12. GEOPOLÍTICA DE LOS DRAMAS, CULEBRONES DEL RAMADÁN Y OTRAS TELENOVELAS
En toda Asia los llaman los F4. Son los cuatro chicos de la serie televisiva Boys Over Flowers, porque la F significa «flores» pero también «bonito» en el lenguaje de los adolescentes. Una chica pobre, cuyos padres tienen una lavandería automática, consigue entrar en un colegio de élite en Corea y allí se enfrenta a la dominación de cuatro chicos ricos, seductores pero arrogantes, que tienen aterrorizados a los alumnos más frágiles. La joven empieza a proteger a las víctimas más débiles, injustamente maltratadas por los F4, pero se enamora de uno de ellos. La serie, que es una especie de Sexo en Nueva York en masculino, tiene 24 episodios y es muy adictiva, con sus múltiples historias que se ramifican y se entremezclan, su escritura muy rápida con analepsis y sus golpes de efecto que, detrás de un argumento falsamente simplista, dejan traslucir unas diferencias sociales muy profundas. Y además está la música, omnipresente y eficaz, que, desde antes de que se emitiese la serie, sirvió de premarketing y, desde que se emite, ha contribuido a que la banda original alcance récords de ventas en toda Asia.
La historia se basa en un manga japonés famosísimo de la década de 1990, lo que se llama un shojo manga porque va dirigido a un público de chicas de 10 a 18 años. Inicialmente, en 2001, Boys Over Flowers fue una serie de televisión taiwanesa, luego japonesa en 2005, y por último coreana en 2008, y ahora se anuncian nuevos remakes en Filipinas y China, e incluso tal vez una película y una comedia musical. Cada una de esas adaptaciones, a partir del formato taiwanés, ha sido un gran éxito en toda Asia, incluidos los países donde la versión taiwanesa ya había funcionado bien. Los fans —millones de adolescentes, mayoritariamente chicas— analizan las versiones, comparan las familias de los dos bandos (se trata de una especie de West Side Story asiática), y discuten hasta la saciedad comparando la belleza de los cuatro chicos (mi preferido es Rim Hyun-Joong, pero a las chicas en general les gustan más Lee Min Ho o Kim Sang Bum). La versión coreana, que sin embargo es un tercer remake, fue un éxito en prime time en la cadena KBS, la televisión pública coreana primero, y luego casi en todas partes, en Japón, Indonesia, Vietnam, Tailandia, Taiwán, y gracias al mercado negro, en DVD en China, lo cual la convirtió en el fenómeno asiático del año 2009. En Corea, vista su importancia, no se habla de series televisivas; se habla simplemente (y usando la palabra original en inglés) de dramas.
«Boys Over Flowers es un auténtico fenómeno social en Asia», me explica BJ Song. BJ Song, un personaje de culto en Corea, es un famoso productor de música y el presidente del Group8, una gran empresa sociedad audiovisual que produce música K-Pop, comedias musicales y sobre todo célebres dramas coreanos, entre los cuales está justamente Boys Over Flowers. Su despacho da a una enorme terraza con vistas al barrio hip de Itaewon, en Seúl. Lleva unas gafas de cristales gruesos, una barbita blanca y habla bien inglés. «En la versión coreana de Boys Over Flowers, hemos conservado la velocidad original del manga, sus cliffhangers, que son la clave del suspense, y la experiencia del colegio se ha trabajado para que incluso las personas mayores puedan identificarse con los F4 recordando su propia adolescencia». Le pregunto qué es lo que caracteriza las soap operas coreanas. BJ Song casi se muere de la risa: «¡No son soaps! ¡Son dramas! Son verdaderos folletines con un argumento y un tema. Una soap siempre carece de focus, está hecha para pasar el rato. Nosotros hemos creado la Hal-lyu». Si en Europa la Hal-lyu (literalmente la nouvelle vague coreana) se asocia con las películas de arte y ensayo coreanas, localmente la expresión se emplea sobre todo para hablar del éxito de los dramas. La nouvelle vague coreana no fue un fenómeno de festivales y cineclubs, sino que fue un fenómeno masivo de entertainment para el gran público. Fue mainstream.
BJ Song tamborilea sobre uno de sus ordenadores Samsung (estamos en Corea). El nombre que lleva es acertado, pues se trata de un músico autor de las bandas originales de decenas de series televisivas y películas famosas en toda Asia. No me atrevo a preguntarle si es su nombre de verdad o si es un seudónimo. Tras una larga pausa, BJ Song continúa: «Nuestras series deben respetar los valores asiáticos. Y esto se explica por el confucianismo, que en Corea es muy fuerte, no tanto como religión sino como cultura. Esto significa que hay que respetar a los mayores, que la familia es el pilar de la sociedad y que la ley de la sangre tiene prioridad sobre las demás leyes; en Corea, los hermanos y hermanas son importantísimos y lo que diga el padre o el hermano mayor no se discute. Y luego está todo lo que atañe al matrimonio: el amor es una responsabilidad y algo que compromete, uno no puede por lo tanto casarse con alguien que la familia no acepte y hay que plegarse al código coreano del seon, una especie de matrimonio arreglado por los padres, sobre todo si uno a los 30 años aún no está casado. Nuestros dramas deben reflejar esta mentalidad definida como un código ético muy rígido. Al mismo tiempo, si respetamos el código como telón de fondo, hay muchas cosas que se pueden mostrar en pantalla». ¿Qué, por ejemplo? BJ Song: «Primero, la risa. Un drama también tiene que ser fun. Luego, hay que hablar de la realidad, pues un drama coreano es muy real, los actores interpretan su papel normalmente sin sobreactuar como en las series japonesas, y esto es lo interesante. En nuestras series no hay sexo, pero sí que se ven besos: ¡no estamos en Bollywood! Y, como en la vida cotidiana, hay adulterios, prostitución y gays. Podemos tratar estos temas y lo hacemos».
Algo que me ha llamado la atención en los dramas coreanos es la omnipresencia de actores jóvenes y guapos. ¿Por qué? «La belleza física es el criterio esencial en un drama coreano, y en particular la de los chicos, porque el público de las series televisivas son sobre todo amas de casa y chicas. En Corea, por ejemplo, hemos audicionado a 400 actores para cada personaje de Boys Over Flowers. Y, como nuestras series están destinadas a la exportación, las doblamos: lo que importa más por lo tanto no es la voz o la dicción del actor, sino su look. Y a menudo en Asia se considera que los jóvenes coreanos son la quintaesencia de la belleza asiática, el tipo del top model. Y eso también lo exportamos».
La exportación de los dramas coreanos es una auténtica industria. Jung-Sook Huh, en la dirección de la cadena MBC en Seúl, me confirma la importancia de ese mercado. «Somos el primer productor de dramas coreanos. Los vendemos en toda Asia pero también vendemos “formatos”, lo cual es igualmente importante». Un formato, que tiene copyright, es más que una idea y menos que un drama: al adquirir los derechos, un productor puede volver a hacer la serie, aprovechar el argumento y los personajes, pero con la libertad, bien definida en el contrato, de adaptarlos localmente para hacerlos compatibles con los valores locales, y con actores nacionales que hablen el idioma del país.
La guerra del audiovisual en Asia oriental, entre Japón y Corea, entre Corea y Taiwán, y entre Taiwán y China, es en realidad una batalla de formatos, tanto como una batalla de programas. Se habla, por otra parte, de formal trade, es decir, del «mercado de los formatos».
Los coreanos, después de los japoneses, se han convertido en poderosos exportadores de formatos de dramas. Su lengua se habla poco en Asia, y por lo tanto les interesa comercializar conceptos más que productos acabados. Y así lo hacen: Corea vende el doble de formatos que de series llave en mano. Y lo más fascinante es la globalización de esos formatos y su mercado.
La venta de las series o de los formatos coreanos está en expansión en Asia; primero, hacia Japón, que constituye por razones económicas el primer mercado. Luego, hacia Taiwán, Hong Kong y Singapur, es decir, los mercados «chinos», con vistas a toda la problemática de penetración en la China continental. «China es para nosotros un mercado difícil de ocupar directamente. Allí lo que vendemos sobre todo son formatos. O bien pasamos por coproducciones con Shanghai Media Group y otras sociedades públicas chinas que nos sirven de intermediarios. Cuando esta vía no funciona, priorizamos la venta de los formatos a Taiwán o Singapur, que son los que se ocupan de transferirlos a China», me comenta Jung-Sook Huh. En otras palabras, los coreanos tienen los ojos puestos en China, y ha sido al constatar que la producción de Hong Kong para las series de televisión continentales ha bajado cuando han decidido entrar por esa brecha. Una vez más, la censura china tolera esas series de adolescentes inofensivas que no amenazan su soberanía. Pero si su éxito aumentara demasiado, es posible que la censura interviniera por proteccionismo económico.
La estrategia de Corea del Sur también consiste en posicionarse en los segundos mercados, los que interesan menos a los estadounidenses y a los japoneses. Tailandia, por ejemplo, es un mercado esencial para los coreanos, igual que Indonesia, que tiene casi 250 millones de habitantes. Todo el sudeste asiático, Filipinas, Malasia e incluso Vietnam, pese a su poco poder adquisitivo, pertenecen a esta categoría. Y la estrategia de los coreanos es inundar esos espacios económicos con series baratas, aunque pierdan dinero, como en Vietnam, para acostumbrar a los espectadores a la cultura coreana y poder luego sacar beneficios políticos y financieros. Los dramas y el K-Pop son para Corea una herramienta del soft power.
Otro mercado del que están muy pendientes es el de los coreanos que viven fuera de Corea del Sur, especialmente los 1,3 millones de coreanos que viven en Estados Unidos. «Los coreanos estadounidenses son la clave de nuestro éxito en Norteamérica, sobre todo gracias a las cadenas especializadas por cable», me explica Jung-Sook Huh. Pero otro mercado muy sensible también aquí es el de Corea del Norte. En el sur, se piensa en él constantemente aunque no se diga. Aquí, la cuestión del dinero importa poco, el objetivo es político. En Corea del Sur, todo el mundo me ha dado a entender que la difusión de los dramas al norte de la zona desmilitarizada que sirve de frontera es una prioridad inconfesada. Como esta frontera es infranqueable, los coreanos del sur tienen una estrategia que consiste en difundir sus series a través del mercado negro y la China continental. En las ciudades fronterizas entre China y Corea del Norte, los dramas coreanos y el K-Pop son fácilmente accesibles, sobre todo porque esas provincias están pobladas por muchos chinos de origen coreano y las relaciones comerciales sino-norcoreanas están actualmente en expansión. Los chinos venden a los norcoreanos sus lectores de CD obsoletos y sus VCR pasados de moda, sin que la policía norcoreana, pese a estar obsesionada por el control de los productos culturales estadounidenses o surcoreanos, sea capaz de frenar el movimiento. Pues bajo la dictadura comunista de Kim Jong-il se esconde en realidad un mercado negro generalizado que de hecho es un capitalismo exacerbado y subterráneo que no se reconoce como tal (la economía surcoreana es unas 50 veces más rica que la del norte, para una población que sólo es el doble). «Hace unos años, que te pescaran con un disco surcoreano te llevaba directamente a la cárcel. Hoy, los policías norcoreanos lo máximo que hacen es requisarte los productos culturales para su propio uso», me explica en Seúl un importante profesional del comercio con China (que se niega a ser citado para no poner en peligro su empresa).
Y luego está, en materia de exportación de dramas coreanos, el mundo musulmán. «Vendemos muchos dramas en Oriente Medio, pues las mujeres musulmanas se identifican totalmente con las protagonistas coreanas —me confirma Jung-Sook Huh, en la dirección de la cadena MBC de Seúl—. Nuestras ideas sobre la familia y el puesto que ocupa la mujer son bastante compatibles. Nuestra serie Jewel in the Palace en 54 episodios, por ejemplo, ha tenido un éxito enorme en Irán y en Afganistán. El Golfo también es un mercado que está creciendo mucho. Al mismo tiempo, hay una tensión difícil de resolver entre las expectativas muy conservadoras del público de los países musulmanes y de la censura china, que quieren historias muy románticas, fantasía, personajes que se identifiquen claramente como “buenos” y “malos”, y las expectativas mucho más posmodernas, por decirlo así, del público japonés o de los coreanos estadounidenses, que quieren historias más actuales, más inesperadas y menos respetuosas con los códigos. Debemos hacer un cierto equilibrismo entre esos mercados, y por eso producimos diferentes formatos. Por una parte, Jewel in the Palace, con la estrella mundial Lee Young-Ae, una joven pobre que se convierte en la cocinera de un rey y cuya historia transcurre hace quinientos años; y por otra, Coffee Prince, una miniserie muy gay friendly en la que el protagonista no quiere seguir las consignas de su familia y abre un café en un barrio hip de Seúl para el cual únicamente contrata a chicos guapos como camareros y se enamora de un travesti que resultará ser una mujer de verdad…». Posmoderno, en efecto.
En un barrio apartado pero elegante de Seúl, conozco al día siguiente a Kim Jong Sik, el presidente ejecutivo de Pan Entertainment, una importante empresa productora de dramas. Le acompaña una productora de televisión y, como ninguno de los dos habla inglés y yo ese día no tengo a mi traductora, hace venir a uno de los actores jóvenes más prometedores de la casa, Yoo Dong-hyuk, que es bilingüe. «Los dramas coreanos son muy atípicos. En ellos hay deseo, pasión, amor puro y grande. Por eso tiene éxito en toda Asia nuestra serie Sonata de invierno». Kim Jong Sik insiste en que la música es muy importante en los dramas y contribuye a dar a conocer a cantantes del K-Pop en toda Asia. Las dos industrias, como en Bollywood, van de la mano.
Kim Jong Sik se detiene y no logro comprender lo que me quiere decir. El joven Yoo Dong-hyuk tampoco consigue traducírmelo. Kim Jong Sik saca una máquina de traducir Samsung y busca la palabra. Y la máquina dice: «confucianismo». Es la segunda vez que emplean esta palabra delante de mí en Seúl. Kim Jong Sik continúa: «La China comunista ha rechazado el confucianismo, Japón no lo ha adoptado, sólo los dramas coreanos han conservado el espíritu de Confucio y esto es lo que explica el éxito de nuestras series en Asia. Esto es lo que los chinos esperan conscientemente y los japoneses buscan inconscientemente. En cuanto a los coreanos, que hoy son mayoritariamente cristianos, no dejan de estar muy influidos por el espíritu del confucianismo». No quedo muy convencido por este análisis seudorreligioso, pero no desecho la idea.
Más tarde, en el café Starbucks de la esquina, prosigo la conversación con Yoo Dong-hyuk, que ha sido mi traductor improvisado. Top model, 26 años, camisa blanca, una chaqueta negra larga, unos vaqueros de marca y los cabellos despeinados como los actores de Boys Over Flowers. Le pregunto cómo se llama este corte de pelo tan frecuente entre los jóvenes ídolos: «A la coreana», me responde simplemente Yoo Dong-hyuk. Y añade: «Este corte es el que nos hace sweet, a las chicas les encanta». El joven, según me ha dicho el jefe del grupo Pan Entertainment que lo tiene contratado, ya ha rodado seis dramas y es una estrella en Estados Unidos para los coreanos estadounidenses. ¿Por qué habla tan bien inglés? «He actuado en Estados Unidos —me responde—, y estoy fascinado por la cultura televisiva estadounidense, la forma de interpretar de los actores de Friends, y por supuesto de Wentworth Miller en Prison Break». Y luego dice: «Me gustaría ser una especie de Yunjin Kim en chico» (esta actriz de Seúl actuó en la famosa película coreana Shiri antes de ser contratada para la serie televisiva estadounidense Perdidos). ¿Cómo se hace para convertirse en estrella en Corea? «Es cuestión de suerte, de timing, y hay que ser guapo, esto es lo más importante». Interrogo al ídolo sobre su contrato para saber en qué régimen trabaja para la productora: «No puedo contestar, esto se lo tiene usted que preguntar a mi agente, él es quien se ocupa».
Lo que me llama la atención en Corea y en Japón es lo jóvenes que son los actores. En Bollywood y en Hong Kong, las estrellas son actores maduros y que se han hecho famosos con los años, los Amitabh Bachchan, Shah Rukh Khan, Jackie Chan, Andy Lau. En Corea, la mayoría de los actores son jovencísimos y a menudo no tienen ni 20 años. Es una cultura exacerbada del teen pop: lo que quieren los adolescentes determina lo que el conjunto de la población consumirá. Me digo que ese fenómeno es una inversión de lo que fue la cultura durante siglos en Europa, pero también en Asia, la del Ramayana o el Mahabharata, la de Akira Kurosawa, Kenzaburo Oe o Yukio Mishima. Actualmente, en su lugar, son las boy bands japonesas, los jóvenes actores de los dramas con su pelo largo cortado «a la coreana», las estrellas del rap thai y las jóvenes cantantes de Taiwán los que dan el tono de la cultura asiática globalizada.
Existe una fuerte polémica en Corea sobre las presiones que ejercen los estadounidenses para liberalizar la industria audiovisual y el cine a fin de abrir el mercado de los contenidos a los estudios hollywoodenses. Por un acuerdo bilateral de librecambio del 30 de junio de 2007 firmado en Washington, los coreanos han aceptado flexibilizar sus cuotas de pantalla para el cine. Las organizaciones oficiales de defensa del cine coreano y los activistas de la Coalition for Cultural Diversity in Moving Images de Seúl me dieron a entender que Estados Unidos había amenazado con retirar sus tropas de Corea si se mantenían las cuotas contra las películas estadounidenses. ¿Retirar al ejército estadounidense de Corea? Me parece un poco exagerado. Probablemente no ha existido nunca esta presión de la cual, por cierto, los estadounidenses, que no habrían cambiado hard power por soft power, habrían sido las primeras víctimas. Pero que los estadounidenses se han aprovechado de la relación de fuerzas y han hecho todo lo que han podido para suprimir esas cuotas de pantalla es evidente.
En la embajada de Estados Unidos en Seúl, superprotegida por los marines, me recibe el ministro consejero, un diplomático con mucha experiencia que tiene el título de agregado comercial (no tengo derecho a dar su nombre). Niega de plano toda presión. «Corea es un mercado clave en las industrias de contenidos para los estadounidenses, junto con Japón, uno de los principales para nosotros en Asia. Esto es un hecho. Pero las cuotas en el cine son los propios coreanos los que han aceptado bajarlas porque tenían otros intereses económicos que defender, más importantes para ellos. Esto no ha sido nunca un prerrequisito, como se ha dicho. Puedo asegurárselo, porque fui yo quien negoció este acuerdo. Y francamente, si hubiera habido una condición sine qua non por nuestra parte, no habría sido la del cine. Los coreanos tenían también por su parte muchas exigencias, especialmente en lo tocante a la agricultura, y por lo tanto fue una negociación. Una negociación difícil, pero una negociación como muchas que llevamos a cabo en muchos países para firmar acuerdos comerciales bilaterales. Los coreanos tenían mucho empeño en firmar este acuerdo, que es esencial para su industria electrónica y su agricultura, y aceptaron sacrificar el cine. Eligieron Samsung antes que las películas. Fue su elección».
El sistema coreano de cuotas es original. Durante cierto número de días al año, el cine nacional debe ser el único que se proyecta, y cada sala de cine es libre de elegir los días en que prescinde del cine extranjero. Hasta 2007, 146 días del año quedaban así reservados para el cine coreano, es decir, en torno al 40 por ciento; esta cuota bajó a 73 días tras el acuerdo coreano-estadounidense, es decir al 20 por ciento. El resultado no se hizo esperar. El cine estadounidense representaba el 40 por ciento del box office coreano antes del acuerdo comercial bilateral de 2007 (60 por ciento el cine coreano), y desde entonces ha subido al 50 por ciento (y el cine coreano ha caído al 49 por ciento). «La disminución de las cuotas no es la única explicación del desplome del cine coreano, aunque haya contribuido —corrige Mark Siegmund de la Seoul Film Commission—. El problema es que nuestra industria produce menos películas, y cada vez menos películas para un público mainstream. Nuestro cine sigue gozando de buena salud en los festivales de arte y ensayo de Europa, pero ya no atrae a los jóvenes coreanos. Este es nuestro problema, no sólo la cuestión de las cuotas». Si bien en el Korean Film Council, que es el brazo gubernamental para proteger la industria cinematográfica, se defiende firmemente este sistema de cuotas, la mayoría de mis interlocutores de la industria del cine en Seúl, y sobre todo entre los distribuidores, tienen más dudas. Algunos incluso consideran que las cuotas son contraproducentes y defienden su supresión: «Estas cuotas han debilitado las salas de cine. Como los jóvenes coreanos quieren ver películas estadounidenses sobre todo, se han distanciado de las salas y se les ha incitado a comprar DVD o a piratear las películas en Internet. Además, es un sistema indiferenciado que sanciona tanto el cine japonés, taiwanés o francés como el cine estadounidense. Y la verdad es que hacía ya mucho tiempo que los propios distribuidores no respetaban las cuotas. De hecho, en vez de este sistema arcaico, lo que necesitamos es una producción nacional fuerte, de calidad y para el gran público. Y ésta es la única solución», me explica el responsable de una red de multicines (que no desea que lo cite por miedo a las reacciones de la profesión). «En realidad, hay que reconocer que, como en México, la MPA ha luchado ferozmente contra el sistema de las cuotas coreanas concentrando su acción de lobby en los distribuidores locales. Convencidos de que los blockbusters hollywoodenses eran lo que deseaba el gran público, y sobre todo la juventud coreana, los distribuidores han sido los mejores aliados de los estadounidenses para reclamar la supresión de las cuotas, esperando así ver aumentar sus beneficios», me comenta Alejandro Ramírez Magaña, el célebre propietario de la red de salas mexicanas Cinépolis, que invierte mucho en Asia (y con el cual converso en México). Para los distribuidores, el resultado sin embargo no parece haber sido muy bueno.
Sea como fuere, con cuotas o sin ellas, Corea del Sur aparece desde la guerra de Corea como el estado estadounidense número 51. Habida cuenta de la frontera hermética con Corea del Norte, es una isla, y un verdadero buque de guerra estadounidense. En las calles de Itaewon, no lejos de una base estadounidense, vemos patrullar a los militares y, por la noche, los bares de mala nota están llenos de soldados. Estados Unidos es el país donde hay más coreanos fuera de Corea. Todo eso cuenta en los intercambios culturales entre los dos países.
Pero en esta relación especial con Estados Unidos también interviene un problema más complejo para los coreanos, que se combina con una necesidad de reconocimiento y una búsqueda de identidad. Contrariamente a Japón, que quiere preservar su singularidad, o Singapur, que no tiene esa pretensión, Corea intenta recuperar una identidad. Una identidad compleja que perdió con la guerra de Corea y la separación con el Norte. Hay odio hacia esa Corea del Norte, pero también una fascinación un poco envidiosa por la pureza nacionalista «coreana» que encarna todavía, siendo así que Corea del Sur se ha globalizado. Existe una relación compleja con los estadounidenses, que aceptaron morir por una Corea del Sur libre pero que en Corea hoy son omnipresentes militarmente y pesan como una losa. Finalmente, hay un sentimiento de insularidad que constriñe a Corea del Sur entre Japón, el colonizador de ayer, y China, que ahora es una amenaza económica y quién sabe si militar. No es fácil hoy en día ser surcoreano.
A una hora en coche al oeste de El Cairo, cerca de las pirámides, se hallan los estudios de cine y televisión egipcios, una verdadera ciudad conocida con el nombre de Media City. En realidad, esa ciudad nueva, enteramente construida en el desierto, se llama «6th October City» (en referencia a la guerra del Yom Kipur de 1973 que los egipcios dicen que ganaron).
Aquí es donde se producen los mousalsalets, es decir, los culebrones televisivos del ramadán. Inventados por los egipcios, estas soap operas son populares en todo el mundo árabe. Duran una media de 50 minutos por folletín (o sea, con la publicidad, una hora de programa televisivo), cada serie se compone de 30 episodios y se difunden cada día durante el ramadán, y luego se vuelven a emitir hasta la saciedad durante todo el año. En Media City se ruedan unas veinte series completas cada año.
«El éxito de los mousalsalets está estrechamente ligado al ramadán —me explica Youssef Cherif Rizkallah, que dirige el departamento internacional de Media City—. Las familias se pasan un mes encerradas en casa durante todo el día y por lo tanto ven la televisión constantemente. Ni siquiera los jóvenes pueden ir al cine, salvo por la noche». El modelo es bastante sencillo: se trata de un entretenimiento para el gran público, ligero y comprensible para todos. Si bien abordan las cuestiones de la vida cotidiana, los problemas conyugales o sociales, son ante todo folletines morales. «Es un entretenimiento con valores y principios», subraya Youssef Osman, el director de la producción de los culebrones en Media City. Y añade, lúcido: «Estos valores, totalmente conformes con la religión musulmana, son lo que explican el éxito de los culebrones del ramadán en el mundo árabe, pero también su fracaso fuera de ese mundo».
Este entretenimiento popular egipcio conoce sus límites, incluso a domicilio. «Los jóvenes quieren más acción y menos melodrama —prosigue Youssef Osman—. Por eso empezamos a hacer series de 15 episodios en vez de 30, para acelerar la historia. Los jóvenes también quieren ver chicas más guapas, sin velo, algo ligeras de ropa». ¿Los jóvenes quieren más sexo? «Yo no diría que quieren sexo, pero quieren al menos que el chico pueda besar a la chica. Y ahora ya dejamos que de vez en cuando los chicos besen a las chicas». Estas grabaciones, más libres, son bien toleradas hoy en Egipto, Marruecos, Túnez, Líbano, Siria o Palestina, pero todas las escenas de besos, o de un poco de destape, son sistemáticamente cortadas en los países del Golfo y en Arabia Saudí. «Creo que el éxito en todo el mundo árabe del cine egipcio en general y en particular de los mousalsalets es debido al hecho de que nosotros somos más libres y estamos más liberados que el resto de los países musulmanes —puntualiza Youssef Osman—. Nuestras películas abren un espacio de libertad, un imaginario, a los jóvenes árabes, y les gustan la belleza de nuestras mujeres y el atractivo de nuestros hombres». ¿El recrudecimiento islamista puede hacer cambiar las cosas? Youssef Osman se reclina un poco en su sillón, bajo el retrato del presidente Hosni Mubarak: «Ya veremos. La televisión y el cine egipcios cada vez están más controlados por los capitales de los países del Golfo. Y esto tendrá consecuencias. Hay actrices que no llevaban velo y ahora se lo ponen para responder al mercado y llegar a un público más amplio, sobre todo en el Golfo. No cabe duda de que tenemos más mujeres con velo que hace veinte años. También aumentan otras formas rampantes de islamización en el audiovisual egipcio. Esto también tendrá consecuencias. Globalización contra islamización: éste es el debate hoy aquí».
Verdadera Cinecittà de Oriente Medio, especie de Hollywood oriental, Media City es un complejo cinematográfico de alto nivel, uno de los más modernos de la zona árabe. Sus estudios, construidos en el desierto, no tienen parangón, aparte tal vez de la Media City de Dubai. El complejo cinematográfico, que es una zona franca con condiciones de rodaje muy ventajosas, fue creado por el Ministerio de Información egipcio en 1998 con capitales mitad públicos mitad privados. Se inauguró en 2002 y ofrece unas infraestructuras, unos equipos técnicos, un personal y unas competencias muy amplias, además de permisos para rodar en el desierto o delante de las pirámides. «Si un productor necesita 1.000 figurantes, yo se los encuentro en un par de horas», me explica Youssef Cherif Rizkallah. Con dos inmensos estudios de cine, 75 platos de decorados, 50 estudios de televisión y 15 zonas de rodaje exterior en decorados naturales, el lugar, que visito detenidamente, es fascinante. Si necesitas una pirámide (de cemento, con la fachada nada más), una estación ferroviaria, una calle antigua de El Cairo, un campamento beduino, un río o un bosque tropical, e incluso un campo minado con soldados israelíes de plástico, ahí lo tienes, preparado y a punto.
Por eso vienen a rodar a Media City desde toda la zona árabe, desde los países del Golfo sobre todo, pero también del Líbano, de Siria y de Irak, pues los mousalsalets iraquíes actualmente se ruedan en los estudios de October City. Los responsables de Media City esperan atraer también rodajes de Europa; me hacen la propaganda de sus equipamientos sin darse cuenta de que las reglas de rodaje, la cuestión del velo islamista y la prohibición total del alcohol pueden disuadir a los productores occidentales. De nuevo, lo que hace la fuerza de Egipto respecto al conjunto de los países árabes también hace su debilidad frente al resto del mundo.
No obstante, al final de la visita, tengo una impresión rara, como si el lugar encarnase una megalomanía de otros tiempos, no tanto el Egipto de los faraones como la Rumania de Ceaucescu, en versión Hosni Mubarak. Unas fuentes inmensas de las que no sale agua; unas avenidas desiertas que no llevan a ninguna parte; unas montañas artificiales constituidas de escombros; pálidas copias de esculturas egipcias; por todas partes, y hasta en el Master Control Room, hombres echándose la siesta. El mismo edificio central —que lleva el nombre de «complejo Mubarak A»— está enteramente construido con la forma de la letra H. Pregunto por qué. «H de Hosni», me responde Youssef Cherif Rizkallah.
«Los culebrones del ramadán que hacen los egipcios ya no son nada modernos. Estos mousalsalets son demasiado históricos, demasiado rodados en estudio y tratan los mismos temas desde hace cuarenta años. El público árabe no los soportará durante mucho tiempo más y los jóvenes ya huyen de ellos». En Damasco, unos meses más tarde, Firas Dehni, un célebre director de culebrones televisivos y ex director del departamento de producción de la televisión nacional siria, emite dudas sobre el modelo egipcio.
En Siria, las series televisivas van viento en popa. El cine nacional está por los suelos, pero los culebrones gozan de muchísima salud. «Encarnan el infitah, la apertura actual del país», me explica Firas Dehni, con el cual me he reunido en un restaurante de la ciudad vieja de Damasco, durante una pausa que hace su equipo en el rodaje. Y añade: «Aquí, filmamos en la calle, en el exterior, y abordamos todos los temas tabú, como la corrupción, la sexualidad, el aborto, la droga, las relaciones sexuales fuera del matrimonio e incluso la transexualidad. Pero, claro está, hay una línea roja que no se puede cruzar» (Firas Dehni, que trabaja para la televisión oficial, no me dirá cuál es, pero yo sé que toda crítica política o religiosa, toda distancia respecto a los principios musulmanes, toda defensa de los derechos humanos o de la libertad de asociación, toda apología de Israel, toda crítica del presidente Bachar al-Asad, te conducen directamente a la cárcel, como me confirmó el responsable de una ONG que entrevisté en Damasco y que acababa de pasar dos años en prisión por defender los derechos humanos).
Los culebrones sirios están fabricados según el modelo de las series estadounidenses: cada episodio contiene una historia completa con un principio y un final, y por lo tanto no es necesario verlos cada día para entender el argumento. Es su fuerza respecto a los mousalsalets egipcios, donde los episodios tienen una continuidad durante toda una temporada, en particular durante el ramadán.
Makram Hannoush, un libanés que produce en Damasco numerosas series de televisión, está sentado a la mesa de un hotel del centro histórico de Damasco y se interroga acerca de ese boom actual de la industria audiovisual en Siria. «Hay que relativizar las cosas. Se utiliza el argot, se graba en exteriores, se es un poco más libre. Todo esto es cierto. Pero aunque nuestras series son muy inventivas, tenemos menos libertades cuando llega el ramadán. Entonces, tenemos que volver a los formatos tradicionales muy rígidos, como los egipcios, y adoptamos de nuevo el formato de 30 episodios de 45 minutos, es decir, 22 horas 50 minutos en total. Ni un minuto más. Esto es el ramadán».
El famoso actor sirio Jihad Saad, que ha actuado en muchos culebrones del ramadán, defiende más el sistema y se muestra un poco perplejo en cuanto a la mutación que se está produciendo: «¿Qué es la apertura siria? ¿Abrirse a los estadounidenses? ¿Hacer lo que hacen los estadounidenses?».
Siria, que es una recién llegada a la producción audiovisual árabe, aparece como contrincante de Egipto con sus cincuenta series de televisión anuales. Juega la carta de la audacia, pues a pesar de las reglas drásticas de la dictadura siria, sabe que sólo puede afirmarse tratando temas de actualidad, con rodajes en exteriores y asumiendo riesgos. El régimen la deja hacer. El éxito económico en la exportación de esa industria creativa que está conquistando cuotas de mercado en el mundo árabe no es ajeno probablemente a esa libertad bien encuadrada, pero no presagia nada respecto al futuro. Por ahora, a falta de democracia política y de libertad de los medios, la modernización de Siria, el rival de Egipto, pasa por las series televisivas. ¿Hasta cuándo?
Estoy en un restaurante indio con dulces de plástico, una actriz envuelta en un sari, una camarera que repite varias veces la escena a petición de un director que parece algo impaciente. La escena es decisiva; se comprende que la actriz se ha enamorado de un intocable cuando su familia ya había organizado la boda arreglada. En el exterior, se ha construido una calle de Jaipur, la ciudad del Rajastán, con sus lavaderos, un templo indio e incluso un cine en el que proyectan, según reza el cartel, Jodhaa Akbar, una película reciente de Bollywood con su estrella Aishwarya Rai Bachchan. Por necesidades del rodaje de la serie de televisión Camino de las Indias, el director incluso ha pedido que construyan un trozo del Ganges; centenares de obreros se han puesto manos a la obra. Y el Ganges está aquí, en el decorado. Como si el Ganges pasara por Jaipur.
La única particularidad de este rodaje es que en el plato se habla portugués. Porque estoy en Río de Janeiro, en Brasil, en los estudios de TV Globo. Camino de las Indias (Caminho das Indias) es una telenovela que están escribiendo y rodando y que millones de brasileños ya siguen con fervor cada noche de la semana. Esperando un nuevo episodio, como el que están rodando delante de mí. Y cuyo tema es la India.
Situados a una hora de coche al sudoeste de Río, los estudios del Projac (el nombre oficial es Central Globo de Produçao) se inauguraron en 1995 y comprenden, en una superficie de 130 hectáreas, 10 estudios de los cuales 4 están totalmente dedicados a las telenovelas brasileñas. Con 2.500 horas de programación rodadas cada año, estos estudios pertenecen al gigante TV Globo, una de las cuatro cadenas más poderosas del mundo. Estamos en el corazón de la industria brasileña del entertainment.
«Si quieren saber cómo eran los estudios estadounidenses de la edad de oro de Hollywood, miren lo que hacemos aquí», me dice con cierta ironía Guel Arraes, el director de telenovelas, guionista de éxito y actual director de la unidad fiction de los estudios de TV Globo. Él mismo, como la mayoría de los técnicos y los actores de telenovelas, es un asalariado. Para Globo se trabaja con un salario anual, y no con un contrato para una telenovela concreta. Como en el Hollywood de la década de 1930.
Durante un día, recorro los estudios de TV Globo, a bordo de un carro elétrico (un golf cart en brasileño), pilotado por Edson Pimental, el director ejecutivo de los estudios Projac. En los lugares de rodaje, veo una falsa favela, una pista para helicópteros, una iglesia con cada fachada de un estilo diferente (gótico, barroco y románico), un cuartel de bomberos (éste es real), un decorado de Fez y otro de Miami, y naturalmente una calle de Jaipur a orillas del Ganges. La mayor parte de estos decorados están montados sobre ruedas para poder desplazarlos, cambiarlos de posición y guardarlos. Estoy en una verdadera fábrica de sueños, una fábrica sobre ruedas. Más tarde, visito el taller de costura donde se guardan 65.000 trajes, cada uno con un código de barras, alineados durante varios kilómetros.
TV Globo emite 6 episodios de cada telenovela por semana, y hasta 5 telenovelas al día, de las cuales 3 son inéditas, a las 18 horas, a las 19 horas, a las 21 horas, y miniseries hacia las 22 horas. Cada día hacia las 14 horas se vuelven a emitir telenovelas de las temporadas anteriores. «Aquí tenemos que producir por lo tanto unos veinte episodios por semana. Es matemático», me dice Edson Pimental.
Y añade: «Y los emitimos al cabo de una semana de haberlos rodado. La telenovela es un producto fresco».
¿Un producto fresco? Sin duda. Pero también un producto que es objeto de constantes adaptaciones porque el género ha sufrido toda clase de remiendos y necesita cambiar. Guel Arraes recapitula: «En Brasil la telenovela es una institución. En el campo como en las favelas, todo el mundo ve la telenovela de la noche, la más popular, la de las 21 horas, después del Jornal nacional de las 20 horas, que es el que todavía ven la mayoría de los brasileños». ¿Cuál es el tema? «A grandes rasgos, la historia de una pareja que quiere besarse pero que el guionista ha decidido, en casi 200 episodios, que no puedan hacerlo. Se comprende la impaciencia de la pareja, y de los telespectadores. Mientras, hay una infinidad de intrigas secundarias que mantienen el suspense, que es un elemento decisivo en la telenovela». Éste era el modelo. Pero está en plena transformación. Guel Arraes continúa: «Pero los tiempos cambian. Para la exportación, ahora reducimos el número de episodios a 50 o 60, suprimiendo a menudo las intrigas secundarias, para conservar sólo la main story line» (Arraes emplea la expresión en inglés, el «argumento central»). Le hago observar que 60 episodios para besarse resultan un poco excesivos.
Las telenovelas varían mucho de un país a otro, tanto en estilo como en espíritu. «La telenovela brasileña es menos melodramática que la de los demás países de América Latina —prosigue Guel Arraes—. Nosotros queremos ser más realistas y los actores interpretan exagerando menos y no sobreactúan tanto. No necesariamente aparece de pronto una mujer un poco gorda levantando los brazos en una escalinata a la entrada de la casa, símbolo de la opulencia y de la diferencia social, gritando “¡Dios mío!”».
Brasil fue el primer país que puso las telenovelas en prime time, cuando en los demás países de América Latina se emitían siempre por la tarde, para un público de amas de casa. Y el resultado fue espectacular, además con una importante audiencia masculina. «En México, las telenovelas son más tradicionales, más melodramáticas y por tanto más conservadoras: la protagonista es pura, es blanca, siempre es buena, sufre, es una santa. En Venezuela, las telenovelas son un mero entertainment y paradójicamente, en el país de Chávez, son más liberales. En Colombia, se basan en hechos reales para hacer telenovelas policiacas o fantásticas. En Argentina, la protagonista también sufre, pero puede resultar perversa, jugar un doble juego y al final ser mala. Se atreven a abordar temas controvertidos. Rompen un poco los esquemas que uno esperaría», resume Víctor Tevah, director adjunto de una importante sociedad de producción de telenovelas argentinas, Pol-Ka, con sede en el barrio hip de Palermo, en Buenos Aires.
En Brasil, se rueda mucho en exteriores, al menos el 40 por ciento de la serie, a menudo también en el extranjero, mientras que, por ejemplo en México, las telenovelas se hacen sobre todo en estudio. Los costes son más elevados, pero se pueden ofrecer imágenes más coloristas y más creíbles. «La especificidad de nuestras telenovelas es que se ruedan sobre la marcha, lo cual nos permite modificar la historia en función de las reacciones del público y de la audiencia. Y sobre todo, la historia continúa, no es como una serie televisiva estadounidense donde cada episodio cuenta una historia; en Brasil, hay que ver los 180 episodios para conocer toda la historia, la audiencia es más fiel y más leal», me explica Edson Pimental, el director ejecutivo de los estudios de TV Globo.
Las telenovelas brasileñas son por lo tanto más largas, generalmente tienen entre 170 y 180 episodios en TV Globo, 250 en Record TV, y si el éxito la acompaña, la telenovela puede prolongarse indefinidamente (el máximo hasta ahora ha sido de 596 episodios). Tanto si son comedias, dramas o sobre todo melodramas, los temas que abordan son muy variados, con frecuencia ligados a problemas personales y sociales: disfunciones familiares, dificultades de pareja, revelación de un hijo ilegítimo. También abordan la vida en las favelas, la droga, el alcoholismo y la corrupción. Como el mercado publicitario está concentrado en las capitales de Sao Paulo y Río, éste influye en el contenido: «Como el público de las grandes ciudades es más abierto respecto a las cuestiones sociales, la sexualidad, la homosexualidad, las telenovelas brasileñas son más modernas, más edgy. Es así de sencillo», confirma Luigi Baricelli, una estrella a quien entrevisto en el restaurante de la cadena y que presenta en directo cada día el programa Video Show de TV Globo.
TV Globo no es el único actor de la telenovela en Brasil, aunque la cadena privada brasileña domine el mercado. Otro día, conozco al célebre guionista Tiago Santiago, que dirige las telenovelas de Record TV, la cadena competidora de Globo, próxima a los evangelistas y financiada sobre todo por Televisa, el gigante mexicano. «Como todo el mundo, yo procedo de TV Globo. Pero la competencia es sana: la próxima temporada produciremos tres telenovelas diarias». Como guionista, Tiago Santiago coordina un equipo de ocho coautores: «Escribimos juntos según un planning diario muy bien rodado; yo escribo temprano por la mañana la escena que vamos a rodar ese día, inspirándome en los sucesos que he leído en el periódico; luego lo mando por e-mail a mis colaboradores, que trabajan en su casa. Nos repartimos el trabajo, cada uno escribe su parte. A mediodía, todo el equipo me envía lo que ha escrito. Unificamos el argumento, corregimos, y al final del día tenemos unas cincuenta páginas preparadas, con sus emociones máximas y sus minifaldas. La escena que escribimos esta semana se rodará la semana que viene y se emitirá dentro de dos semanas. Eso nos permite estar totalmente pegados a la actualidad y a las expectativas del público». Tiago Santiago me explica, por otra parte, que sus ingresos dependen de la audiencia de la telenovela, su sueldo base aumenta según sean los resultados de la serie. «Al final del día, el éxito se mide de una forma muy sencilla: ¿has sido capaz de crear unas novelas que la gente tenga ganas de ver?».
A la entrada, hay un mapamundi inmenso con una televisión dentro. Es el logo de TV Globo. Estoy en la sede histórica del grupo, muy lejos de los estudios, cerca del jardín botánico de Río. Luiz Cláudio Latgé, uno de los directores de Globo, que actualmente es el responsable de la cadena de noticias, se muestra entusiasmado: «Las telenovelas de TV Globo contribuyen a unir al país lingüística y socialmente. Toda la familia, todas las clases sociales se reúnen alrededor de la telenovela de la noche. Brasil tiene casi 200 millones de habitantes, es un gigante, el único de América junto a Estados Unidos. En Brasil hay 120 estaciones que emiten nuestra señal y vendemos nuestras telenovelas a unos cien países. Es un éxito espectacular sobre todo teniendo en cuenta que hablamos portugués, que es una lengua poco utilizada en el mundo».
En realidad, Brasil es un recién llegado al mercado de los intercambios culturales internacionales. Todavía es un país emergente en lo que atañe al audiovisual, pues aunque ya hace tiempo que se venden las telenovelas brasileñas, lo cierto es que hasta hace poco no eran rentables. «Aún somos un mercado joven en el entertainment», me confirma Luiz Cláudio Latgé. En Brasil el público que tiene un poder adquisitivo importante y que es el que interesa a los anunciantes no supera los 6 millones de personas. Por consiguiente no es un mercado maduro. Pero si tomamos el ejemplo de los teléfonos móviles —90 millones de brasileños, es decir la mitad de la población, lo tienen—, las perspectivas de crecimiento son claras. «Las personas con un poder adquisitivo importante deberían pasar pronto de 6 millones a 100 millones. Vamos a convertirnos en una formidable potencia económica y los recursos del entertainment y de los medios se multiplicarán. Muy pronto Brasil dejará de ser un país emergente, ya habremos emergido», concluye, sonriente, Luiz Cláudio Latgé.
Los mercados de las telenovelas brasileñas son muchos. Primero están los hispanos, y las series ya se ruedan de entrada en dos versiones: la portuguesa para Brasil y la española para la exportación al resto de América Latina (y un poco a España, donde las telenovelas brasileñas no se venden mucho). El principal mercado hispano en esta zona sigue siendo México, por su tamaño. Argentina es un mercado más limitado, pero prescriptor, ya que es un buen test para los demás países. El mercado lusófono se limita a Portugal, pero es un cliente fiel, importante simbólicamente para TV Globo, aunque económicamente poco significativo. Además de los países de América Central y América del Sur, intermitentes consumidores de telenovelas brasileñas en función de sus propias producciones, está el mercado latino de Estados Unidos. En este sector, México tiene la ventaja del número y del estilo; TV Globo, sin embargo, ha firmado un importante acuerdo de cinco años con la cadena estadounidense Telemundo para emitir sus productos doblados al español.
Luego están los países de Europa Central y Oriental, que son grandes consumidores de telenovelas. Rumania, por ejemplo, tiene una cadena, Acasa TV («la televisión en casa»), dedicada en buena parte a las telenovelas sudamericanas. Los productos brasileños, colombianos y venezolanos son los que mejor funcionan en Rumania. ¿Por qué? «En Rumania las telenovelas aparecieron justo después de 1989, como una especie de exorcismo de aquel primer reality show que fue la revolución de nuestro país —me explica el crítico de cine rumano Alex-Leo Serban—. Estas telenovelas tienen en Rumania un público mayoritariamente femenino, no muy culto. Hay madres adictas a las telenovelas que incluso han bautizado a sus hijos con los nombres de los protagonistas. Sin duda el hecho de que Rumania sea un país latino, con una lengua próxima al italiano, facilita esta identificación. Pero es un hecho que las telenovelas brasileñas también funcionan en Rusia, Polonia, Serbia y la República Checa, lo cual confirma la extensión del fenómeno. «Los países del Este y Rusia representan hoy el 70 por ciento de nuestras ventas —me confirma en Buenos Aires Michelle Wasserman, que comercializa las telenovelas argentinas de la cadena Telefe—. Los rusos prefieren nuestras telenovelas por razones ideológicas, porque no son estadounidenses, y porque nuestros actores son más “blancos”, parecen más europeos que los de las series mexicanas o brasileñas, y es más fácil para los rusos identificarse con ellos. Esto es lo que hace nuestra fuerza en Europa, y a veces también en América Latina, porque los hispanos adoran a las actrices rubias de ojos azules».
El éxito de las telenovelas brasileñas también es considerable en Oriente Medio y en el Magreb, de una forma bastante similar a los dramas coreanos. Algunas telenovelas se han rodado en Marruecos, lo cual ha constituido sin duda un atractivo para el público árabe. Estos últimos años se han incorporado muchos ingredientes extranjeros, y especialmente árabes, a las telenovelas brasileñas, y esto también ha facilitado su difusión. Pero la clave del éxito comercial de las telenovelas en cuanto a la exportación es el precio. Globo vende sus telenovelas rebajadas; respecto a las series estadounidenses, se podría hablar incluso de hard discount. «Preferimos comprar telenovelas brasileñas antes que estadounidenses por el precio», me dice Sally Messio, la directora de los programas y presentadora estrella de la Televisión Nacional de Camerún (CRTV), cuando visito los locales de esa cadena estatal. «No compramos estos programas directamente a Brasil, sino a través de distribuidoras instaladas en Abiyán o en Dakar», añade. El Discop de Dakar es un salón especializado donde los países africanos se abastecen de series televisivas, como el Discop de Budapest para Europa Central y Oriental o el BCWW en Corea del Sur, el ATF en Singapur y naturalmente el MIP-TV de Cannes para los mercados europeos clásicos. «Hay muchos lugares exóticos, con frecuencia salones profesionales, donde se compran y venden esas series de televisión. Es un mercado verdaderamente internacional. Pero la mayor parte de las compras se realizan cada año en Estados Unidos, en los LA Screenings de Los Ángeles y en el NATPE de Las Vegas», me explica Michelle Wasserman, la directora de ventas internacionales de Telefe en Buenos Aires. En total, según las cifras de TV Globo, 104 países compran telenovelas brasileñas producidas por Globo. Es la primera exportación cultural de Brasil.
Al abandonar Río, me sorprende ver que el taxista, mientras conduce, mira con frecuencia una pantalla digital que tiene a la derecha del salpicadero de su vehículo. Me pregunto si eso es compatible con la seguridad, pero los conductores brasileños no tienen miedo a nada. El hombre se gira para hablarme mientras conduce, y me dice que le gusta mucho la telenovela que están dando. Le pregunto qué es, y me responde: Camino de las Indias.
Unos meses más tarde, estoy en México, en la sede de Televisa. Para entrar en ese imperio del entertainment, tienes que pasar por una pequeña puerta al pie de una autopista. Fuera, en la fachada, está el logo reconocible de Televisa, un inmenso sol amarillo. Dentro, lo que hay es una fábrica. Todo es tan inmenso y tan rápido que, según me dice Rodrigo Arteaga, el director adjunto de Televisa, «los actores no tienen tiempo de aprenderse el texto ni de conocer su papel, aquí utilizan pinganillos para que les apunten las réplicas». Asisto al rodaje de la telenovela Atrévete a soñar; el actor, una estrella mexicana al que las masas adoran, está en la cama en pijama. Me ponen uno de esos pinganillos y oigo al apuntador. «¿Voy a morir después de esta escena?», pregunta de repente el actor al director. Ya no recuerda el script de la telenovela en la que está actuando, pues no para de rodar escenas de distintas telenovelas que se filman sin seguir un orden lineal. Más tarde ese mismo día visito el Centro de Educación Artística de Televisa; es la escuela de actores que está dentro de los estudios, y allí asisto a algunas clases con los estudiantes. Durante tres años, nueve horas al día, aprenden a bailar, cantar y actuar. La formación se basa en una cultura física muy exigente y de 7.000 candidatos salen sólo 25 diplomados que han superado una selección rigurosísima. Estoy fascinado de que Televisa se tome tan en serio la formación de sus actores. Por la noche, al ver en la televisión un episodio de la telenovela que he estado viendo rodar, veo que continuamente la interrumpen con anuncios publicitarios. Me doy cuenta de que Televisa es una cadena mainstream de anuncios, entreverados con culebrones.
El mercado internacional de las telenovelas es actualmente el escenario de una guerra cultural entre la mayor parte de los países de América Latina, y los contendientes son grupos mediáticos muy poderosos. La competencia es tanto más feroz cuanto que aquí no hay ninguna cadena que sea común a todos los países de América Latina, como Star TV en Asia o Al Yazira en el mundo árabe. El gigante brasileño TV Globo se enfrenta con el gigante mexicano del entertainment Televisa, pero también con Telefe de Argentina, RCN de Colombia o Venevisión de Venezuela (que tiene la particularidad de producir sus telenovelas en Miami con su socia la estadounidense Univisión). Todos esos grupos compiten además en el mercado más rentable, que es el de los latinos que viven en Estados Unidos a los que las cadenas estadounidenses en español con sede en Miami, Telemundo y Univisión, también tratan de seducir.
Con 45 millones de hispanos en territorio estadounidense, sin contar los 10 o 15 millones de inmigrantes ilegales, mayoritariamente mexicanos, Estados Unidos es hoy el tercer país de lengua española del mundo, después de México y España. El mercado «latino» de Estados Unidos es esencial para todos los productores de telenovelas. Es una audiencia potencial mucho mayor que la de la mayoría de los países latinoamericanos, salvo México y Brasil. Se trata sobre todo de una diana ideal para la publicidad por su gran poder adquisitivo. Todos los actores de esa industria tienen por tanto la mirada puesta en Miami y Los Ángeles, capitales exógenas de América Latina.
Por ahora, el líder del mercado es sin duda alguna Univisión, cuya sede social está en Nueva York, pero cuyos estudios están en Miami. La cadena se lleva el 90 por ciento de la audiencia latinoamericana, sobre todo en la costa Oeste y en el sur de Estados Unidos, gracias a las telenovelas que compra al gigante mexicano Televisa, que es su socio privilegiado para Estados Unidos. Con las tres cuartas partes de su programación dedicadas a las telenovelas, Univisión se dirige sobre todo a los mexicanoamericanos, que se calcula que son más de 29 millones en suelo estadounidense (sin contar los ilegales, estimados al menos en 11 millones, es decir 40 millones de telespectadores potenciales en total). La cadena apunta en particular a los inmigrantes recientes, a los que todavía conservan la cultura del país de origen, y a sus hijos, la primera generación de mexicano-americanos, es decir, la comunidad más significativa numéricamente. En los estudios de Univisión en Miami es donde se graban cada semana los célebres talk shows de la cubanoamericana Cristina Saralegui, una especie de Oprah Winfrey latina, así como el programa de variedades Sábado Gigante, todos ellos retransmitidos luego por muchas redes televisivas latinas de Estados Unidos y de Latinoamérica en syndication.
Pero la competencia es dura: Telemundo, que pertenece a NBC-Universal desde 2002 y sólo tiene un 10 por ciento de audiencia, está progresando mucho en la costa Este. Contrariamente a su competidora, Telemundo apunta al público hispano en su diversidad, y en particular a los jóvenes latinos bilingües de segunda y tercera generación. Obsesionada por la idea de conquistar cuotas de mercado frente al líder Univisión, Telemundo lo ha probado todo desde hace diez años para recuperar su retraso: primero se puso a hacer remakes de series estadounidenses famosas, como Starsky y Hutch y Los ángeles de Charlie en español, convencida de que los latinos estaban lo bastante americanizados como para querer series estadounidenses y eran lo bastante hispanos como para quererlas en español. La audiencia cayó en picado. El segundo intento de Telemundo fue comprar telenovelas originales a las cadenas brasileñas como TV Globo, argentinas como Telefe o colombianas como RCN, y por supuesto a la competidora de Televisa-Univisión en México, TV Azteca. La audiencia cubana, puertorriqueña o colombiana esta vez respondió, pero no los mexicanoamericanos, que son el único mercado que cuenta. Estos seguían prefiriendo masivamente la otra cadena. Segundo fracaso. Más recientemente, Telemundo ha adoptado una nueva estrategia, cuya financiación ha costado mucho dinero a NBC: producir telenovelas originales en sus propios estudios de Miami con el fin de privilegiar las temáticas preferidas por los mexicanoamericanos, pero añadiendo una dimensión de su propia vida en Estados Unidos (cosa que no pueden hacer las telenovelas mexicanas de Televisa emitidas por Univisión). Las músicas se han encargado a grupos mexicano-americanos, el acento latino de los actores es más neutro y aparecen temas específicos, como el racismo antihispano o la inmigración ilegal en Estados Unidos. El éxito de este nuevo formato es modesto, pero la audiencia va creciendo de forma prometedora. Más recientemente aún, en un rapto digno de una telenovela, Telemundo y su poderoso propietario NBC han logrado romper parcialmente el acuerdo exclusivo entre Univisión y Televisa: el aspirante puede por tanto comprar a partir de ahora las series mexicanas de Televisa para la audiencia latina de Estados Unidos, pero también vender algunas de sus telenovelas rodadas en Miami en el mercado mexicano. Evidentemente, las perspectivas son buenas para ambas cadenas estadounidenses teniendo en cuenta la demografía: la población latina continúa creciendo en Estados Unidos y es seguro que el mercado hispano se consolidará.
Este potencial no se le escapa a nadie. Y la competencia no se limita a esos dos protagonistas, en guerra abierta desde hace diez años. En competencia con estas cadenas estadounidenses, también la brasileña TV Globo consigue vender sus formatos en Estados Unidos, igual que la argentina Telefe. E incluso las majors Disney, CBS y Time Warner han empezado hace poco a producir sus telenovelas en Miami para el público latinoamericano. «A grandes rasgos, podemos decir que el mercado de la televisión en América Latina son audiencias mexicanas y brasileñas, formatos imaginados en Río y Buenos Aires, dinero mexicano, directivos en Miami y un mercado jugoso en Estados Unidos», resume Mariano Kon, director general de la productora argentina Cuatro Cabezas.
Su colega de la productora Pol-Ka, también de Buenos Aires, se encarga justamente de la adaptación «latina» de Mujeres desesperadas, la serie estadounidense de éxito de Disney y ABC. «No hacemos una adaptación, sino cinco versiones: una para Brasil en portugués, tres para Colombia, Argentina y Ecuador, y una versión “telemundo” para la cadena del mismo nombre dirigida a la vez a los mexicanos y a todos los hispanos que viven en Estados Unidos», me explica Pablo Romero Sulla, el director de contenidos de Sogecable, la rama audiovisual del grupo Prisa, entrevistado en Madrid, «De una serie a otra, el fondo no cambia, lo que se modifica es la forma —añade Tevah—. Para cada versión latina, mantenemos el mismo marco, el mismo decorado, rodado en las afueras de Buenos Aires; en cambio, el interior de las casas sí cambia de una versión a otra. Se modifican detalles menores, como el vestuario de los personajes o los platos que comen. Cambiamos, por ejemplo, la profesión de determinados personajes: en la serie argentina, el fontanero se convierte en el dueño de una empresa de fontanería, porque aquí, contrariamente a Estados Unidos, es inimaginable que un fontanero viva en un barrio lujoso. En la serie para Telemundo, el inmigrante mexicano se convierte en inmigrante venezolano». En definitiva, y aunque en la serie original ya hay muchas mujeres al borde de un ataque de nervios, las productoras transforman la versión estadounidense en una verdadera telenovela. Y el nombre en español, un poco almodovariano, es Esposas desesperadas.
En América Latina, la cuestión de la adaptación local y el acento son importantes. Contrariamente a lo que a veces se cree, no todos los latinoamericanos hispanófonos se entienden fácilmente entre sí. «En general se piensa que el acento más típico es el de los mexicanos —me explica Mariano César, el director de programas de la cadena argentina ISAT, entrevistado en Buenos Aires—. El acento colombiano también es bastante típico. Pero los acentos cubano, argentino, uruguayo y venezolano son muy distintos. Para ser una cadena común de todos los hispanos, nosotros tratamos de emplear un español “neutro”, un español indiferenciado y un poco simplificado, o subtitular nuestras telenovelas y nuestros contenidos al máximo. Pero incluso los subtítulos deben hacerse en diferentes variedades, por ejemplo no se escribe igual para los españoles de España que para los argentinos. Si no, corremos el riesgo de que no sigan nuestros programas».
Mariano Kon, de la productora Cuatro Cabezas en Buenos Aires, no está muy convencido: «Hubo una época en la que creímos que el español “neutro” era la solución; es el español que se inventó para el doblaje, un español televisivo. Pero es muy artificial. Es el español con el que soñaban los estudios de Hollywood. Era una ilusión». Por su parte, Michelle Wasserman, directora de ventas de Telefe, la primera cadena argentina, me confirma en Buenos Aires: «El mercado de las telenovelas nos impone el doblaje. Porque incluso cuando vendemos nuestras telenovelas a países de habla hispana, tenemos que doblarlas; es impensable una serie francesa con acento quebequés; pues en América Latina es lo mismo».
En la sede de Canal 9 en Buenos Aires, una de las principales cadenas argentinas, el director general Carlos Gaustein, en competencia frontal con Telefe, hace un análisis bastante parecido al de su colega. Pero destaca el estrecho vínculo que existe entre los países productores de telenovelas y su economía, con el auge que están teniendo los países emergentes, incluso en el audiovisual. «La producción de telenovelas y la importancia de los mercados están estrechamente relacionadas con el poder económico. Ahora México progresa, el crecimiento de Brasil es espectacular, nosotros estamos estancados y Venezuela decae. El éxito depende mucho del mercado interior: los países emergentes salen mejor parados que los otros en la producción, y en las exportaciones se nota. Venezuela, por ejemplo, era un gran exportador de telenovelas. Pero el presidente Hugo Chávez ha debilitado el sistema de producción privado y los contenidos se han desplomado. En la actualidad, la cadena venezolana Venevisión se ve obligada a producir sus telenovelas en Miami con la cadena estadounidense Univisión». Las industrias creativas son tan industrias como las demás.
En Caracas, Marcel Granier, el director general de RCTV, una cadena hertziana que Chávez ha prohibido, pero que sigue emitiendo sus programas por cable y satélite, me confirma: «La economía está arruinada y la censura de los medios es total. Antes de Chávez, Venezuela era el segundo productor de tele novelas, después de México. Hoy apenas somos el quinto y tenemos que comprar series a los mexicanos de Televisa y a los colombianos de RCN». Su principal competidor, Venevisión, que ayer era muy contrario a Chávez pero que ahora se ha moderado por temor a perder el permiso de emitir, ha construido una segunda línea de producción de telenovelas en Miami «para tener más libertad, reagrupar sus tropas y preparar el futuro por si hay dificultades en Caracas» (según uno de sus responsables que prefiere mantener el anonimato). ¿Cuáles son las razones de este hundimiento? Germán Pérez Nahím, el director general de Televen, una importante cadena privada venezolana, se muestra prudente, pues no se puede permitir, me dice, tener una relación polémica con el gobierno de Chávez: «Las reglas jurídicas cambian con frecuencia. El mercado publicitario se ha desplomado. La reciente instauración de un doble tipo de cambio es arbitraria. La inflación está desbocada, las devaluaciones se suceden y el paro aumenta. Las tecnologías no están al día. Y se ha desatado la inseguridad económica. El hundimiento de la economía es lo que mata el mercado de las telenovelas. Sin olvidar que hoy Venezuela es el país con la tasa de criminalidad más alta de América Latina, lo cual debilita todos los proyectos». Su familia vive en Miami. Él mismo va con escolta.
La vicepresidenta de RCTV, Inés Bacalao de Peña, añade en Caracas otro elemento: el de la cultura y la lengua. «Las telenovelas venezolanas sufren porque están entre dos estilos. Nuestras historias no son ni clásicas, tradicionales e históricas como en México —con la chica pobre que encuentra el amor y el dinero y actúa con trajes de época—, ni contemporáneas y directamente relacionadas con la vida cotidiana de la gente, como en Brasil, donde las series hablan de las favelas, la droga y los gays. No somos tan libres en cuanto a costumbres como Río, pero sí más que México. Y además, está el problema del acento. El acento español de los mexicanos o de los colombianos es bien aceptado en América Latina. El de los argentinos y el nuestro no es tan bien recibido. Si queremos difundir nuestras telenovelas en América del Sur, debemos doblarlas».
Quizás lo más fascinante en esta geopolítica de las series televisivas es la cuestión del doblaje respecto al subtitulado. Este es un punto esencial en lo tocante al papel que desempeñan las culturas locales en la globalización. Incluso se puede clasificar los países en tres categorías. Primero están aquéllos, a menudo pequeños, que aceptan que las series extranjeras se emitan en la lengua original; en este caso, se subtitulan para que el público local las entienda. Es el caso de los países nórdicos, Países Bajos, Dinamarca, Finlandia, la Bélgica flamenca, pero también de Portugal, Israel, Islandia, Rumania, Malasia y todos los países árabes que subtitulan y no doblan. Luego están aquéllos que, muchas veces por nacionalismo, por razones sindicales o porque la población aún es parcialmente analfabeta, no subtitulan las series y prefieren el doblaje. Es el caso de Hungría, República Checa, Vietnam, Canadá (sobre todo Quebec), Francia, la Bélgica francófona, Italia (donde los sindicatos prohíben el subtitulado para proteger los puestos de trabajo de los actores que se dedican al doblaje) e incluso España, que hasta dobla con acento castellano algunas telenovelas latinoamericanas. Y luego hay un sistema mixto, menos frecuente, que es el empleado por los rusos o los polacos, y es el denominado voice-over: uno o dos narradores describen lo que está ocurriendo en la pantalla, pero los actores se expresan en su lengua original; es una forma de relato, de cuento, heredada de la censura soviética.
En Estados Unidos, en cambio, no les gusta ni lo uno ni lo otro. Como decía Jean Baudrillard: «América es la versión original de la modernidad y Europa la versión doblada o subtitulada». Así pues, en Estados Unidos prefieren las series y las películas originales, en inglés, y apenas importan series extranjeras. «Es más descansado —me explica con ironía Chris Clark, el director del Saint-Louis Film Festival, al que entrevisté en Misuri—. Con los subtítulos es menos entertaining. Uno abandona la cultura mainstream y entra en la de los nichos».
La guerra mundial de las series y de los formatos televisivos no ha hecho más que empezar. Como en una buena telenovela, este mercado despierta la codicia, la resistencia, provoca cambios de alianzas y muchas veces celos. Corea del Norte procura que los dramas surcoreanos no atraviesen la frontera; los chinos desconfían del éxito de los dramas taiwaneses; los japoneses multiplican los esfuerzos para vencer a los surcoreanos, que a su vez se esfuerzan por vencer a los japoneses; los sirios y los libaneses quieren recuperar el mercado de los culebrones del ramadán, secuestrado por Egipto, con los países del Golfo como emboscada; el gigante brasileño TV Globo combate al gigante mexicano Televisa, aunque para ello tenga que aliarse con los imperialistas estadounidenses de Telemundo; y Hugo Chávez querría que Venevisión, la cadena venezolana, produjese sus telenovelas localmente (ahora las crea en Miami, cosa que le exaspera). Es una verdadera guerra cultural la que se está librando ante nuestros ojos, y en nuestras pantallas.
Sin embargo, contrariamente al cine o a la música, por no hablar de los dibujos animados y los videojuegos, las series televisivas viajan poco, a menudo distancias cortas, a escala continental, raras veces a escala planetaria. El mercado de la televisión es un mercado muy local, aunque los formatos puedan ser mundiales. Unicamente los estadounidenses sacan tajada, multiplicando los programas para el gran público y logrando a veces, o en todo caso más que los demás países, hablarle a todo el mundo. Para comprender este éxito, hay que ir a la capital de la América Latina mainstream: Miami.