7. PAULINE, TINA & OPRAH
Pauline Kael murió el 3 de septiembre en su casa de Massachusetts, el mismo día en que yo me instalé en Estados Unidos. Por consiguiente nunca pude entrevistarla. Pero es una de las figuras de la cultura estadounidense de las que más he oído hablar. De Boston a San Francisco, de Chicago a Memphis, he encontrado a muchos fans suyos capaces de citar sus frases o sus fórmulas, y también he conocido a sus herederos espirituales que en Estados Unidos se hacen llamar los Paulettes. Y lo que es más extraño aún: Pauline Kael, tan célebre en su país, es casi desconocida en Europa. Poco a poco, me di cuenta de que para entender la revolución que tuvo lugar en Estados Unidos entre la élite y la cultura, entre el arte y el entertainment, debía familiarizarme con la obra de Pauline Kael y convertirme yo mismo en un Paulette. Kael quizás encarna, junto con Tina Brown y Oprah Winfrey —las tres mujeres de las que trata este capítulo—, un resumen de los acontecimientos que han hecho que Estados Unidos se orientase hacia la cultura mainstream.
Pauline Kael fue primero una crítica de films. ¿De films? Kael jamás habló de films. La palabra en inglés es pretenciosa, elitista. Pauline prefiere la palabra estadounidense: movies. Nació en 1919 en una granja californiana y en una familia de inmigrantes judíos polacos. En la pequeña ciudad donde creció en la década de 1920 —el Oeste, el espíritu de los pioneros, la cultura middle-brow de una familia media—, las artes no existían. Pero el cine era algo omnipresente. En aquella época, la mayoría de los estadounidenses aún iba al cine todas las semanas, y la familia Kael veía todas las películas. Ese optimismo típico de la gente del oeste americano no la abandonó jamás, como tampoco su sentido del espacio y de la libertad, ese don’t-fence-me-in (no me encierren) de los westerners. Sin embargo su familia se arruina a causa de la Gran Depresión de 1929, la granja especializada en pollos y huevos se va al traste, y los Kael se ven obligados a trasladarse a San Francisco. Casada y divorciada tres veces (cuatro, según algunos biógrafos), Pauline ejerció muchos oficios para criar a su hija, delicada de salud. Fue camarera y cocinera en pequeños restaurantes, y también costurera; hizo marketing telefónico a domicilio por 75 centavos la hora; fue «negra» de autores de novelas policíacas mediocres y participó en la redacción de guías turísticas de países en los que nunca había estado. Apasionada por las «pelis», empieza a trabajar en la década de 1940 en un cine de arte y ensayo de San Francisco como cajera y luego como mánager, y redacta ya las notas para el programa de mano. Continúa sus críticas de películas durante la década de 1950 en la prensa popular, la radio y algunas revistas intelectuales, pero todavía no ha encontrado su estilo.
«Go West, young man, and grow up with the country» (Vete al Oeste, joven, y crece con el país): Pauline Kael se toma al pie de la letra esta célebre consigna del editor del New York Tribune a finales del siglo XIX, y, dando marcha atrás en la historia, le da la vuelta. Es una mujer de mediana edad que se va al Este, a Nueva York, se convierte en crítica cinematográfica y encuentra su camino.
Pauline Kael escribe a tanto la línea para diferentes revistas populares femeninas, así como para Life y Vogue, donde trata seriamente de películas populares y alaba a Jean-Luc Godard y a la Nouvelle Vague francesa. Fustigando severamente en la prensa mainstream películas populares como Candilejas, West Side Story, Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago, demuestra su libertad de expresión y una cierta audacia frente a Hollywood. Primera incomprensión: le reprochan que sea demasiado severa con las películas mainstream la echan de la revista femenina en la que trabaja.
No se convierte verdaderamente en Pauline Kael hasta 1968, cuando entra a trabajar, ahora como empleada fija, en el equipo del semanario New Yorker. Segunda incomprensión, de sentido contrario a la primera. La revista es la favorita de la élite estadounidense, sofisticada y cinéfila. Los críticos son todos hombres, refinados, obsesionados por la calidad cinematográfica europea, que desconfían del sexo y de la violencia que invaden las películas estadounidenses de las décadas de 1960 y 1970. El único criterio que hay que tener en cuenta es el arte, y sobre todo no el gusto de las masas.
Pauline Kael es contraintuitiva. Y, al igual que había puesto por las nubes a Godard en la prensa popular, empieza a hacer críticas serias de las películas de entertainment en el New Yorker y pone en tela de juicio los valores de la élite. Bonnie and Clyde es su primera entrega, y su crítica de la película de Arthur Penn (con Warren Beatty), del cual la prensa culta se burla, es ditirámbica. Pauline explica que Bonnie and Clyde es arte. Cuando todos los grandes críticos de cine adoptan un tono erudito para rechazar las películas producidas por la máquina hollywoodense y elogian las películas de arte y ensayo europeas o el cine extranjero, Pauline le da la vuelta a la opinión. La aceleración de la violencia en una película y el sexo explícito le gustan. No se disculpa porque le gusten Tiburón, Fiebre del sábado noche, los dos primeros El padrino («quizás las mejores películas jamás producidas en Estados Unidos»), Batman, Indiana Jones, El resplandor y más tarde Magnolia o Matrix: estas películas le gustan sinceramente. Se siente fascinada por Fred Astaire, Barbra Streisand, John Travolta, Tom Waits y, antes que los demás, por Tom Cruise. Incluso está enamorada de él, y lo escribe.
Intelectual y antiintelectual, le gustan las películas messy (caóticas), las películas cheap, subversivas, que erotizan el cine. Llega a frecuentar una sala pornográfica, donde los clientes a su alrededor se masturban, para poder hablar de las películas eróticas. Deduce que una película es realmente erótica si provoca… la erección. El principal atractivo, visceral, del cine lo resume Pauline en cuatro palabras: «Kiss Kiss Bang Bang». Basta con una chica y un revólver para hacer una gran película. Y el título de su primer libro, el más famoso, mezcla el cine con su propia virginidad, utilizando una frase atrevida para la época: «I lost it at the movies» (La perdí en el cine). El cine es la continuación de la vida por otros medios.
La ruptura que Kael provoca en el juicio sobre las películas y, en un sentido más general, en la apreciación de la cultura popular es fundamental. Rompe con el lenguaje educado «de la costa Este», que venera las películas delicadas «que te duermen con todo su refinamiento», escribe. En vez de eso, a ella lo que le gusta es un tipo de cine estadounidense que tiene en cuenta la vida del hombre corriente y sobre todo, con un estilo propio, la energía, la velocidad, la violencia. Le gusta el elemento pop de una película.
¿Qué es lo importante para juzgar un largometraje? La emoción que sientes inmediatamente, el placer que te da y que le dará al público en general. Pauline Kael ve las películas una sola vez, en el cine, como los espectadores, no como los críticos privilegiados a los que se invita a verlas juntos. Este punto es capital: es el primer visionado de una película lo que cuenta, y nunca hay que volverla a ver, aunque te haya encantado. Su concepto de la cultura no es ni burgués, con la acumulación de obras que ello supone, ni universitario, con la necesidad de descifrar hasta el infinito una escena. En el fondo, ella se niega a que el cine se convierta en «cultura»; para ella, una movie es entertainment en el sentido más fuerte de la palabra, un momento de nuestra vida que pasa y que no vuelve más. Te gusta o no te gusta. Jamás hay que darle a una película una segunda oportunidad.
Kael es una crítica profundamente estadounidense, le gusta la naturaleza democrática del cine made in USA, su capacidad de entretener a las masas, su accesibilidad. Lo que odia sobre todo es el paternalismo de los críticos cultos y el academicismo de los universitarios que construyen teorías alambicadas para maquillar los gustos elitistas de su clase social. Aunque es judía, Woody Allen no es lo suyo; aunque es arriesgada en el amor, Antonioni va demasiado despacio para ella. Todo es una cuestión de velocidad: «No cabe duda de que muchos de nosotros reaccionamos ante una película en función de su tempo, y según si ese tempo corresponde o no al nuestro», escribe.
Por eso Pauline se burla de la pretensión de las películas «independientes», con unas ambiciones estéticas limitadas pero con unos preceptos morales ilimitados. No le gustan Ingmar Bergman ni Jim Jarmusch, pero sí le gustarán más tarde las películas de los hermanos Coen. Rechaza con bastante firmeza el film de Claude Lanzmann Shoah, bajo el argumento de que el tema de una película no debe impedir que el crítico la juzgue, y destroza Pauline en la playa de Eric Rohmer: «Oyes hablar a los personajes, lees los subtítulos y te sientes civilizado».
Es cruel sobre todo con las películas extranjeras que quieren ser profundas y «de izquierdas», pero que se limitan a hablarle a la élite en un lenguaje codificado y son incapaces de interesar al pueblo del cual pretenden hablar. «Hace falta algo más que buenos sentimientos de izquierdas para hacer una buena película». Y una buena película es en primer lugar una película… que a ella le guste.
Una película le gusta o no le gusta, la pone por las nubes o se la carga. Mantiene una relación muy incestuosa con las películas y no emplea el verbo like sino el verbo love (no le gustan las películas sino que las adora). Sus juicios son expeditivos, inesperados, excesivos.
Sólo tiene en cuenta a su lector: le narra pormenorizadamente el argumento de la película, describe de una forma clínica los personajes y la interpretación de los actores, juzga la música, habla de los detalles que ayudan a comprender. Escribe para transmitir, no para juzgar. «La crítica de películas es un arte del equilibrio: tratar de sugerir perspectivas y dar un sentido a las emociones que el público experimenta». Confía en el gusto de ese público y se lo toma en serio, un poco como la industria del cine, que tiene focus groups. Y justamente, ella también describe en sus artículos al público, al que ausculta y escucha reaccionar en las salas oscuras; se interesa por la forma como el público siente miedo, se excita y ríe. «A menudo me han acusado de escribir sobre todo, salvo sobre la película», dice con humor.
Pero además del fondo, que es lo que la caracteriza, también tiene un estilo propio, inimitable y sorprendente. Un estilo a la vez sofisticado, slangy y crudo (emplea muchas expresiones de argot y utiliza tacos sin complejos). El suyo es un estilo más parecido al jazz que a la música de cámara, con un gran dominio de la lengua, un carácter espontáneo e improvisado, y sobre todo con ritmo y velocidad; más que nada, se asemeja a una conversación oral. Siempre escribe en primera persona y se dirige al lector empleando el «tú» en vez del «uno» impersonal, más tradicional en la crítica: «Mucha gente me ha reprochado este uso sin darse cuenta de que era simplemente una manera de ser estadounidense y de no ser una inglesa de las que dice: “Uno cree que…”».
El lector tiene la impresión de dialogar con Kael. Ella dirá con frecuencia que hace falta mucho tiempo y mucho trabajo para escribir de forma sencilla. «He hecho todo lo que he podido para perder mi estilo, para abandonar el tono pomposo de los universitarios. Quería que mis frases respirasen, que tuvieran el sonido de la voz humana». De ahí que Kael hable en sus críticas de sus experiencias, y a veces de su propia vida. Habla de las películas que la han «acompañado» porque, al fin y al cabo, para ella el cine es «alguien». «Alguien» y no «algo», como los vídeos, la televisión o, más tarde, los multicines, que no le gustan. En eso es más cinéfila de lo que cree. Y, a decir verdad, no muy estadounidense.
Pauline Kael es una elitista popular. En una entrevista, poco antes de morir, dice: «La grandeza del cine es que puede combinar la energía de un arte popular con las posibilidades de la alta cultura». Puede ser muy erudita: son famosos sus análisis de las técnicas fílmicas de D. W. Griffith o de Jean Renoir, sus críticas sutiles de las películas de Godard, su comentario de Ciudadano Kane de Orson Welles. Sobre todo fue una de las primeras en tomarse en serio el cine mainstream y el entertainment desde un punto de vista crítico. Haciendo que lo respetable fuese accesible a todos y lo accesible respetable para la élite, contribuyó a modificar todo el estatus del cine estadounidense.
Sin embargo, no ama ciegamente todo el cine comercial, como tampoco se contenta con criticar únicamente el cine de arte y ensayo. No es una antiintelectual, contrariamente a lo que haya podido decirse; es ante todo una independiente. Fue una de las primeras en darse cuenta del talento de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Brian de Palma, Robert Altman y Bernardo Bertolucci. Le gusta David Lynch (especialmente Terciopelo azul); adora la actuación de Robert de Niro en Taxi Driver o su transformación inaudita en boxeador en Toro salvaje. No duda en analizar severamente el éxito comercial de las películas que le parecen sospechosas —lo que ella denomina la «llamada del trash»—, o en desmontar las películas que son populares por razones espurias, insistiendo en el narcisismo del público, las tendencias negativas profundas de la sociedad estadounidense o el factor afectivo irracional que elimina la facultad de juzgar. Crítica de izquierdas y elitista neoyorquina a su pesar —es una gran bebedora de bourbon sin hielo—, pronuncia esta célebre frase tras la victoria de Richard Nixon en 1968: «No puedo creer que Nixon haya ganado, pues no conozco a nadie que haya votado por él».
En cambio conoce a mucha gente en Nueva York a quien le gusta Jean-Luc Godard, con el cual siempre ha mantenido una relación de amor-odio compleja. Defiende al Godard de la década de 1960 y piensa, como él, que las películas que se hicieron en la edad de oro de los estudios, cuando los artistas estaban totalmente controlados por la industria y eran asalariados sin ningún margen de maniobra artística ni final cut, podían ser obras de arte. Al fin y al cabo, ¡Godard había ensalzado a Douglas Sirk! Pauline Kael elogió, durante toda la década de 1960, las películas de Godard —Los carabineros; Masculino, femenino; La china— en quien ve muy pronto un cineasta importante. Pero no tarda en preocuparle la tendencia de Godard a marginarse; su sofisticación cada vez mayor, sus digresiones y sus autocitas la exasperan. Se burla de sus películas políticas, según ella ingenuas y «políticamente ineficaces» y tilda su cine de minority art. Después de 1967-1968, se despega definitivamente de Godard y empieza a atacarlo por su pretenciosidad y su cine considerado soporífero. Más perversa, Kael cuenta que Godard ha perdido el rumbo en nombre precisamente de las ideas que defendía en la época de Al final de la escapada, y en un debate común le contesta, llamándolo por su nombre de pila: «Jean-Luc, cuanto más marxistas se vuelven tus películas, más acomodado es tu público».
A través de Godard, ataca la «teoría del autor» a la francesa: le irrita el culto que los críticos de cine rinden a los directores y, sin llegar a aconsejarles que vuelvan a ceder el final cut a los productores o a los estudios, cree que la política «de los autores» devalúa la narración y con ello acabará matando al cine. De momento, dice, ya ha matado la creatividad francesa. Es hábil, y también se mofa del fetichismo de los intelectuales que «especulan hoy sobre la vida de los directores de la misma forma que el pueblo especulaba ayer sobre la vida de las estrellas». Para ella, una película es una historia y unos actores, y sólo después un director. En eso está muy alejada de los film studies estadounidenses, que se han desarrollado en las décadas de 1970 y 1980. Y cada vez que se carga una película de «autor», los universitarios especializados se muestran consternados. «Las películas europeas tienen una respetabilidad en este país que no es proporcional a sus méritos», replica Kael.
Estas andanadas despiertan tanto entusiasmo como odio. Los lectores del New Yorker y los universitarios de los cultural studies reclaman su dimisión en miles de cartas que llegan en sacos postales enteros. Le reprochan que escriba con «botas de cowboy», la invitan a volver a su rancho del Oeste «con sus pollos», le piden que se dedique a la crítica deportiva y, continuamente, le suplican que tome clases de inglés literario. Provocadora, ella les contesta que el cine debe ser hasta cierto punto un entertainment: «Si el arte no es un entertainment, ¿qué tiene que ser entonces? ¿Un castigo?», ironiza.
Pero no es fácil desmontar a Kael, teniendo en cuenta la autonomía de sus juicios. Y las críticas contra ella, en el Estados Unidos post-sixties, pinchan en hueso. Es difícil denunciar su incultura: con una memoria excepcional, es capaz de describir minuciosamente escenas enteras y ridiculizar al profesor más culto de los film studies gracias a sus conocimientos enciclopédicos, en una época en la que no existen ni IMDb ni Wikipedia. Lectora voraz, apasionada por el teatro y la ópera, es imbatible por la amplitud de sus conocimientos, que superan las categorías binarias high y low con las cuales todavía gustan de juzgar los intelectuales estadounidenses. Pauline Kael puede hablar durante horas de Duke Ellington, de las big bands (de joven, formaba parte de una jazz band compuesta únicamente por chicas), de rock o de Aretha Franklin, a la que venera. «Me gusta la energía del pop, y es lo que muchas veces le falta a la música clásica», escribe. Al final de su vida, con más de 75 años, confiesa su pasión por el rap.
En la década de 1980, no obstante, su mirada cambia, porque el cine estadounidense ha cambiado. Y mientras que antes apreciaba el cine mainstream, ahora se muestra más crítica con Hollywood y lamenta la mayor influencia de los estudios y del marketing. Ya había sido muy dura con La guerra de las galaxias y con todas las películas familiaristas de Disney dirigidas a «todos los estadounidenses». Como reacción, los estudios a su vez la amenazan y, a medida que sus juicios sobre Hollywood son más duros, retiran la publicidad de sus películas de las páginas del New Yorker. George Lucas no tarda en denunciar su maldad bautizando con su nombre al malo de la película Willow (el general Kael). Ni siquiera se salva ya Spielberg, a quien ella había celebrado por Tiburón, En busca del arca perdida y sobre todo ET. Y Kael critica «la infantilización del cine».
Pauline Kael fue contemporánea de un movimiento profundo que, después de ella, se amplificó. Hizo que las películas mainstream fuesen intelectualmente respetables y contribuyó a la desacralización del libro en favor de la película. Encarnó una mutación del público cinematográfico, una mutación que no engendró ella sola, pero que ella supo representar en un momento en que la jerarquía cultural estaba cambiando: la movie reemplazó al libro como objeto cultural de referencia, y el cine se convirtió cada vez más en el modelo de las demás artes en Estados Unidos.
Y luego un buen día fue la jerarquía entera la que quedó en entredicho, y se volatilizó.
Al principio en Estados Unidos la cultura se dividía de una forma bastante simple entre la cultura de la élite (high culture) y la cultura popular (Una culture). La mayoría de los críticos, más bien influidos por el enfoque europeo del arte, consideraban que tenían la misión de proteger esa frontera y defender la cultura contra el entertainment. En la década de 1950, en particular, la élite intelectual, a menudo compuesta por inmigrantes europeos, se asusta de la importancia que está adquiriendo la cultura de masas y denuncia, siguiendo a la filósofa Hannah Arendt, la «crisis de la cultura». El sociólogo alemán exiliado en Estados Unidos Theodor Adorno va más lejos y se muestra muy crítico con el jazz, al cual niega el nombre de música, asimilándolo a la «radio», con un desprecio esnob y, como algunos han llegado a decir, racista. Como buen marxista, Adorno considera la industrialización de la cultura como una catástrofe artística e insiste hábilmente en el hecho de que esa cultura de masas no es una cultura popular auténtica, sino el producto de un capitalismo monopolista. Adorno contribuye entonces a divulgar la noción de «industrias culturales» y sobre todo la crítica de las mismas.
De repente, a mediados de la década de 1950, algunas revistas como la Partisan Review, emblemáticas de la actitud de la época respecto a la cultura de masas, son presa del pánico ante la importancia creciente que va cobrando la televisión (en 1954 más del 50 por ciento de las familias estadounidenses tienen un televisor). La old left, esa vieja izquierda estadounidense nacida del antitotalitarismo, antinazi y en esa época también antiestalinista, se asusta ante la nueva cultura estadounidense que ve por doquier: los artículos predigeridos del Reader’s Digest, la mediocridad cultural y el conformismo de los suburbios residenciales materialistas, Moby Dick en versión condensada «que se lee en la mitad de tiempo», la nueva edición del diccionario Webster que trata de simplificar el inglés estadounidense, las antologías y compilaciones de grandes textos, la música de Copland y las sinfonías clásicas difundidas por las radios de NBC, los libros de bolsillo Penguin y el Book of the Month Club (el gran libro del mes). Los intelectuales neoyorquinos multiplican los artículos para denunciar las reproducciones de los cuadros de Van Gogh o de Whistler colgadas en las salas de estar de las clases medias, una ocasión para esas familias mediocres de self-aggrandizement (la expresión es del gran crítico literario, típico de la época, Dwight Macdonald). Pero sobre todo critican el cine, que no es arte, escriben, y fustigan en particular las películas de Hollywood de la década de 1960, con Charlton Heston a la cabeza, burlándose de sus hazañas en Ben-Hur y en El planeta de los simios. Y luego, naturalmente, ironizan sobre los novelistas que, como John Steinbeck, Pearl Buck o Hemingway (el de El viejo y el mar) explotan los clichés sentimentales, y sobre los periodistas que, en las revistas Harper’s, The Atlantic o Saturday Review, mezclan los géneros y defienden el pop en la prensa elitista.
Ese pánico a la cultura de masas (el gran mass panic de la década de 1950) tiene algo de desesperado: no ofrece más opción que la vuelta a la cultura aristocrática. En las décadas de 1930 y 1940, los críticos de la cultura de masas analizaban al menos la producción de las industrias culturales bajo el prisma marxista; ahora esa crítica ha degenerado en una sátira del gusto popular.
«Y después un día las cosas empezaron a cambiar y todo fue distinto», cuenta Bob Silvers, el célebre director de la New York Review of Books, con quien me reúno en su despacho de Manhattan. «La novedad es que a los intelectuales de la old left los adelantan por la izquierda los intelectuales de la new left», me explica Silvers. En diez años, los intelectuales neoyorquinos abandonan la jerarquía cultural que tanto habían venerado y abrazan la cultura de las masas.
Este nuevo discurso, a contrapelo del anterior, merecería todo un libro en el que se analizara el difícil trabajo de remendado que llevan a cabo las revistas de izquierda, la lenta conversión de la intelligentsia, las prudencias de los unos y las extravagancias de los otros. Lo más interesante: este nuevo discurso no viene de la prensa popular, ni de las industrias culturales, ni siquiera de la derecha conservadora; viene de los estudiantes de Harvard, de los negros de Harlem, del movimiento chicano y de los hippies de California. Para tapar los agujeros de una barca ideológica que hace aguas, no todos los intelectuales utilizan el mismo procedimiento ni tienen la misma audacia. Algunos hacen referencia, curiosamente, a ese astro muerto que es Trotski; otros están deslumbrados por el pensamiento del presidente Mao, hasta el punto de no ver que el maoísmo no es más que un estalinismo antisoviético; otros finalmente se apasionan por Fidel Castro y Che Guevara, cuyo marxismo aún luce el encanto del trópico.
Entretanto estalla en 1968 en Berkeley y en Columbia el movimiento estudiantil, con Bob Dylan, la contracultura y la guerra de Vietnam. Esta vez, la vieja élite se da cuenta de que ha perdido el tren. Ya ha dejado pasar el tren del jazz y el de Jack Kerouac, y ahora no quiere equivocarse con el rock, con Hollywood y con la sexualidad de los jóvenes. Es hora de cambiar la plantilla de lectura.
Hay una joven intelectual, Susan Sontag, que ya ha abrazado el rock y la fotografía, a los que valora como arte, y rinde culto a John Wayne en sus artículos de la Partisan Reuiew. Se interesa sobre todo por lo camp y lo kitsch para superar las jerarquías culturales high y low. Los intelectuales negros y también los activistas hispanos, indios y asiáticos empiezan a reclamar el final del monopolio cultural considerado «eurocentrista». Las feministas, y también los militantes gays, denuncian la dominación masculina. El hombre blanco es la diana de todas las críticas, y la cultura europea también. Porque el resultado de esa revolución es el alejamiento de Europa, en efecto, y la valorización de la cultura popular estadounidense. Al arrinconar su exigencia artística de antaño y al legitimar la cultura de masas en Estados Unidos, los intelectuales estadounidenses sacrifican Europa en el altar del final del aristocratismo. Y desde entonces, todavía no se han calmado las olas de ese tsunami.
En muy pocos años, la élite depone las armas e iza bandera blanca sin haber librado la batalla del arte. La crítica de la cultura de masas, que era de izquierdas en la década de 1950, pasa a ser patrimonio de la derecha en Estados Unidos, y a finales de la década de 1980 revivirá entre los partidarios de Ronald Reagan. La «vieja izquierda», por su parte, está remendando sus creencias para proteger sus ilusiones y lee a Jack Kerouac, escucha a Bob Dylan y toma como gurú al líder contracultural hippie Abbie Hoffman. Cambia su viejo marxismo por un nuevo anarquismo antiautoritario. Ahora los viejos intelectuales que hasta ayer mismo defendían la cultura de la élite WASP, masculina y blanca, descubren de repente que son caucasian; ahora se avergüenzan de ser blancos. Esta white guilt —la vergüenza de los blancos— es un elemento fundamental de esa inflexión. Pronto los cultural studies se pondrán a estudiar La guerra de las galaxias y Matrix y a hablar de la «nobleza del mainstream».
Esta conversión, que aquí hemos recordado a grandes rasgos, y que han confirmado la mayoría de los intelectuales, tanto old como new left, con los que me he entrevistado en Nueva York y Boston —desde Susan Sontag a Michael Walzer, desde Paul Berman a Michael Sander, desde Nathan Glazer a Stanley Hoffmann—, ha tenido importantes consecuencias. Y sobre todo en los críticos culturales de la generación de Pauline Kael. Todos empiezan a tomarse en serio la cultura comercial, no sólo económicamente, como una industria poderosa, sino también como arte. Al contrario que Adorno, los nuevos críticos de jazz demuestran que se trata de una música genuina que se está convirtiendo nada menos que en la música clásica del «siglo americano». Los críticos del rock ganan respetabilidad e influencia, a expensas de los críticos literarios. Y en el New York Times empiezan a tomarse tan en serio las comedias musicales de Broadway como el teatro de vanguardia. Contrariamente a sus predecesores, los nuevos críticos culturales estadounidenses no defienden ya la división entre el arte y el entertainment, sino que intentan, por el contrario, difuminar las fronteras y borrar esa división considerada ahora elitista, europea, aristocrática y francamente antidemocrática.
Como el escritor Norman Mailer, la intelectual Susan Sontag, el crítico literario Dwight Macdonald y tantos otros, Pauline Kael fue una de las figuras simbólicas de esa gran ruptura. Desde entonces, se ha llegado mucho más lejos que ella en la desacralización de la «alta» cultura y en la mezcla de géneros: Pauline Kael y, después de ella, Tina Brown y por supuesto Oprah Winfrey anuncian el futuro de una vida cultural sin la figura del intelectual. E incluso muy pronto una vida cultural sin la figura del crítico.
Junior’s es un restaurante emblemático de Nueva York. Típicamente judío hasta la década de 1970, esa especie de diner se ha convertido esencialmente en negro desde entonces y es conocido en toda la región por su World’s Most Fabulous Cheesecake. Está en Times Square, en la calle 45 de Nueva York, y allí es donde me ha citado Tina Brown.
A los 56 años, Tina Brown es una mujer seductora, a la que su elegancia muy británica (es originaria de Londres) y su carisma contenido hacen más irresistible todavía. Al hablar con ella, me siento arrebatado por su encanto y me digo que ha tomado de América el optimismo y de Europa el humanismo. Al verla, comprendo sobre todo que haya podido seducir a algunos de los más célebres actores, periodistas y escritores ingleses de la década de 1970, lo cual contribuyó a forjar su leyenda. También fue muy pronto una amiga íntima de Diana, la princesa de Gales, a la cual ha dedicado recientemente una biografía que ha sido un bestseller mundial.
Tina Brown pide a un camarero de Junior’s que nos traiga café americano (no hay quien se beba ese refill a menudo servido a voluntad) y también encarga pancakes mientras empieza a contarme su vida. Vino a Estados Unidos acompañando a su marido, el muy influyente periodista inglés Harold Evans, que dirigió el Sunday Times y el Times en Londres. Enseguida la contrataron como periodista en Vanity Fair. Con su esposo, que entre tanto ya había ascendido a presidente de la editorial Random House, formaron una de las parejas más famosas del Nueva York mediático.
Todo se acelera. En 1984, gracias a su red de amistades, su talento y su encanto, Tina Brown se convierte en redactora jefe de Vanity Fair. Reestructura la revista estadounidense y le da un carácter hip optando por temas ora populares ora intelectuales. Por una parte, se atreve con portadas protagonizadas por famosos —a menudo con fotos de Helmut Newton—, crea una sección de sucesos y multiplica las entrevistas con estrellas. Por otra parte, encarga artículos serios de política exterior a intelectuales de renombre, incita a un escritor célebre a describir minuciosamente su depresión y contrata a plumas de calidad como colaboradores.
Vanity Fair, editada por el grupo Condé Nast, pasa bajo su dirección de 200.000 a un millón de ejemplares vendidos cada mes. En 1992, el presidente ejecutivo de Condé Nast le propone hacerse cargo de la dirección del New Yorker, otra revista del grupo. Su llegada al templo discreto de la cultura estadounidense es un shock para muchos. Tina Brown permanece fiel a su estilo entre dos aguas, medio people, medio intelectual. Tiene 38 años.
«En el New Yorker quise simplemente hacer periodismo de una forma moderna: investigación, entertainment, estrellas. El punto de vista del periodista editorialista es sustituido por la información y las ideas, se rompe la jerarquía cultural pero se hace de forma inteligente, se llega a compromisos, pero a compromisos inteligentes», me explica Tina Brown en Junior’s, con su acento british muy discreto. La cultura y el entertainment, que estaban separados antes de su llegada, ahora se mezclan. Los temas de moda, hasta entonces mantenidos a distancia, se convierten en la nueva plantilla de lectura de la revista. La lentitud, un valor que antes se cultivaba, se sustituye por la velocidad. Lo sensacional, ayer alusivo, se vuelve materia de análisis. Se olvida el miedo al comercio, que en el antiguo New Yorker era una religión: Tina Brown pide a su equipo que analice la América empresarial.
«He lanzado una sección titulada “Los anales de la comunicación” para seguir la evolución de los estudios, de la televisión y sobre todo de las industrias del entertainment», me explica Tina Brown. En lugar del arte europeo y de los libros de literatura de la élite, hay retratos de diez páginas sobre Rupert Murdoch de News Corp, Michael Eisner de Disney, Bill Gates de Microsoft o Ted Turner de CNN. Con su nueva prioridad «arte, medios y entertainment», Tina Brown inventa también en el New Yorker la biografía de empresas: encarga la historia del operador de cable Comcast, del estudio Paramount o del holding Viacom. El tono es severo y las investigaciones irreprochables, pero los lectores acostumbrados a un periodismo refinado se muestran algo contrariados al leer veinte páginas sobre la fusión Time Warner-AOL, el gangsta rap o las regulaciones del mercado audiovisual estadounidense. Pase que el New Yorker analice, como antaño, los poemas escritos bajo la influencia de la droga de Allen Ginsberg; pero el análisis de los videoclips de MTV es algo que raya en lo intolerable. «Y sin embargo, las ventas del New Yorker se han disparado», me dice sin inmutarse Tina Brown.
Y aún va más lejos. No se conforma con hablar de las estrellas, también habla de la star’s people, la gente que hace a las estrellas, y de esos middlemen entre el creador y el proceso comercial que, como los agentes, los mánager y los PR people, fabrican el buzz. «El New Yorker debía hablar de aquello de lo que habla la gente», añade Tina, como si se tratase de una evidencia, un poco como si ella hubiese inventado el Escalator que hace que la gente sea famosa.
«También he cambiado el estilo de la publicación. Y como era inglesa, no podían reprocharme que despreciase la pureza de la lengua», explica Tina Brown. Las palabras malsonantes, que estaban muy perseguidas en esa publicación puritana y protestante (recuérdese que el escritor Norman Mailer no quiso colaborar con el New Yorker porque no le permitieron utilizar la palabra shit en su texto), se convierten en una forma como otra de escribir. Por eso 79 periodistas se van y llegan 50 nuevos. La fotografía entra por primera vez por la puerta grande en el austero New Yorker: contratan a tiempo completo a Richard Avedon, que viene de Vogue y de Life y que se ha especializado en la fotografía de moda y de rock. Entran colaboradores más polémicos que cultivados para analizar no ya las obras de Hannah Arendt y de Woody Allen, sino el hip, el cool y la pop culture (el New Yorker tiene una sección regular titulada «Department of Popular Culture»). A partir de ahora, el periódico se toma muy en serio el último blockbuster o el nuevo best seller literario. La estrategia de Tina Brown, heredada de Pauline Kael, es tratar seriamente la cultura popular y escribir para el gran público sobre la «alta cultura». «A mí me marcó mucho Pauline Kael, me influyeron mucho sus años en el New Yorker. Y quise que se escribiera sobre Hollywood como si fuese un cuento. La narración se convirtió en esencial», me confirma Tina Brown, a quien generalmente se atribuye el haber inventado en Estados Unidos el celebrity journalism.
Los predecesores de Tina Brown al frente del New Yorker tenían una misión: resistir los embates de los «bárbaros» y mantener la línea, la frontera, que separa el buen gusto de la mediocridad, la élite de las masas, la cultura del entertainment, el high del low. Pero ahora descubro que Tina Brown es una «bárbara». En este restaurante judío convertido en negro —lo cual en general ya basta para asustar a la élite y a los intelectuales neoyorquinos—, Tina me habla de Philippe de Montebello (el muy elitista director de origen francés del Metropolitan Museum de Nueva York) y de La guerra de las galaxias en los multicines, de Shakespeare y de los Monty Python, del escritor John Updike, al que ha mantenido en su puesto del New Yorker, y de los retratos que ha encargado sobre Madonna y Tom Cruise. Me dice que estas mezclas le parecen cool.
Otro día, en la cafetería del New Yorker, que ha sido magníficamente diseñada por el arquitecto Frank Gehry y donde vemos a Meryl Streep almorzando en la película El diablo viste de Prada, me encuentro con el elegante Henri Finder, redactor jefe de la revista.
Desde lo alto de sus 52 pisos, la sede del grupo Condé Nast, en el número 4 de Times Square, domina Broadway. Vogue, Glamour, GQ, Architectural Design, Wired, Vanity Fair, el New Yorker, pero también la revista Bon Appétit se editan aquí. Esto me tranquiliza respecto a la comida. A fuerza de reunirme, año tras año, con Henri Finder en esta famosa cafetería, he llegado a conocerlo. Siempre un poco dubitativo e insecure, de una amabilidad y una discreción erigidas en arte de vida, Henri toma, como de costumbre, un plato vegetariano, sin entrante ni postres, y una Coca-Cola Light. Nos sentamos en la sala retro y kitsch del restaurante de empresa, que te da la impresión de estar dentro de un acuario.
Henri fue contratado por Tina Brown en 1994 primero como redactor jefe adjunto, después como responsable de las críticas de libros y, finalmente, desde 1997 como uno de los redactores jefes, un cargo que todavía ocupa. «Tina Brown es a la vez una especie de sabionda de Oxford, por su sofisticación intelectual, y un verdadero empresario cultural estadounidense con poca paciencia ante las pretensiones intelectuales. Como los estudiantes más originales de su generación, formados como ella en Oxford y Cambridge, Tina empezó a estar harta de la estrechez de miras de la “pequeña Inglaterra”, de su refinamiento, su distinción, su lenguaje redicho, su miedo a la vulgaridad, y poco a poco se sintió seducida por la ambición americana. Tina encontraba sospechosas las jerarquías culturales europeas», analiza Henri Finder. «La ambición americana»: me gusta esta fórmula, lo dice todo.
Henri Finder también subraya que Tina Brown aportó a la revista la cobertura de la actualidad que le faltaba. Y recuerda, relativizando un poco la novedad aportada por Tina Brown, que esta mezcla de géneros ya era el sello del New Yorker cuando la publicación encargaba, por ejemplo, un retrato de Marlon Brando a Truman Capote y, por supuesto, en los artículos de Pauline Kael.
Unas semanas más tarde, vuelvo a ver a Tina Brown y a su marido en una velada social en su mansión de la East 57th Street en Manhattan. De pronto, entre dos copas de champán, Tina me dice, hablando con la superioridad que da la experiencia: «En Nueva York no haces amigos, haces contactos». Durante esa fiesta en el Upper East Side, coincido en el magnífico jardín privado con los editores más conocidos de Nueva York, con los directores de las principales revistas e incluso con Henry Kissinger, el ex secretario de Estado de Nixon, que visiblemente se halla en su elemento. He visto en vivo y en directo en qué se ha convertido el New Yorker bajo el reinado de Tina Brown.
Contrariamente a lo que a menudo se cree en Europa, el New Yorker ya no es la revista de la élite neoyorquina que no se avergüenza de sus pretensiones. Es la revista de la élite que sí se avergüenza de ellas. Las palabras «Europa», «esnobismo» y «aristocracia», con frecuencia sinónimas, sólo se pueden emplear irónicamente.
Lo importante ahora ya no es la jerarquía cultural, sino lo cool.
Y el New Yorker se propone justamente ser ese barómetro de lo cool y un trendsetter, el que decide la moda. Tina Brown, a la que le sobran las ideas, ha lanzado sus célebres números especiales del New Yorker bautizados «Next Issue», una especie de previsión meteorológica de las modas que vendrán y un horóscopo de lo cool que predice lo que mañana será hip. Tina Brown tiene un raro instinto para identificar the next big thing, aquello que estará en boca de todo el mundo.
Así pues, el papel del crítico cultural cambia, en el New Yorker y en todo Estados Unidos. El nuevo árbitro tiene la misión de evaluar la cultura, no ya sólo en función de su calidad —un valor subjetivo—, sino también de su popularidad —un valor más cuantificable—. Ya no juzga, entra en «conversación» con su público, como me dice Tina Brown, sin darse cuenta de que está retomando una expresión de Pauline Kael. El arte, el sexo, las estrellas, la moda, los productos, las películas, el comercio, los políticos («también son celebridades», me dice Tina), el marketing, la gran literatura, las nuevas tecnologías, todo eso está un poco mezclado ahora ya en un periódico donde ayer todo estaba bien jerarquizado, definido y compartimentado. Y si queda alguna jerarquía cultural, ya no va de lo popular a la élite, sino de lo muy hot a lo muy square (carroza, lo contrario de cool). Tina Brown inventa la jerarquía de la hotness.
La jefa del New Yorker comprendió antes que los demás y antes que Internet las reglas de la cultura del entertainment en expansión: la notoriedad, el buzz, la velocidad, lo hip y lo cool. Estos elementos son la base del nuevo capitalismo cultural, el capitalismo hip, que es el que contribuirá a propulsar la cultura estadounidense en todo el mundo.
Entonces me vino a la memoria la expresión fetiche de Tina Brown, la que pronunció ante mí en el Junior’s y que luego me recordó en su casa del Upper East Side: la New York fakery (el lado falso y ficticio de Nueva York). Una mujercita del Oeste americano, Pauline Kael, y una inglesa convertida en primera empresaria cultural de Estados Unidos, Tina Brown, quisieron denunciar esa impostura, la de la antigua élite de la costa Este, con sus valores esnobs y europeos y con sus distinciones culturales artificiales. Y me he enterado recientemente de que la británica Tina Brown, actual directora de Newsweek, había pedido finalmente, y obtenido, por supuesto, la ciudadanía estadounidense. De nuevo «la ambición americana».
El talk show: éste es el principal invento de Oprah Winfrey, la mujer más poderosa del mundo en los medios de comunicación. Nacida en 1954 en el Misisipi rural y en medio de la pobreza —su casa no tenía ni agua corriente ni electricidad—, de una madre que trabajaba de asistenta y un padre minero que se hizo barbero, Oprah Winfrey pasó la adolescencia en el gueto negro de Milwaukee, en Wisconsin. Recientemente reveló que había sido violada en su juventud, que había tomado drogas «por el amor de un hombre» y que quedó embarazada a los 14 años (el niño nació muerto y no tendrá más hijos). Gracias a sus buenos resultados académicos, consigue entrar en una universidad pública mayoritariamente negra y empieza a trabajar de locutora en un programa de radio de una emisora local de Nashville, en Tennessee. Su empatía, su lenguaje franco, su forma directa de preguntar a sus invitados por su vida privada y su sentido del humor hacen que sus primeros talk shows tengan una gran audiencia. Luego entra a trabajar en una televisión local de Nashville, después en una de Baltimore, y en 1983 la contratan en una televisión con problemas de audiencia de Chicago, The Oprah Winfrey Show que ella dirige se convierte muy pronto en el programa de más éxito de la ciudad. Entonces despega verdaderamente gracias a la syndication, ese sistema estadounidense que permite a una radio o a una televisión local vender un programa a centenares de otras cadenas en todo el país. En 1986, su talk show de la tarde, emitido coast to coast, se convierte en un auténtico fenómeno: lo ven millones de estadounidenses en cientos de ciudades. Ha nacido el fenómeno Oprah.
El talk show, con sus distintas variantes, existía antes de Oprah. Pero ella le da un carácter propio al género, especialmente al tabloid talk show, que es la réplica televisiva de las entrevistas en forma de terapia de los tabloides en la prensa. En todo el mundo, en China, India, Brasil, Camerún y hasta en Egipto, he encontrado locutoras de televisión que imitaban a Oprah. En Estados Unidos mismo, y en pocos años, Oprah Winfrey se convierte en una de las mujeres más conocidas y más ricas del país, y en la única multimillonaria negra estadounidense. Su éxito, excepcional, se debe a ese formato de talk show que ella ha inventado. Hace hablar a las estrellas de cine, los raperos, los policías, los jefes de Estado extranjeros, así como a the next door girl (la muchacha de la esquina, anónima), de sus problemas, obteniendo verdaderas confesiones públicas. Es una nueva forma de entertainment en la que lo público se vuelve privado (Bill Clinton hablando de su vida personal) y lo privado público (un individuo anónimo contando cómo empezó a pegarle a su mujer). Su entrevista a Michael Jackson en 1983 fue uno de los programas más vistos de la historia de la televisión estadounidense, con 100 millones de telespectadores. Ella hace hincapié en el self improvement: la responsabilidad personal, el bienestar, el pensamiento positivo, el éxito individual, la salud, la buena armonía con la pareja, la decoración interior, las recetas de cocina. «En definitiva, mi mensaje es: “Usted es responsable de su propia vida”», me explica Oprah Winfrey. Invita a peluqueros de las estrellas y a Bill Gates, a escorts (un eufemismo para designar a los prostitutos de lujo, masculinos o femeninos) y a Nelson Mandela, a médicos especializados en cirugía estética y a un senador republicano. Pero también sabe salirse sutilmente del mainstream y abordar cuestiones sensibles: feminista, muy favorable a los gays, atenta a la droga y a las adicciones a los fármacos, da visibilidad a los temas tabú y muchas veces, sinceramente emocionada, derrama ella misma una lágrima por las situaciones que sus invitados describen. Hace de su show una tribuna para la autoafirmación: habla de los abusos sexuales de los que fue víctima y lanza una campaña contra la violación de menores (que ha culminado en una ley en el Congreso, que tiene el sobrenombre de Oprah Law). Se interesa periódicamente por las dietas y habla de su propia obesidad, que la tiene obsesionada (ha firmado un libro con su coach para explicar cómo había adelgazado, cómo hacía deporte y para confesar su pasión por los ejercicios conocidos con el nombre de «pilates»; el libro fue un best seller inmediato). Y cuando entrevista a un hombre que resulta ser misógino, homófobo o racista, puede ponerse increíblemente violenta en nombre de su historia personal de ex colored girl, expresión que emplea para recordar que una chica como ella era considerada como una «persona de color» en su juventud. Frente a un invitado que, en el plato y en uno de los muchos programas que Oprah dedica al matrimonio homosexual, dice «sentirse exasperado» por los gays teniendo en cuenta los riesgos que representan para los chicos, ella le replica: «Pues a mí, sabe usted, lo que me exaspera son los hombres heterosexuales que violan y sodomizan a las chicas; eso es lo que me exaspera». Y el público en el plato se pone en pie para dedicarle una standing ovation.
En el 1058 del West Washington Boulevard de Chicago están los estudios Harpo (Oprah al revés). Estoy en lo que se llama el West Loop, un antiguo barrio industrial sin personalidad, al oeste de la ciudad, donde tienen su sede social muchas sociedades de servicios. Un edificio ancho de ladrillo marrón claro y gris de dos pisos, que ocupa un bloque entero entre las calles Carpenter y Aberdeen: éste es el cuartel general de Oprah. La aparente discreción del lugar me sorprende, a pesar de una larga cola compuesta esencialmente por mujeres que esperan poder asistir a una grabación. En letras blancas sencillas, que desmienten el ego supuestamente vertiginoso de Oprah, se puede leer simplemente encima de la puerta principal: «Oprah Winfrey Show».
Harpo Productions es una empresa bien rodada con 221 empleados, unos estudios de televisión y un gimnasio donde, cada mañana a las 7, se puede ver según parece a la estrella haciendo su work out. Oprah se pasa varios días a la semana en su cuartel general y vive el resto del tiempo en una lujosa residencia que posee en Santa Bárbara, California. (Pude visitar los estudios de Chicago con la prohibición de citar a mis interlocutores; en cuanto a los múltiples PR people de Oprah Winfrey, no respondieron a mis peticiones de entrevista).
Harpo Productions es el vehículo principal de la máquina de Oprah Winfrey, la explicación de su fortuna y un buen resumen de la evolución del audiovisual estadounidense. Es una sociedad privada, de la cual Oprah es la principal accionista, y varias veces se ha negado, para tener pleno control sobre la empresa, a convertirla en «pública», es decir, a que cotice en bolsa.
Los programas de las principales redes televisivas estadounidenses se inventan, desarrollan y crean en productoras independientes, como Harpo, que las «sindican» luego, vendiendo los derechos por todo el país a cadenas que tienen la exclusividad en una serie de «mercados» (en general una ciudad o una zona geográfica concreta). El talk show estrella de Oprah que se emite todos los días (tiene varios) es difundido principalmente por las 215 antenas locales afiliadas a la red de CBS, así como por la red de ABC. Hoy tiene una audiencia diaria de unos 7 millones de telespectadores en Estados Unidos (en 1998 eran 14 millones, pero sigue siendo el talk show más popular de la televisión estadounidense) y además lo ven entre 15 y 20 millones de personas en 132 países. En algunos mercados, otras redes difunden también los shows de Oprah, aveces en el mismo momento en prime time, a veces en diferido, en late time, en función de contratos complejos, negociados generalmente para varios años. Harpo Productions conserva el copyright y subcontrata la distribución. A diferencia de las estrellas de la televisión que a menudo tienen un contrato work forhire, por el cual ceden el copyright a la cadena que las distribuye, Oprah Winfrey conserva un control total sobre sus programas. Acaba de anunciar, por cierto, que interrumpirá su show principal a partir de 2011 para transformarlo en una cadena por cable que se llamará OWN (Oprah Winfrey NetWork). Pasando así una página tras 26 años de fidelidad, Oprah constata la decadencia de las principales redes hertzianas (abandona CBS) y trata de seguir a su público por cable y por Internet. Construyendo toda una cadena alrededor de su nombre, ¿logrará relanzarse en un universo televisivo más fragmentado? ¿Y llegar a nuevos públicos sin perder su base fiel? Entre sus diferentes residencias y oficinas, Oprah Winfrey dirige también O, su revista, y varias publicaciones femeninas más (joint ventures con el grupo Hearst), preside un sitio web de éxito planetario, oprah.com, y produce comedias musicales para Broadway y películas para Hollywood (ha sido actriz en El color púrpura de Steven Spielberg y ha producido Beloved, basada en la novela de Toni Morrison, un fracaso). Se dedica asimismo a la filantropía, preside su propia fundación y está comprometida, utilizando sus programas y su dinero personal, con la lucha contra el sida, el combate contra la pobreza y el analfabetismo, la ayuda a los refugiados del Katrina en Nueva Orleans, y financia además una escuela de niñas en África. Son acciones generosas de gran magnitud criticadas a veces por su ingenuidad o su relativa ineficacia.
Todas esas actividades tan variadas están ligadas entre ellas por el carisma y la naturaleza self-centered de Oprah Winfrey, que casi siempre habla de sí misma cuando entrevista a los demás. Oprah se ha convertido en una marca.
Oprah Winfrey también es crítica literaria. A finales de 1996, introdujo en su show televisivo de la tarde una sección semanal sobre libros titulada «The Oprah’s Books Club». «En mi Misisipi natal, los libros me transmitieron la idea de que existía una vida más allá de la pobreza», explica Oprah. Parece que este «encuentro» con los libros también la salvó de la miseria. Basta hoy que ella hable en su talk show de un libro clásico, una novela o un libro de literatura más exigente, para que instantáneamente se transforme en un best seller. Casi siempre, el libro entra en la «New York Times best seller list» y se vende un millón de ejemplares (Oprah Winfrey no está financieramente interesada en el éxito de los libros que selecciona). Los editores y los libreros se felicitan por el «efecto Oprah» en sus ventas, en un periodo en que los estudios demuestran que la lectura de ficción está bajando en Estados Unidos, pero la sección que Oprah dedica cada semana a los libros es la que menos audiencia tiene de todas las de sus talk shows cotidianos.
De John Steinbeck a Gabriel García Márquez, de Tolstoi a Pearl Buck, de Elie Wiesel a Cormac McCarthy (La carretera) o Jonathan Franzen (Las correcciones), a Oprah Winfrey todo le sirve para alcanzar su objetivo. Mezcla novelas de estación de tren con la gran literatura, ensayos sofisticados con libros prácticos. Escoge sobre todo los hot books, los libros de los cuales todo el mundo hablará y que constituirán el buzz mediático. También se muestra fiel en su elección, seleccionando obsesivamente la mayoría de las novelas de su amiga la novelista negra Toni Morrison, que habrá vendido más libros gracias a Oprah que por obtener el premio Nobel de literatura.
Durante el verano de 2005, Oprah Winfrey se atreve a seleccionar tres novelas de Faulkner, entre ellas El ruido y la furia, incitando así a sus cientos de miles de fans —mayoritariamente mujeres de entre 40 y 60 años— a leer esas novelas generalmente consideradas inaccesibles para el gran público. Si bien el resultado fue muy inferior a sus otras recomendaciones, parece sin embargo que ese verano fueron 300.000 las personas que gracias a ella compraron las novelas de Faulkner. Oprah tiene una misión, tal vez ingenua, pero sincera: hacer accesibles a la inmensa mayoría las pequeñas y las grandes obras.
Si alguien ha contribuido a difuminar la frontera entre el arte y el entertainment, la high culture y la low culture en Estados Unidos, ese alguien es Oprah Winfrey con su programa literario. «He querido utilizar mi talk show tanto para educar como para entretener, a fin de permitir que la gente vea su vida de otra manera», explica Oprah en una entrevista. También ha lanzado su Book Club, un verdadero fenómeno social: en todo el país, en las ciudades y los pueblos, sus fieles la han imitado creando su propio book club para compartir sus experiencias de lectura (su sitio web ofrece consejos para crear esos clubes y propone fichas detalladas para facilitar la lectura). «Quiero que los libros formen parte del modo de vida de mi público y que la lectura se convierta en una actividad normal para ellos, de manera que deje de ser un big deal». Por todas partes, tanto en los supermercados Wal Mart de Nuevo México como en las librerías Borders de Wisconsin, en los Barnes & Noble de Alabama y en los Starbucks de Texas, e incluso en las bibliotecas públicas de Misisipi, me he encontrado con grupos de mujeres que se reunían para leer y discutir la selección literaria mensual del Book Club de Oprah Winfrey. «Cada mes, tengo un grupo de mujeres que se dan cita en el café de nuestra librería en torno a un libro de la selección de Oprah. Discuten y contribuyen a crear un ambiente de lectura que es muy importante para nosotros. Y a veces, cuando es el aniversario de Shakespeare, por ejemplo, ¡traen un pastel para celebrarlo!», me explica en Austin, Texas, Dan Nugent, el encargado de la librería independiente Book People.
El genio de Oprah Winfrey es haber sabido dar a un programa prescriptivo y unilateralmente top down (de arriba abajo) una función interactiva gracias a miles de book clubs creados espontáneamente por su público en todo el país. Con frecuencia considerado como una forma de ocio individual, el libro ha recuperado en Estados Unidos un carácter colectivo, si no una función social. En todos los sentidos de la palabra, Oprah es una animadora cultural y una bookcrosser, una pasadora de libros.
Pauline, Tina y Oprah: lo que tienen en común esas tres mujeres emblemáticas es la profunda mutación que acompañan. El crítico cultural cambia irremediablemente de naturaleza en Estados Unidos entre 1968 y la actualidad. En paralelo al final de las jerarquías culturales y a la mezcla de géneros entre el arte y el entertainment, el crítico deja de ser un juez y se convierte en un «transmisor». Antes era un gatekeeper, un guardián de la frontera entre el arte y el entertainment, y un tastemaker, el que definía el gusto. Ahora es un «mediador del entertainment» o un trendsetter, el que decide la moda y el buzz acompañando los gustos del público. Al nuevo crítico le importa sobre todo lo cool y, precisamente, lo cool detesta las distinciones culturales. Y una vez abolidas las clasificaciones, es muy difícil restablecer una jerarquía. Además, ¿quién lo desea?
Para el presente estudio, he entrevistado a periodistas culturales en 35 estados norteamericanos y me ha parecido que entendían su oficio de una forma muy distinta a la de sus colegas europeos. Están, por supuesto, los guardianes del templo en revistas como Film Comment o el Chicago Reader; sin embargo, casi siempre el oficio de periodista cultural ha cambiado. En lugar de ser un crítico, éste entrevista a celebridades, cuenta la vida de los actores, se interesa por los rumores, por el buzz. Debe ponerse al mismo nivel que los lectores y ser easy («I’m easy»; soy buen público, me dice un crítico en Miami). Lo que juzga es el placer («having fun», me dice un crítico del Boston Globe). Habla de las novedades y de esas never-before-seen images, esas imágenes que jamás se habían visto, por ejemplo: el primer episodio de La guerra de las galaxias, los cuerpos flotando en el océano de Titanic, la escena inaugural de Toy Story o de Matrix, las imágenes en 3D de la batalla final de Avatar. El crítico pronostica lo que tal o cual comunidad pensará de una película destinada a ella: los cristianos de La pasión de Cristo, los gays de Brokeback Mountain, los latinos del último álbum de Shakira, los negros de la última película de Will Smith, los judíos de la obra de Tony Kushner Angels in America. «Hay una especificidad estadounidense que consiste en ir a ver una película en función de la vida de uno, una película en la cual uno se reconozca y en la que se hable de la propia comunidad», constata Joe Hoberman, el principal crítico de cine del Village Voice en Nueva York. «Hoy el crítico es un consumer critic: como el crítico automovilístico o gastronómico, le dice al consumidor cómo gastar bien su dinero en la cultura, mientras que ayer el crítico del “repertorio” estaba al servicio del arte», me confirma Robert Brustein, crítico de teatro en The New Republic. «La realidad es que los críticos, que cada vez eran más corruptos, desaparecen, reemplazados por la promoción, que es cada vez más manipuladora. ¡Así estamos! Todo eso tiene una sola causa: los críticos pensaron que la audiencia y el box office eran buenos criterios. Para decirlo de una forma más neutra, el crítico estadounidense tiene una escala de valores más parecida a la del espectador que su colega europeo», me confía en Chicago Jonathan Rosenbaum, uno de los últimos veteranos en Estados Unidos de la crítica de cine «a la europea».
En el Boston Globe, en el San Francisco Chronicle, en el Chicago Tribune y en el Los Angeles Times, los periodistas que he conocido firman cada vez menos críticas y cada vez más reportajes, pues la cultura es tratada como una actualidad que hay que interpretar y ya no como un arte que hay que juzgar. La mayoría de los periódicos tienen un departamento Arts & Entertainment, que incluye generalmente la televisión, el cine, la música pop (raras veces la música clásica) y el ocio. «Mucha gente cree que nuestro suplemento “Art and Life” está guiado por la publicidad. No es cierto. Nos guían nuestros lectores», me explica Joanna Connors, periodista cultural del Plain Dealer en Cleveland, Ohio.
Incluso en los periódicos de la costa Este, supuestamente más elitistas, los críticos contemporáneos tienen una auténtica pasión por la cultura popular, muy perceptible, por ejemplo, en el New York Times. Allí, en Times Square, John Rockwell, el antiguo crítico de rock y luego de música clásica del periódico, y ahora crítico de danza —una trayectoria realmente simbólica de la mezcla de géneros—, constata: «En el New York Times hay una especie de fe y de entusiasmo por la cultura popular. Concedemos mucho espacio, por ejemplo, a las sitcoms y a la televisión. Nos ponemos al nivel de la gente: el crítico es un regular guy que habla de las películas o de la música a la regular people. Y el que no se interese más que por la high culture y exprese desdén por la cultura popular dará la impresión de traicionar el espíritu popular y democrático de Estados Unidos». Esta idea de la mezcla de géneros no puede resumirse mejor, por otra parte, de lo que lo hace el nombre de la sala de conciertos clásicos que es sede de la Filarmónica de Los Ángeles: Walt Disney Concert Hall.
También en la sede del New York Times hablo con el editorialista cultural, Frank Rich, que se muestra desolado: «Me convertí en crítico de teatro en 1980. Acababa de obtener my dream job, un empleo de ensueño, en el mismo momento en que el sueño terminaba». Este crítico famoso y sofisticado, sin embargo, hace lo mismo que los demás: comenta la actualidad basándose en la cultura estadounidense popular y da cuenta todas las semanas de la «cultura en las news». «Escribir sobre Debussy y el hip hop: esto es América. Un crítico debe escribir sobre cualquier cosa. Mezclar la cultura y el comercio es una tradición antigua en Estados Unidos. Lo que es nuevo es que el marketing, el dinero y el business interesen a los críticos tanto como las obras».
En Miami, conozco a Mosi Reeves, un joven negro que es redactor jefe de pop music del periódico alternativo Miami New Times. Para él, «la jerarquía high y low ya no tiene sentido; ha sido aniquilada por Pauline Kael», me dice. Más tarde, tomo una copa en un café al aire libre, con fondo musical de Gloria Estefan, la artista cubanoamericana crossover por excelencia, con dos periodistas del Miami Herald. Evelyn McDonnell se define como crítica pop culture y Jordan Levin hace el seguimiento de la música latina. «Un punto de vista demasiado tajante, demasiado comprometido, cada vez resulta menos pertinente en la prensa mainstream —me dice Evelyn—. Es preferible aportar informaciones antes que juicios. Funcionamos mucho con estudios de opinión, que preguntan a los lectores lo que esperan de un periódico como el nuestro. Y les damos lo que quieren: entrevistas, artículos para anunciar los acontecimientos, retratos de estrellas, y cada vez menos críticas. La gente quiere tener su propia opinión, no quiere conocer la nuestra». Jordan Levin observa por su parte que «un gran número de habitantes de Miami no habla inglés, por lo tanto una crítica de libros o de teatro no es para ellos. Se interesan más por la música y por el cine. Es menos esnob», Evelyn también me dice que en el Miami Herald hay una periodista encargada a la vez del sector inmobiliario y del entertainment. «Sí, se ocupa de los dos sectores al mismo tiempo», añade sonriendo. Encuentro que esta información es sublime y le prometo mencionarla en mi libro.
Así, la crítica de libros, por su parte, es cada vez más escasa. Por lo demás, ya no se habla de «literatura», sino de fiction, ni de historia o filosofía, sino de nonfiction. «La palabra “literatura” suena como en la escuela, es seria y no es fun, leer ficción es más divertido», me explica un periodista del Boston Globe (un diario que sin embargo sigue teniendo un excelente suplemento literario los domingos). Aunque ya no tengan demasiados críticos literarios, los diarios estadounidenses sí tienen todos un crítico «digital» en las páginas de Art & Entertainment, que informa de la cultura digital y los productos tecnológicos correspondientes. Uno de los más prestigiosos es Walter Mossberg del Wall Street Journal. Internet ha acentuado todos esos cambios, y en los sitios web de los medios la mezcla de géneros y el final de las jerarquías culturales se han generalizado por completo.
El argumento del número es lo que prima: también es un poco lo que ocurre en las guías Zagat para los restaurantes, que deben su éxito al hecho de que una buena mesa no es evaluada por un crítico culinario sino por miles de lectores que dan su opinión a partir de cuestionarios. Siempre lo cuantitativo en lugar de lo cualitativo.
Y en los anuncios de las películas o los libros que publican los periódicos, las opiniones críticas son sustituidas por blurbs (esas pequeñas frases autopromocionales que los estudios o las editoriales encargan y publican antes de que salga el libro o se estrene la película): «The Best Family Film This Year», «Holiday Classic», «Wow!», «Absolutely Brilliant», «Hilarious!», «One of the Best Movies Ever!», «Laugh-Out-Loud-Funny» o el muy frecuente «*****».
Los dos críticos de cine más famosos de Estados Unidos son Robert Ebert y Gene Siskel del programa At the Movies de ABC (el show creado en 1986 pertenece a Disney). Han inventado el sistema del «Two Thumbs Up!», dos pulgares levantados. Ebert y Siskel juzgan una película simplemente con el pulgar, o sea con un total posible de tres notas nada más: dos pulgares hacia arriba si a los dos les gusta la película, dos pulgares hacia abajo si no les gusta, y un pulgar hacia arriba y el otro hacia abajo si están divididos. Así, el lector sabe si la película es o no un must-see film (una película que hay que ver) o un turkey (un bodrio). Tras la muerte de Siskel y la jubilación de Ebert, el show fue retomado en 2009 por dos periodistas pop, uno de los cuales no es otro que el jefe de la sección de cine del New York Times, A. O. Scott. Que es quien ahora levanta o baja el pulgar.
En lugar del crítico de arte, el periodista dominante ahora en Estados Unidos es por tanto el del entertainment. Hay publicaciones de referencia por ejemplo para el cine y la televisión: Premiere, Entertainment Weekly, The Hollywood Reporter o Variety. Las dos primeras son revistas para el gran público que hablan de las estrellas, las películas de éxito y el buzz. En ellas el espacio de las críticas es muy limitado (hay que esperar a la página 96 de Entertainment Weekly para leerlas y terminan en la página 103). Los dos últimas, y sobre todo Variety, son publicaciones profesionales, que dan los resultados detallados del box office, así como informaciones a menudo de fuentes no autorizadas a partir de rumores que circulan por Hollywood.
En Los Ángeles, acudo a los locales de Variety, en Wilshire Boulevard. Te puedes suscribir ya sea a la versión diaria, la que leen religiosamente todos los responsables del mundo del cine y la televisión (en papel de revista y no en papel de diario, por algo estamos en Hollywood), ya sea a la selección semanal, que es la que más se difunde en el extranjero. Lo que siempre me ha llamado la atención de Variety es el estilo rápido, el lenguaje especializado, poco sofisticado, que incluye muchas abreviaciones, lo cual hace que sea poco accesible para el lector extranjero. «A menudo se dice que nosotros escribimos en la “Variety’s lingo”, una lengua que nos es propia», me explica en la inmensa sala de redacción en open space en la sede del periódico Steve Chagollan, que es senior editor en Variety. Incluso me da el Slanguage Dictionary, un diccionario del argot utilizado por Variety. Pero lo que hace que Variety sea indispensable cada día no es ni su estilo ni sus informaciones confidenciales; son sus decenas de cuadros de resultados del box office hollywoodense, nacional e internacional, los Nielsen TV Ratings sobre las audiencias televisivas del día anterior, las opiniones de los críticos de cine de la prensa nacional (resumidas en tres categorías solamente: «a favor», «en contra» y «ni fu ni fa»), y muchos breves sobre los proyectos en curso y los rodajes anunciados. El teatro de Broadway (llamado Legit) también tiene una sección completa con, también aquí, las recaudaciones de cada comedia musical, su número de espectadores y los resultados de Broadway on the road, es decir, los bolos por todo el país.
Este culto por las cifras no es exclusivo de Variety. La revista Billboard hace lo mismo para la música a partir de los datos compilados por Nielsen SoundScan y hechos públicos todos los miércoles hacia las dos de la madrugada. Todas estas clasificaciones contribuyen a legitimar el éxito de un artista o de un escritor por sus ventas. Retomadas por las televisiones, las radios y en tiempo real por innumerables sitios web, estas cifras se perciben en Estados Unidos como una especie de sanción del público, en la que se mezclan éxito comercial y legitimidad democrática. El mercado mainstream, a menudo visto con suspicacia en Europa como enemigo de la creación artística, ha adquirido en Estados Unidos una especie de valor moral, porque se considera que es el resultado de unas elecciones reales por parte del público. En una época de valores relativos, y cuando se considera que todos los juicios críticos son el resultado de prejuicios de clase, la popularidad que dan las ventas aparece como neutra y más fiable. Siempre se puede discutir sobre lo que es bueno o malo, pero con Nielsen SoundScan, Variety o Billboard no hay argumentos que valgan.
Sin embargo, habría materia para discutir. Por ejemplo, el box office llamado del «primer fin de semana» para el cine se publica en Billboard la mañana del lunes, cuando todos los datos del fin de semana, justamente, no están aún contabilizados. Además, estas cifras proceden de los estudios, que hacen determinadas extrapolaciones a partir de cifras reales que han recibido de los distribuidores el sábado. Por lo tanto, las cifras publicadas serán posteriormente corregidas en forma de publicación de datos actualizados (llamados the actuals), pero todo el mundo habrá retenido que el segundo episodio de una franquicia ha vencido al primero, aunque luego resulte que no es cierto.
Por lo que respecta a la edición estadounidense, hoy sabemos, gracias a una encuesta detallada publicada por el New York Times, que todas las selecciones y puestos destacados de las grandes cadenas como Barnes & Noble o la sección de libros de los hipermercados Wal Mart, así como las grandes librerías independientes, están «amañadas» con los editores, que pagan a las tiendas para que sus libros estén expuestos. Lo mismo ocurre con las famosas «cabezas de góndola», la selección propuesta verticalmente delante de las distintas secciones. Pero las mesas y los stepladders (expositores) a la entrada de las tiendas en los que figuran las novedades, los «mejores» libros y las «mejores» ventas, son «subvencionados» generosamente por las multinacionales de la edición: estos éxitos son por lo tanto mendaces, puesto que la selección se hace por dinero, sin ninguna relación con el gusto de los libreros o las cifras de venta reales. A nivel financiero, este sistema de pay-for-display (pagar para ser expuesto) no se paga generalmente como publicidad, comprando espacios, sino con un porcentaje suplementario que se deja a los libreros sobre las ventas realizadas (de un 3 a un 5 por ciento más, según los acuerdos a los que se llegue, en general secretos y al margen de las leyes anticompetencia). El gigante estadounidense Amazon también ha generalizado en su sitio web este sistema, de tal manera que los libros que destaca le permiten embolsarse unos porcentajes superiores. En lugar de los artículos de los críticos literarios, cada vez menos frecuentes en Estados Unidos, los lectores ahora se fían por lo tanto de unas «selecciones» supuestamente independientes pero que de hecho están compradas por las multinacionales del libro. En inglés, se ha encontrado un hermoso eufemismo para definir este marketing disfrazado de espíritu crítico entre las tiendas y los editores: un cooperative advertising agreement. En los ambientes de la edición, se habla simplemente de acuerdo Co-Op. Lo cual suena mejor.
Estoy en el restaurante Odeon, en el barrio de Tribeca en Nueva York, Tengo cita con Steven Erlanger, que dirige las páginas culturales del New York Times (desde entonces ha asumido la dirección de las oficinas de Tel Aviv y luego de París). Me resume las etapas de la revolución que se ha producido. El final de la jerarquía cultural, el auge de las industrias de los contenidos, el ocaso de los independientes ahora ya mezclados con las majors, el dominio de lo cool, lo hip y el buzz, la cultura transformada en commodity (mercancía). Pero insiste también en la diversidad cultural, que ha tenido un papel importantísimo según él en el debilitamiento del modelo europeo: «Cada vez somos más colorful», me dice.
Steven Erlanger piensa que sólo estamos al principio de este proceso. «Tener en cuenta realmente la diversidad, el auge de Internet y la globalización harán que el movimiento se extienda». Piensa en el proceso de desintermediación que produce la web, suprimiendo los intermediarios. Habla de los países emergentes que todavía revolucionarán más el panorama. Todo ello contribuye, en su opinión, a reforzar la americanización de la cultura en todo el mundo, puesto que Estados Unidos es, por excelencia, el país de Internet y de la acogida de los extranjeros procedentes de los países emergentes. ¿Y Europa? «Al no interesarse suficientemente por las culturas populares, el entertainment, las industrias creativas, el mercado y la diversidad étnica, Europa conoce un gran estancamiento cultural», concluye, sin convencerme del todo, el jefe de la sección cultural del New York Times en el restaurante Odeon.
A nuestro alrededor, van y vienen los bus boys mexicanos, que son los que traen los platos pero no toman la comanda. En la cocina, veo negros. Pero nuestros camareros son blancos; me digo que probablemente son actores «en ciernes». En este restaurante hip del barrio cool de Tribeca en Nueva York estoy entre Europa y América. Un crítico culinario del New York Times ha calificado Odeon con una fórmula: «European sophistication, American Abundance». El ambiente es refinado pero la comida es copiosa; la calidad y la cantidad; Europa y América. De nuevo, la ambición americana.
«En este restaurante —me dice Steven Erlanger— fue donde Jay McInerney situó su célebre novela Luces de neón». Es un libro típicamente estadounidense, soberbio y sofisticado, que Pauline Kael odiaba, que Tina Brown adoraba y del cual Oprah Winfrey no ha hablado jamás.