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8. USC, LA UNIVERSIDAD DEL MAINSTREAM

«Reality ends here». En un edificio a la entrada de la University of Southern California de Los Ángeles, el lema «La realidad termina aquí» es ambicioso. Indica el paso de la realidad a la ficción, y la entrada del campus de la USC, la escuela de cine más famosa de Estados Unidos.

«George Lucas, Steven Spielberg, Jeffrey Katzenberg, David Geffen: todos están aquí con nosotros y son nuestros asesores, nuestros enseñantes, y miembros de nuestro consejo de administración. Todos forman parte de la comunidad universitaria», me explica, con una pizca de orgullo, Elizabeth Daley, que ocupa el prestigioso cargo de dean de la USC (la decana, el equivalente a rectora de la universidad).

En el cruce de la Santa Monica Freeway y la Harbor Freeway, dos autopistas en el sur del downtown de Los Ángeles, el campus de la USC está fragmentado en varías hectáreas. Mezclado con la ciudad y abierto a la circulación que lo rodea, no tiene la belleza de los campus «cerrados» como los de Princeton, Yale, Duke, Harvard, Dartmouth, Stanford o incluso su vecina y principal competidora la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA). Pero la USC tiene una reputación que estas otras universidades le envidian; su complicidad con Hollywood.

«Somos una escuela profesional, la que ha formado a Frank Capra y Francis Ford Coppola o George Lucas, entre muchos otros, y todos los años al menos uno de nuestros ex alumnos recibe una nominación para los Oscar. Pero nuestra filosofía no se basa en el trabajo estrictamente individual de un autor. Una película es un trabajo colectivo», me explica Elizabeth Daley. En su espacioso despacho, que lleva el número «Lucas 209», situado en el antiguo edificio George Lucas y cuyas ventanas dan al novísimo George Lucas Building, hay decenas de fotos que la representan al lado de todos los moguls y estrellas con que cuenta Hollywood. La USC no se sitúa en la periferia de Hollywood; es su centro.

Para comprender el poder que tienen las industrias creativas en Estados Unidos, tanto en el cine como en la música, la edición o Internet, hay que ver lo que son las universidades estadounidenses. En Estados Unidos hay más de 4,000 centros de enseñanza superior, 1.400 de los cuales son universidades, y el país les dedica en torno a un 3 por ciento de su PIB, cuando en Europa la enseñanza superior es la mitad de rica, de media, con aproximadamente un 1,5 por ciento del PIB. Sin embargo, el sistema universitario estadounidense, contrariamente a lo que muchos creen, no es un mercado que se base en el sector privado: el 77 por ciento de las universidades estadounidenses son públicas, generalmente financiadas por uno de los cincuenta estados (es el caso de UCLA, de Berkeley o de la Universidad de Texas, en Austin). Los demás centros tampoco son empresas puramente mercantiles, sino asociaciones sin ánimo de lucro (Harvard, Yale, Stanford, la USC). Todas estas universidades, tanto si son públicas como si son organizaciones no lucrativas, resultan muy costosas para los estudiantes, que deben pagar unas matrículas desorbitadas, de entre 20.000 y 40.000 dólares al año, por ejemplo, en la USC (sin contar la pensión), según los diplomas y el nivel de estudios. Los estudiantes estadounidenses, sin embargo, tienen acceso a becas y a empleos remunerados (work studies), lo cual explica la paradoja de que las universidades estadounidenses sean a la vez más caras y socialmente más diversas que sus equivalentes europeas. El 82 por ciento de una franja de edad inicia estudios superiores en Estados Unidos (mientras que este porcentaje no pasa del 59 por ciento en el Reino Unido, el 56 por ciento en Francia y el 48 por ciento en Alemania). En cambio, si bien el acceso a la universidad es más abierto en Estados Unidos que en los demás países, el número de estudiantes que salen con un diploma al cabo de tres años está disminuyendo, especialmente en las universidades públicas y en los itinerarios cortos de los community colleges (menos de un 50 por ciento de media actualmente, es decir, una de las peores tasas de los países industrializados, por encima tan sólo de Italia). Las graduate schools, de segundo y tercer ciclo, tienen resultados mejores.

Más allá de las estadísticas, siempre difíciles de comparar, un punto indiscutible es la vitalidad cultural de los campus estadounidenses, en los cuales hay 2.300 salas profesionales de teatro y música, 700 museos de arte o galerías profesionales, centenares de festivales de cine, 3.527 bibliotecas (68 de las cuales tienen más de 2,5 millones de libros, entre ellas Harvard, que es la segunda del mundo después de la biblioteca del Congreso), 110 editoriales, casi 2.000 librerías, 345 salas de concierto de rock, más de 300 radios universitarias y otros tantos sellos de música independientes. Todo ello forma un entorno favorable a la creación y unas interacciones constantes con las industrias creativas, como en la USC.

«Todos nuestros profesores son profesionales de la industria del cine y la televisión —prosigue Elizabeth Daley—, y se incita constantemente a los estudiantes a trabajar en esas industrias. Si vienes a la USC es que te gusta Hollywood. Es que no tienes miedo ni reticencias en trabajar para un estudio; al contrario, eso es lo que quieres. Y aquí son los profesionales los que vienen a ti. A veces un estudiante, porque un profesor se ha fijado en él, de repente, antes de terminar sus estudios, puede realizar prácticas u obtener un trabajo en Disney o en DreamWorks; entonces dejamos que se vaya a trabajar y luego le permitimos volver, al cabo de un año. Somos flexibles».

La escuela de cine de la USC, con 1,500 estudiantes, no es una escuela de actores. Las más célebres están en otras universidades, en Harvard, en Yale, en Columbia. Las especialidades de la USC son más bien el business, la realización, lo digital, el montaje y el sonido. Sólo en el departamento de «producción de películas» hay 150 profesores, 50 de los cuales a tiempo completo, para únicamente 600 estudiantes.

Cuando uno visita el campus, se hace una idea de los medios que los estudiantes tienen a su disposición: cada uno dispone de un despacho personal, abierto las 24 horas. La universidad está organizada como un verdadero estudio, mezclando constantemente la teoría con la práctica y movilizando los recursos internos para realizar auténticas películas: el estudiante de producción coordina un proyecto que rueda el estudiante de realización y en el cual actúan actores profesionales, filman los estudiantes de cámara, etcétera. Técnicamente, todos los equipos de los estudios, desde las salas de montaje hasta los mix rooms, pasando por los editing rooms, son ultramodernos; son regalos de Sony, Hewlett Packard o IBM.

A la izquierda del campus se suceden los edificios: la Steven Spielberg Music Scoring Stage (sala de grabación de músicas de películas), el Carlson Television Center, el Jeffrey Katzenberg Animation Building (un estudio dedicado a las películas de animación), el USC Entertainment Technology Center y, un poco más allá, la Stanley Kubrick Stage. En el centro, cerca de los edificios de la dirección, está el «almacén» donde los estudiantes pueden sacar libremente y sin autorización una de las 80 cámaras Arriflex de 26 mm, una de las 50 cámaras Mitchell de 16 mm o una de las 300 cámaras digitales.

En el corazón del campus, orgullo de los estudiantes, está el nuevo edificio que lleva el nombre de George Lucas. Al regalar 175 millones de dólares en 2008 para construir este prestigioso edificio, el señor Lucas, como Luke al final de la primera trilogía de La guerra de las galaxias, que cumple con su destino convirtiéndose en un jedi, fue declarado patrono principal de la USC. Para explicar ese donativo filantrópico tan importante, inmediatamente calificado en Los Ángeles de blockbuster gift, George Lucas dijo simplemente: «Descubrí mi pasión por el cine en la década de 1960 cuando era estudiante en la USC, y mis experiencias en ese campus modelaron toda mi carrera. Hoy me siento muy feliz de poder ayudar a la USC a continuar formando a los cineastas del futuro, como lo hizo conmigo». (Además de Lucas, los estudios Warner Bros, Fox y Disney también financiaron este edificio, que comprende aulas y salas de montaje, por un valor de 50 millones de dólares). Un poco más allá, dentro del campus, visito la Doheny Memorial Library, la biblioteca de la USC, que reúne los archivos de numerosos cineastas, productores y, por ejemplo, la totalidad de los archivos de Warner Bros. Muchos edificios son macizos, han conservado algo de la grandeza de los Juegos Olímpicos de 1984, que se celebraron en parte en este campus.

En el departamento de escritura de guiones me recibe Jack Epps Jr., su director, que a su vez es un profesional (escribió el guión de Top Gun). «Aquí enseñamos a los estudiantes a ser escritores antes de convertirse en guionistas. No hay reglas para escribir un buen script, ayudamos a los estudiantes a desarrollar sus técnicas y al mismo tiempo los dejamos muy libres». En la USC, la formación es muy interdisciplinaria, y los futuros guionistas también se forman en la producción y la realización para que se den cuenta, me explica Jack Epps, de lo que significa concretamente rodar una película que ellos han escrito. Su principal tarea consiste en producir pitchs de televisión y pilots de cine, como en el mundo real. Muy serio pero con una pizca de humor, Jack Epps añade: «Tenemos incluso un curso especializado en el rewriting. Los estudiantes reescriben guiones de otros estudiantes que no se han considerado buenos. Eso puede ser útil, porque en Hollywood, el rewriting es un oficio como cualquier otro». Los guionistas de las series Anatomía de Grey o de Los Soprano, entre otros, son antiguos alumnos de la universidad e intervienen regularmente como profesores en la USC.

Las películas realizadas en el campus son innumerables y todos los exámenes y diplomas consisten en una presentación de un producto cultural terminado. Los estudiantes obtienen presupuestos para rodar estas películas: de media, cada uno recibe 80.000 dólares para hacer un film, financiado por el departamento de business de la USC, donde los estudiantes-productores recogen fondos para los estudiantes-directores. La mayor parte de esas películas se ruedan con actores profesionales y, gracias a una oficina llamada Festival Office, que dirige en el campus un agente de la William Morris Agency, se proyectan en los festivales profesionales, sobre todo en Sundance, la alternativa indie de Hollywood. «Cada año recibo centenares de películas procedentes de esas escuelas de cine, películas colectivas o muy personales, que cuentan historias sorprendentes y diferentes, muchas veces escritas por jóvenes latinos, negros o gays. Ahí está la nueva sangre del cine estadounidense», me confirma Geoffrey Gilmore, al que entrevisté en Los Ángeles cuando era director del Festival de Sundance.

Estos intercambios entre la universidad y el mundo cultural real son permanentes en el cine, pero también en la música y la edición. Cuando visitas la USC o las escuelas de la competencia, como UCLA y la Tisch School de NYU, te impresionan la energía, la innovación constante y la creatividad de los estudiantes. Una de las claves del sistema cultural americano es la cantidad de pasarelas que hay entre esas universidades y la cultura underground que las rodea: las pequeñas galerías de arte de las universidades, los centenares de radios y de televisiones libres en los campus, los miles de festivales de cortometrajes en todo Estados Unidos, los showcases del teatro experimental del Off-Off Broadway, las miríadas de clubes y cabarés más o menos desastrados con sus open mic sessions o los talleres de Creative writing en el Arts Incubator de al lado. En todas partes, cerca de los campus, he visto cafés arty que proponen proyecciones de películas, o restaurantes vegetarianos con conciertos alternativos de rock híbrido o de rap latino en una sala que tienen detrás. A menudo he descubierto pequeñas tiendas que venden DVD de aficionados o librerías que, para sobrevivir, se han transformado en coffee shops y proponen lecturas de guiones o de poesía. Toda esta vida artística se denomina Street level culture, mezcla los géneros, y es difícil distinguir al profesional del aficionado, al participante del observador, la homogeneidad de la diversidad y el arte del comercio. En todos los campus he visto ese dinamismo cultural impresionante; allí la cultura es messy (caótica), off hand (desenfadada), fuzzy (confusa) y siempre indie (independiente).

Pero el mercado sabe recuperar perfectamente estos nichos culturales y comunitarios; a pesar quizás de sus intenciones, muchos de esos estudiantes «independientes» contribuyen a la postre a alimentar las industrias creativas, serán recuperados por el comercio y, a partir de un arte auténtico y sin afán de lucro, acabarán produciendo una cultura mainstream. Estados Unidos nos demuestra que a menudo es difícil ser comercial sólo a medias.

INVESTIGACIÓN Y DESARROLLO

Pero lo principal es otra cosa. Las universidades no son sólo el lugar de Estados Unidos donde emerge la cultura alternativa; también están realizando ya una parte de la investigación y desarrollo (I+D) de las industrias de contenidos. En los campus, los estudiantes asumen riesgos, innovan, multiplican las experimentaciones que luego serán retomadas y desarrolladas por los estudios y las cadenas de televisión. Hay una división eficaz de las tareas en materia de I+D: los estudiantes se ocupan de la I y las majors de la D. Este paso a la industria no es algo casual, sino que se fomenta.

En el campus de la USC hay una Office of Student Industry Relations que organiza estas pasarelas con la industria del cine y la televisión durante todo el curso, con prácticas, empleos de verano, y también con master classes, guests lectures y ofertas de empleo. La mayoría de los estudiantes de la USC que conocí ya habían sido D-Man o D-Girl, expresiones frecuentemente usadas para la development-people (una especie de asistente de un director o un productor). Por eso los estudios y las televisiones pueden reclutar, dentro del campus, a los estudiantes que mejor corresponden a sus expectativas y hacerlos trabajar durante sus estudios en las experimentaciones que necesitan.

Las reglas de colaboración con la industria, sin embargo, son muy concretas. Por ejemplo, el copyright de los films y las patentes de las innovaciones que se realizan en el campus por parte de los estudiantes son propiedad de la USC, y no del estudio que las financia. Contrariamente a lo que pudiera parecer, en la USC estamos efectivamente en un sector sin afán de lucro, no en el mercado. Esto es decisivo y aparece cuando se habla con los estudiantes de la USC y con los de otras escuelas de cine (de las que hay más de 1.500 en Estados Unidos). Entre las más renombradas, está UCLA, en el oeste de Los Ángeles, que se interesa más por el cine independiente que por los estudios; la escuela Cal-Arts (California Institute of Arts), en el norte de Los Ángeles, que forma más bien a artistas del cine (y cuyo creador de referencia es John Lasseter de Pixar, antiguo alumno de Cal-Arts); la Tisch School de la New York University, que también se interesa por el cine independiente y europeo (y cuyo cineasta estrella no es George Lucas, sino Spike Lee); o también la Universidad de Texas en Austin, que trata de especializarse en cine digital. «Nuestro objetivo no es el mercado, sino la experiencia de nuestros estudiantes, y en nuestra escuela ellos conservan el copyright de sus películas», me confirma Tom Schatz, al que entrevisto en Texas, donde dirige el departamento de cine, radio y televisión de la Universidad de Texas en Austin (ésta acaba de unirse a una productora privada, Burnt Orange Productions, para comercializar los trabajos de los estudiantes).

Todas estas escuelas de cine poseen estudios digitales tan profesionales como los de las majors hollywoodenses, y eso por una razón muy sencilla: estos equipamientos son financiados por los estudios, como los de la USC por George Lucas, los de Cal-Arts por Disney, los de UCLA por DreamWorks. Pero estas universidades también mantienen muchos lazos con las start up del entertainment y de lo digital: las de California están cercanas a Silicon Valley; Harvard y el MIT dialogan constantemente con las sociedades del corredor tecnológico de la carretera 128; Duke University está situada cerca del hub tecnológico de Raleigh en Carolina del Norte. Más a menudo aún, los estudiantes, convencidos de que la desmaterialización completa del cine está al caer, multiplican las experimentaciones en el seno mismo de los laboratorios IT de las universidades y ruedan sus películas con pequeñas cámaras en DV (Digital Video) cuyo precio accesible y gran facilidad de manejo contribuyen a la multiplicación de los proyectos y a una nueva creatividad.

Todos recordamos la película El proyecto de la bruja de Blair, que hablaba justamente de unos estudiantes de cine perdidos en el bosque cuando estaban rodando una película; realizada con una cámara de vídeo rudimentaria por 35.000 dólares, la película fue presentada en el Festival de Sundance y promocionada sobre todo a través de Internet. Fue el primer caso decisivo de marketing casi exclusivamente online. Recaudó 248 millones de dólares en el box office mundial en 1999. Aquel año los directivos de los estudios finalmente entendieron, gracias a ese proyecto estudiantil modesto, que la revolución de Internet iba a cambiar de arriba abajo Hollywood. «Con El proyecto de la bruja de Blair se apoderaron literalmente de nosotros la incertidumbre y el miedo, y ya no nos han abandonado», me confirma un directivo de la Universal en Los Ángeles.

En el corazón de las escuelas de cine estadounidenses también se hace investigación en el campo de la creación digital. La IT-Arts, por ejemplo, está en el centro de los estudios tanto en la USC como en la UCLA. «Nuestra enseñanza es totalmente fluida y nos adaptamos cada año a las evoluciones de los nuevos medios. Cambiamos constantemente el título de nuestras asignaturas, de tal manera que siempre vamos por delante de los estudios en cuanto a nuevas tecnologías», me explica Elizabeth Daley, la rectora de la USC. Una vez más, las universidades hacen en el campo digital la I+D de los estudios.

En la Interactive Media División y en el Robert Zemeckis Center for Digital Arts, un poco apartado hacia el norte del campus de la USC, Kathy Smith, responsable de la sección digital, me muestra las salas de montaje digitales y los laboratorios de 3D. «Cada estudiante debe hacer una digital dissertation al final de su Master of Fine Arts —me explica Kathy Smith—. Por ejemplo, los alumnos hacen el diseño de un sitio web, o contribuyen al desarrollo de un nuevo software para Pixar, DreamWorks o Sony. Los estudios los patrocinan y financian su investigación». A la entrada del edificio del centro digital de la USC, se puede leer la lista de los donantes que lo han financiado: George Lucas y Lucasfilm, como en todo el campus, pero también Steven Spielberg, 20th Century Fox, las agencias William Morris y CAA, Electronic Arts, Warner Bros, Sony Pictures Entertainment y David Geffen Foundation.

Dentro del edificio principal, también visito la Trojan Vision, una verdadera emisora de televisión que funciona en el campus y llega a los 29.000 estudiantes y a los 18.000 empleados de la universidad (el «Trojan», por el nombre de los troyanos, es la mascota de la universidad). La filmoteca de la USC, un poco más lejos, con seis salas de cine, tiene miles de películas en 35 y en 16 mm y un cineclub permanente, gestionado por los estudiantes, que programan estas películas y organizan numerosos festivales.

Pasé varios días en el campus de la USC, y semanas visitando una cincuentena de campus por todo Estados Unidos. Lo que más me llamó la atención, además de la riqueza de esas universidades, de su profesionalidad y de los lazos permanentes que mantienen con la industria y el mundo profesional, fue la diversidad de los estudiantes que conocí. Esta diversidad étnica y cultural, a la vez nacional por un acceso voluntarista de las minorías asiáticas, latinas y negras, e internacional, por una capacidad excepcional de atraer a los estudiantes de todo el mundo, es sin duda uno de los elementos cruciales, a menudo subestimado, del modelo cultural estadounidense.

LA DIVERSIDAD CULTURAL

La Whistling Woods International School, en el seno del complejo de la Film City, se halla a una hora de coche al noreste de Mumbai, en India. Para llegar allí, hay que atravesar decenas de mercados y barrios de chabolas y preguntar varias veces, antes de encontrar la Film City Road, pues el camino está muy mal indicado. Si te equivocas, vas a parar a la jungla, cerca de los lagos que hay dentro del inmenso parque nacional de Sanjay Gandhi, con chimpancés que te reciben saltando sobre el taxi, como me ocurrió a mí. Una vez en el campus, descubres unos equipamientos muy modernos, 24 edificios que tienen unos estudios y unas salas de montaje absolutamente profesionales. Hay 300 estudiantes en esta escuela de cine, mayoritariamente indios, todos con la misma camiseta negra con el nombre de su escuela, como en los campus estadounidenses, muchos con un ordenador MacBook Pro bajo el brazo con el software de montaje Final Cut Studio y un iPhone. En el restaurante (donde como con los dedos como todo el mundo), mi interlocutor, Somnath Sen, profesor de cine en la escuela, ha traído Wired y, en la mesa de al lado, una estudiante está leyendo Variety.

«El sueño de la mayoría de los estudiantes de aquí es irse a estudiar a Estados Unidos», me explica John J. Lee, el director del centro. John es estadounidense y se ha expatriado para dirigir esta escuela de cine, una de las más reputadas de Asia. Es un hombre de Hollywood que ha sido productor de unas treinta películas en los estudios y ha publicado una obra sobre el tema: The Producer’s Business Handbook [La guía del productor para los negocios] (que se vende en el campus). «Nosotros nos concentramos en los mercados emergentes y globalizados. Por eso el 76 por ciento de nuestros estudiantes encuentran empleo en cuanto salen de la escuela. Pero esto no impide que la atracción de Estados Unidos siga siendo irresistible».

Un poco más tarde ese mismo día conozco a Ravi Gupta, el rector de la escuela de cine. Él es indio pero también está fascinado por Estados Unidos. «Todas nuestras clases se dan en inglés. Es la única lengua realmente común de todos los indios. Y además queremos preparar a nuestros estudiantes para que sean competitivos en los mercados asiáticos, en Singapur, en Hong Kong, en Japón y en China; y la lengua común es el inglés. Pero sobre todo, si insistimos en el inglés, es porque todas las técnicas del cine, el vocabulario, los softwares, las herramientas digitales, todo es estadounidense».

En India, en China, en Corea o en Taiwán es donde entiendes por qué es tan fuerte la atracción que ejerce Estados Unidos en el sector de las industrias creativas en general, y en el cine en particular. Basta visitar el departamento de cine y televisión de la Universidad de Beijing, o el de «industrias culturales» (sic) de la Academia de Ciencias Sociales de Shangai para comprender por qué los mejores estudiantes chinos quieren —si pueden— estudiar en Estados Unidos. La pobreza de medios no es nada comparada con el peso del miedo al cambio y a la innovación. Por no hablar de la vigilancia permanente que está organizada para impedir a los jóvenes profesionales crear en total libertad. Cuando visité estos distintos departamentos, ni siquiera pude comunicarme con los estudiantes (el «responsable de las relaciones internacionales» se encargaba de impedir cualquier tipo de diálogo). En cuanto a los principales presentadores de los telediarios de las cadenas chinas, salen de la famosa Universidad de la Comunicación de China, una escuela estatal centralizada en la que se enseña durante cuatro años la propaganda y el lenguaje políticamente correcto.

«Creíamos que la cultura era un medio para frenar el éxodo rural —me explica por su parte Germain Djel, el director del centro cultural Boulevard des Arts, que entrevisté en Yaundé, en Camerún—. Pero de hecho ha sido como un bumerán. La cultura y sobre todo el entertainment contribuyen al éxodo. En cuanto son brillantes y tienen un poco de éxito, los jóvenes africanos quieren irse a nuevos mundos. Primero quieren ir a las capitales, Duala, Yaundé, luego a Dakar, después a París o Londres. Y por supuesto, en el fondo, todos desean ir a Estados Unidos».

En otros lugares, en el sudeste asiático, en América Latina o en Europa central y oriental, la presión política en la actualidad no es tan fuerte, pero sigue existiendo esa atracción. Y Estados Unidos se aprovecha de esa demanda para renovar sus creadores y sacar partido de las innovaciones imaginadas por los estudiantes más brillantes de los países emergentes. Y en el corazón del dispositivo estadounidense están, una vez más, sus universidades y su diversidad cultural.

En Estados Unidos hay 45 millones de hispanos legales (de los cuales 29 millones son mexicanos), 37 millones de negros y 12 millones de asiáticos (de los cuales 3 millones son chinos, 2,6 millones indios, 2,4 millones filipinos, 1,5 millones vietnamitas, 1,3 millones coreanos y 800.000 japoneses). En los campus de las escuelas de cine, tanto en la USC como en UCLA o NYU, son visibles y muy numerosos, tanto si se trata de extranjeros que han venido a estudiar a Estados Unidos como si se trata de estadounidenses hijos de la inmigración. Se calcula que hay 3,3 millones de estudiantes hispanos en Estados Unidos y 1,3 millones de estudiantes asiáticos.

«Hollywood es una industria globalizada, debemos ser una escuela globalizada —me dice Elizabeth Dale y, la rectora de la USC—, somos muy activos a la hora de reclutar a los estudiantes estadounidenses más diversos, procedentes de todas las minorías, y también buscamos en todo el mundo a los mejores estudiantes y profesionales extranjeros». Entre los estudiantes que recibe la USC están justamente los de la Whistling Woods International School que visité en Mumbai.

Estados Unidos se renueva gracias a la diversidad cultural interna y externa. A partir del momento en que han sido seleccionados por una universidad, los estudiantes extranjeros gozan de condiciones aceleradas para obtener un visado. Así se explica el elevado porcentaje de estudiantes internacionales en territorio estadounidense, del orden del 3,4 por ciento de todos los jóvenes matriculados (es decir, 573.000 estudiantes, de los cuales 356.000 proceden de Asia). Este porcentaje aumenta mucho si contabilizamos a los estudiantes estadounidenses nacidos en el extranjero (un 10 por ciento en los dos primeros ciclos y un 18 por ciento en el tercer ciclo). La proporción se incrementa aún más si consideramos a los estudiantes nacidos en el extranjero o cuyos padres han nacido en el extranjero (un 22 por ciento en los primeros ciclos y un 27 por ciento en el tercer ciclo). Son cifras sin parangón en el mundo.

Pero no se trata sólo de estadísticas. La diversidad cultural estadounidense es visible también en las películas de Hollywood, donde son incontables los directores y actores negros, latinos o asiáticos. Queda lejos la época de la comedia Adivina quién viene esta noche, en la que una estadounidense «caucásica» traía a su novio negro (Sydney Poitier) a casa de sus acomodados padres blancos (Spencer Tracy y Katharine Hepburn), provocando su estupefacción (cuando se estrenó la película, en 1967, los matrimonios interraciales aún estaban prohibidos en 17 estados norteamericanos). Hoy hay muchos actores de color, incluso en los blockbusters y las series televisivas. En cuanto a los directores de Hollywood, vienen de todo el mundo, desde el canadiense James Cameron al taiwanés Ang Lee. En todas partes, esa diversidad es un motor formidable de promoción e identificación con el cine estadounidense.

Y lo que es cierto en Hollywood también lo es en la industria de la música, de la edición y del teatro comercial. Estos últimos años, los autores más premiados de Broadway han sido el dramaturgo negro August Wilson (dos premios Pulitzer), el judío gay estadounidense Tony Kushner (19 premios Tony por Angels in America y Carolina, or Change y el premio Pulitzer), el sinoamericano David Henry Hwang (premio Tony por M. Butterfly) o el cubanoamericano Nilo Cruz (premio Pulitzer por Anna in the Tropics). Y, en Broadway, fue Denzel Washington quien interpretó recientemente el papel de Bruto en Julio César.

En cuanto a los artistas extranjeros acogidos en Estados Unidos, son innumerables, a veces llegados ilegalmente, pero muy a menudo gracias a un procedimiento de visado acelerado. Para los profesionales de la cultura y el entertainment, la administración estadounidense concede en efecto cada año 44.000 visados especiales llamados 0-1 (visado no válido para la inmigración y limitado a 3 años), que se otorgan en función del dosier de prensa, los premios internacionales, los contactos y los contratos en el sector de las industrias creativas. Los técnicos de esas industrias pueden gozar de un visado H-1B, y los inversores en estos sectores de un visado E-1 o E-2. Esta apertura real a los artistas extranjeros va acompañada sin embargo de un fuerte proteccionismo del mercado de trabajo que hace que el éxito sea infrecuente y más aleatorio aún para los candidatos al exilio. Todo el sistema cultural de Estados Unidos se basa, en efecto, en la protección de los empleos estadounidenses, en particular mediante la afiliación a los sindicatos de actores y a sociedades de directores y guionistas. Son precisos, pues, mucha perseverancia y mucho talento para triunfar en suelo estadounidense.

¿Filantropía estadounidense? Esta capacidad de acoger a los talentos extranjeros ofrece de hecho a Hollywood una ventaja excepcional sobre la competencia. «En Estados Unidos contratan a todos nuestros actores y directores. Es una suerte para ellos, pero esto seca completamente la creatividad aquí. Por eso los blockbusters de Hollywood funcionan bien en América Latina, pero las cinematografías nacionales, privadas de sus mejores actores y cineastas, son muy frágiles o han desaparecido totalmente», se lamenta Alejandro Ramírez Magaña, el director general de la principal red de salas mexicanas, Cinépolis, al que entrevisté en México.

«Los protagonistas de América, América, la película de Elia Kazan, hoy serían asiáticos o latinos; llegarían a Los Ángeles, y ya no a Nueva York», me explica Mark Valdez, un presentador del espacio comunitario Cornerstone en Los Ángeles. Al reunirme con él en la sede de la asociación, en downtown L. A., estoy en el centro de la ciudad que no tiene centro. También se dice de la ciudad que es una minority majority city, donde las minorías son la mayoría de la población.

En el oeste están las tiendas de discos de J-Pop del barrio japonés de Little Tokio; en el este, el barrio de la música reggaetón de Boyle Heights alrededor de la avenida César Chávez (ayer barrio judío, hoy un barrio 95 por ciento hispano); más al este, East Los Ángeles, el barrio mexicano donde puedes encontrar cualquier DVD de las telenovelas de Televisa, y Diamond Bar, el barrio indio donde puedes comprar todas las películas de Bollywood por dos dólares; en el norte, decenas de galerías de arte y óperas populares en mandarín y cantonés de Chung King Road, el barrio chino hip de downtown LA; en el sudeste, Korea Town y sus tiendas de CD y de DVD que venden la K-Pop y los dramas coreanos; y en el sur empieza South Central Avenue, que conduce a los estudios hip hop del barrio negro de South Central y a los centenares de asociaciones comunitarias de Watts, ayer mayoritariamente negras y hoy cada vez más hispanas.

Aunque es cierto que Los Ángeles ha sustituido a Nueva York como primer punto de entrada de inmigrantes en Estados Unidos y que la ciudad es una ilustración viva de la diversidad artística, no es más que un ejemplo, entre otros, de una diversidad cultural en marcha que he visto en todas partes, tanto en los barrios de Houston como en Des Moines, en Jackson, en Denver, en Albuquerque o en Fort Apache. Hoy Los Ángeles es la ciudad coreana más grande del mundo después de Seúl, la mayor ciudad iraní después de Teherán, la mayor ciudad polaca después de Varsovia, una de las mayores ciudades vietnamitas o tailandesas del mundo, etcétera. Otras capitales regionales estadounidenses tienen un palmarés equivalente. Chicago es una de las mayores ciudades griegas del mundo y Newark una de las mayores ciudades portuguesas; Miami, una capital haitiana; Minneapolis, una importante ciudad somalí, y Colorado, la región del mundo donde viven más mongoles, después de Mongolia. En cambio, los árabes son poco numerosos en Estados Unidos y los musulmanes sólo constituyen el 0,55 por ciento de la población estadounidense; son originarios sobre todo del sudeste asiático y de Irán.

Estados Unidos no es simplemente un país, ni siquiera un continente; es el mundo, o por lo menos el mundo en miniatura. Ningún país tiene tanta diversidad y ninguno —ni siquiera la Europa de los veintisiete— puede pretender representar hasta este punto una nación universal. Este elemento es un factor importantísimo para explicar el dominio creciente de las industrias creativas estadounidenses, a la vez arte y entertainment, mainstream y nichos, en todo el mundo.

La americanización cultural del mundo se ha traducido en la segunda parte del siglo XX en ese monopolio creciente de las imágenes y los sueños. Hoy sufre la competencia y es cuestionado por nuevos países emergentes —China, India, Brasil, los países árabes—, pero también por «países viejos», como Japón, o por la «vieja Europa», que pretenden defender sus culturas y tal vez incluso luchar en igualdad de condiciones con Estados Unidos. Es toda una nueva geopolítica de los contenidos la que está naciendo ante nuestros ojos. Y el comienzo de las guerras culturales que se anuncian.