11. LOST IN TRANSLATION
En el piso 52 del Park Hyatt Hotel en el barrio de Shinjuku, en Tokio, empecé mi encuesta sobre los flujos de música en Asia esperando durante toda una tarde a un productor de J-Pop que al final no se presentó. Afortunadamente, el sitio es espectacular con una de las vistas más impresionantes sobre Tokio. Parece ser que mi anfitrión —luego me enteré— me estaba esperando en otro café en el piso 38. Premio de consolación: el New York Bar del piso 52 es el lugar en el que Bill Murray y Scarlett Johansson se encuentran en la película Lost in Translation. Y esta cuestión de la traducción es justamente la determinante para la circulación de los contenidos cuando hablamos de Asia.
La música contemporánea japonesa se llama hoy J-Pop (por Japan Pop). También se habla del K-Pop para designar al pop surcoreano, del «canto-pop» para el pop chino producido en Hong Kong y, a veces, del «mandarin-pop» (o pop continental) para el pop cantado en mandarín pero producido con frecuencia en Taiwán. Estos flujos culturales pop en Asia son complejos: dibujan una nueva cartografía de las industrias creativas asiáticas que es interesante analizar de Tokio a Beijing, de Shangai a Seúl y de Bangkok a Yakarta. He decidido seguir la música J-Pop, el K-Pop y el canto-pop a través de una decena de países de Asia para saber si existe una cultura asiática común. Sin embargo, la música no funciona como el cine; a pesar de estar en el mismo continente, me enfrento a unos intercambios culturales muy distintos.
«Hay dos clases de mercados internacionales para el J-Pop —me explica en Tokio Ichiro Asatsuma, el presidente de la Music Publishers Association of Japan, en la sede de ese importante lobby de la música—. Hay un mercado más bien asiático donde el J-Pop se exporta como música; y hay un mercado europeo y estadounidense donde el J-Pop se exporta como producto de acompañamiento para los dibujos animados, las películas de animación, los videojuegos y las series de televisión. Son dos mercados distintos».
En Asia, el J-Pop es poderoso en Corea del Sur, en los países agrupados bajo las siglas SEA (South-East Asia o sudeste asiático), pero no existe en absoluto en India, pues el subcontinente indio tiene una frontera casi hermética para los intercambios de contenidos culturales con Asia oriental. Queda China: «El J-Pop penetra en China, pero dando un rodeo», me explica Masaru Komai, el presidente de Fuji Pacific Music, al que entrevisto en Tokio. «Dando un rodeo»: el mensaje es un poco sibilino.
Tras pasar dos meses en una decena de países asiáticos para realizar esta encuesta, entiendo lo que significa «dando un rodeo». En el sentido propio, se trata naturalmente de la piratería, que en Asia está muy extendida y que en China roza, para la música y el cine, el 95 por ciento (esta cifra, por supuesto, es imposible de comprobar, pero es la que me han dado casi todos mis interlocutores en Japón, Corea, sudeste asiático y la misma China). Pero «dando un rodeo» puede significar algo más sutil: el rodeo puede pasar por los cover songs. El J-Pop es más fascinante de lo que parece. Como a menudo ocurre con el entertainment, las estrategias, el marketing y la difusión de los productos culturales son más interesantes que los mismos contenidos.
«Lo esencial es que desde hace unos diez años Japón ha vuelto a ser cool en Asia y eso se debe en gran parte a la música J-Pop», me explica Tatsumi Yoda, el director general de DreamMusic en Tokio (los coreanos me dirán exactamente lo mismo a propósito de sus dramas). «Durante mucho tiempo —prosigue Tatsumi Yoda—, Japón sólo se interesaba por su mercado interior y no tenía ni ambición regional ni global. Nos sentíamos acomplejados, no queríamos parecer imperialistas. Hoy esta aprensión ha desaparecido: queremos difundir nuestros contenidos culturales a escala regional e internacional por todos los medios posibles».
Japón tiene la particularidad de ser un país industrializado y un país que no pertenece a «Occidente». Moderno y non western; durante mucho tiempo fue un caso de libro. Al mismo tiempo, Japón, desde la Segunda Guerra Mundial, refrenó sus veleidades de conquista cultural hasta el punto de que, introvertido durante mucho tiempo, dio la impresión de haberse encerrado en su propia cultura. Orgulloso de esa homogeneidad y poco favorable a la inmigración, el país pasó de un «gran imperialismo» a una especie de «pequeño nacionalismo». Japón sigue siendo uno de los países más herméticos a las demás culturas, y para empezar uno de los que mejor resisten, sin cuotas ni censura, a la cultura estadounidense. Como en India, cuando importan un producto cultural estadounidense, enseguida lo «japonizan».
La otra cara de la moneda: Japón es un país que, en el pasado, exportó poco su cultura y sus contenidos. Vendió sus walkmans, sus teléfonos móviles, sus ordenadores, sus televisores de pantalla plana y sus PlayStation 1, 2 y 3, pero hasta la década de 1990 exportó poco su cine, su música y su literatura. Las estadísticas de la OMC y del Banco Mundial lo colocan aún en el puesto número doce de los países exportadores de películas, programas de televisión y música, detrás de Corea, Rusia e incluso China. Los productos manufacturados de la electrónica sin identidad cultural se vendían bien, pero no los contenidos japoneses fuertemente identitarios. El hardware sí, pero el software menos. Naturalmente hay excepciones: los dibujos animados de la década de 1970 (Goldorak o Candy, por ejemplo), los mangas desde la década de 1980, algunas películas de animación (Akira, también adaptada de un manga), y los videojuegos (los primeros juegos de Nintendo, Sega y Sony). En estos sectores muy ligados a la imagen Japón exporta desde hace tiempo mucho más de lo que importa. Pero con razón o sin ella los japoneses han tenido durante mucho tiempo un complejo de inferioridad y se han sentido culturalmente dominados por el «Oeste». Eso no significa, obviamente, que la cultura japonesa sea débil o frágil; al contrario. Gracias a una demanda interior importante y a unas industrias creativas autosuficientes (por la fuerza del yen, el mercado interior japonés es hoy el segundo mercado televisivo del mundo y el segundo mercado de la industria de la música tras Estados Unidos), la cultura japonesa ha vivido bien en Japón, pero se ha exportado poco.
La globalización cultural ha transformado esta situación. Al erosionar la distinción entre el mercado interior y el mercado exterior, gracias al desarrollo de las tecnologías y a la aceleración de la velocidad de los intercambios de flujos culturales entre países, la globalización ha permitido que Japón se abriera. En pocos años, ha recuperado su retraso, a pesar de que sus exportaciones de contenidos culturales aún son deficitarias respecto a las importaciones, tanto en cine y en edición como en música, excepto los videojuegos y los mangas.
Con la revolución económica asiática, la cartografía de los intercambios culturales se ha visto muy modificada en ese continente desde la década de 1990: los países emergentes (China, Indonesia) o ya capitalistas (Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán) le han abierto amplias perspectivas comerciales a Japón. China, que próximamente destronará a Japón como segunda potencia económica mundial, se ha convertido en su primer socio económico, por delante ya de Estados Unidos. En todas partes, la liberalización del audiovisual ha incrementado la demanda de contenidos. Los japoneses han tomado conciencia de que no podían seguir aislados en sus islas (la misma conclusión a la que han llegado los surcoreanos que, habida cuenta de la frontera hermética con Corea del Norte, también comparten esa sensación de ser una isla).
La tentación de replegarse en sí mismo ha existido. Habría podido ser la opción elegida. Pero Japón ha constatado que su mercado interior estaba saturado y que debía invertir e innovar para desarrollarse, toda vez que su economía estaba estancada, su deuda pública aumentaba y su población envejecía (el 21 por ciento de sus habitantes tiene más de 65 años, lo cual convierte a Japón en el país más viejo del mundo). Adoptó pues, a comienzos de la década de 1990, una nueva estrategia consistente en reafirmar su identidad asiática, una estrategia llamada: «Retorno a Asia».
Políticamente primero. El famoso METI, el Ministerio de Economía, Comercio e Industria japonés, aceptó reconocer por primera vez la importancia de las industrias creativas para la economía del país, especialmente tras el éxito del juego Pokémon de Nintendo y de las películas La princesa Mononoke y El viaje de Chihiro del genial Hayao Miyazaki. Y luego llegaron las subvenciones. «Nuestro primer objetivo es Asia —me explica Keisuke Murakami, uno de los directores del METI en Tokio—, y nuestro objetivo final es China. Estas son nuestras prioridades». Pronunciado por un funcionario de alto rango del gobierno japonés, el mensaje no es nada ambiguo.
A medida que la globalización abría posibilidades para el comercio, Japón tuvo tendencia a acercarse a los países críticos con el imperialismo estadounidense, un discurso que ayer mantenían los jefes de gobierno Lee Kuan-Yew en Singapur y Mahathir Mohamad en Malasia. Con estos países, y por otras razones más de tipo económico con China, Japón quiso defender los «valores asiáticos» frente a la moral occidental decadente. Poco a poco, tomó conciencia, o al menos asumió, su «asianidad», lo cual queda muy bien resumido en uno de los eslóganes japoneses más famosos de principios de la década de 1990: «Datsuo nyua» («huir del Oeste», entrar en Asia).
Con ello los japoneses descubrieron una cosa que no habían sospechado: la modernidad de sus vecinos. En Seúl, Taiwán, Singapur y ya también en Shangai, los japoneses encontraron unas economías tan desarrolladas como la suya, con unas clases medias muy educadas y unas tecnologías punteras. Ya no se trataba de ir de «misioneros» a Asia ni de «civilizar» Asia. Japón no estaba tan adelantado como creía.
Ese «retorno a Asia», que también fue un retorno a la tierra, se tradujo por una nueva diplomacia nipona respecto a los países asiáticos, en adelante considerados como socios, alrededor de unos intercambios culturales recíprocos (lo que se llama «la doctrina Fukuda»). Esta estrategia diplomática, que también es una política comercial encubierta, se aplicó primero respecto a Corea del Sur, luego con los países del sudeste asiático y finalmente con el este de Asia, y por supuesto con China, con la cual Japón entró en un proceso de reconocimiento mutuo de su poderío económico. Incluso Australia estaba en el punto de mira de los japoneses, ya que esa gran isla poco poblada también declaró en ese mismo momento su voluntad de «asianizarse».
Afirmar su poder: los japoneses comprendieron que eso pasaba ahora por los contenidos culturales y los medios, y ya no sólo por la electrónica. Era preciso, pues, inspirarse en el modelo del entertainment estadounidense y a la vez romper con él. No es casual que en aquel momento, alrededor de 1990, Sony y Matsushita comprasen los estudios norteamericanos Columbia y Universal, confirmando la estrategia de la época, la llamada de las «sinergias» entre el hardware y el software en el audiovisual, es decir, entre los aparatos y los contenidos. Los japoneses se dan cuenta entonces de que el verdadero poseedor del poder es el que posee a la vez los medios de distribuir los productos culturales y el que fabrica las imágenes y los sueños. Lo hard pero también lo soft. Hay que competir con el monopolio de los americanos sobre las industrias de los contenidos. Ahora los japoneses quieren enfrentarse a los estadounidenses en su propio terreno.
En esta nueva estrategia global, esta especie de defensa del soft power al estilo asiático —no ya hacer la guerra, no ya inspirar miedo, sino difundir imágenes, ser cool—, Japón llevaba ventaja en un campo muy particular: el de los mangas, un ejemplo ilustrativo de la reconquista japonesa de Asia y, muy pronto, del resto del mundo.
Estoy en el barrio de Iidabashi en Tokio, en la sede del grupo Kadokawa, uno de los principales editores de mangas de Japón. De entrada, Shin’ichiro Inouye, el presidente de Kadokawa, sienta las bases de nuestro intercambio: «Usted debe saber que la cultura japonesa está abierta al mundo, que quiere desarrollarse en los mercados internacionales, pero al mismo tiempo es muy identitaria y siempre seguirá siendo profundamente japonesa». ¿Y eso qué quiere decir? «Quiere decir que nosotros difundimos nuestros productos tal cual a nivel internacional. No tratamos de adaptarlos, como los estadounidenses, a los gustos del público mundial. Esta es nuestra fuerza: Japón es cool sin dejar de ser él mismo, es decir, de ser muy japonés».
Por muy japonés que sea, el grupo Kadokawa ha decidido lanzarse a una ofensiva internacional sometiendo a sus mangas a la estrategia de adaptar los contenidos a diversos formatos, para saturar todos los mercados. En la sede social del grupo en Tokio, constato por otra parte que Keroro, uno de los personajes de manga más conocidos del grupo, de color enteramente verde, está omnipresente, en los ascensores, los vestíbulos de los edificios, los videojuegos y, naturalmente, como personaje de peluche kawai encima de las mesas de los 300 dibujantes y escritores que trabajan en estos locales. «Un manga siempre son dos personas: un dibujante y un escritor», me confirma Shin’ichiro Inouye.
La fuerza de Japón en el mercado de los mangas es indudable y es internacional. Con algunas excepciones: el Reino Unido, que es un mercado muy poco receptivo a los mangas, mientras que el mercado francés ya está muy maduro; Alemania y Estados Unidos, que están muy retrasados, pero progresan rápidamente; y América Latina, reticente durante mucho tiempo, pero donde desde hace algunos años los mangas triunfan.
En gran parte, el éxito del grupo se explica por esa variedad de formatos y soportes de los mangas, una estrategia que hoy la digitalización, el teléfono móvil y las series de televisión permiten incrementar. Es lo que Shin’ichiro Inouye llama el media mix (en Occidente hablamos de versioning o media global).
Esta convergencia de los contenidos y las tecnologías, tan bien mezclados en el caso de los mangas, es una de las claves del éxito de Japón. Shubei Yoshida, el director general de Sony Computer Entertainment Worldwide Studios, al que entrevisto en una de las torres de Sony en Tokio, confirma el poder de esa técnica: «Con el dibujo animado, la película de animación, el videojuego, los mangas, el comic book, y a menudo las series de televisión, hemos construido un nuevo ecosistema muy particular en Japón, que mezcla estos diferentes sectores. Aquí con la PlayStation tenemos una buena ilustración de esa estrategia, pues versionamos nuestros contenidos en numerosos juegos». (Pero Yoshida no dice que esos contenidos y videojuegos para la PlayStation 3 a menudo son desarrollados por estudios europeos o estadounidenses y fabricados en China).
La exportación no siempre es fácil. Y la competencia es dura. A causa de los malos recuerdos dejados por el «imperio japonés» antes de la guerra, la cultura made in Japan estuvo prohibida durante mucho tiempo por Taipei y Seúl (hasta 1993 para los productos televisivos en Taiwán, hasta 1998 para todos los productos culturales en Corea). Por lo demás, el gobierno de Corea del Sur tiende a preferir la cultura estadounidense a la cultura japonesa, considerada como más imperialista y más peligrosa para el pueblo coreano.
Para ese gran «retorno a Asia», Japón tenía que ser un buen estratega. La guerra de los contenidos fue lanzada con el pretexto de resucitar una cultura panasiática, en realidad «japonizante». Y hoy se libra en el sector de los formatos televisivos, de las series y los idols, esas estrellas de la música que se disputan japoneses y coreanos.
Yoyo es la mánager del gran rockero chino Cui Jian. Tomamos un té en un hotel de Beijing, Jian ha vendido 50 millones de copias en todo el mundo (tiene contrato con EMI, la major británica). Yoyo me explica cómo, a pesar de la censura, Cui Jian ha logrado hacerse famoso en China. «Antes de él, los cantantes chinos hacían música de propaganda. Estaban marcados por el folklore y cantaban en play-back. Cui Jian ha hecho rock, ha hablado de los problemas de la sociedad china y ha cantado en un escenario en vivo». Tras una época en que estuvo prohibido, por haber actuado en concierto en la plaza de Tiananmen «a petición de los estudiantes» (puntualiza Yoyo), Cui Jian volvió a gozar del favor del régimen. Las autoridades lo toleran porque jamás se pasa: su éxito popular, que es inmenso, lo protege, sobre todo porque sus ataques contra el sistema musical chino (su combate contra el play-back especialmente) son mesurados. Sus palabras, sometidas a la censura previa, como en el caso de todos los artistas chinos, ya no causan problemas. Por otra parte, no se le ocurriría, como al grupo británico Radiohead, desplegar una bandera tibetana en el escenario, ni como a la cantante islandesa Björk gritar «Tíbet, Tíbet» al final de uno de sus conciertos en Shangai. Como Cui Jian se porta bien, pudo actuar de telonero de los Rolling Stones cuando dieron su importante concierto en China, mientras que a REM, a U2 y a Oasis no se les permite entrar en China a causa de sus declaraciones a favor del Dalai Lama. «Contrariamente al cine, la música no es un sector estratégico para el gobierno chino, y por tanto está mucho menos regulada —me explica Yoyo—. Y si el rock, sobre todo alternativo, a veces puede ser censurado, el pop en mandarín no se ve muy afectado, porque es bastante edulcorado e inofensivo. Como los boys band, los adolescentes inocentes y un poco alucinados que lo hacen. Ese pop mainstream no preocupaba a Beijing. Y esto explica su difusión y su éxito».
La música pop que se escucha en China, aunque se cante en cantonés o en mandarín, no es necesariamente china. Muchas veces es importada, pero los chinos no lo saben. Para hacerse una idea de la influencia del «pop» transasiático en China, basta pasearse por una de las miles de tiendas de CD y de DVD que hay en Beijing, Shangai y Hong Kong. A menudo se venden millones de copias de un álbum, aunque las cifras de difusión sean mucho mayores teniendo en cuenta que la piratería está generalizada y es imposible distinguir unas copias de otras. La mayor parte de las veces, los chinos no saben que esos discos, muchos de ellos piratas, se han hecho en fábricas del sur de China a partir de canciones grabadas fuera de China.
El canto-pop de Hong Kong (en cantonés) y el pop en mandarín (falsamente llamado «continental») constituyen lo esencial de la música popular de los jóvenes chinos. En ambos casos, ese pop de origen extranjero se ha formateado para el público chino en Hong Kong o en Taiwán, verdaderas plataformas para la circulación de la música popular china. Los artistas son allí más libres, la diversidad étnica es mayor, las casas de discos son más fiables (apoyadas por bancos internacionales y agencias de talentos estadounidenses) y el copyright está (un poco) mejor protegido. «También es por Hong Kong y Taiwán por donde entran las músicas asiáticas en China. Eso es cierto en particular para el importante pop japonés, que generalmente se reelabora, se traduce al mandarín, se reempaqueta y se redistribuye en la China continental. Son cover songs», me explica Yoyo.
¡Cover songs! Así es como el J-Pop, el K-Pop y el canto-pop se difunden en Asia y en China. Es el caso de la rolliza Jolin, por ejemplo, que manipula los éxitos estadounidenses y los canta, adoptando el acento «continental» mandarín, en los estudios de Taiwán para el público chino.
También es el caso de BoA, la superstar surcoreana que canta en coreano para el público coreano, en japonés para los jóvenes de Tokio (ella es bilingüe), en inglés para los singapurenses y los hongkoneses, y que ha aprendido a cantar en mandarín para conquistar a la juventud de Taipei. A partir de Taiwán, sus discos se distribuyen en China, donde es una estrella, de Shangai a Shenzhen. BoA, que es una especie de Janet Jackson asiática, también tiene muchísimo éxito en Estados Unidos desde 2008, sobre todo entre las comunidades asiáticas (hay 13 millones de asiáticos en Estados Unidos). Para seducirlos, ha transformado su imagen de adolescente, sexy y kawai (mona), haciéndose más madura y más feminista. En la versión internacional de sus álbumes, BoA vuelve a grabar títulos en inglés y en mandarín (como su éxito Girls on Top en su quinto álbum en coreano). BoA es hoy una de las grandes cantantes transasiáticas y a nadie le parece raro que una coreana, bilingüe en japonés, cante de repente en mandarín. Al contrario, a los chinos les parece cool.
Pero hay otro caso más emblemático aún: Super Junior, un grupo de trece chicos coreanos cuya particularidad es que han sido seleccionados por su discográfica para seducir a todos los mercados asiáticos a la vez. Cada uno de estos chicos, jóvenes y atractivos, con sus largos cabellos a la coreana, canta en varias lenguas. Por eso el grupo se divide en «unidades» más pequeñas para adaptarse a los países donde actúa: en China, la unidad china «Super Junior M» canta en mandarín, en Japón «Super Junior J» da sus conciertos en japonés y en Corea actúa la unidad «Super Junior K». Con estas distintas combinaciones, el grupo es capaz de actuar en casi toda Asia en un idioma nacional que el público entiende.
Existen otros ejemplos, como las boy bands SMAP (cinco chicos japoneses que se han hecho famosos en Channel V, la cadena panasiática), U2K (dos japoneses y un surcoreano), TVXQ! (cinco chicos coreanos que cantan en mandarín y que son famosísimos en Japón), Dreams Come True (un trío taiwanés distribuido por Sony) o HOT (un grupo coreano que canta en japonés y en chino). Los grupos de chicas no les van a la zaga; Girls’ Generation (Corea), SES (un trío coreano, con una coreana, una japonesa y una estadounidense) y Perfume (Japón). También hay cantantes en solitario que han adoptado esos formatos camaleónicos: Rain, un joven coreano, se ha convertido en una especie de Michael Jackson asiático gracias a sus álbumes hechos especialmente para los japoneses; Dick Lee es una estrella singapurense que canta desde hace mucho tiempo en inglés y en mandarín; Stefanie Sun es una singapurense que canta en mandarín y en diversos dialectos chinos, lo cual le ha abierto los mercados chinos de Taiwán y de la China continental; y finalmente Jay Chou es un célebre taiwanés que tiene contrato con Sony y actúa en la película La ciudad prohibida de Zhang Yimou y que canta en mandarín y se viste de cowboy para gustar a toda Asia.
A menudo estos cantantes retoman canciones anglosajonas famosas, como el éxito YMCA de Village People que, cantadas en mandarín o en cantonés, obtienen un inmenso éxito local. El público chino se entusiasma por esos hits que, disfrazados de mandarín, parecen nacionales; nadie sabe realmente que han sido producidos por los japoneses, los coreanos o los taiwaneses (a veces por los japoneses en Taiwán para el sello Sony Music Taiwan). Vemos que, merced a ese juego con los idiomas, la globalización cultural se desarrolla a través de un doble filtro: la música estadounidense es recuperada por los japoneses o los coreanos antes de que una boy bando un idot la vuelvan a grabar en mandarín.
El grupo que produce a BoA, Super Junior, HOT, SES y TVXQ! en Corea se llama SM Entertainment (pero no tiene nada que ver con el sadomasoquismo). Lee Soo-Man, el director ejecutivo de SM, me recibe en Seúl: «La estrategia de nuestro grupo se basa en la lengua. Fabricamos boy bands a partir de castings eligiendo chicos que hablen diferentes lenguas como hicimos con los miembros de Super Junior, todos de nacionalidades diferentes. En algunos casos, les hacemos seguir cursos de idiomas, como a la cantante BoA; en cuanto la contratamos, cuando tenía 11 años, le hicimos aprender japonés, inglés y luego mandarín. En general, nuestras boy bands son capaces de cantar en cuatro lenguas, coreano, inglés, japonés y mandarín, y a veces más. Luego, organizamos una intensa campaña de marketing cuya particularidad es ser completamente local; la promoción, los productos, los programas de tele, todo está formateado localmente. Además, nuestros artistas son multi-purpose stars, lo cual significa que están formados para cantar, bailar, actuar en series de televisión y ser modelos. Son muy polivalentes. Y con esta receta es como hemos lanzado la moda de las boy bands coreanas».
Como ocurre a menudo con el K-Pop y el J-Pop, la mayoría de las estrellas de SM Entertainment son idols (en japonés aidoru): se les contrató a una edad muy precoz, con frecuencia entre los 11 y los 15 años, y por su físico tanto como por su voz. «En Asia la belleza es uno de los valores que mejor se exporta de un medio a otro y de un país a otro», me confirma, sin ironía, Lee Soo-Man.
Otros grupos tienen lógicas cross medias equivalentes, empezando por Sony, que tiene su cuartel general para Asia en Hong Kong (esa oficina panasiática depende directamente de Sony en Estados Unidos, excepto Japón, que depende de Tokio). En Asia, que es la región de la fusión en la alimentación por excelencia, descubro la fusión en los medios y en los idiomas. «Localización» y «mediafusión»: ésta es la doble estrategia sofisticada de las discográficas japonesas o coreanas para llegar al público asiático. Y después descubriría que en las series televisivas el procedimiento es el mismo.
Glocalization: desde la década de 1990, he oído con frecuencia esta palabra (también se dice global localization). A decir verdad, siempre he desconfiado un poco de ese tipo de conceptos, supuestamente empresariales, cuyos símbolos son el McFelafels de McDonald’s en Egipto, el McLuks con salmón en Finlandia o el McHuevos con un huevo en Uruguay. Pero ahora estaba en Asia, y con BoA y Super Junior estaba dándome cuenta de la dimensión local y regional de la música pop. Contrariamente al cine, donde los intercambios regionales son escasos, la música lleva mucha ventaja.
Lo que los japoneses y los coreanos han comprendido, con pragmatismo, es que para exportar su música y sus series televisivas a China y a toda Asia no había que imponer un producto estandarizado ni defender su lengua. Se trata de una estrategia más refinada que la de los estadounidenses. Han inventado la cultura Sushi, más «glocalizada» aún que la cultura McDonald’s; un producto complejo, aleatorio y nunca idéntico, pero que en todas partes evoca el Japón, sea cual sea el idioma que se hable. Y esa técnica de «relocalización» se hace mediante los cover songs, un artificio eficaz y un fenómeno más extendido de lo que yo creía. Encontramos la misma receta en el éxito de diferenciación de Channel V (la cadena musical del grupo Star TV con sede en Hong Kong) respecto a la cadena americanizada MTV Asia (con sede en Singapur). Channel V, que es muy activa en el J-Pop, el K-Pop y la música en mandarín formateada en Taiwán, ha instalado sus estudios en Taiwán, donde justamente se habla mandarín, y se ha especializado en contenidos locales, panasiáticos, y menos estadounidenses. Gracias a esa «asianidad», la cadena de Murdoch ha superado a su competidora del grupo Viacom. Después, MTV Asia rectificó el tiro, especialmente gracias al programa JK Hits en prime time, que difunde los hits del J-Pop y el K-Pop. En Singapur, AXN, la cadena musical de Sony, también se inscribe en esa dinámica.
Jugando al ratón y al gato, los coreanos han promocionado a sus artistas de K-Pop en japonés en Japón y así han aventajado a los japoneses que, inicialmente, no querían ceder en lo relativo a su idioma: el J-Pop estuvo a punto de sufrir las consecuencias. Pero los japoneses reaccionaron a su vez con sus propias armas. Concursos de idols, series televisivas, telefonía móvil, videojuegos y, de nuevo, los mangas.
Asia Bagus! (Asia es formidable), ésta fue la primera reacción japonesa: se trata de un concurso de idols, ideado por la televisión japonesa Fuji TV, grabado en Singapur (para darle un toque más transasiático) y organizado simultáneamente en Corea del Sur y en una decena de países del sudeste asiático para reconquistar esos mercados. Sony Music Japan ha fabricado un programa similar, La voz de Asia, para identificar a la nueva estrella pop panasiática y eso le ha permitido, por ejemplo, descubrir a la cantante filipina Maribeth, que desde entonces se ha convertido en una estrella en Indonesia, gracias al marketing japonés. En cuanto a las agencias de talentos japonesas, Amuse y HoriPro Entertainment Group, también han multiplicado los concursos en China para descubrir, entre decenas de miles de candidatos, a la futura estrella en mandarín. A su manera, los japoneses funcionan en Asia exactamente igual que los estadounidenses en el resto del mundo. Es más, son una especie de filtro que traduce la cultura «occidental» para toda Asia. Si han tenido más éxito que Estados Unidos, sobre todo en China, es porque se han concentrado en el sector de los juegos y la música, mucho menos delicados políticamente que el cine. Con ello, la cultura japonesa pierde en definitiva mucho de su carácter específicamente japonés.
Otra estrategia para difundir el J-Pop son los dramas. La música japonesa se ha asociado a los contenidos de las series televisivas de éxito; como ocurre en India con los songs & dances de las películas de Bollywood, la omnipresencia de las boy bands en los dramas japoneses ha permitido que se hagan famosas las canciones en los países de Asia a medida que se van emitiendo las series. Finalmente, los japoneses lo han logrado más aún gracias a las tecnologías. El J-Pop ha invadido los teléfonos móviles, en particular gracias a los Ring Back Tones, los timbres de espera (que no hay que confundir con los timbres de llamada); en lugar de oír la tonalidad, oyes un extracto de una canción de J-Pop. Por no hablar del muy apreciado Color Cali Tone, un fragmento de J-Pop que se oye como fondo sonoro durante la conversación. En cuanto a las carátulas de los álbumes, naturalmente se transforman en fondo de pantalla del teléfono móvil. Estos inventos japoneses, y ahora también coreanos, causan furor en Corea, en Indonesia, en Taiwán y por toda Asia, que vuelve a estar expuesta a la influencia japonesa.
En todos los casos es sorprendente constatar que la música en Asia es nacional o transasiática, pero generalmente muy poco estadounidense: en Japón, se estima que la música japonesa representa el 80 por ciento de las ventas frente al 20 por ciento de la música anglosajona; en Corea, el K-Pop representa el 80 por ciento del mercado nacional; en Hong Kong, el canto-pop alcanza el 70 por ciento de las ventas, y la música asiática nacional también es dominante en Indonesia. Es posible que la realidad de la música «escuchada», y no sólo «comprada», sea un poco más favorable a los estadounidenses a causa del mercado negro, las descargas ilegales y la televisión, pero no en proporciones fundamentalmente muy distintas. Porque la piratería también afecta al J-Pop y al K-Pop, no sólo a los productos estadounidenses. En China, en Indonesia y en los países más pobres del sudeste asiático, como Vietnam, los CD y los DVD piratas ofrecen a las series coreanas, al J-Pop y a las películas estadounidenses una difusión mayor de lo que el mercado oficial tolera.
Pero hay una excepción: Singapur. En la ciudad-Estado, la música anglosajona domina: representa el 80 por ciento de las ventas. Y sin embargo, cuando preguntas a los directivos de las industrias creativas de la ciudad, compruebas que el debate sobre la identidad cultural amenazada no existe, cuando en China, Japón e incluso Corea del Sur parece ser algo tan esencial. Los singapurenses, un país multiculturalista y muy comunitarista, importan sin escrúpulos todos los contenidos que vienen del exterior y ni siquiera intentan adaptarlos. No hay ni filtro como en Japón, ni censura antioccidental como en China, ni fusión como en Tailandia; los singapurenses, muchos de los cuales hablan mandarín e inglés, acogen con los brazos abiertos los productos culturales estadounidenses, a expensas a veces de los productos asiáticos (a la gente del sudeste asiático le gusta mucho ir a Singapur a hacer turismo para tener la impresión de estar «en Occidente»). Es un país muy diverso, una Asia en miniatura, hasta el punto de que, al desembarcar en Singapur, me dije que en cierto modo aquello era un «Asia para principiantes». Y a pesar de todo, la ciudad Estado es la quintaesencia de una forma de modernización que no es ni la occidentalización ni la americanización, sino una especie de singapurización donde se valoran todas las culturas de todas las minorías. Después de inventar, según dicen, el «capitalismo al estilo asiático», y convencidos hoy de que los valores de Asia son superiores a los del «Oeste», los singapurenses quizás estén imaginando una nueva cultura transasiática. Si esta hipótesis es correcta, lo probable es que no apunte tanto a los productos y los contenidos como a los servicios y, como en Hong Kong y Taiwán, busque acercarse como sea a Beijing. Porque los singapurenses también son chinos.
En el cine, como en la música, los estadounidenses no siempre ganan en Asia. Ya pasó la época —la década de 1950— en que eran aclamados por los asiáticos por haber inventado la olla eléctrica para cocer el arroz, símbolo del american way of life que llega a Asia. Al querer difundir por todas partes del mundo unos contenidos mainstream idénticos, y en inglés, los directivos estadounidenses no han tenido la sutileza de los coreanos, los taiwaneses, los singapurenses y los hongkoneses, que, para que sus productos se conviertan en mainstream, aceptan prescindir de su singularidad nacional y su idioma. Y en esos flujos culturales interasiáticos, siempre sacan algo aunque pierdan —lost in translation— su identidad.
Y además están los dramas, que es como se llaman las series televisivas en Asia. Aquí empieza otra batalla cultural, distinta del cine y de la música. El mainstream tiene unas reglas que cambian según los continentes y según los sectores. Y esta vez, la guerra no es regional sino planetaria.