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9. KUNGFU PANDA: CHINA FRENTE A HOLLYWOOD

Estoy en el «valle», cerca de Hollywood, en Los Ángeles, en el despacho del vicepresidente de uno de los principales estudios. Mi interlocutor se esfuerza por pronunciar unas cuantas palabras en francés pero no acepta que lo cite. La conversación es relajada pero banal. Hablamos de los mercados internacionales de películas, de la nueva estrategia global de los estudios y de la globalización del cine estadounidense. No me dice nada nuevo que no haya leído ya decenas de veces en la prensa especializada. Sin embargo, hay algo que me intriga. Encima del escritorio de este jefe de Hollywood hay tres relojes: «Japan Time», «China Time» e «India Time». Los estudios estadounidenses tienen la mirada puesta en los horarios de Asia: ¿será ésta la nueva frontera para Hollywood?

Li Chow es la directora de Sony y Columbia en China. Tengo cita con ella en BookWorm, una librería-café estadounidense en el barrio de Chao Yang de Beijing (nueva transcripción literal de Pekín). Taiwanesa de origen, hija de diplomático, Li habla un inglés perfecto, lo cual no es frecuente en China. Sony Pictures abrió una oficina en Beijing en 1996 con el objetivo de facilitar la distribución de las películas de la major niponoamericana en el país. Luego aumentaron las ambiciones y llegó la producción. Sobre el papel, la estrategia china de Sony era perfecta. «Se trataba de hacer a la vez todo lo que fuera posible», me explica Li Chow. Pero la realidad fue más difícil.

En un mercado emergente de un país emergente, el potencial de la industria cinematográfica china parece a primera vista inagotable con 1.300 millones de habitantes. Desde hace una década sobre todo, paralelamente a un crecimiento económico excepcional (del 8-9 por ciento anual en 2008 y 2009), la taquilla conoce una progresión de dos dígitos cada año y actualmente en China se construye de media una nueva pantalla de multicine al día. Como la producción nacional real era insuficiente, alrededor de 100 películas al año, mucho menos de lo que proclama la propaganda oficial (que habla de 400), los estadounidenses vieron enseguida las oportunidades. Y concibieron unas esperanzas desmesuradas: 1.300 millones de chinos esperando una tarjeta de crédito del Bank of America, coches de General Motors, iPods y iPhones, software de Windows y, naturalmente, 2.600 millones de manos dispuestas a aplaudir las películas de Hollywood. Mirando hacia el oeste, y ya no hacia el este, América tomó conciencia de que era antes que nada una nación del Pacífico. Pero para las majors penetrar en ese mercado iba a resultar peligroso.

El primer obstáculo, y no menor, es la censura. Para comprender el sistema que los estadounidenses quieren conquistar, hay que recordar que, desde su llegada al poder en 1949, el Partido Comunista chino estableció un control férreo sobre todos los medios de comunicación. La «revolución cultural» no hizo más que endurecer esa censura, haciendo del cine un objeto de pura propaganda. Cada palabra publicada, cada información transmitida en la prensa, la radio o la televisión, cada libro editado, cada obra interpretada en el teatro, cada letra de canción en un disco son objeto de un control drástico. Esta vigilancia a priori es posible gracias a una inverosímil red laberíntica de decenas de miles de censores, agentes y policías que obedecen todos indirectamente al Ministerio de Propaganda que, a su vez, depende, no del poder ejecutivo, como los demás ministerios, sino curiosamente del Partido Comunista chino. El cine, considerado como un «sector estratégico», no es una excepción. Al contrario. Y lo que para un productor chino ya es difícil aún es más complejo para un extranjero.

Para distribuir una película en China, un estudio internacional debe obtener varias veces la luz verde de las autoridades chinas, en este caso de los distintos servicios de la oficina de la censura, otra emanación del Ministerio de Propaganda. La película se presenta, ya subtitulada, para recibir un visado de distribución. La censura es una mezcla compleja de control político, control pequeñoburgués de tipo Victoriano y proteccionismo. El sexo, la violencia, la política, el islam, las «distorsiones» de la historia china y naturalmente cualquier alusión a los acontecimientos de la plaza de Tiananmen, al Dalai Lama, al Tíbet, a la independencia de Taiwán, a la secta Falún Gong, a la homosexualidad y en sentido más amplio a los derechos humanos son otros tantos temas tabú y pueden significar la prohibición inmediata de la película. Disney, por ejemplo, lo sufrió en carne propia al producir la película Kundun de Martin Scorsese, que rendía homenaje al combate no violento del Dalai Lama: el estudio estuvo a punto de que le prohibieran distribuir en China todo su catálogo y de que rechazaran durante años su proyecto de parque temático en Shangai. Ni hablar tampoco de criticar a un aliado de China como Rusia, Venezuela, Cuba o ciertas dictaduras de África. Ni de hacer apología de una potencia poco querida como Japón o India.

Al fin y al cabo y habida cuenta del amplio espectro de las prohibiciones, son muchas las películas que pueden tener alguna escena problemática. «En realidad, no hay verdaderas reglas para la censura —me explica Li Chow—. Una película fue rechazada porque mostraba tatuajes y a un actor con un piercing, otra porque la pobreza era demasiado explícita, una tercera por su carácter “nihilista”, la cuarta porque había demasiado suspense. Y a menudo la censura ni siquiera da explicaciones». También se cita el caso de películas que han sido prohibidas por la censura y luego autorizadas cuando se han presentado con otro título. Isabelle Glachant, una productora independiente que conocí en Beijing, es más severa aún: «La censura es paranoica y la autocensura, permanente. Para las autoridades chinas, las cuestiones políticas de hecho son secundarias; lo único que importa es el patriotismo económico. El gobierno se esfuerza por que la recaudación de las películas chinas siga superando la taquilla del cine estadounidense. Para ello, está dispuesto a todo: a censurar películas que no debería, a erigir periodos de black out total o, más frecuentemente todavía, a mentir acerca de las cifras».

Otras personas a las que he preguntado en China dan una respuesta más matizada sobre la censura. En Shangai, por ejemplo, Chen Sheng Lai, ex presidente de la radio (oficial) de la ciudad, defiende la idea de que China tiene derecho a tener cuotas de pantalla como otros muchos países. Para él, no hay duda de que China debe proteger su cultura nacional. Otras personas interrogadas en Beijing y Shangai comparten este punto de vista. Y lo que los occidentales llaman «censura» sería de hecho simplemente un sistema de reglas para la protección de los valores chinos, que son distintos de los occidentales, pero igualmente respetables. «Los valores de Occidente tal vez sean buenos, pero no son universales», me explica Hua Jian, un profesor universitario, director del Cultural Industry Research Center en el seno de la muy oficial Academy of Social Science de Shangai. «La libertad de asociación, la libertad de prensa, la libertad de opinión y de religión no son necesariamente universales —prosigue Hua Jian—. Y además —concluye astutamente—, la calidad artística de las películas nace a menudo de ese conflicto con la censura. La tensión entre la represión y la libertad aporta, como en el sistema de los estudios estadounidenses de la década de 1920, una gran creatividad en China y de esa tensión nace un cierto glamour».

La censura oficial no es sino uno de los numerosos obstáculos erigidos por los chinos para protegerse del cine extranjero. Cuando la película se autoriza, todavía falta que se distribuya. Todos los cines pertenecen al Estado y por lo tanto el monopolio de la distribución está en manos de China Film, la oficina cinematográfica que depende directamente también del Ministerio de Propaganda. Ahora bien, China Film sólo autoriza la circulación de una veintena de películas al año a través de un complejo sistema de cuotas. De hecho, los blockbusters hollywoodenses constituyen siempre el 50 por ciento de las películas distribuidas, ya que el sistema de cuotas paradójicamente favorece a las películas mainstream para el público más masivo.

Aquí tenemos un buen resumen del capitalismo de Estado chino, un capitalismo autoritario, también llamado, según una célebre fórmula heredada de los años de Deng Xiaoping, «economía socialista de mercado». Se trata de una combinación original de auténtica economía de mercado, dinámica e incluso salvaje, de pequeñas empresas bastante autónomas orientadas al consumo interior, y un sistema de mando en la cumbre, absolutamente leninista todavía, que ejerce un control político total. Este sistema ha contribuido a lo que no hay más remedio que denominar «el milagro económico chino».

Con la condición del anonimato, un responsable de un estudio estadounidense en China me explicó que las majors hollywoodenses se reparten los blockbusters antes de someterlos a la censura, contraviniendo las leyes más elementales de la competencia, unas leyes que justamente pretenden imponer a los chinos en el seno de la OMC. Este acuerdo ilegal tiene lugar en Washington bajo la égida de la MPAA, el lobby de Hollywood, y cada estudio elige dos películas al año antes de que las autoridades chinas generalmente validen esa elección.

¿Por qué lo permiten los chinos, cuando es evidente que están muy bien informados de las intenciones y los métodos contrarios a la competencia de los estadounidenses? «Porque sólo los blockbusters estadounidenses les reportan muchísimo dinero y les llenan las salas», me explica, también a condición de que no mencione su nombre, una responsable de Disney en China. Es por tanto muy difícil para un film estadounidense que no sea de un gran estudio, o para una película europea, entrar en esas cuotas. Cuando las autoridades chinas caen en su propia trampa por haber jugado demasiado al capitalismo con los estudios, sobre todo cuando el box office estadounidense amenaza con superar al box office chino, decretan unos periodos de black out total en que todas las películas extranjeras son expulsadas de las salas. Durante las vacaciones de Navidad, el año nuevo chino o las vacaciones del 1 de mayo, sólo se proyectan las películas nacionales históricas y épicas. Sin embargo, los blockbusters estadounidenses, con sólo diez películas autorizadas anualmente, desde Iron Man a Piratas del Caribe, pasando por el éxito de la franquicia Harry Potter o, recientemente, Transformers, 2012 y Avatar (aunque Batman. El caballero oscuro fue prohibida), alcanzan cada año casi el 50 por ciento del box office chino. Una cifra astronómica habida cuenta de las cuotas y de la censura.

Luego está la censura financiera y las copias ilegales. Cuando una película se autoriza y se distribuye —cosa que en general ocurre sólo con los blockbusters familiares más inofensivos—, el productor extranjero cobra aproximadamente un 13 por ciento del box office, una suma ridiculamente baja. El estudio DreamWorks Animation lo sufrió con Kung Fu Panda: la película fue recibida al principio con frialdad en China por las autoridades y los críticos, que reprochaban al estudio estadounidense haberles robado a la vez el tesoro nacional chino, el panda, y su deporte fetiche, el kung fu. Pese a las controversias, el público celebró la historia de ese panda con sobrepeso que quiere convertirse en maestro de kung fu y el éxito fue enorme. A pesar de ello, el estudio estadounidense de Jeffrey Katzenberg no pudo recoger el fruto del box office, pues se vio limitado por el porcentaje del 13 por ciento que les corresponde a los productores extranjeros. Por reducida que sea en dólares, la cuota de mercado de los estadounidenses en China está en fuerte expansión, teniendo en cuenta la progresión del box office chino, que cada tres años se multiplica por dos.

En cuanto a la piratería, está tan generalizada y es tan visible que resulta difícil entender por qué las autoridades chinas, pese a sus compromisos con la Organización Mundial de Comercio, no la sancionan. Casetes de audio piratas ayer, DVD piratas hoy y descargas ilegales en Internet (a pesar de las velocidades de conexión aún bastante malas en China), todos los medios son buenos para que el cine y la música sean gratuitos y estén al alcance de todos. Esta generalización de las copias ilegales es tanto mayor cuanto que la oferta cinematográfica es insuficiente, tanto en número de películas distribuidas como en número de salas, por no hablar de la censura, que naturalmente contribuye a multiplicar la demanda de DVD piratas. «Cuando se estrenó Casino Royale —me explica Li Chow en la sede de Sony en Beijing—, nos quedamos pasmados de que los chinos conocieran al personaje y se supieran de memoria la música del film, cuando era el primer James Bond que se autorizaba en China. Todos lo habían visto en DVD piratas. Eso facilitó mucho nuestro marketing. Y por primera vez vi la piratería como algo positivo».

Para tener una idea de lo que representa ese mercado negro, les pedí a mis interlocutores chinos que me indicasen la dirección de una fábrica ilegal donde se hacen esos CD y esos DVD piratas para poder visitarla. Primero me explicaron que había que ir a la región de Cantón, al sur de China, pero que sería complicado y quizás incluso peligroso. Mis contactos en los estudios estadounidenses me dijeron que ellos mismos habían intentado durante mucho tiempo comprender los secretos de ese mercado negro que tanto perjudica sus intereses en el cine y en la música. Al no obtener la dirección, me paseé por algunas de las miles de tiendas de CD y de DVD que hay en Beijing, en Shangai y en Hong Kong. Finalmente, hablando con un vendedor de CD y DVD en Shangai, entendí por qué los DVD piratas se parecían tanto a los verdaderos DVD: «No sea estúpido —me dijo el vendedor (con la condición del anonimato y traducido por mi intérprete)—. Las fábricas que producen los DVD legales y las que producen los DVD piratas son las mismas. Ocurre como con las estilográficas Montblanc y los relojes Rolex». Y en la tienda me mostró los DVD «auténticos» mezclados con los «falsos», y viceversa.

Los estadounidenses, por su parte, han comprendido esa artimaña y les ha parecido mucho menos graciosa que a mí. Incluso han constatado, con un pequeño ejercicio de espionaje, modificando algunas imágenes de una película para utilizarla como test, que los largometrajes que sometían a la censura china aparecían luego en el mercado negro incluso cuando eran rechazados, una desviación impresionante y muy elocuente en lo tocante al grado de corrupción que impera en la China comunista. De ahí que denunciasen a China ante la OMC por atentar contra las leyes internacionales del copyright y por su pasividad ante la piratería salvaje. (Algunos de mis interlocutores sostienen la hipótesis de que son los propios estadounidenses los que difunden deliberadamente sus películas en el mercado negro para acostumbrar a los chinos a los blockbusters puesto que no pueden distribuirlos legalmente). «No es posible acabar con la piratería —relativiza sin embargo en Hong Kong Gary Chan Chi Kwong, el director de East Asia Media, una de las discográficas más importantes de Asia—. La fábrica que hace los CD ilegales y los otros es la misma. Todos lo sabemos. Abrimos un ojo y cerramos el otro: intentamos luchar pero también dejamos hacer, porque es totalmente imposible acabar con las copias ilegales».

CERCA DE LA PLAZA DE TIANANMEN, EN EL CORAZÓN DE LA CENSURA CHINA

«Esto es el wild wild East». Refiriéndose a California, durante mucho tiempo tildada de wild wild West, Barbara Robinson resume con una fórmula el desafío que constituye para los estadounidenses el hecho de hacer cine en China. Desde el piso 32 de la célebre torre del Bank of China que diseñó el arquitecto I. M. Pei, Barbara contempla las colinas de Hong Kong, que le recuerdan a las de Hollywood. Esta estadounidense dirige la Columbia Pictures Film Production Asia, que también pertenece al grupo Sony. Si la distribución de las películas se gestiona desde Beijing, la capital donde están la censura y el poder político, la rama de producción de cine y sus redes audiovisuales las ha instalado Sony en Hong Kong. Lejos del poder chino, lejos de la censura.

«“Location, Location, Location” y “Cheap, Cheap, Cheap” son nuestros lemas para producir películas aquí», me explica Barbara Robinson: las mejores localizaciones y las mejores tarifas. Y funciona. Sony produce unas cuatro películas al año desde Hong Kong, en lengua china (sobre todo en mandarín) y para un público esencialmente chino. Encima de su escritorio, veo el cartel del Film Tigre y dragón de Ang Lee; su éxito internacional en el año 2000 ratificó la estrategia de Sony, que enseguida empezó a soñar con el mercado potencial de las películas chinas. «Para la gente de Sony en Hollywood, la razón principal de nuestra presencia aquí es permitir la distribución de las películas de Sony en China. En eso es en lo que piensa la gente de Sony. Pero por ahora eso no es posible. Entonces, esperamos. Todo el mundo sabe que China se abrirá: Open up es la expresión que todos tenemos en mente. Pero, por ahora, no se ha abierto. Por lo tanto estamos aquí, esperando».

Aquí, el mercado chino no es acogedor, ni siquiera para las películas rodadas localmente. Aunque produzca sus películas en China, en chino y con actores chinos, el simple hecho de que Sony, una major extranjera, tenga sede en Hong Kong le impide tener una distribución normal en China. De nuevo, la película entra en las cuotas. Para sortear este escollo (y obtener un porcentaje de la recaudación del orden del 40 por ciento, muy superior al que se concede a las películas extranjeras), Sony ha establecido partenariados con sociedades privadas chinas de Beijing que están habilitadas para coproducir películas. El objetivo de esas coproducciones no consiste en buscar fondos para redondear el presupuesto (que no es el problema de Sony), sino obviar la censura y las cuotas. Una vez más, el camino está lleno de trampas. El nuevo censor se llama esta vez China Film Coproduction Corporation, que en China es el paso obligado para cualquier coproducción. Decido, pues, ir a ver a los funcionarios para conocerlos más de cerca.

En un búnker protegido por el ejército «del pueblo» en Beijing, un poco al oeste de la plaza de Tiananmen, tengo una cita con Zhang Xun, la presidenta de China Film Coproduction Corporation. Hace un frío glacial, un frío aumentado por un viento terrible, en el momento en que penetro en el compound oficial de la censura cinematográfica china. Me dan un permiso y se hace cargo de mí un guardia impasible. Pasamos por delante de los coches oficiales, con los cristales tintados y algunos con girofaros. Para ser un organismo cinematográfico, me parece extraño. En varias decenas de edificios están reunidas muchas cadenas de televisión como la famosa Central China Television (CCTV), la más oficial de las oficiales, y debemos caminar varios minutos hasta llegar a nuestro destino. Un abundante personal vegeta en unos despachos soporíferos; algunos guardias están literalmente dormidos, otros me miran como si viniera de otro planeta.

En la inmensa sala de reunión a la que me llevan con mi traductora han izado, al lado de un horroroso ramo de flores de plástico, una bandera china frente a una bandera francesa. Instintivamente, me siento en el lado francés. Tal vez Zhang Xun espera encontrarse con el cónsul de Francia.

Llega enseguida. La presidenta de la institución internacional que regula todas las coproducciones en China y negocia con los estudios del mundo entero no habla ni una palabra de inglés (y mucho menos de francés). Lanza una perorata, me dice que China es muy partidaria de las coproducciones, que el sistema cinematográfico chino es productivo con «más de 400 películas al año» (la cifra real, según me han dicho, es inferior a 100), que se trata de una industria más influyente todavía que Bollywood en la India (lo cual no es cierto ni por producción, ni por difusión nacional, ni por exportaciones), que la taquilla se ha multiplicado por dos en 2008 (pero no dice que apenas alcanza el 50 por ciento de la de Corea del Sur, muchísimo menos poblada), que el presidente de la República Popular de China, Hu Jintao, cree en el cine, y ya estoy esperando la cantinela de la «cooperación mutua, la amistad y el respeto entre Francia y China» cuando, en efecto, la cantinela llega. Me pellizco.

¿Cree realmente Zhang Xun todo lo que dice? Todas sus frases están vacías de sentido, todas las cifras son falsas, ¿lo sabe ella? Es la cara amable, casi sincera, de la censura. Habla con aplomo y tacto, brillantemente secundada por un traductor muy eficaz (pero mi propia traductora me dirá después de la entrevista que constantemente embellecía el discurso muy estereotipado y políticamente correcto de mi anfitriona burócrata). Cuando describe las «coproducciones» tal como ella se las imagina percibo que el uso del prefijo «co» es totalmente inapropiado; habla de producciones autorizadas por el régimen y que por tanto se convierten en chinas, en ningún caso de unas coproducciones por esencia binacionales. Le pregunto luego cómo hace para determinar la nacionalidad de una película, dado que las inversiones con frecuencia están cruzadas y corresponden a productores internacionales variados. Su respuesta me deja perplejo: ¡se fía del IMDb, el banco de datos cinematográfico estadounidense! Comprendo entonces que todo el sistema en su conjunto no está hecho tanto para defender unos valores o para proteger a las familias chinas, sino que sobre todo es un mecanismo de proteccionismo extremadamente poderoso. Esbozo pues una pregunta muy tímida y banal sobre la censura, en el corazón del edificio por excelencia de la censura china. «Cada país tiene su censura —responde delicadamente, sin sorprenderse lo más mínimo, Zhang Xun—. En Estados Unidos hay una fuerte censura, más dura aún que en China. Nosotros tenemos derecho a proteger a nuestros niños de la violencia y la pornografía».

Esa misma tarde, estoy en el hotel Konlun de Beijing, un palacio cuyo café circular del piso 29 y la vista impresionante sobre la capital china son por sí solos una atracción. Peter Loehr me espera allí; es el director de CAA para China. La Creative Artists Agency es una de las principales agencias de talentos estadounidenses que se dedican a «descubrir» actores de cine, pero también cineastas, guionistas, cantantes y escritores, todos chinos. Peter Loehr es sinólogo, vive en Asia desde hace veinte años y ya se ha pasado trece años en Beijing. Este estadounidense auténticamente apasionado por China está además casado con una china.

La estrategia de CAA es distinta de la de los estudios, para los cuales sin embargo trabaja la agencia, porque se concentra en las personas y no en el mercado chino. Peter Loehr está aquí para firmar contratos con el mayor número posible de talentos chinos, y se puede decir que lo ha conseguido, como sus colegas de William Morris, la otra agencia estadounidense, instalada en Shangai. Contrariamente a los estudios, que se han enfrentado con el sistema de producción chino y luego con la distribución y han topado con un muro, las agencias de talentos hacen deals con los talentos locales. Sortean la censura y las cuotas concentrándose en los individuos, que aceptan unirse a ellas en exclusiva a cambio de la esperanza de realizar una carrera más internacional y la promesa de unos contratos más jugosos (el célebre método del packaging de CAA permite que un actor cobre porcentajes sobre todos los productos derivados de una película). La agencia, a cambio, se embolsa el 10 por ciento de media de todos los contratos que firme el artista. En un mercado del que los europeos, los indios y los japoneses están ausentes, los estadounidenses han «fichado» año tras año a la mayoría de los artistas importantes de China. «Honradamente, no es muy complicado trabajar aquí», me comenta, jovial, Peter Loehr (y no dirá más on the record, no quiere que lo cite). En China las pocas agencias de management de artistas están a menudo ligadas a estudios o a discográficas, lo cual crea conflictos de intereses significativos cuyas primeras víctimas son los artistas. Esta es una de las razones por las cuales los «talentos» chinos tienden a unirse a una agencia estadounidense.

El trabajo de CAA y William Morris, un trabajo de hormiguitas, es muy eficaz, ya que sus agentes peinan el terreno constantemente y preparan el mercado para el día en que China se abra. ¿Dónde están los europeos? No he visto ninguno.

Queda pues la producción local. Felice Bee, una taiwanesa bellísima que se crió en Indonesia, con una larga casaca negra que la protege del frío glacial que ha invadido Beijing, se lleva a los labios una refinada taza de té en el coffee shop donde me ha citado. ¿Por qué vino a China desde Taiwán? «Porque aquí es donde está el mercado —responde sin vacilar Felice Bee—. China es un sistema cultural nuevo, nada está parado, todo se mueve y todo es posible. Aquí es donde se está escribiendo el futuro». Hablamos de la estrategia de Disney en China, ya que ella ha trabajado mucho tiempo para Buena Vista International, la rama de distribución de Disney, pero yo quiero que me hable sobre todo de la producción local, pues trabaja para uno de los principales productores privados, el grupo Huayi Brothers Pictures. A priori, como se trata de un grupo chino instalado en Beijing, no está sometido a las cuotas reservadas a los extranjeros. «No —rectifica Felice Bee—, el control político sigue existiendo en todas las etapas de una película, incluso si es producida por una compañía china: hay que obtener un visado primero para el script y renovarlo tras cada modificación, acompañándolo por supuesto con todos los permisos de las ciudades donde se vaya a rodar». Hasta ahora, mis interlocutores estadounidenses me habían dado a entender que los productores chinos, si tenían buenos contactos con los funcionarios de Beijing, podían hacer lo que quisieran dentro del sistema neocapitalista chino. Ahora me doy cuenta de que toda la industria cinematográfica está controlada, puesto que el Ministerio de Propaganda la considera un sector estratégico.

Y el control, por definición, se ejerce sobre el argumento. «En un script —continúa Felice Bee— hay que procurar que un policía sea siempre bueno y que un gánster sea siempre malo. El primero no puede jamás ser un mal padre de familia y es impensable que el segundo sea un buen padre. Además, como no existe un rating system, como en Estados Unidos, se supone que todas las películas van dirigidas a todos los públicos, lo cual le va muy bien a la censura china y le permite prohibir cualquier escena de sexo o violencia».

¿Pueden asumirse riesgos controlados en materia de producción local? Universal y los hermanos Weinstein así lo creyeron. Estos últimos, desde los gloriosos años de Miramax, invirtieron en una oficina en Hong Kong para coproducir películas localmente y sobre todo para comprar los derechos de películas prometedoras. Bey Logan es quien dirige la oficina de la Weinstein Company en Asia. Divertido, echado para adelante y caricaturescamente estadounidense, aunque habla cantonés, nos encontramos debajo de su casa, en el café Lavando, en el bellísimo barrio de Prince Terrace de Hong Kong. «Harvey Weinstein tiene desde siempre un love affair con Asia», me dice Bey Logan. A partir de los éxitos en Estados Unidos de películas como Tigre y dragón de Ang Lee, Juego sucio (Infernal Affairs) de Andrew Lau y Alan Mak, o también de Hero y La casa de las dagas voladoras de Zhang Yimou, la estrategia de los hermanos Weinstein ha consistido en adquirir los derechos internacionales de numerosas películas chinas y, para financiar esas compras, han creado un fondo «Asia», gestionado por el banco Goldman Sachs. A partir de ese catálogo importante, escogen, según los públicos a los que se dirigen, estrenar las películas en Estados Unidos o limitarse al mercado regional donde tienen una buena red de distribución panasiática.

En la producción local, los hermanos Weinstein han tenido menos suerte. «El dinero no es el problema en China y en Hong Kong. El problema es descubrir los guiones de calidad capaces de llegar a un gran público, fichar a las estrellas de fuerte potencial, encontrar al buen coproductor local y finalmente llegar a trabajar con la censura de Beijing», suspira Bey Logan. Por ahora, los Weinstein se han limitado a producir la película Shangai, cuyo presupuesto es de 45 millones de dólares y cuya distribución es enteramente china, al igual que el director, y que debía rodarse en Shangai. Pero eso era no contar con la censura, que en el último momento les negó el certificado de coproducción, antes de invitar con firmeza al equipo de rodaje, que ya estaba allí, a abandonar China. La película se trasladó, pues, a Bangkok, a un decorado improvisado que supuestamente recuerda el Shangai de la década de 1940. «Harvey quedó escandalizado por el proceder de las autoridades chinas, estaba fuera de sí —me confirma Bey Logan—. Y perdimos 3,4 millones de dólares en ese asunto». El hombre de los hermanos Weinstein no se muestra amargado. Está dispuesto a emprender nuevos proyectos. «Todos los estudios estadounidenses, grandes y pequeños, vienen a China para tener una cuota de este inmenso mercado y con unas estrategias que sobre el papel parecen buenas, como la guerra de Vietnam o de Irak. Pero cuando estás sobre el terreno, las cosas son mucho más complejas. Sin embargo, el mercado es tan grande, y tan estratégico, que vamos a seguir intentándolo el tiempo que haga falta».

Otro pretendiente, Universal, aún ha tenido menos suerte. El estudio se lanzó a la producción de la película Deseo, peligro del director taiwanés Ang Lee, a través de su rama «independiente» Focus Features. Al principio, los funcionarios chinos vieron con buenos ojos el retomo a Asia de un director estrella de Hollywood, que había obtenido un Oso de Oro y varios Oscar por El banquete de boda, Tigre y dragón o más recientemente Brokeback Mountain. Las autorizaciones de rodaje fueron concedidas por la oficina de la censura, que se mostró poco quisquillosa con el script en gran parte porque los chinos estaban orgullosos del éxito mundial de Tigre y dragón. Por otra parte, el riesgo era limitado para la Universal, puesto que Ang Lee había designado a un productor local muy famoso que sabía cómo tratar a los «funcionarios». Pero en las altas esferas las cosas no transcurrieron tan fácilmente. Apenas autorizada, la película fue brutalmente prohibida por sus escenas de sexo excesivamente explícitas y unas alusiones consideradas «delicadas» acerca de los japoneses. A la actriz principal no se le permitió conceder entrevistas y la película fue censurada. Lo que tenía que ser la consagración de un hijo de Taiwán que volvía a China se convirtió finalmente, bajo los abucheos de la comunidad internacional, en una ilustración de la peor censura. Y provocó una vuelta de tuerca de las autoridades que los cineastas independientes todavía están pagando. «Fue un verdadero Tiananmen para la industria cinematográfica», concluye, fatalista, Felice Bee.

Pero aún se produjeron aventuras más desgraciadas en China que las de Columbia, Sony y Universal: se produjo el caso de libro de la Warner.

EL ROBO DE LOS MULTICINES DE WARNER

Hablando con Ellen Eliasoph, me digo que la Warner ha enviado a China a su mejor «sinojurista». La abogada Ellen Eliasoph, que es sinóloga, habla perfectamente mandarín y cantonés, tiene mucha experiencia y es especialista en el derecho del copyright, vive en China desde hace más de veinte años. Dirige las oficinas de Warner Bros en China, y su marido es un importante diplomático del Departamento de Estado norteamericano. Estamos en el piso 23 de una torre, en un complejo ultramoderno que alberga también el célebre Gran Hotel Hyatt de Beijing, cuya piscina zen y cuyo spa permiten a los que desean cargar pilas moverse entre un «cielo virtual» parecido a la Vía Láctea y una música submarina llamada «neotropical» (que de hecho está sacada simplemente, como ocurre con frecuencia en los hoteles de lujo asiáticos, de un disco del DJ Stéphane Pompougnac, Hotel Costes).

¿Cargar pilas? «Inicialmente, Time Warner era muy optimista en cuanto al mercado chino —me explica Ellen Eliasoph—. Nuestra estrategia consistía en invertir en las salas, distribuir en ellas nuestras películas, comercializar masivamente nuestros DVD y reinvertir todos los beneficios en nuevas películas coproducidas localmente. A priori, era una estrategia implacable». Un importante plan de instalación de cadenas de televisiones del grupo (CNN, HBO, las cadenas de cable Turner) y por supuesto la difusión de los hits de la mejor discográfica Warner, entonces todavía propiedad de Time Warner, que debía venir después.

La rama de producción local de Warner está instalada en Hong Kong y realiza aproximadamente una película anual desde hace diez años, esencialmente en mandarín. «No se puede producir una película china en China, ésa es la paradoja; entonces la producimos en Hong Kong», me explica Hsia Mia, una joven hongkonesa que ha estudiado en la Cornell University de Estados Unidos y que dirige actualmente Warner en Hong Kong. Hábilmente, la Warner está presente en varios mercados: el mercado hongkonés, moderno y occidental, si es una película de bajo presupuesto; el mercado taiwanés, si es más internacional y si se busca una mayor audiencia, panasiática, a partir de Taiwán; y por último, el mercado de la China continental, si Warner tiene un presupuesto mayor, un director conocido y actores estrella. «Son tres mercados chinos muy diferentes. Hoy tienen tendencia a aproximarse y el objetivo de Warner, naturalmente, es llegar a los tres a la vez», me confirma Hsia Mia, durante un desayuno en un restaurante trendy al pie de la torre HSBC de Hong Kong.

Pero lo más interesante, y lo más peligroso, fue la estrategia de Warner en la distribución en la China continental. En 1994, en un momento en que China iniciaba el proceso de adhesión a la Organización Mundial de Comercio y parecía abrirse inexorablemente, Time Warner, para no ser el rehén de las redes de cines oficiales, tuvo la idea luminosa de invertir directamente en multicines. Se firmó un acuerdo de partenariado con el organismo oficial China Film para construir las salas. Y se creó una joint venture, con reparto del capital y las inversiones, un 70 por ciento los estadounidenses y un 30 por ciento los chinos. Pero eso era tomar a los chinos por ingenuos.

Para empezar, los funcionarios de Beijing le explicaron a la Warner que podía construir si quería multicines en China, pero que no podría proyectar en ellos sus películas. Habría que pasar por la censura y, naturalmente, por las cuotas. Primera ducha fría.

Luego, unos meses más tarde, el reparto del capital de las salas construidas 70/30 entre los estadounidenses y los chinos se revisó a la baja: 51/49 a favor de los estadounidenses. En Los Ángeles, a los directivos de la Warner les pareció raro. Pero, cegados por sus propias ilusiones, se dijeron que era «cultural» ya que los contratos chinos eran muy «vagos» y los de los estadounidenses muy «específicos»; y siguieron construyendo cines hasta llegar al octavo. De pronto, las autoridades chinas decidieron cambiar la ley y considerar que una empresa extranjera no podía poseer salas de cine, y el porcentaje del capital se invirtió retroactivamente: 49/51, esta vez a favor del socio chino.

«En Warner Brothers, en Los Ángeles, el director general se sintió literalmente crushed (aniquilado)», me confiesa Ellen Eliasoph, que dirige las oficinas de Time Warner en la China continental. En la cima de esa torre de Beijing donde estamos hablando desde hace más de dos horas, se ha instalado un silencio bastante pesado. Esta mujer fuerte, tranquila, hermosa, que me imagino que es particularmente temible en las negociaciones financieras, tiene lágrimas en los ojos. «Lo hicimos todo: ideamos los multicines, hicimos el diseño, gastamos millones de dólares, formamos a los chinos para dirigirlos y… ¡ellos cambiaron la ley! Todo eso para nada. Es como una pesadilla. Los estudios de Hollywood fueron demasiado ingenuos con los chinos. Ellos fueron los más astutos, nos incitaron a abrírselo todo, a dárselo todo, y luego se lo quedaron todo. Fueron muy smart. Hoy no hay ninguna esperanza de penetrar en ese mercado». Un poco más tranquila, añade: «Usted no escribe un libro sobre el cine en China; es un libro sobre la corrupción del Partido Comunista chino lo que hay que escribir».

No habrá un noveno multicine de la Warner en China. En Hollywood, deciden retirarse del juego. Las demás majors estadounidenses que han seguido de cerca la aventura también están consternadas. El ejemplo les sirve de lección. La MPAA, el lobby de las majors en Washington, transmite el mensaje al Congreso. Enseguida Estados Unidos ataca a China ante la Organización Mundial de Comercio por poner trabas al mercado internacional.

Al separarme de Ellen Eliasoph, dejo a una mujer deshecha. «No odio a los chinos, son un pueblo formidable. Les he dedicado mi vida. Sólo siento mucha amargura con el poder». Al menos puede tener una satisfacción: al ser la primera que ha construido multicines en China, la Warner ha lanzado una moda que ha cambiado para siempre el paisaje cinematográfico en el país. Ahora, se inaugura una nueva pantalla de multicine cada día. ¿Un premio de consolación para la Warner?

HONG KONG, EL HOLLYWOOD DE ASIA

«Tenemos 1.300 millones de chinos; tenemos el dinero; tenemos la economía más dinámica del mundo; tenemos experiencia. Vamos a conquistar los mercados internacionales y a competir con Hollywood. Seremos el Disney de China». En el piso 19 de la torre de cristal AIG, en el número 1 de Connaught Road en Hong Kong, me encuentro en unos salones privados, entre un mobiliario de gran lujo y cuadros de grandes pintores en todas las paredes, frente a un inmenso ventanal con vistas a Hong Kong y al delta del Río de las Perlas. Peter Lam, uno de los hombres más poderosos de Hong Kong, me recibe con tacto y profesionalidad. Habla claramente, articulando cada sílaba, como si hubiese aprendido inglés con las casetes de Berlitz.

Heredero de una gran familia de la ciudad, el señor Lam preside los destinos del grupo eSun, una inmensa sociedad muy activa en la industria del cine y de la música. Por muy hongkonés que sea, habla en nombre de China y luego me enteraré de que es miembro del CPPCC, uno de los componentes políticos más oficiales de la China comunista en Beijing (una especie de Senado chino).

Así que se muestra dispuesto a lanzarse al asalto de los mercados culturales occidentales. Su prioridad es defender los «contenidos chinos», retomando su expresión. «Hong Kong es el puerto por el cual la cultura china puede conquistar el mundo», me confirma. Conocido por sus buenas relaciones políticas en Beijing, Peter Lam tiene grandes ambiciones para su grupo y su país. Me conduce a una sala de cine interna en la cual me muestra una pequeña película de empresa para darme una idea del poderío económico de su grupo (el film es ridículo, de pura propaganda, pero eficaz). «Los estadounidenses ya no pueden desarrollarse. ¿Dónde pueden encontrar un crecimiento de dos dígitos? En ningún lugar salvo en China, y en China han fracasado. Nosotros lo conseguiremos». Lo que a Peter Lam se le olvida es que, por ahora, a las cinematografías chinas y hongkonesas les cuesta mucho llegar a un público no asiático y salir de los mercados chinos denominados «tradicionales» como Taiwán, Macao, Singapur y los países del sudeste asiático. Se lo señalo y me responde citando Juego sucio (Infernal Affairs), la trilogía que su grupo ha producido y que ha tenido cierto éxito internacional en 2002 y 2003 (pero olvida decir también que fue Martin Scorsese el que firmó el remake de Infiltrados, con Leonardo DiCaprio y Matt Damon, para la Warner, cuyo éxito fue abrumador cuatro años más tarde).

¿Está preocupado por la censura china que puede alcanzar a Hong Kong, ahora que la región se ha reintegrado a China? «En todas partes del mundo hay censura. Si quieres trabajar en China, debes aceptar las reglas», me explica simplemente, sin el menor titubeo ni la menor sonrisa, Lam. Le hago observar que Beijing obtuvo la retrocesión de Hong Kong a China en 1997 pero que la producción de Hong Kong sigue considerándose «extranjera», como si el territorio siguiera siendo independiente sólo para el cine. En vez de «un país, dos sistemas», como dicen, lo que hay es una política de «doble vara de medir». Peter Lam asiente ligeramente, sin entrar en la discusión sobre este punto.

Con importantes estudios que producen casi una decena de largometrajes al año, una rama de distribución y, en los centros comerciales, decenas de tiendas que venden DVD, el grupo eSun es un actor clave de la industria cinematográfica asiática. Pero también está presente en la música, con cuatro sellos, una agencia de management de artistas y una rama de producción de comedias musicales. «Hong Kong es la capital del entertainment en Asia —explica Gary Chan Chi Kwong, que dirige la rama de música y los cuatro sellos del grupo eSun—. Nuestro objetivo es que nuestros artistas triunfen aquí en Hong Kong, pues a partir de aquí pueden llegar a todo el sudeste asiático. Así alcanzan el mercado taiwanés, Malasia, Singapur, y sobre todo la China continental. Pero es más difícil llegar a Japón y casi imposible a India». Gary Chan Chi Kwong prosigue: «Hong Kong es un lugar donde se crean las modas, un trendsetter para Asia; si quieres tener éxito, tanto si eres chino como malasio, taiwanés o singapurense, vienes aquí a Hong Kong. Hong Kong es el Hollywood de Asia».

Es cierto que Hong Kong ha logrado mantener una cinematografía influyente que produce, con siete millones de habitantes, tantos largometrajes como China, que tiene 1.300. Es una ciudad-región diversa por su población y las lenguas que allí se hablan; son muchos los asiáticos de todas las nacionalidades que viven en ella sin visado (empezando por los taiwaneses, que deben transitar por Hong Kong para entrar en China). En Hong Kong la seguridad bancaria es real, la bolsa más fiable que las de Shangai o Shenzen, las normas jurídicas conformes con las normas internacionales, los aranceles y las regulaciones limitados, lo cual la convierte casi en una zona franca. A ello se añaden una red mediática capaz de generar un buzz panasiático y unas leyes sobre el copyright bastante estrictas, mientras que en China se violan continuamente los derechos. Por último, Hong Kong no ha sufrido, según dicen muchos profesionales con los que he hablado, un crecimiento significativo de la censura desde su retrocesión a China en 1997 (la autocensura en cambio parece que es mayor, sobre todo cuando el objetivo es llegar al público de la China continental, y de ahí la particularidad de las películas producidas localmente: tienen dos versiones, la versión para Hong Kong y la versión «continental»). Todo eso contribuye a hacer de esta ciudad singular una capital del entertainment. Hong Kong es Asia en miniatura, como Miami es América Latina en miniatura y El Cairo es el mundo árabe concentrado.

Es evidente que las ambiciones de los chinos y los hongkoneses en materia de producción de «contenidos» son inmensas. Escuchando a mis interlocutores del grupo eSun en Hong Kong, tuve la sensación de que era una cuestión de orgullo, de nacionalismo cultural tanto como un interés económico. La guerra cultural está declarada, pero nadie sabe demasiado bien en China cuáles son los objetivos. El cohete cultural chino ha despegado sin que el régimen autoritario le haya fijado una trayectoria. De momento va subiendo. Ya se verá cuál es su destino.

Es lo contrario de la estrategia de la competencia, también guerrera, de otro turbocapitalista: Rupert Murdoch.

DE CÓMO MURDOCH PERDIÓ MILLONES EN CHINA Y ENCONTRÓ UNA ESPOSA

«Just imagine». Parece el eslogan de Nike, «Just do it». Está grabado en letras de oro, a la americana, en una pared de cristal en el gran salón de recepción de la sede panasiática del grupo Star en el número 1 de Harbourfront, en Kowloon (Hong Kong). Por las luces, las estrellas «Stars» que centellean y las escaleras de cristal, uno tiene la impresión de estar en un plato de MTV. Desde el piso octavo de este edificio azul reflectante se tiene una vista magnífica sobre el Victoria Harbor y el mar de China. Me invitan a tomar asiento en una inmensa sala de reunión. Ante mí, siete pantallas planas gigantes y un gran mapamundi; me digo que Rupert Murdoch siempre ha querido dominar el mundo. «Just imagine».

El nuevo hombre fuerte de Murdoch en Asia, Paul Aiello, un banquero de Nueva York que vive en Hong Kong desde hace quince años, fue vicepresidente del banco First Boston, trabajó para Morgan Stanley y como asesor del Banco Mundial, me recibe en el cuartel general de Star TV del cual es director general desde 2006. Con cara preocupada delante de este francés que viene a hacer una encuesta sobre su empresa, manipulando de vez en cuando su BlackBerry Bold último modelo, está acompañado por Laureen Ong. De entrada, esa mujer me parece antipática, y la tomo por un cancerbero de los PR. Pero a lo largo de la conversación resulta ser encantadora y muy cooperativa; es una ex empleada de National Geographic que hizo el resto de su carrera en la televisión deportiva en Estados Unidos y ahora es el número dos del grupo Star.

Star son 60 cadenas de televisión en siete lenguas que desde Hong Kong irrigan toda Asia. «Podemos llegar potencialmente a 3.000 millones de personas en 53 países asiáticos, casi dos tercios de la población del planeta», me explica Paul Aiello, retomando una fórmula famosa de Murdoch (de hecho el grupo Star apenas llega, y potencialmente, a 300 millones de personas). Con base en Hong Kong, Star representa para Murdoch, el jefe globalizado de la multinacional News Corp, el equivalente asiático del grupo Sky en el Reino Unido o Fox en Estados Unidos. Y es una de las apuestas audiovisuales más audaces de los últimos veinte años.

Las aventuras chinas de Rupert Murdoch se remontan a principios de la década de 1990 y el objetivo era sencillo: poseer una televisión hertziana en China. El multimillonario australoamericano puso todos sus medios, todo su sentido pragmático de los negocios y toda su guanxi (palabra crucial en China para definir las buenas conexiones políticas dentro del Partido Comunista chino). Por el camino se dejó millones de dólares y finalmente fracasó. Pero en ese camino encontró una esposa, Wendi.

«Al fin y al cabo, el Partido Comunista chino ¿no es acaso la cámara de comercio más grande del mundo?». Estamos en 1997. Rupert Murdoch está orgulloso de su joke, que acaba de hacer su pequeño efecto, en una cena en Beijing. Seguro de sí mismo, ha invertido en China con un plan bien decidido: ganarles a los chinos, que desde Deng Xiaoping quieren «enriquecerse», en su propio juego de hacer dinero. Y dinero a Murdoch no le falta.

Muy pronto, Murdoch se fija en el grupo Star, cuyas iniciales significan Satellite Television for Asian Region. El grupo fue creado en Hong Kong en 1991 con cinco cadenas iniciales en inglés (entre ellas MTV Asia y la señal de BBC World Service). Star fue un éxito rápido en cuanto a calidad, pero un fracaso financiero. Murdoch acepta pues desembolsar en 1993 cerca de 525 millones de dólares para adquirir el grupo. ¿Las autoridades chinas se inquietan? Les da garantías y en 1994 acepta retirar BBC World Service de su plataforma por satélite, ya que Beijing opina, desde los acontecimientos de la plaza de Tiananmen, que la cadena británica no es lo bastante «justa, equilibrada y positiva» en su tratamiento de las cuestiones políticas chinas. Al cabo de poco, Murdoch va más lejos: incita también a Sky, su grupo británico, a ser más «equilibrado» cuando trate de China y a darle la palabra al gobierno chino cuando éste sea atacado para que pueda expresar su «punto de vista». Ya se acabó lo de mostrar en el Reino Unido, por ejemplo, las imágenes del Tank Man, el hombre que se enfrentó a los tanques en la plaza de Tiananmen, y del cual precisamente Sky pide noticias; a menos que se autorice a Beijing, por un afán de «equilibrio», a dar su propia versión de los hechos. No tarda Murdoch, para halagar al Partido Comunista, en criticar al Dalai Lama con una fórmula que se hizo famosa: «un viejo monje muy político que se pasea con zapatos de Gucci», y en denunciar a la sociedad tibetana como «autoritaria y medieval». Con ello, Murdoch muestra una faceta esencial de su personaje: su pragmatismo absoluto, cuando se trata de negocios, aunque tenga que sacrificar sus propios ideales políticos. En el fondo, está dispuesto a aceptar las regulaciones chinas y hasta el control político de sus periódicos y sus programas, a condición de que le dejen ganar dinero. Cultiva menos las ideas que los dólares, menos los conflictos que las ganancias. En el Reino Unido, a la prensa no le hacen gracia esos matices ni las ocurrencias llenas de segundas intenciones del multimillonario; sus palabras y sus decisiones escandalizan.

Pero a pesar de toda su prudencia, Murdoch pondrá en peligro su imperio por una sola frase. En 1993, durante una velada en Londres para promocionar una nueva oferta por cable de su grupo Sky, Murdoch, en un corto pasaje de su discurso y casi sin querer, hace la apología de las televisiones por satélite contra los regímenes totalitarios: «Los faxes permitieron a los disidentes eludir los medios escritos controlados por los Estados; las televisiones por satélite permitirán a las poblaciones de los países cerrados, ávidas de información, eludir las televisiones públicas oficiales». El mensaje, que iba dirigido al pequeño círculo de la élite de los medios británicos, inevitablemente da la vuelta al mundo en pocas horas, y Li Peng, el primer ministro chino, recibe a 8.000 kilómetros, en su compound de Beijing, el mensaje completo. Sabe mejor que nadie que los estudiantes de la plaza de Tiananmen utilizaron los faxes para fijar secretamente sus puntos de encuentro antes de la manifestación y, para que no quede ni una sombra de duda, se anticipa a los objetivos chinos del multimillonario. A partir de ese momento, se ocupará personalmente del caso Murdoch. Y frente a los medios financieros colosales de los que éste dispone, los chinos responden a su manera: con su armamento pesado. Para empezar, el primer ministro firma un decreto, apenas un mes después del discurso sobre los «faxes y los satélites» de Murdoch, que prohíbe las antenas parabólicas para captar las televisiones por satélite en todo el territorio chino. A partir de ahora, se preferirá el cable, y ya no el satélite, para la difusión de las cadenas de televisión en China. Y encarga al jefe de la oficina de propaganda de Beijing, que depende directamente del Partido Comunista chino, que elabore un «dosier Murdoch» y siga cada uno de los movimientos y proyectos del hombre de negocios en Hong Kong y en China. Objetivo: prevenir la spiritual pollution (en el lenguaje del partido, se trata de los valores antisocialistas que pueden amenazar la cultura china). Ese día, Murdoch, según sus propias palabras, pasa de la watchlist a la blacklist.

El dosier Murdoch se llena, pues el hombre tiene tantos medios como ambición. Ya ha financiado con muchísimo dinero un new media center en Beijing, y ha invitado a decenas de contactos oficiales privilegiados a visitar las infraestructuras de Fox en Nueva York o las de Sky en Londres para impresionarlos. Ahora compra un influyente diario en lengua inglesa en Hong Kong, financia estudios de cine en la ciudad de Tianjin e incluso hace publicar en Estados Unidos, para halagar a la familia presidencial, las memorias de Maomao, la hija menor de Deng Xiaoping (HarperCollins, la rama editorial del grupo News Corp, es la encargada de publicar el libro sin reparar en gastos, se dice que Maomao habría recibido un anticipo de un millón de dólares). La tournée de promoción que Murdoch organiza para Maomao en Estados Unidos recuerda la que la URSS organizó en su día para la llegada de André Gide, pero la prensa estadounidense no se deja impresionar. El New York Times ridiculiza la autobiografía cuando la publican: «Una obra de propaganda indigesta, con un estilo literario ampuloso».

Murdoch persigue metódicamente su objetivo. Ahora le toma afecto al hijo mayor de Deng Xiaoping, que es parapléjico. Financia su asociación, la federación china para personas parapléjicas, y lo invita con todos sus colaboradores a un crucero en su yate, con transporte gratuito en avión privado. Murdoch continúa con sus propósitos: en 1993, decide trasladarse con mujeres y niños a una de las mansiones más hermosas de Hong Kong (los Murdoch volverán a Los Ángeles al cabo de menos de seis semanas). En 1997, veta la publicación por parte de HarperCollins de las memorias críticas de Chris Patten, el ex gobernador de Hong Kong, para no desagradar a las autoridades de Beijing después del final del mandato británico en la isla y su retorno al seno de China.

Esa campaña de seducción a todos los niveles funciona durante un tiempo, pero cuando Deng Xiaoping es apartado del poder y Jiang Zemin le sucede, Murdoch se encuentra sin guanxi (contactos políticos). Durante ese tiempo, los chinos han confiscado más de 500.000 antenas parabólicas, en su intento de limitar la influencia de las televisiones extranjeras en general, y de Star TV en particular.

La respuesta de Murdoch se producirá en tres tiempos. Primero, decide internacionalizar Star. Al no poder llegar a los chinos en el continente, se dirigirá a los asiáticos del mundo entero. Abre pues oficinas en toda Asia y en otros continentes. Por ejemplo, en Dubai me sorprendió descubrir, en el seno de la Dubai Knowledge City, una oficina de Star TV. «Star se ha implantado aquí en el Golfo para llegar a los inmigrantes chinos, indios y paquistaníes, que son muy numerosos. Nuestras cadenas emiten en hindi, en mandarín y en inglés, y habida cuenta del gran número de asiáticos expatriados tienen buenas audiencias. Pero no hacemos ningún programa en Dubai, sólo tenemos una sale office para la compra de espacios publicitarios. Es la apuesta de Murdoch aquí. Fue él quien quiso abrir una oficina en Dubai para que nos ocupásemos del Golfo», me explica Alis Terb, un asesor del director de Star TV en Dubai.

La segunda estrategia es la música, menos sensible que la información. Al lanzar Channel V, dentro de la plataforma Star, Murdoch quiere recrear en Asia un equivalente a MTV. La estrategia es hábil, jugando con los contenidos locales para seducir a públicos variados. Por ejemplo, hay una versión de Channel V destinada a la China continental, hecha en mandarín en Taiwán, con una programación muy local y con un control político estricto. Para el resto del mundo, Channel V crea una versión internacional, hecha en inglés en Hong Kong, a base de canto-pop y más libre en su expresión. Las distintas versiones tienen un éxito considerable.

La tercera respuesta de Murdoch, en 1996, es más ambiciosa y lleva un nombre significativo: Phoenix. Con Phoenix, Murdoch espera renacer de sus cenizas.

Desde el piso octavo de las oficinas de Star en Hong Kong, se puede subir por una hermosa escalera de cristal al piso noveno, donde están justamente los locales de Phoenix. Las dos cadenas, a través de esa escalera simbólica, intercambian contenidos, comparten estudios y prueban diferentes estrategias. El grupo Phoenix emite hoy por satélite desde Hong Kong tres cadenas en mandarín hacia China, fruto de una joint venture entre Murdoch y el hombre de negocios chino Liu Changle. Sus detractores ironizan hablando de esa joint adventure.

En 1996, la nueva estratagema de Murdoch ya está en marcha. Debe encontrar para Phoenix un socio bien conectado en Beijing, que le ayude a obtener las autorizaciones necesarias, a cambio de infraestructuras de satélite y dinero. Liu Changle es el hombre idóneo: por un lado, es el hijo de un apparatchik comunista y sirvió en el ejército chino, el famoso Ejército Popular de Liberación, en el que parece que es reservista con el grado de coronel; por otro, es un auténtico hombre de negocios, apasionado por los medios (fue periodista militar en la Radio Central del Pueblo de Beijing) y un temible negociador financiero que hizo su fortuna bastante misteriosamente con las refinerías de petróleo en Singapur y luego en el sector inmobiliario, las autopistas, los puertos y los hoteles en China continental. Liu Changle demuestra casi caricaturescamente que en la «economía socialista de mercado» china uno puede tener enormes posibilidades comerciales si dispone de buenas conexiones políticas. Bien decidido a enfrentarse con ese Far-East, Murdoch sabe el precio de esa red y conoce a los hombres. Percibe enseguida en Liu Changle la tensión que caracteriza a la nueva élite china: el ferviente budista y el magnate multimillonario, el hombre a la vez frustrado por el partido y leal al sistema comunista, el empresario sin escrúpulos y el que ha mandado a sus hijas a una universidad estadounidense, el apparatchik que existe gracias al régimen y el que promueve un periodismo que lo socava desde dentro, doble condición de su propio éxito personal. Si Murdoch se compromete a que Phoenix siga siendo «políticamente neutral», Liu Changle está dispuesto a crear con él la red privada Phoenix Satellite Television. Llegan a un acuerdo: Murdoch y Changle tienen cada uno un 45 por ciento de las acciones del nuevo grupo, que tiene su sede y cotiza en la bolsa de Hong Kong, y el 10 por ciento restante se regala, como garantía de buena voluntad respecto a Beijing, a CCTV, la televisión oficial comunista.

En 1996, Phoenix obtiene los permisos necesarios para emitir en China continental, por razones que no están totalmente claras, pero que probablemente tienen que ver con el retorno anticipado en 1997 de la región autónoma de Hong Kong al seno de la China comunista. En pocos meses, con varias cadenas en mandarín, Phoenix conoce un éxito considerable en Asia; la nueva televisión, con sus talk shows, sus news Live y sus presentadores que hacen auténticas preguntas a unos invitados on-air, hace que los formatos polvorientos de las televisiones públicas chinas parezcan anticuados. Good Morning China, Phoenix Afternoon Express y Newsline son algunos de los programas de más éxito de la nueva cadena, un calco descarado de la cadena Fox de Murdoch en Estados Unidos.

Sin embargo, Beijing, de nuevo, trata de limitar los riesgos. La señal de Phoenix sólo está autorizada en China continental en los hoteles de tres estrellas (o más), las embajadas y algunos edificios gubernamentales. Sobre todo, Liu Changle vela por que Murdoch no pueda dirigir los programas ni la redacción de la cadena. Por primera vez en su vida, Murdoch se ve arrinconado a una posición de segundón y acepta infringir la regla que lo ha guiado en toda su carrera: no gestiones jamás un negocio que no controles al cien por cien.

Es el 11 de septiembre de 2001 el que va a convertir Phoenix en indispensable, un poco como la primera guerra del Golfo y la (segunda) guerra de Irak hicieron indispensable la CNN y luego Al Yazira. Mientras que las televisiones oficiales chinas se limitan a un corto anuncio sobre los atentados terroristas de Nueva York, a la espera de la posición oficial del partido y su luz verde para difundir imágenes —que tardarán más de 24 horas en llegar—, Phoenix retransmite inmediatamente las imágenes y cambia todos sus programas para estar en directo durante varios días desde Nueva York. Miles de chinos se agolpan en los hoteles para seguir los acontecimientos. Las compras de antenas parabólicas ilegales aumentan pese a la prohibición y se las ve por toda China, más numerosas a medida que uno se aleja de la capital política Beijing. Cuando realicé mi encuesta en China, pude constatar que era posible adquirir por unos 3.000 yuan RMB (unos 300 euros) un receptor bastante grande. Según mis diferentes contactos, millones de chinos tienen acceso a las televisiones extranjeras por satélite. A veces, se coloca una antena parabólica más ancha en lo alto de un edificio para abastecer a todas las viviendas del barrio, un fenómeno totalmente ilegal y visiblemente generalizado. A menudo, desafiando también la legalidad, las redes por cable locales, que sin embargo son públicas, recuperan incluso la señal de Phoenix por satélite y la ofrecen en su plataforma para incrementar su atractivo. Las autoridades de Beijing hacen la vista gorda, por ahora, y Phoenix tolera esa piratería sin pedir ninguna compensación con el fin de aumentar su audiencia y su influencia.

Con Phoenix, jugando con la descentralización, el comercio de las antenas parabólicas ilegales, las regulaciones obsoletas y el afán de lucro del «capitalismo de Estado» de Beijing, Murdoch ha ido ganando posiciones. Pero aún no ha ganado la guerra.

«Tenemos 180 millones de telespectadores diarios en China». El vicepresidente de Phoenix, Roger Uren, un australiano afable que me enseña los estudios de la cadena, en la sede de Hong Kong, acaba de revelarme, sin darle mayor importancia, medio calculador medio jugador, una cifra valiosísima. «180 millones»: es la primera vez que oigo pronunciar oficialmente un número tan preciso. ¿Es verdad? Nadie lo sabe y seguro que Roger Uren tampoco. Sin duda la dirección de Phoenix debe tener interés en exagerar su audiencia para dopar su mercado publicitario, pero también puede querer disminuirla para evitar medidas que endurezcan la censura. De todos modos, en esas arenas movedizas, la cifra resulta plausible. Oficialmente, claro está, Phoenix Television no llega más que a unos cientos de miles de turistas, diplomáticos y funcionarios, puesto que sólo puede verse en los hoteles. Esta ficción satisface a todo el mundo.

Al ver a los periodistas, a los presentadores, al personal de Phoenix, todos muy atareados en unos locales superpoblados, comprendo el éxito de la cadena. Phoenix es una televisión moderna y joven, innovadora y audaz, pese a los riesgos políticos que corre y a sus escasos medios financieros. Wang Ruolin, por ejemplo, se dispone a presentar un programa cuando me cruzo con él en la sala de maquillaje que hay frente a uno de los tres estudios de Phoenix. Tendrá unos veinticinco años, con una camiseta muy pegada y un corte de pelo que recuerda al de los presentadores hip hop de MTV, me dice que está especializado en el infotainment; Sally Wu, por su parte, contratada en Taiwán, es una presentadora de noticias especialmente telegénica, estilosa y sutil, tiene una voz suave que la hace increíblemente seductora y me dicen que millones de estudiantes chinos están enamorados de ella; finalmente, Dou, con quien me encuentro en un despacho en open space, me dice que es el asistente del primer talk show televisivo gay que jamás se ha producido en China. Estamos lejos de los bustos parlantes y del lenguaje estereotipado, monótono y austero de las cadenas oficiales que han hecho del «no sex, no violence, no news» su regla de oro. Pero la juventud y la libertad tienen sus límites.

«Hemos hecho muchas concesiones para no topar demasiado con la censura —reconoce Roger Uren, el vicepresidente de Phoenix—. Nos concentramos en los hechos. Al régimen no se le provoca, somos una cadena china. Y si Star es una cadena muy occidental, nosotros somos más locales». Estas concesiones tienen un precio: a veces, se ven programas en Phoenix que hacen la apología de las medidas económicas adoptadas en ciertas provincias (que sin embargo todo el mundo critica); cuentan la vida maravillosa de Deng Xiaoping; entrevistan a un ministro de Sanidad justo unos días antes de que sea cesado por haber disimulado la epidemia de SRAS; denuncian también al Dalai Lama; y jamás mencionan los acontecimientos de la plaza de Tiananmen. Los detractores de Rupert Murdoch ven en Phoenix una cadena cuya propaganda es simplemente más sutil que la de las cadenas oficiales chinas.

Por errática que sea, la estrategia de Murdoch es ilustrativa: con Star, el magnate de los medios de comunicación ha jugado una carta panasiática e intenta abrir desde el exterior los países a las influencias internacionales, tomándole a China la palabra cuando dice que aspira a la modernización; con Phoenix, ha jugado la carta prochina, y ha conseguido penetrar en el mercado interior aprovechando los resquicios y aumentando su audiencia en las chinatowns de todo el mundo, que prefieren Phoenix a las cadenas oficiales de la CCTV.

En los locales Star de Hong Kong, el director general del grupo no confesará, naturalmente, lo que el vicepresidente de Phoenix me ha reconocido un piso más arriba. Frente a mí, Paul Aiello, el presidente ejecutivo de Star, mide cuidadosamente sus palabras, para no decir ni demasiado poco ni demasiado: «Dado quienes somos y lo que representamos, sólo podemos actuar en China por la vía legal [through the front door]». En China se conoce como zona «gris» el espacio brumoso entre lo legal y lo ilegal, todo lo que las autoridades chinas toleran y que no está formalmente prohibido, Phoenix lo aprovecha y trata de desplazar las fronteras de lo «gris»; Star también, pero sin reconocerlo oficialmente (como si las antenas parabólicas permitieran acceder a Phoenix pero no a Star). Ninguna de las dos estrategias es realmente satisfactoria, claro está, pero tomando a China por los dos lados, por así decir, in y out, Murdoch ha conseguido más de lo que generalmente reconocen sus detractores. Y de paso y sobre todo ha encontrado una nueva esposa.

Wendi Deng, alta, atractiva y entusiasta, es en 1997 una joven china de 29 años con un diploma de MBA de Yale, que desde hace unos meses está haciendo prácticas en la sede de Star en Hong Kong. Habla perfectamente inglés y su lengua materna es el mandarín (mientras que la mayoría de los empleados de Star hablan cantonés, que es la lengua de Hong Kong). Por una serie de circunstancias, se convierte en la traductora de Rupert Murdoch. En esa época, el magnate de los medios está viviendo su segundo matrimonio, pero la relación se está tambaleando. Encuentra seductora a la joven china y enseguida le dice a su principal lugarteniente: «Me parece que cuando uno se hace viejo es vital rodearse de gente joven, de gente con ideas nuevas, llena de energía y de entusiasmo. Esto se te contagia y te revitaliza». Poco después, inicia una relación con Wendi, que muy pronto se convertirá en su tercera esposa.

Wendi Deng Murdoch tendrá una influencia decisiva sobre Murdoch y lo acompañará en su nueva —y última— aventura en China. Esta lleva un nombre raro: ChinaByte. Con Internet es como el magnate de los medios espera ganar su batalla en China. De nuevo, Murdoch se ha adelantado a todo el mundo, empezando por los chinos. Más aún que las televisiones por satélite, Internet ha planteado muy pronto un problema considerable a las autoridades comunistas. El control absoluto del partido podría estar en peligro. Beijing, que inicialmente creyó que podría «prohibir la web», se dio cuenta de que las medidas técnicas y policiales para frenar su desarrollo y controlar sus contenidos eran poco eficaces. Las autoridades se encontraron sobre todo con un rompecabezas imposible, ya que frenar Internet equivalía a frenar la economía. Sin acceso a Internet, no hay economía capaz de luchar en igualdad de condiciones con Estados Unidos, Europa, India y Japón. Por primera vez, el control político y el desarrollo económico parecían inexorablemente antitéticos. Al cabo de una década, con doscientos millones de internautas y cincuenta millones de blogs, la tensión se mantiene.

Esta es la contradicción que Murdoch explotaría con una astucia temible. En 1995, decide invertir en la web en China y lo hace a su manera, a través del bluff. Ahora que ha aprendido a tratarlos y a halagarlos, negocia con los responsables del diario oficial del Partido Comunista la creación de una joint venture para lanzar un sitio común asegurando a las autoridades que será a la vez ultramoderno a nivel técnico y fiable a nivel político. En estas condiciones, el gobierno chino le da luz verde, pero impone que el sitio de Murdoch pase por Chinanet, que es el proveedor oficial de servicios chino. En aquel entonces se calcula que los internautas en China son menos de 250.000. Murdoch se introduce por ese resquicio, pero no obtiene su conexión. Mientras tanto, en efecto, en enero de 1996, el primer ministro chino anuncia una prohibición completa de Internet. Motivo oficial: «luchar contra la pornografía» (parece que un «camarada» de la oficina de propaganda que había instalado Windows 95 en su casa dio con una página pornográfica). Los nuevos controles se multiplican y las sociedades de Internet deben obtener un nuevo permiso especial, Murdoch, tras varios meses de negociaciones, obtiene una licencia para lanzar el sitio chinabyte.com. Nueva ducha fría: el modelo económico de su proyecto se basa en la publicidad, pero su sociedad no obtiene permiso para comercializar espacios publicitarios, puesto que uno de los dos socios no es chino.

Durante el primer año de su creación este sitio web, finalmente autorizado sobre el papel, sigue sin conseguir la conexión de acceso a Internet. Nuevas negociaciones, y siete meses más tarde Murdoch obtiene una conexión de 28 K mediante una suscripción de 22.000 dólares al mes. Los detractores de Murdoch se burlan de sus desgracias, explicando que con una suma tan desorbitada está subvencionando el desarrollo de Internet en toda China.

En enero de 1997 chinabyte.com es lanzada oficialmente con la bendición del gobierno chino y una extraordinaria cobertura mediática internacional. En pocos meses, se convierte en el primer sitio web chino. Ahora respaldado por su nueva esposa, oficialmente encargada de Internet en el grupo Star, Murdoch multiplicará sus participaciones… y sus riesgos.

Más que nunca, cree en las sinergias dentro de su grupo, que ha construido enteramente según el modelo de la concentración vertical: una película adaptada de un libro de HarperCollins es producida por la 20th Century Fox, luego emitida por la cadena hertziana Fox en Estados Unidos, por Sky en Gran Bretaña y por Star en Asia, tiene una cobertura importante en el Times y el Sun en Londres, el New York Post en Estados Unidos y así sucesivamente en las decenas de medios y compañías que están reunidas bajo la enseña del grupo News Corp. El estreno de Titanic, a finales de 1997, es una jugada maestra de Murdoch; y en China, una jugada genial.

Con Wendi como hada madrina, Murdoch logra en efecto convencer al presidente chino Jiang Zemin para que asista a una proyección privada de Titanic, producida por sus estudios de la 20th Century Fox. El líder comunista se emociona con las aventuras de ese adolescente pobre que se enamora de una joven rica y muere por salvarla; le gustan los efectos especiales de Titanic y más aún el éxito comercial planetario de la película. Unos días después, en un gesto infrecuente, firma él mismo una crítica del film en el diario comunista oficial: «Invito a mis camaradas del buró político a ver la película, no para promover el capitalismo, sino para ayudarnos a triunfar. No creamos que somos los únicos que sabemos hacer propaganda». Si bien Murdoch se toma el texto como un cumplido, se trata de hecho del programa que Jiang Zemin les fija a los cuadros «culturales» del partido: China debe ponerse a trabajar, reconstruir sus industrias culturales obsoletas y vencer a Hollywood en su propio terreno. Mediante su crítica de la película, que tiene valor de decreto, el presidente chino está dando consignas para recoger el guante y construir un cine poderoso.

A rebufo del artículo del presidente chino, Murdoch organiza una serie de proyecciones para todo el buró político del Partido Comunista chino, no descuidando invitar a los responsables de la censura. Tres meses más tarde, obtiene el derecho de estrenar Titanic en China con un número importante de copias, lo cual habría sido imposible sin el artículo de Jiang Zemin. Titanic se convierte así en el mayor éxito cinematográfico extranjero de la historia en China.

Ahora Murdoch vuelve a gozar del favor de Beijing. Al menos eso cree. Y espera a cambio que levanten la prohibición de las antenas parabólicas en China y haya más libertad para Internet. Murdoch dice públicamente que de ahora en adelante Star, que ayer era una simple red de cadenas de pago, se convertirá en la primera plataforma multimedia asiática. Y pasa un pedido a Wendi y a su propio hijo, James Murdoch, que ahora es el responsable de Star en Hong Kong, de una veintena de sitios web chinos e indios, adquiridos por cerca de 150 millones de dólares.

De nuevo, Murdoch demuestra no conocer a los chinos cuando tratan con la competencia. Las autoridades comunistas autorizan efectivamente la distribución en la China continental de la versión en mandarín de Star, pero el canal propuesto es accesible en una red por cable de una provincia china remota cuyos habitantes hablan esencialmente cantonés. A cambio, Murdoch debe abrir el conjunto de sus redes por cable estadounidenses a la nueva cadena oficial de información continua en inglés, una especie de Voice of China. La oferta no es negociable.

Y, lo que es peor, Murdoch se da cuenta de que la mayor parte de los programas televisivos de éxito que ha lanzado en Star y Phoenix son literalmente clonados y reproducidos, a veces simplemente traducidos al mandarín violando todas las leyes sobre la copia ilegal en las televisiones nacionales, que los revenden a su vez compitiendo con la oferta de Star. En caso de proceso, los tribunales chinos siempre dan la razón a las televisiones gubernamentales. Un fenómeno similar es el que se produce con el sitio de Internet de Murdoch, calcado literalmente. Los sitios piratas son realizados por los mismos equipos contratados por el dueño de News Corp y en sus propios locales. De ahí que el sitio original alcance rápidamente un techo de varios cientos de miles de visitantes y en cambio el sitio clonado, y fuertemente promovido desde las televisiones y la prensa oficiales, supere pronto los millones. En parte por el estallido de la burbuja de Internet y en parte por las tensiones con los socios oficiales chinos de los demás sitios web, Murdoch decide finalmente retirarse de este mercado. Y poco después de China.

«Murdoch todavía nos llama con frecuencia —me dice Paul Aiello, el director general del grupo Star en Hong Kong—. A veces son las cuatro de la madrugada, porque desde Estados Unidos se ha equivocado con el desfase horario. Lo formidable de Murdoch es su entusiasmo. Jamás mira al pasado, ni a sus errores. Me dice: “What’s next?”. Internet es ahora su obsesión. Siempre piensa en el futuro. Nunca acepta el statu quo».

Sin embargo, lo que domina hoy para Star en China es justamente el statu quo. Rupert Murdoch, al que Paul Aiello me describe tan hands-on, tan directamente comprometido con los asuntos corrientes, parece haber abandonado su juguete chino y preferir ahora otros challenges, el Wall Street Journal o MySpace, adquiridos recientemente en Estados Unidos, y sobre todo India, que ahora compara favorablemente con China.

Actualmente, si bien el grupo Star tiene una influencia real en India, donde obtiene el 70 por ciento de su volumen de negocios, y en Taiwán, donde sus cadenas son dominantes, la penetración en el mercado chino está en mantillas. Con Star, Murdoch no ha logrado tener la cadena de televisión hertziana que soñaba; en cuanto a Phoenix, no tiene ni su control financiero ni su control editorial (por consiguiente ha vendido hace poco la mitad de sus acciones al operador telefónico público de China). «Si quiere hacerme decir que nuestra entrada en el mercado chino ha sido una decepción, pues sí, más bien ha sido una decepción», reconoce Paul Aiello. El propio Murdoch, en una conferencia, se muestra perplejo en cuanto a su balance en China: «No hemos tenido mucho éxito en China. Debemos ser muy humildes. Todo lo que puedo decir es que nadie —insisto, nadie—, ninguno de los grupos mediáticos estadounidenses o ingleses ha tenido hasta ahora el menor impacto en China. Es un mercado muy grande, pero es un mercado delicado, muy delicado. Es un mercado dificilísimo para los outsiders».

En agosto de 2009, en una decisión muy esperada, la Organización Mundial de Comercio (OMC), a instancias de Estados Unidos en 2007, consideró en Ginebra que China había violado las reglas del comercio internacional al limitar la importación de libros, medios, discos y películas. La permisividad china en materia de piratería y la falta de respeto a las leyes internacionales sobre el copyright también fueron sancionadas. Pero sean cuales sean las consecuencias de esa decisión —que China ha recurrido—, los estadounidenses parecen por ahora haber pasado página.

Estos últimos meses han cerrado las oficinas de la Warner en Beijing y de la Columbia en Hong Kong. Disney sigue esperando la luz verde de las autoridades chinas para construir su parque temático en Shangai. Google amenaza con retirarse de China. La antigua directora de Warner, Ellen Eliasoph, se ha convertido en abogada para una gran firma estadounidense y sigue viviendo en Beijing. Barbara Robinson ha abandonado Columbia y continúa viviendo en Hong Kong. Peter Loehr sigue «fichando» artistas locales a la espera de que China se abra. En cuanto a Paul Aiello, el director general de Star, acaba de anunciar que deja la presidencia de Star y que el grupo se repliega estratégicamente de Hong Kong para marchar a Mumbai.

Escaldados por sus repetidos fracasos en China, por la censura y las cuotas de Beijing y por ese capitalismo autoritario con «dos varas de medir», los estadounidenses tienen un nuevo plan: cambiar sus inversiones en el este de Asia por el sur de Asia. En otras palabras: abandonar China y enfrentarse con su rival, la India. En vez de un mercado de 1.300 millones de chinos, los estadounidenses están dispuestos a conformarse con un mercado de 1.200 millones de indios. Al fin y al cabo, también es un país, como dicen ellos, con una población que entra en la categoría del billion (los mil millones).

En marzo de 2009, la Motion Pictures Association abrió sus oficinas en India. Los estudios Disney, Warner Bros, 20th Century Fox y Paramount han abierto oficinas en Mumbai, y empiezan a producir películas localmente. MTV despega en India. Las series producidas por Colors, la cadena de Viacom, están dado mucho que hablar. Y en lugar de Kung Fu Panda, ¿por qué no hacer Slumdog Millionaire? Para los estadounidenses, siempre en busca de una nueva frontera y un nuevo mundo, la nueva China se llama India.