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15. EL PRÍNCIPE DE LOS MEDIOS EN EL DESIERTO

A las dos en punto de la tarde de un sábado —primer día de la semana en Arabia Saudí— llega el príncipe Al Waleed. Su puntualidad legendaria me impresiona. Desde hace varios minutos, reinaba una agitación perceptible en la cual se adivinaba que el príncipe estaba al llegar: en el ascensor, las armas de los guardaespaldas eran visibles bajo su larga túnica blanca y las chicas de la recepción, verdaderas top models, sin velo ni burka, con pantalones ceñidos y tacones de aguja, andaban muy atareadas. «Aquí no lo llamamos el “príncipe”. Lo llamamos el chairman», me corrige Shadi Sanbar, su colaborador más íntimo.

En el centro del vestíbulo gigantesco, un inmenso logo Rotana: un mapamundi verde, el color del islam, atravesado por una letra árabe estilizada. El mensaje es límpido. Estoy en el reino de Al Waleed, en el piso 58 de la Kingdom Tower, uno de los símbolos de Riad, capital de Arabia Saudí. Esta torre de cristal de 99 pisos que posee el príncipe parece un feo abrebotellas: es la sede de la Kingdom Holding Company, la multinacional Financiera del príncipe. Al Waleed bin Talal bin Abdul Aziz Al Saud es el nombre completo de este príncipe, miembro de la familia real de Arabia Saudí. Nacido en 1955, es uno de los 37 nietos del fundador de Arabia Saudí, el rey Abdul Aziz Al Saud, de quien lleva el nombre como manda la tradición. Por lo tanto, es sobrino del rey actual, Abdallah, y por parte de madre es nieto del primer jefe de gobierno del Líbano moderno, país del cual también tiene la nacionalidad. Empresario y hombre de negocios, ha hecho su fortuna en las finanzas internacionales y las inversiones inmobiliarias, también en la construcción, convirtiéndose en uno de los hombres más ricos del mundo. Ha invertido su fortuna en una multitud de sociedades y es uno de los principales accionistas de News Corp, City Bank, AOL, Apple, Walt Disney, eBay, Pepsico y EuroDisney. Al Waleed controla igualmente varios periódicos panárabes influyentes en la región, en particular Al-Hayat. También es filántropo y fomenta los estudios islámicos, por ejemplo en la Universidad de Harvard, o las artes islámicas, por ejemplo en el Museo del Louvre. Precisamente un mes después del 11 de septiembre, viajó a Nueva York para rendir homenaje a las víctimas del World Trade Center, con un cheque de diez millones de dólares como regalo para el fondo de ayuda a las víctimas de los atentados, y todas las televisiones del mundo lo mostraron caminando por las ruinas de la zona cero junto al alcalde de la ciudad (pero un comunicado de prensa en el cual Al Waleed criticaba la política estadounidense respecto a los palestinos no gustó, y el alcalde de Nueva York finalmente rechazó sin rodeos el cheque).

«Al Waleed es un hombre extraordinariamente atípico, iconoclasta. Forma parte de la élite, pero no es sólo un heredero: su padre era demasiado liberal y no lo bastante rico, lo llamaban “El Príncipe Rojo”. Eso le dio a Al Waleed unos determinados contactos y un estatus, pero su fortuna la hizo casi solo. Estudió en Estados Unidos y hoy lleva sus negocios “a la americana”, aunque lo que más valora personalmente es la cultura de los beduinos. Es un nómada de los negocios, no un capitalista sedentario que acumula. Y a veces se va a dormir a su tienda, en el desierto, con los beduinos, para recobrar la calma y para meditar antes de tomar una decisión importante. El desierto no miente. El desierto no lo engaña», me explica un poco inflamado su brazo derecho, Shadi Sanbar.

Al Waleed es el icono progresista del régimen. El rey Abdallah lo protege pero jamás ha pensado en hacerlo su heredero. Lo máximo que ha hecho ha sido autorizar en 2008 al banco real a avalar sus deudas, en el momento álgido de la crisis financiera mundial, en la que Al Waleed parece que se dejó miles de millones de dólares. Sí, he escrito «miles de millones» (en torno a 21.000 millones de pérdidas en 2008 según distintos analistas, lo cual lo hizo descender del puesto 5 al 22 en la lista de los hombres más ricos del mundo).

Rodeado de una nube de asesores y de guardaespaldas, Al Waleed llega por fin. Va vestido con una thobe, la túnica blanca tradicional en Arabia Saudí, y se toca con el shmaikh, una especie de keffieh. de cuadros rojos. Lleva bigote, unas gafas grandes y le cuesta disimular sus tics, pero le rodea un aura que el ceremonial del que se acompaña su llegada no hace más que aumentar. Todos los sábados, cuando no viaja al extranjero, llega hacia mediodía a la torre de su propiedad, reza, preside reuniones, trabaja con sus banqueros, sus abogados y sus asesores financieros hasta las dos de la madrugada y luego duerme durante toda la mañana, como hacen con frecuencia los príncipes reales saudíes. En el piso 66 está la sede de la multinacional, la sociedad madre; en el 58, Rotana. Por eso los sábados a las dos de la tarde el príncipe baja de su despacho y va con su corte y sus escoltas al piso 58 para presidir el consejo de administración de su grupo mediático, Rotana. Helo aquí. Lo veo sentarse a la cabecera de la mesa, entronizado más que presidiendo, rodeado de todos sus directores. Se hace el silencio. Empieza la sesión. Jamás la expresión «su real voluntad» me había parecido tan justificada.

Rotana fue fundada en 1987. Es el grupo mediático y de entertainment de Al Waleed. «El príncipe posee el 95 por ciento de la empresa madre, Kingdom Holding Company, una sociedad parcialmente cotizada, pero Rotana le pertenece por completo, es una compañía privada, es su dinero personal. Al príncipe los medios siempre le han fascinado», me explica en el piso 66 de la torre Shadi Sanbar, el director financiero y verdadero número dos de la multinacional.

Al Waleed es el magnate de los medios árabes. Murdoch, el multimillonario australoamericano, por cierto, acaba de invertir varias decenas de millones de dólares en Rotana, con lo cual ahora posee el 20 por ciento del capital del grupo saudí. «El príncipe ha invertido en News Corp a través de su Holding Company, y ahora Murdoch invierte en Rotana: son unas tomas de participación cruzadas inteligentes. Para nosotros, es una inversión puramente financiera; pero para Murdoch es más estratégica y geopolítica. Eso le permitirá llegar a 350 millones de árabes», comenta Sanbar. Los estadounidenses de Sony Corporation of America también acaban de firmar, en junio de 2008, un contrato exclusivo con Rotana para la distribución de películas de Sony, Columbia, Metro-Goldwyn-Mayer y discos de Sony Music, CBS, Arista y Epic para el conjunto del mundo árabe.

Rotana está organizada en seis divisiones. La dirección general y financiera del grupo está en Riad, pero sus actividades se realizan en varios cuarteles generales: la rama del cine está en El Cairo, la música y el management de los artistas en Beirut, las televisiones y las radios emiten desde el Golfo y la división de Internet está repartida por la mayoría de los países árabes, desde Marruecos a Siria. El grupo, fragmentado así en todo el mundo árabe, es un vasto imperio.

Y con esta herramienta Al Waleed se propone la reconquista del mundo musulmán.

Rotana posee estudios de cine en El Cairo y esto le daría el control del 50 por ciento del catálogo cinematográfico árabe. En la música, el dominio aún es mayor: casi el 90 por ciento de la música mainstream comercializada en el mundo árabe, desde Marruecos a Siria, estaría en manos de Rotana. «Es cierto que tenemos un monopolio en la música», me confirma Shadi Sanbar. Rotana actúa a la vez como organizadora de giras y agencia de talentos, y se ha especializado en dos sectores paralelos que contribuyen a este monopolio. Primero, Internet: el grupo ha invertido millones de dólares en sitios ultramodernos y en la IPTV, la televisión por Internet. «Pensamos que la cultura y la información, la música, las películas, la televisión y los libros serán totalmente digitales. Todo cambiará radicalmente. Es lo que se llama el telecotainment, la mezcla de telecomunicaciones y entertainment. Ya no habrá discos, ni libros, ni periódicos, ni televisiones, sólo pantallas conectadas a Internet. Para nosotros, esto no es una amenaza, sino una oportunidad. Vamos a aprovechar todas esas oportunidades porque tenemos los medios para hacerlo. Tenemos los derechos de todos nuestros contenidos de entertainment y de medios, de todas las plataformas y para todos los países. Por eso estamos preparando el porvenir. Yo soy aquí el hombre de la cultura árabe del futuro», se justifica Yusef Mugharbil, el director encargado de los «nuevos medios» en Rotana (luego me enteraré de que este saudí, que lleva una corbata verde y no lleva thobe, ha estudiado ingeniería en la Universidad de Colorado y ha trabajado durante 30 años para el gigante norteamericano de las telecomunicaciones AT & T en Estados Unidos).

Finalmente, la televisión. Rotana posee más de una veintena de cadenas difundidas esencialmente vía satélite. Oficialmente, estas cadenas están prohibidas en varios países, entre ellos Arabia Saudí (sólo hay dos cadenas hertzianas públicas, Saudi 1 y Saudi 2, oficialmente autorizadas por Riad), pero son accesibles gracias a las pequeñas antenas parabólicas que no cuestan casi nada en todos los países árabes y en Irán, Son fundamentalmente cadenas de cine árabe y cadenas musicales en las que los artistas de Rotana van actuando sin parar. La prioridad de Rotana es el entretenimiento mainstream: Al Waleed sabe que los principales programas de entertainment y los formatos de series de éxito en los países árabes son los que se importan de Estados Unidos. La versión árabe de ¿Quién quiere ser millonario?, por ejemplo, presentada por una sex symbol libanesa, tiene una audiencia panárabe gigantesca con su famosa catchphrase «Jawaab nihaa’i?» (como en todas partes: «¿Es ésa su última respuesta?»). Al Waleed quiere romper ese monopolio estadounidense. En Egipto, creó muy pronto una cadena de cine enjoint venture con Rupert Murdoch para sondear el mercado y engatusar al multimillonario: lo que hace sobre todo Fox Movie es emitir las 24 horas en versión original subtitulada las películas de su estudio de Hollywood 20th Century Fox. Según confiesan los propios egipcios que la dirigen para Rotana desde El Cairo, donde los he entrevistado, se trata esencialmente para ellos «de meter anuncios en medio de las películas que nos manda Murdoch». Pero esto no era más que el principio de una estrategia panárabe y panmedia excepcionalmente ambiciosa y compleja. Desde entonces, el príncipe ha añadido varias joyas a su corona: posee, a título personal, además de Rotana, la cadena libanesa por satélite LBC, especializada en los talk shows populares, según el modelo estadounidense, y una cadena en inglés, poco conocida, Al Reselah, destinada a los musulmanes de todo el mundo. «También estamos trabajando en un proyecto de cadena de información continua, pero es probable que el príncipe la financie con su dinero personal, aparte de Rotana», me confiesa finalmente, después de muchas preguntas a las que no me ha contestado, Fahad Mohammed Ali, el director general de Rotana (es el único hombre del entorno inmediato del príncipe en Riad que lleva thobe).

«La especialidad de Rotana es el entertainment —me explica Shadi Sanbar, el hombre de confianza de Al Waleed—. Rotana en la actualidad es un grupo totalmente digital que está creciendo y se está internacionalizando. Primero, en el mundo árabe, y luego… the sky is the limit (las posibilidades son ilimitadas)». Rotana es un grupo global, mundial. El nuevo mundo no tiene fronteras. «Permita que se lo repita, para que quede claro —continúa—. Rotana se desarrollará en todo el mundo». Me asombra este objetivo que va más allá del mundo árabe. Shadi Sanbar: «Nuestra filosofía es defender los valores árabes. Nuestro objetivo es panárabe. El príncipe cree en la demografía, que es clave en el sector del entertainment. Los jóvenes menores de 25 años representan el 60 por ciento de la población en Arabia Saudí, y los de menos de 15 años cerca del 40 por ciento. La mayoría de los países árabes tienen estadísticas parecidas. Estos jóvenes consumen —y consumirán— prioritariamente entertainment, más que news. Exactamente lo que hace Rotana. Tenemos mucho porvenir. En el mundo árabe, pero también fuera de él», sentencia Sanbar. Y no me dirá más.

Sin embargo, hay algo que no cuadra. Desde que estoy en Arabia Saudí, hay una paradoja que me llama la atención. Los saudíes están omnipresentes en los medios, pero los medios están ausentes de Arabia Saudí. Los grupos más importantes del audiovisual árabe —Rotana, Orbit, ART, MBC— tienen su sede social en Riad, o sus capitales proceden de Riad, pero no hay ninguna cadena que emita desde Arabia Saudí. Esto me recuerda las radios «periféricas» francesas que emitían desde Mónaco, Alemania o Luxemburgo, porque el monopolio estatal de las radios no les dejaba hacerlo desde territorio francés. Pero aquí, las regulaciones estatales llevan aparejadas además la cuestión política, la religión y las costumbres. Y la paradoja es considerable: en la sede de Rotana en Riad, estoy en el corazón de uno de los principales grupos mediáticos árabes, especializado en cine, música y televisión, pero en Arabia Saudí no hay salas de concierto, ya que las películas, la música no religiosa y las televisiones no oficiales están prohibidas. «Este es un reino a la vez medieval y posmoderno», me explica el director Ahmed Dakhilallah, al que entrevisto en su casa bajo una tienda en Riad, asombrado yo mismo de estar descalzo sobre unas alfombras comiendo dátiles en presencia de un cineasta en un país que no tiene cine. «Arabia Saudí tiene la inteligencia de rechazar en su casa lo que difunde fuera de ella», me dice al día siguiente con una fórmula enigmática la realizadora estrella de la televisión nacional saudí, Hiyam Kilani (una mujer sin velo y soltera, que me recibe en su casa vestida con unos vaqueros y en presencia de su hermano). Más circunspecto, el hermano, Ahmed H. M. Al Kilani, ex representante de televisiones occidentales en Riad, lanza otra hipótesis, en un francés perfecto: «El riesgo aquí no es tanto volver atrás, a unas cadenas retrógradas, como una evolución a la americana: los telepredicadores que van a intentar modernizar las televisiones árabes en nombre de Alá a partir de Arabia Saudí». ¿Es así como hay que interpretar el rumor que circula actualmente en el Golfo, a saber, que a los saudíes les gustaría que sus grupos mediáticos regresaran a Arabia Saudí más que dejarlos emitir desde Dubai o Abu Dabi? El objetivo sería que las sedes sociales de Rotana, MBC y ART, así como sus estudios, se trasladasen a la Ring Abdallah Economic City, una ciudad nueva al norte de Djedda, a orillas del mar Rojo, donde acaban de inaugurar, también aquí, una importante Media City. Los saudíes han dado a entender —pero no está demostrado— que la ciudad podría ser una zona franca, como Dubai, tanto desde el punto de vista fiscal como en lo relativo al lifestyle. Este último término, deliberadamente equívoco, está sujeto a debate.

En Arabia Saudí, este país tan riguroso, donde el único turismo autorizado es el peregrinaje a La Meca y donde las tiendas y las oficinas cierran cinco veces al día para rezar, la religión es un asunto de Estado. Y la mutawa está al acecho. Esta policía religiosa, o policía de las buenas costumbres (cuyo verdadero nombre es «comando para la represión del vicio y la promoción de la virtud»), cuenta con 9.000 guardias, principalmente clérigos barbudos. No es una policía armada pero actúa por todo el país con acciones enérgicas, muy visibles, megáfono en mano, que me recuerdan curiosamente los métodos utilizados en Estados Unidos por Act Up, la asociación gay de lucha contra el sida. En Riad me he cruzado con estos guardias de la mutawa, que controlan a las mujeres, la longitud de sus velos, y les impiden conducir, comprobando que efectivamente están con sus maridos si salen de casa (cosa que hacen raras veces). La delación, según me dicen, es el desencadenante principal de la intervención de esos guardias de las buenas costumbres. «Pero la mutawa no entra en Rotana. El príncipe es liberal. Esto es un extraño oasis. Las mujeres son todas una bomba», me dice, visiblemente impresionado, mi acompañante y traductor. Que también me enseña, en el piso 66, la mezquita personal del príncipe.

Al abandonar el reino de Al Waleed, me asomo a la puerta del despacho de Shadi Sanbar, que está justamente delante de la mezquita. Este me agradece la visita y me da unos regalos metidos en una preciosa bolsa de cuero verde, el color del islam, con el logo de Rotana.

En la planta baja de la torre del príncipe Al Waleed, en un café Starbucks, abro mi bolsa de cuero. Hay un coffee mug Rotana, una estilográfica Rotana, un Annual Report del grupo, la biografía en árabe de Al Waleed firmada por el periodista Riz Khan y sobre todo decenas de copias de revistas estadounidenses como Time, Newsweek, Vanity Fair, Forbes, con las portadas manipuladas. En esas fotos, Al Waleed va de traje o en mangas de camisa, no con la thobe. En esas portadas fabricadas con Photoshop, se ve al príncipe a bordo de su yate privado de 86 metros, al volante de uno de sus 300 coches o a bordo de su Boeing 747 convertido en jet privado (en 2010 le entregarán el Airbus que tiene encargado). La megalomanía del príncipe es un hecho notable. De pronto, dentro de la bolsa de cuero verde, descubro un portadocumentos más pequeño, también de cuero verde, una especie de cartera de lujo. En medio del Starbucks, abro finalmente el portadocumentos que se va desplegando y me doy cuenta, estupefacto, de que se trata en realidad de una magnífica alfombra de oración coránica portátil.

LA MÚSICA EN EL LÍBANO, LA TELEVISIÓN EN DUBAI Y EL CINE EN EL CAIRO

El Rotana Café de Damasco está situado en el recinto del Four Seasons, uno de los complejos hoteleros más lujosos de Siria. Por lo demás, no se trata de un simple hotel, sino de un verdadero resort, un lugar de vacaciones de lujo y de turismo internacional de élite, que en sus 18 pisos cuenta con decenas de bares de diseño, restaurantes upscale, piscinas y spas, por no hablar de las galerías comerciales ostentosas y de las numerosas tiendas de moda. El hotel pertenece al príncipe Al Waleed (es el accionista de referencia de los hoteles Four Seasons y posee en París el George V), y naturalmente cuenta con un Rotana Café.

En sus tres niveles, el Rotana Café de Damasco tiene una tienda de discos estilo Virgin Megastore para ricos en la planta baja, un café restaurante con decenas de pantallas en las que se suceden los clips de Rotana TV en el primer piso, y por último un inmenso lounge con vistas sobre las mezquitas, los parques y la ciudad vieja de Damasco en la terraza del último piso. Se fuma el narguile, pero el alcohol está prohibido. Sin embargo, ofrecen varios cócteles de frutas llamados mocktails, entre ellos el famoso nojito (un «mojito sin alcohol» en el que el Schweppes sustituye al ron y que es absolutamente espantoso). Todas las estrellas de Rotana están ahí, física o virtualmente. El príncipe invita en efecto de vez en cuando a sus estrellas a pasar unos días en los hoteles del grupo y a participar en las veladas de sus Rotana Cafés para encontrarse con sus fans. También se pueden comprar los CD y ver los vídeos del superstar egipcio Amr Diab, de Angham o de Sherin, dos cantantes sexys también egipcias, del iraquí Majid, del sirio George Wassouf, de los saudíes Abu Baker Salim y Mohamed Abdo (en la carátula de los álbumes que compro ambos se cubren la cabeza con un keffieh), o de la tunecina Latifa, la siria Assalah o la libanesa Elissa. Todos estos artistas son estrellas famosísimas en el mundo árabe. La mayor parte de sus discos se han grabado en el Líbano.

En Beirut, el Rotana Café está situado en la plaza de la Estrella, en el barrio cristiano, en la planta baja de un edificio moderno. Cuatro pisos más arriba están las oficinas de Rotana: «Aquí en Beirut es donde Rotana tiene su división de música», me confirma Tony Semaan, el director de A & R dentro de Rotana Music, que me recibe en su despacho un sábado por la mañana. Me han dicho que, a sus 32 años, Semaan es uno de los descubridores de estrellas más talentosos del mercado de la música árabe. Mientras un camarero nos trae un té en un coffee mug con el logo de Rotana y Tony Semaan termina de hablar por teléfono con un mánager de Egipto, observo su despacho que hace esquina. Bien a la vista, en un estante, está la biografía estadounidense de Al Waleed cuyo título es Businessman Billionaire Prince.

«Rotana es un grupo mainstream. Queremos ser populares. Con Rotana Al Waleed quiere crear un gigante del entertainment panárabe en todo el mundo, y lo quiere hacer cueste lo que cueste. El modelo económico es importante, pero menos que el objetivo político», me comenta en francés Tony Semaan. Y para lograr este objetivo, el grupo saudí ha instalado su cuartel general para la música en Beirut, el del cine en El Cairo y sus emisoras de televisión en Dubai. «Beirut es la capital de la música árabe. Todos los medios árabes tienen oficinas aquí, y para la producción musical, los estudios de grabación, el rodaje de videoclips, somos los líderes de la región», me comenta Semaan. La estrategia es sencilla, y mi interlocutor la resume así: como en todo el mundo se imaginan la música árabe con mujeres veladas y hombres tocados con el keffieh, Rotana produce vídeos donde las chicas son jóvenes, sexys, y van vestidas como en MTV.

Y naturalmente, como a estas chicas no se las puede filmar en Riad, Beirut ha sido la elegida para la división musical del grupo.

La familia Rotana cuenta con unas 130 estrellas de música árabe. El modelo económico es sencillo: cada artista cobra una flat fee, una cantidad fija por álbum, pero raras veces un porcentaje sobre las ventas. El grupo versiona luego esta música que ha comprado para utilizarla en todas sus plataformas: CD, DVD, vídeos, programas de televisión, Internet, productos derivados, contratos publicitarios y hasta coffee mugs. Rotana también se ocupa del management de los artistas y, naturalmente, de los conciertos, según la denominada estrategia «360 grados» (Tony Semaan me da a entender que es la marca de fábrica de Rotana, siendo así que hoy ésta es la estrategia de casi todas las discográficas del mundo, después de haber sido la de todas las agencias de publicidad).

Los cantantes vienen de todo el mundo árabe, desde el Magreb hasta Irak, pero nunca de otros sitios. Para ser elegido, un artista debe tener un «fuerte potencial panárabe»: lo cual significa que debe poder conquistar una audiencia de varios países. Para preparar esta estrategia crossover, Rotana pide a sus artistas que canten con acento egipcio. «El acento egipcio es el que permite que te entiendan en todo el mundo árabe. Es un acento fácil de adquirir, y hacemos que los cantantes sirios, libaneses o del Golfo canten con acento egipcio para llegar a todo el mundo», me explica Tony Semaan.

Por ahora, Rotana aún no ha ganado su apuesta globalizada. Las estrellas del grupo no se venden en Asia, ni en América Latina, ni en el África subsahariana, y muy poco en Estados Unidos. Pero el grupo de Al Waleed ha triunfado más allá de sus expectativas en el corazón de la diana que se había marcado: la zona bautizada por Rotana como MENA Región (Middle East North Africa). Ahí los resultados son espectaculares. Según los datos del grupo, que son imposibles de comprobar, los 130 artistas de Rotana coparían el 85 por ciento de toda la música vendida en el mundo árabe. Los resultados también están creciendo en el Magreb, gracias a estrellas como la tunecina Latifa, la marroquí Laila Ghofran, la argelina Amel Bouchoucha y también Thekra, una tunecina que primero se instaló en Libia y luego en Egipto, y que recientemente fue asesinada en circunstancias sospechosas. «Nuestro objetivo es ahora el mercado magrebí en Europa, sobre todo en Italia, España y Francia. Estamos construyendo de forma concreta en el campo de la música la Unión para el Mediterráneo, de la que tanto habla Sarkozy», me dice sonriendo Tony Semaan.

Y eso no es todo. Las ventas de álbumes, en la era de la piratería de masas, ya no son el principal objetivo de Rotana y por lo tanto el CD ya no es más que una herramienta promocional; lo importante ahora es la televisión. Con sus diferentes cadenas musicales, Rotana es líder en los países árabes. Y el grupo ha inventado, siguiendo el modelo de MTV, el videoclip árabe de 3 minutos 30 segundos. «Antes, las televisiones árabes difundían canciones egipcias que podían durar 30 o 40 minutos. Se trataba de largos poemas interminables —me explica Semaan—. Siguiendo el modelo de MTV y del clip, copiado por Rotana, nos hemos adaptado al formato de 3 minutos 30 segundos». Pero el éxito del grupo saudí no se debe sólo a esta adaptación del formato: la belleza de las chicas en los clips, su libertad en el vestir respecto a los usos del mundo musulmán y la sensualidad de su lenguaje son en gran parte responsables de la revolución que Rotana ha introducido en el entertainment árabe. Resultado: cuatro de las cadenas Rotana forman parte del top 10 de las cadenas más vistas en la zona árabe. Y en música, la estadounidense MTV ya no existe frente al gigante saudí.

En el monte Líbano, en el barrio de Naccache, al norte de Beirut, la sede de MTV es faraónica. Una decena de edificios recién estrenados, dieciséis estudios de televisión, cafés y un servicio de seguridad sin parangón. En la recepción, cinco chicas top models responden al teléfono y conducen a los invitados hasta el plato. El logo de MTV —azul y rojo— no permite la menor duda. El nombre de la cadena no tiene nada que ver con su homónima estadounidense: Murr Television (más conocida con el nombre de MTV en Líbano) es una de las principales cadenas generalistas de los cristianos libaneses. «No tiene nada que ver con el grupo Viacom que posee Music Television (MTV) en Estados Unidos», me confirma Michel Murr, el presidente del grupo.

Visiblemente feliz de conversar con un francés, Michel Murr me recibe, relajado y afectuoso, en la sede de su grupo con su mujer, Pussy, un sábado por la tarde. Durante nuestra larga conversación, resuelve algunos problemas por teléfono con un ministro (su familia forma parte del poder cristiano libanés, y su tío, que lleva el mismo nombre que él, Michel Murr, fue ministro del Interior y uno de los colaboradores más íntimos del antiguo primer ministro Rafik Hariri, asesinado). Michel Murr, el sobrino, no quiere hablar demasiado de política. Me repetirá varias veces que su cadena es «neutral», pero yo sé que forma parte de los «cristianos suníes», según la broma frecuente en Beirut, ya que la minoría cristiana se dividió en 2009 entre los «cristianos suníes», antisirios, y los «cristianos chiítas», partidarios de Hezbolá. En Líbano, cada cadena de televisión está ligada a un partido político, lo cual relativiza mucho su neutralidad.

«Aquí tenemos uno de los complejos de producción audiovisual más importantes de Oriente Medio —me dice Michel Murr—. Líbano representa la frontera del mundo árabe, su límite, y por eso aquí se ruedan los programas televisivos más modernos de la región. Las mujeres son libres, y los medios técnicos mucho más avanzados que en los demás países árabes. El entertainment es nuestra especialidad».

Con Pussy Murr, visito los estudios del grupo, bautizados Studiovision, pues mi objetivo es asistir a la grabación de Rotana Café, el programa cultural estrella de Rotana Moussica, una de las cadenas de Rotana. El decorado del talk show es famoso en todo el mundo árabe: el mostrador de un bar y una falsa biblioteca llena de libros y de latas Rotana, imitando las de Coca-Cola. El programa es Uve: consiste en dejar que un grupo de jóvenes presentadores hable libremente de cómo está el panorama musical, de televisión, del entertainment y de todo lo que constituye el buzz del momento.

A menudo, las palabras de los jóvenes presentadores provocan reacciones en el Golfo, en Egipto o en Arabia Saudí. En 2009, el talk show Línea roja de la cadena libanesa LBC, de la cual actualmente el príncipe Al Waleed es accionista mayoritario, suscitó una gran polémica: un joven saudí, Mazen Abdel Jawad, contaba en ella cómo empleaba su Bluetooth para ligar con las chicas saudíes veladas en los centros comerciales puesto que no podía hablarles directamente (le cayeron cinco años de cárcel y 1.000 azotes por «conducta inmoral», y a la cadena LBC se la amenazó con prohibirla en Arabia Saudí).

«En esos talk shows rodados en Beirut por las cadenas de televisión Rotana, MTV, LBC o MBC es donde hay más libertad. En el mundo árabe, lo que se dicen esos jóvenes entre ellos y lo que nos dicen a nosotros es totalmente increíble. So pretexto de que están hablando entre ellos, de que comentan rumores y chismorreos de la tele, de que describen su vida cotidiana, lo que hacen es abordar la cuestión de la droga, de la prostitución, de los gays, de la venta de mujeres iraquíes, de las lesbianas, de los transexuales. Para un hombre de mi generación resulta absolutamente increíble escuchar eso. Son ellos, esos presentadores de talk shows que tienen menos de 25 años, los que contribuirán a que los países árabes se abran», afirma el productor de series televisivas Makram Hannoush, un libanés, entrevistado en Damasco. Esos talk shows libaneses, qataríes y más raras veces emiratíes van mucho más allá del simple entretenimiento: están socavando, en efecto, los mismos fundamentos del mundo árabe. Son una fuente de preocupación para Riad, Teherán o Trípoli, y causan perturbación social en las familias patriarcales. Porque afectan al orden familiar, afectan a la separación de sexos, perturban la división del trabajo, ponen en cuestión el código de honor. Al llevar a la pantalla no sólo a mujeres sin velo, sino a mujeres simplemente, estos talk shows de Al Yazira y de LBC, estas series de MBC, estos clips de Rotana rompen con la tradición que confina a la mujer en el espacio privado y reserva el espacio público para el hombre. Esta revolución en marcha es un acontecimiento importantísimo.

«El Warren Buffet árabe», éste es el apodo que la revista Time le ha puesto al príncipe Al Waleed. «El príncipe Al Waleed quiere convertirse en el Murdoch de Oriente Medio —corrige Frédéric Sichler—. Su modelo no es Warren Buffet, sino Murdoch. Y el príncipe, además, es el segundo accionista más importante de News Corp, el grupo multimedia de Murdoch». En el hotel Four Seasons del barrio de Garden City, en El Cairo, un magnífico palacio a orillas del Nilo, se halla la oficina permanente de Frédéric Sichler, Ex director de Studio Canal, la rama de producción cinematográfica del Canal+ francés, Sichler fue reclutado por el príncipe saudí para presidir Rotana Films, la rama de cine de Rotana. «Rotana es un grupo que nació en la música árabe, que ha evolucionado hacia la televisión y que actualmente está entrando en el cine», analiza Sichler.

En el Golfo, el problema no es el dinero, sino el talento. En Egipto, es al contrario. Los primeros tienen los bancos, los capitales, las redes de satélites, pero les falta la creatividad. Para alimentar las innumerables cadenas que son grandes consumidoras de programas y están instaladas en Dubai, Abu Dabi y Qatar, hacen falta contenidos y flujo. Los príncipes del Golfo y sus estados mayores se abastecen por lo tanto de películas en El Cairo. Coproducciones, precompras de películas para las televisiones del Golfo, joint ventures, producciones propias, todas las técnicas son buenas para producir estos contenidos audiovisuales en Egipto.

«Rotana es una sociedad panárabe. Estamos interesados en todas las cinematografías árabes. Porque si la música es un mercado regional, panárabe, y cruza fácilmente las fronteras, el cine sigue siendo muy nacional», continúa Frédéric Sichler. ¿Por qué? «En el cine, contrariamente a lo que ocurre en la música, la explotación se hace país por país, y en todos los países árabes existen regulaciones muy precisas que requieren una autorización administrativa específica». Rotana, como los demás grupos mediáticos de Oriente Medio, intenta pues actuar tanto en el mercado árabe global para la producción como en los mercados nacionales para la distribución. «Para la producción de cine, Egipto sigue siendo el eje central —continúa Sichler—. Es el único país árabe donde existe una industria del cine, muy por delante de los otros tres productores árabes que son Siria, Líbano y los países del Golfo». Y añade: «En Egipto existe una cultura cinematográfica popular pujante y se venden de 20 a 30 millones de entradas al año, cuando en Marruecos son menos de 2. Los egipcios hacen entertainment y comedias desde siempre: éste es el cine que funciona en el mundo árabe, y no el cine de autor marroquí. Y por eso Rotana ha instalado su cuartel general del cine aquí en El Cairo».

Existen otras razones que hacen de El Cairo el eje cinematográfico del mundo árabe. En Egipto hay una creatividad muy rica gracias a una larga tradición audiovisual, a un amplio vivero de guionistas, actores y cineastas y a una cultura artística, literaria y de entretenimiento antigua. «El Cairo, para el cine y la televisión, es el Hollywood del mundo árabe», me confirma Mohamed Mouneer, el director de marketing del grupo Rotana en El Cairo. Egipto también es el único gigante árabe: una población de casi 75 millones de habitantes que constituye el primer mercado árabe del planeta (de los cuales 17 millones viven en El Cairo, que es a la vez la primera ciudad árabe del mundo y la ciudad más poblada de África). El país tiene una gran diversidad étnica y mucha inmigración procedente de todos los países árabes. «Egipto es una sociedad diversa y multiétnica, como Estados Unidos —afirma Hala Hashish, la directora de Egypt News Channel, a la que entrevisté en El Cairo—. Es el único país árabe donde uno puede encontrar tantos sirios, marroquíes, libaneses y libios. Es una sociedad cosmopolita, más abierta y más diversa, porque también es un Estado pacífico. Y además, aquí uno puede rodar una película o un culebrón con una mujer sin velo, lo cual es imposible en Riad o en Teherán». Al mismo tiempo, en El Cairo están presentes todas las redes televisivas mundiales, hay muchísimo personal técnico, está la protección de los sindicatos, una censura oficial limitada en cuanto a costumbres (en comparación con el resto del mundo árabe) y una lengua hablada en varios países árabes y entendida en casi todos. «Dos árabes de nacionalidades distintas, si quieren entenderse hablando, deben utilizar el dialecto y el acento egipcios», me explica Youssef Osman, que dirige la producción de Media City cerca de El Cairo. «Es un círculo virtuoso —me confirma Hala Hashish—: las películas árabes se hacen en egipcio, los cantantes adoptan el acento egipcio, nuestros medios son los más poderosos del mundo árabe, y todo eso por tanto refuerza la música y el cine egipcios».

Por último, para comprender el papel determinante de El Cairo, junto a Dubai, Abu Dabi y Beirut, en las industrias creativas, cabe añadir la importancia de los bancos y de la moneda, relativamente seguros. Egipto mantiene relaciones diplomáticas con la gran mayoría de los países árabes, con Estados Unidos, Europa e Israel, y este último punto tiene su importancia para la circulación de los productos culturales: al comerciar con Israel, Egipto facilita la difusión de sus contenidos en Palestina y en Jordania.

La estrategia multimedia y panárabe del grupo Rotana, instalado en Riad, Dubai, Beirut y El Cairo, parece impecable y se diría que está condenada a triunfar. Sin embargo, son varios mis interlocutores que no comparten este entusiasmo. Es el caso del productor de la Star Academy árabe, Nagi Baz, entrevistado en Beirut, y que pone en duda la viabilidad de la empresa: «Rotana no es una empresa como las demás: es la bailarina de Al Waleed. El business model no importa: sólo tiene un objetivo político e identitario árabe». Otros señalan la megalomanía del príncipe: «Cada año, Al Waleed invita a los artistas de Rotana con todos los gastos pagados a un hotel Four Seasons y los hace cantar a su mayor gloria. Hace poco, les regaló a la mayoría un BMW con los portes pagados. Todos le dieron las gracias… e inmediatamente vendieron el coche de lujo por dinero contante y sonante». Pascal Gaillot, el presidente de EMI-Oriente Medio, competidor directo de Rotana, entrevistado en Dubai, subraya por su parte la voluntad monopolística del príncipe: «Rotana ha matado el mercado árabe para la música reventando precios. Esto es competencia desleal. El objetivo del príncipe no es económico; es dar a conocer la música árabe. Él con Rotana se da el gusto; para nosotros esto es un negocio». Otros aún son menos positivos: Rotana obliga a sus radios y a sus televisiones a difundir los cantantes del grupo y parece que ha multiplicado las cláusulas irregulares en los contratos con los artistas, que están «atados de pies y manos haciendo caso omiso de las prácticas internacionales habituales en materia de copyright», según Máxime Dupa, que coordina la oficina de exportación de la música en el Ministerio de Cultura del Líbano. Las críticas todavía son más virulentas cuando se trata de la calidad musical promovida por Rotana: «un pop americanizado en árabe»; «la estandarización árabe»; «MTV en peor»; «en música son siempre los mismos ritmos, y en los clips siempre la misma historia, una pareja que se encuentra, se separa y se vuelve a juntar»; «Rotana no hace avanzar la música árabe, lo que está es matándola». Finalmente, le reprochan a Al Waleed que haya elegido Beirut para la música y El Cairo para el cine, lo cual demuestra su hipocresía: «El saudí Al Waleed sabe muy bien que no podría hacer sus películas ni grabar sus discos en Riad. Puede mostrar mujeres sin velo en Beirut o en El Cairo, no en Arabia Saudí ni en el Golfo. Es una ilustración clara de la hipocresía de los regímenes suníes puritanos que hacen una interpretación radical del Corán y prohíben en su casa lo que fomentan fuera». Otro responsable de la industria audiovisual, entrevistado en la Media City de Dubai, añade: «Arabia Saudí es el país de la hipocresía más total: prohíben el alcohol y las mujeres llevan velo, pero bajo cuerda es el país donde puedes obtenerlo todo fácilmente y en todas partes: alcohol, droga, prostitutas, transexuales y todo lo demás. Las fiestas elegantes de la élite saudí rayan en la extravagancia. Y Al Waleed, que pertenece a esa élite y se ha divorciado tres veces, es el símbolo de la contradicción de ese país». Con más sentido del humor, un responsable de Rotana me dice: «Es cierto, algunos de nuestros cantantes son pop todo el año, pero en cuanto llega el ramadán se transforman en cantantes islámicos. Forma parte de las paradojas del mundo árabe».

En descargo de Rotana y de Al Waleed, cabe otra hipótesis: la estrategia del grupo podría consistir en propiciar la modernización del mundo árabe en general, y de Arabia Saudí en particular. El hecho de que el príncipe defienda los derechos de las mujeres y critique repetidamente al ala más retrógrada del reino va en este sentido. ¿Es un globo sonda del régimen que pretende «modernizarse»? Tal vez. ¿Encama a su ala liberal? Esta es la opinión de varios expertos consultados. ¿Es proestadounidense? Sin duda, pero también es muy solidario con la causa palestina. ¿Prolibanés y en particular pro-suníes libaneses? Sin duda, aunque sólo sea por sus orígenes familiares. ¿Está en conflicto abierto con el ala más dura del régimen? Es difícil de decir. A favor de la tesis «modernizadora», cabe recordar que Al Waleed fue objeto de una fatwa «preventiva» en septiembre de 2008 por parte del jeque saudí radical Saleh al-Lihedan, que hacía legítimo su asesinato si continuaba contribuyendo a difundir programas televisivos «corruptos» e «impíos». Pero el jeque fue cesado por el rey.

Los grupos mediáticos panárabes como Rotana, pero también AMC o MBC, ¿pueden tener éxito en su estrategia comercial cultural y mediática en una época de globalización? Es difícil de decir. Lo cierto es que estos grupos poderosos ya dominan el entertainment y los medios árabes. Pero ¿pueden ir más lejos y enfrentarse a los estadounidenses y a los europeos en los mercados no árabes? Aquí es justamente donde la cuestión de los valores y la censura, que constituye la fuerza de estos grupos en la zona árabe, también constituye su debilidad en los demás mercados internacionales. Fue en Egipto, que sin embargo es un país relativamente «abierto» en comparación con el resto del mundo musulmán, donde mejor entendí los límites de la estrategia árabe consistente en querer ser mainstream en todo el mundo.

HOLLYWOOD EN EL DESIERTO

En la pequeña pantalla de un viejo televisor encendido, Mamdouh Al-Laithy se alegra la vista. Entretanto, me recibe en su inmenso despacho y escucha distraídamente mis preguntas esperando que se las traduzcan (no habla francés ni inglés). No deja de mirar las mujeres de escotes vertiginosos en una película en blanco y negro de la década de 1950 con Omar Sharif.

Mamdouh Al-Laithy acumula los cargos: dirige el sector de producción cinematográfica de la Media City de El Cairo, preside el sindicato de los directores y el Instituto del Cine de la televisión nacional egipcia, dirige la asociación de los críticos de cine y al mismo tiempo, a sus 73 años, continúa su larga carrera de guionista de éxito, según me dicen. Rodeado de mujeres con velo a las que tiraniza oralmente y de una multitud de secretarios, ayudantes y chóferes a sus órdenes, el hombre es el rey de la industria cinematográfica egipcia. Fue funcionario de policía en la década de 1960, luego lo ascendieron y pasó del Ministerio del Interior al sector audiovisual para vigilar a los artistas. En la década de 1970, se encargó de la censura de los guiones de las películas y los culebrones. En 1978, se convirtió en «censor general» para las películas en televisión, un puesto más codiciado por los ex policías que por los guionistas.

Encima de él, una foto del presidente Hosni Mubarak, un autócrata político, lo mismo que él es un autócrata cultural. ¿El proteccionismo en Egipto? Mamdouh Al-Laithy me explica que el país protege eficazmente su cine gracias a una limitación muy radical del número de copias de las películas extranjeras y que en los rodajes sólo contratan a actores egipcios, gracias al monopolio de contratación que tienen los sindicatos de actores. ¿La censura? El ex censor jefe egipcio no entiende mi pregunta. Pone fin a nuestra conversación y manda que me acompañen. Dejo en su gran despacho a ese autócrata ensimismado contemplando a las mujeres liberadas de las películas egipcias de una época en que no eran censuradas… por él.

Para comprender las regulaciones del cine en Egipto y tratar de averiguar si el cine árabe puede convertirse en mainstream más allá de los países árabes, empecé por llamar a la puerta equivocada. Segundo intento: voy al Ministerio de Cultura egipcio. Me recibe Anwar Ibrahim, el director de relaciones internacionales. Aparte del café turco y de unas cuantas frases convencionales sobre la «diversidad cultural» y la amistad franco-egipcia, no saco nada de la entrevista. ¿Es que mi interlocutor no sabe nada del sistema proteccionista egipcio o es que no quiere divulgarlo? ¿Qué teme? No sé si es incompetencia o control político. El caso es que mi segundo intento es otro palo al agua. Sigo sin obtener respuesta a mis preguntas. Tercer intento: la Arab Media Corporation.

En el décimo piso de un inmueble discreto del paseo fluvial El Nile, en el barrio de Maadi, al sur de El Cairo, se encuentra la oficina de Hadil Saleh, Las puertas doradas de maderas preciosas, el mármol y los ventanales que dan al Nilo desde ese piso contrastan con el deterioro del edificio y los guardias que duermen en el hall. Hadil es la hija del jeque multimillonario saudí Abdullah Saleh Kamel, propietario de Arab Radio TV (ART), una multinacional del entertainment. Como Rotana, esta major tiene su sede social en Arabia Saudí, sus estudios cinematográficos y la coordinación de sus «contenidos» en El Cairo y sus redes de difusión en Jordania. Posee una veintena de cadenas de televisión de pago o por satélite, la joya de las cuales es Cinema Channel (una especie de Canal+ panárabe), un catálogo de películas históricas árabes impresionante y unas infraestructuras de difusión poderosísimas. «En Arabia Saudí no se puede hacer cine, por eso el príncipe ha instalado sus estudios aquí, en El Cairo», me explica Wael M. Essawy, el director general de la rama egipcia de la major. El grupo, que es un proyecto comercial y un proyecto cultural, también tiene una vertiente moral: gracias al dinero del Golfo, pretende influir en los contenidos del cine egipcio para responder a las expectativas y a los valores del público árabe.

Khaled Abd El-Galeel, consejero especial del grupo en El Cairo, me confirma sin rodeos: «Tenemos una estrategia panárabe. Queremos crear una industria de la A a la Z para poner de relieve la cultura árabe y el punto de vista árabe. Nuestro objetivo es defender nuestra cultura, nuestras tradiciones, nuestros valores y nuestra religión. Nuestro objetivo no es ganar dinero: el príncipe ya es multimillonario y por lo tanto esto no tendría sentido. Lo importante son nuestros valores. Nuestra visión del mundo. Queremos hacer películas con valores, no películas por dinero como los estadounidenses. Es una estrategia moral. Y creo que tenemos todo el derecho. Y sobre todo hoy día tenemos el poder, las capacidades y el dinero para defender este punto de vista árabe. Y vamos a librar esta batalla».

Los productores árabes y los directivos de las industrias creativas en Riad, Beirut, Damasco, Dubai, Doha y El Cairo están, pues, dispuestos a entrar en la batalla mundial de los contenidos. Según ellos, el cine, la música y los programas televisivos árabes pueden convertirse en mainstream y acceder al resto del mundo. Ya están trabajando en ello. Falta conocer el punto de vista de sus competidores, y en particular de los distribuidores estadounidenses.

La oficina de la 20th Century Fox en Egipto se halla en el viejo Cairo, en la calle Al Azbakeya. «Está al lado del café americano» es la única indicación que me han dado. El taxista es analfabeto y mi indicación escrita en árabe no le sirve de nada; tiene que pedirles a los transeúntes que lean mi papel para llevarme hasta la calle en cuestión. Vetusto y clasicón, algo deslucido, el edificio respira un fasto de antaño, amarillento. Parece que estás delante del «edificio Yacobián». También aquí hay un guardia entrado en años dormitando en el vestíbulo y nadie sabe en qué piso está la oficina de la Fox. Un ascensor destartalado y sin luz me conduce al tercer piso. Pienso que, a pesar de todo, desde este edificio de otra época los blockbusters Titanic y Avatar han logrado llegar a todo el mundo árabe. Qué raro.

Si el edificio tiene algo del caos egipcio, el interior, en cambio, alberga unos despachos modernos, materialistas y «americanos». En las paredes, de un blanco de yeso, carteles inmensos de La guerra de las galaxias, XMen y Los Simpson. Depositado sobre el escritorio principal, un reloj de la 20th Century Fox toca cada hora la famosa Fox Fanfare. Antoine Zeind es el presidente de United Motion Pictures, una sociedad que distribuye en exclusiva las películas de los estudios estadounidenses, principalmente de la Fox y la Warner, en los países árabes.

«Hoy en Egipto ya no cortan los besos, pero sí las chicas desnudas o simplemente ligeras de ropa», suspira Antoine Zeind. Es cristiano (maronita) y habla muy bien inglés y francés. He venido a verlo para comprender el sistema de regulación del cine en Egipto. Esta vez he llamado a la puerta acertada.

Antoine Zeind: «La censura afecta esencialmente a los tres “sospechosos habituales”: la religión, el sexo y la política. Pero es una censura cada vez más hipócrita, con su doble vara de medir, y hay que conocer sus códigos». Para que sea efectiva, el gobierno egipcio ha instaurado un sistema de autorización previa de las películas antes de que se estrenen en los cines. La oficina de la censura puede prohibir cualquier largometraje o pedir cortes por «falta de decoro», me dice Zeind, en cuanto al cuerpo de la mujer, por expresiones hostiles respecto a Egipto, al presidente Mubarak, al profeta o al islam, y naturalmente por toda referencia explícita a la sexualidad o la homosexualidad, pero curiosamente ni la violencia ni el alcohol plantean ningún problema. Una vez más, se trata de una censura muy imprevisible: la película El edificio Yacobián, basada en la novela del famoso escritor egipcio Alaa el-Aswany, que sin embargo trata del auge del islamismo en Egipto, de la homosexualidad y de la explotación sexual de las mujeres, no ha sido censurada (sólo prohibida a los menores de 18 años). Incluso ha tenido un gran éxito en Egipto. En todos los países musulmanes existen censuras equivalentes, y hasta son mucho más quisquillosas aún en Arabia Saudí, en el Golfo, en Siria y en Irán.

Luego el gobierno egipcio limita la difusión de las películas extranjeras a cinco copias por ciudad como máximo. «Ahora bien, como no hay en realidad más que dos grandes ciudades en Egipto, El Cairo y Alejandría, sólo tenemos derecho a diez copias para todo el país —se lamenta Zeind—. Es un mercado cerrado, o digamos semicerrado. Y se entiende perfectamente que el cine egipcio pueda tener el 80 por ciento de la taquilla y por qué el cine estadounidense está eliminado». ¿Eliminado? «Tenemos el resto, o sea, el 20 por ciento, pero Egipto es un mercado difícil de penetrar para la cultura estadounidense. Dese cuenta: ¡diez copias para un país de 74 millones de habitantes! Pero usted me dirá que hay casos peores: en Libia, donde también distribuyo las películas de la Fox, ¡sólo tengo derecho a una copia!».

La «eliminación» del cine estadounidense debe relativizarse mucho. Si la cuota del cine egipcio es predominante en Egipto en general, la competencia de los estadounidenses se ha vuelto muy significativa en las zonas urbanas. Su cuota de mercado puede alcanzar el 45-50 por ciento en los multicines de las grandes ciudades, donde se concentran a menudo los estrenos de los blockbusters hollywoodenses. Por no hablar del mercado negro, que permite acceder fácilmente, en El Cairo como en todas partes, a todos las películas estadounidenses en DVD por precios sin competencia.

A esta regulación a través del número de copias se añade un sistema de impuestos desfavorable para el cine extranjero: un 5 por ciento sobre la recaudación de taquilla para las películas egipcias, y un 20 por ciento para las extranjeras. Pero Antoine Zeind sugiere que el problema principal de la difusión del cine estadounidense en Egipto, más allá de este doble proteccionismo legal, es de orden cultural. Insiste sobre todo en el problema de los subtítulos ya que, como en todos los países árabes, la casi totalidad de las películas extranjeras no están dobladas. En un país donde el analfabetismo roza el 30 por ciento, este elemento contribuye a frenar la difusión de las películas extranjeras. «De hecho, si yo tuviese 150 copias de una película, ni siquiera sabría dónde programarlas: la demanda de cine estadounidense es baja, aunque está aumentando», admite Zeind.

Finalmente, existe una regulación indirecta a través del mercado. En Egipto, hay esencialmente dos distribuidores que tienen sus redes de cines y están muy integrados verticalmente (es decir, que distribuyen las películas que producen). Por consiguiente, este dúopolio funciona según el principio de la exclusividad: las películas estadounidenses son marginadas, sobre todo en los periodos más favorables del box office, como el verano, el final del ramadán o la fiesta del Sacrificio.

En definitiva, la cifra real de penetración del cine estadounidense en Egipto es difícil de calcular. Según varios distribuidores, sería de alrededor de un 20-25 por ciento del box office, estando el resto, un 75-80 por ciento, en manos del cine egipcio, puesto que las demás cinematografías árabes, europeas o extranjeras prácticamente ya no existen (los funcionarios egipcios me confirman estas estadísticas). «En Egipto, ya hay muy pocas películas sirias, casi ninguna libanesa y ninguna del Magreb», me explica Zeind. Una película estadounidense representa 150.000 entradas como máximo: «Incluso en el caso de Titanic, que fue una excepción, hice 400.000 entradas en veintiséis semanas, a razón de seis sesiones diarias y con sólo cinco copias. Llegamos a añadir una sesión llamada super midnight a las dos de la madrugada, y en los centros urbanos una after the super midnight a las cuatro de la mañana, apodada El Shabah (el fantasma)». El cine estadounidense es el único que consigue penetrar en Egipto, aunque todavía de forma moderada. «Pero la demanda de películas estadounidenses irá creciendo —pronostica Zeind—. Hay un apetito cada vez mayor de películas de acción estadounidenses. Los egipcios ya no saben hacer entertainment mainstream, y hasta su juventud tiende a abandonar sus películas. Si la demanda es limitada autoritariamente en las salas, el público encontrará en Internet y en las cadenas por satélite la oferta cultural a la que aspira».

Hala Hashish, la directora de Egypt News Channel, barre estos argumentos de un manotazo. «Los árabes son muy capaces de producir entertainment mainstream y olvidar el islam. En Egipto, hacemos entertainment desde tiempo inmemorial». Tiene delante tres pantallas que difunden continuamente Al Yazira, Al Arabiya y Egypt News Channel, que ella dirige en El Cairo. «Estas tres cadenas son muy mainstream —añade, señalando las tres pantallas—. Y además todas hablan egipcio: ¡escuche! Los periodistas, los cantantes, los actores de cine, la gente del entertainment están todos “egipcianizados”».

«Egipcianización». Por primera vez, oigo esta expresión que suena como «americanización». Tal vez haya que empezar por el mundo árabe para comprender realmente el dominio estadounidense en la cultura de masas. El éxito planetario del entertainment estadounidense es similar al éxito regional del entertainment egipcio en el mundo árabe; lo que cambia es la escala. Y también suscita críticas y es denunciado por su imperialismo.

Como Estados Unidos, Egipto defiende desde hace mucho tiempo la cultura de masas y el entretenimiento. Esta tradición del entertainment popular está omnipresente y no va acompañada de ningún juicio crítico o estético que contribuya a crear jerarquías culturales. Si bien en Egipto hay efectivamente un cine de arte, cuyo arquetipo fue un poco Youssef Chahine, no existe, como en Francia y en Marruecos, un discurso público oficial que considere más valioso el arte que el entretenimiento y se proponga financiar el primero para contrarrestar el segundo. Esta sería incluso, según Antoine Zeind, la razón del dominio egipcio en los países árabes: «En Marruecos, en Túnez, pero también en Vietnam, en Siria, en Corea, en la Bélgica francófona y en Argentina, donde el modelo francés siempre ha sido muy fuerte en materia cultural, domina la cultura de Estado y se subvenciona un cine de arte; en Egipto, India, Brasil, Flandes, Hong Kong y hoy en Beijing, como desde siempre en Estados Unidos, lo importante es el entretenimiento. Por eso los últimos tienen éxito y los primeros no. Por eso la cultura marroquí no tiene actualmente ninguna influencia en el mundo árabe y la cultura egipcia es dominante». Este punto de vista corrosivo es compartido por el crítico cinematográfico egipcio Youssef Cherif Rizkallah, al que también entrevisté en El Cairo: «Marruecos tiene una producción artística, a menudo apoyada por el Estado. Estas películas se pueden ver en algunas salas de arte y ensayo de Europa, pero ni siquiera se muestran en Argelia o en Túnez. En cambio nuestras películas dominan el cine del Magreb».

¿Serían pues los países que dan prioridad al entretenimiento más que al arte los que logran existir en los intercambios culturales internacionales y en los flujos de contenidos? Esta constatación es compartida en el África francófona por Charles Mensah, el director del cine de Gabón, entrevistado en Camerún: «Las cinematografías que han apostado por el “autor” según el modelo francés, como Marruecos, Gabón o Camerún, no consiguen difundir masivamente sus películas fuera de su país, mientras que los que se apuntan al modelo de entretenimiento a la americana, como Egipto, Nigeria y sobre todo India, sí lo logran».

Como Estados Unidos e India, Egipto mantiene también una relación especial con las estrellas. Son raros actualmente los países que tienen artistas muy populares en su tierra —me refiero a las verdaderas estrellas, capaces de provocar motines y de fascinar a la multitud—, más raros aún los que han sabido producir estrellas globalizadas conocidas en el mundo entero. Como Arnold Schwarzenegger, Tom Cruise, Leonardo DiCaprio, Harrison Ford, Will Smith. Pero en el escenario «mundo», si los europeos ahora ya están ausentes, algunas estrellas indias y egipcias empiezan a competir con estos actores estadounidenses. En Mumbai, me sorprendió la reacción histérica de las masas ante cualquier aparición de las estrellas de Hollywood, Amitabh Bachchan o Shah Rukh Khan, y volví a vivir lo mismo en las calles de El Cairo cuando una tarde, mientras entrevistaba en su coche de cristales tintados al joven actor de cine y presentador de un talk show televisivo Khaled Abol Naga, decenas de jóvenes egipcios lo reconocieron ante un semáforo en rojo y nos persiguieron por las calles, forzando a la policía a intervenir para abrimos paso y facilitar la huida del actor. ¡Y no era más que un joven actor principiante!

Ésta es la cuestión que tenemos planteada cuando ya casi estamos llegando al final de nuestra larga investigación. Para convertirse en mainstream y acceder a todo el mundo, ¿hay que dar prioridad al entertainment y considerarlo sinceramente como algo valioso? ¿Es preciso apostar por el star system más que por los «autores»? ¿Es necesario abandonar los propios valores, el arte y la identidad? Para ser universal, ¿es preciso dejar de ser nacional? Al final de mi camino, debía ir a Europa para comprender cómo esa vieja tierra, patria de la cultura occidental y de sus valores, había renunciado a ser mainstream.