel). Es un mercado muy original. El grupo Doğan invierte masivamente en los Balcanes, su competidora Show TV se está implantando en Ucrania, y todos apuntan claramente, con sus series cool y su «hip hop islámico» al mundo persa y árabe. El éxito de esta cultura turca mainstream está creciendo en toda la región, que ahora ya ha sucumbido a los encantos neo-otomanos desde Irán a Egipto, pasando por Siria y Palestina. Los musulmanes aprecian el carácter mixto de ese entertainment turco, a la vez oriental y moderno, también musulmán… y les gustan sus muchachas sin velo.

Un buen ejemplo de estas paradojas geográficas es el cantante Tarkan, cuyas canciones Kiss Kiss y Kuzu Kuzu, o más recientemente el álbum Metamorfoz, han sido éxitos espectaculares. Apodado en Turquía «el príncipe del pop», su influencia en este país ha sido comparada por el Washington Post con la de Elvis en Estados Unidos. El éxito de Tarkan es sobre todo regional, en toda la zona de influencia del entertainment turco, en Asia Central, en Rusia, en Europa del Este y también en Oriente Medio. Sin embargo, canta en turco, raras veces en inglés, utilizando incluso los dialectos turcos tradicionales, lo cual le ha valido las felicitaciones de la asociación nacional para la preservación de la lengua turca. Pero ha multiplicado las provocaciones sexuales, llegando a besar en la boca a chicos con bigote y provocando un debate recurrente acerca de su homosexualidad —que él ha negado rotundamente— y no ha hecho más que exacerbar la pasión que despierta entre los jóvenes, los travestís, y también entre los islamistas turcos. Todo eso no le ha impedido convertirse en el patrocinador oficial de Pepsi-Cola. «Parece raro, sabe usted, porque al principio nunca pensé que funcionaría —explicó Tarkan en una entrevista en la CNN—. Canto únicamente en turco, y nadie en el mundo puede entender una sola palabra de lo que digo. Pero creo que es ante todo el ritmo [groove] lo que explica mi éxito. Y además los besos son universales».

En Turquía, en el confín de Europa, las oportunidades y las fragilidades del país son un espejo de aumento de las del continente europeo en general. El país duda entre el laicismo y la religión, entre la americanización y el etnocentrismo, entre la cultura y el entertainment, como ocurre tantas veces en Europa. «Somos muy ambiguos, muy titubeantes, muy esquizofrénicos —me confirma el escritor Volkan Aytar, en la sede de la Fundación TESEF—. La americanización de Turquía es muy paradójica, y su defensa del entertainment también. Percibimos a los estadounidenses como más modernos y más fuertes que nosotros, por sus avances tecnológicos y culturales. Aquí, en Estambul, ves por todas partes las marcas estadounidenses, Starbucks, Levi’s, McDonald’s. Consumimos los productos estadounidenses porque queremos vivir mejor, y ellos son los símbolos. Al mismo tiempo, queremos seguir siendo turcos». Volkan Aytar se quita la chaqueta tipo Woodstock (hace un frío seco ese día en Estambul) y prosigue: «¿Cómo seguir siendo turco en el mundo de hoy? No es fácil. Queremos ser a la vez modernos y orientales, europeos quizás, pero no estadounidenses, ni árabes. Entonces mostramos lukums en nuestras películas, las rodamos en baños públicos y reescribimos la historia turca y sus mitologías produciendo un cine muy autocentrado, y nadie más que los turcos quiere ver ese cine de arte nacional. De repente, nos damos cuenta de que nuestra juventud prefiere las películas estadounidenses. Los jóvenes turcos miran hacia América, a ellos les gusta la acción, la velocidad, la libertad, la modernidad, las chicas de esas películas hollywoodenses tan universales, contrariamente a las nuestras. Reclaman más entertainment, más cultura mainstream. Vemos cómo se van convirtiendo en estadounidenses. Incluso las minorías, los kurdos o los armenios, quieren más películas estadounidenses para escapar de la opresión de la élite turca. Entonces ya no entendemos nada. Y de pronto, los europeos ebrios de arte o los islamistas obsesionados por la religión nos preguntan por qué no hay camellos en nuestras películas, cosa que, según ellos, las haría más auténticas, y quizás más mainstream. ¡Camellos! Nos echamos a reír. Nosotros no somos árabes. Aquí no hay camellos ni dromedarios. Salvo en los zoos».